SUSANA GERTOPÁN Y LA(S) ESCRITURA(S) JUDÍA(S) DE PARAGUAY (II)
NOMBRES, EXILIOS, ENCIERROS
Por LILIANA RUTH FEIERSTEIN
En las últimas décadas, cierto cambio sociocultural en la experiencia del tiempo, cambio que se ha interpretado con frecuencia como una parte de lo que se considera globalmente la crisis de la modernidad, ha alimentado un interés creciente por la literatura del exilio en tanto reflexión acerca de lo incierto de la identidad, de lo intransferible del pasado personal, inevitablemente ajeno al «relato oficial», y, en general, de los misterios de la memoria. Y precisamente a propósito de esta literatura en auge, la del exilio, cuyos rasgos analiza, como veremos, en el caso concreto de las obras de la novelista paraguaya Susana Gertopán, escribe, en esta segunda y última parte del presente estudio, la doctora Liliana R. Feierstein desde la Universidad de Constanza, en Baden-Württemberg, Alemania.
EL RETORNO DE EVA
El fin de esta trilogía es El retorno de Eva (2003). Reaparecen personajes de la primera novela cincuenta años después, junto a personajes de las nuevas generaciones. Eva, una mujer en la que se insinúa una fuerte carga autobiográfica de la autora, como su homónima, la pecadora bíblica que prueba la manzana del conocimiento, es expulsada del Paraíso del barrio judío de Asunción, su exesposo y toda su familia, y va a Israel a iniciar una nueva vida.
La tercera generación que Eva representa define su posición frente a lo heredado: «La cultura de la pena, del desarraigo, de la culpa, del hambre, del abandono, de la pérdida, de la sobrevivencia como judíos errantes, heredada de nuestros patriarcas por ser el pueblo elegido por Dios, con el sufrimiento reflejado en el espíritu de una tradición». Los padres «mantenían costumbres que no coincidían con este territorio (…) Pertenecían a otras tierras, a otro clima, a otros sabores, a otros olores, a otros sufrimientos, a otras tradiciones».
Esas costumbres y esa forma de vida ya no pertenecen a Eva: solo su reminiscencia, la recreación de algo nunca experimentado, solo escuchado de los mayores. Por ello, decide cortar el hilo de la repetición y emprender una nueva vida en Israel: será madre soltera, se integrará con mucho esfuerzo, y nunca totalmente, al nuevo entorno y participará en reuniones de inmigrantes paraguayos, en una de las cuales encontrará el nexo con su pasado. En un rápido viaje a Asunción, se reencuentra con su familia y con el pasado, a veces añorado, pero también se convence de que el regreso es imposible.
La lucidez sobre un pasado mechado por los deseos paternos («en nosotros quedaba marcado como un rastro de pena y culpabilidad cuando no éramos capaces de cumplir dichos mandatos») lleva, otra vez, al tema del nombre: uno de sus amigos de infancia, Isaquito, se llama así «en memoria de un antepasado incinerado en los hornos de Treblinka, a quien continuamente recordaban, asociando el parecido físico de uno y otro. Desde su nacimiento lo condicionaron, a través de ese nombre heredado de otra persona, a sufrir dolores ajenos y a hacerse cargo de una historia de vida penosa y distante de la suya».
Como en las novelas anteriores de esta trilogía, el final elude el facilismo del happy end: el paso del tiempo ha sido cruel, muchos han muerto o sobreviven, enfermos y ausentes, sin haber podido cumplir sus anhelos de felicidad, y su nuevo lugar de vida es Israel, pese a todos los contratiempos.
EL CALLEJÓN OSCURO
El callejón oscuro (2010) obtuvo el Premio de Novela Inédita del Ateneo Lidia Guanes en el año de su publicación. La autora retoma la vida de los inmigrantes judíos en Paraguay en la segunda mitad del siglo XX desde una perspectiva novedosa: la existencia de «guetos espirituales» que encajan unos dentro de otros como en un juego de cajas chinas que nunca llega a (des)armarse en su totalidad.
En una carta, el maduro Ariel, exiliado del país, le pide a su primo José que lo ayude a reconstruir fragmentos de su memoria lejana que se le escapan, en especial una traumática experiencia en el «Callejón Oscuro» de su barrio cuando niños. José le contestará en extensas notas y en alguna carta final, que jalonan el recorrido de sus propias reminiscencias por esas veredas que ya no existen como tales, pero permanecen vívidas en su imaginación.
Amante de la lectura, hijo de inmigrantes judíos escapados de Polonia poco antes de que el horror nazi masacrara a sus familias, el «nuevo americano» crece rodeado de frases en ídish y miedos heredados de sus progenitores, que no le permiten el contacto con un mundo externo siempre, a sus ojos, amenazante. José transmite esa extrañeza de aves de paso que tienen la cabeza en Europa y el cuerpo ausente, que apenas hablan castellano y que no entienden el guaraní: «... sentíamos que se trataba de un territorio prestado, temporal. De no sentir así, jamás saldríamos de ahí. La esperanza del retorno a nuestra patria no se cumpliría. Patria que en realidad nunca supe cuál era. Lo único seguro es que había que seguir rechazando, negando a este lugar como propio».
Ya adolescente, José quiere «escapar» de esa situación confusa y de una herencia que lo ahoga y en verdad desconoce, ya que no lleva consigo los fantasmas de su abuela y sus padres. Cruza la calle «segura» de su casa y se interna en el Mercado abigarrado y lleno de extraños personajes y coloridos inusuales: es laberinto, confusión, vida, barullo, animales, ropa, comida, plantas, lenguas desconocidas: «La lectura era mi único entretenimiento hasta el día en que crucé el puente imaginario y descubrí el otro mundo, el mundo del Mercado». Y, poco después, descubrirá, algo más lejos, ese Callejón Oscuro y misterioso de gente y cosas sumidos en un «estado salvaje» lleno de peligro y de fascinación al mismo tiempo. José querrá salir del gueto «seguro», de la tienda de su familia, donde los recuerdos enferman y «vivir duele». Cruzará la ancha avenida que divide dos mundos. Y en esa travesía construirá una nueva personalidad, con antecesores judíos, pero americana, sin dejar de intuir que también los otros grupos humanos de esa realidad exterior se subdividen en guetos: el de los indios, el de los inmigrantes llenos de nostalgia de sus patrias perdidas, el de los mendigos y desclasados, el de los pobres y el de los ricos, el de los que están casi fuera de la ley… todos con sus leyes particulares y modismos vitales.
La novela avanza con firmeza en la descripción de variados personajes y lugares en un rico camino narrativo que se encamina hacia su desembocadura: la incógnita sobre ese episodio turbulento del Callejón Oscuro, que se resiste a ser evocado y que, finalmente, constituirá en sí mismo otra terrible metáfora sobre la vida y la muerte en ese rincón alejado del mundo.
Susana Gertopán completa de esta manera un recorrido matizado y complejo por la temática de la identidad americana. Nativos e inmigrantes, con sus diversos exilios y trágicos momentos históricos, en esta última producción se dirigen a un entorno reconocible: la dictadura del general Stroessner y su Partido Colorado durante las décadas en que transcurre la acción, que convierte por reflejo narrativo a todo Paraguay en un gueto gigantesco, aislado del mundo y donde hasta hablar resulta peligroso. Metáfora final para esta valiosa novela de nuestro tiempo.
liliana.feierstein@uni-konstanz.de
Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR
Publicado en fecha: Domingo, 29 de marzo del 2015
Fuente en Internet: www.abc.com.py
SUSANA GERTOPÁN Y LA(S) ESCRITURA(S) JUDÍA(S) DE PARAGUAY (I)
NOMBRES, EXILIOS, ENCIERROS
Por LILIANA RUTH FEIERSTEIN
En las últimas décadas, cierto cambio social en la experiencia del tiempo, parte de lo que se considera la crisis de la Modernidad, ha alimentado un interés creciente por la literatura del exilio como reflexión sobre lo incierto de la identidad, lo intransferible del pasado personal, inevitablemente ajeno al «relato oficial», y los misterios de la memoria. Y precisamente a propósito de esta literatura en auge, la del exilio, cuyos rasgos analiza, como veremos, en la obra de la novelista paraguaya Susana Gertopán, escribe la doctora Liliana Feierstein desde la Universidad de Constanza, en Baden-Württemberg, Alemania.
La identidad de un pueblo, forjada durante cientos de años y llevada a América por inmigrantes desde finales del siglo XIX, va decolorándose con el paso de las sucesivas generaciones. Pierde volumen y deja lugar a tonos y confidencias más ligados a la tierra americana, a su clima y su lengua, a su realidad cotidiana, social y política. Una manera significativa de encarar esta historia individual y comunitaria puede encontrarse en la producción novelística de Susana Gertopán (Asunción, 1956) y su contenido metafórico-ficcional respecto a la memoria del pasado lejano, del reciente y de la más pura actualidad. La colectividad judía de Paraguay ha sido poco estudiada y, sin embargo, Paraguay fue, durante la Shoá y en los años inmediatamente posteriores, lugar de residencia o de paso para muchos judíos. Los judíos en Paraguay en la Colonia son muy escasos: se afirma que ciertas familias paraguayas, como los Gaona o los Pérez y Pereira, son de origen criptojudío, exilados de España en tiempos de la expulsión. En la segunda mitad del siglo XIX, inmigrantes judíos llegan en pequeño número de Europa, y durante la primera década del siglo XX se establecen algunas familias venidas de Rusia. Hacia 1917, los judíos eran unos seiscientos, y en su mayoría procedían de Polonia, Rusia, Turquía, Alemania y Francia. Hacia 1970 se calculaba un millar de judíos sobre una población total de dos millones cien mil habitantes, porcentaje algo menor al 0,50 por mil. Prácticamente todos se concentraban en Asunción, la capital, que tenía trescientos cincuenta mil habitantes. Es probable que el escaso número de miembros de la colectividad explique su concentración en un solo barrio, barrio que es el punto de partida de la primera de las novelas de Susana Gertopán.
BARRIO PALESTINA
Barrio Palestina (1998) dedica su primer tercio a esa especie de gueto en el cual se concentran los primeros inmigrantes judíos en los años treinta del siglo pasado, y describe la vida judía en lugares como Varsovia o Vilna, cuyas heladas estepas los inmigrantes abandonan para llegar a una tierra tropical y desconocida, con toda su carga de dramatismo y nostalgia.
El narrador, Moíshele, crece con la novela, interesante estrategia de la autora que, así, puede presentar los conflictos familiares y personales suavizados por la mirada del niño, que los relata desde afuera, desde las primeras rebeldías en la antisemita capital polaca hasta sus enojos durante la difícil aclimatación de sus padres, Dóvid y Reitze, en las desconocidas tierras guaraníes.
Sin embargo, es Feíguele, el hermanito menor de Moíshele, el personaje más interesante. Frágil como el pajarito al que su nombre alude, asmático, se expresa con su silencio. Como en la canción de cuna de Itzik Manger, en la que el niño quiere ser un pájaro (Feíguele) y la madre le pone tantos vestidos para protegerlo que le impide volar, en la novela la madre de este niño frágil lo ahoga, «cuidándolo» en el verano paraguayo como si aún estuvieran en Polonia. Feíguele crece como una sombra triste del judaísmo europeo mal exilado en tierras americanas. Moíshele, en cambio, canaliza su rebeldía emigrando al recién fundado Estado de Israel.
EL NOMBRE PRESTADO
En El nombre prestado (2000), varios años después algunos de esos inmigrantes siguen viviendo en un gueto imaginario, con premisas ciegamente repetidas como leit-motiv de un destino inexorable («No todo lo deseable es posible», «Suponer que los acontecimientos se desarrollarían de acuerdo a como uno los imaginaba siempre me pareció muy infantil…»).
Pero la siguiente generación reacciona de manera violenta y opuesta, para diferenciarse. Esta vez, los personajes centrales son un padre y un hijo, enfrentados y sin posibilidad de entendimiento. El progenitor es un antiguo prisionero de Auschwitz. Su hijo, José, Iósele, luego Alejandro, en la nueva identidad que adopta, es un hombre de cincuenta años cuando comienza la acción. Nacido en América Latina, judío secular con experiencia de vida de algunos años en Israel, se niega a aceptar esa herencia cuya memoria le es ajena pero que, a la vez, lo condiciona de tal manera que le ha impedido formar una familia.
Las discusiones entre ambos iluminan esta contradicción generacional y humana entre pasado añorado y presente real. Los logrados diálogos intergeneracionales, bordeando estas tensiones, recuerdan los del protagonista de Réquiem para un viernes a la noche (1964), de Germán Rozenmacher (Buenos Aires, 1936-1971), con su padre, cantor religioso en una sinagoga.
Iósele cambia su nombre por otro sin resonancias judaicas para iniciar una nueva vida libre de la historia de horror y obligaciones que su progenitor le transmite. El tema del nombre remite al de la identidad cuando el padre viudo acusa a su único hijo de renegar de él, de mutilar su continuidad al cambiar hasta aquello que lo definía ante los otros, su nombre. José no está de acuerdo: «Las personas no son un nombre, no son un montón de letras que se juntan para formar una palabra. Las personas son seres con sentimientos, con color, con razas. No es un nombre el que da la identidad».
La solapa del libro recuerda que, para el Talmud, el hombre posee tres nombres: el que le dan su padre y su madre, el que le dan los hombres y el que se da a sí mismo. Y este último es el más valioso. Esta aparente apuesta por una condición existencial –a tono con la ideología sartreana de la segunda posguerra– recibe, en el epílogo, un golpe demoledor que la transforma en metáfora abierta a interpretaciones: enfermo y a punto de morir, su padre le confiesa a Iósele que el supuesto apellido familiar no es el verdadero. Que, para sobrevivir, tomó el de un polaco cristiano de su vecindad, y que ese es el apellido que transmitió por herencia (y el que, precisamente, José decidió cambiar). Elevado a la segunda potencia, este «cambio de nombre» resignifica toda la historia relatada y la construcción que la memoria ha hecho alrededor de ella.
Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR
Publicado en fecha: Domingo, 22 de marzo del 2015
Fuente en Internet: www.abc.com.py