"A aquél que tiene le será dado más". Estas palabras del libro de la sabiduría podrá confirmarlas con tranquila seguridad cualquier escritor en el sentido de que, "a aquél que ha narrado mucho, le será referido más". Nada más equivocado que la idea tan común de que en el autor trabaje la fantasía ininterrumpidamente y de que invente sin pausa sucesos y cuentos, como sacándolos de un fondo inagotable. La verdad es que en vez de hallar e inventar sólo tiene que dejarse hallar por figuras y acaecimientos que sin interrupción lo buscan para que vuelva a contarlos, siempre que haya conservado la capacidad superior de la visión y de la atención. Aquel que se ha esforzado a menudo en interpretar algunos destinos, recibirá de muchos el testimonio de su sino.
Stefan Zweig
(de "Impaciencia del corazón")
-1-
La noche palidecía como una sombra confusa mientras yo me debatía en un duelo devastador e intransigente con aquel personaje que pronto debía interpretar en una corta actuación aparentemente improvisada, para un público ansioso y deseoso de verme encarnar con majestuosidad ese papel, como en la noche de una gran gala de estreno.
Y aquel otro, el que yo en realidad deseaba montar, donde no existía otra historia que la mía propia, donde no precisaba de libretos ni escenografía, ni de ensayos y antifaces, para representar mi acto durante una escena libre y ocasional, sin butacas ni escenario, sin telón ni público. Y sin aplausos.
Qué extraña me sentía. Alejada, separada de mis deseos reales, atascada dentro de aquella habitación, en una historia que no era la mía y en todo lo extraño que sucedía alrededor de ella, mientras afuera el universo seguía rotando con un movimiento seguro y regular.
Qué diferente era todo a como yo imaginé, jamás se me ocurrió que necesitaría de una actuación en un momento así de mi existencia, pero ¿cómo podía prever, cómo podía adivinar lo que habría de sentir, y después de ocurrirme? Si ni siquiera aún había crecido lo suficiente. Todavía no era una mujer. Continuaba siendo una joven con ideales creados alrededor de una realidad lejana a la que vivía. Y después lo que habría de pasarme a consecuencia de todo ello, no sólo en los años venideros, sino que pronto, ahí, casi de inmediato, en los minutos siguientes, en las horas próximas, en esa misma noche. En ese instante cerca-no, donde cambiaría de manera abrupta e inconsciente de situación, en un juego imbécil entre el tiempo, las imposiciones, mis miedos, los personajes, el espacio y yo.
Me encontraba tan vacía, tan sola, que ni la obscuridad permitía que los demonios circundaran mi ámbito teatral.
Abrí la ventana de mi cuarto. Ya estaba amaneciendo. Pero yo no había logrado dormir en toda la noche. Por la ventana entraba una apacible luz. Después de varios días de llover con insistencia, de pronto, durante aquel amanecer la lluvia cesó, como un augurio de dicha. De afuera me llegaba el olor a tierra recién regada, sentía el aroma a naranjo florecido, a guayaba y a jazmín. En setiembre, Asunción se sumerge en cánticos y aro-mas embriagadores. Los patios se hechizan con la sencillez y el candor de enredaderas que trepan estallando de color, de serena-tas de aves, que anuncian su fecundidad, de risas, de juegos, de polcas y guaranias.
Aquel día el cielo se liberó de toda mancha y se abrió fortuitamente para que un sol generoso explorara esa mañana. Estaba sola en mi habitación, pero por poco tiempo más. Pronto la abandonaría, como un personaje de "casa de muñecas". Pronto dejaría aquel espacio que desde muy pequeña yo lo habité, que fuera tan sólo mío y aquella casa de la que fui una temporal inquilina.
Observaba mis juguetes, mis dibujos, reminiscencias de aquellos años de chiquilla. Las paredes estaban decoradas con afiches de los Beatles, con el rostro duro del Che Guevara, de Fidel Castro, de Einstein, Golda Meir, figuras conflictivas que desacordaban en sus ideologías con el régimen dictatorial de entonces. Sobre mi cómoda lucía la foto enmohecida de mis abuelos y otros recuerdos que durante la adolescencia iba atesorando con la idea de que perdurarían allí por siempre, resguardando la memoria.
Me estaba despidiendo de todo. Aún era temprano para arreglarme, todavía el reloj me permitía disfrutar un tiempo más de esa pieza, mi territorio.
Abrí el baúl donde conservaba restos de viejos vestuarios. Disfraces de cuando era niña y los utilizaba para las veladas escolares, y otros que después obtuve, cuando fui a estudiar arte escénico. Los saqué uno por uno y los puse sobre la cama. El de Caperucita Roja, el de Blanca Nieves, el de mariposa, cuyas alas bordadas no habían perdido ni una sola lentejuela. Los observé con tristeza, con nostalgia, como quien recorre antiguas fotografías tratando de revivir momentos pasados con la ilusión del retorno. Los dejé donde estaban, conmovida por la añoranza de esa época, de esos años de ingenuidad, de inocencia, cuando mi vida era como un escenario sobre el que paseaban diferentes personajes improvisados o extraídos de mis obras favoritas. De pronto decidí representar a Nora, la valiente esposa de Torvaldo.
Para contagiarme de su coraje, tomé del baúl un saquito y un chal. Más que nunca quise ser Nora. Cómo no querer desdoblarme en ella si varios siglos atrás tuvo el valor de abandonar su hogar para defender su dignidad. "Me hace falta la soledad para darme cuenta de mí misma y de cuanto me rodea, así que no puedo quedarme", susurré, mientras trataba de enfundarme unos guantes de cabritilla que yacían olvidados sobre la ventana. Creo que eran de... No recuerdo. Sólo escuchaba la respuesta de Torvaldo: "¡Has perdido el juicio! No tienes derecho a irte.
Te lo prohíbo. ¡Abandonar a tu marido y a tus hijos! ¿No piensas en lo que se murmuraría?".
Sobre la falsa moral, las convenciones, el "qué dirán", ya reflexionaba Ibsen en su Casa de Muñecas. Sin embargo yo misma seguía atrapada en esos viejos prejuicios... Pero cómo pensar en mí si sólo me importaba ser otra. "Me había acostumbrado a vivir muchos años fuera de mí, pensando en cosas que estaban lejos, y ahora que estas cosas ya no existían seguía dando vueltas por un sitio frío, buscando una salida que no habría de encontrar nunca".
Pobre Rosita, la soltera. Ella me daba lástima. Todo lo contrario de Nora. No pudo salvarse de sus circunstancias. Fue víctima de su entorno y de su propio sueño. Inventó cartas con pro mesas de amor de un novio que ya la había olvidado. "Yo lo sabía todo, sabía que se había casado, ya se encargó un alma caritativa de decírmelo. Si la gente no hubiera hablado, si vosotras no lo hubierais sabido, si no lo hubiera sabido nadie más que yo, sus cartas y su mentira hubieran alimentado mi ilusión como el primer año de su ausencia. Pero lo sabían todos", me atreví a gritar. Era yo otra vez. Yo que me desvestía con rabia, que me despojaba de un vestuario que no era mío.
Abandoné a ese personaje y elegí vestirme con un traje largo de época, con un gorro en la cabeza y un delantal. Me trasladé hasta la sala del consejo de Fuenteovejuna. Y entonces fui Laurencia: "Carninad que el cielo os oye. ¡Ah mujeres de la villa! ¡Acudid, porque se cobre vuestro honor, acudid todas!".
Seguí en mi juego, continué inmersa en escenas de canto y baile. Imaginariamente bajé del tablado. Abandoné a mis personajes, volví a mi realidad, y despojada de toda simulación, me miré al espejo. La imagen que recibía era la de mi desnudez ataviada de historias ficticias.
Todo permanecía estático. Ni siquiera en ese momento me permití continuar jugando con esos personajes a cuyos dramas invocaba.
Me mantuve muda, tanto silencio me produjo temor, había dejado de oír mi voz, había dejado de hablar conmigo misma, ya no tenía nada que decirme. Seguí en un desamparado silencio. De afuera entraba un barullo aturdidor.
En la casa se sentía el movimiento. Puertas que se cerraban, puertas que se abrían, persianas que entrechocaban unas con otras. Pasos, corridas, entradas, salidas, timbres que sonaban, gritos, llamadas de pedidos, palabras de reclamos, risas, llantos. Sus habitantes estaban lisos para el acontecimiento que debía ser el más importante de mi vida, mientras yo permanecía frente al espejo, sola y desnuda. Estática e inerte.
Alguien golpeó a mi puerta. Caminé hasta allí con pasos lentos, pero seguros, la cabeza al frente, y la espalda firme, como si descendiera del ilusorio escenario. La abrí. Detrás encontré a mi madre portando un ramo de flores. Eran crisantemos, crisantemos blancos, recogidos en sus tallos por un largo lazo de seda, también blanco. El adorno que llevaría en la mano esa noche como parte de aquel vestuario que prestaría para esa única ocasión. También mi madre me trajo una taza cargada con té de tilo, como preventivo ante cualquier arrebato de nerviosismo, propio de una novia.
Era el día de mi boda. Había llegado la fecha programada con mucha anticipación, revisando con cautela todos los detalles para que la ceremonia y luego la fiesta resultaran de la mejor manera. Como una actuación inolvidable.
Miré la taza, mientras el humo se esfumaba, empañando-pálidamente en su trayecto el vidrio que guardaba mi retrato. Me senté en la cama, tomé la taza y bebí el té, con sorbos lentos, separados, tibios, entre risas y sollozos. Entre sueños y congoja. Más tarde Lidia también golpeó a mi puerta.
- Entra -dije.
Me encontraba reposando. Había logrado evadirme de aquel escenario y montar otro, en el que paseaba por el jardín del Edén, como Eva junto a Adán. Desnudos y solos. Antes de comer del Árbol de la Ciencia, del bien y del mal.
La puerta se abrió.
- Permiso -dijo Lidia.
- Pasa.
- Tu mamá ya quiere que te vistas.
- ¿Qué hora es?
- Son las ocho de la noche.
- ¡Tan tarde!
- Sí.
Con su habitual servilismo me ayudó a vestir el único traje que no me había probado de entre los tantos que estaban revueltos sobre la cama. Era mi traje de novia.
Nunca antes, hasta aquella fecha, me percaté de haber visto a toda mi familia tan entusiasmada y contenta como para ese acontecimiento. Estaban dispuestos a vivirlo con total felicidad.
Después del casamiento de Enrique y Teresa, el mío fue gozado y saboreado por mis padres como un manjar que la vida les ofrecía en un demencial banquete.
Yo estaba lista. Ataviada con un precioso vestido de raso blanco, tul en la cabeza, flores en la mano, y sin ilusión. Nada de ilusión. En aquel momento, frente al espejo, podía cambiar mi nombre, pero no mi situación. Podía cambiar de escenario pero no de personificación, podía cambiar de disfraz pero era inútil, finalmente terminaría utilizando aquél, ése, que me identificaría por el resto del tiempo, y en el que después montaría mi pena.
-2-
Yo sabía que tenía que volver. Que alguna vez tenía que regresar. Una y mil veces me dije a mí misma tengo que ir, me tengo que ir, como una niña solitaria y asustada que habla consigo misma.
Y con esa indecisión y con ese pesar vivía desde veinte años atrás, perdida entre temores y dudas. Pasaron veinte años de mi huida y todavía continuaba atormentándome la idea del retorno. Seguía encontrando motivaciones nuevas y pretextos inventados para quedarme, para seguir allí, luchando contra el pánico del reencuentro. Ni siquiera era lo suficientemente fuerte para adoptar al país que escogí para vivir. Era una vulgar turista buscando en el mapa algún lugar original por descubrir. Algún rincón perdido que me quedó sin conocer.
Intenté que mi historia se asemejara a la de cualquier otra mujer que busca nuevas experiencias en un viaje no programado pero sí deseado desde hace tiempo, estimulada por indagar con profundidad en la cultura de un pueblo heredado de sus antepasados.
Israel siempre me atrajo, desde que era muy pequeña. Mi bobo, que había nacido en Rusia, me hablaba siempre de Eretz Israel. Me relataba episodios que se desarrollaron aquí. Conocía tanto sobre su geografía, sobre su historia, y sobre la ideología sionista, en esa teoría nacionalista judía con la cual coincidía. Durante su adolescencia fue una gran luchadora. Ella salió de Rusia escapando de una muerte segura en los pogroms, en ma-nos de los Cosacos. Se casó en Paraguay con otro inmigrante de su misma tierra. Tuvieron dos hijos, mi padre y la tía Berta.
Pero aquel día pasó algo imprevisto que hizo que la angustia de la indecisión reapareciera de nuevo en mi ánimo y me impulsara a tomar una decisión definitiva.
Era martes, y fui como cada último martes del mes, a casa de Karem, una buena amiga argentina, que hacía tiempo inmigró a Israel. Las reuniones eran siempre iguales, me parecían de lo más aburridas, largas y tediosas, y aquella fue igual. Pasó lo que de costumbre suele suceder. Siempre éramos las mismas personas. Siempre repetíamos el mismo comentario, los mismos temas, nos reíamos de los mismos cuentos y nos lamentábamos de los mismos hechos. No sé por qué razón me entusiasmaba con la próxima e iba pensando que esa noche sería diferente. Quizás por el deseo infantil que llevo de querer cambiar las cosas, o de pretender que los acontecimientos se comporten de otra manera, como yo los imagino, como yo los deseo, o como yo los recreo en mis fantasías. Pero bueno, luego pasa lo acostumbrado, la realidad me causa desencanto, desilusión, lo que me lleva a zozobrar en una repetida tristeza, y que más tarde me obliga a formularme a mí misma promesas tontas, como la de no regresar nunca más. Pero son juramentos inútiles, porque al mes siguiente, cuando de nuevo recibo la llamada de Karem invitándome, allá voy, como una niña tonta detrás de una propuesta lúdica.
Se trata de encuentros organizados por un grupo de inmigrantes sudamericanos cuyo propósito es seguir reunidos y con-fraternizados para continuar manteniendo la unidad entre nosotros, como una alianza tácita por preservar de una manera muy sutil ciertas costumbres todavía arraigadas de nuestro país de origen, como el idioma, comidas, música, y evitar quebrarnos en el conflicto del desarraigo que surge al vivir lejos de donde nacimos, aunque teniendo la certeza, como en nuestro caso, de que se está en el lugar donde, religiosa, histórica y ancestralmente se pertenece.
Ya en mi casa, retomé mi habitual personaje, dejé aquel impulso de querer mostrar quien en realidad no era. Una mujer segura, arrebatadora, sensual y hasta promiscua en ciertos aspectos liberales de su intimidad. Me saqué la ropa de calle, me fui al cuarto de baño, abrí las canillas, esperé que se llenara la bañera y luego me sumergí en ella como si fuese un río. Necesitaba desplegarme como un pez libre, sin temor a caer en la car-nada de un taciturno pescador. A los pocos segundos salí rápido, de un salto, salpicando agua por todas partes, como escapando de un destino fatal. Me miré al espejo, pero no me vi. Éste estaba totalmente empañado. Pasé una toalla y el espejo me devolvió mi imagen. La imagen de una mujer mayor padeciendo temores infantiles. Me puse el pijama, mis medias abrigadas, y me senté frente al televisor con una taza grande de café bien fuerte y muy caliente. Enseguida me sentí mejor. Encendí el televisor para oír el último noticiero de la noche, miré el reloj de pared, y todavía Faltaban algunos minutos para el inicio. Aún tenía tiempo de ir hasta la heladera y fijarme si había suficiente comida para Uri. Encontré pollo con arroz. Saqué la fuente y la dejé sobre la mesa. Caminé hacia la ventana. Nevaba sobre Jerusalén. Aquel paisaje no era común. Después de varios inviernos la ciudad se encontraba casi toda blanquecina. Corrí las cortinas, puesto que un viento fuerte hacía que entrara frío al salón. Cuando me dirigía hacia el sofá sonó el timbre del teléfono, y de seguido tintineó el botón rojo indicador de que había una llamada esperando. Me asusté, siempre pienso que el que llama a estas horas es Uri avisando que le sucedió algo malo. Temblorosa, tomé el tubo y atendí la llamada.
Después de repetir varias veces el saludo inicial, una voz masculina preguntó por mí. Insistía e insistía con mi nombre y con mi apellido. Su acento no era israelí.
El que hablaba era Alberto Goldberg.
Alberto y yo estuvimos casados. Alberto Goldberg era mi ex marido y uno de mis más temibles fantasmas. En veinte años que llevábamos separados nunca antes había recibido una llamada suya, ni una sola carta, ni una noticia, ni siquiera un saludo, ni nada parecido que me hiciera saber que aún existía. Yo ya lo tenía olvidado, o así lo creía, o así pretendía que fuera, aunque a mi amigo y confidente Sigmund nunca lo pude engañar. Él sabía que esa no era la verdad.
Al principio, pensé que el motivo de su llamada sería para darme una mala noticia sobre mis padres o sobre uno de mis hermanos, pero de inmediato cambié de pensamiento. ¿Por qué justamente él me llamaría para una cosa así? Aunque tampoco habría otra razón. Pero entonces ¿qué pasaba? ¿A quién le ocurrió algo que solamente Alberto me podía contar? Con una ansiedad descontrolada, casi histérica, le pregunté qué estaba sucediendo en Paraguay.
Después de varios segundos de silencio que prolongaron mi curiosidad y aceleraron aún más mi impaciencia, Alberto me dijo que sólo me llamaba para pedir la copia de nuestra acta de divorcio por la ley judía, puesto que yo me había quedado con ella. Me estaba reclamando el guet, aquel documento por el que me convertía en una pecadora, y por el que fui repudiada.
No le pregunté para qué lo quería, tampoco le di ninguna respuesta. Permanecimos largos minutos en silencio, hasta que los dos nos despedimos.
Desde aquella llamada, mi pasado se convirtió en un espectro que me perseguía y acosaba como una obsesión. No dejaba de pensar ni un solo instante en Asunción, en mis padres, en mis hermanos, en Alberto, en la casa donde viví, y en la que aún habitaban mis padres, en mis amigos, en el vecindario, en la tía Berta. Durante los días siguientes me sentí como adormecida, y luego ausente. Había perdido la noción del tiempo. Se me confundían las horas, los horarios. Dejé de ir a trabajar. Finalmente me perdí en el paso normal, entre el día y la noche. No sabía cuándo amanecía ni cuándo anochecía. Los días se me escurrían, con total desinterés.
Veía cómo del crepúsculo nacía el alba. De la aurora continuaba el ocaso.
El paisaje se volvió ceniciento, abatido.
Entonces descubrí que todos estos años mi vida había sido como un largo ensayo. Largas improvisaciones de escenas, una tras otra, repetidas escenas de una peculiar e inconclusa pieza teatral.
Nunca quise mostrar quién en realidad era, ni qué hacía. Sentía como un impulso irracional y descontrolado de engañar, para demostrar que desarrollaba mi vida como una turista más, deseosa de conocer el país incorporado en un discurso verbal memorizado con sumo cuidado, que justificara los veinte años que llevaba viviendo así. Pero mi tour demoraba demasiado. El tiempo se acababa y yo seguía buscando lugares que conocer, aunque ya no quedaba ninguno, según el mapa de Israel, que excusara la razón de seguir viviendo en este país. En algún momento tenía que retornar, pero no como una niña miedosa, pecadora y culpable.
Varias veces pensé en ese viaje. En varias ocasiones lo conversé con Sigmund. Extrañaba mucho a mi familia. Todos estos años de ausencia me llevaron a perder el contacto con mucha gente a la que amaba. También había perdido la comunicación con mis hermanos y me había perdido la evolución física de ellos en el transcurrir del tiempo. Los recordaba con rostros jóvenes, aunque con frecuencia recibía fotos y cartas de mis padres refiriéndose a los dos, pero no era igual, no era lo mismo. Con mis padres pasaba distinto, ellos venían cada tanto a visitarme. Al principio las visitas eran más esporádicas, pero luego del nacimiento de Uri lo hacían con más frecuencia. Uri se convirtió en una nueva motivación para ellos y en un nuevo vínculo entre nosotros. Era un niño dulce y muy cariñoso con sus abuelos. Los adoraba. Además eran los únicos abuelos que tenía, a los otros, a los paternos ni los conoció. Pero después, más tarde, apareció la artrosis en una de las rodillas de mi madre, la diabetes en mi padre y otras dificultades comunes que padecen las personas mayores y que hicieron que las visitas se interrumpieran.
Pero igual, aunque no fuera así, yo sabía que en algún momento tenía que regresar. Viví estimulada por la ilusión de la necesidad del no retorno, la que en realidad era tan sólo una soberbia. Eso, una sencilla, e idiota arrogancia. Nunca tomé las suficientes fuerzas para volver a aquel lugar de mi infancia.
A aquella vieja y gastada historia de la que también Alberto formaba parte. Ahora tenía que ir, por esas razones imprevisibles e interrogantes que tiene la casualidad, debía tomar la decisión Final, ya no tenía escondrijos por donde escapar.
Pero ¿volvería como una niña miedosa a enfrentarme voluntariamente a mi pasado?
Un pasado que me provocaba dolor y miedo.
3.- ...........
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