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MAYBELL LEBRÓN
  MEMORIA SIN TIEMPO - Cuentos de MAYBELL LEBRON - Año 2003


MEMORIA  SIN TIEMPO - Cuentos de MAYBELL LEBRON - Año 2003

MEMORIA  SIN TIEMPO


Cuentos de MAYBELL LEBRÓN


 

SERIEDUCANDO

ROSA FERREIRA DE MARÍN

propuesta didáctica

Arandurã Editorial

Asunción-Paraguay, 2003


Se encontrará en este tomo una colección de cuentos en los que los personajes y las situaciones críticas se dibujan con robustos trazos literarios.

No faltan aquí la reflexión ni los picos poéticos alternando con bruscos cortes dramáticos; el lector es conducido hacia auténticas aventuras interiores. La anécdota es usada hábilmente como soporte estructural para denunciar el ineludible problema de estar viviendo más allá del mero entretenimiento. Queda tras cada lectura un regusto propicio al análisis porque el material propuesto es genuinamente humano, a veces cruel y de inquietante permanencia.

Leer el presente texto es introducirse un poco en la soledad, a menudo aterradora, de la propia condición, sin afeites consoladores. Quien busque la historia tranquilizante y analgésica podría quedar defraudado, no así el curioso amigo de los paisajes del alma vedados para muchos – LUCY M. de SPINZI



Sinopsis: Nos dice Lucy M. de Spinzi en la contratapa: “Se encontrará en este tomo una colección de cuentos en los que los personajes y las situaciones críticas se dibujan con robustos trazos literarios. No faltan la reflexión ni los picos poéticos alternados con bruscos cortes dramáticos; el lector es conducido hacia auténticas aventuras interiores.”


MAYBELL LEBRÓN (Córdoba, Argentina, 1923)

Biografía: Nació en Córdoba, Argentina, en el año 1923. Reside en el Paraguay desde 1930. Tiene obras editadas en los géneros de poesía, cuento y novela. Participó en los talleres de “Cuento Breve” de Hugo Rodríguez Alcalá y de “Poesía y narrativa” de Carlos Villagra Marsal.
Activa promotora de eventos culturales, fue secretaria de la Sociedad de Escritores del Paraguay (S.E.P.), fundadora y miembro de la terna directiva de Escritoras Paraguayas Asociadas (E.P.A.)
Tiene publicados en Arandurã editorial Memoria sin tiempo (cuentos) en 1992, Puente a la luz (poemas) en 1994 y Pancha (novela) en 2000, ganadora del premio Roque Gaona 2000 otorgado por la Sociedad de Escritores del Paraguay. Esta novela ya con tres ediciones agotadas hasta el 2002 y una edición con propuesta didáctica para la serie educando de esta misma casa editorial.
Sus cuentos y poemas figuran en publicaciones culturales de nuestro país y del extranjero y se incluyen en la bibliografía de estudios secundarios y universitarios. Además ha sido seleccionada para diversas antologías publicadas en el Paraguay y el exterior, en castellano e inglés, así como en ensayos de España, Estados Unidos e Italia.

 

 



LOS RELATOS DE MAYBELL LEBRÓN: UNA VARIADA PERSISTENCIA


Cuando principiamos a recorrer los cuentos de Maybell, nos ocupa una impresión que seguirá, acentuada y fina, hasta cerrar la lectura: tal parece que todas las narraciones del volumen se ligan entre sí mediante un único pulsar isócrono -más de corazón que de reloj-, íntimo y nítido a la vez, como el de sangres de diversa herencia que sin embargo convergen en el torrente circulatorio de un solo cuerpo.

Y se me antoja que el mentado vínculo no se logra en la aparente afinidad estilística de los relatos, sino gracias a la concurrencia en los mismos de una precinta igual: el tono; el tono, difícil condición cardinal de cualquier escritura de designio estético (poema, cuento, novela, drama, poesía en prosa), de tanto alcance que en ocasiones sobra para salvar un texto retrasado por la descripción sin motivo, la información baladí o la anécdota convencional.

Corresponde mencionar, en este sentido, al intenso novelista francés Julien Green, quien habiendo recibido los originales de la novela de un amigo le contestó por carta: «Acabo de empezar a leer tu novela... El tono está. Es ya casi todo». En una reflexión posterior, Julien Green insiste y define: «...el tono es ese misterioso ritmo que no tiene nada que ver con cosa auditiva alguna, sino con el fondo mismo de la estructura del libro. Es la revelación, producida desde las primeras líneas, de que algo en esa máquina funciona, regula maravillosamente bien; quiere decir que la rigurosa medida que arquitectónicamente está presidiendo el todo ahí está, ahí aparece. Y yo mismo, en mi propia experiencia de novelista, he tenido a veces la evidencia de esto. Me ha ocurrido a veces que, empezada o concluida una novela, el tono no se manifiesta en ella como unidad; que la novela andaba, pero exenta de ese secreto y único ritmo interior capaz de dar a las obras una cosa como revelada y musical, un sonido que debe oírse como prueba de legitimidad, así como debe oírse como prueba de legitimidad de un cristal el legítimo sonido que surge, al ser percutido, en cualquier parte de él».

La transcripción es larga pero fértil, porque nos convida a demostrar cuál es realmente el tono en las narraciones de Maybell Lebrón. Pese a las tramas y situaciones diferenciadas, sus trabajos respiran en efecto un continuo aire común, que gira en virtud del tratamiento, severo y a un tiempo ansioso, de los destinos particulares de cada protagonista.

Entonces, no importan inclusive la edificación y los registros disímiles erguidos por la autora en sus relatos; es palmario «que algo en esa máquina funciona», desde el desgarrón de la tragedia (El jardín, Torrente sin cauce, Querido Miguel, Soledad, La creciente, Cristina, Los monstruos), trajinando por el humor (Relación conyugal), las turbadoras recovas fantásticas (La cita, El autorretrato), el recuerdo oral, la imaginación comunitaria (Loor a un ajusticiado, Pesadilla, Momento, El ñe'enga ), el mito vívido (Herencia, Siesta), el compromiso con la sociedad civil, la dignidad artística en la denuncia (La niña del mercado, Orden Superior, cuento éste justicieramente laureado) hasta los sucedidos, de mayor a menor inflexión, que alteran o preservan esas «vidas mínimas», como las hubiese denominado el escritor chileno José Santos González Vera (Memoria sin tiempo, El color de la angustia, El vestido a motas, Cambio de domicilio, Bicicleta, El mendigo, Monólogo, Reglas de juego). A veces, para sostén de su recóndita cadencia, a Maybell le basta un temblor, un breve desasosiego, que los desenlaces respectivos alumbran y rescatan (Sin remordimiento, Desesperación).

No descarto de la referida integridad el cuento que encabeza la selección, Berta, diseño de una criminalidad irredenta que desmentiría la opinión tajante del penalista español Luis Jiménez de Asúa quien, en una conferencia dictada en Asunción hace años, declaró que el único delincuente nato de la literatura es Dorian Gray... Sea de ello lo que fuera, Maybell ha creado con Berta un caluroso personaje actuante, un carácter centralmente definido, cosecha que escasos cuentistas, incluso de los afamados, consiguen sembrar.

Es ocioso subrayar que la identidad de Memoria sin tiempo, obra primeriza de Maybell Lebrón, se resuelve como es debido, esto es en una dócil fusión de significados y de expresiones lingüísticas. Por fin, indicaré que la autora se encuentra singularmente dotada para la evocación de la memoria colectiva; del trasaltar de la historia, si así puedo decirlo, o sea de la crónica susurrada, o contada a medias, o nunca asentada. De la historia que los hacedores de fábulas, antes que los historiógrafos, se hallan habilitados para trasoñar y presentar, puesto que «même à Plutarque échappera toujours Alexandre», según la frase certera -no sé si de Marguerite Yourcenar o de Publius Aelius Hadrianus, Imperator. Paradigma de aquella inclinación es El ñe'enga, relato que llavea la colección.

Las excelencias de la cuentística de Maybell no se agotan, desde luego, en las que apuntamos más arriba; cabe añadir la soltura semántica, la conveniencia sorpresiva de los calificativos y otros merecimientos, que el avisado lector sabrá aislar durante el deleite -rápido o moroso- del conjunto.
En conclusión, el libro inicial de Maybell Lebrón ha de arrimar una cifra ponderable a la hora del aprecio de las voces femeninas en nuestra actual prosa de ficción; de esa suerte, será menester instalar el nombre de la autora junto al de algunas escritoras de editez reciente y genuino tañido (Luisa Moreno de Gabaglio, Dirma Pardo de Carugati), y aun al de otras de itinerario y valimiento ya exteriores: Renée Ferrer y Raquel Saguier.
Hace rato que vengo cobijando una fe sin tregua en el firme talento crecedor de unos cuantos narradores paraguayos de cercana labor, principalmente mujeres. Maybell Lebrón es una de ellas. No erró mi confianza, y acá está Memoria sin tiempo para comprobarla.

CARLOS VILLAGRA MARSAL

Ultima Altura, noviembre 1992.



EL COLOR DE LA ANGUSTIA (CUENTO)


Hastiado del violento ritmo rock, hizo girar con dedos nerviosos el selector de la radio, que sostenía apoyada sobre el vientre. Una voz monótona surgió de la nada, indicando la cotización del día para las monedas extranjeras. A tientas, volvió a impulsar el botón: el comentario político lo interesó un instante, para luego cambiar bruscamente, y sintonizar un programa de música clásica. Dejó entonces resbalar la pequeña radio portátil por el costado de su cuerpo, hasta apoyarla en el colchón.

Se sentía como un feto ciego y torpe, hundido en la negritud de esa habitación sin límites ni forma. Puso las palmas sobre el pecho, en un intento de sofocar el golpeteo: tal vez podría despertar a su acompañante. Oyó la rítmica respiración de su mujer, indiferente a ese galope desbocado que le subía por las arterias y estallaba en las sienes con un cruel espejismo de luces.

-Ya tengo los pasajes. Salimos el martes; llegaremos a tiempo para el Congreso de Cirugía.

Se puso a clasificar las carpetas con los trabajos científicos. Comenzó a leer el encabezamiento, mecanografiado en gruesos caracteres: «LOS TRAUMATISMOS DE...». Las letras se cubrieron de una niebla incómoda; forzó los ojos: no pudo distinguir lo escrito. Ahogando un gemido, se puso de pie. Llamó con voz estrangulada:

-¡Luisa!

Dios Es que estoy ciego o son sólo estos trapos los que me impiden ver Ocho días de oscuridad espantosa lo peor es que debo estar inmóvil Me asfixio en este pozo negro Quiero sacarme las vendas aunque sea por un rato Quiero moverme quiero gritar quiero salir de esta tiniebla Cristo ayúdame Es necesario que vea la cara de los míos que distinga las formas que empuñe de nuevo el bisturí Cuántas cosas se pueden pensar en esta cama sombría Mi traje de marinero El primer día de colegio y la paliza por llegar a casa con los pantalones mojados No me animé a pedir permiso Era tan linda la maestra Las trompadas en el Parque Caballero por el favor de aquella rubita El ingreso a Medicina La guerra del Chaco Es extraño pedí mi traslado al frente  para no quedar en Sanidad sin embargo jamás pensé en morir Sobreviví Hasta me condecoraron con la Cruz del Chaco Desde entonces puse todo mi empeño en luchar contra la muerte Tal vez nunca más pueda salvar una vida hurgando en las entrañas para extirpar el mal Sin luz mis manos ya no servirán para nada Y las caras Esas caras queridas se quedarán en un tiempo sin final No veré las arrugas en la cara de mi mujer ni las cabezas canosas de mis hijos o el espléndido cambio de mis nietos Sólo podré palpar los surcos implacables o recordar el color de la plata y quizá las manos afanosas aprendan a dibujar en mi mente el retrato de las cosas Por qué mierda me tuvo que pasar esto No me lo merezco En unos días sabré la verdad Si la operación tiene éxito es posible que recupere la vista Debo tener fe aun sabiendo que lo mío es delicado Cristo Papá Mamá ayúdenme desde arriba confío en ustedes Puse todos los papeles en el cajón del escritorio allí los encontrarán si las cosas van mal Al Diablo No quiero ni imaginar eso de vivir en la oscuridad como las ratas y a la pobre Luisa haciendo de enfermera Por lo menos tenemos un buen pasar y los hijos ya no nos necesitan Gracias a que administramos bien nuestro dinero no debemos pedir favores Exigía que se cumplieran mis deseos y frecuentemente ni me enteraba de que se me complacía Tal vez fui algo mezquino con mi mujer En los cuarenta años que llevamos de casados nunca se me ocurrió obsequiarle un chocolate sin motivo especial a pesar de seguir enamorado de ella Si salgo de ésta trataré de darle los gustos Me tranquiliza saberla a mi lado ese conocernos de piel a piel ese diálogo sin palabras Busco en mi cerebro luces y colores prodigios olvidados hasta ayer por mi mente raída Qué obtusos somos sólo queremos lo perdido Encerrado en mi escritorio leyendo con fulgores fingidos no miraba el sol me olvidaba de la vida Es inquietante He llegado a la conclusión de que no me quiero Siempre poniendo barreras a mis deseos y a los deseos de los otros No es tan difícil ser feliz Creo que si recupero la vista voy a mimarme un poco más Ahorraré tiempo para poder regalármelo unas horas un día una semana No se detendrá el Universo Cómo explicar a un ciego el regalo de un ocaso estallando en resplandores imposibles para el pincel del hombre Cuando miraba el cielo me extrañaba de que el sol y la luna y las estrellas como gente apurada corran hacia el poniente día y noche Hoy pasa y ya no vuelve aunque el año próximo ya no es este año El tiempo se alarga pero mis días se acortan y envejezco sin remedio Toda la naturaleza es holganza, sólo el hombre se afana. No me arrepiento de ser civilizado me arrepiento de hacer el esfuerzo tan penoso que pierdo el apetito por el desgaste en conseguir comida La vida es compleja Por qué agregar curvas al laberinto Trataré de simplificarla para aprender a reír.

Luisa desenredó los cabellos del enfermo con una caricia:

-No te inquietes, todo saldrá bien.

Apagó el receptor que continuaba transmitiendo, pegado al cuerpo de su marido. Extrañamente, ese ruido interminable formaba parte del silencio.

La camilla entró alborotando la habitación. Manos expertas lo trasladaron al angosto lecho rodante, tan conocido por él. Hoy se habían trocado los papeles. Recreaba cada detalle de esa sala con olor a tristeza: se imaginó los múltiples ojos de la lámpara, mirando su cuerpo tendido en la mesa de operaciones, sin una sola sombra. Oyó las bromas de los colegas, tratando de aplacar su ansiedad. Sintió el pinchazo en la vena: el murmullo pastoso se alejaba, mientras hacía un esfuerzo inútil por no dormir.

Las bandas elásticas se tensaron entre los dedos del cirujano, al ser despegadas del grueso apósito que le cubría los ojos. Tenía la garganta reseca, y la barbilla temerosa le temblaba, incontrolable. Se aligeró el peso de las vendas; un suave resplandor perforó las sombras. La odiada nebulosa copió una vía láctea. Ciñó los párpados ante la ardiente herida del puñal de   luz, de ese dolor alegre: ¡Veía! Volvió a abrir los ojos. Lentamente, los perfiles esquivos aprisionaban de nuevo las formas. Surgían, fantasmales, el aparato de control, el médico, su mujer. Se oyó un sollozo. Dentro de sí, algo había cambiado en esos días oscuros; su mundo ya no era el del color de la angustia; el resto del camino lo haría a plena luz. Gracias. No supo a quién se dirigía: a Dios, al cirujano, o a la Vida. Con voz ronca repitió:

-Gracias.

 



EL ÑE´ENGA


Ojeguahave Cavaña angelito güi.

Más adornado que el angelito de Cavañas.

Cerró con tristeza el alto cancel de trébol, ornado de largos vidrios finamente trabajados con guirnaldas de flores, y las iniciales de la familia talladas en el centro; cruzó el zaguán revestido de azulejos multicolores y, ya en la calle, se volvió para echar llave a la pesada puerta de entrada.
La caravana de carretas esperaba: en la señera, acondicionada con sillones amarrados a los maderos con piolas de karanda'y y cojines tratando de paliar la incomodidad de tan rústico transporte, iba Doña Juana, instalada bajo la rígida cobertura de cuero crudo que hacía de techo. La seguían cinco carretas más, atestadas de enseres y servidores encargados de proteger las pertenencias del amo, en el largo camino hasta Piribebuy. 

Sin volver la cabeza, montó ágilmente el brioso alazán y ordenó la partida. El boyero hundió el clavo de la picana en las ancas de las bestias que, con un estremecimiento de dolor, iniciaron el lento trajinar por las calles del centro de Asunción.
El poder del Dr. Francia iba en aumento, y quien se opusiera a sus deseos debía claudicar o sucumbir. La altivez del Tte. Coronel Cavañas, el oficial de más alto rango en la milicia paraguaya, no aceptaba los manejos del futuro tirano. Imposible seguir respirando el aire enrarecido de la capital: decidió autodesterrarse en el lejano solar de la familia.
Ya fuera de la ciudad, las carretas se bamboleaban sobre el suelo endurecido, surcado de profundas huellas. En cada una de ellas, los bueyes uncidos a la larga pértiga seguían indiferentes su camino dejando caer finos hilos de baba de los belfos lustrosos.
El perfil de ave de presa realzaba la dignidad de su porte, mientras cabalgaba escoltando a su esposa y su mente bullía rememorando los hechos recientes.
Estuve allí, cerca de mis soldados, escupiendo pólvora, dando órdenes entre gritos y sangre hasta doblegar la resistencia de Belgrano. Fui uno de los gestores del plan Revolucionario; a pesar de, y por todo  ello, me licenciaron. Llegué tarde al convite del destino y mis sueños se estancaron en la Cordillera. ¡Suerte perra! ¡Si no se hubiera adelantado el golpe!
Los gritos de los boyeros sofrenaron a los animales. Buscando sombra, acamparon casi dentro de un arroyo; el sol caía a plomo; hombres y bestias necesitaban de un descanso reparador. Lentamente desuncieron los bueyes para darles de beber, mientras las muchachas extendían manteles y vituallas sobre el césped salpicado de flores de trébol. Las canastas, cubiertas con paños almidonados, fueron abiertas para ofrecer su contenido de pollo asado, chipá, chicharó con hu'ití, pasteles y mandioca. Las damajuanas con agua y aloja se reponían al pasar por los pueblos del camino.
Al retomar su penoso andar, ahora por plena serranía, las llantas de hierro sacaban chispas candentes a las piedras del sendero. Las manos suaves y fuertes de Cavañas sabían sostener tanto las bridas como la pluma; perdido en los recuerdos, maldecía su destino súbitamente alterado por una voluntad que torcía rumbos y destrozaba futuros. Odiaba a esa mente astuta y ambiciosa que lo relegaba al olvido.
El ocaso se divertía apagando el incendio detrás de los cerros para sembrar el cielo de luces nuevas. El baqueano buscó un sitio sin malezas; las carretas se  ordenaron rodeando al fuego donde pronto el asado chirriaba, inundando el ambiente de un olorcillo prometedor.
A la luz de los faroles mbopí, Cavañas y su esposa cenaron en la improvisada mesa, puesta por sus servidores en un claro, mientras les era preparada una rústica alcoba, extendiendo colchones sobre el piso de la carreta.
Un guitarrero chusco aumentó el alboroto del personal, y las lisas ahogadas de las muchachas no cesaron en toda la noche. Temprano, por la mañana, reanudaron la marcha. Era la última jornada. A la tarde, el alazán tomó la delantera: los ojos verdes y penetrantes del jinete se entornaron buscando la silueta de la casa en la distancia: no pudo reprimir una exclamación de contento al divisarla sobre el naranja pálido que se iba.
Allí esperaba la austera casona de paredes de adobe y anchos corredores con gruesos pilares abrazados de jazmineros y rosales. Emplazada en una suave elevación, se descubrían desde el frente, en lontananza, los cerros de Paraguarí y Caacupé.
Acostumbraba recorrer sus estancias y yerbales montado en el alazán. Con las riendas flojas, sudoroso por el esfuerzo, el noble animal volvía dócilmente a la querencia, en tanto la mente del jinete se perdía oreando recuerdos de los que no quería hablar. Asunción era su pasado, sin embargo, esperaba ansioso el correo con noticias que siempre le dejaban un regusto amargo.
El niño levantó la cabeza y suspendió la batalla de sus soldaditos de plomo para saludar con un alegre «¡Papá!» que transformó el rostro serio de Cavañas; riendo, con el pequeño en sus brazos, entró en la casa.
Las gruesas velas del candelabro iluminaban una mesa escritorio llena de papeles: yerba, carne, madera. Para ti, hijo mío, no podrá ser eterno mi ostracismo; volveremos a Asunción, a nuestra casa, y serás el hijo de Cavañas.
En el pueblo, fe de piedra en el centro del enorme cuadro verde, rodeada de las casas principales, la iglesia recibía a sus fieles aquel domingo.
Los lugareños se apartaban para darle paso, saludando respetuosos, esta vez con un gesto de extrañeza ante la ausencia de Doña Juana y el niño.
Se arrodilló mirando con fijeza al crucificado que inclinaba la cabeza rehuyendo sus ojos: «Por favor, no me lo quites».
Al día siguiente llegaron médicos de la capital; con ellos, la esperanza de cura y la noticia nefasta: estaba a la firma del Supremo la orden de expropiación de todos los bienes de Cavañas. La angustia ante el dolor de su niño relegó la oleada de odio a una tensa espera.
Se habían instalado en el pueblo. La vieja habitación de los abuelos, ya fallecidos, se destacaba frente a la iglesia por su tamaño y esmerada construcción. En el dormitorio en penumbras, el pequeño de apenas cuatro años era una mancha amarillenta sobre la almohada, un rostro difuso al que las sombras regalaban muecas imposibles.
Por boca de las comadres, la noticia corrió el valle: «Se muere, nikó, el patrón-í».
La noche recogía humildemente sus últimos fanales en el claroscuro del amanecer, cuando ya la criada trajo el mate a la absorta figura recostada en la hamaca: nuevo Job de la historia, la alegría de antes, un recuerdo desechado por un hoy de pesadumbre y desesperación.
Los peones rondaban la casa día y noche en busca de noticias; mudos y taciturnos, envueltos en el cadencioso rumor de los padrenuestros y avemarías de las mujeres que se turnaban en los corredores. Sentían a la muerte acechando, nadie se atrevía a internarse en la obscuridad ante el pavor de encontrarla frente a frente.
De pronto, lo supo. Se levantó de un salto y tropezando, llegó hasta su hijo. Tomándole la mano quedó quieto, aspirando los restos de ese aliento tenue que acabó en la nada. En aquel amanecer de pena y luto, el dolor se hizo fiereza. Y lloró. Lloró como lloran los hombres: su cuerpo en un espasmo sin lágrimas y, allá adentro, la congoja que lo ahogaba, poco a poco, se volvió grito de venganza.
La gente iba llegando: los hombres, con el pañuelo negro al cuello; las mujeres de rebozo, con ramitos de flores para el muerto.
Allí estaba, en el amplio espacio techado, entre las dos alas del culata yovái; un cajoncito blanco desbordado de encajes donde sólo se vela la carita pálida y, ante el asombro de la concurrencia, como cofre de cuento de hadas, las joyas de la familia centelleando a la luz de las velas y, al cubrir totalmente la blancura del sudario, formaban una coraza alucinante de oro y pedrería; una increíble amalgama de esmeraldas y brillantes, donde se mezclaban brazaletes y pendientes, collares y broches, que irradiaban un reflejo fantasmal: el leve destello desprendido de las gemas y que, a la luz oscilante de las velas, hacía del ataúd un bajel de luciérnagas.
Con ojos muy abiertos, los niños tironeaban las faldas de sus madres; los mayores rezaban y bebían para escapar de esas cuencas vacías que sabían los miraban del otro lado de las sombras.
Los compueblanos seguían llegando: colmada la casa, llenaron el patio y, al final, la plaza de la iglesia.
Sirvientes y comadres ofrecían aloja y caña; en largas trincheras de fuego se asaban reses enteras, ensartadas en estacas. Los conjuntos de arpas y guitarras se turnaban y, a veces, el sonido de una flauta ponía el tono triste a la reunión.
Todos los faroles del pueblo daban luz al festejo; en la calle, los pies descalzos tamborileaban en la arena haciendo círculos ante la campesina sudorosa, con los pechos alborotados bajo el leve typói, y un remilgo provocativo que encendía la sangre de los jóvenes, dispuestos a vencer en el desafío, como gallos de riña, jugándose el prestigio en una justa de baile. Y cuando ya el cansancio aflojaba los músculos, una nueva pareja ocupaba el sitio vacío, mientras los músicos exhaustos daban paso a otro conjunto que emergía de la oscuridad estremeciendo la noche.
Desde el corredor en sombras, sentados en sillas de alto respaldo, Cavañas y su esposa presidían el velorio, mudos, ausentes.
Un día entero ha pasado; muchos duermen la borrachera, algunos siguen bailando. Las flores se amontonan en una aromada montaña multicolor: el fuerte olor a resedá impide a la muerte desnudar su hedor. En la noche, la polvareda crea una atmósfera dorada, nebulosa, donde la muerte ríe y baila entre lágrimas y rezos.
Al amanecer, el pequeño féretro había desaparecido. Nadie supo en qué momento o lugar enterraron al angelito sus padres y el cura. Aún ahora, después de tanto tiempo, algunos se preguntan dónde estará el cajón con su tesoro hundido en las cenizas del niño difunto.
Los lugareños cuentan que, en las noches sin luna, una leve figura resplandeciente se escurre entre las ruinas de la vieja casona, y se encuentran, olvidados, soldaditos de plomo.

 


ENLACE AL ÍNDICE DE MEMORIA SIN TIEMPO EN BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

 

Los relatos de Maybell Lebrón: una variada persistencia

Berta

Memoria sin tiempo

El color de la angustia

El jardín

El vestido a motas

Cambio de domicilio

La cita

El autorretrato

Torrente sin cauce

Querido Miguel

Soledad

Bicicleta

El mendigo

Sin remordimiento

Desesperación

Herencia

Siesta

Loor a un ajusticiado

Pesadilla

Momento

Monólogo

Reglas de juego

Relación conyugal

La niña del mercado

La creciente

Cristina

Los monstruos

Orden superior

El Ñe'enga



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