El 5 de julio de 1914, en un mundo convulsionado, nacía en Villa del Pilar, a cuyas hijas de morena belleza, con el tiempo habría de exaltar entre las de las demás villas y pueblos de nuestro verde país: "Será preciosa como una rosa la guaireñita/ y la asuncena, blanca asucena parecerá/ más con la gracia llena de magia de su sonrisa/ siempre la vence la pilarence, mi resedá".
Desde muy joven sintió el impulso irresistible de apacentar ilusiones y esperanzas por las mágicas llanuras de la poesía y se convirtió en el bohemio explorador que irrumpió a los escondites secretos del idioma, para recoger las perlas con qué adornar su sentir. No fue un versificador improvisado o un simple letrista de canciones de dudosa calidad, sino un hondo poeta, señor de florecidas palabras y sólidos conocimientos, que recreaba la realidad al reflejar la profunda palpitación de la vida, y rescataba la belleza en el valor de la justica, en el sentido de la necesidad de la paz y de la fraternidad ("Por una pacifista democracia en flor", "Mi patria soñada"), en el encanto del amor... Ciego, veía mejor que nadie en la obscuridad de la noche de estos duros tiempos. Y cuando fue necesario y su voz se alzó para dar testimonio de "la patria azotada por un siglo cruel -que decía Darío Gómez Serrato— contra los prepotentes y mentirosos, contra los falsificadores de la historia y contra los demagogos de turno, sabía sobrellevar los improperios y los escupitajos -incluso las agresiones, como la de los Guiones Rojos del 47- con la dignidad del hombre emparedado en la esperanza.
Carlos Miguel Jiménez, sacerdote de una religión singular, vivía en el mundo de su soñar, pero eso no le impedía sentir -ya que no ver- la realidad de la vida y rescatar para su buril sagrado, las impresiones y expresiones inquietantes del ser en el acontecer.
Hambre y sed. Nostalgia y Soledad. Tal vez rencor, amargura... y hasta odio. Todo cupo en la copa que Carlos Miguel Jiménez bebió hasta la última gota. Pero aun así, pervivía en su corazón un cúmulo de sentimientos notables y profundos. Era su mayor riqueza, su altruismo, su honestidad acrisolada, su apasionado amor por la patria y al hombre de su tierra, su hermano, a quien vinculaba siempre con un porvenir de paz y de trabajo fecundo. Profesaba hondo orgullo por estos sentimientos y jamás permitió que nada ni nadie los corrompiera en él. Prefirió vivir en la extrema pobreza, con la única protección de su cayado de ciego, antes que torcer sus principios, vender su conciencia, manchar su orgullo, dejar que una gota de lodo trastornase los latidos de su puro corazón. Cuentan que en una ocasión, un alto jerarca del régimen éstronista, ministro, con ínfulas de escritor y dramaturgo, le hizo llamar un día a su despacho y teniéndolo ante sí, le dijo: "Bueno, Carlos Miguel, embyaty mbyaty la nde poesía kuéra... Ñanohéta ndéve la nde libro". A lo que el poeta nacional don Carlos Miguel Jiménez alzando su bastón de ciego, como un símbolo de orgullo, honestidad y fuerza, respondió: "No acepto prebenda de usurpadores", dejando helado de incredulidad, herido en su soberbia y autosuficiencia, clavado en su poltrona ministerial a... Ezequiel González Alsina.
El 29 de Agosto de 1970 moría en Asunción el poeta Carlos Miguel Jiménez. El viejo tronco de urunde’y, lampiño de tiempo y sueños, sacudido por todos los vendavales de la vida, caía para ofrecer las esquirlas de su cerebro roto a las piedras amigas del empedrado que lo recibieron con los versos combativos y perennes de su canto a Tacumbú. No solo el cancionero de inspiración folclórica y popular perdía a uno de sus más profundos intérpretes, sino el parnaso paraguayo enlutaba sus banderas, aunque su tránsito a la muerte significaba la afirmación en la perennidad de una de las voces más puras y de espíritu fecundo. La tersa piel de la "Venus cobriza" se vistió de lágrimas y "Las hijas del pueblo", "madres y hermanas de los mutilados y todos los tristes", asistieron mudas de asombro a la partida de su cantor.