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JESÚS RUIZ NESTOSA
  EL CONTADOR DE CUENTOS, 1980 - Cuentos de JESÚS RUIZ NESTOSA


EL CONTADOR DE CUENTOS, 1980 - Cuentos de JESÚS RUIZ NESTOSA

EL CONTADOR DE CUENTOS

Cuentos de JESÚS RUIZ NESTOSA


Ediciones NAPA

Libro Paraguayo del Mes

Año 1 – Nº 1 – Setiembre de 1980

Asunción – Paraguay (114 páginas)



JESÚS RUIZ NESTOSA (ASUNCIÓN - 1941). Periodista y fotógrafo, comenzó a trabajar en el diario La Mañana a la edad de 18 años. Perteneció luego al cuerpo de redacción del diario La Tribuna y actualmente está en ABC Color. También lo hizo en las revistas "Diálogo" y "Acción". En 1968 obtuvo la primera mención de honor en un concurso de cuentos del diario La Tribuna con "De la noche a la mañana".

En 1973 el Centro Editor de América Latina (Buenos Aires) publicó su novela "LAS MUSARAÑAS". En 1974 obtuvo el Primer Premio Hispanidad con "HUIDA" y en 1976 se publicó en Alemania "EL CONTADOR DE CUENTOS" en una antología dedicada a escritores paraguayos. Dirigió el Cine Club Universitario de 1966 a 1972 y como fotógrafo realizó exposiciones de fotografías en varias oportunidades.

ILUSTRACIONES:

LUIS ALBERTO BOH/

GABRIEL GONZÁLEZ SUÁREZ/

JULIO GONZÁLEZ/

JENARO PINDÚ/

OLGA BLINDER


 



COMENTARIO
 

Jesús Ruiz Nestosa nos dice en las «Palabras del Autor» que en este volumen hay dos tipos de relatos: aquellos en que utiliza el lenguaje aparentemente periodístico y otros en que elige el camino del discurso interior.

El primero de los cuentos, «La trasmigración», escrito en 1968, transcurre en el futuro, en un lugar de Siberia. A David Grisha, joven estudiante de mecánica naval que ha sufrido un accidente, le transplantan el cerebro de un desconocido. Obviamente, si el cerebro es el órgano de la conciencia y el asiento de la personalidad, David Grisha habría dejado de ser David Grisha para convertirse en el desconocido en el cuerpo de David Grisha. En otros términos, no habrían transplantado un cerebro a David Grisha, sino a un cerebro el cuerpo de David Grisha. Si las cosas fueren así de simples el cuento tendría otras derivaciones. Pero Ruiz Nestosa ha complicado la cuestión. David Grisha se convierte en un ente que lleva a cuestas un fantasma y en un fantasma que carga con David Grisha. No se plantea la dualidad de cuerpo y alma sino la unidad a un tiempo necesaria y en este caso imposible. El cerebro y el resto del organismo, que normalmente hacen la totalidad del ser, pertenecen aquí a personas distintas que entran en conflicto, se anulan recíprocamente y acaban por destruirse.

El problema se nos va revelando de una manera totalmente objetivada, impersonal, por medio de una sucesión de cables de una agencia de noticias. Hechos, solamente hechos que acontecen en un lugar remoto en el espacio y el tiempo. La intuición de la tragedia y el espanto queda a cargo del lector, quien no recibe la ayuda de esos recursos un tanto demagógicos que emplean por lo general los escritores para dar vida y fuerza a lo que narran.

En «El contador de cuentos» el procedimiento es formalmente distinto. El movimiento es deliberadamente confuso. Emilio, el protagonista, está dentro y fuera de los relatos de un personaje que cuenta siempre el mismo cuento en la plaza del pueblo, ilustrándolo con láminas que a la vez están mostrando lo que acontece a su alrededor, lo cual implica que la vida es también una reiteración constante de una única historia. Cada lámina tiene un número, pero en ocasiones el orden se altera; el cuento sufre cambios de matices que renuevan el interés pero sigue siendo el mismo.

Emilio es un adolescente. Cuida unos pájaros negros de agresivos espolones ocultos, nacidos de huevos que le dejara un astrólogo de paso. Las consecuencias de la afición de Emilio son siniestras, pero él no tiene la culpa. Ni siquiera es consciente de ellas, y la suposición de que los pájaros son los causantes de la peste no tiene respuesta explícita en el relato. Podría ser una simple coincidencia. Lo mismo ocurre en «Cuento narrado en forma de crónica periodística causa grave episodio» y en «Recopilación de datos». En este cuento, el último de la serie, el autor combina los dos procedimientos: la información periodística y el discurso interior. No sabemos quién es el asesino, aunque la sospecha recaiga en un ínfimo personaje que pasa casi desapercibido, al que habría motivado una pasión inconfesable. Pero los hechos se encadenan de una manera tal que las culpas se diluyen en un orden causal complejo y contradictorio. La prostituta -tema recurrente en nuestra literatura, dicho sea de paso, que desborda los contornos del oficio para adquirir un carácter metafórico-, es víctima de todos y ninguno. Quién haya sido concretamente el victimario tiene poca importancia para el espíritu del cuento y queda sabiamente omitido en el desenlace. Aquí también el protagonista es totalmente inocente e inconsciente de las consecuencias de sus actos.

En cambio en «La huida», que formal y estructuralmente sale de las pautas seguidas en los otros relatos, Simón, un sefardita prófugo que intenta salvar a los suyos, ciegos de nacimiento y por herencia, guiándolos hasta el mar, los va perdiendo uno por uno y él mismo perece en la inútil tenacidad de su heroísmo.

Si el artista entendiera todo lo que lo rodea y se entendiera a sí mismo no sería un artista sino un profesor de retórica o cierta especie de sabiondo crítico de arte. El misterio, la incertidumbre, son su elemento: el caldo de cultivo donde se crían los dioses y los diablos. Como todo escritor, Ruiz Nestosa intenta ordenar el caos. Lo hace de una manera a un tiempo arbitraria y rigurosa. Arbitraria en cuanto a la elección de la ley; rigurosa en cuanto al sometimiento a las leyes que ha elegido. No tiene piedad para el lector. Da la impresión de escribir sin saber lo que hace. Sin embargo, sus cuentos están perfectamente estructurados. Casi diríamos que admirablemente estructurados.

No se busque en él eso que habitual y superficialmente suele llamarse «literatura» o «voluntad de estilo», pues lo deja deliberadamente de lado. El verdadero escritor no es esclavo de la palabra sino señor de la palabra. Su lenguaje sirve a su objeto, y tal es en definitiva la esencia del arte literario. No es que sea un escritor difícil. Deja de serlo en cuanto tomamos las riendas de su método, dejamos de pedirle lo que no quiere darnos y comprendemos lo que pide de nosotros. Tampoco hay que exagerar aquello de la participación del lector, concepto sobre el que tanta alharaca han hecho los escritores de vanguardia. Todo buen libro exige la participación del lector, desde la Iliada de Homero hasta el Ulysses de Joyce. Es un lugar común que la obra de arte sugiere más de lo que dice.  La magia está en la capacidad de introducirnos en su propio mundo y hacernos participar en el juego conforme a algunas reglas convencionales. Las de Ruiz Nestosa consisten en proponer rompecabezas que a medida en que se arman nos van insinuando su sentido, para acabar con que se le han perdido algunas piezas y que no hay modo de encajar algunas otras, no porque el autor las haya escamoteado o quiera hacernos trampas, sino porque él mismo no sabe cuáles son.

Si a esto se redujera el talento del escritor se trataría de estructuras puramente formales y nada originales por añadidura. Pero Ruiz Nestosa va mucho más allá.

«La trasmigración», por ejemplo, no es un cuento de ciencia-ficción ni la ilustración de una teoría acerca de las probables consecuencias de los transplantes de cerebro. Es la tragedia de un espíritu ajeno y en conflicto con su realidad vital, con el vehículo de la pasión y de la acción, injertado en un ser sin entidad: en un absurdo que lo constriñe, condiciona y conduce a la incoherencia. Invertidos los términos, un cuerpo cuyo espíritu responde a otras premisas y apetitos que poco o nada tienen que ver con él. David Grisha, antes de pegarse un tiro, deja borroneados estos extraños versos:

«¿Cuándo cambiaremos las reglas del juego?/ La respuesta se oculta como un/ machete en su vaina./ Erizados callan los cactos./ El cielo candente no responde./ ¡Contestad!/ ¿Por qué guardáis silencio?/ El primer peón/ Y el segundo peón/ Y el tercer peón/ Y el cuarto peón/ ¡Viva el quinto peón!».

«La trasmigración» no es solamente el primero de los cuentos, el primero en el tiempo y el primero en la colección, sino un prólogo adecuado que da las claves del conjunto.

El sentimiento de la soledad, de la inutilidad, del sin sentido de la acción y su consecuencia imprevisible es la constante de este libro que, aunque formado por relatos escritos en distintas épocas -el primero en diciembre de 1968 y el último en agosto de 1980- es una unidad, una misma historia secreta narrada de distintos modos. El contador de cuentos no hace más que alterar el orden de las láminas como quien baraja las cartas del mismo mazo.

Ruiz Nestosa conoce el oficio y tiene una idea clara y personal de lo que es la literatura. No importa que compartamos o no sus racionalizaciones o teorías. Nos interesa el resultado. Un libro es un hecho. Como lectores podemos considerarlo como tal, al margen de las intenciones del autor.

Si el libro no sigue el movimiento de las realidades objetivas no significa que haya conseguido abolirlas. Solamente las reemplaza por su proyección transfigurada en el sueño de un angustiado. Es la tragedia de un espíritu que al no encontrar respuestas en la vida y descreer de los sueños se retuerce en pesadillas. Tal es el resultado de la búsqueda de  la libertad en la creación de una realidad ilusoria, con renuncia al obrar sobre la realidad que lo circunda. Pero en esto también hay un engaño. El artista, a su manera, es un hombre de acción, aunque, como los protagonistas de estos cuentos, no siempre pueda prever o siquiera averiguar las consecuencias de sus actos. El libro de Ruiz Nestosa está comprometido hasta la médula. La densidad de contenido es lo que le da sustancia y determina su envoltura formal. Dice el autor que sólo admite compromisos con la literatura. Desde luego, no puede ser de otra manera. El compromiso con la literatura entraña el compromiso con la verdad que se encarna, que vive en la literatura. No hay arte sin verdad.

Jesús Ruiz Nestosa es un escritor maduro y profundo. No hay en este libro falsetes discursivos, lloriqueos, poses teatrales, frases efectistas. Es poco común su manera de ir al grano directamente y sin concesiones, sentimentalismo ni alardes de retórica. Fuera de contexto puede dar la impresión de pobreza de estilo. Sin embargo, incorpora con más acierto, coherencia y continuidad que otros una nueva manera de expresarse a nuestra literatura. Un lenguaje adecuado para ciertos estados de espíritu. Para la introspección desesperada, pero altiva, que busca afanosamente asideros en el mundo. Es que nadie, y mucho manos un escritor, puede burlar a sus demonios. Quieras o no, a sabiendas o no. El contador de cuentos es un testimonio de su época.

JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO




PALABRAS DEL AUTOR

Me piden que escriba algo a manera de introducción -o mejor, de justificación- de mi trabajo literario. Y no es por un falso pudor -creo que nunca lo tuve, ni verdadero ni falso- que se me hace pendiente arriba el trabajo. Me resulta difícil por la misma razón que en ciertas ocasiones nos cuesta reconocer algunos rincones de nuestra personalidad, sicoanálisis de por medio.

Ese primer rincón está formado por los años que vagué a través de hojas y hojas inútiles de papel, sin poder desentrañar los caminos que conducen a los verdaderos problemas que conforman el fenómeno literario. Por diferentes circunstancias me sentí alejado de las promociones literarias, y nunca supe en cuál de ellas debo insertarme, si bien esto carece de toda importancia. Si en algo me hubiera podido ayudar, hubiera sido en mostrarme el paisaje humano a través del cual debía transitar.

Ya bastante tarde, y después de tantas fallidas búsquedas, comencé a atisbar el rumbo en la significativa amistad con René Dávalos y Adolfo Ferreiro con quienes pronto pude discutir -atraído por la mágica lucidez de ambos- muchos problemas relacionados con este oficio. Y fue al lado de ellos que comencé a vislumbrar el camino verdadero. Debo admitir que a través de esa amistad -tan dolorosamente interrumpida en el primer caso- se me abrieron las puertas de los verdaderos problemas que se le plantean a todo escritor.

Más tarde vinieron los cursos de estructuralismo con Rubén Bareiro Saguier y Augusto Roa Bastos, los que terminaron por darme una base teórica que la considero imprescindible para todo lo que hice después. Porque si bien es cierto que tengo muy poca capacidad para teorizar, en todo mi trabajo -me sucede lo mismo en la fotografía- necesito de un planteamiento teórico previo para encarar la acción.

Mi primer paso consistió en dejar de lado aquellas ingenuas ideas sobre el «compromiso con la realidad», el «carácter denunciante» de la literatura, el «documento social» de la época, etcétera. Y me tracé mi primer compromiso: con la literatura misma.

La obra literaria, antes que nada, tiene que explicarse por sí misma; sus valores deben surgir de ella misma y alcanzar un nivel a través del uso adecuado de sus elementos naturales. Si más tarde se convierte en   «documento social» o en «testigo insobornable» de una época, es por simple agregado.

Creo firmemente en la «obra literaria tautológica», tomando aquí el término no en su acepción de «repetición inútil de un mismo pensamiento en distintos términos», que no lo es, sino como afirma Todorov: «El texto literario participa de la tautología: se significa a sí mismo». En muchas ocasiones, el mal de nuestra literatura posiblemente sea éste: queremos comprometernos, hasta llegar a niveles poco menos que indefendibles (y con frecuencia los sobrepasamos) con la «realidad». Olvidamos que muchas veces los caminos de la no-realidad, de la no-racionalidad, explican mejor y con mayor profundidad los mecanismos del mundo tangible que nos rodea.

Mi deseo es que el lector de mis cuentos se olvide de ese mundo. Quiero que se pierda en el laberinto de situaciones que le expongo, porque toda obra literaria encierra un universo propio, con mecánica propia, y la posibilidad de visitarlo, vivirlo y habitarlo, es la que ha hecho que no desapareciera nunca y se remueve a cada paso renovador que da el hombre.

Es fácil notar que en este volumen hay dos tipos de relatos: aquellos en que utilizo el lenguaje periodístico (aparentemente periodístico) que pido prestado al oficio que llevo años realizando. Y el otro es aquel que elige el camino del discurso interior, el del monólogo del personaje principal, roto de tanto en tanto por la línea de pensamiento de otros personajes. Pero esto último sólo de manera muy circunstancial. Tanto dentro de un tipo como de otro, mi preocupación es siempre la misma: crear un universo donde todo trascurra de acuerdo a sus propias reglas, sus propias leyes, sin importarme si tienen algo que ver o no con aquellas que nos dicta esa otra, la que equivocadamente pensamos que es la única y verdadera realidad.

Incurro en una serie larguísima de trasgresiones y muchas veces lamento que mis prejuicios estéticos, fruto de una larga y encallecedora educación, pongan tantos frenos a mis sentimientos más anárquicos.

Incurro, por ejemplo, en una dislocación del tiempo y del espacio. Pero no es simplemente una trasposición de escenas y lugares, como si estuviera mezclando las cartas de la baraja para que caigan de acuerdo al azar, sino, por el contrario, responde a un plan previamente estructurado con rigurosidad. Muchas veces, ciertas situaciones no se pueden dar sin que hayan ocurrido antes otras y, sin embargo, si re-estructuramos cronológicamente el relato (cosa que, por otro lado, no se puede hacer), se comprobará que tales hechos ocurren en sentido inverso.

En todos mis cuentos faltan datos. Y no porque me los guarde para crear un sentimiento de suspenso, sino porque yo mismo los ignoro, pues no puedo saber más de lo que sabe cada uno de mis personajes. Si supiera más, no sería un «contador de cuentos», sino un Dios Todopoderoso,  omnipresente, infalible. En lugar de ello, prefiero ser un cómplice de esos personajes y «vivir» con ellos sus mismas vicisitudes.

Y esto es lo que propongo al lector: que olvide sus conceptos lógicos y razonables, porque debe entrar en un universo donde las reglas son diferentes y ellas juegan de acuerdo a su propia mecánica. ¿Por qué será que aceptamos de manera tan fácil y damos por cierta la existencia de platos voladores y visitas extraterrestres, que escapan a toda explicación lógica y, sin embargo, nos negamos a aceptar el gran juego que nos propone el arte de entrar en un universo cuya realidad está dada por su propio soporte? ¿No hay, acaso, verdad más grande que ésta? Porque, ¿qué otra realidad tiene la literatura que la que le otorga el soporte de la palabra?

Ésta es mi propuesta y también ésta es mi meta. Por eso tales declaraciones, porque aquí expongo lo que deseo conseguir. Y enseguida lo que he conseguido. Lamento la debilidad y la impotencia de no poder sacudirme la pesada tradición de prejuicios estéticos. Y es cuando anhelo poder alcanzar la simbiosis perfecta de aquellos anárquicos literatos de principio de siglo y el mitológico Pan, para así cometer todos los excesos imaginables. Ello ofrece un estrecho margen de error: si se acierta el camino, hemos hecho un aporte. Si lo equivocamos, no habremos dejado nada que pueda entorpecer lo que deben construir los que necesariamente vengan. Pues encuentro en esta actitud la última expresión de libertad verdadera y creativa de que dispone el hombre.

Asunción, agosto, 1980 

Jesús Ruiz Nestosa





CUENTOS DE JESÚS RUIZ NESTOSA


LA TRANSMIGRACIÓN

IRTYCH, SIBERIA, 9 (ASP), (Urgente).- El primer trasplante de cerebro con resultados positivos se efectuó hoy a la mañana en esta estación de veraneo por el doctor Nicolai Kramskoi.

El paciente es un obrero de 25 años de edad que responde al nombre de David Grisha, quien sufrió un accidente automovilístico esta madrugada, resultando con fatales heridas en el cerebro.

Trasladado al Centro de Investigación Unido fue sometido a una operación de trasplante. Ésta es la quinta vez que se efectúa después de largos estudios de investigación realizados por médicos rusos, noruegos, dinamarqueses, norteamericanos y uruguayos. Los otros cuatro intentos fueron negativos.

Los médicos que tomaron parte en este delicado trasplante se negaron a hacer declaraciones al respecto. El doctor Nicolai Kramskoi, quien encabezó el equipo, manifestó, sin embargo, que existen serios indicios de que el paciente sobrevivirá.

Personalidad del Paciente

David Grisha es un joven de 25 años y realiza estudios de mecánica naval en la Universidad de Jerusalem.

Se encontraba en esta ciudad veraniega de Siberia, realizando trabajos relacionados con su profesión, en los gigantescos diques secos de Yenisei. Es el tercer año que ocupa así sus vacaciones con el fin de ahorrar fondos para pagarse sus estudios.

El accidente se produjo cuando abandonaba los muelles y fue embestido violentamente por un montacargas que había perdido los frenos.

La fuerza del impacto le causó graves daños en el cerebro, haciéndole perder el conocimiento en el acto. Trasladado inmediatamente al Centro de Investigación Unido no quedaba ya ninguna esperanza de sobrevivencia. Por eso se procedió con celeridad a la operación del trasplante.

Hasta el momento no se dio a conocer el nombre de la persona de la que se extrajo el cerebro aún con vida.

IRTYCH, SIBERIA, 10 (ASP).- David Grisha, el primer ser humano que vive con un cerebro prestado, salió de los efectos de la anestesia, según lo manifestó hoy aquí un vocero del Centro de Investigación Unido.

Si bien no agregó concretamente nada más, dio a entender en sus declaraciones a la prensa que el restablecimiento se realiza con toda normalidad, aunque con lentitud.

El doctor Nicolai Kramskoi, quien dirigió la operación de trasplante de cerebro -el quinto que se hace, el primero con éxito-, no pudo ser ubicado en esta ciudad veraniega. Todo hace suponer, sin embargo, que se encuentra aquí.

En las primeras horas de la mañana corrieron rumores que se instaló en la habitación contigua. Nada pudo comprobarse al respecto ya que el ala del hospital en que se realizó la intervención quirúrgica se encuentra severamente vigilada por fuerzas policiales de la Alianza de las Naciones. Sus integrantes, solicitados a ese alto organismo internacional, llegaron a media noche en un avión especial.

IRTYCH, SIBERIA, 31 (ASP).- Una gigantesca huelga general paralizaba hoy el tráfico marítimo que se realiza entre el norte y el sur por el mar interior de Davydov y su compleja red de canales. Ello hizo que pasara un tanto desapercibido el primer paseo que dio David Grisha por la terraza del hospital.

Lo realizó en una silla de ruedas y la cerrada neblina del día no permitió la obtención de buenas fotografías. Una nutrida fila de fotógrafos se retiró desilusionada y silenciosamente, después de esperar cinco horas en lo alto de un edificio ubicado a mil doscientos metros del Centro de Investigación Unido.

IRTYCH, SIBERIA, 12 (ASP).- En una entrevista mantenida con la prensa que no duró más de doce minutos, fue presentado hoy David Grisha, el primer ser humano que vive con un cerebro prestado.  

  Durante todo este tiempo el paciente permaneció al lado del doctor Nicolai Kramskoi, si bien no pronunció una sola palabra. Contestó las preguntas el renombrado cirujano quien prepara una gira por los países de América del Sur para dictar conferencias en los más adelantados centros de investigación de aquel continente.

David Grisha, alto, delgado, tenía la mirada fija en los reflectores de la televisión y los ojos le brillaban con intensidad.

La intervención quirúrgica se realizó con instrumentos de ultra sonido y otros que utilizan los principios del rayo láser. Todo ello hizo que tanto los cortes como las suturas fuesen sumamente prolijos. Así el joven con cerebro ajeno, no posee señales exteriores de la operación que duró diez horas en el Centro de Investigación Unido.

El doctor Nicolai Kramskoi afirmó en repetidas ocasiones que el restablecimiento es perfectamente normal y no se anotan anormalidades.

David Grisha escribió a sus parientes de Israel con la mano derecha, aunque él afirmó ser zurdo de nacimiento. Los médicos atribuyen el hecho a que la mano y el brazo izquierdos poseen algunas fracturas a raíz del accidente.

En cuanto a la tendencia frecuente del joven de expresarse en otros idiomas que no son el suyo de origen, aseguran que se trata de un pequeño mal pasajero que pronto desaparecerá.

Ante la insistencia de los periodistas sobre la identidad del donante, si cómo determinaron la muerte del mismo y otros detalles, la reunión de prensa fue suspendida y la sala desalojada.

IRTYCH, SIBERIA, 10 (ASP).- Después de tres meses un día fue dado de alta el joven David Grisha, de 25 años de edad. Él mismo sufrió una operación de trasplante de cerebro en el Centro de Investigación Unido siendo el primero con resultado positivo después de cuatro intentos fracasados.

Una verdadera multitud de periodistas le aguardaba frente a la puerta principal del hospital en que fue intervenido. Una escolta de policías de la Alianza de las Naciones le abrió paso. Subió a un coche negro y desapareció rápidamente.

 Vestía pantalones oscuros con una cerrada chaqueta de plastilex, color naranja, de cuello alto. Se mostraba pensativo, casi distraído y pareció no advertir los destellos que de continuo lanzaban las cámaras fotográficas.

IRTYCH, SIBERIA, 12 (ASP).- Los dos primeros días de su nueva vida, David Grisha los pasó encerrado en su nueva residencia de un aristocrático barrio de Irtych, el balneario más elegante de Eurasia.

La residencia, inspirada en una antigua villa del arquitecto español Antonio Gaudí, le fue regalada por la Educational Research Society de Gran Bretaña mientras que la Rockefeller-Ford Foundation de Nueva York corre con todos sus gastos personales.

IRTYCH, SIBERIA, 13 (ASP).- David Grisha, que lleva viviendo ya tres meses y cuatro días con un cerebro ajeno, realizó hoy su primer paseo casi solo.

Lo hizo esta mañana por la Playa Verde que queda en las afueras de la ciudad y cuyo nombre viene del tono ligeramente verdoso de la arena.

A cierta distancia y para impedir que se le acercaran extraños, le acompañaban cuatro policías de la Alianza de las Naciones, vestidos de particular. El joven permaneció sentado en la arena por espacio de más de una hora sin dirigir la palabra, ni siquiera la mirada, a sus guardias, quienes mantenían respetuosa distancia.

David parecía encerrado en sus pensamientos y los médicos no han querido hablar de las reacciones de su convalecencia. Ella fue calificada escuetamente como normal. No hubo comentarios.

IRTYCH, SIBERIA, 17 (ASP).- En todos estos días David Grisha fue visto con frecuencia en la ciudad de Irtych. Visitó, siempre solo y silencioso, el Museo de Arte Contemporáneo, el Salón del Cine, el Museo del Átomo, el Palacio del Plástico, la Muestra de Astronáutica y la Biblioteca Municipal donde pasó la mayor parte del tiempo. Fue visto en este sitio en repetidas ocasiones.

También visitó varias veces el salón «México 68» que inauguró aquí esa representación diplomática con fines turísticos. Esta mañana, después de su tercera visita al pabellón, se dirigió al centro comercial de la ciudad donde adquirió una máquina de escribir.

 IRTYCH, SIBERIA, 25 (ASP).- Desde hace una semana, más o menos, no ha sido visto en ningún sitio David Grisha. Aunque los periodistas montan guardia noche y día en el sitio que se produjo el accidente. David no fue a él ni transitó por las proximidades.

En esta semana la única salida que se registró fue en la noche del miércoles cuando se le vio dirigirse al Pabellón México 68. Como estaba cerrado solicitó que se le dejara entrar. Hecho que fue posible gracias a la intervención de los guardias de la Alianza de las Naciones que le acompañan de continuo.

El pabellón exhibe valiosísimas piezas del arte azteca pre-colombino. Sin embargo, la atención de David Grisha fue acaparada por enormes fotografías que documentan las Olimpiadas Culturales realizadas en aquella ciudad durante el año 1968.

El encierro continúa hoy.

IRTYCH, SIBERIA, 1.º (ASP).- El doctor Nicolai Kramskoi interrumpió hoy bruscamente su gira por el continente sudamericano para regresar a Irtych.

Esta madrugada fue internado en el Instituto Científico Unido, David Grisha, a causa de «ciertas molestias» según lo manifestó un vocero de ese hospital.

Se aclaró posteriormente que no se trata de nada relacionado con el cerebro trasplantado. El paciente se quejó de fuertes dolores en el pecho «y señaló algunas zonas en que siente intenso calor, como si algo le quemara la piel y en el interior de los pulmones» tal cual reza el boletín médico. Se agregó que es un mal pasajero, causado tal vez por los antibióticos y los tratamientos de cobalto suministrados en los días posteriores a la operación.

IRTYCH, SIBERIA, 8 (ASP).- Grisha regresó hoy a su residencia después de estar una semana internado. Aún se desconoce el origen de su dolencia, si bien los dolores no son muy molestos. Además, varias manchas rojas han aparecido en la piel, en los sitios que él señala como dolorosos.

Es necesario hacer notar que al regreso cruzó la zona del accidente sin detenerse ni prestarle la más mínima atención. Posteriormente compró cigarrillos -aunque él no fumaba antes del trasplante- y conversó con la vendedora en correcto ruso, sin rastros de acento extranjero.

 IRTYCH, SIBERIA, 20 (ASP).- Los médicos guardan absoluto silencio sobre el largo encierro que guarda David Grisha desde hace más de una semana. Los facultativos más locuaces hablan de un período crítico de adaptación del nuevo órgano y su proceso de integración al nuevo cuerpo. Se puso también de manifiesto el marcado interés del joven hacia la actividad intelectual.

Compañeros suyos señalaron que David Grisha nunca mostró inclinación alguna hacia este tipo de actividad. En verdad muy poco pueden hablar de él en los gigantescos diques de Yenisei por la dificultad de comunicación que hubo entre ellos por la diferencia de idiomas.

También causa extrañeza que haya suspendido sus paseos por la playa precisamente en estos días de sol, que hacen uno de los inviernos más benignos de la zona -10º centígrados como término medio- mientras que en ciudades del interior, a unos quinientos kilómetros de la costa, se registran temperaturas de hasta 40º centígrados bajo cero.

IRTYCH, SIBERIA, 25 (ASP).- David Grisha se presentó esta mañana muy temprano en el Pabellón México 68 y habló con el director de la institución.

Durante la larga conversación Grisha se refirió a la ciudad de México -que nunca visitó- con abundancia de detalles. Especialmente de los Juegos Olímpicos que se realizaron allá hace treinta años.

Luego volvió a su residencia, deteniéndose en el camino en la Biblioteca Municipal de donde retiró libros de poetas ya desaparecidos.

Los médicos, mientras tanto, manifestaron su preocupación por las manchas rojas que persisten en la piel -en el pecho y a la altura de los pulmones- del primer paciente que sobrevivió a un trasplante de cerebro. Los dolores continúan con insistencia, si bien no adelantan ni retroceden.

Aunque se rumorea una nueva intervención, el doctor Nicolai Kramskoi no se refirió al respecto y parece preparar una nueva gira.

IRTYCH, SIBERIA, 2 (ASP).- (Urgente).- Faltando siete días para cumplirse los cinco meses de su nueva vida,   David Grisha, el primer hombre con un cerebro trasplantado, desapareció hoy de su residencia en esta ciudad.

Se han tomado ya las providencias del caso y están alertas todas las estaciones de policía. Grisha, quien fue salvado de la muerte gracias a un trasplante de cerebro, se convirtió en un preciado elemento de la ciencia, ya que es el primer ser humano en sobrevivir tanto tiempo después de un trasplante de esta naturaleza.

En la mañana de hoy se hacían muchas suposiciones. La más aceptable es que haya emprendido viaje hacia su ciudad de origen, Jerusalem, huyendo de la complicada red de guardias, científicos, exámenes médicos y periodistas que le rodeaba de continuo sin respetar un segundo de su intimidad. Las grandes sumas de dinero que se han invertido en su caso y su interés científico, hacen que la búsqueda sea intensa.

IRTYCH, SIBERIA, 9 (ASP).- (Urgente).- David Grisha, el primer hombre que vivió cinco meses con un cerebro prestado, fue encontrado muerto hoy a las 23.35 GMT.

Siguiendo un posible rastro, dos agentes del Servicio de Seguridad de los Estados Unidos, llegaron hasta un hotel de Kurgan -una ciudad casi abandonada- a mitad de camino entre Irtych y Moscú.

David Grisha fue encontrado en su cuarto tendido sobre una mesa en la que había gran cantidad de libros y papeles con frases escritas con letra garrapateada. En una mano sostenía un revólver con el que se disparó en la sien destrozándose la cabeza. Sus escritos muestran frecuentes tachaduras y sus frases son más bien inconexas, mezclándose en ellas palabras en varios idiomas.

Grisha se registró en el hotel con el nombre falso de Evgueni Evtushenko, un poeta ruso que fue muerto por error hace cuatro meses en Irtych, de varios disparos que le destrozaron los pulmones.

Los médicos no creen que se deba a un ataque de locura originado en la operación de trasplante. Atribuyen a una tensión nerviosa excesiva al convertirse de pronto en el centro de la atención mundial y al llevar un ritmo de vida al que no estaba acostumbrado por el bajo nivel social al que pertenecía por origen y su escasa formación intelectual.

 En un bolsillo fueron hallados unos papeles escritos a mano por él y ellos poseen las únicas frases coherentes que pueden dar la pista, pues se refieren a jugadas de ajedrez.


 

«¿Cuándo cambiaremos las reglas del juego?».

«La respuesta se oculta como un»

«machete en su vaina».

«Erizados, callan los cactos».

«El cielo candente no responde».

«¿Cuándo cambiaremos las reglas?».

«¡Contestadme!».

«¿Por qué guardáis silencio?».

«El primer peón».

«Y el segundo peón».

«Y el tercer peón».

«¿Y el cuarto peón?».

«¡Viva el quinto peón!».


IRTYCH, SIBERIA, 10 (ASP).- Esta madrugada, silenciosamente dejó el Centro de Investigación Unido el doctor Nicolai Kramskoi. Bajo una fina llovizna se dirigió hacia el aeropuerto donde fue abordado por un cronista de ASP. Se mostró parco en las respuestas alegando que aún no sabe el tiempo que permanecerá en el extranjero.

Tampoco quiso declarar su destino y afirmó «que es falso que abandonó la carrera si bien no puedo asegurar que siga con mis investigaciones de trasplante».

Finalizó diciendo que no quería agregar nada sobre el caso del desdichado David Grisha, quien se suicidó después de vivir cinco meses con un cerebro trasplantado y cuyo origen se mantiene aún en secreto.

Los restos de Grisha serán sepultados tal vez mañana en un cementerio local y por cuenta del municipio ya que él carece de recursos económicos. Al tiempo de su muerte tenía 25 años y su suicidio se atribuye a un estado de alienación producido por el paso brusco de un sistema de vida sencillo, y sin pretensiones intelectuales, a un nivel muy superior.

Éste es el quinto caso de trasplante de cerebro que fracasa.

Asunción, diciembre 14, 1968



 


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LA HUIDA


Ya están enganchadas las mulas, partamos, jú-jú mula, fuerza, arriba, vamos. Nataniel, súbase usted al carro con su madre, no sea que también nos perdamos. Fuerza mula, adelante, por esta calle no, que es muy estrecha y no pasaremos con nuestros carros. Simón golpea las ancas de los animales y les obliga a torcer hacia las termas para cruzar luego el río.

Simón camina al lado del carro, vara en mano, azuzando a los animales, fuerza, adelante, jú-jú, no llores Josabet, tu madre no ha muerto, simplemente está perdida, irá en el carro de alguien, de alguien que la recogió, en medio de esta terrible confusión que es la calle.

Simón carga el carro yendo y viniendo del interior de la casa, tirando adentro de él aquello que más a mano encuentra. Procuro hacer todo de la mejor manera posible, pero rápido, no queda tiempo que perder. Le pido a tu madre que se tome del carro. La última vez que la veo se sujeta a uno de los radios de la rueda y llora. Luego entro, salgo de nuevo y ya no está allí.

Raquel, Raquel, grita Simón en medio de la multitud que llena la calle con sus carros, sus sillas, sus bultos, nadie conserva la calma, tranquilidad, hay tiempo para huir, tranquilidad, grita Simón, pero nadie escucha su pedido ni Raquel le responde. Ya la encontraremos, en algún lado debe estar, adelante mula, fuerza, arriba, el carro cruza el río por el largo puente donde todos se atropellan queriendo abandonar la ciudad.

Simón, su piel tan blanca, más blanca aún resaltando por encima de su barba negra. Arreando las mulas que arrastran el carro, Josabet su mujer y su hijo Nataniel se suman a la caravana y ya fuera de la ciudad se vuelve Simón para verla por última vez, las paredes blancas, ardiendo al sol de la mañana, y las columnas de humo que indican algún incendio, Josabet, te haré una casa nueva, de paredes blancas, con su patio en el centro y allí la fuente donde se pueda  oler a piedra y a tierra húmeda, oír el ruido del agua corriendo en un hilo. Josabet no habla, tendida en el carro, se venda los ojos, no quiere que nadie la vea, que nadie la sepa ciega. Simón, no me dejes sola, quédate al lado del carro, estás tan solo como nosotros, separado de nuestro mundo siempre oscuro y el tuyo que no sé cómo percibirlo, como el de Nataniel, el de mi madre Raquel. Calla, apresuremos el paso, que los gentiles quieren para sí esta tierra. Simón, al lado del carro, una vara en la mano, jú-jú mula, fuerza, adelante, arriba mula, no me sentiré seguro hasta que hayamos puesto mucha distancia entre nosotros y los cristianos que ya están en Córdoba, pero nunca será de ellos, porque en ella hemos puesto algo nuestro que no podrán cambiarlo, ni tampoco podrán apoderarse de ello sin renunciar a lo que son y a lo que piensan.

Calma, calma, se dirige Simón a quienes tiene más cerca. Hay tiempo, hay tiempo. La gente mira hacia atrás y vuelve a atropellarse. ¿Están cerca los gentiles, padre?, y Nataniel se queda quieto esperando la respuesta que no llega. Sólo el ruido de las voces confusas y palabras desordenadas y el sol reflejándose en los ojos grandes, redondos, oscuros de Simón que vuelve la cabeza. A su lado Nataniel, sentado en el carro, Nataniel que heredó de su madre y su abuela la ceguera, sus ojos casi en blanco no verán nunca esta tierra, ni la otra, ni a la que llegaremos.

Simón, quédate al lado del carro, camina cerca, jú-jú mula, fuerza, fuerza, empuña la vara, golpea las ancas, Josabet, estoy a tu lado, voy a caminar siempre aquí cerca, de modo que no tengas miedo. No han incendiado nuestra ciudad ¿verdad? Sólo en algunas partes se levantan columnas de humo, un humo negro, espeso, Simón quiere detenerse para mirar por última vez los techos de tejas, muy apretados, como parcelas de sembradío pero a distintos niveles, con sus lomos rojonegruzcos y sus canales para dejar correr el agua. Se debe mantener la calma, Josabet, Jehová nos mostrará la nueva tierra donde asentarnos. Y tirar hacia adelante. Todo nuestro pueblo va saliendo de la ciudad. No es la primera vez. Ni será la última. Aquí vamos, con todo nuestro pueblo, que somos nosotros. Hijo, usted lo sabe. Aquí vamos, cruzando el campo. Y el campo a esta hora se tiñe de una luz violeta, cayendo está el sol atrás de las montañas y del mismo color se tiñe la arena y de negro un monte de olivos que comienza allá muy lejos, cerca del horizonte. Todos estamos juntos, duérmete Josabet, que ya cae la noche. Todo el valle que corre al pie de las montañas está cubierto de carros que se detienen y se encienden fogatas, Simón está tan cansado que se tiende al lado de su carro donde su mujer duerme, al lado de Nataniel, su hijo al que ya le crece la barba parecida a la suya, en su cara de piel blanca, muy blanca casi confundida con sus ojos sin color, cegados por la herencia.

Jú-jú mula, fuerza, adelante, arriba mula, pega con la vara en las ancas, una mula se agita, la otra está tendida en la arena, ligeramente cubierta de polvo está muerta, por el hocico cae un hilo de baba con espuma, jú-jú mula, ¿qué pasa?, la mula no se mueve, rígida, los ojos abiertos, dos esferas de cristal fijadas en el vacío como los ojos duros, dos bolas acuosas, de Raquel, Nataniel, Josabet.

Josabet, ¿dónde estás? Josabet. El sol está a más de dos palmos por encima del horizonte y calienta la arena, deslumbra la vista. Josabet, Josabet. No está durmiendo en el carro, las mantas revueltas, sólo está marcado en un hueco el volumen de su cuerpo. No se sabe si el calor que hay allí es el que ella dejó o es el calor que ahora pone el día en todas partes.

Padre, ¿dónde estamos? ¿Aún no parte la caravana? Arree las mulas. La mula está muerta, Simón no puede arrearla. La que queda viva olfatea el cuerpo del animal muerto, resopla levantando pequeñas nubes de polvo, el polvo que se depositó sobre el cuerpo, levanta el cuello y lanza al aire un quejido largo, hiriente. Simón levanta la cabeza, casi con el mismo gesto que hace un momento lo hizo la mula, y a su alrededor está el campo vacío, silencioso, reverbera el sol al reflejarse en la arena, produciendo imágenes de lagos que flotan a dos palmos del suelo. Simón se protege los ojos con una mano en forma de visera, no le sirve para ver mucho más lejos. Sólo para darse cuenta que no hay nadie alrededor, la caravana ha desaparecido sin dejar rastros, no quedan desperdicios en el campo, ni huellas de carros o de animales, Josabet debe haberse ido con la caravana, no quiero asustar al muchacho, Nataniel, quédese tranquilo, hijo, sólo nos hemos quedado un poco atrás, pues nos dormimos a causa del cansancio.

 Jú-jú mula, arriba, golpea con la vara, le pide a Nataniel que se baje del carro, porque ahora sólo tenemos un animal, camine usted tomándose de la parte de atrás del carro, debemos apresurar el paso para dar con la caravana, veo su polvareda allá a lo lejos.

Padre, no huelo a polvo, ni a animales de tiro, ni al estiércol que van sembrando a causa del esfuerzo. En verdad no se ve nada a lo lejos, a no ser la luz cegadora del sol que se va acercando al mediodía, ni hay huellas que seguir, ni rumbo marcado, sino la intuición de encontrar en este sentido el mar, donde debe estar reunida la gente y estarán las barcas ayudando a cruzar a la costa africana, y donde tienen que estar Josabet y su madre Raquel, más fácil será dar con ellas allí, que acá con la amenaza próxima de los ejércitos cristianos.

Nataniel no se suelte usted del carro, jú-jú mula, arriba, fuerza mula, la mula resopla, por un momento se queda, Simón da golpes con la vara sobre las ancas y reanuda el paso, Nataniel trastrabilla, está a punto de caer, hijo, sosténgase fuerte. La arena caliente se mete entre los cueros de las sandalias, ya quema, los dos hombres se protegen la cabeza del sol del mediodía, sólo les queda medio pan y un poco de queso que les sirve de almuerzo, la mula no come, ellos tampoco lo harán ya si no dan con la caravana, o el mar, o la barca que les lleve a África.

Padre, ¿falta mucho para llegar a África? Pues como de Córdoba a Granada y de Granada a Sevilla y de Sevilla de nuevo a Córdoba, por un camino tortuoso de arena y pedrisca. ¿Y si bajáramos por el Guadalquivir? El Guadalquivir es ahora de los gentiles.

Padre, quisiera poder ayudar guiándole la mula. Arriba mula, arriba, fuerza mula, no puedo decirle nada aún cuando ahora ya no hay diferencias entre él y yo, tan ciego estoy, perdido en este inmenso campo, con su silencio, su soledad, su ausencia de signos. No sé adónde vamos.

Usted está cansado hijo, ¿quiere subir un momento al carro? Arre mula, adelante, no padre, no voy a subir, ya es mucho peso para un solo animal. Debemos andar rápido para reunirnos con madre y abuela que deben estar esperándonos para cruzar a África, dependiendo de usted padre. Qué dura ha sido la vida, los tres viendo a través de sus ojos, sujetos a usted, guiándonos por usted.

 ¿Dónde estará Josabet? Habrá caminado por la noche y equivocadamente se subió a otro carro. ¿Y si cayó en alguna fogata, de las que se encendieron en el campamento? ¿Y si al caminar no tropezó con nada ni la vio nadie y siguió caminando toda la noche, todo el día?

A las seis de la tarde, cegado por el sol, ve a lo lejos una silueta de alguien que se mueve, con la cabeza caída sobre el pecho, las espaldas muy encorvadas, jú-jú mula, fuerza, rápido, más golpes en las ancas, por si es Josabet, o alguien que pertenece a la caravana, que se retrasó esperándoles para indicarles cuál es el camino. Creo, sostiene el sonido final Simón y luego se calla para no alarmar a Nataniel que arrastra los pies levantando nubes de arena.

Fuerza mula, la figura ya está cerca, aún el sol ciega y es imposible ver bien hasta llegar al lugar mismo, Josabet no es posible, sólo un arbusto escuálido, de ramas dobladas por el viento, cuyas hojas calcinadas por el calor de la tarde contra el cielo encendido por el sol, el calor, la falta de agua, la desesperanza de mirar de nuevo a un lado y otro, constantemente, a la espera de una señal que no llega y el horizonte que se prolonga constantemente, cada vez parece estar más lejos África, más lejos el mar, más lejos la posibilidad de encontrar a Raquel y Josabet, que Nataniel no descubra mi desesperanza.

Padre, la noche debe estar cerca porque el sol ya no calienta tanto. Y no se preocupe si ya no tenemos provisiones, pues estoy tan cansado que me iré a dormir sin comer, sin quejarme tampoco. De todos modos ya debemos estar cerca, mañana a más tardar nos habremos reunido todos.

Iremos un poco más adelante, hasta que salga la luna, mientras dure el aire tibio del día, debemos adelantar camino, un poco más adelante, no importa padre, no estoy aún cansado, puedo andar un tanto más, Simón ya no mira a su alrededor, sino al frente, buscando descubrir un punto luminoso, la señal de una hoguera adelante de él, una claridad que le indique que el rumbo seguido hasta ahora es el cierto.

Acuéstese hijo, que es tarde, así, sin desvestirse que ya comienza a soplar la brisa fresca que se levanta por las noches. Debe ser el aire que llega del mar. Nataniel se tira a un lado del carro del que Simón separó ya la mula, sin embargo no huelo al aire de mar. ¿Se acuerda padre cuando  usted nos llevó a Málaga aquel verano? Entonces se me quedó grabado el olor del mar, del viento que sube cargado de sal. Pero ahora el aire es frío y nada más. Duérmase hijo, que es tarde y el camino largo. Duérmase usted que mañana debemos alcanzar la playa.

Simón se tiende al lado de la mula que desea cuidar, no ha encendido fuego por temor a ser descubiertos en medio de la noche. Se queda un largo rato con los ojos clavados en la mula que está parada. ¿Por qué estos animales no se acostarán a dormir? Descansa el animal alternando las patas.

Simón sueña con Moisés quien le entrega el bastón con el cual abrió el Mar Rojo y le da las instrucciones para utilizarlo, y abrir el mar y llegar a África sin necesidad de barca. Pero sus mulas, tiene de nuevo dos, se atascan en el fondo de tierra húmeda, las ruedas del carro quedan empantanadas mientras Raquel, Josabet y Nataniel se quedan inmóviles, sin poder ayudar porque no ven. Se va a buscar ayuda, y cuando vuelve el mar se ha cerrado de nuevo, las mulas están ahogadas flotando en el agua sus cuerpos con los vientres muy hinchados y a lo lejos, en una barca, va su familia, a la deriva, dejándose llevar por el viento, pues nadie ve ni puede fijar el rumbo.

Nataniel, Nataniel, despierta sobresaltado llamando a su hijo. Y nadie le responde porque el sitio en que durmió Nataniel está vacío. Sólo hay una forma en la arena, una forma que en definitiva puede ser de cualquier objeto y en la que Simón, con mucho trabajo, ubica la forma del cuerpo de su hijo. Todo alrededor es silencio. El sol deslumbra una gran zona del cielo de modo que es imposible determinar en qué parte, exactamente, se encuentra. Sólo se sabe que ha amanecido, hace más de un par de horas.

En todas partes, por encima de la superficie del campo, casi un mar de arena, se forman los charcos de luz, deslumbrantes, enceguecedores. Y atrás, adelante, o a un costado, formas que se mueven, como cuerpos que corren, alejándose o acercándose. Nataniel, Josabet, Raquel. La caravana entera. Y así como aparecen, así se diluyen en el aire.

Jú-jú mula, arriba, adelante mula, fuerza. Y la mula no responde. Tirada sobre la arena, una nube negra de moscas le da vueltas el hocico donde la sangre ha formado un coágulo también negro, mientras el labio inferior se ha corrido para abajo dejando ver una hilera de dientes muy blancos, al igual que las encías, donde ya no hay color. Jú-jú mula, arriba, no puede ser, muerta al igual que la otra ayer a la mañana, el hijo desaparecido, Nataniel no pudo haberse ido siguiendo el rumbo de la madre, porque no ve y sobre todo porque no dejó señales, ni se ven signos por donde hubo de haberse ido. Tal vez despertó en la noche y quiso caminar y perdió la noción de donde estaba y anduvo haciendo círculos, como se camina siempre que uno se pierde, hasta que los círculos fueron agrandándose, cada vez más lejos, y se perdió en alguna parte del valle.

Las moscas negras, algunas verdosas y brillantes, vuelan obstinadamente alrededor de la cabeza de la mula muerta, de sus ojos abiertos, secos, tal vez duros, con un empecinamiento tal que queda flotando en el aire un zumbido sordo, constante, a veces se posan en una mano de Simón, en la nariz, en el espacio blanco de rostro que deja libre la barba negra, fuera moscas pegajosas, cómanse mi mula, bébanse su líquido, su agua, pero a mí no me toquen, no me metan en su juego, moscas asquerosas. ¿De dónde habrán salido si no hay nada más que arena y pedrisca a mi alrededor?

Toma el carro por las varas, adonde enganchó las mulas tres días atrás y empuja un poco hacia atrás, luego hacia adelante, de nuevo hacia atrás, dobla y hacia adelante, de modo a poder pasar sin tropezar con el cuerpo del animal al que ahora comienzan a llegar también las hormigas. Después vendrán las aves de rapiña, las comedoras de carroña, pero yo no estaré aquí para ver cómo le meten el pico por los ojos, es lo primero que se comen, detiene el carro, descansa, piensa mientras mira de nuevo a su alrededor, todo es igual, el panorama, las montañas, el horizonte, como si no me moviera del mismo lugar después de tres días de camino, busco ver nada más que la figura de Nataniel, o de Josabet, o de Raquel en algún punto del paisaje para correr hasta ellos, unirnos a la caravana y seguir de nuevo, todos juntos, hasta el mar.

Simón estira del carro que se inclina a un lado, se hunde la rueda en la arena, se detiene, estira, vamos Simón, fuerza, adelante, ya no puedo gritar a las mulas, tengo que darme ánimo, el carro se inclina hacia el lado opuesto, se desplaza, se hunde la otra rueda en la arena, fuerza, arriba, adelante, ya no tiene la vara para azotar las ancas, se inclina hacia adelante, todo el cuerpo tenso, las sandalias desaparecen abajo de la arena, el carro se inclina, ahora mucho menos hacia izquierda y derecha, luego rueda ya con cierta facilidad por el arenal, sin caer en nuevos pozos.

Tal vez debiera alinear el peso, dejando caer parte del equipaje. ¿Pero dejar caer qué? ¿Lo que era de Josabet o de Nataniel? No, las cosas que son de Josabet y Nataniel, las cosas que son de Raquel. Nos hemos separado, pero en el pensamiento seguimos juntos. Estarán en la playa esperándome que llegue con el carro, para cruzar a la otra orilla. El carro no lo podremos llevar. Voy a quemarlo en la playa para no dárselo a los gentiles, carro pesado, después de todo, ruedas pequeñas que se atascan en cualquier piedra, fuerza, más fuerza, debo estirar, siguiendo adelante. Allá voy Nataniel, Josabet, Raquel. Ya llego, ya llego.

Al mediodía el campo de visión de Simón se ha trasformado. Sobre su cabeza siente que el sol está ahora en lo más alto del cielo y por lo tanto sus rayos le caen encima con todo el peso de su verticalidad. La luz le enceguece, de modo que sólo le resulta nítida una franja de campo que hay a su alrededor, que se va diluyendo a medida que se aleja, que va hacia el horizonte, para subir en forma de cúpula brillante, de luz intensa, adonde no puede llegar la vista porque los párpados se cierran, no se ve nada, como los ojos de mi familia, ya los voy perdiendo, casi estoy ciego como ellos, deambulando por el campo.

Jú-jú mula, arriba mula, fuerza, escucho mi grito. ¿Están allí los animales? Oigo su jadeo, primero mi voz, ¡mula!, ése soy yo, y ahora silencio, callo y escucho. No, ya no están los animales, están nada más que las moscas, un zumbido similar me llena la cabeza, fuera, fuera, moscas pegajosas, verdes, brillantes, negras, fuera.

Tal vez debería cantar, para darme ánimos. Pero es mi aliento el que se va, y me duele la garganta a causa de la sed que siento. Hasta el tragar mi propia saliva me resulta doloroso. Hijo, tráigame una taza de leche y pan, que hoy es viernes y ya oscurece, empezaremos a decir las oraciones, oh Dios, los gentiles han entrado en tu herencia; han profanado tu santo templo, han convertido a Jerusalem en montones de escombros, han derramado su sangre como agua, en derredor de Jerusalem y no hay nadie quien los entierre. La voz de Simón se extiende por el campo como un lamento que no alcanza a ser oración, ni canto ni quejido, sumándose al ruido de las ruedas y el carro que se estremece, que choca con las piedras, Simón estira maquinalmente de un lado, del otro, las ruedas resbalan sobre la piedra, el carro sigue adelante.

¿Quién quedó en Córdoba para enterrar a los muertos? ¿Quién enterrará a Nataniel, a Josabet, a Raquel? Pero por qué enterrarlos, quién dijo que están muertos. Eran tan terribles las armas de los gentiles. Se levantaron por la noche de la cama y se fueron a campo traviesa, camino del mar, guiados por su olfato, por su instinto, como sólo los ciegos saben oler y presentir las cosas. Sin tocar saben dónde está la mesa, dónde la silla, dónde estoy yo, cómo camino, si me duelen los pies, qué hago con las manos.

El sol le da ahora de frente, le quema los ojos que ya no ven más que el espacio donde se pondrá aproximadamente el otro pie y más adelante una vara. Luego empieza un límite de arena brillante que se levanta como una cortina ardiente, infranqueable, que va retrocediendo un paso cada vez que Simón adelanta uno.

¿Nataniel, Josabet, Raquel? ¿Quiénes son? Mi hijo, mi esposa, mi suegra. ¿Habla la Biblia de cómo comportarse con la suegra? Habrá que buscar en qué libro. ¿Y si nunca tuve esposa, suegra o hijo? Jú-jú mula, quiero escuchar mi voz, así grité desde que salí de Córdoba, dando golpes en las ancas de mis dos mulas que de pronto se murieron.

El sol primero se convierte en una esfera roja, de bordes imprecisos y termina por ocultarse rápidamente atrás de una línea que se vuelve negra y Simón no puede determinar si son las montañas, la prolongación del valle arenoso o el mar que desde hace tres días busca.

Arre mula, que ya cae la tarde, se viene la noche y descansaremos. Quiero escuchar mi voz. Su cuerpo se tensa en un esfuerzo tan grande que el carro marcha con mayor celeridad por espacio de algunos metros y por fin Simón cae en tierra y el silencio que le acompañaba crece y se le viene encima.

Se incorpora, mira hacia atrás y ve que el carro está  vacío, en él no hay un solo objeto, absolutamente nada, ni las ropas de Josabet, ni las mantas que cubrían nuestras camas, ni los baúles, ni la silla de Raquel. Lo habrá perdido todo en el camino, tantos tumbos dábamos.

Tendré que darles alguna explicación, cuando nos reunamos de nuevo. Pero con quién. ¿No serán ellos personas conocidas y que en esta soledad les hice mi esposa, mi hijo, mi suegra? Debo encontrarlos. Yo sé que me pertenecen y que me esperan. Ellos no han desaparecido, sólo las mulas, que están muertas.

Acostémonos a dormir. ¿Qué me espera esta noche? Y mañana al despertar, ¿con qué sorpresa me encontraré? ¿Estaré yo muerto y el carro habrá desaparecido? ¿O desapareceré yo y estará el carro muerto? Como las mulas, como Nataniel, como Josabet, como Raquel, vieja idiota, gritando en medio de la calle, sin salirse del paso, en medio de la avalancha de gente que huía. Simón se tiende lentamente al lado del carro, a pesar del fresco que comienza a llenar la noche, no quiere cubrirse, por si alguien viene, tomo el carro, engancho las mulas, sigamos el viaje que ya es tarde y debemos unirnos a la caravana.

Asunción, setiembre, 1974


 

 **



EL CONTADOR DE CUENTOS


A Rosa Ortiz y Roberto Cuevas
durmiendo al lado del arroyo.


Cierre la puerta, carajo, chiquilín endiablado y le arroja una leña a medio encender retirada ahora del fuego que se estrella contra la pared y salto procurando eludir los tirones que se esparcen por todas partes y algunas chispas alcanzan a quemarme el brazo. Emilio se queda quieto, las espaldas pegadas a la pared, saque las manos de la puerta, saque le digo que esta vez no voy a errar y la mano izquierda de Emilio lentamente comienza a abandonar la puerta que no logró abrir.

Cada vez que se enoja me trata de usted, pero nunca lo hizo con tanta violencia, con gestos pesados cruza la habitación, sin querer resignarse a pasar de nuevo la noche aquí encerrado, sabiendo que el pueblo y la gente están allí afuera y no poder imaginarme qué pasa, sin poder asomar la cara más allá del patio a través de las tablitas de la celosía o de alguna otra rendija, así desde hace semanas, vigilado siempre para que no pueda escaparme, encerrado entre estas paredes, no se pueden abrir las ventanas, no se pueden abrir las puertas, todo está trancado. Y a pesar del calor hay un poco de fuego prendido, se ven en la oscuridad pequeños puntos rojos, intensamente luminosos que aparecen por entre las cenizas, en el fondo de la chimenea.

Agustina con un hurgón atiza el fuego, coloca dos ladrillos en forma vertical a los lados y sopla con la boca hasta que surge una llamita y las leñas se encienden. De nuera va a hervir agua en la olla grande de hierro, el agua para tomar, estoy cansado del mismo gusto, a hierro, a ceniza, a leña y humo.

Cállese, cállese chiquilín endiablado y Emilio se queda tenso, esperando que su madre le arroje algo, cualquiera de los objetos que suele tirarle cada vez que reacciona con  tanto enojo. Pero esta vez no le tira nada, pone la olla sobre los ladrillos que hay parados de canto entre las cenizas, un poco por encima del fuego, llena de agua que habrá de hervir, luego la dejará enfriar antes de poder tomarla. Siempre el agua hervida. ¿Hasta cuándo? Además yo no soy ningún chiquilín endiablado, sino tu hijo. Y soy también un hombre, tengo ya diecisiete años.

A pesar de la hora, Isidro aún no ha regresado. No sé qué hora es, pero es tarde, pues ya me desperté dos veces y me dormí otras tantas y él aún no viene. Debe tener mucho trabajo. ¿Aún de noche? ¿Pero qué clase de trabajo tiene? Suba a su habitación, duérmase y no vuelva a hacer preguntas estúpidas.

Emilio cruza la sala, sus gestos son pesados, su andar es lento y antes de salir ve proyectada su sombra sobre la pared a causa del fuego donde ya burbujea el agua. Luego sube la escalera, lentamente, porque es el momento preciso en que puede suceder algo, tal vez se abran puertas y ventanas dejando entrar gente que viene a buscarme o bien que no haya nadie en la planta baja dejándome en libertad para salir y entrar cuando pueda y del modo que quiera.

Su habitación también tiene las ventanas cerradas y hay el olor rancio de los espacios cerrados y este silencio y esta soledad de hace tantos días, obligado a enfrentármela en todo momento, sin saber razones, todo queda a cargo de mi imaginación.

Cierra la puerta y no enciende la luz. Hace mucho calor para ello. Se sienta en la cama sabiendo que no va a acostumbrarse nunca a la oscuridad, tantas noches he probado hacer lo mismo y me quedo tendido en la cama con los ojos abiertos, perdido en la oscuridad, con tal desorientación que debo encender la luz o cerrar los ojos y procurar dormir. Se descalza buscando que los zapatos no hagan ruido al caer; se quita la camisa y los pantalones, se tiende en la cama sin retirar el cobertor. Todo está caliente y como si este encierro y este aire envejeciera las cosas con sólo tocarlas, hasta mi cuerpo, perdido en esta oscuridad y en este silencio. Ningún ruido llega hasta aquí.

Se contiene el aliento en este gesto de atención donde todos callan y aparentemente no se escucha ningún ruido hasta que las trompetas inician su parte, todas al mismo tiempo mientras el bombo y los platillos marcan con rigor y sin matices los golpes del tres por cuatro.

Después de los primeros compases del vals del segundo acto de «El lago de los cisnes», la gente que había esperado tan ansiosamente el inicio de la nueva interpretación, ladea un tanto la cabeza siguiendo el hilo de la melodía y reanuda su paseo por los senderos de la plaza.

La música va subiendo de volumen y las parejas que caminan con pasos lentos apenas hablan, los ancianos y las personas mayores están parados cerca de la rotonda en la que toca la banda o bien sentados en bancos. El contador de cuentos aprovecha este súbito interés por la música para desenrollar sus láminas, alisarlas con las manos, amarillentas, manchadas por el moho o la grasa, las hojas han sido ya tan manoseadas que se adaptan a cualquier posición, tantas veces han sido llevadas y traídas, envueltas, enrolladas, colgadas de un gancho para que todos quienes escuchan la historia las vean mejor, tantas veces ha contado este cuento, desde que tengo cinco años me acuerdo que todos los años es lo mismo, Emilio se vuelve con un gesto y se aleja de la banda que a sus espaldas mantiene sin variantes los golpes del bombo y los platillos marcando el ritmo del vals que suena duro, escuchalo, un, dos, tres, un, dos, tres, por la trasposición de los instrumentos de cuerdas a instrumentos de viento, también como el contador de cuentos, desde entonces recuerdo las dos cosas.

Miguela roza con un ademán imperceptible una mano de Emilio quien con un gesto de desagrado la evita, se mete las manos en los bolsillos, se alejan del centro de la plaza, están casi en una esquina a donde nadie llega, quince días llevás este mismo humor hasta me parece que estás tan maniático como el astrólogo con sus gatos, hubieras hecho con todos los pájaros una sombrilla que volara sobre tu cabeza protegiéndote del sol, aunque ahora la gente busca huir de la sombra para gozar de la mañana pues resulta agradable pasearse al sol que a esta hora se encuentra tibio, pero apenas entre volverá el frío intenso, sin embargo hasta donde llegan Emilio y Miguela no hay casi nadie.

Qué astrólogo ni qué mierda, ni qué manías. Desaparecieron como por un tubo misterioso pues en quince días no vi ninguno, no apareció ninguno en ninguna parte. Yo los cuidé, los alimenté, los limpié. De pronto nada, la puerta abierta, el candado roto, la jaula vacía, pero por qué, si no hacía mal a nadie, ni molestaba a nadie, ni competía con nadie. Y me venís a comparar con el astrólogo. Eso es suficiente. Vuelven sobre sus pasos, hacia la rotonda donde se encuentra la banda. Están ya muy cerca cuando quien toca la tuba da unos pasos saliéndose de la formación, su sonido se ha distorsionado tanto que todos los demás callan sin atinar a socorrer al compañero cuando a éste, sin soltar su instrumento, se le doblan las rodillas y cae de frente produciendo un ruido metálico cascado. Está muerto.

El padre de Emilio se acerca corriendo, el médico, que venga el médico, se abre paso entre la gente que ha formado ya un círculo alrededor, lo examina, levanta la cabeza hacia el director diciéndole está muerto, pide que lleven el cuerpo a la comisaría que está aquí cerca, atrás le siguen sus compañeros formados ya como cuando van en los desfiles tocando una música de tono lúgubre que Emilio no logra ubicar.

En toda la plaza se forman pequeños corros donde se hacen comentarios en voz baja, Emilio los va mirando hasta que su vista se encuentra con la del contador de cuentos, se turba ligeramente por lo imprevisto del hecho, sorprendidos cada uno de los dos en sus pensamientos, el hombre se apresura a señalar la primera lámina que está frente a sus ojos y la describe.

Entrando al dormitorio lo primero que se ve es la gran ventana y al abrirse da sobre el lado del lago. Desde allí se ve un patio cubierto de césped con una ligera pendiente que termina en una hilera de eucaliptos altos, delgados, y en seguida la franja de arena, la playa que se ensancha o angosta de acuerdo al nivel de las aguas del lago.

A la izquierda de la puerta, la pared está cubierta por un ropero que va de lado a lado y del suelo hasta el techo, de puertas anchas de madera negra lustrada. Al fondo, abajo de la ventana está la cama cubierta con una manta blanca de algodón y en la que un hilo más grueso traza de manera casi imperceptible tres grandes rombos que la cruzan longitudinalmente. Encima y contra la pared se han colocado numerosos almohadones de color.

 A la derecha hay una mesa con una silla donde Emilio suele estudiar y prepara sus lecciones e inmediatamente al lado, entre la mesa y la cama un mueble bajo con un tocadiscos en cuya parte inferior, colocados verticalmente en perfecto orden, hay una gran cantidad de discos.

En el centro hay una alfombra azul que ocupa casi todo el espacio libre. Y en las paredes (lámina tres) distribuidas con visible intencionalidad, fotos de distintos tamaños, en blanco y negro, de detalles del lago: un día apacible, el sol llenando el cielo, una rama negra quebrada rompe la simetría vertical y rítmica del pirisal, una ola en día de tormenta, la marca que dejó el agua en el viejo atracadero de piedra, la huella de la ola en la arena. Y en el espacio que hay entre la puerta y el ropero, en un rincón poco visible, hay una litografía antigua que compró en una casa de antigüedades de Asunción y a la que le colocó un marco de madera negra. Representa un pájaro en el centro y en las esquinas, detalles del mismo, como si fuera un estudio científico, con flechas y anotaciones en un idioma que nunca pudo determinar su origen (lámina cuatro).

Eso es todo.

En la lámina cinco, sin embargo, se puede ver a nuestro personaje dentro de la gran jaula en la que cría los pájaros negros cuyos huevos recibió de regalo de un anciano que visitó el pueblo.

La jaula está construida en el patio de la casa según lo indica el croquis (lámina seis). Está a unos veinte metros y se llega a ella saliendo por la cocina, en el lado opuesto a la entrada principal y defendida, por la construcción de la casa, del viento frío y fuerte que suele venir del sur durante todo el invierno.

La jaula es alta, mucho más alta que una persona, de modo que Emilio puede entrar perfectamente parado, y está rodeada de una fina malla de alambre extendida sobre seis postes de madera que forman un hexágono y la parte superior culmina en un techo, también hexagonal, de pendiente pronunciada, de chapas de zinc. La jaula fue construida abajo de los árboles, de modo que el sol de la siesta en el verano no haga sufrir a los animalitos.

Adentro de la jaula -señala el hombre con una varilla de madera lustrada, larga y puntiaguda- Emilio es fácilmente  visible porque va vestido de colores claros; pues le gusta vestir de blanco. Personalmente atiende a sus pájaros, cambiándoles el agua dos veces por día y limpiando los recipientes en que suele poner el grano, barriendo el piso de la jaula todas las mañanas para que no queden allí los excrementos ni los restos de comida que cayeron al suelo.

Para cada pájaro, que son dieciocho en total, hay un nido hecho de paja colocado adentro de una caja de madera, sostenidas las dieciocho a una altura prudencial de modo que los pájaros estén fuera del alcance de cualquier animal nocturno que pueda acercarse al lago a tomar agua y se sienta atraído por su carne tierna.

Emilio habla con cada uno de los pájaros que en orden y sin mostrar ningún temor, se posan en su mano, en su brazo y a veces en el hombro, les dice algunas palabras cariñosas, con un dedo les acaricia la cabeza, les rasca el cuello, los pájaros sufren un temblor de placer, un espasmo que les sacude todas las plumas y vuelven al nido o se posan en los pequeños columpios que fueron construidos allí, colgados del techo y su movimiento de vaivén les divierte.

Los pájaros (lámina siete) son negros, ligeramente más grandes que un gorrión, su plumaje es fino y desde la cabeza caen hacia los costados, como una cresta, delgados hilos rojos que se confunden con las plumas negras, dándoles efectos de destellos. El pico es afilado y largo, los ojos redondos y verdes y la cola termina en plumas parecidas a las de la cabeza, pero son más largas, anchas y rojas.

Las patas son cortas y abajo del plumón, también negro, esconden un espolón grueso, muy afilado que, al descubierto, les da a estos pájaros un aspecto amenazante, pero cubiertos, son aves de una candorosa inocencia. El hombre hace un alto en su relato para tragar saliva. Emilio levanta la cabeza y mira a su alrededor con un movimiento muy lento, volviéndola sobre el eje vertical de su cuello; y esto le da una visión aproximada de cuanto la rodea. Camina con pasos no muy largos, manteniendo un ritmo acorde con su gesto y ese aire de tranquilidad que le brota desde adentro. Al menos así lo siente.

Lleva las manos cruzadas atrás, a la altura de las nalgas y a veces juega con los dedos entrelazándolos. Va vestido con su traje blanco, la camisa blanca de tela hilada a  mano y una corbata ancha, de seda, dibujada en dos tonos de grises.

En el centro mismo de la plaza, adonde confluyen todos los senderos, hay un gran círculo de ladrillos rojos, oscurecidos por el moho fino y negruzco que crece a la sombra de los grandes árboles. Allí, como todos los domingos, está la banda de música y toca sin descansar.

Emilio siente que la música le causa un especial placer y considera las entradas a destiempo de algunos instrumentos, la desafinación de cobres y bronces y la falta de precisión de ritmo en algunos pasajes, como aquellas cualidades que le dan precisamente encanto a sus ejecuciones.

La misa terminó hace poco más de una hora y la plaza comienza a llenarse de gente. Emilio camina por los senderos abiertos entre el césped, cubiertos todos ellos por pequeños cantos rodados rojos que crujen, se mueven, se hunden cuando son pisados, y saluda con un movimiento de cabeza al encontrar gente conocida. Se detiene, hace bromas, escucha, hace comentarios, señala las dos nuevas composiciones que la banda sumó a su repertorio y ríe con ganas con los amigos.

Con este paso, este mismo ritmo, la alcanza a Miguela que se sobresalta ante su aparición tan sorpresiva, él le sonríe, se cruza adelante de ella, le da dos besos en las mejillas, cómo estás, por qué tardaste tanto y caminan siempre con el mismo aire perdido, tal vez no sea conveniente que nos vean juntos con tanta frecuencia porque tengo miedo que la gente comience a murmurar, y Emilio, no seas tonta, todos saben que somos amigos desde criaturas y nunca dimos oportunidad a nadie para que nos critiquen, tan correctos nos hemos mostrado siempre. Ni siquiera te tomo de la mano.

Me da miedo lo que estamos haciendo Emilio, me da miedo. La banda comienza a tocar el «Intermezzo» de «Cavalleria Rusticana» y los más viejos se acercan para escuchar mejor, porque merece la pena, escucharlo y dejate de pensar en tonterías, no seas miedosa. Tengo miedo de tener ojeras y que la gente me vea. Fijate lo que es esto, como si retrocediéramos en el tiempo, éste es el verdadero momento del pueblo, la plaza llena de gente, paseando después de la misa del domingo, la banda tocando en la plaza a la sombra de los árboles, aún faltan dos meses para que vengan los turistas y veraneantes a destruir la rutina, el paseo de los viejos, el encuentro de los noviazgos ya oficializados, el astrólogo sentado en un banco con sus libros y sus ochenta y seis gatos, pero no atiende consultas por ser domingo, el contador de cuentos con sus antiguas aguafuertes que ilustran las historias que cuenta a los niños que no las interpretan y a los mayores que no se entretienen. Éste es el verdadero tiempo, sentilo, pero sin cerrar los ojos porque hay que percibir la música abajo de los árboles, los senderos cubiertos de grava roja. La gente que camina con parsimonia, intercambiando saludos, cruzando sonrisas, acercándose a la banda cada vez que ésta se enfrenta con una composición musical con reminiscencias antiguas, sin percibir esos pequeños detalles, esos grandes errores que para Emilio constituyen su especial atractivo. Miguela se sienta en la punta del banco, absorta en el contador de cuentos que está parado al lado de sus láminas colgadas de un clavo que él mismo, hace tiempo, colocó en un árbol.

Esta lámina es de la primera muerte que data del mes de julio, en pleno invierno. Es miércoles por la mañana muy temprano y el pueblo está inmovilizado bajo la niebla que sube del lago y a pesar de ser las siete, aún no se ha despejado.

La mujer que reparte la leche en un pequeño triciclo a motor, acaba de dejar la ración acostumbrada frente a la casa de Emilio, que está en las afueras del pueblo. A ella se llega por el camino principal y luego se toma un camino de arena, bordeado de árboles, muy tranquilo y silencioso hasta que al final del mismo, cuando ya se ve el lago, se abre la puerta que conduce a la casa.

Después de entregar la leche, regresa al pueblo. Va muy despacio a causa de la niebla y enciende dos o tres veces el faro para iluminar el camino, pero le resulta inútil. Hasta tiene la sensación de que en ese sector, alrededor del haz de luz, la niebla se espesa. Sale al camino principal y ya regresa, cuando siente un repentino malestar. Detiene el vehículo, desciende y se aleja unos pasos. El césped está mojado, siente que sus zapatos se humedecen, nada más que por un momento, pues en seguida se le doblan las rodillas, cae al suelo y muere.

Gente que pasa por allí circunstancialmente, cuando la neblina se ha despejado ya y el sol apenas calienta, encuentra el cuerpo tirado y corre hasta la casa de Emilio, golpea, pregunta por el médico, viene el hombre con su maletín negro, pero toda velocidad es inútil porque cuando llegan al lugar la mujer que reparte la leche hace por lo menos una hora que ha muerto.

El médico carga el cuerpo en su automóvil y lo lleva a la comisaría donde lo tiende sobre una mesa en una habitación y lo revisa detenidamente (lámina treinta y cuatro). No comprendo, no comprendo, mientras le mira los ojos, busca en el cuerpo una señal exterior que explique esta muerte repentina sin encontrar nada. No comprendo, pueden ser tantas las causas y no tengo aquí elementos. Por las dudas, será mejor que se tire la leche que llevaba, que nadie la tome y se ponga en observación a las vacas del tambo donde ella trabajaba.

Toda la mañana analizando el cuerpo, y hasta la leche y las vacas sin encontrar nada. Papá tiene un arte especial para meterse en complicaciones. Y si todo esto no se puede explicar, la segunda muerte, la tercera muerte, todas las otras muertes, que vengan médicos de otra parte y nos eviten este problema, nos dejen de lado tantas conjeturas que corren por el pueblo.

Emilio está tirado en el suelo, sobre la alfombra azul, de cara al piso, se sostiene la cabeza en alto apoyando la barbilla en una mano y el codo en el suelo. Con la otra mano recorre los discos, leyendo sus títulos escritos en el lomo con letra muy pequeña. A veces se detiene en alguno, hace un gesto de quitarlo, pero luego sigue hasta el final y comienza de nuevo.

Hace ya un largo rato que busca un disco sin poder acertar cuál es el que quiere escuchar. Así, después del tercer intento se tira de espaldas sobre la alfombra y se queda mirando el techo donde las vigas negras, cruzadas por viguetas también negras y de madera, forman rectángulos blancos que Emilio se entretiene en contar.

Por las ventanas cerradas penetra la luz de afuera, y en el dormitorio hay una claridad muy gris, lo que parece aumentar la soledad y el silencio. Sobre todo el calor y el  olor a encierro, como si el aire se pudriera entre estas paredes, porque no puede salir, encerrados estamos el aire y yo desde hace tantas semanas.

Emilio entonces se incorpora, va al ropero, abre una de sus puertas y el espejo colocado por la parte de adentro le devuelve su imagen, allí parado, está en calzoncillos, su cuerpo largo, delgado, parece no pertenecerme, como si fuera un extraño, no sólo el aire y las cosas se van gastando, sino hasta yo mismo, pronto me voy a descascarar como esas casas abandonadas que hay cerca de la iglesia por la calle que baja al lago y que siempre me parecieron tan fantasmales.

Busca entre su ropa hasta que encuentra un pantalón corto, color celeste, se lo pone y abre con cuidado la puerta de su dormitorio, hemos aceptado todos el silencio, el encierro sin preguntarnos ni decir nada. Y las escaleras que van al piso inferior las baja con gestos elásticos de modo que sus pies descalzos no rompen el silencio de la casa en la que sólo se escucha el leve chisporroteo del fuego que hay encendido siempre en la chimenea, a pesar del calor, y el agua que hierve en la olla negra de hierro. De afuera no llega ningún ruido.

En la sala hay la misma luz que en su dormitorio y hasta casi el mismo olor, si no fuera por el perfume penetrante que tiene la leña que se quema en la chimenea. Los sillones (lámina cuarenta y cuatro) están tapados por fundas blancas y la alfombra fue enrollada y colocada contra una pared. Y sobre una mesa baja, hay un montón de revistas ajadas de tanto haber sido hojeadas, manoseadas en un montón de horas de aburrimiento que ahora no quiero calcularlas porque seguro que serán muchas más de las que me imagino y muchas menos de las que pienso haber pasado aquí.

Al abrir la puerta de la cocina, su madre que está aquí se sobresalta y emite un pequeño quejido, pero inmediatamente se enfrasca de nuevo en su trabajo, lo siento, no quise asustarte, sólo vine a tomar agua y saca de la heladera el agua que sabe fue hervida y se le adelanta su gusto insípido, le falta algo, algún componente, daría cualquier cosa por tomar aunque sea agua contaminada que tenga gusto a algo y ya sé que no debo quejarme, que las cosas deben ser así, que no debo protestar, pero este encierro, me produce un cansancio desesperante.

Emilio deja el vaso en la pileta de lavar los platos y le mira de reojo a su madre que sigue ocupada en mezclar huevos, harina, sal y un chorrito de aceite, de nuevo está llorando, ya no me quejo, ya no digo nada, lo siento tanto y me vuelvo a mi dormitorio, sale cerrando la puerta a sus espaldas con mucho cuidado y regresa a su habitación.

El ropero sigue abierto y frente al espejo vuelve a quedarse en calzoncillos mientras se mira y trata de reconocerse pues el color que le dio el sol se le está yendo, de nuevo su piel se está poniendo blanca, sólo falta que también se me caiga la piel, como las casas en ruinas, lo decía y para qué me sirve si nadie me ve, si no puedo darme a nadie, qué estará haciendo Miguela, no puedo imaginarme en este sitio su presencia.

Cierra la puerta quitándose de adelante su propia imagen y vuelve a tirarse en la alfombra, frente a los discos cuyos lomos recorre de nuevo, buscando algo que me dé la sensación de estar vivo, nada que huela a muerto, ni que sea viejo ni antiguo.

En este momento se puede gritar, o cantar, o decir cualquier cosa sin que se pida silencio. Podemos escuchar todos los discos que queremos, sin que se nos obligue a bajar el volumen. No importa que hagamos ruido o no, si total no hay una sola persona en la casa, le toma de la mano y la lleva escaleras arriba, subí, subí sin miedo, que no pueden vernos, ya te dije que no hay nadie en la casa ni tampoco puede llegar alguien en este momento. Estamos bien seguros.

Emilio repite estas palabras por decir algo ya que Miguela le sigue sin poner resistencia, aun cuando al llegar los dos al piso superior se detienen por un instante, en silencio, y miran hacia el piso inferior con un gesto de alerta, dispuestos a escuchar el más pequeño ruido que les haga desistir de sus propósitos. Sin embargo, no hay ningún otro que aquellos propios del domingo por la mañana.

Nadie, te dije que no hay nadie, mientras entran al dormitorio, porque todos a esta hora van a misa y están en la iglesia, y una vez adentro, después de cerrar la puerta, Emilio se inclina sobre ella y la besa en una mejilla, cerca de la oreja y después en el cuello.

Emilio, su voz, aunque no es fina suena en el límite de la fragilidad, Emilio, a punto de quebrarse por la emoción, el llanto o la turbación, estamos haciendo una locura, en tu propio dormitorio, a la mañana, mientras entra la luz del día, un domingo. Todos se van a dar cuenta, van a encontrarnos, ¿y qué explicación daremos?

Sin escucharla, Emilio se quita la corbata, se abre el cuello de la camisa y deja el saco sobre la mesa en donde hay un libro abierto, dos lápices y una hoja de papel en la que se han garabateado dibujos, muchos de ellos sin sentido y algunos trazados al azar (lámina dieciocho). Se puede ensuciar allí tu saco blanco, no te preocupes más, no te preocupes tanto por todas las cosas, y si se ensucia paciencia, se lava, y si se rompe, paciencia, se tira, y si se dan cuenta, paciencia, qué le vamos a hacer, después de todo no van a matarnos.

Miguela se acerca a la ventana y cierra las celosías porque hay mucha claridad y quiero que la habitación esté a oscuras pero como se filtra una luz tenue, amarilla por los espacios que dejan entre sí las innumerables tablillas también quiere cerrar las cortinas. Entonces la habitación quedará totalmente a oscuras y voy a perderme y quiero verte, no tengas vergüenza de mí, Miguela, ¿acaso no estoy yo también desnudo? y no me oculto, mírame porque tiene que gustarte como a mí me gusta verte.

Se acuestan en la alfombra, se besan, se acarician en la luz amarillenta de la habitación, tenemos que apurarnos, Emilio, tenemos que apurarnos, ¿por qué?, vamos despacio, tenemos tiempo, en este momento recién debe estar comenzando la misa y el sermón del cura es siempre muy largo. Hasta vamos a tener tiempo de hacer el amor dos veces. Dos veces, dos veces Emilio, ahora ya no me importa, y si nos descubren, paciencia.

Emilio le apoya una mano en el hombro a Miguela que se sobresalta, le mira extrañada, preguntándole qué pasa, vamos a dar otra vuelta, quiero seguir caminando, nada más que un momento, ¿acaso no estás cansada de escuchar todos los años la misma historia, cientos de veces?, es nada más que un momento, el contador de cuentos no aparta los ojos de ellos molesto por el cuchicheo ya que hasta cambia de tono de voz y se vuelve dramático para narrar la tercera muerte que no fue sino un mes más tarde, ya en pleno agosto, una de esas siestas desagradables, de mucha humedad y con sol. Es un día de invierno caluroso, la ropa se pega al cuerpo y parece sucia a pesar de que no se suda.

Se dan todas las características de cuando está a punto de llover y cambiar el tiempo, así como cuando se espera una gran tormenta. Pero ello no sucede. Hace cuatro días que las condiciones se dan con regularidad y la gente se pone fácilmente de mal humor.

Un trabajador va de la carpintería a una casa donde debe reparar una ventana que se ha desvencijado. Es una casa de gente que vive en Asunción y sólo la utiliza los fines de semana o bien en el verano. Es viernes, en una mano lleva un valijín de madera barnizada, y atravesándolo longitudinalmente sobresale la hoja de un serrucho como suele suceder con las cajas a medio aserrar de los magos.

Al pasar por la panadería compra un bollo y lo va comiendo por el camino que pasa cerca del lago cuando siente su primer síntoma de malestar. Da otro bocado de mala gana y pensando que es la comida, arroja muy lejos de sí el pedazo que le queda en la mano. Busca entonces la sombra de un árbol por si es el sol, pero antes de llegar cae al suelo y muere (lámina cuarenta).

A lo lejos lo ve un botero que está limpiando una embarcación y su primer pensamiento es que el hombre está borracho. Piensa no acudir, pero al ver que no se mueve, se acerca, y al notar que está muerto no quiere tocarlo y da gritos a gente que pasa a lo lejos, diciéndole que dé parte a la comisaría que el carpintero está muerto.

Al llegar a este punto el contador de cuentos hace un alto para medir el grado de tensión que hay en el silencio guardado por el auditorio. En el fondo la banda ejecuta una composición con largos silencios y sigue en cierta manera el interés de su relato. Busca entonces la siguiente lámina y evidentemente hay una confusión ya que tiene ante sí la que describe a Emilio abriendo una puerta y le da de lleno el viento frío que viene del lago. Luego corre por el césped  donde brillan las gotas de rocío que el sol, aún muy débil, no ha logrado hacer desaparecer (lámina veintiséis).

Lo último que escucha que su madre le grita es que llegará tarde a misa, como todos los domingos, no te preocupes, yo los alcanzo después en la iglesia, no voy a llegar tarde, sino justo en punto, tal vez así se tranquiliza y me deja libre, no te entretengas demasiado con esos pájaros inmundos, sí, sí, no se preocupen por mí. No se preocupen, claro que voy a ir a la iglesia pero a buscarla a Miguela y traerla a mi dormitorio, sin que nadie se dé cuenta, sin que nadie lo sepa, sin que nadie se imagine que estoy repartiendo mi vida entre ella, mis pájaros, mis discos y mis fotografías.

Emilio lleva una caja de cartón con las semillas que comen los pájaros y que le dejó el hombre que le regaló los huevos y al cual conoció en el hotel del pueblo. Además un plato con pequeños trozos de carne molida y sosteniéndola bajo el brazo la escoba para hacer la limpieza que lleva a cabo rigurosamente todos los días.

Da vuelta a la casa por la parte de atrás, llega hasta la jaula y encuentra la puerta abierta, no puede ser, nadie puede haberla abierto, sólo yo que tengo la llave del candado, no puede ser, yo tengo la llave, los pájaros son míos, yo los crié, yo los alimenté, no pueden haberse ido. Emilio entra a la jaula, deja las cosas en el suelo y mira hacia arriba. En lo alto hay un solo pájaro que gira la cabeza, nerviosamente, hacia un lado y otro, uno solo se ha quedado, y el resto tiene que estar por aquí cerca, porque son míos, nadie puede haber abierto la puerta y el pájaro que está en lo alto de la jaula agita las alas, pasa por encima de su cabeza, tan cerca que Emilio cree sentir el batir de las alas, y escapa por la puerta. Emilio lo sigue, porque debe ir adonde están todos los otros, adónde vas, imbécil, adónde vas, que nadie te va a cuidar mejor que yo, pero el pájaro está ya lejos y vuela por encima del lago en dirección del pueblo.

Emilio se queda mirándolo absorto, tanto que las últimas palabras no las ha captado, sino como un ruido lejano sin significado y se vuelve a Miguela peguntándole qué dijo y ella le hace una señal con la mano pidiéndole que guarde silencio. La toma entonces de un brazo haciéndola salir del grupo y cruzan la plaza dirigiéndose hacia el hotel, estaba ya cansado de estar allí, perdiendo el tiempo, no nos hubiéramos apurado tanto en casa, hubiéramos podido aprovechar mucho mejor la mañana, cruzan la reja, el patio y van a la heladería, yo quiero de chocolate, no seas insaciable, estuviste anoche en casa, y esta mañana, fuimos a la tuya, ¿no te vas a dar por satisfecho nunca?

Así, vuelven caminando lentamente a la plaza, ya sin hablar, Miguela quiere seguir escuchando la historia, pero si ya la sabemos de memoria, siempre es la misma cosa, no, no es cierto, pues continuamente está cambiando los detalles y eso lo hace más interesante.

Llegan cuando el hombre coloca la lámina cuarenta y nueve que describe uno de los últimos intentos que realiza Emilio para escapar de la casa. En la anterior se ve cómo baja por las escaleras sin hacer ruido, aprovecha que la madre está ocupada en avivar el fuego de la chimenea donde habrá de colocar de nuevo la olla de hierro en la que continuamente hierve el agua.

En esta ilustración se ve ya la fuga frustrada. Emilio parado al lado de la puerta está recostado contra la pared, una mano apoyada en ella, la izquierda aún sobre la tranca, no tuvo tiempo de retirarla.

Su madre, parada en medio de la habitación, el pie izquierdo al frente, el otro atrás, le arroja con fuerzas una leña encendida que se estrella un poco por encima y a la izquierda de Emilio, entre él y la puerta, mientras saltan a los lados tizones encendidos.

El cuerpo de la mujer que está alrededor de los cuarenta años, y aún mantiene su flexibilidad lo tiene pronunciadamente echado hacia adelante, la pierna izquierda flexionada por la rodilla, conserva todavía el brazo derecho rígido lanzado hacia Emilio a pesar de haber arrojado ya la leña. Lleva el pelo muy corto peinado sobre la nuca y, aunque siempre mostró un aire severo, adusto, ahora se la nota envejecida y doblegada por el largo encierro en el que ella debe afrontar todas las tareas de la casa y se siente mortificada al presentir que está envuelta en la historia.

La cara de Emilio trasluce el susto que le causa el verse sorprendido en su intento de fuga y sobre todo al comprender que su madre le arroja la leña encendida que comienza a desintegrarse encima de su cabeza.

Entre los detalles de la lámina saltan a la vista el grueso pasador de hierro que tranca la puerta por el lado de adentro, el polvo fino y oscuro que se ha depositado sobre todas las cosas y que el abatimiento de los habitantes de la casa no permite limpiar, además del envejecimiento que hay en la forma de vestir de los personajes (lámina cincuenta).

El contador de cuentos comprime cada vez más sus silencios a medida que crece la tensión de la historia y en él corro que le rodea ya no se escuchan cuchicheos y la gente no cambia de posición con tanta frecuencia. Los niños están sentados en el suelo, los mayores en los bancos cercanos y otros permanecen de pie los ojos fijos en las láminas, sin tener en cuenta a quienes pasean por los senderos de la playa y los integrantes de la banda, que siguen llevando crespón negro en sus instrumentos en recuerdo del compañero muerto, aun cuando ya tienen un integrante nuevo que toca la tuba, están pendientes del director, batuta en alto, a punto de darles la orden para comenzar una nueva ejecución.

El segundo movimiento del Concierto para Orquesta de Bela Bartok se inicia con unos pocos compases a cargo de un instrumento de percusión. Luego van apareciendo en pares y en forma consecutiva los fagotes, los oboes, los clarinetes, las flautas y por fin las trompetas con sordinas. Al fondo se escucha primero el golpe del bombo y luego, siempre en segundo plano, los instrumentos de cuerdas, pero sin restar nunca primacía a los de viento, cuando de pronto, como si el director dejara caer flácidamente los brazos a los costados, el sonido languidece gradualmente, decae y el tocadiscos se detiene.

Emilio mira a su alrededor, el aparato está apagado, prueba el interruptor una, dos veces, se ha cortado la corriente eléctrica. En la oscuridad va a tientas hasta la puerta, la abre y se dirige hacia la escalera, ¿qué pasó, quién apagó la luz? Abajo está su madre que ha encendido ya una vela, pienso que fue ella, tan cansada está de mis discos, hoy me gritó tres veces que pusiera más despacio la música, y si no escucho música voy a terminar volviéndome sordo en este encierro, en este silencio.

Se cortó la luz, no sé si debe ser nada más que en casa o en todo el pueblo, aunque acabo de revisar los fusibles y todos están bien, tenemos que esperar Agustina y mientras tanto arreglarnos como podamos, Isidro se dirige a Emilio que sigue parado en lo alto de la escalera, con su pantalón celeste corto, sería bueno que te vistieras para bajar a cenar, no quiere decir que por observar estas medidas de seguridad, por si es una epidemia, te vuelvas un salvaje.

Sí, papá, voy a vestirme, en la voz de Emilio hay una aceptación fatalista, sin embargo no lo hace, baja las escaleras, pues vestirse significa buscar una ropa adecuada y todo está oscuro, como la ropa que se lava y se seca en la sala, en la cocina, se la tiende en cualquier lado y esta reclusión, la falta de sol y aire, le han dado un color triste, a veces gris, a veces amarillento, al tiempo que todo se ha impregnado de este olor a encierro que hay por todas partes, no quiero vestirme así, no vale la pena.

Cierro los ojos y se forman ante mí dos bóvedas negras, de oscuridad, donde viajan enormes manchas rojas, se alejan, se acercan, a veces estallan y se derraman sobre mis ojos, no quiero abrirlos, me duelen, tengo miedo que se hayan quemado bajo este sol del mediodía. Miguela, estoy ardiendo, dejame entrar bajo la sábana de tu cama.

Miguela no está, estoy solo, inmovilizado en medio del lago, sin fuerzas para bajar de nuevo del bote, zambullirme en el agua, colgarme de la borda y aprovechar esa pequeña, diminuta sombra que se forma entre la canoa y el agua.

Con una mano entonces, se moja la cabeza, la cara, mantiene un rato largo la palma cargada de agua adelante de los ojos, hasta sentir que el calor de los párpados y la presión alivian, luego se moja el cuerpo, pero sin tocárselo directamente pues el sol le ha quemado y toda la piel le duele.

Emilio está semidesnudo tirado en el fondo de la embarcación, dormido por el cansancio o en estado de semi inconciencia por la insolación, el bote permanece inmóvil en la quietud total de la superficie del lago.

Después de escapar de su casa, Emilio tomó un bote y, desafiando el viento y la tormenta de la noche, procuró cruzar el lago, la única vía segura de escape que tenía (lámina sesenta y dos).

Durante muchas horas luchó por ganar la otra orilla teniendo en su contra no sólo el viento, sino también el oleaje, haciéndosele pesado ir en contra de estos dos elementos, además de soportar la persistente lluvia (lámina sesenta y tres).

En esta lucha pierde los remos (lámina sesenta y cuatro) y se queda a merced del oleaje sin poder dirigir la embarcación que es arrastrada hasta el centro del lago. Allí le sorprende el día (lámina sesenta y cinco) cuando la tormenta cesa, sale el sol y sobreviene una calma absoluta.

Toda la mañana permanece aquí, zambulléndose de tanto en tanto, hasta que la fatiga es más fuerte que él y se abandona a su suerte. Además, ningún pescador ha salido al lago, nadie lo navega, en el pueblo todos están muy ocupados enterrando a sus muertos (lámina sesenta y seis) o sumidos en el dolor (lámina sesenta y siete).

El sol comienza a secar sobre su cuerpo el agua con que buscó refrescarse hace un momento, fue peor, no debo repetirlo, escapé de aquello y tendré que morir aquí achicharrado. Sé que el lago tiene una pequeña corriente que se dirige hacia el oeste, por lo tanto navego, muy lentamente, es cierto, pero tengo que moverme, espero poder llegar a algún lado seguro antes que termine conmigo el sol, antes que me quede ciego definitivamente.

Se incorpora y mira por encima de la borda, nada más que un círculo brillante, como un pequeño horizonte a su alrededor, una línea de luz más allá de la cual no se sabe si se prolonga el lago, si está la playa o el pueblo, nada más, me arden los ojos, tan secos los tengo que ojalá pudiera tener algunas lágrimas.

Se deja caer de nuevo, de cara al fondo del bote, siento que me adormezco, no, no es sueño, me alejo, simplemente me alejo, qué hermoso es ir perdiendo el sentido de las cosas, las sensaciones de mi cuerpo, hasta de lo que me sostiene. Ahora me voy, que nadie me detenga, estoy tan lejos. Un suave golpe le despierta pero no desea abrir los ojos, ahora hinchados bajo los párpados, siente su redondez, el dolor que le causa lo secos que están. Pero un aire fresco le llama la atención, quiere decir que ya no estoy al sol y abre los ojos lentamente.

Encima de su cabeza ve la copa de un sauce llorón y el cielo está tan azul como se pone después de un rato que entró el sol. Recorre con la vista, lentamente, las ramas del árbol, entonces quiere decir que la corriente me llevó hasta la otra orilla. Es cuando ve que en una rama hay dos pájaros negros observándole, volvieron, no podían dejarme, piensa, no puede hablar tan dolorido se siente.

Los pájaros permanecen inmóviles (lámina sesenta y ocho) Emilio se duerme, mientras tanto cuídenme, hasta que me ponga bien, pues todo está destruido y debemos comenzar de nuevo en cualquier otro lugar.

Miguela está con los ojos muy abiertos fijos en la lámina que ejerce sobre ella un fuerte poder de atracción, tanto que no percibe que el hombre se ha callado y le pide que se retire un poco más atrás ya que está tapando a los chicos sentados en el suelo. Entonces Emilio se inclina sobre su hombro y le habla al oído.

Abrime, abrime por favor un minuto nada más, la boca pegada a la ranura central, habla en voz baja esperando que Miguela pueda oírle desde adentro, después que la despertó golpeando el cristal con una piedrita que recogió en la calle mientras venía.

Miguela, del otro lado, le mira haciéndole señas de que está loco y le pregunta qué quiere o eso es lo que le da a entender moviendo los labios de manera muy pronunciada y por fin abre la ventana sintiendo que entra una ráfaga de aire frío.

Dejame entrar nada más que un rato que quiero hablar contigo, justo a esta hora, no sé para qué viniste ni qué pretendés, estás loco, me da miedo lo que estás haciendo, sin embargo me deja entrar o por lo menos no se opone cuando me trepo a la ventana, paso primero la pierna derecha, luego la izquierda y entro.

Afuera hace mucho frío, Emilio cierra la ventana, por eso te pido que me dejes entrar aquí un rato, no voy a hacerte nada, no tengas miedo, no voy a hablar fuerte de modo que nadie se despierte, nadie sabe que estoy aquí, nadie va a saberlo nunca, te pido que me perdones todo lo que estoy haciendo.

Emilio se sienta a los pies de la cama, Miguela hace lo mismo, pero en el sitio en que estaba acostada, recoge las piernas sobre el pecho y se cubre con la manta mientras le mira a Emilio que ahora se encuentra indeciso, perdió todo el ánimo de hace un momento cuando golpeó la ventana y por fin la empujó y entró sin que ella le dijera nada.

Son más de las doce y hace rato que nadie transita por las calles, no sólo por la hora sino también a causa del frío y la llovizna que comenzó a caer al mediodía, sin embargo vos viniste, hasta aquí, desde tu casa, caminando, no, en bicicleta, está allí afuera, nadie se dio cuenta, estuve hasta ahora sin poder dormir, dando vueltas en la cama, estás loco, estás loco. ¿Y si papá se despierta?

Emilio se reanima entonces, se vuelve hacia ella poniendo una pierna doblada por la rodilla sobre la cama y están cerca, su mano sobre el pie de Miguela que lo siente abajo de la manta, donde debe estar tibio, abrigado, como todo el resto de tu cuerpo, dejame entrar abajo de la manta y estar contigo en la cama porque tengo frío.

Miguela no contesta y le mira fijamente a Emilio que está frente a ella, muy cerca, tiene el gesto suavizado a causa de la luz que se filtra a través de los visillos de encaje filet donde han bordado ramos de flores en un florero. El pelo largo, lacio, con iridiscencias rojizas le cae sobre los hombros, los ojos claros tienen un aire de tristeza. La mano de Miguela sale de entre las sábanas y busca la mano de Emilio, está muy fría, tiembla ligeramente, no digas nada, no me preguntes tampoco porque no sé cómo me siento en este momento, estás confundida, porque ¿qué te decidió venir así esta noche, si sólo somos amigos?, amigos de toda la vida, nos llevamos siempre muy bien, ¿no te parece razón suficiente para venir y pedirte que me dejes estar contigo abajo de la manta? Miguela, yo también estoy temblando.

Entonces Miguela le pasa la mano sobre el pelo, ordenándoselo a los lados y luego se inclina hacia adelante y roza con sus labios la boca de Emilio. Él, como si esperara esta señal, se desnuda sin dejar traslucir su nerviosismo y se queda parado al lado de la cama, un instante, hasta que Miguela le abre la manta y le indica que entre. Le ayuda entonces a deshacerse del camisón y siente bajo sus manos su cuerpo tibio y lo aproxima al suyo, mientras la besa, la acaricia, lentamente, no tengas miedo, no te preocupes Miguela, no ahora que tenés que ayudarme, por favor, es la primera vez, vos siempre supiste más cosas que yo, pero ahora vamos a tener que descubrir juntos todos los secretos.

Aparece entonces una lámina que, equivocadamente fue traspuesta, está dividida en cuatro cuadros y describe la huida de Emilio de su casa, pasada ya la medianoche. La anterior a ésta describía cómo después de acostarse no logró conciliar el sueño, y las horas que pasó en su cama dando vueltas sin poder dormir.

Hacia la media noche, abre la ventana cuidadosamente, como se ve en el primer cuadro. Toda la tarde hubo tormenta y ahora queda soplando un viento sur muy frío mientras cae la llovizna en forma continuada. En la ilustración se ve que Emilio ha abierto la ventana y con trozos de madera crea pequeñas trancas para mantener las distintas hojas abiertas de modo que el viento no las golpee y despierte a sus padres que no sospechan su actitud.

En la segunda lámina, Emilio sale por la ventana. Está colgado del alféizar, las piernas ligeramente abiertas por causa del esfuerzo y mira hacia abajo midiendo la distancia que debe saltar. Contrariamente a su costumbre, ahora viste de oscuro para no ser visto en la noche y pasar mejor desapercibido aun cuando no piensa ser descubierto a causa del mal tiempo que hay esta noche.

En la tercera lámina Emilio acaba de saltar, está aún en la posición que cayó, el cuerpo encogido sobre las rodillas y con cuyo movimiento amortiguó el golpe y el ruido. Con un pie ha roto uno de los malvones que su madre colecciona en el jardín pero Emilio aún no lo advierte, los brazos ligeramente separados del cuerpo, como las alas de un ave a punto de volar, acompaña así todo su gesto.

En la cuarta y última lámina aparece Emilio alejándose de la casa, corre ligeramente agazapado buscando así empequeñecer su volumen de modo que su cuerpo, aún vestido de oscuro y muy difícil de distinguir en la noche sin claridad alguna, pase desapercibido, por si alguien, algún curioso, alguna persona inoportuna, pudiera verle. Al fondo aparece la casa, una de las pocas ilustraciones que la muestran por el lado de afuera y donde se ven las dos plantas, el muro alto que termina en una imitación de almenas y las dos  torres en que culmina por un lado la casa y que contiene en su centro la puerta principal de entrada. Emilio es esa mancha negra, acurrucada, que aparece entre los dos eucaliptos y al fondo, el lago con olas muy encrespadas a causa del viento y la tormenta.

El primer ruido es como un trueno prolongado, que se extiende por un momento en la noche, pero que en vez de producirse en el cielo, se estrella a lo largo de la casa. Emilio se levanta de la cama de un salto ante la sorpresa del ruido, abre la puerta de su dormitorio y baja las escaleras dando saltos.

¿Qué pasa? ¿qué es ese ruido?, sus padres están parados mirando hacia el lado de donde vino el ruido, los cuerpos tensos en su gesto de atención y de espera cuando se produce el segundo, aunque ya no tan firme y homogéneo como el primero, sino en forma más desordenada. Emilio, quedate tranquilo, parece que están apedreando la casa, Emilio también se detiene y oye las piedras estrellarse contra las paredes, las puertas cerradas que crujen, las celosías que protegen los vidrios, ninguno se rompe.

Voy a traer la escopeta, Emilio sube de nuevo dos escalones cuando su padre le detiene, no traigas nada, y menos armas de fuego, no sabemos quiénes están allí afuera, ni qué quieren ni por qué lo hacen. Van a matarnos, Isidro, quedate tranquila mamá, ya se van a ir, total no pueden entrar, antes tendrían que romper todos los pasadores de hierro que trancan puertas y ventanas.

Agustina, quedate tranquila, y la mujer se sienta en un sillón, oculta la cara entre una mano y el respaldo para llorar primero en silencio y luego se vuelve más nervioso su llanto hasta que siente la mano de su marido apoyándose en su cabeza, pidiéndole calma, tranquilidad Agustina, no corremos ningún peligro, y para demostrártelo voy a salir a hablar con ellos. Isidro, no salgas, le detiene tomándole de un brazo, el hombre se vuelve hacia ella, la calma, la tranquilidad debemos mantenerla, otra cosa no podemos hacer.

¿Qué busca esa gente?, ¿por qué nos acosa?, ¿qué culpa tenemos de todo lo que sucedió?, Emilio lentamente comienza a regresar a su dormitorio una vez que los ruidos de las piedras empiezan a disminuir y luego cesan por completo.  Afuera se ha hecho de nuevo el silencio. Nada, nada tenemos que ver, el único error debe ser que yo como médico, no puedo explicar las causas de sus muertes y por lo tanto no puedo curarles, cómo explicarles que nosotros no tenemos la culpa ni de que se mueran ni de que sea imposible salvarles.

Es cuando el pueblo llega a la casa, decidido a matar los pájaros negros de Emilio después de atribuirle a estos animalitos una relación con la muerte de los pobladores que nadie puede explicar (lámina sesenta y uno).

En láminas anteriores se ven las tres noches consecutivas que el pueblo se acercó a la casa para apedrearla, después de haberla dejado sin luz ni agua.

Al cuarto día, ya no se detienen los pobladores frente al edificio y llevando faroles buscan forzar puertas y ventanas, pero ante su sorpresa descubren que la casa está abierta (lámina cincuenta y nueve) y su interior está totalmente abandonado (lámina sesenta).

Se dirigen entonces a la jaula y éste es el momento que describe la lámina sesenta y uno. Es un grupo grande, difícil de contar las cabezas porque el dibujo se vuelve difuso a los costados ya que el ilustrador quiso además describir el efecto causado por la luz de los faroles, el deslumbramiento que hay en el centro y la oscuridad que va aumentando hacia los bordes. Hay hombres y algunas mujeres, no todos llevan faroles, pero sí los necesarios para iluminar la escena. Algunos van armados de palos y dos o tres llevan escopetas. Están en este momento parados todos frente a la gran jaula hexagonal, la puerta abierta y adentro no hay ningún pájaro, algunos de los columpios están rotos y en los nidos construidos con paja adentro de cajitas de madera hay desorden y se nota que el lugar hace tiempo fue abandonado.

El piso de la jaula está sucio, hay hojas secas, tierra y papeles manchados de barro que arrastró el viento. Y un detalle curioso, entre la basura se ven dos sapos sorprendidos por la llegada de tanta gente y la repentina claridad. La puerta está totalmente abierta y abajo se ve que a su alrededor ha crecido el césped y alguno que otro arbusto se ha enredado en la malla del alambre, señal de que la jaula está abierta desde hace ya algún tiempo.

Los ojos grandes, brillantes, desorbitados de los sapos le atraen poderosamente la atención y Emilio se queda mirándolos fijamente, mientras a su alrededor la gente ha comenzado a dejar billetes en una caja de madera, sucia, con la pintura descascarada, pero él no cae en la cuenta, hasta que el contador de cuentos comienza a liar sus láminas. Primero las plancha con las manos, busca que todos los bordes estén iguales, pero no se preocupa en ponerlas en el orden correcto, por eso cada vez que escucho sus cuentos me parecen diferentes porque algunas escenas cambian de sitio y entonces creo que tienen significados distintos. Emilio no le responde, son ya los últimos, saca un billete y lo pone en la caja de madera mientras el contador de cuentos hace un rollo con sus láminas y las ata con una cinta de seda cuyo color va del negro al azul sin olvidar el verde oscuro.

La toma entonces a Miguela por un hombro y caminan hacia el hotel, es mucho dinero el que le das a ese hombre, Emilio está muy distraído, después de todo vive de esto, caminan lentamente, apenas saludan y aunque es cerca del mediodía sopla una brisa moderada y fresca, la gente hace ya planes para el almuerzo, podrías venir a comer en casa, tengo miedo que hayamos dejado algo en desorden en tu dormitorio y se den cuenta que estuvimos allí esta mañana.

Entran al hotel donde los mozos están poniendo ya las mesas, hay ruido de platos y cubiertos, mejor te venís vos a la mía, porque después de la comida se van todos a jugar a las cartas y nosotros vamos a poder dormir la siesta. Piden dos helados, se sientan en una mesa, estás extraño, Emilio no le dice nada y mira el lago que se ve a través de los árboles y las hojas de las agaves que rompen la monotonía del césped del jardín. ¿Me escuchaste? Emilio vuelve sorpresivamente la cabeza, arrancado de sus pensamientos para ver que en la mesa de al lado, un hombre anciano acaba, de abrir una caja. Es de metal niquelado y tiene un dibujo encima, en relieve de las ramas y hojas de una enredadera, trazando complicados diseños. Adentro está forrada de terciopelo azul y posee numerosas divisiones. En cada una de ellas hay un objeto, Emilio se incorpora para verlos más de cerca. El anciano le mira y desliza la caja sobre la mesa para que vea mejor su interior, fantástico, son perlas con dibujos encima, nunca las había visto. El anciano retira uno    de esos objetos, lo pone en la palma de la mano, son huevos blancos con manchas negras, grises, marrones y violáceas, son huevos de un pájaro hermoso y tengo que regalarlos ya porque se cumple el tiempo y pronto comenzarán a romperse. Emilio no puede ocultar la fascinación que le causa todo aquello, no puedo aceptarlo como regalo, por más que lo quiera, es muy valioso. Hasta que el anciano cierra la tapa, la asegura con una pequeña llave que se la entrega a Emilio, luego la caja, acéptela por favor, pues esta misma tarde debo tomar mi avión, ya he viajado mucho con esta caja y es hora que cambie de dueño. Emilio toma la caja con una mano, la otra la pasa por encima del hombro de Miguela y el anciano se queda mirándoles mientras salen del hotel, van hablando, esta siesta me voy a quedar en casa, si querés podés venir a almorzar conmigo, todavía no sé lo que se puede hacer, eso lo decidiremos un poco más tarde, etcétera.

Asunción, octubre, 1974


 
 
 

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