PÁGINAS ESCOGIDAS
Por CARLOS ZUBIZARRETA
Introducción, selección y notas:
GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ
Colección: Imaginación y Memorias del Paraguay Nº 12,
Directores: RUBEN BAREIRO SAGUIER
y CARLOS VILLAGRA MARSAL.
Edición especial de SERVILIBRO para ABC Color.
Asunción-Paraguay
2007 – 93 páginas
ÍNDICE
Propósito: Rubén Bareiro Saguier - Carlos Villagra Marsal
Introducción: Guido Rodríguez Alcalá
· El mito del mate// El mercado de Asunción// La Virgen Azul de Caacupé// Velorios con música y baile// Cheolos de carnaval// El prodigio de las piedras que estallan// El último baile// Asunción ocupada por las fuerzas aliadas// Chapperon y su equipaje// Los tranvías de mulitas// Etimología de nuestro pyragüé// La niña de plata
INTRODUCCIÓN
Crónica, según el diccionario de la Real Academia, significa artículo periodístico sobre temas de actualidad. Sin dudar de la autoridad de la Academia, me permito ampliar su definición mediante comparaciones. La especialización que afecta todas las áreas (incluyendo el periodismo) nos obliga a distinguir entre las crónicas de ayer y las de hoy. Las de ayer eran un género mixto que incluía las actualidades, el estilo literario y cuestiones de cultura general. Las de Rafael Barrett nos permitieron tomar conciencia de la alarmante condición del trabajador de los yerbales, una situación que no era privativa del Paraguay, sino común de los países americanos donde todavía subsistían relaciones de servidumbre colonial. Las de Viriato Díaz-Pérez familiarizaron al lector con los grandes temas de la tradición literaria y artística universal. También la historia y las polémicas históricas ocuparon un buen espacio en los periódicos paraguayos a partir de la llamada generación del Novecientos. Hoy el gran público, en general, no gusta de esas disertaciones eruditas, que han emigrado de los diarios a las publicaciones especializadas. Podemos discutir si el cambio ha sido para bien o para mal, pero no podemos ignorar el hecho, parte de una historia que nos toca de cerca.
Y bien, entre los cronistas destacados debemos incluir a Carlos Zubizarreta.1 Una anécdota lo presenta regresando de Buenos Aires, muy joven, y convertido en dandi, en hombre destacado por su elegancia y buen tono. La anécdota, verdadera o no, resulta insuficiente para comprender la compleja personalidad de un escritor destacado en la narrativa, el ensayo y la crónica. Sólo esta última hemos tomado en cuenta al escoger las páginas de Zubizarreta, y no porque al autor le faltara mérito en la narrativa y el ensayo, sino porque decidimos limitarnos a una faceta de su producción. Por eso todos los textos aquí presentados provienen de dos de sus libros: Acuarelas paraguayas y Crónica y ensayo.2
De no haber sido un plagio, nuestra selección hubiera llevado el título de Acuarelas paraguayas. ¿Qué mejor manera de caracterizar estos textos de don Carlos? Por oposición al fresco, al cuadro monumental, la acuarela abarca espacios más limitados. Como en la pintura, las acuarelas del escritor se orientan hacia el intimismo; renuncian a las cuestiones polémicas y patrióticas para ayudarnos a ver mejor la realidad de todos los días.
En esas pinturas de la vida paraguaya de hace más de medio siglo, Zubizarreta no trataba de engañar al lector presentándole un cuadro idealizado, irreal. No podía hacerlo, porque hablaba para sus contemporáneos, que conocían el modelo. Al pintar el mercado viejo de Asunción (actual Plaza de la Democracia), el cronista no ignoraba sus aspectos negativos (como la falta de higiene), sino que resaltaba los positivos: la dignidad de esa gente trabajadora, de las burreras y placeras del mercado. Con su talento literario, mostraba lo que pasaba desapercibido, enseñaba a ver mejor.
Sin ser un hombre devoto, el escritor fue capaz de comprender y simpatizar con las creencias del pueblo, como lo muestran sus escritos sobre la Virgen de Caacupé y los velorios de niños, que celebran el ingreso de un nuevo ángel al cielo. Tampoco escaparon a su perspicacia otras tradiciones menos dignas de elogio, como los excesos del viejo carnaval o el origen de un tipo humano por desgracia muy presente en nuestra historia: el del espía o pyragüé, capaz de moverse sin hacer ruido, como si tuviera pelos o plumas en los pies (véase “Etimología de nuestro pyragüé”).
Al observar las costumbres locales, Zubizarreta no se resigna a lo presente y evidente; trata de buscar el por qué y el origen. En opinión de un crítico autorizado: “Apenas comienza a pintar la Asunción contemporánea... cuando su paisaje actual se le desvanece y surge la visión de la ciudad de la Conquista y la Colonia”. También la ciudad de la Independencia, debemos agregar, ya que hemos incluido en esta selección escritos sobre la capital decimonónica, como esa curiosa crónica de los bailes del Club Nacional de Asunción, ese edificio venerable inaugurado en 1859, que sobrevivió a la Guerra Grande y se mantuvo en pie más de un siglo antes de ser demolido por la poca conciencia histórica de los asuncenos. Para pintar la capital durante la ocupación, el escritor maneja con habilidad detalles que nos dan el pulso del momento, como este anuncio publicado en un periódico capitalino: “Cuando el combate de Barrero Grande, se perdió mi hijo Francisco Riquelme, jovencito trigueño, pelo liso, rubio, ojos pardos, edad once años. Creo que en los ejércitos aliados pueda andar con algunos oficiales o jefes de aquellas fuerzas. Quien me lo traiga, ocurra a mi casa de la calle Palma N° 75 para recibir una gratificación de cincuenta patacones” (artículo “Asunción ocupada por las fuerzas aliadas”).
Leyendo estas evocaciones de Zubizarreta, he tenido la sensación de que la ciudad del siglo XVII me resultaba más familiar que la de principios del siglo XX. No es difícil imaginar la diferencia en el pasado remoto; lo que sorprende es constatar el cambio en el pasado reciente. Haber fijado aquellos instantes con pericia gráfica, para permitir la constatación, es el mérito del cronista de una tierra ya casi desaparecida.
GUIDO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
1. Carlos Zubizarreta (1904-1972) nacido en Asunción, cursó estudios primarios y secundarios en el Colegio San José y los universitarios en la Facultad de Derecho de la misma ciudad. Fue fundador y director de la revista literaria Juventud. Su primer libro, Acuarelas paraguayas (1940), reúne escritos de carácter costumbrista e histórico. Capitanes de la aventura (1957) contiene las biografías de Álvar Núñez Cabeza de Vaca y de Domingo Martínez de Irala. En Historia de mi ciudad (1965), el autor investiga el pasado y las tradiciones de Asunción. Los grillos de la duda (1966) es un conjunto de cuentos. Crónica y ensayo (1969) retoma los temas costumbristas e históricos.
2. Los textos de Acuarelas paraguayas publicados en esta selección son trozos de los textos originales
EL MERCADO DE ASUNCIÓN (1)
El mercado asunceno es pobre y de aparente suciedad, porque el calor del clima y la desidia popular permiten que fermenten las frutas en el suelo, descuidan su barrido y llenan el aire de olores nauseabundos. Pero detrás de estos inconvenientes esotéricos (2) hay un aseo íntimo y profundo, como la limpidez del alma que lo anima. Y hay gracia de estirpe, con hondo sentido espiritual y conciencia de tradición.
La animación comienza muy temprano, cuando la madrugada presta a la hora una frescura primaveral que no perdurará durante el resto del día. De los pueblos vecinos a la capital llegan carretas tiradas por bueyes cansinos, que rumian plácidamente el coco tragado en los potreros verdes. Son todavía las viejas carretas primitivas, con dulzura y aroma campestres, lentas, chirriantes, entoldadas algunas con cueros vacunos sin curtir, con la larga picana de caña para azuzar el tiro, temblequeando en el aro que la sostiene. Traen naranjas, mandioca, carbón, sandías, miel. Los guías son magros chicuelos morenos de dulces ojos negros o viejos campesinos tocados con grandes sombreros de caranday. (3) Arriban a los mercados callados, indiferentes. Este pueblo que tiene tanta semejanza física con el árabe andaluz odia las manifestaciones exuberantes. ¡Ríe y llora por dentro!
Al llegar a los portales del mercado saltan a tierra los conductores y comienza la descarga, mientras los bueyes amansados hilan su baba sobre las piedras irregulares de la calle.
Hay un hormigueo incesante y cada vez mayor de vendedoras que llegan montadas en borricos pardos y de poca alzada. Estos animales, que son raros en el resto del país, abundan en cantidades prodigiosas en los aledaños (4) de Asunción. Lambaré, un pueblecito comarcano que duerme su sueño idílico virtualmente escondido entre el follaje, a poca distancia del río y sobre las laderas del cerro de su nombre, ostenta la primacía en el suministro de burros. Probablemente sea éste su único comercio, porque ignora toda otra actividad. Estando tan cerca, vive divorciado del bullicio ciudadano, ignorando sus cuitas y cuidados. En sus callejuelas cubiertas de césped parece que se hubiera detenido la vida, como en un cuento de hadas, y es tanta la paz, que el más leve ruido conturba y sobresalta. (5)
Es fama que en sus alrededores se crían casi todos los burritos que vienen al mercado. Por extensión llaman burreras a las vendedoras que los montan y placeras a las que tienen puesto de venta instalado. Son cientos y cientos, vestidas de colores vivos y tocadas con mantos blancos o negros. Abundan más los blancos y, bajo el sol crudo del trópico, dan la impresión exacta de árabes envueltos en chilabas y albornoces. (6) La guerra del año setenta impuso el hábito de los negros. (7) ¡Fueron tantos lutos!
Las burreras mantiénense airosas entre las árganas (8) colmadas de verduras, mandioca, aves, naranjas, aguacates y piñas jugosas. De piel morena, suave, ardiente, tienen los ojos rasgados y extraordinaria esbeltez en la figura. Sin distinción de edad todas fuman largos cigarros de hoja. Lo mismo las viejas que las chiquillas impúberes que ya presienten el amor. Conducen el borrico -no mayor que un ternero- con rara maestría. En vez de azotarle pícanlo con un palillo aguzado. Y la acémila (9) se cuela sin tropiezo alguno por vericuetos increíbles, con paso casi humano, entre los montones de fruta desparramada en el suelo de la calle o sobre las losas de la acera.
Sentadas en silletas minúsculas que desaparecen bajo el ruedo de las amplias faldas, las vendedoras ofrecen su mercancía en español entremezclado con un guaraní que remeda el canto de los pájaros. Son muchas las que aún visten el traje nacional: pollera ancha y almidonada, blanco typoit (10) bordado en negro, zarcillo y collares de coral. Mucho oro en los anillos de los dedos morenos, oro en los collares, oro en las peinetas labradas que muerden la cabellera renegrida y peinada en dos trenzas. Todas van descalzas y es curioso observar cómo ese pie cobrizo, menudo y armonioso, no siente los rigores ni el calor de las piedras agudas, recalentadas por el sol ardoroso.
Coloreadas sombras de acuarela tiñen el frente de los tendejones y las callejuelas formadas por los puestos de venta. El viajero camina de sueño en sueño, creyéndose transportado a Tetuán. Junto a los montones de naranjas, que brillan con áureos reflejos, verdean los aguacates opulentos. Filas interminables de sandías y melones alternan con el amarillo pardusco de las piñas perfumadas. El aroma empalagoso de los mangos satura el ambiente, y los chiquillos que merodean entre los puestos de venta tienen el rostro y la ropa teñidos de amarillo por el jugo de esa fruta, que se da en el país con abundancia prodigiosa y tiene el sabor de la trementina.
Hay viejas rugosas y esmirriadas, con las arrugas talladas en madera de petereby, que sostienen el cigarro en la boca sumida con gracia picaresca. Venden cántaros de barro, botellones, platos y toda la diversa alfarería indígena. Son innúmeras las vendedoras de refrescos. Los hay variados, de colores distintos, desde el topacio transparente y el sangriento rubí hasta el pardo oscuro de la aloja de miel. Cobijadas bajo la sombra del tenducho, las mujeres defienden su mercancía de las moscas con pantallas de palma que agitan incesantemente. Ofrecen su brebaje azucarado con dulce amabilidad indiferente, como si hicieran un favor al venderlo: “Nde, che caraí, ¿ndereuseipa pojhá roynzá?” -que en español quiere decir: "Che, señor mío, ¿quiere remedio fresco?" (11)
Parece, en efecto, que la bebida -que se hace tentadora por su color y su frescura en la mañana calurosa- tiene propiedades medicinales que combaten el ardor del trópico. En algunos recipientes nadan pedazos leguminosos y manojos de hierbas olorosas. No sé si el ingrediente ha sido combinado para prestarle sabor o añadirle virtudes curativas.
Un gentío policromo -mozas, chiquillos, soldados, marineros- haraganea y deambula entre las vendedoras. Hiere el olfato el olor de los guisos que se aderezan en las cocinas improvisadas. Al exquisito chipá caliente súmanse los pastelillos de mandioca, dorados y sabrosos, que se ofrecen sobre hojas de bananero; el chicharrón trenzado, las tortas de maíz, las ristras de butifarra, la blanca y harinosa mandioca, que hace las veces de pan.
El calor de la mañana que avanza va clareando el gentío. En los retazos de sombra, viejos de retablo y esbeltos adolescentes cobrizos paladean el tereré de yerba mate. Otros dormitan echados en cualquier parte, indolentes y despreocupados, con el rostro defendido del resol por el ancho sombrero de palma.
NOTAS
1. Este texto, escrito en la década de 1930, se refiere al viejo mercado situado entre las calles Independencia Nacional, Estrella, Nuestra Señora de la Asunción y Oliva.// 2. Ironía del autor. El adjetivo esotérico se aplica a algo reservado para una minoría.// 3. Palmera abundante en el país con cuyas hojas se tejen sombreros. (Nota del Autor).// 4. Alrededores.// 5. Esta descripción de Lambaré no se ajusta a la realidad de hoy día.// 6. Prendas de vestir muy usadas en países árabes.// 7. Entiéndase colores negros.// 8. Árgana o árgano. Máquina para subir cosas de mucho peso.// 9. Animal de carga, asno.// 10. Blusa típica, sin mangas. El nombre tiene origen en la camisa de algodón que impusieron los jesuitas a las indias de las reducciones. (Nota del Autor)// 11. Ortografía del autor.
(De Acuarelas paraguayas)
LA VIRGEN AZUL DE CAACUPÉ
Cada año, por diciembre, hay en el Paraguay una convulsión colectiva. Tremante (1) de entusiasmo, la población de todos los ámbitos vuélcase materialmente sobre un pequeño pueblo de la cordillera que se llama Caacupé. (2) En guaraní Caacupé quiere decir detrás del monte. Es una pintoresca población circundada por dos arroyos que arrastran su caudal de agua helada entre helechos y rocas basálticas, bajo la fronda susurrante. Está enclavada en un hoyo que forman los cerros boscosos de la cordillera de Acahay, y semeja, por la rojura de su suelo, un rubí engastado en esmalte verde.
Hay allí una iglesia blanca, de cándida arquitectura colonial, flanqueada por dos largos corredores y rodeada de palmeras esbeltas. (3) En la iglesia venérase a Nuestra Señora de la Concepción, que la gente del país llama la Virgen Azul. Es una madona rubia, de diáfana belleza, tocada con largo manto azulenco y constelada de todo el oro y pedrería que le rindieron los exvotos de la fe popular.
Celébrase anualmente su festividad y, a través del tiempo, la imagen mantiene vivo y exaltado el fervor que despierta su culto. En todos los sitios del país la gente apréstase a la peregrinación con entusiasmo insólito en esa raza apática. Para ir a Caacupé ahorran los pobres, los horteras (4) y empleados abandonan su puesto y hasta desertan los soldados con tal de poder trepar los cerros verdes y sumar su alegría al holgorio general de la fiesta.
Los caminos ariscos que vienen del interior se amansan con el peso de lentas carretas rechinantes, donde al paso cansino de los bueyes el carretero duerme y matea bajo el entoldado de cuero crudo. Incesante caravana de mozos y mozas, con traje de fiesta, camina leguas ardorosas, festonadas de risa y de amor.
En este acercarse sin llegar, en esta marcha sin prisa ni zozobras, (5) reside el mayor encanto de la romería. El paisaje tiene mil caras diferentes y la belleza del trópico embriaga sin saciar. Cuando la arena del sendero hostiga las fuerzas y el crudo sol tuesta el entusiasmo, se ofrece el alivio de los arroyuelos. ¡Sombra húmeda y música de agua en el alto del camino! Son tantos que alguien pudo decir con justicia que hay en el Paraguay en cada pueblo un río y en cada casa un arroyo.
La ruta corre al reparo de la selva que abandona sólo para cruzar abras, donde las palmeras del campo abierto calman el anhelo de horizontes. Continuas vueltas y pendientes quiebran la perspectiva y muestran, a cada rato, una luz nueva, un nuevo color.
Y por estos senderos de égloga (6) caminan incansablemente, con canastos y hatos enormes en la cabeza, viejas que debieran yacer tullidas; ríe y bromea la gente joven; caracolea el caballito criollo, de poca alzada y remos (7) ágiles, con el apero cubierto de plata, y se deslizan lentas, con quejidos y sudores humanos, carretas que trasuntan toda una filosofía estoica de la vida.
De trecho en trecho -sólo el necesario para hacer sed- (8) rústicos puestos de venta, con techumbre de ramas que todavía huelen a monte y tiene savia, esperan al caminante con la tentación de la aloja, de la sandía, de la caña rubia. En muchos de ellos báilase día y noche al son de arpas y guitarras. Y así, entre paradas, convites y requiebros, acércase el peregrino lentamente al pueblo. Cíñelo un cinturón de bosques espesos donde cantan chicharras y fontanas y donde se pierden las parejas que rieron en el camino. La entrada principal del pueblo es una calle ancha, de tierra roja, que desciende bruscamente hasta un arroyo, tiende su puente rústico sobre la linfa cristalina y trepa luego, pina' y sombrosa, hasta la plazoleta de la iglesia.
NOTAS
1. De tremar, temblar.// 2. Téngase en cuenta que esta descripción de Caacupé y su festividad se escribió décadas atrás.// 3. El autor se refiere a la antigua iglesia, demolida y reemplazada por la actual basílica.// 4. Hortera. Empleado subalterno.// 5. Inquietud, congoja.// 6. Poesía en que aparece una visión idealizada del campo.// 7. Remo. En el hombre y los cuadrúpedos, brazo o pierna. Diccionario de la RAE.// 8. Calmar la sed.// 9. Empinada.
(De Acuarelas paraguayas)
ETIMOLOGÍA DE NUESTRO PYRAGÜÉ
Es indudable que las palabras se gastan con el uso, como cualquiera otra herramienta. Se gastan y terminan perdiendo o modificando su sentido pristino,(Primero, original) primigenio. Lo que se da en llamar su semántica. Por ello existe una función especializada de la gramática -la etimología- que se encarga de estudiar y esclarecer ese obligado deterioro, con ayuda de otra ciencia más vasta y más profunda: la filología. El fenómeno se produce en todos los idiomas, pues éstos varían constantemente mientras se mantienen vivos; pero la labor investigadora del cambio conceptual puede realizarse con relativa facilidad en las lenguas que cuentan con cierto acervo literario. El rastreo semántico es, en cambio, trabajo arduo en los idiomas de escritura gramatical precaria, que -como el guaraní- no alcanzaron a acumular el atesoramiento de una literatura escrita.
Se producen por esta razón dudas y desconciertos muy frecuentes sobre el significado etimológico de voces guaraníes con uso corriente. Contribuir a disiparlos resulta siempre tarea útil y satisfacción curiosa. En tal sentido, quiero ocuparme aquí de la etimología de pyragüe -palabra harto conocida entre nosotros-, sobre la cual arroja luz cierto peregrino documento.
El escritor Héctor Francisco Decoud lo transcribe en uno de sus libros titulado La masacre de Concepción, apasionado alegato panfletario de carácter político cuyo enjuiciamiento no viene a cuento en este breve comentario de índole exclusivamente filológica. Afirma el autor del citado libro haberlo adquirido en Río de Janeiro, donde fueron a parar tantas piezas de archivos oficiales y particulares paraguayos por vicisitudes de la Guerra Grande y de la ocupación militar brasileña de esta ciudad de Asunción. El mentado documento sometido ahora a juicio y estudio de los curiosos sobre la materia en mi intento de elucidación no es otra cosa que el informe policial elevado a la superioridad por un agente de investigaciones -un clásico pyragüé- respecto a un día de vigilancia especial a don Pedro Decoud, ordenada por razones de estado que no hacen al caso. El ciudadano Pedro Decoud, tío carnal del escritor referido, estaba casado con doña Ramona Egusquiza y ejercía la medicina en Asunción.
Como podrá apreciarse de su lectura, el parte informativo es acabado modelo de eficiencia policíaca. Llegaría a la máxima perfección si el agente hubiera poseído reloj. En compensación de tal carencia, éste contaba -como ocurre muy frecuentemente en casos semejantes-con la complicidad amorosa de una fámula del vigilado, quien le franqueaba las puertas de la casa por las noches facilitándole, de ese modo, la labor del espionaje hasta lo más recóndito de la intimidad familiar y añadiendo, de paso, una pequeña y muy humana dosis de placer al peso de la obligación profesional.
Copiado textualmente para respetuosa preservación de su sintaxis, el singular papelito reza así: “Viva la República del Paraguay. Asunción, noviembre 7 de 1865. PEDRO DECOUD. Con el último toque de la diana, se abrió de repente la puerta de la esquina de su casa, y adentro del cuarto se encendía una vela pero no se divisaba a nadie, hasta que después de amanecido, salió la sirvienta Marta y se fue con una cazuela a la plaza; después salió disparando el hijo de ésta, Hipólito, y entró en la casa de Solís. Una mujer de la Recoleta, llamada Sinfó, entró en el patio por el portón y llevaba un cajón de cantaritos de leche, y después volvió a salir otra vez. El muchacho Hipólito se volvió otra vez con su atadito, y la madre vino también con carne, mandioca y choclo. Llegaron a la esquina de la casa tres mujeres y cuatro hombres, que entraron en el cuarto de la esquina, y después de curarlos, volvieron a salir uno por uno, y dos se fueron a la botica de Parod”.
“A las doce del día, se cerraron todas las puertas con trancas, y recién a las vísperas (dos de la tarde, aclara el transcriptor del documento) se abrieron otra vez el portón y la esquina. Una vieja andaba esperando que se abriera la puerta desde hacía mucho tiempo; entró adentro, y después entró también una mujer con un muchachito en los brazos, muy enfermo y llorando a gritos. Doña Ramona (la esposa del doctor Decoud), con su hijo Pablito, salió y se fue a entrar en la casa de Aceval. A las cinco de la tarde, vino llegando a caballo don Juan José Loizaga, y don Pedro subió a caballo y se fueron juntos al chorro a bañarse (con ese nombre era conocido hasta hace relativamente poco tiempo el manantial del actual parque Caballero), y recién después de oscurecer vinieron otra vez, siguiendo el camino de su casa el compañero, y doña Ramona vino también”. “Don Pedro se sentó en una silla de vaqueta en la reguera, y estuvo hablando con don Policarpo Garro, que vino a visitarlo y a la queda se fue. La conversación que tuvieron era por sobre la seca que había; después se habló de que el aljibe estaba seco, y don Policarpo le preguntó qué remedio tomaría para el dolor de cabeza, y el otro le contestó que tomara en ayunas el jarabe de don Vicente (refiérese a don Vicente Estigarribia, farmacéutico, que fuera médico de Francia). Don Pedro le contó que había ido al baño con don Juan José Loizaga y que la bajada era mala. Después le contó que el baño del río era más lindo”.
“Cuando se tocó la queda (el toque de retreta en los cuarteles, a las 8 de la noche), se fue don Policarpo, y don Pedro entró adentro en su cuarto y después de cenar mandó trancar todas las puertas y se acostó a dormir”.
“Después, Marta me metió adentro, y entonces me puse los zapatos de plumas por los pies para que nadie pueda oírme mi pisada, y después me puse a registrar las puertas y se encontraba todo trancado, y oí que las mujeres estaban hablando de la virgen de la Concepción (léase: de Caacupé), que pronto llegaba su función, y después se durmieron todos”.
“Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años. Manuel Cáceres”.
¡Qué extraordinario poder evocativo contiene el incorrecto relato del policía en todas sus minucias intrascendentes! La sugerencia brota exultante, cálida, colorida, vívida de la simple anotación descarnada, impersonal. Del rutinario movimiento de seres humanos que remedan el estupidizado trajín de hormigas en torno a la boca de su hormiguero. Seres borrosos, sin perfil definido, que alentaron en cierto momento fugaz para desaparecer luego, cual mariposas de noche estival; que vivieron su turno de vida y luego se esfumaron, como nos tocará a nosotros hacerlo.
Sin embargo, allí está, expuesta en su afán desteñido de un solo día, la chata, anodina vida cotidiana de una familia asuncena -tipificado arquertipo- en la aldeana Asunción de hace justa mente un siglo. Sin prisas, sin cuidados excluyentes, sin problemas crematísticos, con enorme regalo de tiempo para ser desperdiciado -o atesorado- en horas contemplativas. Para que el médico abandone su consultorio, sus enfermos, monte a caballo, vaya a tomar su baño vespertino al Chorro del actual Parque Caballero y vuelva con horas anticipadas para la cena magra, a la amarilla luz de lámparas y velas de sebo. Adviértase, por de pronto, que en la vida de este médico no cuenta en absoluto ninguna ambición de lucro profesional. Sólo se registran conversaciones intrascendentes de aburrimiento aldeano al anochecer, con alivio del calor, con la silla de vaqueta recostada en dos patas contra la pared.
Pero -resulta altamente sugestiva la observación- la guerra había estallado ya y su angustia afligiría necesariamente todo el ámbito de la nacionalidad. ¿Cómo era posible que soslayaran hasta ese punto el tema obsesionante? ¿O era solo aparente la absurda despreocupación de aquella gente? ¿Advertían el espionaje simulando interés exclusivo por la reserva de agua en los aljibes y la eficacia del jarabe de don Vicente?
Mas la fugaz evocación retrospectiva de un desvanecido instante asunceno amenaza extraviarme en estas reflexiones puramente filológicas. Volvamos al asunto que aquí nos interesa.
Sostienen algunos entendidos en la materia que el vocablo pyragüé -con vigencia actual para designar en guaraní al agente de investigaciones- significa textualmente “pie peludo”, con alusión figurada al silencioso sigilo con que se mueve y espía el agente. Otras personas doctas en etimología guaranítica afirman, en cambio, que la semántica auténtica de la palabra no es otra que “pyragueba” y designa una especie de calzado de plumas, asegurado a los tobillos por ajorcas, de uso corriente entre los indígenas. Llevaban éstos las plumas ceñidas a las piernas, como adorno; las doblaban por debajo de la planta de los pies cuando querían borrar el rastro de sus pisadas.
¿La expresión “entonces me puse los zapatos de plumas por los pies para que nadie pueda oírme mi pisada”, que el informante firmado Manuel Cáceres emplea en el jugoso párrafo final de su informe, significaría fielmente una acción física, el uso de ese supuesto calzado especial de los indígenas o de algún sucedáneo?
No parece probable tan siquiera. Hay que suponer, mejor, que se trata sólo de una alocución figurada, metafórica, pensada en guaraní y escrita en castellano, que alude ponderativamente al sigilo puesto en su espionaje.
De cualquier manera, es ésta una interrogante etimológica planteada a los exégetas del guaraní.
(De Crónica y ensayo).
LA NIÑA DE PLATA
Cuando el gobernador del Paraguay Francisco Ortiz de Vergara fue capitulado1 y depuesto en Lima por el presidente López de Castro, a raíz de su desastrosa expedición al Perú, allá alcanzó el nombramiento de quinto adelantado para esta provincia don Juan Ortiz de Zárate, con cargo de recabar en España la indispensable confirmación del soberano.
Era el favorecido uno de los conquistadores peruleros2 con más caudales atesorados. Había llegado al Perú en el año 1534, con la armada de Herrando Pizarro, y militado en la causa de los hermanos.3 Entre otras varias campañas, actuó contra el Inca sublevado Manco Yupanqui. Se hallaba presente en las habitaciones del marqués cuando éste se vio acometido por los conjurados y recibió heridas luchando bizarramente en su defensa. Pero luego, con sagacidad política, en los disturbios provocados por Gonzalo Pizarro, se mantuvo leal a la causa del rey. Participó poco después en las acciones principales de la guerra civil, perdiendo un brazo en el combate del Cuzco. Resultó nuevamente herido en el de Guaina. Defendiendo siempre el es tandarte real, hizo con Hernando Girón las últimas campañas que, en 1554, culminaron con el aniquilamiento del ejército rebelde en Pucará. Esa sostenida y consecuente regla de conducta permitióle amasar sólida fortuna, reiteramente acrecentada con repartimientos de las encomiendas vacas4 de los vencidos. Tenía acumulados ingenios, minas, ganados, molinos y fincas urbanas.
“Juan Ortiz de Zárate -dice Azara- hizo la propuesta más ventajosa entre los pretendientes, en los términos siguientes, según consta de una copia del Archivo de Buenos Aires. Pro metió que fletaría cuatro navíos y conduciría quinientos hombres, doscientos de ellos labradores y de todo oficio y los restantes soldados con sus armas y municiones, sin gravamen ni auxilio del erario. Que introduciría en su gobierno, en los tres años contados desde su arribo a él, cuatro mil cabezas de ganado vacuno y otras tantas de lanar, con quinientas yeguas y caballos y quinientas cabras, que todo lo tenía en sus dehesas de Charcas y Tarija. Que edificaría dos ciudades más, una entre Chuquisaca y Asunción, necesaria para el recíproco comercio, introducción de los ganados y sujeción de los indios; y la otra en la entrada del río de la Plata; y que se le había de conferir el título de adelantado para su vida y la de su heredero, sobre lo descubierto y lo que se descubriese en las provincias del Paraguay, Paraná y sus comarcas, con lo que comprendieron los gobiernos de Pedro de Mendoza y de Alvar Núñez”.
Esta carísima capitulación resultó, a fin de cuentas, la única equivocación trascendente de este hombre afortunado. Porque la aventura en que se metió sólo le ocasionó gastos ingentes,5 cuidados y desgracias.
Cuando regresaba de España para asumir su cargo en el Paraguay, el quinto adelantado fundó en el delta la Ciudad Zaratina de San Salvador, en el año 1574 y en cumplimiento de una de las cláusulas de su capitulación. La fundación se frustró dos años más tarde porque sus habitantes huyeron al Tucumán, acobardados por el acoso constante de los charrúas. Ortiz de Zárate traía al Paraguay medio millar de expedicionarios, de los cuales perecieron en el camino más de un centenar y otros tantos quedaron en San Salvador. Entre ellos venían cincuenta y ocho mujeres -veintitrés casadas y “el resto para casar”-. Mas parece que la calidad de esa gente, al contrario de la venida con Mendoza y con Cabeza de Vaca, dejaba bastante que desear. De “escoria de Andalucía” la calificó el tesorero Montalvo, que también venía en la expedición. Entre esa “escoria” contaban, sin embargo, el linajudo Antonio de Añazco, el capitán Pueyo y otros pocos hijosdalgo.6 En lugar de los doscientos agricultores y menestrales prometidos en la capitulación, traía el adelantado algunos frailes franciscanos para evangelizar. Entre ellos, figuraba el andaluz Luis de Bolaños, de preclara memoria en la evangelización de estas comarcas.
Arribó Ortiz de Zárate a la Asunción el 8 de enero de 1575 y se hizo cargo del gobierno. En octubre, reemplazó en la tenencia general al padre de Hernandarias con su pariente Juan de Garay; y el 25 de enero de 1576, apenas un año después de llegado, fallecía atacado del “mal de cámaras”, como llamaban entonces a la disentería.
El mismo día de su muerte, el adelantado hacía testamento ante el escribano Bartolomé González nombrando única y universal heredera de sus cuantiosos bienes a su hija natural Juana de Zárate, apocada mestiza habida en la palla. Leonor, una Virgen del Sol hija del Inca Manco Yupanqui. La ñustita Juana, residente en Chuquisaca, contaba apenas dieciséis años cuando se halló heredera de tan crecidos caudales, entre los cuales contaba el cargo de adelantado del Paraguay y Río de la Plata, capitulado por dos vidas. Disponía el testamento que el adelantazgo correspondía a quien la desposara, por lo cual debía elegirse para esposo “tal persona que como caballero pueda gobernar dichas provincias”. Nombraba albacea testamentario y tutor de la menor al escribano Martín de Orué y, hasta tanto la heredera se casara, encargaba interinamente del gobierno a su sobrino Diego de Mendieta, mozalbete de veinte años, irresponsable y badulaque, llegado a la Asunción con su ilustre tío.
La primera disposición adoptada por Mendieta cuando se vio recibido como gobernador, capitán general y justicia mayor del Paraguay y Río de la Plata, consistió en confirmar a Juan de Garay como gobernador de Santa Fe, donde se encontraba entonces, y confiarle la delicada misión de sacar de Chuquisaca a doña Juana de Zárate, “para que venga -según términos del testamento- a residir a estas provincias”. Parece que la premura de Mendieta en cumplir las disposiciones testamentarias de su tío obedecía al propósito de alcanzar la mano de su primita con el consiguiente adelantazgo.
Breves meses después, Mendieta alcanzó trágico fin, abandonado en la costa oriental del delta por los colonos de Santa Fe. Mientras tanto, dos años gastaría Garay sin alcanzar el cum plimiento de la delicada comisión. El arduo empeño, los accidentes del viaje y los enredos casamenteros de “la niña de plata” -como dieron en llamar a Juana de Zárate cuando cundieron en el vasto escenario perulero los términos del testamento paterno- pueden llenar capítulos y más capítulos de una novela apasionante.
Al pasar Garay por el Tucumán, el capitán Abregú, gobernador de aquella provincia, logró detenerlo ocho meses, hasta que pudo, por fin, continuar viaje a Chuquisaca. Pero el retardo iba a resultar funesto para el éxito de su misión. Llegó a la ciudad audiencial7 justo a tiempo para una eficaz intervención en la pugna apasionada por la posesión de la heredera mestiza; pero ya no lograría arrancar a la niña de plata de las poderosas fuerzas que la ambicionaban.
El licenciado don Juan Matienzo, oidor de alta influencia en la Audiencia de Charcas, pretendía imponer la candidatura de su hijo Francisco para marido de la ñusta Juana. Con elocuencia curialesca y paternal entusiasmo, proclamaba que en el joven vástago “cabían todas las partes necesarias para el gobierno del Paraguay y Río de la Plata, pues no había más hidalgo en este reino, ni en España, ni de más calidad, ni mejor ginete, ni más valiente y largo y liberal”. Pero el despótico, tenebroso virrey Toledo también tenía su candidato. Tratábase de su pariente Antonio de Meneses, linajudo y rico mozo de Lima; y pretendía imponerlo con sus acostumbrados medios arbitrarios y prepotentes. Eliminó de la liza al oidor Matienzo trasladándolo a Potosí como corregidor. Sin perder tiempo, envió a Chuquisaca al alguacil mayor Diego Caballero de la Puente ordenándole “sacar a doña Juana de Zárate del poder de cualquiera persona que la tuviera a su cargo” para entregarla al licenciado Gómez Hernández quien, “trayendo en su compañía alguna mujer honesta y vieja, venga hasta Potosí y de aquí pase con doña Violante -esposa de Gómez Hernández- a la ciudad de Arequipa”. Desde allí, la infortunada niña de plata sería remitida a Lima para quedar sometida al cuidado del propio virrey. Disponía también la provisión virreinal que de los propios bienes de la menor se sacasen “dos mil pesos ensayados9 de plata”, caballerías y bestias de carga para el viaje de la heredera y sus custodios. Como puede advertirse, la orden arbitraria, además de inicuo atropello, entrañaba un despojo.
Doña Juana viviía entonces con la familia de su tío Diego de Zárate. Hasta su casa llegó el alguacil Caballero pretendiendo la entrega de la ñustita mestiza. Pero quien al fin salió triunfante en la porfía casamentera y se alzó con la prenda fue “un tercer ladrón”, apoyado por Garay, que representaba al tutor testamentario. Ese tercer ladrón era el licenciado Juan Torres de Vera y Aragón, el más joven de los oidores, recién trasladado a la Audiencia de Charcas desde Concepción, de Chile. Era el futuro adelantado hombre apuesto, enérgico, probo y bien nacido. La pasividad de la doncella inclinábase a esa preferencia y, cuando el comisionado del virrey se presentó en la casa de los Zárate, tuvo que rendirse ante el hecho consumado de secretos responsales, que poco más tarde se confirmaban en pública celebración del matrimonio con jubiloso repique de campanas chuquisaqueñas.10
La audiencia de Charcas suspendió a su oidor11 por casarse sin la obligada venia real, aunque secretamene celebrase como propia aquella victoria ganada al despotismo virreinal. Cumplida la mera fórmula, por auto de revista del 10 de enero de 1578, lo reponía nuevamente en su oficio hasta que el monarca y su Consejo de Indias, a quienes “se remitía la determinación del negocio principal”, resolvieran en definitiva. Pero el virrey Toledo, burlado en su prepotencia, no se resignó tan fácilmente a la derrota. Intimó a Juan Torres de Vera y Aragón y a su esposa doña Juana “hija mestiza del adelantado Zárate”, que no salieran de Charcas para ir a la provincia del Paraguay. La arbitraria prohibición, contraria a todo derecho, enervaba la posibilidad de asumir un mando independiente de la jurisdicción virreinal. Pero el oidor acató la orden, temeroso de que el despótico virrey tomara represalias sobre los bienes de su esposa, cuya sucesión era de suyo harto enmarañada, a pesar de “tener manifestado al rey que de presente le estuviera bien meterse en dicho gobierno con doña Juana, por la buena ocasión del regreso del capitán Juan de Garay con veinticinco soldados”.
Los cónyuges continuaron viviendo, pues, en Chuquisaca hasta mediados del año 1580, fecha en que Torres de Vera y Aragón, llamado a Lima por el virrey, fue apresado. Sólo recuperó la libertad cuando, en setiembre del año siguiente, el virrey Henriquez reemplazó al déspota Toledo en el cargo.
Doña Juana, la desdichada heredera de tan nefasta herencia, se refugió con su primogénito Juan Alonso de Vera y Zárate -más tarde gobernador del Tucumán- en el convento de Nuestra Señora de los Remedios, en Chuquisaca. Allí se extinguió melancólicamente su vida, a los veintitrés años. También el fallido adelantado moría, a comienzos del siglo XVII, sin ejercer el zarandeado gobierno.
¡Desventurada ñustita de ojos sesgados y tez cobriza, niña de fatídica plata, pálida sombra de la historia colonial! Quizá el único consuelo de su suerte infortunada consistió en su pasiva condición de mujer enamorada.
NOTAS
1. Sometido.
2. Del Perú.
3. Los hermanos Pizarro, Francisco, Hernando, Juan y Gonzalo.
4. Vacantes, sin dueño.
5. Considerables
6. Hidalgos
7. Donde había Audiencia o tribunal de apelaciones.
8. Cualidades.
9. Peso ensayado: moneda de valor superior al peso fuerte.
10. Chuquisaca, Charcas y La Plata eran nombres de la actual ciudad boliviana de Sucre.
11. Juez.
(De: Crónica y ensayo)
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