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ARTURO BRAY (+)
  ARMAS Y LETRAS - MEMORIAS - TOMO III - ARTURO BRAY) - EL GOBIERNO DE FELIX PAIVA 1937 – 1939 - Año 1981


ARMAS Y LETRAS - MEMORIAS - TOMO III - ARTURO BRAY) - EL GOBIERNO DE FELIX PAIVA 1937 – 1939 - Año 1981

ARMAS Y LETRAS – MEMORIAS

( Qu’importe que les pieds soient dechirés si l’étape est fait)

TOMO III 

Obras del CORONEL ARTURO BRAY

LIBRO PARAGUAYO DEL MES, AÑO 1, Nº 12, Setiembre 1981

Ediciones NAPA

Presentación: Gustavo Britos Bray


Asunción - Paraguay

1981 (127 páginas)



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PRESENTACION (III)

Al entregar hoy el tercer y último tomo de las Memorias del Cnel. Arturo Bray, ARMAS Y LETRAS, damos por concluida la tarea que nos habíamos impuesto de hacer llegar al público lector paraguayo una obra póstuma de indudable valor testimonial.


Queda muy poco ya que agregar, habida cuenta de todo lo que se ha escrito sobre esta obra en los periódicos de Asunción en estos últimos meses. No está sin embargo, fuera de lugar agradecer a todos los que, despertando de un letargo de indiferencias y olvidos, han adicionado anécdotas y comentarios, unos con sentido crítico y otros en franco tono polémico, enriqueciendo así el contenido de la obra y complementando los datos aportados por el autor.


Con el advenimiento al Gobierno del Gral. Higinio Morínigo, el Cnel. Bray se radicó en Buenos Aires, donde vivió por muchos años. Se ganaba la vida haciendo traducciones del inglés para la Revista de Aeronáutica y posteriormente para la Editorial Kraft. Escribió en periódicos y revistas argentinas, siendo designado posteriormente redactor permanente de La Prensa. En el exilio publicó varios libros:

·         "LA ESPAÑA DEL BRAZO EN ALTO",

·         "HOMBRES Y ÉPOCAS DEL PARAGUAY",

·         "SOLANO LÓPEZ, SOLDADO DE LA GLORIA Y DEL INFORTUNIO" y

·         "MILITARES Y CIVILES".


Al promediar la década del sesenta, retornó a Asunción, donde vivió sus últimos años en su antigua casona de la calle Mariscal Estigarribia, que fuera adquirida en el año 1937 con sus haberes retenidos durante el Gobierno del Cnel. Rafael Franco. Allí habían fallecido sus padres y su única hermana y en este recoleto pasaría sus días postreros.


La austera soledad de su vida en Asunción se interrumpía con las frecuentes visitas que recibía de sus antiguos alumnos y camaradas, con quienes desgranaba recuerdos y añoranzas, bajo el perfumado dosel de un jazminero en flor. Fueron sus más queridos amigos los veteranos del Regimiento "Boquerón", para quienes reservó siempre su más cálido afecto, y éstos a su vez, le rodearon con cariño y devoción hasta la hora postrera.


Arturo Bray falleció en la madrugada del 3 de julio de 1974, tras penosa agonía. Conforme su expreso deseo, su cuerpo fue amortajado con su antiguo uniforme de gala y la caja mortuoria fue cubierta con la bandera paraguaya y una vieja y desteñida bandera británica, sobre las cuales reposaban, completando el simbolismo, su gorra militar y el sable de vaina niquelada que usara en sus días de Teniente Primero del Ejército Paraguayo. Al pie del féretro, sobre una negra almohadilla de terciopelo, sus condecoraciones de guerra: Medalla de la Victoria y de Jorge V de Servicios Distinguidos, de Inglaterra; Cruz de Guerra, de Francia, y la Cruz del Chaco y Cruz del Defensor del Paraguay. Faltaba, sin embargo, la Medalla de Boquerón que nunca le fuera entregada. El sepelio fue una imponente y espontánea demostración de pesar. El ataúd fue portado, sobre hombros, por los veteranos del "Boquerón", también por disposición del extinto. Las solemnes honras fúnebres que las Ordenanzas Militares prescriben para despedir a los que han revistado en las Fuerzas Armadas, prestaron el marco de acerada tristeza a la ceremonia de inhumación. La cerrada salva de fusilería marcó el punto final de una vida consagrada a severos principios nunca claudicados, de glorias y de infortunios, de transparente honradez y de monacal austeridad.


Arturo Bray fue un hombre de su tiempo, y como tal supo aceptar lo que su destino le deparó, sin buscar el fácil halago que significa acoplarse a las corrientes del momento. Quien sepa buscar hallará en estas Memorias el grito desesperado de un alma que buscó porfiada pero infructuosamente dar a su país una sólida base para alcanzar su destino, destino que quizás alcanzó a vislumbrar en el último aleteo de su vida, cuando ya el clarín de retreta anunciaba con su voz de bronce el fin de la jornada.

. Asunción, 29 de Septiembre de 1981.

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ÍNDICE


 

PENURIAS QUE SON BLASONES (1934 - 1937)


·         Tres Progresos

·         Ingenuos "Acomodos" para la Posguerra

·         El tinglado de la Farsa


EL GOBIERNO DE FELIX PAIVA (1937 - 1939)

·         En la Jefatura de Policía

·         Cuatro Frentes

·         La conjuración "cuarentista"

·         La cuestión Presidencial

·         Ministerio fugaz


FIN DE JORNADA

·         Sinopsis Panorámica: presente y futuro

·         Soliloquios


APÉNDICE

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EL GOBIERNO DE FELIX PAIVA 1937 – 1939

  

EN LA JEFATURA DE POLICIA

 

El 13 de agosto de 1937 fue depuesto Rafael Franco al levantarse en armas contra su Gobierno la división de caballería, al mando del mayor Dámaso Sosa Valdez, unidad que había sido destacada al litoral ribereño del Chaco por no inspirar confianza al régimen. Empero el verdadero inspirador y promotor del movimiento fue el teniente coronel Ramón L. Paredes, con vinculaciones en la marina de guerra. Bandera del citado movimiento era restaurar la normalidad constitucional y convocar a elecciones libres a la mayor brevedad. La declaración subscrita con fecha 2 de agosto en el fortín "López de Filippi" -Chaco- expresaba el propósito de "constituir un gobierno netamente militar y ofrecer la presidencia de ese gobierno al coronel Rafael Franco". Firmaban aquella declaración el citado Paredes, Leandro González, Dámaso Sosa Valdez, Antonio Ortigoza, Vicente Politeo Smith, Cirilo Antonio Rivarola, Sergio Nardi, Emilio Díaz de Vivar, Alberto Meyer, Alfredo Galeano, Enrique Grenno y otros. Era un señuelo como cualquier otro de hacer creer a Franco que el alzamiento no iba contra su persona, sino contra los miembros de su gabinete, pero una vez las fuerzas rebeldes en Asunción -a pesar de las gestiones conciliadoras de monseñor Aníbal Mena Porta- las cosas tomaron otro giro y el dictador, ya desposeído de su alto cargo, fue derrocado y detenido en el Departamento de Marina; pocos días después, se lo embarcaba con destino a Buenos Aires en uno de los barcos de la carrera. La Unión Nacional Revolucionaria, identificada con el Estado, caía de ese modo sin que nadie ensayara su defensa con las armas; nadie dio un paso adelante para defender a Franco, ni siquiera los ex combatientes, en quienes blasonaba apoyarse.

Constituyóse a los expresados efectos un gobierno denominado "universitario", presidido por el doctor Félix Paiva, a cuyas puertas llamaron los militares a altas horas de la noche para ofrecerle el presente griego de la presidencia de la República, pues no otra cosa significaba asumir el poder en aquellas horas tan azarosas como inciertas. En hecho de verdad, se había pensado para la presidencia provisional en el doctor Gualberto Cardús Huerta, pero la circunstancia fortuita de hallarse éste en Buenos Aires hizo que -dado el apremio del tiempo- se buscara a otra persona para cargar con el fardo, contratiempo deplorable, pues Cardús Huerta, o ajusta las cuentas a los militares politiqueros de buenas a primeras haciendo respetar su autoridad o dimite el cargo a las veinticuatro horas, según él mismo me lo confió allá por el año 1945, en ocasión de visitarlo en su palaciega mansión de Vicente López.

Integró el señor don Félix su gabinete con los presuntos apolíticos, cien veces de mayor cuidado que los del oficio, pues sin arriesgar nada, lo ambicionan todo, a más de algunos carcamales de edades prehistóricas: Interior, el ya nombrado teniente coronel Paredes; Relaciones Exteriores, Cecilio Báez; Hacienda, Luis P. Frescura; Educación y Justicia, Luis Argaña; Economía, Francisco Rolón; y Guerra y Marina, coronel Juan B. Ayala. La jefatura de policía de la capital fue confiada al teniente coronel Alfredo Ramos, el hombre menos llamado a ocupar dichas funciones en horas tan plagadas de riesgos y acechanzas. Ramos era -o sigue siendo- un soldado intrépido y pundonoroso, de antecedentes inobjetables, camarada leal de noble mentalidad y probadas convicciones democráticas, pero desprovisto por completo de la energía dinámica y expeditiva requerida por las circunstancias especialísimas del momento que vivía el país; al igual que Antola en 1936, su carácter, o falta de carácter, no se adaptaba a las imperiosas exigencias de tan difícil cargo. Ramos, a quien conozco desde sus tiempos de cadete y con cuya amistad siempre me he honrado, no era ni mucho menos el hombre cabal en su lugar cabal, como reza el conocido aforismo inglés.

Los componentes del gabinete de Paiva eran todos señores de alguna pega, a no dudarlo, pero sin representar a ningún sector de la opinión ciudadana, ni contar con la necesaria experiencia en el manejo de la cosa pública. Luis Argaña, profesor de derecho mercantil en la Universidad, y Luis P. Frescura, catedrático de economía política en el mismo centro de estudios, eran novicios como hombres de Gobierno; Cecilio Báez, menos novicio, pero hierático como una esfinge y con su discutible sentido del humor, nunca fue un paradigma de consecuencia política y partidaria, aun antes de llegar a los primeros peldaños de su caduca ancianidad, ya casi octogenaria, pues como celebrado adalid del liberalismo en los heroicos tiempos del siglo pasado y principios del presente, había sido "radical" primero y "cívico" después, para terminar siendo ministro nada menos que del coronel Jara, fugaz y desorbitado dictadorzuelo, de triste cuan pintoresca memoria; Francisco Rolón, en un tiempo profesor de derecho procesal, también frisaba en los setenta y pico de edad provecta; Juan B. Ayala, profesional de algún prestigio en las filas, no sentó bien como ministro de Guerra en las esferas castrenses, vaya a saberse porqué. En suma, era aquél un conglomerado híbrido, de lino y lana mezclados, sin cohesión ni personería colectiva. Había allí un poco de todo, como en tenderete de pueblo.

Félix Paiva, por su parte, era un señor de antecedentes respetabilísimos y de una probidad sin mácula, pero sin la fuerza de voluntad y suficientes arranques como para poder dominar la situación e imponer la autoridad de su investidura con toda la plenitud requerida en esos momentos. De precaria situación económica, como suele acontecer con los hombres honrados en el Paraguay y en otras partes -a pesar de haber desempeñado elevadas funciones, tales como la vicepresidencia de la República, la presidencia de la Suprema Corte de Justicia y varias carteras ministeriales durante el régimen "liberal"- era casi pobre de solemnidad y aquella presidencia le venía como agua de mayo para salir de estrecheces y penurias domésticas, sin apartarse un ápice de su consagrada honestidad personal; de ahí que pusiera empeño en sostenerse en el cargo a trancas y barrancas el mayor tiempo posible. Se limitó, en consecuencia, a girar a los cuatro vientos; en sus manos estuvo quizás la última oportunidad de encauzar al país por las sendas de una perdurable normalidad institucional, restablecer el principio de autoridad y hacer que las instituciones armadas se mantuvieran dentro de su misión específica en un sistema democrático de gobierno.

Mucho despotricaron los adversarios políticos contra "la tiranía de Paiva". ¡Pobre señor! Nadie como él con menos vocación para tirano, manso y seráfico profesor de derecho constitucional como era.

 

Encontrábame en Clorinda (R.A.) cuando la caída de Franco en agosto de 1937, luego de haber recuperado mi libertad en el mes de abril, tras la reclusión en Peña Hermosa, conforme a lo ya relatado. Triunfante el movimiento y derrocada la dictadura, me embarqué con destino a Buenos Aires, de donde regresé a Asunción en los primeros días de septiembre.

A las pocas horas de mi arribo, se produjo la reacción "franquista" encabezada por el mayor Juan Martincich quien, en la noche del 7 del citado mes, llegó a apoderarse sin resistencia del Departamento Central de Policía, pues el teniente coronel Ramos no había considerado de primera urgencia reemplazar el personal adicto al régimen depuesto, o bien le faltó tiempo para adoptar esa elemental medida de prevención y seguridad. La audaz intentona fue reprimida por la división de caballería que, desde Campo Grande, se desplazó sobre la ciudad, sofocando el alzamiento tras algunas horas de combate.

Bien merece, sin embargo, hacer mención de un pintoresco episodio ocurrido a raíz del referido alzamiento. Mientras la división de caballería parecía mostrarse indecisa en reprimir la insurrección, transcurrían las horas en medio de una general incertidumbre y notorio desconcierto: en la Escuela Militar, que con su director a la cabeza se había declarado "neutral", se subscribía un acta en virtud de cuyas cláusulas quedaba constituido un triunvirato integrado por los coroneles Rafael Franco, Federico Wenman Smith y Juan B. Ayala. Mas lo curioso era que el último de los nombrados -como se ha dicho- era nada menos que ministro de Guerra en el Gobierno que los rebeldes trataban de derribar. El coronel Luis Irrazábal ofició de componedor entre el triunvirato en cierne y la división de caballería, esforzándose en persuadir a los jefes de dicha gran unidad a que mantuvieran una actitud pasiva. Afortunadamente prevaleció el criterio de Cirilo Antonio Rivarola, uno de los jefes de regimientos integrantes de la división, y ésta resolvió batir a los insurrectos. De ese modo, el triunvirato resultó un parto de los montes, pero el señor ministro de Guerra continuó impertérrito en su cargo, aunque harto menguada su autoridad como soldado y hombre de Gobierno.

 

A todo esto, ocurrió un hecho llamado a conmover a la opinión pública y amenazar inclusive la estabilidad del nuevo Gobierno. El 22 de septiembre apareció flotando en las aguas del río Paraguay, a la altura del lugar denominado "Baradero" el cadáver horriblemente mutilado del joven estudiante Félix Agüero, hijo natural nada menos que de mi queridísimo amigo y condiscípulo Fernando Agüero, fallecido años atrás, también en circunstancias trágicas. De acuerdo con las resultancias de la autopsia, practicada por el profesor Juan Boggino, el cadáver databa de "dos o tres días". Meses antes, durante el gobierno de Franco, se había dado un caso similar con un obrero argentino, de nombre Humberto Solaro, reconocido marxista, cuyo cadáver también fue arrojado al río, tras de ser ferozmente mutilado; el hecho contribuyó en no escasa medida a precipitar la caída del régimen instaurado el 17 de febrero de 1936.

Conforme se llegó a saber después, el joven Agüero, de conocida filiación comunista, había sido apresado por la seccional 2a. de policía en el acto de distribuir panfletos subversivos desde un camión, en apoyo del referido alzamiento del 7 de septiembre; conducido al Departamento Central de Policía, ocupado a la sazón por el regimiento de caballería mandado por Cirilo Antonio Rivarola, que guarnecía ese sector de la ciudad, tras de sofocar la asonada de Martincich, el citado joven fue cosido a bayonetazos y arrojados sus restos al río esa misma noche, a la altura del Jardín Botánico. Desde luego, Ramos fue ajeno al crimen, pero incurrió en la debilidad o en la negligencia de que fuera perpetrado a pocos pasos de su despacho.

En años posteriores, la maledicencia de los irresponsables buscó atribuirme la responsabilidad por aquel incalificable asesinato, pero sin reparar en que mi nombramiento como jefe de policía data del 23 de septiembre, es decir, un día después de la aparición del cadáver, haciéndome cargo de dichas funciones el 24. Hay más: mi apresurada designación en el cargo obedeció precisamente al pánico que cundió en las esferas del Gobierno o, en términos más precisos, de los jefes militares -reunidos en la Dirección de los Arsenales de Guerra, en Puerto Sajonia- ante el descubrimiento de un asesinato consumado con la evidente complicidad o tolerancia de uno de ellos. Se requería con urgencia erigir un muro de contención para prevenir y reprimir una posible reacción popular, gremial, estudiantil o política, atizada por los adversarios del Gobierno o, dicho en otros términos, hacía falta un pararrayos que aguantara las tormentas eléctricas que parecían avecinarse. Con razón o sin ella, se me tenía por aquel entonces como el hombre de las horas difíciles y ducho en capear los temporales. (Esto no lo supe sino mucho después, por intermedio del mayor Hermes Saguier, asistente a la mencionada reunión). Así fui llevado a la jefatura de policía, bajo el signo del temor, aterrorizados mis camaradas militares por las posibles derivaciones de aquel crimen inaudito. Se preguntarán algunos, no sin entera razón, porqué acepté el cargo luego de perpetrado tan monstruoso delito. Pues porque por encima de cualquier otra consideración, privaba una necesidad fundamental anhelada y exigida por una gran mayoría de la opinión pública afianzar la paz de la República y evitar el retorno del régimen franquista. Por lo demás, al asumir la jefatura de policía ignoraba en absoluto lo sucedido que, huelga decir, fue celosamente ocultado a los órganos de la prensa, dentro y fuera del país; sólo días después, denunciarían el hecho los panfletos franquistas y comunistas.

Para colmo del cinismo, se había hecho figurar el nombre de Félix Agüero en los deportados a Corrientes (R.A.), con motivo de los referidos sucesos del 7 de septiembre, pero consultado el jefe de policía de dicha provincia -un señor Echevarría- se puso en evidencia que el supuesto deportado no había llegado a esa ciudad. (Esa investigación la realicé a pedido de la señora Natividad Fretes de Agüero, abuela de Félix y persona de mi mayor respeto y consideración, ajeno como estaba yo entonces de lo ocurrido con su nieto). "Los llegados fueron 25 y no 26" añadía la comunicación del mencionado jefe de policía. ¡Hasta ese extremo inconcebible se había llevado la inicua farsa de los inspiradores y autores del bárbaro asesinato! Ultimar a tiros contra un paredón puede quizas ser excusado por el brutal e irreflexivo impulso de pasiones avasalladoras, pero tejer un sainete en derredor de un crimen para tratar de encubrir un sacrificio estúpido y estéril, es algo que sólo puede explicarse por una exuberancia de animalidad primitiva y feroz.

Podría citar, pero prefiero callar, los nombres de quienes fueron los responsables directos y los autores materiales de aquel crimen inhumano. La intervención de la justicia no podía conducir ni condujo a ningún resultado: desde luego, la división de caballería no iba a tolerar de ninguna manera que el asunto se indagara a fondo, descubriendo y sancionando a los culpables. A igual que en la tragedia de Rosario en 1911, la inmolación de Félix Agüero constituyó un borrón para el ejército paraguayo: su responsabilidad en ambos casos es única y exclusiva.           

Mi designación como jefe de policía de la capital quedó resuelta el 20 de septiembre de 1937 en la entrevista que mantuve con el ministro del Interior, teniente coronel Ramón L. Paredes, ante las reiteradas instancias de los jefes allí presentes: Sosa Valdez, Cirilo Antonio Rivarola, Eustacio Rojas y Espinoza, de artillería, cuyo nombre de pila no me viene a la memoria. Pero grande fue mi sorpresa cuando el día 22 me informó Paredes que mi nombramiento era "resistido" por un miembro del Gobierno. Todavía mayor fue mi asombro al enterarme el ministro de que la resistencia provenía del doctor Cecilio Báez -otrora perínclito alférez del "liberalismo"- quien, siempre según Paredes, habría expresado que "la ida de Bray a la jefatura de policía puede significar el retorno del Partido Liberal al poder". ¡No es posible imaginarse índice más lastimoso del infortunio de no morirse a tiempo! ¿O es que a Báez le reprochaba la conciencia de haber sido en el Partido Liberal, primero "radical", luego "cívico" y, por último, ministro del efímero dictadorzuelo Jara?

Fenómeno corriente ha sido en este país que los intelectuales de más alto bordo resultaran un rotundo fracaso en política. No viene al caso citar nombres. Mas es también de justicia dejar sentado que esa poco explicable insuficiencia no alcanzó a manchar sus manos con la codicia del metal ni fue la deshonestidad guía y norte de su actuación en las funciones públicas. Bien merecen, por lo tanto, de nuestra parte la piadosa merced de una indulgencia plenaria y, en especial, de quienes han pretendido sucederlos, con más desplantes que méritos. Aquellos hombres, todos ellos en las sombras del más allá, dejaron señeras huellas de una inteligencia privilegiada y perdurable hasta nuestros días. Con el tiempo -salvo muy contadas excepciones- vendría el reinado de los mediocres, de los que medran con sus fugaces encumbramientos en la vida política, sin más lustre ni relieve que un frac alquilado, charolados zapatos en sus extremidades inferiores y acaso una condecoración de baratijas prendida al pecho virgen de heroicas hazañas.

La jefatura de policía es una de las funciones públicas más ingratas, delicadas y penosas de ejercer, sobre todo en circunstancias anormales como eran aquéllas, mas también una de las más apasionadas y subyugantes, por la diversidad y complejidad de su radio de acción. Un jefe de policía que de tal se precia y tiene acabada conciencia de sus obligaciones y responsabilidades, es prácticamente el dueño y señor de la capital e incluso del interior de la República, aun limitadas sus funciones a las atribuciones legales de su cargo. Quien sabe desempeñar ese cargo con inteligencia y laboriosidad, tiene al alcance de su mano la vida pública e incluso privada de todos los habitantes de una ciudad o población. Al decir de Fouché, el maquiavélico ministro de policía de Bonaparte, su deber es meter las narices en todo lo que le importa primero y, luego, también en todo lo que no le importa.

Tiene en sus manos un jefe de policía, en forma directa o indirecta, de un modo discreto o desembozado, todas las actividades de la ciudad; controla, fiscaliza y vigila las comunicaciones postales, telegráficas, telefónicas y radiotelefónicas del interior y con el exterior; interviene y capta las conversaciones que le son de interés por los expresados medios; se mantiene al tanto de los espectáculos públicos, como cine, teatro, radio, justas deportivas y reuniones sociales, sin excluir las de carácter familiar; conoce la nómina de quienes entran en el país o salen de él, con expresión nominal de quienes se alojan en hoteles, fondas o casa de pensión; descifra los despachos en clave de las representaciones diplomáticas, incluso las de la propia cancillería; lleva un prontuario reservado de cuanta persona oficial o extraoficial, civil o militar, nacional o extranjera, cuyas andanzas pueden resultar de interés para el mantenimiento del orden público; no descuida ni siquiera los pasos de los propios miembros del Gobierno, en cuanto ellos tiendan a revelar indicios de actividades insospechadas o sospechosas; mantiene y sostiene agentes de información en cuanto sitio sea susceptible de proporcionar noticias de interés; solventar escuchas y soplones en los cuarteles, partidos políticos y sindicatos obreros. Todo eso demanda una tarea inductiva y clarividente, a más de onerosa en cierto modo.

Por supuesto, el eficaz desempeño de tales labores exige el despliegue de una actividad que no Admite ni conoce horas fijas de reposo ni holgados momentos de expansión; tampoco cabe ceñirse a horarios determinados de trabajo, tal ocurre en otros cargos de la administración pública. El día y la noche no tienen solución de continuidad para un jefe de policía: los problemas de orden social, político o gremial, inclusive los relacionados con la diaria represión de las infracciones, delitos y contravenciones policiales, judiciales o municipales, no admiten demoras ni se ajustan a un rutinario horario de oficina.

Humanamente imposible me hubiera resultado cumplir con tareas tan agobiadoras si, desde un principio, no me hubiera impuesto una disciplinada distribución del tiempo, en consonancia con las múltiples actividades del diario quehacer. Fue lo que hice. Por la mañana, de 9 a 12, atendía al público, que no deja de incluir a impertinentes y majaderos, cuyos problemas de orden personal, casi siempre triviales, son de primerísima importancia para los recurrentes, convencidos de buena o mala ley, de que tales problemas sólo puede resolverlos el jefe de la institución, por considerar inoperante y hasta denigrante acudir a funcionarios subordinados en demanda de una solución. Esas audiencias personales fueron concedidas a más de cinco mil personas en el término de un año, sin contar arriba de doscientas mil llamadas telefónicas en la central de la dependencia.

Por la tarde, de 15 a 19, me ocupaba de los asuntos relativos a la administración y organización interna de los servicios policiales, como firma del despacho, planillas, certificados de conducta, pasaportes, cédulas de identidad, telegramas, correspondencia oficial y notas al poder judicial, a más de conferencias con los jefes de las divisiones      -Orden Público, Investigaciones, Guardia de Seguridad, Contaduría, etcétera- y reuniones con los comisarios seccionales y agentes confidenciales. Tras una ligerísima colación, que me hacía servir en mi propio despacho, recibía a las amistades particulares y, luego, venían las horas más arduas e ingratas de la jornada: reunión con ministros y altos funcionarios, jefes militares y personajes de cuenta en el mundillo de la política, que se prolongaba hasta la medianoche, si no más allá. Todavía quedaba la faena de realizar recorridas de inspección a las comisarías en horas intempestivas de la noche, único modo de cerciorarse de si los funcionarios estaban o no al pie del cañón, sin pausas ni reposos, como exige la labor policial. De tal suerte, raro era el día, o mejor la noche, en que no me retiraba a descansar hasta bien entradas las primeras luces del amanecer.

Todo eso, huelga consignarlo, requiere una salud a prueba de bomba y una resistencia física y psíquica nada fácil de sobrellevar. De otro modo, un jefe de policía no pasa de ser un figurón burocrático y rutinario, víctima propiciatoria de la negligencia o complacencia de sus subordinados, cuando no un elemento inerte y estático en el desempeño de sus funciones. A este respecto, un jefe de policía hubo durante la presidencia provisional de Luis A. Riart en 1924, que no se preocupó tan siquiera de conocer la ubicación de las comisarías seccionales; se explica que durara menos de tres meses en el ejercicio de sus funciones, pues era ministro del Interior Belisario Rivarola, hombre poco dado a tolerar semejantes negligencias en un cargo de tanta importancia.

Por supuesto, no ocurre lo mismo al tratarse de instituciones con raíces y tradiciones de siglos, como la renombrada Scotland Yard de Londres o la no menos conocida Sureté Génerale de París, dotadas ambas de un personal capacitado y estable, con años de experiencia en sus respectivas especialidades, al margen de fluctuaciones políticas y cambios de Gobierno; pero aun esas circunstancias no eximen al jefe de velar en persona por el cumplimiento de tan abrumadora como compleja tarea, pues la responsabilidad no puede delegarse sino en determinada y limitada proporción.

Por ventura para la institución y para mí, había llevado a la policía a dos colaboradores de una lealtad absoluta y de una contracción nada común a sus respectivas funciones: los mayores Atilio J. Benítez y Hermes Saguier, en la comisaría de órdenes, luego denominada División de Orden Público en la nueva estructuración orgánica de la institución y en la Dirección de Investigaciones, respectivamente. Este último, sobre todo, y sin mengua del primero de los nombrados, era un hombre dotado de una extraordinaria capacidad de trabajo: austero y sencillo en sus modalidades de exigencias mínimas, sagaz, astuto y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, estaba siempre al yunque, no pocas noches se pasaba echado sin desvestirse sobre su catre de campaña, tendido en su propio despacho. A cualquier hora del día o de la noche, el mayor Saguier estaba siempre a mano; dijérase que dormía con el auricular del teléfono pegado al oído. No recuerdo que se haya tomado un solo día de vacaciones o solicitado permiso para dejar de concurrir a su oficina, salvo cuando daba parte de enfermo. Hiciera frío o calor, fuera temprano o tarde, tronara o lloviera, a Hermes se lo encontraba siempre en su puesto, atento y avizor al pulso de cualquier novedad susceptible de alterar el orden. No creo haber conocido otro funcionario de más acrisolada fidelidad ni de más acabado y abnegado concepto de su responsabilidad, por lo menos en el Paraguay. Parco de palabra, medido pero resuelto en la acción, ajeno a relumbrones y lentejuelas de la vida de relación, sin aspiraciones en el orden material de la vida, su aplomado criterio y entereza de carácter soportaban imperturbables los mayores momentos de riesgos y vicisitudes. En ningún instante lo vi al mayor Saguier alterado, deprimido o perturbado: muchísimo menos, nervioso o arrebatado. Rindo este emocionado cuan tardío homenaje a la memoria de un cumplido caballero, al par que amigo del alma y soldado de transparente ejecutoria.

Por inexplicable paradoja, como se verá más adelante, fue contra esos dos mencionados funcionarios que arreciaron los empeños por desplazarlos, no por parte de los enemigos del Gobierno, que eso habría sido justificable, sino de los propios jefes militares, quienes no cesaban de declamar la necesidad de sostener por todos los medios a las autoridades constituidas, mientras que otros hacían lo imposible por poner en peligro la estabilidad de esas mismas autoridades.

Apenas dos meses llevábamos en nuestros respectivos cargos cuando, el 1º de noviembre de 1937, me planteó el ministro Paredes la separación de Benítez y de Saguier aduciendo que "el Gobierno sigue manteniendo su neutralidad política, o se entrega el poder a los "liberales". Por supuesto, me negué a acceder a dicha exigencia, solidarizándome con mis subordinados. El dilema planteado por el ministro no tenía razón de ser, por lo más, porque en política no se puede ser "neutral" en la acepción prescindente y contemplativa del término. Si el gobierno de Paiva tenía -como era de suponer- un rumbo trazado y una orientación definida, no había sino que ceñirse a esa política y ajustarse a ella, bregando contra quienes se propusieran entorpecer o frustrar esos objetivos, se tratara de quien se tratase. En lo que nos empeñábamos por llevar a efecto en la policía, pero nuestra acción resultaba unilateral y dislocada. Reconozco empero que en Paredes encontré siempre mayor espíritu comprensivo y de cooperación que en otros miembros del gabinete, con particularidad en lo referente al titular de la cartera de Guerra, malhumorado y arrebatado para apreciar las medidas de carácter policial adoptadas contra jefes retirados y oficiales de baja, que parecían ser de su personal amistad y predilección.

En resumen, sin Benítez y Saguier mi labor en la jefatura de policía hubiera resultado bastante más ardua, por no decir impracticable. Fueron los dos pilares sustentadores de toda tarea policial: prevención y represión. No todo marchó como sobre ruedas, desde luego, pero en el fondo y en punto a lo fundamental y cardinal, constituíamos un trío de pétrea consistencia para nuestros adversarios: intrigas, cizañas y amaños se estrellaron invariablemente contra aquel blindaje sin resquicios ni hendiduras.

Acerca de la labor cumplida en la institución policial durante poco más de un año, me remito a la detallada "Memoria" elevada al ministerio del Interior con fecha 24 de octubre de 1938, luego publicada por la Imprenta Nacional. En ese lapso se consiguió restablecer la autoridad policial en la calle -representado por el modesto y siempre mal mirado agente uniformado- y mantener el orden público, sin tener que recurrir a medidas de violencia en forma a alterar la tranquilidad de los habitantes de la ciudad, ni mucho menos a vejámenes y torturas. Admito que en ocasiones acaso nos apartáramos un tanto de los procedimientos estrictamente legales en cuanto a severas medidas de orden preventivo y represivo, pero vivíamos una época que no era precisamente de normalidad y todo se hallaba supeditado a nuestro principal objetivo: preservar la paz y frustrar las maquinaciones de los perturbadores de ese supremo bien de todos los pueblos. A la sedición no se la desarma con exhibir un ejemplar de la Constitución Nacional, cuyo cumplimiento sólo exigen algunos de las autoridades.

Mas en lo general y fundamental, fueron respetados los derechos esenciales del ciudadano; se guardó la debida consideración a los mandatos del Poder Judicial, evacuando todos los recursos de "habeas corpus" y dando cumplimiento a lo resuelto y ordenado por los jueces del fuero judicial, a cuya cabeza se hallaba el doctor Eladio Velázquez, magistrado cuyo celo e integridad no hubiera tolerado el menor desacato a su investidura, condición que exigió del presidente Paiva antes de aceptar su alta magistratura. Persiguióse -eso sí- con tenacidad implacable la portación de armas por personas no autorizadas a llevarlas, otro de los azotes que contribuyen a la proliferación del delito en nuestro medio, secuestrándose sin recurso de apelación cuanto revólver o pistola fuera hallado en poder de dichas personas. De ese modo llegamos a proveer de armas a una gran mayoría de nuestros vigilantes, pues no disponíamos de fondos suficientes para su adquisición. Los permisos para la portación de armas fueron restringidos a un mínimo, dejándose sin efecto los otorgados con anterioridad.

Lo irreversible es que toda aquella labor realizóse sin tener que disparar un solo tiro ni llevar cargas de caballería; sin choques con estudiantes u obreros, sin ningún despliegue inusitado de fuerza en las calles; no hubo tan siquiera necesidad u oportunidad de apelar al empleo de gases lacrimógenos. El ciudadano honesto, los hombres de trabajo, el comerciante de buena ley, los padres de familia y las personas de condición humilde, tenían la sensación de que tornaba a haber una autoridad capaz de velar por el sosiego de la población. No se produjeron sino tres huelgas, todas ellas de índole pacífica; resueltos fueron todos los conflictos entre patronos y obreros por mediación de la propia policía.

No hago mención de los expresados hechos concretos con ánimo de adjudicarme méritos, sino como prueba de que el pueblo paraguayo, en general, es pacífico y dócil, contrariamente a lo aseverado por observadores superficiales; acepta la autoridad y se somete a sus rigores, siempre que aquélla vaya acompañada de una razonable y comprensible dosis de justicia y equidad.

Lo que el paraguayo difícilmente soporta a duras penas es la arbitrariedad desenfrenada de los mandones rapaces, erigidos en sátrapas y embaucadores, que viven y medran a costa del trabajo de los humildes, como merced a la genuflexa obsecuencia de los pescadores de caña, hombres de derecho no pocos de ellos. El doctor Francia se impuso a sus compatriotas por la honestidad y austeridad de su vida pública y privada, los López, menos austeros, lograron su ascendencia sobre el pueblo por el prestigio de su mejor saber. Déspotas mediocres y efímeros consiguieron en épocas posteriores someter a nuestro pueblo, sin llegar a doblegarlo por completo, con procedimientos propios de una Gestapo, importada de la "culta" Alemania y perfeccionada en tercio y quinto por los abyectos turiferarios de regímenes nefastos, hundidos en el oprobio y en la ignominia de retornos imposibles. Fascismo, nazismo y peronismo subsisten, qué duda cabe, en ciertos espíritus fanatizados y extraviados, pero constituyen minorías, aunque agresivas y provocadoras. El comunismo es cuestión aparte: en su influencia y desarrollo intervienen otros factores más complejos de analizar y definir.

 

Al margen de nuestras actividades específicas, todos los conciliábulos vinculados con situaciones planteadas por los motivos que fueren, se realizaban -vaya a saberse porqué- en el despacho del jefe de policía, así se tratara de problemas económicos, políticos, financieros o internacionales. En contadas ocasiones celebrábanse esos cónclaves de materias grises en el ministerio de Guerra, y menos en el del Interior.

En aquellas veladas, matizadas con refrigerios de whisky y emparedados, por cuenta de los nada holgados "eventuales" de la jefatura, el señor Bozzano solía darnos la lata padre, sin omitir latinajos y alguna que otra cita en inglés o italiano, viniera o no al caso. En cierta oportunidad, me dijo por lo bajo en guaraní el mayor Eustacio Rojas, sentado a mi lado: "No entiendo nada de lo que está diciendo este tipo, pero lo que sé es que está macaneando". En dichas reuniones se hablaba hasta por los codos, pero poco o nada se resolvía en definitiva. Finalizada la reunión, todo el mundo -menos el jefe de policía- se recogía en casita, complacido y satisfecho de que las cosas marchaban a pedir de boca. En sus cuarteles -afirmaban los concurrentes- “se hacía bien la guardia". En la policía velábamos nosotros. Lo demás era intrascendente y ya lo arreglaría el tiempo. Tal era el criterio simplista, ingenuo y negativo de quienes presumían ser los rectores de la acción gubernativa. Los problemas de alguna magnitud los tenía sin mayor cuidado, como no fuera para embrollarlos, perdiéndose en detalles superfluos que no hacían al fondo de la cuestión.

A raíz de cualquier asonada o conmoción, o apenas se vislumbraba un evidente peligro para la situación, al Departamento de Policía, y no a los cuarteles, acudía presuroso y azorado el Gobierno en pleno, para adoptar las medidas pertinentes, tal ocurrió el 2 de noviembre y el 21 de diciembre de 1937, amén de otras oportunidades. Por supuesto, tan destacados huéspedes eran tratados a servilleta prendida, pues no pocas veces se trataba un día con su noche en resolver la crisis. A estar por esos hechos, la policía constituía el nervio motor para la solución de cuanta crisis se presentara y el primero y el más fuerte de los reductos de la paz pública. Sin morteros ni cañones -tan sólo con unas cuantas bicicletas, como apuntó con sorna Cirilo Antonio Rivarola, sin percatarse de haber expresado una gran verdad- la institución policial ejercía una autoridad moral de la que carecían las fuerzas armadas, no obstante su imponente material bélico. El público, sin excluir a los adversarios, respetaba a la policía, reconociendo que configuraba el sostén más sólido, compacto e insobornable de la estabilidad gubernamental y de la tranquilidad ciudadana. Asunción vivía, trabajaba y dormía confiada en quienes velaban por su seguridad y el orden establecido. Los que no participaban de actividades subversivas, nada tenían que temer; incluso no pocos enemigos declarados del Gobierno disfrutaban de una impunidad demasiado complaciente, a mi modo de ver.

 

CUATRO FRENTES

La policía de la capital, que es como decir de toda la República, pues las del interior no cuentan o cuentan poco en el panorama institucional y político del país, hubo de hacer frente en forma simultánea a cuatro adversarios principales -descontada la delincuencia común- aunque no todos ellos de igual e inminente peligrosidad: el derrocado franquismo, que aun no había adoptado la denominación de "febrerista", ávido por reconquistar el poder; el Partido Nacional Republicano o Colorado, en todo momento bien dispuesto, a través de su conocido historial, a acoplarse a conspiración o movimiento subversivo se tramara, siempre -claro está- que no estuviera en el candelero; el comunismo, siempre al acecho para fomentar malestares políticos y promover perturbaciones gremiales, sociales o estudiantiles, con miras de llevar agua a su molino; y por último, aunque parezca paradójico, el propio Gobierno de Paiva o, en términos más precisos, la división de caballería que, al mando del mayor Dámaso Abigail Sosa Valdez, se había erigido en un poder del Estado, gobernando sin saber gobernar ni dejar gobernar a otros, desde su reducto en Campo Grande.

El virus demoledor de la deliberación, pesadilla de gobernantes y gobernados, comenzaba a roer las entrañas de las instituciones armadas; no se trataba ya de su injerencia en asuntos de Estado -acaso explicable en determinadas circunstancias- sino de una intervención directa en la designación o remoción de ministros, y aun para el nombramiento de empleados subordinados de la administración pública. Cuéntase que el doctor Báez preguntaba todas las mañanas a su chofer, antes de subir a su coche: "¿Todavía soy ministro?".

Era el imperio de la fuerza, nunca más bruta ni menos inteligente. Quienes servíamos al Gobierno con entera lealtad, no desprovista de su buena dosis de abnegación, obrábamos pensando que era aquél un mal preferible a una posible restauración del "franquismo". Pero se vivía y padecía la monstruosidad de un orden jurídico, institucional y jerárquico en gran parte subvertido.

 

No cejaban los "franquistas" en sus pertinaces propósitos subversivos para recuperar el poder, tramando conspiración tras conspiración en las filas del ejército y de la armada, donde seguían contando con oficiales notoriamente adictos, quienes por incomprensible tolerancia o benevolencia del Gobierno, proseguían desarrollando sus actividades con entera impunidad, resistiéndose el ministro de Guerra a adoptar enérgicas medidas con respecto a dichos oficiales, a pesar de reiteradas advertencias y fehacientes pruebas proporcionadas por nuestro servicio de informaciones.

Esos planes subversivos desembocaron en la sublevación del regimiento de infantería No 3 "Corrales" el 1 de noviembre de 1937 en Concepción, movimiento sofocado en pocas horas por unidades leales al Gobierno, mas no sin dejar un doloroso saldo de muertos y heridos. (Volví entonces a ser Jefe de Plaza por breves días, pero el levantamiento no tuvo repercusión en la capital, donde no se alteró el orden en ningún momento). Frustrada la intentona cursé al ministro del Interior una nota, a la cual acompañaba una extensa lista nominal de funcionarios públicos desafectos al Gobierno, solicitando la inmediata separación de los cargos que ocupaban: figuraban en dicha lista desde magistrados judiciales hasta jefes de importantes dependencias públicas. Algunos de ellos fueron separados de sus funciones, pero no todos ni mucho menos. "El Debate" de Montevideo reprodujo en su edición del 14 de noviembre del citado año la expresada nota con el sugestivo título de "Del Paraguay nos viene el ejemplo".

Una nueva intentona prodújose en la noche del 21 de diciembre del mismo año, ocasión en que el mayor Joel Estigarribia trató de apoderarse del parque de guerra en Campo Grande; siendo rechazado y dominado por la guardia de prevención, al mando del joven capitán Rogelio Fiore, aquél que siendo cadete -como se recordará- fue hecho prisionero en la batalla de Boquerón. Los dos bravos oficiales con torpeza de "golpe comunista" en un comunicado que se atribuyó a la policía, ajena por completo a su inspiración y redacción, como que no era de su resorte emitir declaraciones sobre hechos ocurridos en un cuartel entre militares, sin participación directa de elementos civiles, los cuales se mantuvieron a prudente distancia del parque de guerra, a la espera de los acontecimientos.

Joel Estigarribia fue bárbaramente ultimado, estando herido; desde mi despacho en la jefatura de policía, dos jefes militares impartieron las órdenes correspondientes. De su cadáver, horriblemente mutilado, alguien alcanzó a tomar algunas fotografías: ordenóme Paredes que secuestrara los negativos. Así lo hice, pero conservando algunas copias que figuran en mí archivo. La suerte de Fiore fue todavía peor, si cabe: tras prolongada y atroz agonía, falleció de septicemia doce días después en el sanatorio Escobar. De ese modo, dos vidas jóvenes fueron inmoladas en la monumental pira de nuestras revueltas intestinas.

De entonces en adelante no pudieron ya los "franquistas" provocar ninguna alteración del orden con raíces en los cuarteles, excluyendo algunos corto circuitos de escasa trascendencia: todas sus conspiraciones y maquinaciones nacían muertas o resultaban frustradas en embrión. Apenas tramado por ellos algún levantamiento, ya la policía estaba sobre la pista, desbaratando los planes antes de que alcanzaran a tener principio de ejecución. Gran parte de aquellos reiterados fracasos debióse a un factor importantísimo, si bien nada insólito ni extraordinario en toda organización preventiva de carácter policial: el "buzón" del franquismo en Buenos Aires era nuestro informante, mediante una remuneración mensual de $ 400 moneda argentina, suma nada despreciable en aquellos tiempos. El mencionado delator a sueldo -cuyo nombre en clave era "Tacuara"- entregaba a nuestro comisionado en la referida ciudad, comisario Arcadio Cabrera, las directivas, comunicaciones y órdenes remitidas por Franco a sus allegados en el Paraguay y poblaciones fronterizas, en nuestro país y en la Argentina; con la cooperación de la policía de Buenos Aires, procedía seguidamente Cabrera a mandar imprimir fotocopias de aquellos documentos, para luego reintegrarlos a "Tacuara" a fin de que éste los hiciera seguir a sus respectivos destinatarios.

Eran "correos" para esta correspondencia clandestina algunos de los camareros de los barcos de pasajeros de la Mihanovich, entre ellos, uno de nombre Lorenzo Alves, a más del timonero del "Ciudad de Asunción", Jorge Vasol; también llegaba esa correspondencia por vía Clorinda (R.A.), sirviendo de intermediarios Elida Ugarriza de Gaona, la ya nombrada viuda de Casatti y un tal Orosia von Oroch. En sentido inverso, las comunicaciones a Franco eran dirigidas a la calle Manuel López No 336, Colonia Uruguay. En Buenos Aires se recibían noticias en clave por el teléfono 48 -Pasco- 2358, domicilio colectivo de Abelardo Casabianca, Roque Gaona y Néstor Martínez Fretes, sito en la calle Tucumán 2192. Por la noche reuníanse en el café "La Cosechera", ubicado en la Avenida de Mayo y Perú. Ni qué decir tiene que todas las referidas comunicaciones epistolares y telefónicas eran interceptadas por la policía, en cuyo poder obraba la clave utilizada por los conjurados; igualmente nos hallábamos al tanto de lo conversado en el mencionado café, mediante los buenos oficios de un pesquisante disfrazado de mozo. Cooperación tan decidida la había conseguido yo a través de mi amistad personal con el general Andrés Sabalain, entonces jefe de policía de Buenos Aires.

Tal estado de cosas se prolongó durante algún tiempo, hasta que "Tacuara", al negársele un aumento de su paga mensual, se dio a falsificar la firma de Franco al pie de comunicaciones apócrifas y desconcertantes. Descubierta la falacia, prescindimos por completo de los servicios del traidor por partida doble, pero ya obraban en nuestro poder todos los hilos de la organización franquista en Asunción, Buenos Aires, Montevideo, Colonia, Corrientes, Posadas, Formosa y Clorinda, con especificación de nombres y domicilios. Es tan bajo, despreciable y vil venderse, o vender a otro, por dinero que omito citar el nombre de nuestro informante; hurgando en mi archivo con inteligencia se dará con él. "Tacuara" -dicho sea de paso- llegó a escalar alguna posición durante la dictadura de Morínigo.

Por lo demás, contaba la policía con una legión de informantes espontáneos y honorarios, los cuales me tenían al corriente de cuanto oían y veían en la ciudad; eran personas que habían sufrido persecuciones en carne propia o en la de sus parientes durante el gobierno de Franco, y les infundía pavor una posible vuelta al poder del régimen depuesto. Entre dichas personas figuraban no pocas damas de la mejor sociedad de Asunción; sería una incalificable falta de galantería mencionar sus nombres. Desde luego, tales informes eran pasados por un riguroso tamiz antes de prestarles entero crédito, pues podían ser motivados por exageraciones, temores infundados o con simples propósitos de desquites personales. De todos modos, fue aquélla una colaboración valiosísima en nuestra cotidiana tarea de mantener la paz y tener a raya al franquismo.

En ese sentido, toda labor de investigación policial no se limita ni mucho menos a los remanidos "partes" de los pesquisantes a sueldo, esto es, los clásicos "pyragüés": que el doctor "A" salió de su domicilio a tal hora, o que el señor "B" estuvo conversando en una esquina con el señor "C", para luego tomar el tranvía número tal, etcétera. No es conveniente, por supuesto, desechar por completo esos informes, pero las auténticas investigaciones en el orden político las dirige el jefe de la institución, mediante contactos, infiltraciones y sobornos que solamente él debe conocer, a cuyos efectos dispone de una suma determinada, de cuya inversión en detalle está eximido de rendir cuenta.

El Partido Republicano o Colorado, fiel a su tradición, como se ha expresado, aferrábase en general a una postura de apoyo y solidaridad con respecto a cuanto movimiento subversivo llegara a tramarse o a consumarse contra el Gobierno, descartadas algunas figuras señeras de esa filiación como Eduardo López Moreira, Juan Monte, Pedro Peña, Antonio Sosa, José Emilio Pérez y otros, quienes se mantuvieron en una discreta actitud de no beligerancia e incluso de colaboración con el Gobierno, desde altos cargos. En la línea intransigente, por no decir belicista, se alineaban Guillermo Enciso Velloso, Tomás Romero Pereira -ex comensal de Isla Poí- Domingo Montanaro, Eulogio Estigarribia y Natalicio González, este último desde el extranjero, a más de otros de menor volumen.

La prensa de dicho partido -representada por "Patria"- era de tendencia, no ya opositora, sino demoledora del orden y de la estabilidad pública, concertándose de esa manera una tácita alianza con el franquismo y demás facciones contrarias al Gobierno. No constituía ese sector del coloradismo ningún peligro de proyecciones para la paz interna, por carecer de asidero y arraigo en los cuarteles, pero contribuía con su prédica a agitar el ambiente por todos los medios a su alcance.

Sus concomitancias con el franquismo eran evidentes: como agente principal oficiaba en Asunción el médico Silvio Lofruscio; eran sus colaboradores inmediatos Bernardo Ocampos, Marcos Quaranta, Félix García, Leandro Prieto y otros. Isidro Ramírez -el inefable diplomático que acuñó el verbo "puertear"- contribuía lo suyo, si bien con mayor cautela. Juan E. O'Leary hacía a ratos de correveidile, hasta que el ministro Paredes dispuso su confinamiento en Caacupé.

El señor Federico Chávez era por aquel entonces presidente del Partido Colorado, habiendo sucedido al doctor Juan León Mallorquín. Presumía Chávez de convicciones democráticas, las que no dejaba de pregonar en discursos y declaraciones, si bien llegado al poder en 1949 no tardó en demostrar que aquellas convicciones no estaban demasiado arraigadas en su espíritu. Desde Buenos Aires, atizaba la hoguera Natalicio González: en mi archivo obran varias cartas suyas escritas a sus correligionarios en Asunción. Decía en una de ellas, dirigida al nombrado Chávez, el 22 de septiembre de 1938: "El Paraguay es actualmente una colonia, el presidente de la República no es el fantoche Paiva, ni los pobres militares que creen mandar porque son libres de realizar arbitrariedades de un comisario de campaña. No. El verdadero mandatario del Paraguay es el canciller argentino, que ha instalado en Asunción a sus dóciles procónsules". (Canciller argentino era entonces el doctor José María Cantilo, que pudo haber tenido de todo, menos pasta y fibra de un Tamerlán o de un Maquiavelo).

Injuriaban los colorados al ejército, expresando en uno de sus panfletos que "los militares no han sabido cumplir con su deber en el Chaco, pues si se examina el cuadro de jefes y oficiales de la activa, se podrá comprobar que ni siquiera el uno por ciento de ellos ha sabido morir por la patria". Tal afirmación, a más de importar una manifiesta falsedad, significaba un despropósito, ya que el cuadro permanente del cuerpo de oficiales representa, como cualquiera lo sabe, una ínfima proporción con respecto al total de los efectivos movilizados en tiempo de guerra. Pero si la Tierra tiene sus límites, la pasión política es infinita para garabatear sandeces.

El 2 de marzo de 1938 celebraron los colorados en el Teatro Municipal su magna convención partidaria, sin ser molestados en absoluto, fuera de la vigilancia policial de rigor en tales casos. Los oradores -cuyos discursos fueron más bien moderados- contaron con la más amplia libertad de expresión. En suma, muchas palabras y pocas ideas, con la infaltable tabarra propia de tales asambleas y los consabidos arranques líricos de épicas resonancias. El iracundo Montanaro pidió en la asamblea "un voto por aclamación de censura a las fuerzas armadas por falta de garantías", (como las que otorgaría su partido diez años más tarde, es de presumir); Mallorquín fustigó al régimen franquista, Enrique Volta Gaona abogó por "la unificación integral del Partido" (prueba de que no andaba muy unido, que digamos); Chávez sostuvo "la necesidad de concurrir a las próximas elecciones": Juan Monte apoyó esa iniciativa incitando a "suprimir conspiraciones y revueltas". Al fin se terminó votando por unanimidad la concurrencia del Partido a los comicios próximos, lo que no habría de cumplirse, como se verá más adelante. La convención clausuró sus deliberaciones el 5 del citado mes y año, dentro del mayor orden; no se produjeron, dentro o fuera del recinto incidentes que obligaran a una intervención policial.

No obstante, el diario "Patria" proseguía su campaña demoledora, hasta que el 23 de julio de 1938 me ordenó por oficio el ministro Paredes que procediera la policía "a clausurar en el día el diario "Patria" indefinidamente, por razones que son obvias mencionar". Esa misma tarde se dio cumplimiento a la orden ministerial.

Los comunistas planteaban un problema de otra naturaleza, puesto que actuaban en forma clandestina y, desde luego, identificados con el franquismo en cuanto este significara alguna posibilidad de alterar el orden y derrocar al Gobierno. Imprimían y distribuían panfletos incendiarios, impresos ora en tipos de imprenta, ora en mimeógrafo. No tenían mayores perspectivas de representar un peligro para la paz, por cuanto su propaganda no podía hallar eco en los cuarteles y era de escasa trascendencia en el proletariado; menos aun, influía sobre el espíritu de la masa campesina; dominaban, es cierto, algunos gremios -como el de la construcción- y no le faltaban adeptos en los centros industriales del Alto Paraguay y del Alto Paraná, con alguna infiltración en los medios estudiantiles, donde Herib Campos Cervera oficiaba de buey corneta; pero su influencia era poco menos que nula en los sindicatos obreros, que en ningún momento configuraron motivos de preocupación para nosotros; por el contrario, la jefatura de policía intervino como árbitro en no pocos conflictos laborales, con el beneplácito de los obreros, conforme es dado comprobar a través de las respectivas piezas obrantes en mi repositorio personal, tal ocurrió cuando la huelga del personal de la Compañía de Teléfonos, la del frigorífico Zeballos-cué y la de los tranviarios y marítimos.

Sin embargo, era el comunismo un foco latente de posibles conmociones sociales en potencia y, por lo tanto, se imponía vigilar de cerca sus actividades. Sus principales y más peligrosos dirigentes –Oscar Creydt y Obdulio Barthe- habían sido deportados por el gobierno de Franco, después de haber apoyado en sus comienzos la "revolución" del 17 de febrero; no obstante, en Asunción, seguían operando -entre otros- Tomás Mayol, Augusto Cañete y Nicolás Yegros, jefe este último del Socorro Rojo Internacional en el Paraguay. Francisco Gaona -ex dirigente ferroviario- se encontraba en Buenos Aires, también deportado por el régimen franquista; allí recibía instrucciones de Humberto Toledano, el conocido marxista mejicano y presidente de la Confederación de Obreros Latinoamericanos, así como fondos remitidos por el senador argentino Mario Bravo (ver documentos originales en mi archivo). Manuel Borja, secretario general interino de la Confederación General del Trabajo en el Paraguay mantenía activa correspondencia con "el compañero Gaona" y, a través de éste, con el partido comunista del Brasil, que remitió al segundo de los nombrados una extensísima nota con instrucciones y directivas acerca de las actividades a desarrollar en nuestro país. Gaona había participado en el atraco y pillaje de la ciudad de Encarnación en 1931; con fecha posterior viajó a Moscú, especialmente invitado para realizar "estudios relativos a las organizaciones obreras"; más adelante se afilió al "febrerismo", no sé si renegando de buena fe de sus ideas marxistas. En noviembre de 1937 llegaba a Buenos Aires, procedente de México, Anselmo Jover Peralta -ex ministro de Franco- trayendo diez mil dólares remitidos por el Komintern para la restauración del régimen franquista, según las instrucciones de que era portador, instrucciones que le fueron secuestradas por la policía argentina y entregadas a la nuestra. Ignoro lo que fue de dicha suma, pero lo más probable es que los comunistas se hayan quedado con ella para sus objetivos propios.

Tras prolongadas y laboriosas pesquisas -sin excluir alguna que otra delación "al prezzo di moneta", pues también entre los marxistas hay felones y venales - logró la policía localizar en el llamado Barrio Obrero (calle Independencia Nacional y l4a Proyectada, domicilio del nombrado Yegros), la Minerva utilizada para la impresión de panfletos comunistas (el dichoso mimeógrafo no pudo ser hallado nunca, a pesar de haber ofrecido una prima tentadora para quienes nos dieran noticias de su ubicación, ahí, debo reconocerlo, fallaron por completo nuestros medios de información). Casi al mismo tiempo se consiguió detener a Augusto Cañete y a Tomás Mayol, ambos ocultos de largo tiempo atrás; el último de los citados tuvo la incalificable osadía de dirigir, desde la Cárcel Pública, una extensa carta al arzobispo Bogarín, en la cual se empeñaba en demostrar la existencia de objetivos coincidentes entre el marxismo y la religión católica. Semejante contrasentido exime de todo comentario. Los comunistas, al igual que todos los fanáticos, tienen por ingenuos y papanatas a sus adversarios cuando, no pocas veces, son ellos los que se dejan llevar por sus endiosados jerarcas de las narices.

 

La lucha contra la gente del propio Gobierno, del cual éramos sostenedores en no escasa medida, fue la más ingrata y amarga. Los jefes militares de Campo Grande -el ya mencionado Sosa Valdez, Cirilo Antonio Rivarola y Eustacio Rojas, para no citar sino a los grandes bonetes- mostrábanse más bien reacios e irresolutos a colaborar con la policía en la tarea de eliminar de raíz los focos de conspiraciones en sus respectivas unidades; llegaron incluso a plantear situaciones proclives a derivar en una crisis de imprevisibles consecuencias. En efecto, acusaban a la policía de "parcialidad liberalizante" y, en un momento dado, como había tratado de hacerlo Paredes meses antes, exigieron la separación de Atilio J. Benítez y de Hermes Saguier, por el solo delito de "tener amigos liberales" y demostrar simpatías por esa agrupación política, aunque sin desmedro de sus funciones policiales, como me constaba. Me negué en absoluto a ceder a dicho requerimiento, advirtiendo a los jefes reunidos en mi despacho: "Si ellos se van, yo me voy con ellos".

La requisitoria era absurda y reveladora de una absoluta, ausencia de comprensión del momento que se vivía. Si el personal de la policía no iba a estar constituido por quienes ellos llamaban "liberalizantes": ¿a quiénes debía recurrir el jefe para llenar los cuadros de las jerarquías superiores? Seguramente no a los colorados; menos todavía a los franquistas. ¿A los denominados "neutrales" quizás, elementos improvisados y de una lealtad nada probada? Pero estos interrogantes no los sabían responder.

Aquel tira y afloja con mis camaradas culminó en una crisis en la noche del 27 de abril de 1938, en cuya oportunidad volvió Sosa Valdez a exigir, esta vez en términos perentorios e incluso descomedidos, la salida de mis dos expresados colaboradores inmediatos. Creí llegado el momento de dar un corte definitivo a las cosas, planteando a mi vez la cuestión de confianza, como se dice en términos parlamentarios: o se me concedía libertad de acción para elegir a mis subordinados o esa misma noche pondría en manos de ellos mi renuncia. Apeóse al punto el jefe de la caballería de su provocadora actitud, diciendo: "de hoy en adelante voy a echar a patadas al primero que venga a hablarme mal de la policía". Era ésa una prueba evidente de que intrigas e influencias -a las cuales no eran ajenos ciertos elementos del Partido Liberal- trataban de forzar una brecha entre la institución policial y las fuerzas armadas, como parte de la conjura a la cual nos referiremos en el próximo capítulo.

A esas maquinaciones -aunque con distinto objetivo- no eran ajenos el propio subjefe de policía, capitán de corbeta Heriberto Dos Santos, y el secretario general, capitán de ejército Luis González, cuya separación me vi obligado a solicitar pocos días después. Alejados ambos de sus cargos, se clarificó el ambiente y tornóse harto más respirable la atmósfera. A nadie se exigía una adhesión incondicional, pero sí lealtad absoluta a los propósitos de nuestros desvelos y subordinación jerárquica sin dobleces al jefe de la institución, al margen de segundas intenciones y solapados designios. Con verdadera pena hube de alejarlo a González: era un brillante oficial, con quien había mantenido hasta entonces estrecha amistad, mas en los últimos tiempos se había dejado encandilar por el señuelo del fascismo y dejado influir por ciertas vinculaciones femeninas, no del todo recomendables; solía ostentar en el ojal de su saco la insignia falangista del yugo y de las flechas, por lo que no pude menos que reconvenirle en más de una ocasión.

La complacencia para con los enemigos del Gobierno llegó a extremos intolerables, como cuando fue designado cónsul paraguayo en Génova Francisco Sosa Jovellanos, conocido y reconocido "franquista". Hice saber al citado caballero que la policía impediría su salida del país para ocupar el mencionado cargo. ¿Arbitrariedad? Llámesele como se quiera, pero no estaba yo dispuesto a tolerar semejante burla; mientras la policía velaba día y noche por la estabilidad del Gobierno; éste premiaba con una canonjía a uno de los tantos que pugnaban por derrocarlo. Pero Paiva -como Hindemburg en sus años seniles- echaba su firma a cuanto papel se le ponía delante. Días después fue dejado sin efecto el nombramiento de Sosa Jovellanos.

Otros motivos existían empero de inquietudes y desasosiegos, al menos para quienes desde la policía teníamos el pulso de la opinión pública, o por mejor decir, del pensamiento del hombre de la calle, como suele decirse. La verdad era que el gobierno de Paiva había dejado de inspirar confianza y subía por momentos la marea de su desprestigio. No se advertía una orientación definida de su política: faltábale el decidido apoyo de una agrupación cívica, pues no basta el respaldo de los cuarteles para gobernar un país. Por el contrario, daba la sensación de navegar al garete, traído y llevado por la ventolina de Campo Grande, con un gabinete heterogéneo, integrado por personas, sin duda respetabilísimas, en su gran mayoría, pero sin el menor arraigo en el consenso popular. Las llamadas fuerzas vivas -banca, comercio, industria, ganadería, etcétera- comenzaban a sentirse desconcertadas, ante un futuro incierto y perspectivas nada halagadoras.

Como si no hubiera bastante con todo eso, se observaba algún despilfarro del dinero público. En los cuarteles de Campo Grande se ofrecían fiestas, algunas de las cuales llegaron a costar arriba del medio millón de pesos, donde el whisky y el champaña corrían a raudales, en tanto la situación financiera del país empeoraba día a día y sólo se conseguía pagar los sueldos de la administración pública mediante sendos zarpazos mensuales al raleado tesoro del Banco de la República. Por otra parte, algunos jefes del ejército, sin contar ciertos altos funcionarios de la policía -lo confieso- mandaban edificar mansiones señoriales para la época, por entero fuera de proporción con sus posibilidades económicas, utilizando materiales generosamente "donados" por determinados comerciantes de la plaza y empleando presos de la cárcel en la construcción. Indudablemente la situación imponía alguna manga ancha, pero las cosas estaban llegando a extremos inadmisibles. Así por ejemplo, cuando un jefe de la marina de guerra comenzó a dedicarse al contrabando en forma poco menos que desembozada, en connivencia con una principalísima firma comercial de Asunción, introduciendo heladeras, radios y otros artefactos tenidos como de lujo en aquella época, me entrevisté con Paredes para ponerle al corriente de lo que estaba ocurriendo; pero el ministro, de cuya honestidad personal no tenía entonces ni tengo ahora motivos de duda, me contestó: "¿Qué le vamos a hacer? Si tomamos medidas, nos amenazarán con marchar con sus tropas sobre la capital. No vale la pena correr el riesgo de dar ese escándalo". Desgraciadamente, no le faltaba razón. El encubrimiento era, en cierto modo, el precio de la paz, a lo menos de una paz aparente y efímera, porque nada perdurable ni sólido puede forjarse sobre la complaciente, aunque obligada, tolerancia del mal y del delito.

El ministro Argaña, con veleidades presidenciales, que se había negado a refrendar con su firma la adquisición de una motocicleta para la policía, decíale por teléfono al mayor Cirilo Antonio Rivarola a las 17 y 20 del 25 de octubre de 1938 que ya había firmado el crédito solicitado por la Dirección de Construcciones Militares y que, poco después, podría disponer la citada Dirección de otros 400 mil pesos. Se explica tanta condescendencia: en Campo Grande estaba la fuerza y el señor Argaña soñaba con su candidatura a la presidencia, impuesta por las instituciones armadas.

Poco después la policía descubría un desfalco de no escaso monto en el Banco Agrícola; luego de pasarse las actuaciones a la justicia, el asunto fue encarpetado; los presuntos culpables se vieron amparados por la indiferencia o la impunidad; la prensa liberal -"El Diario" y "La Tribuna"- optó por echar tierra a la denuncia.

Sin duda, con el correr de los años ocurrirían cosas peores en punto a latrocinios y contrabandos en beneficio de algunos jefes militares, pero eso no lo podríamos prever entonces y una cosa no justifica la otra; así por ejemplo, las mansiones que he calificado de señoriales en tiempos de Paiva eran tugurios, si las comparamos a las que se levantaron años después; y no quedaron atrás, por cierto, los funcionarios civiles en tales magnificencias logradas a través de exacciones, confiscaciones y despojos al erario público.

El 4 de abril del mencionado año hice partícipe de mis inquietudes al presidente de la República, en ocasión de una prolongada entrevista en su despacho; de sobra sabía que Paiva no estaba en condiciones de poner remedio a las cosas, ni aún queriéndolo, pero consideré de mi deber ponerle al corriente de los hechos y, en especial, de sus perniciosas repercusiones en la opinión pública; me escuchó el primer magistrado como quien oye llover, con graves y académicos asentimientos de cabeza.

El 7 del mismo mes y año cursé con carácter confidencial una nota al ministro Paredes sobre el mismo particular, en uno de cuyos párrafos le decía: "Nuestro gobierno va perdiendo a pasos redoblados la confianza del público... Hay malestar, zozobra, descontento general. Se está preparando el ambiente para cosas gravísimas... Se precisa estar ciego para no verlo. Se autoriza, por ejemplo, la entrega de diez millones de pesos "para el fomento del deporte", mientras los agentes de la policía montada, por estar "agotado el rubro", tienen las cinchas de sus caballos atadas con piolines y las estriberas remendadas con trozos de alambre...".

Así las cosas, el ministro de Guerra -ascendido a general en esos días- se vio envuelto, quiero creer que por flaqueza o inadvertencia, en ciertos negocios turbios relacionados con una adquisición de armas en Bélgica. Se hacía difícil comprender la necesidad o urgencia de adquirir material bélico cuando nuestro parque se hallaba abarrotado de fusiles y armas automáticas, que habían caído en nuestro poder durante la guerra. Por otra parte se percibía como extremadamente remota una posible reanudación de las hostilidades, pues ni Bolivia ni Paraguay se hallaban en condiciones de exigir un nuevo tributo de sangre a sus respectivos pueblos, agotados ambos por una prolongada contienda y escarmentados por las injusticias perpetradas con los ex combatientes. En consecuencia, la adquisición de armas configuraba una erogación extemporánea en el mejor de los casos, pues la situación financiera de nuestro país mucho distaba de ser brillante, para autorizar esos gastos en moneda extranjera.

El belga Edmundo Tombeur -de larga y nada honorable historia- y Manuel Garay, este último desde Buenos Aires, actuaban como intermediarios de la fábrica de armas de Herstal-le Liége en Bélgica, la misma firma donde habíamos adquirido fusiles en 1927 y en 1931. Todo quedó en descubierto a raíz de unas cartas interceptadas por la policía. Decíale Manuel Garay a su hermano Blas en una de ellas, con fecha 29 de diciembre de 1937:

"Esta mañana me entregó Efraím (Cardozo) un sobre conteniendo la lista del material que el Gobierno tiene el propósito de adquirir; te agradezco muchísimo pues es de valor incalculable a los fines de nuestras negociaciones... Tombeur, que llegará a ésa el sábado lº, te podrá dar datos respecto a precios...".

Sigue luego una serie de consideraciones referentes a artillería, fusiles, ametralladoras Colt, cañones antiaéreos y pistolas automáticas. Y concluye así la carta:

"Creo fundamentalmente que el coronel Ayala (ministro de Guerra) hará valer su acertada opinión en esta materia... No le digas que nosotros tenemos interés en el asunto...".

Agente visible de la "Fabrique National d'Armes de Guerre" de Bélgica en Asunción era un sujeto de nombre Thorwald Ehrich, a quien se ordenó luego abandonar el país en el plazo de 48 horas. Era el nombrado Ehrich un pájaro de cuenta en el ámbito internacional de compra venta de armas, cuyas actividades se habían hecho sospechosas en Argentina, Brasil y Uruguay. Era judío de origen y oficio, por más señas. Fue el que, durante el gobierno de Franco, ofició de intermediario para la venta de armas, incluso el tanque capturado a los bolivianos, cuyo destino nunca se pudo precisar a ciencia cierta. Ehrich manejaba dólares y libras esterlinas a espuertas. A fin de finiquitar las negociaciones viajaría a Buenos Aires un señor Stassart, director general de la mencionada fábrica de armas; no debió haber sido de escasa cuenta la operación para que el referido señor tuviera pensado molestarse en emprender ese viaje.

Desde luego, tal era de mi deber, puse en conocimiento de todas estas informaciones a mi superior inmediato, el ministro del Interior, el cual, a su turno, las hizo saber a los jefes militares. Al mismo tiempo, por intermedio de mi tío Alfredo hice saber al nombrado Tombeur que le recomendaba dar un corte a sus actividades relacionadas con la adquisición de armas, pues el Gobierno estaba al cabo del negociado en puertas; de no hacerlo así, me vería obligado a entregar a la publicidad toda la correspondencia interceptada sobre el particular. No se pecaba de suspicacia al suponer que estaban en juego suculentas sumas en concepto de "comisiones" y otras gangas, quizás legítimas, pero de discutible sentido moral; por lo demás, esas "comisiones" iba

a pagarlas nuestro erario público, pues es sabido que las fábricas de armas no hacen de ellas una dádiva, sino que las incluyen en los precios convenidos.

La advertencia a Tombeur surtió efecto, pero el proceso culminó con la renuncia del coronel Ayala a la cartera de Guerra el 9 de febrero de 1938, siendo reemplazado por el capitán de navío José Bozzano. El nombrado Thorvald Ehrich fue el mismo que, en 1937, ofició de intermediario para la venta de armas realizada por el gobierno del coronel Rafael Franco. Alegóse entonces que se trata de armas inservibles; nadie -y menos Ehrich- iba a adquirir material bélico inservible. Ciertamente se trataba de armas USADAS, pero en BUEN ESTADO, conforme se especifica en el contrato de venta y en el decreto respectivo. Dicho decreto autorizando la venta -cuando aún no se había firmado la paz del Chaco- lleva el número 8406 y fecha de 15 de enero de 1937: lo subscriben el presidente Franco y sus ministros Arístides Rivas Ortellado, Emilio Gardel, Crescencio Lezcano, Pedro Duarte Ortellado, Germán Soler y Juan Stefanich. A pesar del carácter "reservado" del mencionado decreto, no tardó la reserva en hacerse pública, por infidencia de un empleado o empleada del ministerio de Defensa, según se afirmó. Dijose entonces que se vendían esas armas para adquirir nuevas; si existió en realidad ese propósito, la verdad es que nunca llegó a concretarse.

El monto total de la venta ascendía a la suma de 15.515 (quince mil quinientas quince) libras esterlinas, o sea unos sesenta mil dólares aproximadamente, al cambio de entonces. Sólo cabe agregar que se autorizaba a Ehrich "el correspondiente permiso de exportación de este material, libre de toda expropiación sobre el valor del material vendido y libre de todo impuesto fiscal y municipal".

He aquí la lista del material vendido, con sus respectivos precios de contrato:

Siete cañones de montaña, modelo 1907 Krupp, calibre 75, en buen estado de funcionamiento, con equipos y piezas de repuesto … $  4.020

Dos mil proyectiles en buen estado ... $ 1.920

Un tanque Vickers-Armstrong (boliviano, tomado en Nanawa) con una ametralladora pesada Vickers 7.65 y un cañón automático calibre 47, en buen estado ... $ 1.040

Ciento setenta y cinco mil cartuchos Mauser… $  345

Doscientos treinta y tres fusiles ametralladoras Vickers (también tomados a los bolivianos) en buen estado ...  $ 4.200

Diez ametralladoras pesadas Vickers, en buen estado (de procedencia boliviana) ... $ 330

Setenta y cinco ametralladoras pesadas Maxim en buen estado, (tomadas a los bolivianos) ... $ 1.800

Siete mil ciento diez fusiles Mauser completos … $  7.800

TOTAL $ 15.515

 

De ese modo, quienes acerbamente y sin fundamento, habían acusado a los gobiernos anteriores del "estado de indefensión en que se encontraba el Chaco, fueron luego los que despojaron a nuestros parques de guerra de un material bélico, que bien nos hubiera venido en el caso de reanudarse las hostilidades, eventualidad, improbable, pero nada imposible, dado que las tratativas de paz habían llegado prácticamente a un punto muerto. Ambos beligerantes se hallaban exhaustos -verdad es- pero no hubieran titubeado en apelar a sus últimos recursos, de ser necesario e ineludible. Ni tan siquiera se excluyó de la venta un tanque boliviano, que era nada menos que un trofeo de guerra, tomado al enemigo en cruenta batalla y tras duros sacrificios.

No quiero pensar sino que Franco subscribió el citado decreto con entera buena fe, embaucado o seducido por sus consejeros y allegados, sin darse cabal cuenta de lo que firmaba. ¡Pero es que los hijos de Israel suelen ser tan, pero tan, insinuantes, cuando se trata de guarnecer sus bolsillos!

De todas formas, la divulgación de la referida venta de armas influyó en no escasa medida a minar la estabilidad del gobierno de Franco, ya en baja ante la opinión pública y las fuerzas armadas, en razón de otros desaciertos y tropiezos en el orden nacional e internacional.

 

Otras agrupaciones políticas había de menor beligerancia. Felizmente "schaeristas" y "modestistas", fracciones otrora disidentes del Partido Liberal, habían vuelto al redil, apoyando al gobierno, así individual como colectivamente.

El denominado "frente de guerra" constituía una especie de logia militar de objetivos totalitarios y reaccionarios, formada durante la guerra del Chaco por algunos jefes y oficiales del servicio activo y de la reserva, entre quienes se contaron a Heriberto Florentín, Luis Santiviago, Mushuito Villasboa, Pablo Stagni, Augusto León Mora, José de la Sobera y otros. Sus actividades ostensibles no iban más allá de hacer circular panfletos instando a "la unidad nacional" con los resobados argumentos del fascismo. De la Sobera era un oficial de reserva movido por ideales patrióticos y de equilibrado criterio, pero llevado por el poderoso influjo de la doctrina totalitaria, entonces en pleno auge. Con el tiempo, el "frente de guerra" se disolvió sin pena ni gloria. El propio De la Sobera se llamó a reflexión, renunciando a la política para dedicarse al comercio, resolución a la que mucho influyó, sin duda, la derrota de Italia y Alemania en 1945.

Mas el totalitarismo se aprestaba a hacer su aparición en el Paraguay bajo otras formas en 1939, menos desembozadas pero más arteras, como habrá de verse. La tarea de redimir al Paraguay por el régimen fascista iba a ceñirse a procedimientos que, con su envoltura de fementida democracia, trataría de engañar a los incautos por el atajo de una nueva "Constitución" la cual, al decir de Justo P. Benítez, estaba llamada a "fortalecer el régimen presidencial en un país harto castigado por la crisis de autoridad".

De la supuesta crisis de autoridad no era responsable la vapuleada y casi nunca respetada Constitución de 1870, sino quienes, puesta la diestra sobre los Santos Evangelios, habían jurado cumplirla y hacerla cumplir, para luego echar a los vientos tan solemne promesa. En extremo simplista es figurarse que con sólo reformar nuestra Carta Magna se van a remediar, como por encanto, todos los males de nuestro castigado país: lo que se imponía y se impone es reformar la mentalidad, la idiosincrasia, el modo de pensar y de obrar de mandatarios y mandantes. A eso no se llegó ni se llegará en el futuro mediante el ingenuo paliativo de una nueva Constitución, redactada a vuela pluma, atento a objetivos personales y particulares afanes, sino a través de un proceso de regeneración cívica, menos del pueblo que de las clases llamadas dirigentes. Cuando estos aprendan y comprendan que la política no es un medio de escalar posiciones, sino un fin para servir a los intereses del país, sólo entonces habremos dado un gran paso adelante. Sin ello, seguiremos con las declamaciones líricas, que ya a nadie convencen ni engañan. Sin un retorno a la ética de Eligio Ayala, de acrisolada honestidad y absoluta consagración a la cosa pública, el Paraguay no resolverá sus problemas financieros, a pesar de los dólares que una complaciente y funesta política exterior yanqui deja caer con displicencia en nuestras tendidas manos de mendicante. Esa pretensa ayuda no hace sino acrecentar la miseria de nuestro pueblo y alimentar la insaciable "angurria" de vividores y vivillos, a expensas del presupuesto nacional, para lograr suculentos provechos de actividades poco recomendables.

Desde que me hice cargo de la jefatura de policía, no dejaba la señora Julia Miranda Cueto de Estigarribia de asediarme para que permitiera el regreso de su esposo al país, como si esa decisión me correspondiera a mí y no al Gobierno. En una ocasión le manifesté: "Señora, en lo que me concierne no hay inconveniente alguno en que el general Estigarribia regrese a su patria, pero la situación no está todavía afianzada y no quisiera que el general, derribado este Gobierno, se viera expuesto a nuevos vejámenes como aquéllos de que fue víctima durante el régimen de Franco". En efecto, poco después se producían los acontecimientos subversivos más arriba mencionados, que en cierta medida pusieron en peligro la estabilidad del Gobierno. A este respecto, el general me escribió desde Buenos Aires una carta, redactada en términos muy cordiales, agradeciéndome las atenciones que había tenido con su esposa, a quien visité en los primeros días del mes de enero para expresarle que el Gobierno autorizaba el retorno de su esposo al Paraguay.

El 9 de febrero del citado año llegó a Asunción el general Estigarribia. Se le tributó un entusiasmo popular bastante descriptible, a pesar de profusos cartelones desplegados en su honor y frondosa propaganda difundida por la prensa y la radio. El Partido Liberal tomó a su cargo dicha propaganda, pero las notas gráficas del recibimiento revelan escaso concurso popular a un acontecimiento que se anunciaba con relieves de apoteosis. No estuve a saludarle en el puerto, pero una vez llegado a su domicilio particular de circunstancias, en México entre 14 de Julio y 25 de Mayo, me hice presente para presentarles mis respetos como jefe de policía. Me estrechó en un efusivo abrazo, a la vista del público. ¡Cómo habían cambiado las cosas! En esa oportunidad, le hice saber que, desde ese momento, quedaba agregado a su persona un oficial de policía, tanto como custodia como para oficiar de enlace con el jefe de la repartición, en casos de necesidad. Días después, visitóme Estigarribia en mi despacho para "agradecer atenciones". ¡No pude, menos que reír en mis adentros, no sin asomos de amargas reminiscencias! ¡Vivir para ver! Las vueltas que da el mundo, cosa que no parecen comprender los extraviados por el orgullo y la vanidad.

 

LA CONJURACIÓN "CUARENTISTA"

Con el mote de "cuarentistas" han pasado a la historia, o a la historieta, quienes inspiraron, promovieron y llevaron a infeliz término la infausta Constitución totalitaria de 1940, redactada entre gallos y medianoche por Justo P. Benítez y votada el 4 de agosto del expresado año por un plebiscito, mecanismo foráneo a nuestro sistema institucional y jurídico. La comisión de juristas, designada por el Gobierno para redactar el anteproyecto de una nueva Carta Magna, apenas llegó a reunirse una vez. En cambio, el preparado por Benítez fue "aprobado en dos consejos de ministros", según declaración del citado y, luego, promulgada la Constitución por un decreto ley del 10 de julio de 1940. Con anterioridad, los jefes del ejército y de la armada, convocados por el presidente Estigarribia, habían otorgado su visto bueno a la nueva Carta Fundamental de la República, arrogándose las funciones de constituyentes, con absoluta y olímpica prescindencia de lo establecido por la Constitución de 1870.

Principales promotores de la reforma antijurídica fueron, a más del ya nombrado Benítez, Efraím Cardozo, Pedro R. Espínola, Carlos R. Centurión, Julio César Chávez, José Antonio Pérez Echeguren, Pablo Max Insfrán, Alejandro Marín Iglesias, Salustiano González y otros elementos desilusionados del liberalismo como régimen y doctrina de Gobierno. Hacía falta una mano fuerte, según ellos, y se dieron a buscar tan luego la más débil. Refrendaron el nihil obstat de la flamante Constitución, a más de los tres miembros de la Suprema Corte de Justicia, el arzobispo Bogarín y los señores Roque Encina, Ramón I. Cardozo, Blas Garay, Luis C. Ortellado, Víctor Ocampos, Nicanor Patiño, Exequiel Jiménez, Sebastián Brun, Pedro Bobadilla y Enrique Cazenave. ¡Los convencionales de 1940! La nueva Constitución, entre un fárrago de declaraciones vacuas y líricas, confería poderes poco menos que omnímodos al presidente de la República, suprimía el Senado de la Nación, limitaba la libertad de prensa y reglamentaba el ejercicio de los derechos individuales. Apenas cinco meses más tarde, fueron los "cuarentistas" las primeras víctimas de las disposiciones por ellos dictadas, rumiando en Peña Hermosa o en el destierro las consecuencias inmediatas de sus traspiés.

Pero vayamos por partes. En rigor de la verdad, la conjuración venía gestándose de tiempo atrás, desde aquellas sobremesas del cuartel general de Estigarribia en Isla Poí, durante la guerra del Chaco. Fijado había sido el objetivo: llevar a Estigarribia a la presidencia de la República y, al amparo de su todopoderosa e intangible personalidad, instaurar un régimen de gobierno institucional en apariencia, pero de corte reaccionario en el fondo, a tono con los tiempos que corrían, en que el fascismo de Mussolini y el nacionalsocialismo de Hitler describían anchas curvas de soberbia y arrogancia en el panorama internacional. Pensaban los pobres de espíritus que la suerte de la democracia -léase Inglaterra, Francia y los Estados Unidos- estaba definitivamente sellada, por decadente y anacrónica.

Para alcanzar el mencionado objetivo que se habían propuesto los "cuarentistas" en cierne, era menester desprenderse de la tutela de los jefes consagrados como cabezas del Partido Liberal, cuyas convicciones democráticas se reputaban como retrógradas y en disonancia con la época. Así fueron puestos a un lado Eusebio Ayala, José P. Guggiari, Belisario Rivarola, Jerónimo Zubizarreta y otros, personajes para ellos de museo, incapaces de asimilar la nueva tónica del siglo.

A este respecto me escribía Justo P. Benítez lo que sigue desde Buenos Aires, con fecha 26 de octubre de 1937, tras de felicitarme por mi designación como jefe de policía de la capital:

"no soy partidario de renovaciones superficiales que se reducen a meros cambios de hombres, ni menos de la reconstrucción de nuevas oligarquías electoralistas, sino de un cambio más profundo que devuelva la fe en sus destinos a nuestro país. Necesitamos programas concretos y no vaguedades engañosas. El liberalismo tiene fuerza, pero resta saber si sabrá emplearla".

Razonamiento inobjetable, qué duda cabe, pero se advierten al trasluz ciertos atisbos de desgajamiento del régimen liberal, con tendencia a formas más autoritarias de gobierno, necesarias y aún justificadas quizás, pero incompatibles con los antecedentes del firmante de la carta.

El golpe "franquista" del 17 de febrero de 1936 había abierto un paréntesis imprevisto en las aspiraciones de los futuros "cuarentistas". Esperaban que el caudillo de esa "revolución" fuera Estigarribia, pero las esperanzas resultaron fallidas. Dieciocho meses más tarde, era derrocado Franco: con Paiva en el poder creyeron llegado el momento de reactivar sus planes. Las circunstancias eran otras, acaso algo más auspiciosas. Reanudadas, o proseguidas, las negociaciones con Bolivia para la firma de un Tratado de Paz definitivo, en el seno de la Comisión de Neutrales con sede en Buenos Aires, les pareció de perentoria necesidad que ese tratado lo subscribiera Estigarribia, entonces ministro en Washington, de modo a hacer de él un artífice de la paz, luego de haber sido el "invicto" conductor de la guerra.

Nervio y cerebro del complot era el ya tantas veces nombrado Benítez, entonces ministro en Bolivia. Como figura de vanguardia figuraba Efraím Cardozo, miembro de la Delegación paraguaya a la Conferencia de la Paz y, sin duda alguna, joven de relevante capacidad intelectual, sobre todo en las disciplinas de la historia. Secundaban sus planes, por debajo de cuerda, el ministro de los Estados Unidos en Asunción, Findley Howard, empeñado en propiciar una candidatura grata al Departamento de Estado, al cual parecen interesarle más los “hombres fuertes" -aunque en eso se equivoque no pocas veces- que un gobierno de origen popular y raigambre democrática. Cooperaban igualmente con los designios de Cardozo en Asunción su hermano político y ministro de Guerra, capitán de navío José Bozzano, más otros liberales desteñidos o de la guardia vieja, como Juan J. Soler, Benjamín Velilla y el "colorado" en cierne Alfonso dos Santos, fervoroso nazi, con dos procesos por homicidio como caudal político. Con el encumbramiento político de Estigarribia simpatizaban asimismo Policarpo Artaza y Horacio Fernández; tampoco Justo Prieto dejaba de verlo con buenos ojos, pensando sin duda que el general no sería en el poder sino una prolongación del gobierno de Eusebio Ayala, con vistas a algún ministerio o plenipotencia en el exterior.

El 15 de junio de 1938 hizo Efraím Cardozo en el ministerio de Guerra, ante una reunión de jefes y oficiales, convocada por el citado titular de la cartera, una extensa y nada brillante exposición acerca de las negociaciones en la Conferencia de Paz, abogando por la necesidad de arribar a una pronta solución. De aquella conferencia sacamos todos lo del negro del sermón; la impresión causada en el auditorio no pudo ser más desengañante. Según Cardozo, la disyuntiva era: o se firma la paz o se reanuda la guerra. La realidad del momento no avalaba ese criterio, al menos en términos tan contundentes y definitorios. Bozzano relamíase de gusto, con su peculiar gesto de tortícolis crónica y la cabeza a un ángulo de 45 grados; los demás presentes ni fu ni fa. Es que no era aquella una disertación de contenido histórico, jurídico o geográfico sobre el pleito del Chaco, sino una exhortación de subido tinte derrotista. El dilema no era paz o guerra, como nos lo presentaba Cardozo, sino paz que consultara nuestros intereses y legítimos derechos, o en último caso, armisticio por tiempo indefinido. En esta última instancia, la situación no carecería de conocidos antecedentes en la historia militar de los pueblos.

Días antes había recibido en mi despacho la visita del delegado peruano a la Conferencia de Paz, Felipe Barreda Laos, quien por cerca de una hora se explayó en la necesidad de que el Paraguay se apeara de su intransigencia; luego de escucharlo en silencio, hube de significar a tan distinguido diplomático, con toda cortesía, que el Departamento de Policía no tenía a su cargo la política exterior del país.

Entre tanto proseguía la maniobra. Con fecha 30 de junio escribía Cardozo a Bozzano:

"Por encargo del doctor Zubizarreta (presidente de nuestra delegación en Buenos Aires) he iniciado negociaciones para salvar a la Conferencia de un fracaso inminente... Yo estoy dispuesto a defender ante el pueblo paraguayo la solución preconizada por el presidente Roosevelt.

Soy joven y tengo ambiciones para la vida pública... Si tu patriotismo te indica que yo tengo razón, debes apoyarme en esta dolorosa emergencia... Házmelo saber inmediatamente con un simple telegrama que diga all right".

Dicho telegrama fue cursado al día siguiente, en los términos demandados por el remitente de la carta, pues había que firmar la paz para satisfacer "las ambiciones" del señor Cardozo, aunque ello fuera en menoscabo de los intereses nacionales. Pero Cardozo no decía la verdad, que era muy otra: sin la autorización de Jerónimo Zubizarreta había entablado las referidas negociaciones, manifiesto acto de deslealtad que provocó la renuncia del jefe de nuestra delegación, como asimismo la de Higinio Arbo, miembro de esa delegación y ministro plenipotenciario en Buenos Aires. Lo prueba y comprueba la renuncia de Zubizarreta, telegrafiada en clave a nuestra cancillería con fecha 6 de julio, que expresaba lo siguiente:

"El doctor Cardozo presentó verbalmente sin mi intervención y contra mi parecer a delegados neutrales un plan de arreglo del pleito con Bolivia, plan que ese Gobierno conoce y está ahora en tramitación. Sé que dicha fórmula tiene el beneplácito del doctor Báez y la aprobación en lo fundamental de ese Gobierno... No puedo ni quiero servir de obstáculo a soluciones que ese Gobierno y otros delegados juzgan aceptables... La situación que se ha creado me inhabilita para seguir desempeñando la misión en que participo".

Que nuestro canciller Báez, a la sazón en Buenos Aires, no era ajeno a las maquinaciones de Cardozo, queda comprobado por él siguiente telegrama cifrado que cursó al presidente de la República:

"Comunicaciones confidenciales entre delegado Cardozo y el ministro Bozzano, de las cuales tengo amplio conocimiento, me permiten tener la pauta anticipada de la opinión de vuestra excelencia. Basado en ellas es que hice saber a ministro Cantilo que mirábamos con simpatía sus esfuerzos por llevar adelante nuevo plan. Si vuestra excelencia cree que debemos aceptar esas conversaciones, ruégole decírmelo, pues en caso afirmativo asumiré personalmente negociación".

De donde cabe deducir que el presidente Paiva tampoco era extraño a las negociaciones clandestinas, con prescindencia de sus ministros y sin conocimiento de los jefes militares -que en este asunto, sí tenían derecho a voz y voto- o que el señor Bozzano trataba de hacer creer a Cardozo esa complicidad.

El original de la carta de Cardozo a Bozzano obra en mi archivo. En cuanto a los citados telegramas, fueron descifrados por personal especializado de la policía. Los originales deben obrar, a buen seguro, en el repositorio de nuestro ministerio de Relaciones Exteriores.

Las "Negociaciones" entabladas por Cardozo importaban ceder a Bolivia el llamado "camino internacional" y miles de kilómetros cuadrados, conquistados por nuestro ejército en memorables cuan encarnizadas batallas. Mientras tanto Estigarribia había llegado a Buenos Aires por vía aérea desde Washington el 2 de julio; antes lo había hecho nuestro ministro en el Brasil, doctor Luis A. Riart; ambos pasaron a integrar la delegación paraguaya a la Conferencia de Paz.

La intempestiva y tonante dimisión de Zubizarreta alarmó al Gobierno de Paiva, con lógica repercusión en las fuerzas armadas, tomadas de sorpresa por la artera maniobra de Cardozo, tanta era la fe que inspiraba el talento, el patriotismo y la insobornable probidad moral del dimitente. Muchos y eminentes servicios había prestado el doctor Zubizarreta a su país, pero su persona no inspiraba simpatías por cierta arrogancia de su carácter y la obcecada terquedad de su ascendencia vasca, así estuviera en la verdad o en el error. Hasta en sus creencias religiosas, católico militante como era, cerraba las puertas de la tolerancia a las ideas ajenas. Se lo respetaba, sin llegar a guardarle afecto. Tampoco era hombre de lucha en las filas de su partido, si por lucha se entiende acompañar a sus correligionarios de cuerpo presente en las batallas comiciales o en las contiendas armadas. Su espíritu combativo se limitaba a las controversias verbales o escritas, dueño como era de una formidable dialéctica y de una extraordinaria claridad de exposición. No era hombre de lanzarse a la calle con un fusil en la mano ni de dejarse sablear en un día de elecciones. No pocas veces lograba convencer con sus sólidos y persuasivos razonamientos, mas a nadie arrastraba por el mero impacto de su personalidad, vigorosa y esbelta, carente empero del magnetismo que en política conquista sufragios y mueve a las multitudes. Carecía de la pasta de conductor, como la tuvieron Manuel Gondra, José P. Guggiari o Eduardo Schaerer. No era, en suma, un hombre del pueblo, sino un aristócrata del pensamiento y caballero feudal del patriotismo, defendido desde las almenas de su encastillada intransigencia. Cualquier opinión contraria a la suya lo exasperaba. Siendo así, no podía buenamente triunfar en política: le faltaba el maquiavelismo de Eligio Ayala, el seductor influjo de José P. Guggiari y la energía para la acción de Eduardo Schaerer. Su mismo porte hierático era un puente levadizo entre él y sus correligionarios.

 

Volviendo a nuestro relato, luego de una injustificable digresión, en la mañana del 6 de julio fui llamado con urgencia por el ministro Paredes a su despacho, para decirme que al día siguiente debía trasladarme por vía aérea a Buenos Aires con la misión de manifestar al doctor Zubizarreta que las fuerzas armadas le ratificaban su confianza, instándole a retirar su renuncia; si el doctor Zubizarreta condicionaba el retiro de su renuncia a la separación de Cardozo como miembro de la delegación, el Gobierno accedería de inmediato a esa exigencia. Acto seguido redactó Paredes un despacho telegráfico en clave para el mencionado doctor, pidiéndome que lo transmitiera por el cifrado policial al comisario Cabrera, para que éste procediera a descifrarlo y entregarlo al destinatario. Rezaba así el despacho:

"Ejército y armada le piden suspenda ejecución y publicidad renuncia hasta llegada jefe militar que irá en avión viernes".

Al día siguiente viaje a Buenos Aires en el avión particular de Nicolás Bo; me acompañaba el joven Manuel Battilana Peña, sin ningún carácter oficial este último. Del aeródromo de Morón me trasladé al Plaza Hotel, donde se alojaba nuestro canciller Cecilio Báez, quien me aseguró que no se había dado paso alguno para la firma inminente de un acuerdo de paz. Seguidamente me entrevisté con el doctor Zubizarreta, el cual se mostró de una intransigencia irreductible en cuanto al retiro de su dimisión, sin duda al tanto de pormenores que yo desconocía entonces y que él no consideró oportuno o conveniente dármelos a conocer. Esa misma noche cursé al ministro Paredes el siguiente cifrado, siempre utilizando la clave policial.

"Causa renuncia Zubizarreta ampliamente justificada por trabajos efectuados por Cardozo sin su conocimiento. Creemos posible resolución conflicto. Mañana continuaremos gestiones".

El día 8, a horas desusadas de la mañana, recibí en mi hotel la visita de Cardozo, quien un tanto agitado y preocupado, me dijo que estaba dispuesto a "sacrificarse por la patria y cargar con la responsabilidad de subscribir el acuerdo de paz, incluso si tenía que pasar como traicionando al doctor Zubizarreta". "Si alguien ha de sacrificarse por el país paraguayo -prosiguió- prefiero ser yo la víctima y no el doctor Zubizarreta". Tanto espíritu de sacrificio y noble desprendimiento no dejó de olerme a cuerno quemado. Lo que ignoraba mi visitante era que con un simple telegrama a Asunción quedaría destituido de su cargo, conforme se me había expresado. Me guardé de señalarle esta espada de Damocles que pendía sobre su cabeza, pues ya en esos momentos tuve la sensación de encontrarnos ante hechos consumados. No tenía entonces, ni tengo ahora, suficientes motivos para poner en tela de juicio "los motivos patrióticos" que inspiraban al señor Cardozo, pero su modus operandi era, por más de un concepto, en extremo discutible. La deslealtad es siempre la deslealtad, por cualquier lado que se la mire.

Esa tarde volví a visitar al doctor Báez quien, una vez más, negó en términos categóricos cualquier solución en puertas. Sin embargo, horas después, en la madrugada del 9 de julio, se firmaba el convenido preliminar de paz en el ministerio de Relaciones Exteriores, "ad referendum" de los respectivos gobiernos beligerantes. Cuando después inquirí del doctor Báez la razón de haberme ocultado la verdad, por no decir engañado, me dijo por toda respuesta: "el baúl moscovita", aludiendo al conocido truco de los prestidigitadores. Poco tiempo después me cupo la oportunidad de hacer con él, a mi turno, otra prueba con "el baúl moscovita", que por cierto no le cayó nada bien. Báez, nublado ya por los años su esclarecido talento de mejores tiempos, se hallaba en los umbrales de un reblandecimiento senil.

Mi misión había terminado o, mejor dicho, fracasado de la manera más ruin. Zubizarreta se había embarcado de regreso a Asunción en la tarde del 9, resultando vanos todos nuestros esfuerzos por disuadirlo de su postura intransigente; en el puerto no estuvieron a despedirlo ni Báez ni Estigarribia, detalle que no dejó de comentar la prensa de Buenos Aires.

El día 10 tomé el tren con destino a la capital paraguaya. Apenas llegado di cuenta del resultado de mi misión al presidente Paiva, así como al ministro Paredes; al día siguiente hice lo mismo ante los jefes militares reunidos en la jefatura de policía. Ni ellos ni yo caímos entonces en la cuenta de haber sido víctimas de un timo descomunal. La paz con Bolivia era necesaria sin duda, pero no en los términos de un indigno sainete. Los "cuarentistas" habían hecho mofa de las instituciones armadas y de la opinión pública en general. Y los jefes de dichas instituciones ni soñaron que el engaño y la tramoya acabarían por llevarlos a la pérdida de sus posiciones de privilegio y, lo que era peor, conducirían al país al ocaso y ruina de sus instituciones democráticas. Verdad es que con Zubizarreta se hubiera tardado quién sabe cuántos meses más en firmar la paz, pero sin él, perdíamos una parte nada desdeñable de territorio conquistado por la fuerza de las armas.

Otro detalle significativo: el día 12 Estigarribia y Cardozo viajaron a Asunción en avión especial, puesto a su disposición por el gobierno argentino: pareciera que hubiesen tenido interés en adelantarse a mi llegada, ya que yo no arribaría a la capital sino en horas de la noche del citado día; los dos mencionados viajeros eran portadores del acta del protocolo de paz, subscrito el día 9.

Por su parte, Báez había dicho a Arbo que se me había conferido la citada misión con el objeto de alejarme de Asunción cuando se conocieran los términos del acuerdo de paz. Sinceramente, no lo creo.

Al menos de la buena fe de Paredes estoy casi seguro. Por lo demás, los jefes militares con mando de tropas, disponían de la fuerza; no estaba la policía en situación de hacerles frente en ese terreno.

El 21 de julio de 1938 se firmaba en Buenos Aires el definitivo Tratado de Paz con Bolivia: lo subscribieron por el Paraguay el general Estigarribia, Cecilio Báez, Luis A. Riart y Efraím Cardozo. Consumábase de ese modo el último acto del sainete de la farsa tramada entre bastidores. Había llegado el momento de poner en escena otro más, pues Cardozo pregonaba en Buenos Aires a quien quisiera oírle que, apenas ratificado dicho documento por un plebiscito, se formaría un "gobierno fuerte", presidido por Estigarribia. Evidentemente esta segunda etapa no pudo cumplirse, pues no estaba el horno para bollos, dado que por aquel entonces el general no era santo de la devoción de los jefes de Campo Grande.

  

LA CUESTIÓN PRESIDENCIAL

 

Desde un principio se vio claro que el próximo presidente constitucional de la República sería prefabricado en los cuarteles o, por lo menos, debería contar con el beneplácito de las fuerzas armadas antes de poder ceñir la codiciada banda. Por lógica derivación, eso era lo inevitable, pues si dichas fuerzas intervenían sin disimulo alguno para nombrar y remover ministros de Estado y funcionarios públicos de todas las jerarquías, no era dado suponer que ellas se abstuvieran de llevar la voz cantante en designar el candidato a la primera magistratura; no iban a permitir que otro jugara pieza tan importante en el tablero del ajedrez político.

Hablando de todo un poco, era cosa de preguntarse de qué tiempo disponían aquellos jefes militares politiqueros para ocuparse de la instrucción, organización y administración de sus respectivas unidades, atareadísimos como estaban todo el día y buena parte de la noche en resolver o, mejor dicho, entorpecer asuntos de Estado. Me consta que el comandante de división de caballería, por ejemplo, limitaba su agotadora labor profesional a ponerle todas las mañanas su firma a la orden del día, un poco a la manera de aquel mayor Céspedes, a quien nos hemos referido en un capítulo anterior, aunque en forma bastante menos innocua.

Lo curioso es que ninguno de aquellos jefes daba lugar a suponer que aspiraran a un cargo político de importancia; seguro estoy de que de habérseles ofrecido, pongamos por caso, una cartera ministerial, hubieran titubeado en aceptarla; más cómodo les resultaba arrogarse funciones de gobierno sin cargar con la responsabilidad personal que supone esas funciones. Por supuesto, las fuerzas que habían derrocado a Franco y asumido ante la ciudadanía el solemne compromiso de restaurar la normalidad institucional, algún derecho tenían a vigilar el cumplimiento de aquella promesa por parte de los poderes públicos, impidiendo que la politiquería frustrara tan plausibles propósitos, pero no hasta el extremo de trabar esa labor restauradora, al menoscabar y desprestigiar la investidura de quienes habían sido llevados al gobierno para llevar a buen término dichos propósitos. Prevenir y aun enmendar desviaciones podían admitirse como facultades legítimas, si no legales, dadas las circunstancias especialísimas del caso; pero inmiscuirse en asuntos privativos del poder civil, incluso en cuestiones nimias y de subalterna importancia, era caer en lo grotesco y contribuir a afectar el buen nombre de las propias instituciones armadas. Tales desviaciones pueden servir de enseñanza a las futuras generaciones de oficiales para hacerles comprender cuán funesto es el morbo de la deliberación en las filas de las fuerzas armadas, al salirse éstas de su misión institucional para pretender erigirse en un poder del Estado. Los hombres -sobre todo en nuestro país- pasan y se desvanecen en efímeros encumbramientos e inesperados -cuando no estrepitosos- ocasos, las instituciones subsisten hasta el Juicio Final, como subsisten los eternos y absolutos valores de la honestidad personal en el pensamiento y en la acción, al margen de humanas flaquezas y liviandades comprensibles, si no siempre justificables.

Por su parte, los "cuarentistas" no se estaban mano sobre mano en la faena de cencerros tapados para sacar adelante la candidatura de Estigarribia, pero sin atreverse todavía a echarle la capa al toro, es decir, plantear la cuestión a Campo Grande. Juan Guillermo Peroni, asesor jurídico del Departamento de Marina, era el encargado de catequizar a los oficiales navales; en su oportunidad, por ese medio se tomaría contacto con la división de caballería, especialmente a través del director de los arsenales, ya ganado para la causa estigarribista. Alfonso dos Santos -o "dos muertes", como se lo llamaba por el motivo apuntado- rondaba a diario el despacho de Atilio J. Benítez en la policía, tratando de oficiar como punta de lanza, aunque sin mayores resultados.

A este respecto, bien recuerdo que el 8 de agosto de 1938, en ocasión de un banquete ofrecido por la Cámara de Comercio al mundillo oficial, el señor Emigdio Arza, sentado a mi izquierda en la mesa, me susurró casi al oído: "¿Cuándo lo van a hacer presidente al general Estigarribia?". Por demás molesto, hube de manifestarle a tan respetable señor que, entre mis funciones y atribuciones como jefe de policía, no figuraba la de manufacturar presidentes.

Aquella postura de prescindencia, así expresada, obedecía a invariables normas de conducta que me había trazado en toda mi vida militar; por esos tiempos y, en virtud de mis responsabilidades específicas, sólo me interesaban la estabilidad institucional y la paz de la República o, en términos más concretos, el mantenimiento del orden, sin perjuicio de ejercitar en mi fuero íntimo el inalienable derecho que asiste a todo ciudadano a tener opiniones propias en materia política. Sólo cabe agregar que el inefable Carlos Sosa reincidía en su inveterado y, al parecer diestro oficio, de propiciar candidaturas, pero sin dar la cara ni asumir responsabilidades.

Pero verdes estaban todavía las uvas y -a los "cuarentistas" no se les cocía el pan en su impaciencia. El 23 de agosto, treinta días antes de las elecciones parlamentarias, me expresó el ministro Paredes: "Si los colorados se abstienen, el ejército no tolerará sino un presidente militar y ése no puede ser otro sino usted". Con entera franqueza, no me seducía el cargo, al menos a título tan precario, ni en momento alguno había alentado esa aspiración, pues de lo contrario, oportunidades no me habían faltado para ir trabajando mi propia candidatura desde la jefatura de policía, posición clave para ese género de ambiciones políticas. Así se lo dije al ministro Paredes, agregando que si a él, en cambio, se lo postulaba para la primera magistratura, podía contar con mi apoyo y colaboración.

El 25 de septiembre -siempre del año 1938- se realizaron las tituladas elecciones para la constitución del Congreso Nacional. Tituladas digo, porque los colorados se habían abstenido aduciendo "falta de garantías", a pesar de lo resuelto en su convención partidaria del 2 de marzo del mismo año. En consecuencia, las Cámaras legislativas quedaron integradas exclusivamente con elementos del Partido Liberal, no todos ellos por cierto de brillante talento ni con suficiente experiencia parlamentaria. Con ese motivo me escribió un dirigente liberal de San Ignacio (Misiones): "Son diputados que ni para aplaudir sirven y senadores, entre los cuales, hay un mariscal que más útil sería a la patria poniéndose al frente de un haras". (Aludía, me figuro, al coronel Francisco Brizuela). Sin refrendar ni mucho menos juicios tan cáusticos, dichas expresiones constituían una prueba del desconcierto y desaliento operados en el seno de la masa liberal. De todas formas, un día escribí en mi "Diario" esta reflexión, con motivo de aquellas elecciones: " ¡Vaya farsa! Tanto hubiera dado nombrar por decreto a senadores y diputados; así nos ahorrábamos una porretada de dinero y no pocos trajines".

El 13 de octubre del mencionado año, el nuevo Congreso -algún nombre había que darle- confirmaba al doctor Félix Paiva en el cargo de presidente provisional de la República, sin fijar término a su mandato, omisión que, deliberada o no, constituyó un gravísimo error. No se concretaron, por consiguiente, los temores de Paredes; continuábamos con un presidente civil, no ya de facto, sino constitucional en cierta medida. Quizás la mencionada posibilidad de que pudiera yo substituirlo sembró la alarma entre mis camaradas. Más vale mal conocido que bueno por conocer, habrán pensado para su coleto, o acaso cavilaran, sin fundamento alguno: "si ese tipo se nos llega a sentar en el sillón, de ahí no lo desalojamos ni a tiros". La verdad es que de haberme sentado en el tal sillón, antes de tres meses meto en cintura a los díscolos de Campo Grande o "me desalojan a tiros".

A partir de ese momento, el asunto de las candidaturas a la presidencia adquirió un ritmo acelerado, pues algunos no podían ya contener su impaciencia y no pocos llegaron a perder la serenidad. La de Zubizarreta, que en un principio apareció como indiscutida en las altas esferas del Partido Liberal -con el decidido apoyo de José P. Guggiari, Eduardo Schaerer y otros- fue perdiendo terreno hasta desvanecerse como el sueño de una noche de verano. Zubizarreta había incluso renunciado a la presidencia del Partido en los primeros días de septiembre, resultando infructuosas las gestiones emprendidas para hacerlo desistir de aquel paso. Lo substituyó Jerónimo Riart.

En las filas del mencionado Partido no se perfilaba de momento ningún otro candidato que ocupara el lugar del desplazado. La de Jerónimo Riart carecía de suficiente arrastre en las filas partidarias; se desconfiaba de él, acusándosele de veleidoso y en exceso taimado. La de su hermano Luis Alberto hubiera podido quizás abrirse paso, pero se hallaba ausente del país y no dejaba de ser resistida por algunos de sus correligionarios, acaso por temor a la influencia que sobre él pudiera llegar a ejercer Jerónimo. Es posible que Luis Alberto Riart hubiera podido significar la mejor solución de la hora, si políticos y militares hubiesen depuesto sus mezquinas preferencias en aras de una personalidad política de relieves indiscutibles y probada cuan prístina actuación en la vida pública. Riart habría hecho un gobierno probo, capaz y de señeros objetivos. Por desventura, primaron los intereses de círculos y los conciliábulos de cuartel, por parte de quienes no concebían atrasar en un solo minuto las repartijas de un futuro inmediato.

En otro plano de la cuestión, el ministro Paredes acariciaba recónditas esperanzas de hacerlo candidato a Luis Argaña, en aquel tiempo niño bonito de los militares, quienes se hacían lenguas de su extraordinario talento y, sobre todo, de sus estupendas dotes como conferenciante, cuando es sabido que Argaña -habíamos sido condiscípulos durante un año en el Colegio San José- no poseía otra cualidad intelectual que una memoria portentosa, merced a la cual hacía pasar por brillantes improvisaciones larguísimos discursos que se había aprendido de memoria de la cruz a la fecha, a la manera de un locuaz papagayo, pero con menos gracia. Por otro lado, sus modales de subido tono farisaico, así como su voz de niño de coro, no predisponían en favor de su persona. Hubiera hecho tal vez un perfecto hijo de Loyola, pero como hombre de gobierno, no suscitaba ni mucho menos la reveladora exclamación de Arquímedes. De cualquier manera, el señor Argaña no tenía la más mínima posibilidad de llegar tan siquiera placé en la carrera que estaba por largarse; el Partido Liberal había hecho saber a Paredes que no votaría su candidatura en ningún caso, ni siquiera a título de presidente provisional. El ejército no se atrevía a imponerlo por la fuerza y el fraude electoral era instrumento ajeno y extraño a sus lucubraciones cerebrales, si de cerebro puede hablarse; constituido el Parlamento, habría resultado inadmisible y en extremo chocante llevar hasta ese punto la farsa de un pronunciamiento comicial.

Así las cosas, hacia mediados de octubre, planteóse otra crisis de singular gravedad: la división de caballería o, en términos más explícitos, Cirilo Antonio Rivarola, jefe de uno de los regimientos; exigió la renuncia de Paredes al ministerio del Interior; me opuse manifestando que si se iba Paredes, me iba yo también. Tras interminables cabildeos logróse que el nombrado Rivarola retirara su exigencia; pero Paredes a su turno, condicionó su permanencia en el ministerio a la separación de Rivarola del mando de su regimiento. Al final, ambos permanecieron en sus puestos y allí no había pasado nada. Consigno estos tiquismiquis sin otro ánimo que poner de manifiesto cómo se jugaba en aquellos días con la tranquilidad del país, cuya suerte pendía en no escasa medida de aquellos trapicheos personalistas más dignos de colegiales.

Apenas planteada la cuestión presidencial, mi personalísima opinión fue la de que Paiva continuara en ejercicio del Poder Ejecutivo, una vez confirmado por el Congreso, hasta el 15 de agosto de 1940, fecha en que hubiera expirado el período constitucional del mandatario electo en 1936, como sucesor de Eusebio Ayala, de no haber sobrevenido el alzamiento del 17 de febrero del citado año. En primer lugar -pensaba yo e incluso se lo confiaba a algunos amigos de mi intimidad- no era oportuno exponer a la República a una agitación electoral de magnitudes imprevisibles, con inexorable repercusión en los cuarteles, mientras no estuviera afianzado sobre bases más sólidas el orden político y social; la paz no estaba todavía suficientemente asentada en forma inconmovible como para que el país pudiera afrontar sin mayores riesgos un proceso de complejos orígenes y múltiples derivaciones, sobre todo en el ámbito castrense. Este criterio había sido compartido en un principio por el doctor Jerónimo Zubizarreta, según me lo manifestó en mi despacho en la mañana del 15 de enero de 1938 durante una entrevista de dos horas, incluso adelantándose él a proponerlo en forma espontánea. Días más tarde -el 18 del mismo mes- se adherían a ese criterio en mi presencia, Paredes, Sosa Valdez, Bozzano y Osnaghi, en ocasión de una comida ofrecida en su casa por Zubizarreta a los citados jefes. Es que no contábamos entonces con el lobo que, disfrazado de Caperucita, rondaba el bosque acechando entre las sombras; las orejas del "cuarentismo" seguían gachas, a la espera del momento propicio.

En segundo término, era nuestra obligación facilitar en lo posible la tarea del futuro presidente constitucional, haciendo que asumiera el poder con la plenitud de sus atribuciones, sin inquietudes de orden secundario, a fin de abocarse de lleno a la solución de los gravísimos problemas qué afrontaba la República por aquel entonces. No era de justicia ni razón exigir a un ciudadano que gobernara al país al dictado de los cabos furrieles de Campo Grande. Paiva había aceptado y soportado ese papel poco airoso de vejámenes y renunciamientos, tascando el freno de la impotencia y con una buena dosis de espíritu de abnegación, como homenaje ineludible a la paz y a la tranquilidad; mas en su caso, tratábase un gobierno de transición. Hacer de ese menosprecio por la autoridad jerarquizada, sin miramiento alguno para con la alta investidura del jefe supremo de la nación, una norma consagrada de gobierno importaba otorgar cartas de permanencia a una subversión absoluta de todos los principios sustentadores del poder civil y de las instituciones militares. El Partido Liberal -partido de principios, como se preciaba de ser- no supo defender esa tesis desde posiciones irreductibles: prefirió pactar y transigir, impaciente por retomar el poder o, en el peor de los casos, ejercer una señalada preponderancia en el gobierno de la República. Esa conducta de medias aguas habría de resultarle fatal, pues a la vuelta de un par de años, perdería definitivamente el poder hasta la fecha, sin perspectivas inmediatas de recuperarlo. (Escribo esto a mediados del año 1964).

Dos eran los factores de principalísima gravitación sobre los anunciados comicios presidenciales, cuyos factores no favorecían una libre expresión de la libertad popular en las urnas.

El primero, y el más importante de dichos factores, era de carácter militar, se impone volver a señalarlo. Mientras los jefes de las grandes unidades, no faltando algunos de las pequeñas, no se resolvieron a constreñirse a sus funciones específicas, el futuro mandatario no tendría libertad de acción para gobernar, o tan siquiera nombrar o remover a sus colaboradores inmediatos, de acuerdo con las facultades conferidas por la Constitución Nacional. En esas condiciones, el jefe del Estado no pasaría de constituirse en la quinta rueda del carro, como dicen los chilenos.

Por otra parte, el aspecto político del problema tampoco ofrecía un panorama alentador: el Partido Liberal, tal queda expresado, no presentaba un frente homogéneo, ni daba la sensación de vislumbrar el futuro inmediato a través de un programa concreto, definido y de orientaciones afines con la hora que vivía el mundo en general y nuestro país en particular; sus presuntos objetivos políticos, económicos y sociales seguían siendo los mismos de años atrás, con ligeras variantes de forma y expresión; repetíanse los remanidos proyectos y reformas, que habían acabado por suscitar el escepticismo y la indiferencia del electorado. Todo aquel palabrerío malabarista, no exento de rifirrafe, había sido declamado y proclamado por todos los partidos políticos, sin que ninguno de ellos, una vez escalado el poder, tratara de llevarlo a la práctica en forma dinámica y coordenada. El país reclamaba algo nuevo que, sin salirse del cauce de las instituciones democráticas, reflejara un ajustado enfoque de los apremiantes problemas. Una guerra internacional nunca deja a una nación dónde y cómo la encontró, una conmoción social de tal magnitud requiere adaptar los conceptos viejos a requerimientos nuevos.

Por su parte, el Partido Republicano o Colorado iba con toda seguridad a abstenerse de concurrir a las elecciones presidenciales, como ya lo había hecho con respecto a las parlamentarias, invocando su sempiterno alegato de "falta de libertad y garantías", franquicias que ese mismo partido se guarda muy bien de concederlas a sus opositores una vez en el candelero.

De esa suerte se marchaba a una farsa electoral, como otras tantas de parecido jaez en la tragicomedia de nuestra democracia cutánea, tan cara a nuestras prácticas en estos países de la mal llamada América latina -que no es latina, sino ibérica- a título de hoja de parra con la cual tratamos de cubrir la impúdica desnudez de nuestra falta de civismo. Cerca de un siglo llevamos hostigando a la pobre oruga, que no sólo no puede volar, sino que ha llegado a los extremos de no poder ya arrastrarse siquiera.

Siendo así: ¿por qué no seguir con el anodino Paiva, buen hombre pero mal sastre, que si no resolvía los problemas, tampoco los creaba ni complicaba más de la cuenta? Por lo menos, su persona algún respeto inspiraba -aunque no mucho- a los jefes militares, quienes sentíanse en cierto modo cohibidos de deponer por la fuerza al mandatario que ellos mismos habían instalado en el sitial, yendo a golpear sus puertas a altas horas de la noche para suplicarle que aceptara el presente griego de la presidencia.

Hubiera podido acaso argumentarse que con la prórroga del mandato de Paiva no iba a resolverse ninguno de los problemas angustiosos de la hora: situación financiera y económica, pacificación de los espíritus y crisis de la moral y de la disciplina en las instituciones armadas, para no citar sino los de más perentoria solución. Mas eso dependía, en buena parte, de la integración del gabinete con personas de nervio y volumen, de capacidad y energía, de patriotismo y desinterés, para encarar esos problemas sin cálculos electoralistas ni segundas intenciones políticas, cosa difícil, pero no imposible de lograr. Mas esa salida razonable y única del embrollo era demorada y entorpecida por el ejército, en su desmedido afán por seguir designando ministros a su arbitrio y voluntad. De tal forma, no podía Paiva resolver tales problemas, como tampoco los resolvería luego Estigarribia. Y la República, marchando de tumbo en tumbo y cayendo en errores tras errores, acabaría por desembocar en luctuosas y siniestras dictaduras, que ni siquiera pudieron acreditar títulos de austeridad y probidad, como aquélla del doctor Francia. Y cada uno de los dictadores de pasacalle se esforzó por representar en el tinglado de la farsa su "revolución", que sus secuaces escribieron con mayúscula, pero que la Historia no grabaría en sus páginas sino con el signo analfabético de los palotes de quien aprende las primeras letras.

En mi fuero íntimo, por otra parte, no me seducía del todo la candidatura de Estigarribia, así que ésta fue perfilándose como factible en un futuro cercano; dejando a un lado cualquier consideración personal, que en momento alguno influyeron sobre mi modo de pensar en la materia, estaba seguro de que el general Estigarribia no sería un éxito en la presidencia de la nación, por no considerarlo el hombre de la hora, que exigía mano firme para dominar la situación, cuya situación no se acomodaba a la ignaciana idiosincrasia y melosa actitud del candidato en cierne, las cuales tendían a satisfacer a todos sin quedar bien con ninguno. Cualesquiera fueran su prestigio y su autoridad en las fuerzas armadas, de poco iban a valerle frente a los desorbitados mandones de Campo Grande, cuyas trapizondas y zancadillas no dejarían de darle guerra. Algunos años más tarde, quizás pudiera Estigarribia llegar a ser el hombre de la hora, pero no en aquellas circunstancias. Mal le querían quienes propiciaban su candidatura y le alentaban a aceptarla como la única posible tabla de salvación; con ello no hacían sino exponer su personalidad a las acechanzas, perfidias y miserias de la política, para cuya lucha no se hallaba bien dotado el general.

En épocas normales, hubiera sido otra cosa, aun careciendo Estigarribia de dotes de estadista, al no saber conocer, apreciar ni comprender a los hombres; pero en aquellos momentos de subversión institucional -por obra y desgracia de algunos de nuestros camaradas militares- corría el riesgo de ver desconocida y agraviada su autoridad moral y material, tal había ocurrido a raíz del golpe del 17 de febrero de 1936. Pero los "cuarentistas" no estaban dispuestos a esperar, temerosos de que las tornadizas circunstancias dieran al traste con sus largamente meditados planes. Y en política, quien no sabe esperar está irremisiblemente perdido. Las ambiciones prematuras resultan, a la larga, siempre fatales: tras el fugaz cuarto de hora, sobreviene el derrumbe definitivo. Sin levadura, no hay harina de flor que valga. De ese modo, el "cuarentismo" estaba llamado a ser apenas un aciago entreacto en nuestra historia política. Con el tiempo entonarían el cántico funerario de las ilusiones perdidas, confesando "haberse equivocado". Errar puede cualquiera: lo inadmisible es acoplar a ese error la suerte de todo el país, a impulsos de ambiciones prematuras é irreflexivas, como las alentadas por el señor Cardozo en un párrafo de la carta reproducida páginas atrás.

Tales reflexiones, claro está, carecen ahora de valor, al ser expresadas con posterioridad a los hechos; en aquellos tiempos, absorbido por mis agotadoras tareas como jefe de policía, no hice a nadie partícipe de ellas, por faltarme tiempo y disposición para ocuparme a fondo de los vaivenes de la política interna, excepción hecha de aquellos de sus aspectos vinculados de cerca con mis funciones específicas. Tampoco los amigos de mi intimidad, que militaban en el Partido Liberal -como Luis Chase Sosa, Alejandro Volpe y Manuel Battilana Peña, entre otros pocos- me tenían al tanto de cuanto ocurría y se estaba tramando entre bambalinas, acaso por conocer demasiado mi instinta repulsión a conversar sobre tales temas.

Así ocurrió que en la noche del 26 de octubre de 1938, en ocasión de un banquete ofrecido en el Unión Club por el vicepresidente del Consejo nacional del Uruguay, señor César Charlone, al presidente de la República en retribución de atenciones, mantuve con el doctor Jerónimo Riart una prolongada conversación de sobremesa; me hizo partícipe el citado de sus hondas inquietudes ante la situación política del momento, no sin referirse al ministro Paredes con expresiones amargas, por no haber éste cumplido con lo acordado con el Partido en lo referente a la provisión de carteras ministeriales en el nuevo gabinete, constituido a raíz de ser confirmado Paiva en el cargo de presidente provisional por el Congreso; manifesté al doctor Riart que compartía en un todo sus inquietudes y aprensiones, adelantándole que estaba resuelto a plantear una crisis de Gobierno, siempre que el Partido me apoyara en esos propósitos, que no eran otros que los de promover una total y fundamental reorganización del gabinete; prometióme mi interlocutor el solicitado apoyo, sin perjuicio de faltar luego a la palabra empeñada, conforme se comprobará en su oportunidad.

En el curso de aquella conversación, me enteré de que meses atrás el ministro Paredes venía manteniendo tratativas con el directorio del Partido Liberal, cuya colaboración en el Gobierno había terminado por considerar necesaria; al tenor de lo acordado en dichas negociaciones, de las cuales jamás tuvo Paredes la deferencia de informarme, se había ofrecido al mencionado Partido tres carteras en el nuevo gabinete, una vez confirmado Paiva por el Congreso. Mas llegado el momento, Campo Grande exigió que se limitara la colaboración a dos carteras -Hacienda y Educación- exigencia que fue rechazada de plano por el Partido Liberal, aunque luego terminara por aceptar la conminación. El veto de Campo Grande planteó una nueva crisis, que no habría de resolverse hasta entrado el mes de noviembre. La base de sustentación cívica seguía entretanto siendo precaria; si bien por el lado del flamante Congreso, cuyos representantes del pueblo no hacían de tales, fuera de un monosilábico esfuerzo en el momento de votar, no asomaba peligro alguno, pues a la postre Paiva era de filiación "liberal", pero el incoloro y apolítico gabinete iba perdiendo a pasos contados su autoridad en el consenso público. Era por demás obvio que así no podíamos seguir.

Mis preocupaciones eran compartidas desde lejos por el doctor José P. Guggiari quien -mantenido al margen por las autoridades de su Partido, que no mostraban mayor empeño en tenerlo cerca- me escribía desde Buenos Aires por aquellos días:

"El Partido Liberal ha pasado, sin duda, por una crisis grave en los últimos años, crisis de "sibaritismo" explicable por la posesión sin control del poder y por la "euforia" de la guerra victoriosa del Chaco, como por otros factores de descomposición. Se trata de un fenómeno social propio de las colectividades.

Pero si el ejército no retorna a sus cuarteles y la joven oficialidad sigue "deliberando", caminamos directamente a la disolución. Este es el problema más pavoroso de estas horas inciertas. Los civiles podemos desnucarnos sin que peligre el orden ni la estabilidad del Gobierne ni sufra el crédito del país. Pero el choque de las fuerzas armadas entre sí deshonra al país en el exterior y, en lo interno, lo precipitan al abismo del caos y de la anarquía".

Atinadísimas y oportunas reflexiones, sin duda alguna, pero no es menos cierto que la descomposición, desintegración y desorientación de las agrupaciones políticas traen a remolque hondas perturbaciones en el orden institucional, perturbaciones que acaban por reflejarse en las fuerzas armadas, las cuales no constituyen un oasis inaccesible en el panorama nacional. No es lícito exigir a los militares que se mantengan puros e incontaminados, mientras la ciudadanía responsable se deja encandilar por el atajo de los egoísmos y de las conveniencias personales. Después de todo, el oficial no es sino un producto del ambiente, cuyo ambiente está incubado y alimentado por la llamada civilidad, sin pretender que esto sirva de excusa o pretexto para desviar o tergiversar la función militar.

Mientras tanto, entre consultas telegráficas y llamadas telefónicas, proseguían los cabildeos, pero ya no en el Departamento de Policía, detalle que no dejó de llamarme la atención, sino en la sede del comando de la división de caballería, ubicado en una calle céntrica de la ciudad; las aludidas consultas y llamadas -de las cuales estaba la policía al tanto- debíanse a que el morbo de la deliberación se había propagado a las guarniciones de Villa Hayes, Concepción y Chaco, como asimismo a la marina de guerra, hasta entonces más o menos inmune al contagio de la indisciplina. De ese modo, la división de caballería terminaba por caer en sus propias redes y compartir la suerte del aprendiz de brujo: en efecto, no podía ya resolver por sí y entre sí los asuntos de Estado, sino que debía recabar antes la opinión de otras unidades.

El 28 de octubre entrevisté en palacio al presidente Paiva para expresarle que, dadas las circunstancias, se me estaba haciendo cada vez más difícil e ímprobo seguir colaborando con su Gobierno, a menos que se aviniera a hacer valer su autoridad reorganizando su gabinete, de modo a dar alguna satisfacción al clamor público. No era de mi incumbencia darle consejos al primer magistrado ni inmiscuirme en sus decisiones, pero sí de informarle sobre el ambiente de desasosiego que se advertía en todos los sectores de la población. Me escuchó Paiva con aquella su máscara inmutable de un mandarín del Celeste Imperio, sin soltar prenda ni dejar entrever soluciones positivas.

Al día siguiente, en las primeras horas de la mañana, volví a visitar al presidente, esta vez en su domicilio particular, para rogarle que demostrara firmeza ante una delegación de jefes militares, que se entrevistaría con él en la tarde de ese mismo día, a objeto de reiterarle que las fuerzas armadas no estaban dispuestas a hacer al Partido Liberal sino la concesión graciable de dos carteras, como si designar ministros fuera atributo privativo de dichas fuerzas y no facultad exclusiva del presidente de la República, conforme a la Constitución, que ellos habían prometido defender y restaurar como soldados al deponer a Franco. Componían aquella delegación Dámaso Abigail Sosa Valdez, Eustacio Rojas, Cirilo Antonio Rivarola y Bernardo Aranda por el ejército; por la marina de guerra, los capitanes de corbeta Heriberto Osnaghi y Ramón L. Martino.

Como era de esperar, Paiva cedió una vez más ante la presión de los militares, con desmedro de su investidura. El gabinete, con ligeras modificaciones, seguiría siendo el mismo, cambiando de collares, pero con los mismos perros. Como quien, a pesar de estar muriéndose a pedazos, se resiste heroicamente a dar las últimas boqueadas. Sobrecargado mostrábase entretanto el ambiente político, plagado de inquietudes, alarmas y sobresaltos, inspirados y atizados no pocos de ellos por quienes se decían leales sostenedores de la situación, mientras trataban de socavarla en forma inconsciente con una obstinación rayana en el suicidio. Comprendí entonces que ya nada me quedaba por hacer en la jefatura de policía. Era de perentoria urgencia forzar una salida que, en forma drástica, indujera al Gobierno a rectificar su política irresoluta, tortuosa y aun diríase que pusilánime.

Esa misma noche redacté y elevé mi renuncia al cargo de jefe de policía de la capital, sin expresar los motivos. Trató Paredes de disuadirme de aquel paso, pero me mantuve firme en mi actitud. La renuncia "con piolita", como suele decirse, no se ajustaba a mis modalidades. Quod scripsi scripsi, para emplear la bíblica frase de Poncio Pilatos. Recogido que hube mis papeles particulares, me retiré a mi domicilio particular accidental, que había fijado en el City Hotel -Palma y Chile- desde hacía más de un año.  

El 30 de octubre fue aceptada mi renuncia y designado en mi reemplazo el mayor Mushuito Villasboa. Por cierto que el decreto de la aceptación de la renuncia no incluía el artículo de mera fórmulas por el cual se suelen dar al dimitente "las gracias por los servicios prestados". Pensé para mi sayo: ¿para esto, señor don Félix, nos hemos pasado innumerables noches en claro velando por la estabilidad de su Gobierno y la seguridad personal de sus integrantes, sin merecer de usted, en esta hora, tan siquiera unas pocas y sacramentales palabras de reconocimiento? Prescindía el presidente de la República de mis servicios cual si se tratara de un ordenanza o portero; nada le hubiera costado llamarme a su presencia y despedirse aunque más no fuera que con un apretón de manos.

Conmigo habían presentado sus renuncias todos los funcionarios de la policía, desde los principales hasta los de más modesta jerarquía, admirable rasgo de solidaridad acaso sin precedentes. A pesar de mis instancias para que permanecieran en sus puestos hasta ser designado mi reemplazante, el mayor Villasboa, con un montón de renuncias sobre la mesa de su despacho, se encontró sin nadie que atendiera sus llamados telefónicos a las comisarías y dependencias subordinadas, situación plagada de riesgos en una institución responsable del orden público. Incluso los mayores Benítez y Saguier habían hecho abandono de sus respectivos puestos, no obstante mis terminantes órdenes en contrario.

El día 31, desde mi retiro en el mencionado hotel, acompañado por mis consecuentes amigos de siempre -José M. de Nestosa, mi tío Alfredo, Salvador Dentice, director de banda de la policía, Salvador Fois, Eduardo Ratti, Manuel T. Aponte y otros pocos más- llegué a enterarme de que Heriberto dos Santos y Luis González, recientemente designados secretario general y director de investigaciones respectivamente, habían tomado posesión de mi despacho en la policía, entrando a saco en la modesta despensa de la jefatura y haciendo uso del automóvil del jefe con insolente desparpajo para sus desplazamientos y francachelas. Con la radio puesta a todo volumen, bebían whisky, repatingados en butacas y sillones, festejando alborozados mi alejamiento del cargo.

Semejante escarnio a un hombre al parecer caído y la deliberada mofa a las funciones que acababa de resignar, como asimismo a las de los funcionarios leales que se habían solidarizado con mi actitud, tuvieron la virtud de sacarme de mis casillas. Esa noche a las diez me hice presente en el Departamento de Policía, sin permitir que nadie me acompañara; el paso me fue franqueado de inmediato por el personal de guardia, como si todavía continuara ejerciendo el cargo; acto seguido, con toda calma, pero en términos enérgicos, intimé a los intrusos a que desalojaran de inmediato mi despacho y se largaran a la calle, los cuales -cabizbajos y sin ensayar la menor protesta- creyeron más prudente meter violín en bolsa.

Ahí debí hacerme fuerte e imponer soluciones, convencido como estaba de que la caballería no se atrevería a dar el escándalo de marchar sobre la policía; frenóme un escrúpulo principista, si se quiere, o sea, el de aparecer como alzado contra la autoridad del presidente de la República, que había dejado de serlo de facto, desde su confirmación en el cargo por el Congreso. Aun hoy no estoy del todo seguro de que ese escrúpulo fuera del todo fundado; quien sabe si una resuelta actitud de mi parte aquella noche no hubiera ahorrado muchos males al país, al obligar a los militares politiqueros a definirse de una buena vez.

En su lugar, esa misma noche invité a los jefes de la caballería a reunirse conmigo en mi despacho: allí se resolvió mi nombramiento como ministro del Interior. Al día siguiente juraba el cargo en palacio, junto con Juan Francisco Recalde, designado ministro de Educación y Justicia. Integraban las otras carteras: Enrique Bordenave en Hacienda; José Bozzano en Economía; y Nicolás Delgado en Defensa Nacional. La de Relaciones Exteriores fue confiada algunos días más tarde al capitán de navío retirado, Elias Ayala. Quedaban así desplazados Paredes y Argaña. Lo sentí por el primero de los nombrados, pero no así por el segundo. Mas la caballería hacía cuestión fundamental del alejamiento de Paredes, quien no me lo perdonaría jamás, en la creencia de haber montado yo la maniobra para desplazarlo, propósito que en ningún momento se me pasó por la cabeza.

Sigo creyendo que fue un error de mi parte al no exigir aquella noche mi restitución en el cargo de jefe de policía, con Paredes en el ministerio del Interior. Es que fundamentales discrepancias en la interpretación de ciertos conceptos básicos me distanciaban de mis camaradas del ejército y de la armada; si bien esas discrepancias no eran todavía notorias y públicas, comenzaban a remover el fondo de una superficie turbia. Aislado y solo en mi torre de marfil por mí empedernido carácter de solitario espiritual, los acontecimientos se me iban adelantando. Por defecto de suspicacia y exceso de ingenuidad -factores negativos en política, cuyos tejemanejes nunca fueron de mi penetración y predilección- veíame ante la muralla china de una situación abroquelada en móviles para mí indescifrables en aquel entonces. Nunca había hecho política activa ni acariciado ambiciones en ese terreno. Desconocía, por lo tanto, sus triquiñuelas. Mis camaradas militares no eran de fijo más avezados ni despiertos en esas lides, pero si menos impermeables a sus insidias y arteras maquinaciones.

En 1938 todavía se estaba a tiempo para volver a encauzar las instituciones armadas por la senda de la disciplina y del acatamiento a los poderes constituidos. La deliberación no se había propagado aún a los oficiales jóvenes; incluso entre los jefes quedaban algunos valores. Quizás un mando enérgico, que obrara sin contemplaciones en separar los abrojos de la sementera, hubiera podido devolver a esas instituciones su prestigio de mejores tiempos. Por desventura, ni Juan B. Ayala ni José Bozzano ni Nicolás Delgado -los tres ministros de Guerra del presidente Paiva-- pudieron hacerlo, sea por falta de capacidad o ausencia de autoridad, no entro a juzgar.

El ejército por aquel entonces no era todavía sectario, en el sentido de embanderarse en un determinado partido político, mas tampoco dejaba de mostrarse por entero prescindente en cuestiones ajenas y extrañas a su misión específica y constitucional, mal en este caso más funesto que el primero de los nombrados. En circunstancias particularísimas, y no obstante tratarse de una postura anacrónica, un ejército "partidista" puede ser sostén del orden establecido y garantía de la paz interna, pero una fuerza armada que se sale de sus funciones para intervenir en asuntos privativos de los poderes del Estado, configura el germen de la anarquía o el caldo de cultivo de las dictaduras.

Sea como fuere, en nuestro caso particular y atento al momento que vivíamos en 1938, ya dominados prácticamente los focos subversivos en las filas opositoras, sin excluir al comunismo, solamente en la indisciplina de las fuerzas armadas seguía radicando el peligro de una alteración de la normalidad institucional. Desconocida la autoridad del presidente de la Nación en los hechos, aunque declamada por la palabra, se tornaba cada vez más difícil hallar una salida democrática a los problemas de la hora. Por ese camino marchábamos a la anarquía o a la instauración de un régimen totalitario de gobierno, que sin duda acabaría por restablecer el orden y hacer que la jerarquía volviera por sus fueros, pero a costa de la libertad. El proceso se ha repetido tantas veces en el transcurso de la historia que no era menester presumir de agorero para percibirlo a la distancia.

 

 

MINISTERIO FUGAZ

 

Cuando el 2 de noviembre me hice presente en la sede del ministerio del Interior -sito entonces en los altos de Estrella y Ayolas- confieso que se me cayó el alma a los pies: ruinoso y sombrío edificio; la escalera de mármol, que conduce al primer piso, pidiendo a gritos un fregado con cepillo, agua y jabón; las paredes deslucidas de pintura o con desgarrónes en el empapelado; las baldosas flojas y con una pátina que evidenciaba falta de limpieza; muebles arcaicos y comidos por el tiempo; baños descuidados que no olían, por cierto, a ámbar, como diría nuestro señor don Quijote. Invadióme al punto una sensación de tristeza, abatimiento y soledad. Me sentí fuera de lugar, en un ambiente extraño, entre personas desconocidas o poco menos, embargado por la nostalgia en aquel medio incoloro, inhóspito y frío, sin vitalidad ni fuerza de presencia.

No era para menos. Todo aquello contrastaba con el aseo y la pulcritud que habíamos logrado imponer en el Departamento Central de Policía, con perseverante espíritu de renovación y conservación, en medio de actividades encauzadas y disciplinadas en el ánimo de todos por una jovial disposición de cumplir cada uno con su deber en las cotidianas tareas. Añoraba asimismo a mis colaboradores inmediatos y a mis subordinados en general; dolíame la ausencia de aquel ambiente de leal compañerismo, de jerarquía implacable, de disciplina libremente consentida y de unidad de acción con miras a un objetivo común, cuyo espíritu había presidido nuestras duras faenas por más de un año. No faltaron, verdad es, momentos de zozobra, alertas agotadoras y reiterados sobresaltos, pero todo en medio de una labor sin otra directiva que el cumplimiento estricto del deber, con entera abnegación, valor y desprendimiento, entre errores y aciertos, satisfacciones y desengaños.

Desde un comienzo me propuse orientar mi gestión ministerial hacia dos principalísimos y fundamentales objetivos, al margen de toda preocupación de orden político: acabar con los flagelos de la delincuencia y poner coto a las malas autoridades en la campaña. El cuatrerismo o abigeato en especial, había adquirido proporciones pavorosas y aun grotescas, pues tal ocurrió en más de una oportunidad en el pueblo de Coronel Martínez y otros, tras de carnear la única vaca de un pobre vecino, procedía el cuatrero a estaquear el cuero del animal robado frente a la casa, de su dueño. Nuestras fuerzas de seguridad eran impotentes para poner coto a tales depredaciones por el estado de indigencia de las policías de campaña, sin personal suficiente, medios de movilidad ni armamento adecuado a dichos fines; por otro lado, no faltaban autoridades que se hacían cómplices activos o pasivos de aquellos atropellos a la propiedad privada. Que algún buen recuerdo dejó aquella acción represiva contra el cuatrerismo es prueba lo que me decía monseñor Bogarín en una de sus cartas, escritas muchos años después: "Le recuerdo, por si lo haya olvidado, que los cuatreros del país lo están esperando para que los pongan en vereda".

Siempre estuvo nuestra pobre campaña abandonada de todos los Gobiernos: al desamparado campesino sólo se lo recuerda para implorarle su voto en los comicios u obligarle a empuñar las armas en nuestras luchas fratricidas; su participación en nuestro seudo régimen democrático representativo es nula, porque nada representa. Ni elige ni es elegido. Sufraga por el candidato que le imponen los caciques de su partido, tras conciliábulos y tramoyas no siempre de buena ley. A lo más a que puede aspirar es llegar a convertirse en mandarín de sus pagos, sea ejerciendo una autoridad de armas llevar, sea erigiéndose en árbitro de los propios funcionarios policiales y municipales, en razón o sin razón de su hegemonía personal, respaldada sin cortapisas por los dirigentes máximos de su partido.

Es que, de ordinario, el paraguayo investido de alguna autoridad pasa a convertirse en plaga y azote de sus semejantes, en particular cuando una escasa cultura cívica -como es, por lo general, la de nuestros campesinos- no contribuye a despertar en él la noción de sus responsabilidades. Lo dice monseñor Bogarín -conocedor como nadie de la mentalidad nacional- en sus tantas veces mencionados "Apuntes": "Basta que el Gobierno lo nombre autoridad para sentir satisfacción inmensa, sentirse ufano y mirar la posición, no como una carga que le obliga a cumplir con las leyes, sino como un privilegio que le faculta a hacer imperar su voluntad y satisfacer sus caprichos; comete injusticias, se venga de su contrario..."

Mas no creo que sea ésa una desviación propia de nuestra idiosincrasia nacional, sino característica de estos pueblos de nuestra América; el caciquismo español -traducción de nuestro "caudillaje"- y el espíritu mandón de indígena prosapia arrancan de siglos atrás. Eso se ve aún en los tiempos actuales, cuando el alcalde de un misérrimo poblado de Castilla se imagina dueño y señor del universo.

Con los mencionados objetivos en vista, emprendí algunas giras por el interior del país: primero a Paraguarí, luego a Villarrica y después a San José de los Arroyos, pasando por Caacupé, Piribebuy e Itacurubí del Rosario. Tenía pensado extender esas giras a los pueblos de la Cordillera, a Misiones, al norte y al sur de la República, pero mis propósitos quedaron truncos, como se verá más adelante.

En todas las citadas giras de inspección y adoctrinamiento, me hacía acompañar invariablemente por destacadas personalidades del partido seudo gobernante, incluso senadores y diputados, así como por algún jefe del ejército o de la armada, a fin de que fueran ellos testigos presenciales de las directivas impartidas a los funcionarios dependientes del ministerio a mi cargo.

En las referidas localidades, procedí a convocar a las autoridades policiales y municipales de la zona para impartirles en persona una sola y única consigna: perseguir al delincuente, cualquiera fuera su filiación política, conforme lo había expresado por "radio" al asumir mis funciones ministeriales: "No iré a la campaña a implorar sufragios, sino a indagar necesidades. No repararé en el color del pañuelo que el campesino lleva al cuello, sino en sus manos, si son las manos de un trabajador, de un hombre de hogar y de respeto". No dejé de agregar que cualquier funcionario que se excediera en el ejercicio de la autoridad, incurriendo en abusos, arbitrariedades o deliberada complacencia para con el delito, sería irrevocablemente exonerado de su cargo, sin que para impedirlo valieran influencias políticas o intereses creados, fueran éstos de ámbito local o de cualquier otra naturaleza.

Extendióse al interior de la República la acción emprendida desde la jefatura de policía contra la portación de armas; en breve lapso, el flagelo llevaba trazas de ir menguando y no hubiera tardado mucho en desaparecer por completo. El matonismo en la campaña comenzaba a batirse en retirada, pero para doblegarlo por entero hubiérase requerido una larga y sostenida lucha. Quienes entonces vivían en la campaña, partidarios y adversarios por igual, pueden dar fe de lo afirmado.

Obraba de ese modo animado por la imparcial y ecuánime rectitud de un soldado, mas sin dejar de percatarme de que aquella postura no podía menos que inspirar recelos y enconos entre los políticos, en particular a los del Partido Liberal, quienes creían advertir un peligro en cierne sobre la proverbial y nefasta satrapía de algunos de sus "caudillos", señores de horca y cuchillo no pocos de ellos, y no siempre irreprochables en su acatamiento a la ley y a las normas morales de convivencia. Empero como no alentaba yo la menor intención de conquistarme los favores de ningún electorado y sabedor, por lo demás, de que mi permanencia al frente de la cartera del Interior no había de prolongarse más allá de unos meses, en el mejor de los casos, persistí en mis propósitos de llevar al campo algo de garantía, tranquilidad y justicia. Bien sabía que lo transitorio de mis funciones no habría de resultar suficiente para extirpar de raíz los profundos males que, de tiempo atrás, flagelaban a nuestros maltrechos campesinos; no obstante, resolví dedicar todos mis esfuerzos a alcanzar algún resultado positivo en tan breve lapso.

Bien recuerdo que en Villarrica, luego de las exhortaciones de rigor a las autoridades de la región, en presencia de numeroso público, se me acercó un viejecito de traza humilde, quien así me dijo en la lengua vernácula: "Me gusta mucho todo lo que usted acaba de manifestar, señor ministro, pero si persevera usted en ese empeño, no va a durar mucho tiempo en el cargo".

Razón de sobra tenía aquel anciano, digno exponente de la psicología de nuestro sufrido pueblo, llevado al escepticismo y a la desesperanza por las nunca cumplidas promesas de los políticos. Ese mismo día hube de comprobar lo cierto de aquellas palabras. Fue en ocasión de la mencionada visita a Villarrica que, con motivo de reiteradas y comprobadas denuncias, dispuse en el acto que se procediera a detener a un famoso cuatrero, de nombre Salvador Espinoza, que se había conquistado un poco envidiable renombre por sus correrías y depredaciones, sin excluir alguno que otro homicidio, hasta entonces con entera impunidad. Todavía más: esposado a un asiento de uno de los coches de tercera clase, lo conduje a Asunción en mi viaje de regreso, a fin de ponerlo a disposición de la justicia. ¡Cuál no sería mi sorpresa al advertir que al referido delincuente lo aguardaba en el andén de la estación central del ferrocarril nada menos que todo un señor senador de la Nación! A las dos semanas, el citado delincuente recobraba su libertad, por orden del juez de la causa, para escarnio de la justicia y mofa del ministro del Interior.

De ese modo contribuían algunos dirigentes del Partido Liberal al restablecimiento de "la normalidad institucional", sordos ante un clamor de un pueblo que, harto de politiqueros y politiquerías, reclamaba orden en la vida de relación, ecuanimidad para sancionar el delito y las indispensables garantías para vivir y trabajar en paz. Más que libertad para votar, reclamaba ese pueblo el ejercicio de sus derechos a ser respetado en su condición de humano y de ciudadano, algo que, salvos espaciados paréntesis, nunca le fue concedido ni tolerado por ninguno de los partidos políticos.

Mis giras por el interior no tardaron en despertar suspicacias entre determinados dirigentes del Partido Liberal. Pensarían, sin duda: "Este bárbaro ya se ha hecho de prestigio en la capital, como jefe de policía; ahora le da por salir también a la campaña, sabe Dios con qué propósitos ocultos". Los futuros "cuarentistas", por su parte, sospechaban sin motivo alguno la posibilidad de que se les escapara de las manos la trabajada candidatura de Estigarribia, que buscaban forzar por trancas y barrancas, a título de único ángel tutelar de la salvación de la patria.

Al compás de tales recelos y alarmas, comenzóse a montar la ofensiva contra el titular del Interior. Inicióse el ataque con velados ataques en "El Diario", cuya dirección había asumido Juan J. Soler, ex sayón del coronel Jara y ahora también acoplado a la candidatura del general, en consonancia con su historial de aferrarse a los faldones de los militares afortunados. A renglón seguido, prosiguió la ofensiva con dos interpelaciones en el Congreso: la primera, el 23 de noviembre, en la Cámara de Diputados, a cargo de Horacio Fernández, quien ya entonces comenzaba a despuntar como futuro hijo político del sol naciente, sobre un aumento de las tarifas eléctricas, autorizado por el Poder Ejecutivo en fecha reciente; la segunda, el 5 de diciembre, en el Senado, donde actuó de interpelante Luis C. Ortellado -creo que con sana intención- acerca del auge del cuatrerismo. (Presente en su banca, orondo y presumido, el senador que había tendido una alfombra roja para recibir al cuatrero Espinoza).

De ambas pruebas logré salir airoso lo cual -la verdad sea dicha- no me costó demasiado trabajo: otro gallo hubiera cantado para el ministro con aquellos fogosos oradores de la talla de Lisandro Díaz León, Modesto Guggiari e inclusive Domingo Montanaro, aun habida cuenta de la virulencia y procacidad de este último. Faltaba allí la verba fácil y el acento vibrante de avezados parlamentarios, cuyo ardor y pasión en la polémica solían arrancar delirantes aplausos en la barra.

Mas por esos pasos iba a resultar difícil derribar al ministro, porque sus propósitos parecían inobjetables ante la opinión pública en la persecución a la delincuencia y, a ojos vistas, se había conseguido imponer en la campaña algo de garantía y otro poco de justicia cuyos hálitos renovadores no podían menos que repercutir en todo el país. Aleccionadas estaban las autoridades del interior por sucesivas e irrevocables exoneraciones de quienes se mostraban remisos en el cumplimiento de sus deberes. No hubo en ese sentido ningún género de contemplaciones para nadie, ni aun cuando el señor ministro de Justicia -el seráfico Juan Francisco Recalde- me instó a que repusiera en el cargo al comisionado municipal de Paraguarí, convicto de malversación de fondos, fundado en el solo hecho de que dicho delincuente era "un buen liberal", como si esa bandera pudiera cubrir todas las mercancías mal habidas.

Se hizo menester emplear otras tácticas para cortarles las alas a tan inoportuno como temerario ministro. Se recurrió al infundio de que el susodicho estaba trabajando su propia candidatura presidencial. Así tuvo la avilantez de expresarlo, con su voz gangosa de yanqui bostoniano, el ya mencionado Juan Francisco Recalde en pleno consejo de ministros el 14 de diciembre de 1938, manifestando que mi oposición a las elecciones presidenciales no configuraban sino una artera maniobra para fraguar mis propios planes. ¡Como si ese tiempo me hubiera faltado en los catorce meses de jefe de policía, desde donde tenía en mis manos todos los hilos para hacer bailar a los títeres al son de mi pandero, si ése hubiese sido mi objetivo! Sólo más tarde habría de enterarme de que el nombrado Recalde -eminente cirujano cuán candoroso político- no era sino otro candidato in pectore a la presidencia: su infantil maniobra consistía en enfrentar la candidatura de Estigarribia con la mía, a fin de surgir él como el tercero en discordia, llegado el momento. ¡Parece mentira que hombres no desprovistos de algún talento puedan concebir semejantes despropósitos!.

Con el mismo Recalde había mantenido yo, también en un consejo de ministros, un acalorado pase de muletas, al presentar él un proyecto de indulto en favor del ya mencionado Walter Maas, espía convicto y confeso al servicio de Bolivia durante la guerra del Chaco, que había cumplido escasamente cuatro de los treinta años de prisión a que fue condenado, al serle conmutada la pena de muerte por el presidente Eusebio Ayala. Expresé entonces -acaso extralimitándome en mis funciones- que mientras permaneciera en el ministerio del Interior, el ex espía no sería puesto en libertad, aun cuando llegara a firmarse el decreto de indulto. Indignábame sobremanera que se otorgara esa gracia a un extranjero indeseable, en tanto los mutilados de la guerra mendigaban el sustento por las calles de Asunción, vendiendo a precio de usura sus míseras pensiones a un seudo cantor de nuestras glorias nacionales. El ministro de Justicia se guardó en el bolsillo el decreto ya redactado, pero Maas fue indultado a poco de mi alejamiento del Gobierno. ¿Cómo es posible pregonar justicia y democracia con estas arbitrariedades que sublevan el ánimo y deprimen los espíritus? Malo es que un zafio comisario de campaña se exceda en sus funciones hasta convertirse en azote y terror de sus semejantes, pero infinitamente peor es que un ministro de Estado propicie y sostenga la comisión de actos jurídica y moralmente repudiables, agraviando a quienes habían prodigado sangre y sacrificios en defensa de la patria. La piedad y el amor al prójimo dejan de ser virtudes cuando se las ejerce en menoscabo de los buenos y en beneficio de los malvados. El indulto -no la amnistía- es cinismo y sarcasmo, si no media previa reparación a la víctima, o no importa esa gracia una burla a los sentimientos de la colectividad.

El foco de la confabulación "cuarentista" estaba en el Departamento de Marina donde -como ya se ha consignado- el doctor Juan Guillermo Peroni movía cielo y tierra para abrir camino a la candidatura de Estigarribia. Pero el mayor obstáculo para la precitada candidatura era, al parecer, el ministro del Interior; en consecuencia, era de urgencia eliminarlo del cargo y, si posible fuere, de la vida pública, antes de que adquiriera demasiado arrastre político como para desplazarlo al general. Efraím Cardozo soplaba a los actores sus partes desde la concha del apuntador, Justo P. Benítez actuaba como "regisseur" de los partiquinos en escena. Para ganarse a la división de caballería, se contaba con la veleidosa y maleable mentalidad de Sosa Valdez; Antola capitularía por su reconocida falta de carácter; quizás Cirilo Antonio Rivarola y Eustacio Rojas presentaran alguna dificultad, pero era de esperar que no se jugarían por el ministro, quebrando de ese modo su solidaridad con el comandante de división. Paredes ya había sido conquistado para la causa, luego de su alejamiento del ministerio del Interior, menos por convencimiento que por comprensible encono.

El 10 de enero de 1939 visitóme el coronel Paulino Antola, por aquel entonces comandante en jefe de las fuerzas armadas, para preguntarme si estaría dispuesto a colaborar con el futuro gobierno del general Estigarribia, en el caso de ser éste postulado como candidato a la presidencia de la República: le contesté que esa pregunta le correspondía formulármela, llegado el momento, al propio general, a menos que él (Antola) hubiese recibido el encargo de transmitirla en nombre del candidato. Me dijo que no era ése el caso. ¿Cómo -añadí- puedo comprometer mi colaboración con un futuro gobierno cuyo jefe ignoro si ha de solicitármelo o no?" Antola se llamó a silencio: ese género de dialéctica estaba más allá de sus entendederas. Le reiteré, sin embargo, al despedirse lo siguiente: "No estoy contra la candidatura del general Estigarribia, o de quien fuere, sino contra lo inoportuno y prematuro de las elecciones presidenciales".

Así las cosas, el 14 de enero del mencionado año, fui invitado a concurrir a la sede del comando de la división de caballería, donde me aguardaban Antola, Sosa Valdez, a más de los comandantes de regimientos de la citada unidad y los mayores Carlos Bóbeda y Oscar Mora, y los jefes de la marina Heriberto Osnaghi y Zampirópolos, este último de conocida tendencia "franquista": allí se me conminó a que expresara, de una vez por todas, mi adhesión a la candidatura del general Estigarribia. Me negué en términos rotundos, explicando que ni como jefe militar en servicio activo, ni menos aún como ministro del Interior, era procedente que prestara mi adhesión a una candidatura, cualquiera fuese ella. Los jefes del ejército allí presentes se mostraron más bien discretos y mesurados; en cambio, los de la armada estaban enardecidos y obcecados.

El día 15 Ramón L. Paredes, Heriberto dos Santos, Raimundo Rolón y Heriberto Osnaghi, reunidos en el Departamento de Marina, acordaron pedir al presidente de la República mi renuncia, "por haber perdido la confianza de las fuerzas armadas", como si esa confianza no fuera privativa del primer mandatario en el ejercicio de sus facultades constitucionales. Al día siguiente fui llamado a palacio por el presidente, quien me notificó que una delegación integrada por Antola, Paredes, Martino y Sosa Valdez le había hecho saber lo resuelto la noche anterior en el Departamento de Marina.

Por un momento pareció como si el presidente Paiva estuviera resuelto a hacer prevalecer su autoridad; así me lo hizo saber al visitarlo en la tarde del citado día. Pero muy luego habría de volver a capitular ante las intemperantes e inconsultas exigencias de los jefes militares, tras de haber conferenciado con los doctores Juan Francisco Recalde y Jerónimo Riart, quienes le expresaron que "la salida o permanencia del ministro del Interior era cuestión exclusivamente militar, que para nada interesaba al Partido Liberal". Y fue a instancias del último de los nombrados que yo había provocado una crisis con mi renuncia a la jefatura de policía. ¡Esa misma noche, en su domicilio particular, me propuso Paiva que me escribiría pidiéndome el retiro de mi renuncia, a condición de contestarle insistiendo en ella. Por supuesto, me negué a representar tan inicua farsa.

El 16 de enero redacté mi renuncia, cuyo texto publicaron al día siguiente todos los diarios de la capital, al no tener el apoyo, o tan siquiera la comprensión de ninguno de mis camaradas de armas, salvo algunas excepciones, cuya reacción por medio de la fuerza desautoricé en absoluto.

Poco después -el 2 de febrero- me ausentaba a Buenos Aires por propia determinación. No quería estar presente en los días aciagos que se avecinaban, aciagos para el país, para sus instituciones democráticas y para las fuerzas armadas, proceso que habría de culminar con la zafia y vituperable dictadura de Higinio Morínigo. No volvería yo a pisar tierra paraguaya sino dieciséis años después.

Pesadumbre y desconsuelo significan traer a la memoria tales estropicos y pequeñeces de nuestra política: las consigno sin un adarme de malevolencia o resentimiento, con el solo y único objeto de prevenir a los incautos de hoy y de señalar para la historia esas llagas vivas de una fraudulenta democracia, en cuyo oleaje de astucias y argucias, sucumben los valores morales, naufraga el principio de autoridad y aparece la soberanía del pueblo como una vil engañifa. He sido, soy y continuaré siendo por el resto de mis días enemigo irreconciliable de todas las dictaduras, pero admito que prefiero a un déspota sin disfraces a un demócrata enmascarado.

Nada -ni la impúdica ostentación del pecado- es más detestable que el fariseísmo artero, solapado y ruin. Aparentar lo que no se es ni se quiere ser es sinónimo de cobardía moral y de relajación espiritual. La afectación en política es como la beatería en religión: rebaja al hombre -o a la mujer- y a nadie engaña. Tanto da postrarse de hinojos ante una imagen de madera o plomo, como quemar incienso ante el altar de la democracia; lo primero es idolatría, lo otro, parodia, caricatura y bufonada. El auténtico cristiano y el verdadero demócrata se miden por los hechos. Mal que bien soporto a los malvados, pero me sacan de quicio los fariseos de ambos sexos. Tan de temer es el beato de garras retráctiles, como su femenina congénere de misa diaria y dominguera comunión. ¡Menuda cosecha ha de obtener Satanás de esos mercaderes de la doctrina cristiana que, por encima de todo, es caridad y projimidad!

Estando en Buenos Aires fui comisionado por mis camaradas militares a Río de Janeiro para entrevistarme con el general Estigarribia, a fin de "explicarle la situación" al candidato en cierne, sin que me fueran impartidas otras directivas ni instrucciones más precisas. El general estaba por llegar a la capital carioca, procedente de Washington, en viaje a Asunción, a objeto de resolver allí si aceptaba o no la proclamación de su candidatura.

Con esa misma finalidad -presumo- arribaron a Río de Janeiro algunos jefes militares, entre ellos Sosa Valdez; no asistí a la entrevista que mantuvieron con Estigarribia en la Legación del Paraguay, ni fui invitado a ella; en consecuencia, ignoro lo conversado en aquella entrevista, ni cómo "explicaron la situación" a su manera. Conversamos a solas con el general en la tarde del 24 de febrero de 1939, siempre en nuestra Legación; por espacio de cerca de una hora escuchó Estigarribia mi exposición con aparente interés. Le expuse sin ambages la situación imperante en nuestro país, en especial con relación al problema militar. Terminé diciendo: "Si usted no empieza por meter en cintura a los jefes militares, no durará seis meses en el poder, a menos de recurrir a medidas heroicas, que ningún bien harán al país". Incluso me ofrecí para colaborar con su Gobierno desde cualquier puesto, que no fuera en las filas del ejército, pues mi retiro de la institución era definitivo e irrevocable.

Cuando por última vez, volví a insistir en la absoluta urgencia de resolver la crisis militar, o sea, extirpar el virus de la deliberación en los cuarteles, aunque se tuviera que recurrir a la violencia para ello, el general se puso de pie y, palmeándome las espaldas, me dijo lo siguiente por toda respuesta: "Eso, mi estimado coronel, lo vamos a resolver poco a poco".

Hubiera podido responderle: "Es que el país, mi general, no está para que ese problema se resuelva poco a poco; el momento institucional requiere soluciones drásticas e inmediatas". En efecto, no estaban las cosas como para deshojar margaritas. Pero opté por llamarme a silencio, pues vi claro que mis argumentaciones no hallaban eco en oídos taponados a la realidad. Por lo demás, desde un principio comprendí que al candidato en potencia sólo le interesaba ser presidente en el menor plazo posible.

El 27 de marzo de 1939 fue proclamado Estigarribia candidato a la presidencia de la República por el Partido Liberal, con palmaria violación de los estatutos de dicha agrupación política, pues el preconizado no era afiliado a la misma. De ese modo, el gran partido de Alón, Antonio Taboada, Manuel Gondra y otros próceres y mártires del liberalismo paraguayo, capitulaba con mansedumbre bovina ante una imposición de los cuarteles. La avidez por el poder había llegado a tales extremos, con absoluto desprecio por toda ética y lealtad a los principios. Aquel día escribí en mi "Diario": "Esta es la última parodia de la democracia paraguaya. El Partido Liberal ha cavado su propia fosa". Por supuesto, el Partido Colorado había decretado su abstención en los comicios, el "febrerismo" no estaba todavía organizado como agrupación cívica.

El 15 de agosto del citado año asumió Estigarribia la primera magistratura, mas al cabo de seis meses justos y cabales -en febrero de 1940- asumía el presidente "todos los poderes", es decir, se proclamaba dictador, tras de disolver el Parlamento. Fenómeno curioso: los gobernantes de facto suelen propender por todos los medios a legalizar su mandato, a fin de conferir a éste cierta sustentación jurídica, así sea en forma fraudulenta o echando mano a tramoyas más o menos engañosas: mas he aquí el caso de un gobernante que renuncia a su mandado de derecho -por imperfecto que hubiese sido el mecanismo electoral- para erigirse en dictador. En lugar de enfrentarse con Campo Grande -aun sacando las tropas a la calle, si menester hubiese sido- procedió Estigarribia a echarles trancas al Congreso, tan inofensivo como obsecuente.

Y, sin embargo, tenía en sus manos todos los resortes legales y morales para hacerse obedecer y respetar por sus subordinados militares. Como ex comandante en jefe del ejército en la guerra del Chaco, envolvía su persona cierta aureola de prestigio y renombre, dentro y fuera del país, atributos de los cuales había carecido por completo el presidente Paiva. No era un obtuso como Rafael Franco ni un mastuerzo como Higinio Morínigo; no sé puede negar que alentaba ideas progresistas de gobierno; pero Estigarribia estaba hecho para mandar, no para gobernar. El Palacio de Gobierno no era Isla Poí.

Incurrió todavía en otro error, aún más grave: en vez de constituir su gabinete con personalidades de relieve procedentes de todas las agrupaciones cívicas, pues nadie le hubiera negado su colaboración, se empecinó en gobernar con una fracción minoritaria y aun disidente del Partido Liberal o, mejor dicho, con un grupo de personas que, salvo una que otra excepción, nada o muy poco representaban ante la opinión pública; sus ministros eran casi todos aprendices que iban a hacer sus primeras armas en la vida pública. La situación política del país requería, por el contrario, el concurso de primeras figuras, templadas y forjadas en la experiencia de gobernar y hacer gobierno; no estaban las cosas para hacer de la función pública un tubo de ensayo. En política, como en la milicia, el acceso a los mandos superiores exige experiencia y aprendizaje en los escalones inferiores de la jerarquía; salvo casos excepcionales -al tratarse de genios o de aventureros- nadie nace general, ni de tinterillo se pasa a ministro de Estado, como no sea a través de atracos y usurpaciones, pues cuando no hay tigres mandan los gatos, según reza el chocarrero cuan certísimo aforismo.

En otro orden de cosas, no es nada fácil llevar la máscara de un César de cartón pintado, cuando faltan aptitudes y justificativos para la mascarada. Al creer Estigarribia llegado el momento de implantar la dictadura -o "de asumir plenos poderes", como decía el decreto ley de marras- en febrero de 1940, a los seis meses de haber asumido el mando, no había más fundamentos ni excusas para esa inconsulta medida que academis sxordios sin lógica ni razón; no estaban en crisis las instituciones de la República -el Congreso era en absoluto sumiso al Poder Ejecutivo- sino el amor propio y la incapacidad política de un gobernante, reacio a admitir su pueril ingenuidad en la conducción de los negocios de Estado. No tenía Estigarribia vocación, fibra o temperamento para el oficio de dictador. Faltábanle la sublime resignación de un Cincinato o la abnegación cívica de un Jorge Washington. El que había dicho ser nada más que un modesto ciudadano y un desinteresado soldado -a estar por sus propias palabras- sintióse de pronto impedido de seguir representando la comedia. No lo ignoraban sus panegiristas y colaboradores inmediatos; de ahí que los estimularan a salir del mal trance por la puerta estrecha del golpe de Estado.

Lo presumible y aun creíble es que el ex comandante en jefe se sintiera honradamente predestinado a salvar a la patria, resobada expresión que ha servido a más de uno para cubrir y encubrir todas las supercherías, traducidas en desplantes de fuerza; pero ni Estigarribia ni quienes lo acompañaron en la infausta empresa, estaban hechos para llevar a feliz término tan magna tarea, aun en el caso de haber sido ella necesaria o justificada.

Por suerte o desgracia, no se contaba con el Destino, pues su trágica desaparición, ocurrida el 7 de septiembre de 1940, abrió los cauces para que se entronizara en el país una auténtica y asoladora dictadura, inaugurando de ese modo un ciclo nefasto que perdura hasta el presente. Por suerte para el presunto dictador, librándole de un final indigno de sus innegables méritos contraídos, pero por desgracia para el país, abandonado en manos de rapaces salteadores del poder.

En los primeros días del mes de abril de 1939, el presidente Paiva me hizo ofrecer en Buenos Aires, por intermedio del doctor Higinio Arbo, que seguía como ministro del Paraguay en la Argentina, una plenipotencia en Europa. A pesar de ser refractario a los "dorados destierros" acepté el cargo ante reiteradas instancias del ministro de Relaciones Exteriores, alegando éste que dada la existencia de problemas pendientes con el gobierno del general Franco, a raíz de la actuación nada inobjetable de nuestro Encargado de Negocios, Jesús Angulo Jovellanos, durante la guerra civil española, un militar estaría en mejores condiciones, dado el nuevo régimen instaurado en España, que un civil para resolver aquellos problemas. Por otra parte, con fecha 4 de junio, el comandante en jefe de las fuerzas armadas, me cursaba el siguiente telegrama:

"Nombre FF.AA. de la nación exprésole confianza del ejército y armada nacionales para cumplir su misión como ministro en España".

No voy a referirme aquí, por cierto, a las misiones diplomáticas que desempeñé en España, Portugal y Chile, desde julio de 1939 hasta marzo de 1941. A la primera de ellas dediqué un libro titulado "La España del brazo en alto", que se publicó en Buenos Aires en 1943; en cuanto a las otras dos, se redujeron a una vida inoperante, frívola y vacía, nada en consonancia con mi temperamento.

Muchas cosas dejé sin decir en el mencionado libro por motivos de elemental discreción. Transcurridos muchos años de entonces acá, esos escrúpulos ya no tienen razón de ser. Lo cierto es que nuestro ministerio de Relaciones Exteriores mantenía a sus legaciones en Europa en la más absoluta orfandad de noticias relativas a nuestro país; de tarde en cuando se nos hacía llegar un denominado "boletín informativo", anunciando haberse inaugurado un puente en el camino a Carapeguá, o dictado un decreto creando una nueva escuela en Tobatí, o la concesión de un crédito para proveer de arados a los agricultores de Mbuyapey, etcétera. Pregunto: ¿Qué importancia podían tener tales informaciones en el extranjero ni de qué manera podían ellas facilitar, o aunque fuera iniciar, algunas gestiones de carácter económico por parte de los representantes diplomáticos en naciones europeas?

Ya hacia fines del año 1928 me escribía el general Schenoni desde Berlín: "Parece que para nuestro ministerio de Relaciones Exteriores el mundo termina en el río Pilcomayo. Ni aquí ni en nuestra legación en París, nadie sabe una palabra acerca de la constitución del nuevo Gobierno". (Se refería al que asumió el mando el 15 de agosto del expresado año).

Tanto en España como en Portugal había por aquel entonces manifiesto interés en la adquisición de carnes envasadas. La escasez de este producto en el primero de los citados países era desesperante, como consecuencia de la guerra civil, en cuyo transcurso se habían sacrificado miles de cabezas de ganado vacuno para alimentar a los ejércitos beligerantes. Mis notas a la cancillería, así como a los ministerios de Hacienda y Economía, a ese respecto, no merecieron respuesta. Hube de dirigirme a una empresa frigorífica instalada en Piquete-cué, para obtener el envío de algunos cajones de "menudencias" envasadas, que obtuvieron favorable acogida en un reducido círculo de funcionarios públicos y amistades personales, a quienes hice llegar algunas latas a título de obsequio; pero carente del respaldo de nuestro Gobierno, no era factible iniciar gestiones con carácter oficial. Cónsules del Paraguay había -y acaso los haya todavía- en España y en Portugal que nunca lograron -me consta- un simple acuse de recibo a sus notas. Si nuestras representaciones diplomáticas en el extranjero no rinden más, o al menos tratan de justificar su existencia, que cuesta al país sus buenos dólares, es debido en gran parte a la abulia inoperante y a la burocracia inerte de nuestra cancillería. No sé si las cosas habrán cambiado con el tiempo, pero resulta ingrato representar al Paraguay en un país europeo, cuando uno se siente abandonado y desahuciado por los superiores directos.

Desde luego, nada hay que hacer en el aspecto político, pero algo podría tentarse en el terreno económico del intercambio comercial, aunque eso no pareciera interesar a nuestras autoridades en Asunción. Varios centenares de miles de dólares cuesta al erario público sostener representaciones diplomáticas en el extranjero, incluso en países tan distantes como Egipto y el Japón, misiones ahora integradas por embajadores, consejeros, secretarios y agregados, amén de escribientes, dactilógrafos, etcétera (Yo nunca tuve ni el más modesto empleado en España, Portugal o Chile; mucho menos viático para alquiler de casa, automóvil o viajes obligados). A buen seguro, nuestra cancillería, preocupada y absorta en la solución de graves problemas internacionales, no tiene tiempo para contestar siquiera las notas de sus representantes en Europa.

Así las cosas y resuelto el asunto Angulo -del cual nos ocuparemos en forma abreviada más adelante- escribí al doctor Justo Prieto, a la sazón ministro de Relaciones Exteriores, una carta a título personal solicitando se diera por terminada mi misión en España y Portugal, dada la inoperancia de mis funciones. Contestóme el citado en los siguientes términos:

"Comprendo perfectamente sus escrúpulos y tenga la seguridad que, a haber pensado que su actuación no tuviera objeto en la legación de Madrid, hubiera declarado por terminada su misión.

Por todo ello, ratificándole la confianza del Gobierno en el desempeño de su cargo, ruégole continuar en él, en espera de que podamos desde acá tomar una resolución que contemple nuestras necesidades permanentes."

Mi carta llevaba fecha 2 de noviembre de 1939. Idéntica gestión hice más tarde ante Tomás Salomoni, ministro de Relaciones Exteriores en el período dictatorial del presidente Estigarribia, pero con idéntico resultado. Hasta que al fin, hastiados tal vez por mis reiteradas requisitorias, fui trasladado a Chile.

El asunto Jesús Angulo Jovellanos, sin contar otros de menor cuantía pero de no menos gravedad, fue de larga y penosa solución. Entre mis instrucciones, figuraba la de dilucidar este enojoso asunto, nada fácil por cierto de poner en claro.

El señor Angulo había incurrido en el desagrado del nuevo Gobierno del generalísimo Franco, por su actuación como nuestro Encargado de Negocios en Madrid durante la guerra civil; por otro lado, varias personas que habían depositado en custodia dinero, alhajas y documentos en la Legación del Paraguay, me escribían reclamando la devolución de dichos valores. Entretanto Angulo se hallaba encarcelado en Burgos y a dos dedos de ser pasado por las armas -en aquellos tiempos esto se resolvía de oficio y sin apelación- por supuestas complicidades con los "rojos", como se llamaba entonces a los republicanos. Poco o nada podía hacer por él, pues según me señalaron en el ministerio de Asuntos Exteriores, era ciudadano español, hijo de español y nacido en Medina del Pomar, Castilla la Vieja. No cabía, por lo tanto, invocar ni el "jus solis" ni el "jus sanguinis" para salvarlo del piquete de ejecución.

Tras innumerables instancias y gestiones, conseguí del conde de Jordana -todo un hidalgo de rancia estirpe española- que a Angulo se le permitiría pasar a Francia, pero con la condición de nunca más retornar a España. Así se hizo. No obstante, ya refugiado en una ciudad francesa de los Bajos Pirineos, me bombardeaba el señor Angulo con su exigencia de volver a territorio español con el propósito de "reivindicarse". Hasta que me vi obligado a cursarle un telegrama tajante: "Si usted vuelve a España, no respondo de su vida".

De todo lo relacionado con el asunto Angulo, nada favorable para el buen nombre de nuestro país, dicho sea de paso, remití a nuestro ministerio de Relaciones Exteriores un extenso y detallado informe, a más de la respectiva documentación, incluso copia autenticada de las declaraciones prestadas ante las autoridades falangistas por Manuel Pedrero, quien tenía instalada su "cheka" -tribunal popular- en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, el club social más exclusivo de la capital española; desde allí salieron para el trágico paseo los sentenciados a muerte y ejecutados en la Casa de Campo, sita en los fondos del Palacio Real y rodeada de un frondoso y extenso parque. Dichas copias las obtuve mediante gestiones emprendidas ante el coronel Beigbeder, entonces ministro de Asuntos Extranjeros, que me distinguía con su amistad personal.

Afirma el mencionado Pedrero en sus deposiciones que la señora Sara Alegre -madre política del señor Angulo, fallecida en Madrid antes de la terminación de la guerra civil- era quien le entregaba algunos de los refugiados en nuestra Legación, por una suma de dinero que variaba según la importancia y categoría de la futura víctima. Acaso no fuera el señor Angulo el responsable directo de tan infame comercio, pero es difícil que semejantes arbitrariedades criminales no llegaran a su conocimiento, en  cuyo caso su actitud tolerante confina con una complicidad pasiva. Lejos de mi ánimo acusar a nadie, pero abrumadores son los hechos concretos, hasta donde sea posible verificar la verdad en los días y circunstancias de la guerra civil española, desatadas e irrefrenables las pasiones más viles y los delitos más repulsivos. Huelga añadir que el facineroso Pedrero fue pasado por las armas, apenas terminado el juicio sumarísimo. En medio de tantas injusticias. ¡Sumaban arriba de tres mil los mandados a "la tapia" por el feroz "chequista".

Días amargos fueron los pasados en Madrid por una u otra causa, como queda dicho. Portugal, en cambio, era un oasis de paz y de abundancia. Era Gobierno entonces Antonio de Oliveira y Salazar, un tanto misántropo y retraído, ajeno al boato y a la ostentación de la llamada vida social, pero interrégimo en el manejo inteligente de los negocios públicos. Su dictadura, acaso justificada en un país desgarrado y empobrecido por tantos años de disolvente anarquía política, no conoce las represiones sangrientas ni los campos de concentración. Honesto en una vertical que no se tuerce y con supremo desdén por los relumbrones de arranques oratorios, es un solterón empedernido, aunque sus deslices propios de varón tendría, sin duda, pero sin que estos afectaran sus rígidos conceptos de hombre dedicado al exclusivo servicio del bien público; no se prodiga en discursos ni en declaraciones para prensa; cuentan más para él la acción callada de realizaciones concretas que la fastidiosa tabarra de proyectos, promesas y programas, plenos de rebuscados y ambiguos lirismos, pero vacíos de realizaciones en la práctica. Parecióme encontrar en su persona y temperamento más de un rasgo de similitud con Eligio Ayala, desde su indumentaria -sobria pero atildada- hasta su criterio fiscalista por excelencia, con poca o ninguna preocupación por el desarrollo económico del país y el nivel de vida de la población en general.

Salazar me concedió la merced de algunos prolongados paliques amistosos y gratos en su residencia del Palacio San Bento, sin ningún motivo particular que me llevara a su presencia, acaso movido por el interés que en su espíritu despertaba el pasado de un país lejano y un tanto exótico. En cierta ocasión me expuso con autoridad y sencillez las medidas a adoptar por el Paraguay a fin de lograr su restauración económica después de la guerra del Chaco ¡Lástima grande que su interlocutor apenas sacara de aquellas magistrales lecciones lo que el negro del sermón, por ser poco o nada entendido en la materia.

 

Mucho mundo he recorrido en lo que me va de vida; tres veces he cruzado el Atlántico Sur; la primera siendo un adolescente en 1914; la segunda en plena juventud en 1927; y la última en 1939, ya en la edad tenida como madura, cuando creemos haber llegado a la madurez y la fruta sin madurar. De allende los mares conozco Londres, París, Madrid, Lisboa, Copenhague, Bruselas, Estocolmo y otras urbes menos deslumbrantes, pero no por eso menos desprovistas de recuerdos y añoranzas, sin descontar amores y amoríos, quizás sin muy hondas cicatrices de orden sentimental, aunque perdurables en la nostalgia de lo que fue y nunca volverá.

De aquende el Atlántico, Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro y Santiago de Chile, para no mencionar sino las ciudades capitales.

De todas ellas, tan sólo Santiago perdura en el repositorio espiritual de amables evocaciones -breve como fue mi estada- con trazos seductores de un ambiente acogedor, pletórico de señorial distinción, sin alardes en las escalas superiores de la colectividad, como de comunicativa llaneza en el trato de la gente del pueblo, los "rotos" que dicen los chilenos en su tierra.

Entre los "rotos" y quienes no lo son, menos por su posición económica y ascendencia social que por el abolengo espiritual de sus antepasados, existe un abismo imposible de negar; pero todos, ricos y pobres, de ilustre prosapia o árbol genealógico desconocido, prestan substancia y médula a una comunidad nacional que, sin ser infautada ni agresiva, configura la razón y la fuerza de una admirable conjunción de voluntades hacia la grandeza de la patria chilena.

Es Chile una nación cuya alma de genuinas y telúricas raíces no ha podido minar ni desfigurar la inmigración extranjera; no precisa esa alma de artificiosos énfasis declamatorios para dar luz y lustre a su patriotismo, placer solitario al cual se muestran tan afectos algunos de nuestros hermanastros de América, vecinos fronterizos para más.

En 1941 me radiqué definitivamente en Buenos Aires, confiado en mi pobre pluma para procurarme el sustento, entre colaboraciones en algunos periódicos y traducciones para diversas editoriales. Más tarde ingresaría en la Revista Nacional de Aeronáutica -órgano oficial de la Fuerza Aérea Argentina- como redactor y, con el tiempo, en "La Prensa", primero como colaborador y, más tarde, en carácter de editorialista de temas militares y afines.

 

 

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DOCUMENTO (ENLACE) RECOMENDADO:

 

ARMAS Y LETRAS – MEMORIAS


( Qu’importe que les pieds soient dechirés si l’étape est fait)

TOMO I  

Obra del CORONEL ARTURO BRAY

LIBRO PARAGUAYO DEL MES, AÑO 1, Nº 08, Mayo 1981

Ediciones NAPA

Presentación: Gustavo Britos Bray

Asunción - Paraguay

1982 (192 páginas)

 





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