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JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO (+)
  DIAGONAL DE SANGRE - LA HISTORIA Y SUS ALTERNATIVAS EN LA GUERRA DEL PARAGUAY - Por JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO - Año 1986


DIAGONAL DE SANGRE - LA HISTORIA Y SUS ALTERNATIVAS EN LA GUERRA DEL PARAGUAY - Por JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO - Año 1986

DIAGONAL DE SANGRE


LA HISTORIA Y SUS ALTERNATIVAS EN LA GUERRA DEL PARAGUAY


Por JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO


Libro paraguayo del mes


Ediciones NAPA, Nº 27.


Prólogo: Clamor de los mby’a guaraníes/


El veterano de Rafael Barrett. El dolor paraguayo


Tapa: LUIS VERÓN


Asunción - Paraguay, Julio 1986 



Versión digital:


BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES



**/**


"No es esta una novela histórica sino una novela de la Historia". El protagonista es la Historia misma, en uno de sus momentos: la guerra del Paraguay contra la Triple Alianza del Brasil, la Argentina y el Uruguay. Una y otra vez se plantean disyuntivas a la Historia, que al elegir en cada caso una alternativa, ésta resulta de consecuencias paradójicas y conduce inexorablemente el trágico desenlace. La Historia es la que da cimiento y andamiaje a este "ensayo novelesco por la forma e histórico por él contenido"; la Tradición y la Leyenda la complementan o la cuestionan o la contradicen.


La trama se teje en torno a las peripecias del mayor norteamericano James Manlove, veterano sudista de la guerra de secesión, que concibió la idea de armar, en los Estados Unidos, una flota de corsarios de bandera paraguaya, y viajó al Paraguay para solicitar patente de corso al Mariscal Francisco Solano López. Transcurre en París, Londres, Maryland, Washington, Nueva York, México, el Lejano Oriente, los países sudamericanos del Pacífico, Bolivia, Río de Janeiro, Uruguayana, Corumbá, Montevideo, Buenos Aires, Paraná, Corrientes, Asunción, las aldeas, campamentos y campos de batalla. Da una visión global de una época de viraje de la civilización europea, que está entrando de lleno en lo que será el mundo moderno, y ubica en tal contexto la guerra del Paraguay, "la primera guerra total de la historia moderna", según el especialista suizo en temas militares Jürg Meister. Manlove es testigo y se ve involucrado en el drama de un pequeño país que, aislado por el bloqueo y sin más recursos que los propios, enfrenta al mundo que se le viene encima, porque "en la Guerra Grande hasta Dios peleó contra los paraguayos".


El conjunto es un fresco en cuyo trasfondo se insinúan las realidades económicas, sociales e ideológicas que condicionan la tragedia común de pueblos valerosos que no se odian, ni tienen motivo alguno para agredirse, compelidos por fuerzas que no pueden dominar ni comprender a la demencial tarea de atormentarse unos a otros. El libro es una indagación, una búsqueda de la verdad a un tiempo apasionada e imparcial, que da al lector los elementos para que saque sus propias conclusiones. Es también una narración amena y ágil, festiva por momentos, de un morangú pucú, de una larga leyenda creada por un pueblo superior a su destino.

 





 

PRÓLOGO



Nuestro Padre Ñamandú Verdadero, el Primero:

He aquí que lo elevo y te lo envío aquello que he escuchado

sobre nuestro lecho de descanso.

Busco fervor religioso en la casa de las plegarias,

canto, rezo, danzo,

me esfuerzo por alcanzar la condición perfecta.

Sobre tu inmensa morada terrenal,

aquéllos a quienes proveíste del emblema de la masculinidad,

aquéllas a quienes proveíste del emblema de la feminidad,

se esfuerzan en seguir permaneciendo sobre la tierra

y la tristeza de sus corazones

te cuento, para que la sientas, te la envío.

CLAMOR DE LOS MBY’A GUARANÍES

(Grabado directamente de los indios por Carlos Martínez Gamba,

y publicado en su versión original en guaraní  mby'a,

con su traducción al guaraní paraguayo y al español,

bajo el título CANTO RESPLANDECIENTE -

AYVU RENDY VERA, Ediciones del Sol, Bs. As. 1984.)






EL VETERANO:


Viejo, setenta años; pero un viejo fuerte, de la hermosa y casi desaparecida raza paraguaya de hace medio siglo; un viejo de pecho poderoso, de cabeza enhiesta como una venerable cumbre en que aparecen todavía las huellas del rayo. La roja faz es un amplio paisaje cruzado de armoniosos surcos, y coronado por un espeso bosque de cabello gris; las manos, que defendieron la patria y ahora plantan mandioca, son de color de tierra. El héroe camina ya con pesadez y es algo sordo, lo que ciertamente no le quita majestad. Es inculto y grande. Me interesa más que muchos doctores. Hizo toda la campaña, de Corrientes a Cerro Corá; tiene seis heridas. Habla poco y en voz baja. Para conseguir breves confidencias suyas sobre la guerra, el peor sistema es interrogarle. Hay que dejarlo solo, sin interrumpirle cuando al cabo se resuelve. Está lleno de vagas desconfianzas y remordimientos. Se diría que los espectros le escuchan. Es qué no se ha obedecido a López impunemente, y la sombra de aquel hombre siniestro, a quien se puede aborrecer, pero no achicar, oscurece la conciencia de los viejos y tal vez ha impregnado la sangre de los niños.


RAFAEL BARRETT.


EL DOLOR PARAGUAYO



PRIMERA PARTE


Los extranjeros desean engañosamente

que oremos solamente como lo hacen ellos

Para que esto no consigan hacer es que te molesto,

Padre Ñamandú Verdadero, el Primero!

Clamor de los mby`a guaraníes.

- I -

     Seis extraños personajes se presentaron a la Legación Paraguaya en París en los primeros días del mes de mayo de 1866. Sus modales eran aristocráticos. Había contenida violencia en los ademanes y en los rostros curtidos. Procedían de orgullosas familias de plantadores del sur de los Estados Unidos. La guerra de secesión había terminado, y estos hombres pertenecieron a la marina y el ejército confederado. Se destacaba entre ellos un ex oficial de caballería, el mayor James Manlove, oriundo de Maryland. Era un gigante de complexión hercúlea, de más de dos metros de estatura.

     Los recibió el capitán Gregorio Benites, secretario de la Legación. Al enterarse del objeto de la visita, los condujo de inmediato al despacho de Cándido Bareiro, Encargado de Negocios del Paraguay, acreditado ante los gobiernos de Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos de Norteamérica.

     Cándido Bareiro se encontraba en esos momentos en una sala contigua, posando para el pintor René Tibourd. El artista estaba en el pináculo de su fama. Muy solicitado en la corte de Napoleón III, sus honorarios eran altísimos y se reservaban sus servicios con meses de anticipación. De no haber mediado la recomendación de Lord Stapleton, poderoso financiero inglés vinculado a la banca francesa y muy influyente en los altos círculos gubernamentales, René Tibourd no se hubiese dignado a retratar a un representante desconocido de una de esas tantas republiquetas americanas semibárbaras, brotadas como cizaña de las ruinas del gran imperio colonial español.

     René Tibourd era amigo de Lord Stapleton hasta donde se podía serlo de aquel hombre enigmático. Parecía mirar el mundo con divertida imparcialidad. Con la misma calma que se conducía en los salones de las Tullerías, se había batido contra los cipayos en la India, frecuentado los burdeles de El Cairo, cruzado desiertos a lomo de camello, almorzado con antropófagos en África Ecuatorial, galopado con montoneras bárbaras las salvajes llanuras argentinas; descifrado jeroglíficos, traducido del árabe y el sánscrito; presentado a la Royal Society notables memorias acerca de temas tan dispares como la botánica y las religiones orientales comparadas.

     René Tibourd pintó el retrato de Lord Stapleton que hoy puede verse en la Cancillería Brasileña de Itamaratí. Perteneció a José María da Silva Paranhos, Barón de Río Branco, quien lo recibió como obsequio de su propietario original.

     Las calculadas indiscreciones que el financiero inglés solía deslizar en los oídos del artista francés habían hecho que este ganara mucho dinero en la Bolsa. Y, lo que es más importante, le había salvado de pérdidas catastróficas.

     Lord Stapleton insinuó, como sabía hacerlo hablando entre dientes apretados en la boquilla de su pipa y envuelto en una nube de humo, que no le sería del todo indiferente complacer la vanidad del joven diplomático sudamericano. Esto puso término a las objeciones de René Tibourd. Fijó una fecha aproximada para el comienzo de las sesiones, que se llevarían a cabo en la sede de la Legación Paraguaya, en los momentos que el pintor pudiera distraer otras ocupaciones. No le sería posible, explicó, dejar establecidas de antemano la frecuencia y duración de sus visitas, desbordado como estaba por compromisos contraídos con anterioridad.

     -Se hará como a usted le resulte más cómodo -le tranquilizó Lord Stapleton, sacando la pipa de la boca y mirándole a los ojos-, el señor Bareiro tiene muy poco que hacer en París en las actuales circunstancias, no le demandará mucho tiempo pintar su retrato. Es el modelo perfecto. Posee el genio de la inmovilidad.

     Con invisibles carbones, René Tibourd trazó en la mente un apresurado bosquejo de aquel rostro, ansioso de captar por fin un momento revelador que no logró que se diera mientras pintaba el retrato. Sin dar muestras de haberse percatado de ello, Lord Stapleton habló del remoto país del cual el señor Bareiro era encargado de negocios.

     Un año y medio antes había estallado, en el corazón del continente sudamericano, la guerra del Paraguay contra la triple alianza de Brasil, Argentina y Uruguay. La poderosa Flota Imperial del Brasil bloqueaba el río Paraná, única vía que tenían los paraguayos para salir al mar, mil quilómetros distante de sus fronteras, y comunicarse con el mundo. El aislamiento del pequeño país era completo; la desproporción de fuerzas, abrumadora. Pese a ello, la lucha se hacía cada vez más encarnizada y amenazaba prolongarse indefinidamente.

     René Tibourd comentó que algo había leído al respecto en los periódicos. Le llamaron la atención unos grabados que mostraban una pequeña y solitaria barcaza de madera, armada de un solo cañón y tripulada por un único artillero, batiéndose cual solitario David contra gigantescos Goliat de la armada brasileña.

     -Supongo que son fantasías de los periodistas -concluyó.

     -No lo son en absoluto -replicó Lord Stapleton-, los paraguayos son un pueblo singular. Quinientos de ellos, armados de fusiles de chispa, enfrentaron y derrotaron a campo abierto a una división aliada de 5000 hombres. Por intermedio de nuestro amigo Cándido Bareiro habían encargado en Francia e Inglaterra la construcción de cuatro modernos acorazados. La guerra estalló antes de que los recibiesen. No obstante, con una flotilla improvisada de vapores mercantes intentaron abordar y apoderarse de la flota enemiga. Poco faltó para que lo consiguieran. Supongo que los brasileños celebraron como una victoria la batalla naval de El Riachuelo porque pudieron escapar.

     Lord Stapleton hizo una pausa como si se hubiera distraído y le costase retomar el hilo de su discurso.

     -¡Ah!, volviendo a las barcazas que ha visto usted en los periódicos, son muy interesantes porque muestran las condiciones en que se está librando esta guerra. Uno de mis corresponsales me ha enviado desde la ciudad argentina de Corrientes una detallada descripción de aquellos combates. Ocurren en un lugar llamado Paso de Patria, cerca de la confluencia de los ríos Paraguay y Paraná, en aguas de este último, que tiene una milla de anchura en ese sitio. La barcaza, pues siempre opera una por vez, es una chata o lanchón que flota a flor de agua y es operada con sirgas desde la ribera, maniobrando a favor de la corriente y aprovechando los bajíos a los cuales los buques no pueden llegar por su calado. Su único tripulante es el artillero, que maneja un cañón de a 68. Le suministran municiones en pelotas de cuero remolcadas a nado. La chata se aproxima audazmente a los acorazados, que ni aciertan a darle con su artillería ni atinan a embestirla, desconcertados por la intrepidez del atacante, que dispara contra ellos a boca de jarro. Sin embargo, el cañón paraguayo no logra perforar el blindaje de los buques de guerra. Una vez consiguió meter dos bombas por uno de los portalones de la casamata principal del acorazado «Tamandaré», en la que se encontraba el comandante y la mayoría de los oficiales, matando a aquel y a casi todos estos. Pero, salvo este accidente, en realidad no ocasionó mayores daños a la flota brasileña.

     -¡Bravo por los paraguayos! -exclamó el francés, súbitamente entusiasmado.

     Lord Stapleton sonrió:

     -Desde luego, mis simpatías se inclinan por los paraguayos; sin embargo, soy un hombre de negocios que debe atenerse a los hechos y a sus probables consecuencias.

     -Supongo que el Paraguay es un país salvaje -se apresuró a consolarse René Tibourd, que había comprendido la insinuación de su amigo-, tal vez lo que llamamos valor no sea en ellos más que el desdén por la vida que sienten los infelices.

     -Se equivoca usted de nuevo: el paraguayo es acaso el pueblo más feliz de la tierra. Una paz de medio siglo le ha permitido lograr una modesta, aunque sólida, prosperidad que alcanza a todos, si no por igual, sin diferencias irritantes. Estuve dos veces en el Paraguay: en 1853, cuando finalmente el país consiguió superar el aislamiento que le habían impuesto sus vecinos del sur, y diez años después, en ocasión de la muerte del viejo presidente López. Fue este un hombre prudente, enérgico y progresista. Gobernó con mano firme durante veinte años, que fueron de ininterrumpida emergencia nacional. El mayor de sus méritos fue haber logrado realizar una obra constructiva verdaderamente impresionante en circunstancias muy difíciles. Ejerció un poder absoluto pero no tiránico, consciente tal vez de que la complacencia hubiese significado un suicidio. Los progresos que observé son asombrosos. Es el único país de Sudamérica que posee una fundición de hierro, un moderno arsenal, un bien equipado astillero, un ferrocarril. La educación primaria es obligatoria y gratuita para los varones. Me han dicho que casi no hay analfabetos. Su ejército, aunque mal armado, es disciplinado y numeroso. Está formado por ciudadanos que sirven por un período de conscripción obligatoria en tiempos de paz, y pueden ser movilizados en su totalidad en tiempos de guerra...

     Lord Stapleton dio lumbre a su pipa, y concluyó:

     -Es trágico, pero a pesar de todo lo que le he dicho, si bien a los aliados les será muy difícil vencerlos, los paraguayos están irremediablemente perdidos. La guerra será larga, demandará mucho dinero y el resultado no ofrece dudas.


- II -


     Los comentarios de Lord Stapleton, las promesas encerradas en sus insinuaciones, y el compromiso asumido de pintar el retrato de Cándido Bareiro, indujeron a René Tibourd, aficionado a los libros de viajes y atento seguidor de los descubrimientos geográficos, a saber más del Paraguay, un país acerca de cuya existencia apenas tuviera noticias hasta entonces.

     Aparecía en el mapa de Sudamérica como un cuadrado de límites imprecisos, de superficie más o menos equivalente a la de Francia, cruzado en su extremo superior por el trópico de Capricornio. Hay, al parecer, una sola ciudad, la de Asunción, la cual, según averiguó, tenías apenas 20.000 habitantes, siendo el total de la población del país unas 800.000 personas, mestizas en su totalidad.

     Estaba lejos de todas partes. Tenía al norte el Matto Grosso brasileño: selvas inmensas, impenetrables, que se confundían con la cuenca del Amazonas y llegaban hasta el mar Caribe. Le separaban del océano Pacífico páramos infernales y el altiplano de Bolivia en el muro colosal de la cordillera de los Andes. También estaba lejos del Atlántico. Confluían en el extremo sur dos grandes ríos: el Paraguay, que dividía el país en dos mitades; y el Paraná, que después de ceñirlo por el costado oriental, bajaba hacia el sur, corriendo mil quilómetros por las llanuras pastoriles de la Argentina, hasta formar, con otro gran río, el Uruguay, el estuario del Río de la Plata, en cuya margen derecha estaba la ciudad de Buenos Aires, y en la izquierda Montevideo, capital de la República Oriental del Uruguay. El gigantesco Imperio del Brasil, que fuera posesión de Portugal, volcaba todo su peso en un embudo sobre aquellas antiguas colonias españolas.

     A René Tibourd le fue difícil imaginar una nación medianamente civilizada en un lugar geográfico que parecía adecuado solamente para albergar hordas salvajes de boschimanos antropófagos. Sin embargo, Lord Stapleton lo describía como una Arcadia moderna, que proporcionalmente tenía menos analfabetos que la Francia del Segundo Imperio. Desde el punto de vista de las doctrinas generalmente aceptadas y de los novísimos conceptos de la sociología, el Paraguay era un absurdo, o una boutade. Marginado de las grandes rutas del comercio y de la civilización; agazapado como una fiera en su cubil en lo más enmarañado y oscuro de un continente que, salvo en la periferia marítima, continuaba siendo bárbaro. Agregábase a ello el clima cálido, que induce a la molicie, y una población mestiza de color, privada de la tutela del hombre blanco.

     René Tibourd comprendió que por sinceras y profundas que fueran las simpatías de Lord Stapleton por la brava república selvática, no dejaría por eso de cuidar sus intereses, que, como buen inglés, los identificaba con los de la Corona.

     En este caso concreto había sugerido que el artista francés podría obtener algunos dividendos de aquel incomprensible y sangriento conflicto de ultramar. Lord Stapleton era de fiar. Frío, calculador y despiadado tratándose de negocios, no dejaba por eso de ser un caballero. Le había aconsejado a tiempo que vendiera las acciones que poseía de empresas que operaban en México. Allí Maximiliano de Austria, coronado y sostenido por Napoleón III, enfrentaba con el ejército francés a infatigables bandas de forajidos acaudillados por el indio Benito Juárez. Como había previsto Lord Stapleton, apenas terminada la guerra de secesión, los Estados Unidos exigieron que Francia retirara sus fuerzas y dejase a Maximiliano librado a su suerte.

     Hijo de un oficial subalterno de la Grande Armée, que había gruñido sus resentimientos y acariciado sus nostalgias en una pequeña ciudad de provincias, René Tibourd adquirió en la infancia un cierto sentido épico de la vida que estaba fuera de lugar en el ambiente en que desarrollaba sus actividades. Era un apasionado, y por tanto imprudente, jugador de la Bolsa. Le hacía sentirse parte de una clase social a la que despreciaba, al tiempo que deseaba ardientemente ser admitido por ella como uno de los suyos. Intuía que como artista no lo lograría jamás. Por grande que fuera su éxito, y acaso por eso mismo, no pasaría de ser un adorno. Por costoso que fuese entraba en la categoría de lo superfluo. Para estar a la moda, hablar de ello de igual a igual con tanto idiota burgués gentilhombre, él, que administraba sus gastos hasta el extremo de no desperdiciar una pizca de pintura, de conformarse en privado con un trozo de pan duro y un pedazo de queso rancio, invirtió en México los ahorros acumulados por el terror a la pobreza, de la que había escapado después de haberla padecido hasta el tormento. Lo hubiese perdido todo de no haber mediado el oportuno aviso de Lord Stapleton.

     La curiosidad, ahora justificada por sus intereses, movieron a René Tibourd a informarse con mayor detalle acerca de la exótica república que enfrentaba a medio continente sudamericano y provocaba especulaciones en el mercado financiero internacional.

     Los libros que encontró fueron muy pocos. Se enteró de que el país en cuestión luego de independizarse de España en 1811, vivió tres décadas de fabuloso aislamiento, hasta el punto de ser conocido en el extranjero como la «China Americana». Cayó bajo la dictadura perpetua de un atrabiliario teólogo jacobino, quien, resentido con la aristocracia criolla de origen peninsular que le enrostraba su condición de mulato, la arruinó con multas y expropiaciones, la aniquiló en el patíbulo, la encadenó en mazmorras, la degradó socialmente declarándola mulata hasta la quinta generación. Confiscó los bienes de la Iglesia, cerró los conventos, secularizó el sacerdocio y se declaró ateo. Alimentó las bajas pasiones de la plebe, a la que sobornaba con dádivas y dirigía con el terror, sometiéndola al extremo de obligarla a llevar sombrero para que pudiera descubrirse ante las autoridades. El Doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, que así gustaba hacerse llamar el advenedizo personaje, se hizo mundialmente famoso cuando secuestró y retuvo al célebre botánico francés Aimé Bonpland, compañero de Humboldt. No valieron súplicas. Ni la amenaza de una expedición libertadora mandada por el gran Bolívar. Años después, movido acaso por uno de esos cambios en la dirección de los vientos que tanto afectaban los agriados humores del hipocondríaco individuo, mandó que Bonpland fuese liberado y expulsado del país llevándose todos los bienes que había acumulado durante su largo confinamiento en una aldea. Para sorpresa de aquellos que lo imaginaban engrillado en un lóbrego calabozo, Aimé Bonpland habló del Paraguay en términos encomiásticos. Confesó que lo había abandonado con lágrimas, y que se hubiera quedado para siempre si le hubiese estado permitido. Habló de la paz y la prosperidad de que gozaba el pueblo bajo un gobierno severo y providente, empeñado en consolidar la independencia y evitar la anarquía que asolaba la región rioplatense. Y allí se acababa la bibliografía.

     El espíritu inquieto de René Tibourd quería saber más del Paraguay. Lo consiguió donde menos esperaba: en el círculo íntimo de la emperatriz Eugenia de Montijo.

     Ser admitido en tan selecta sociedad, de todas la más exclusiva, era uno de los mayores logros a que podía aspirar un hombre ambicioso. Tuvo acceso a ella en circunstancias acaso no del todo fortuitas cuando, si bien no era ya un desconocido, estaba lejos todavía de ser un retratista de moda. Ocurrió en su mejor época. Había dejado atrás la etapa más amarga de la lucha consigo mismo y con el medio. Al apasionado, absorbente y entusiasta amor por su trabajo, por el que tantas penurias había padecido y al que brindara lo mejor de sí mismo, se sumaban entonces la confianza en el éxito y una codicia creciente.

     Justificaba esta última, nacida a poco de recibir encargos de cierta importancia y de cotizarse cada vez mejor sus pinturas, como un merecido desquite por pasadas privaciones. Aunque no había perdido del todo esa íntima e inconfesada humildad que subyace en el trasfondo del alma del verdadero artista, ya no le atormentaba tanto como antes la duda de su propio talento; la tensa vacilación en cuanto al acierto de sus medios expresivos; la compulsión de volcarse por entero en su obra, de transmitir mediante ella un mensaje comprensible para los demás, pero acerca de cuyo significado él mismo sabía muy poco. Un mensaje condicionado, limitado, y acaso profundizado por la necesidad de adecuarse a las exigencias y los gustos de la época -o de quienes podían pagarle-, al tiempo de negar, escandalizar esos mismos gustos para alcanzar el relieve que lograra agitarlos, conmoverlos, forzarlos a aceptar su propio registro para no quedar rezagado por la incomprensión en la soledad, el hambre, y, en definitiva, en la frustración al ser privado de la posibilidad misma de realizar su tarea en plenitud y de este modo expresarse, cumpliendo así el mandato de poderes ineluctables.

     Sentía que el gran arte es aquel que ha logrado superar estas contradicciones en una síntesis sublimada, que no es de naturaleza moral sino estética, que sólo puede realizarse en la obra misma. Había aprendido también que la cuestión no está nunca totalmente resuelta, que vuelve a plantearse con cada pincelada y no es posible jamás estar seguro de haber elegido con acierto. Sin que él mismo lo advirtiese, era esta búsqueda dramática la que daba fuerza a sus retratos. Aunque no lo único.

     Unos años atrás René Tibourd estaba trabajando en el retrato de Monsieur Peralt de Caravalière de Cuberville. El caballero debía viajar en breve al Río de la Plata en misión diplomática. Deseaba, antes de partir, agregar el suyo a la galería de retratos de sus antepasados ilustres en la mansión familiar, por lo que había urgencia en terminarlo. M. Peralt era un aristócrata joven y muy bien parecido, con algo esquivo en la expresión de su rostro de rasgos finos, afilados; en la palidez enfermiza de su tez aceitunada; en la mirada ausente de sus grandes ojos afiebrados que parecían empeñarse en ocultar una tensa inquietud próxima a la desesperación. Podría haber servido de modelo para un arcángel recientemente expulsado del paraíso.

     René Tibourd, que procuraba enterarse de todo lo relacionado con sus clientes, había oído decir que M. Peralt estaba en bancarrota. Abrumado por deudas, su próxima partida, facilitada por amigos y familiares influyentes en la Corte, tenía los visos de una fuga. Estaba posando en su gabinete cuando un doméstico annamita anunció a Lord Stapleton, a quien René Tibourd no conocía en aquel entonces.

     Tras las presentaciones de rigor, y con la anuencia de ambos caballeros, el pintor continuó su trabajo mientras ellos trataban sus asuntos en inglés. Aunque conocía perfectamente ese idioma, René Tibourd estaba tan concentrado que no prestó atención a lo que decían, pero sí a los sutiles cambios que se iban operando en el semblante del modelo. No advirtió que Lord Stapleton, que se había puesto de pie y se paseaba por la estancia, le observaba entre la humareda de su pipa. Poco después, al despedirse, le tendió la mano y le dijo, en un aparte.

     -Es usted un canalla, Monsieur Tibourd: debería pintar un retrato de la emperatriz.

     El artista frunció el ceño, sorprendido por aquella expresión impertinente de excéntrico humor inglés; pero, antes de que pudiera replicar con alguna frase aguda propia de un francés de espíritu, Lord Stapleton se había ido. Irritado, sobre todo consigo mismo por la lentitud de su ingenio, no tardó sin embargo en olvidar el incidente. Hasta que, algunas semanas después, le visitó el coronel Mercier, uno de los edecanes de Eugenia de Montijo, para decirle que la emperatriz se sentiría complacida de conocerle, y, eventualmente, de concederle el honor de pintar su retrato.

     El trabajo que realizó le abrió de par en par las puertas de la fama y la fortuna. Acertó la composición perfecta. El decorado y el ambiente estaban elegidos de modo que la fastuosidad tuviera el aspecto de lo habitual y cotidiano mediante la sabia economía de los detalles ornamentales, que, estando presentes, pasaban desapercibidos. En la combinación de formas y colores se evocaba la fuerza primordial de la naturaleza. En ese marco, perfectamente integrado a él, se destacaba la figura de la emperatriz, vista desde un ángulo que mejor mostraba su belleza. Fue atrapado un momento fugaz en el que el gesto revelaba en plenitud, como el estallido de una fuerza elemental, el orgullo, la pasión y la vitalidad de la española de un modo que trascendía a la contingencia de la modelo.

     Nada era falso en el retrato, pero todas las verdades habían sido cuidadosamente elegidas. Sin embargo, René Tibourd no era dueño de la verdad. Por algún impensado resquicio se deslizaron la avidez, la necedad, el tedio, la vanidad pueril; y la sensualidad insatisfecha de hembra en celo, que hacía poco favor a Luis Napoleón, emperador de los franceses.

     Esta penetración en lo recóndito, en lo inconfesable, era lo que daba a los retratos de René Tibourd un fondo de misterio que los hacía inquietantes. Era a un tiempo desquite y confesión. Se pintaba a sí mismo. Indagaba en sus modelos la parte oscura de su propia alma, al tiempo que hacía traslúcidas las máscaras del Segundo Imperio. [24]

     En prueba de reconocimiento, pintó un retrato de Lord Stapleton, de quien acabó por hacerse muy amigo. Trabajó con cierto humor vengativo, pero el inglés no se dejó atrapar.

     Desde entonces René Tibourd pasó a ser uno de los asiduos cortesanos de la emperatriz. Se multiplicaron los encargos, obtuvo honores, ganó mucho dinero, se aficionó al juego de la Bolsa. Siguió siendo un pintor concienzudo, poseedor de una técnica depurada. Sus retratos eran perfectos. Sin embargo, se había ido apagando la vida que les supo dar en otro tiempo. Amaba la pintura, que lo había llevado desde una sórdida buhardilla a los salones de las Tullerías, pero ahora la trataba como a una antigua y fiel amante, con la pasión atemperada por la costumbre y la seguridad de ser correspondido. Sólo ocasionalmente renacían en él la sorpresa, el entusiasmo, la emoción de la búsqueda y el descubrimiento, los tormentos de la insatisfacción y de la duda.

     Por alguna razón que no trató de explicarse, pues no tenía la costumbre de analizar sus sentimientos, que volcaba directamente en la tela sin la perturbadora mediación de las palabras, la curiosidad que al principio experimentara por el pequeño país sudamericano envuelto en una guerra de colosales proporciones, se convirtió en vivo interés. Aguardaba casi con impaciencia que sus múltiples compromisos le dejaran tiempo para visitar la Legación Paraguaya y comenzar el retrato del Encargado de Negocios Cándido Bareiro.

     Entre tanto no perdía ocasión de informarse, sea por los periódicos, sea interrogando a las poquísimas personas que podían darle alguna noticia de aquel rincón perdido del mundo.

     Durante una tertulia en una de las salas privadas de Eugenia de Montijo, salió a relucir el tema y René Tibourd se enteró de muchas cosas acerca del Paraguay.



- III -


El general Mercier, uno de los edecanes de la emperatriz, el mismo que en otro tiempo visitara a René Tibourd, comentó que había conocido en París -de esto haría no menos de diez años- a Francisco Solano López, actual presidente de la república del Paraguay y comandante en jefe de sus ejércitos. Había venido en misión diplomática para agradecer el reconocimiento de la independencia de su país y tramitar acuerdos comerciales. Le acompañaba un reducido séquito, en el que se encontraba su propio hermano Benigno, el doctor Juan Andrés Gelly, hombre de notable ilustración y cumplido caballero, el capitán Rómulo Yegros y algunos más cuyos nombres no recordaba.

     Fueron declarados huéspedes de la corona. Al entonces coronel Mercier le ordenaron que los guiase y asistiese. A fe que la misión resultó placentera. Francisco Solano López era muy joven, pero ya ostentaba el grado de general y daba pruebas de una madurez muy por encima de sus años. Tanto por ser el primogénito del viejo presidente Carlos Antonio López, como por sus personales méritos, se daba por descontado que, tarde o temprano, gobernaría su país.

     Ejercía sobre sus acompañantes indiscutida autoridad. En ocasiones daba a estos un trato un tanto altivo y desconsiderado. Hacía excepción con el doctor Juan Andrés Gelly, por quien parecía sentir un gran respeto. Le consultaba antes de tomar cualquier decisión importante, si bien al hacerlo -como confió el capitán Rómulo Yegros al coronel Mercier-, cumplía recomendaciones de su anciano padre, a quien el joven López veneraba y obedecía sin discusión.

     Era en extremo laborioso. Estaba convencido de que aguardaba a su patria un gran destino que él estaba predestinado a realizar. Se proponía proveer a los suyos en el menor tiempo posible de las ventajas de la civilización y de los beneficios de la industria y el comercio más avanzados. Hablaba con entusiasmo de la virtud, docilidad, laboriosidad y natural inteligencia de sus conciudadanos. Se interesaba en las doctrinas sociales y en las diversas formas de constitución política. Era asiduo lector de Saint Simon y Lamartine. Gustaba del estilo de Chateaubriand. Adquirió gran cantidad de libros. Estudiaba las campañas de Napoleón, textos de táctica y reglamentos militares, [26]interesándose particularmente en el tema de las fortificaciones. Consultaba con frecuencia al coronel Mercier acerca de estos asuntos y hacía observaciones penetrantes acerca de las tácticas en uso en los ejércitos europeos. Coleccionaba grabados que mostraban los uniformes más vistosos y adquiría algunos de estos para vestir a sus soldados y oficiales.

     Mandó construir en Inglaterra una moderna cañonera de acuerdo a sus especificaciones, para que fuera maniobrable en los grandes ríos de su patria. Llevó labradores de Burdeos para fundar una colonia; de Inglaterra, calificados técnicos y obreros especializados en diversas ramas de la industria y de la construcción, especificando en sus contratos que estaban obligados a transmitir sus conocimientos a los paraguayos. Consiguió un notable arquitecto italiano, un literato español, un músico francés. Su país debía ser rico, puesto que gastaba sin tasa y era sumamente espléndido con las personas que trataba. Él mismo, y sus acompañantes, llevaban una vida si no opulenta y dispendiosa, libre de privaciones. Sabía procurarse los placeres propios de su edad y condición. Era un hombre encantador. Supo ganar la simpatía del Emperador, que le honró encomendándole dirigir una parada militar en el Campo de Marte, distinción raramente concedida a un extranjero.

     -Lo que dice usted es sorprendente -dijo René Tibourd, que había escuchado al general Mercier con el más vivo interés-. ¿Por qué cree usted que un hombre de talento como el que describe permitió que su país se viera envuelto en una confrontación armada tan desigual?

     -¡Ah, la envidia, mi querido amigo, la envidia! Las miserables y anarquizadas repúblicas del Río de la Plata y el imperio esclavócrata del Brasil no podían soportar la vecindad de un país próspero y pacífico, sabiamente gobernado, que se hacía cada vez más poderoso.

     -Sin embargo, salvo que esté mal informado, fueron los paraguayos quienes iniciaron las hostilidades agrediendo e invadiendo a sus vecinos sin que mediara provocación alguna.

     El general Mercier no se dejó confundir por la evidencia:

     -Fue una decisión más que audaz, desesperada, para adelantarse a los acontecimientos. Mucho antes de que se iniciara la guerra contra el Paraguay, ella estaba pactada y decidida. ¿Ha leído usted el «Tratado Secreto de la Triple Alianza»?

     -No, no lo he leído.

     -Por orden expresa del primer ministro de S. M. británica, Lord John Russell, fue incluido en el «Libro Azul» del 2 de marzo de este año una traducción al inglés del Tratado Secreto y de sus artículos adicionales, que había llegado a conocimiento del Foreing Office por indiscreción de uno de los firmantes. Inmediatamente «The Times» publicó el sensacional documento. Es un pacto de guerra a muerte contra el Paraguay; acaso el documento más infame, cínico y monstruoso de la historia de la diplomacia de todos los tiempos, sólo comparable con las terribles decisiones del Senado romano después de la segunda guerra púnica. Acuerda descuartizar un Estado soberano y reducir a una nación a la impotencia. No deja a los paraguayos más alternativa que la de luchar hasta vencer o morir. Habiendo conocido al hombre que los manda, puedo asegurarle que no cejará hasta el último aliento.

     La santa indignación del general Mercier, expresada con énfasis y altisonancia, conmovió a las señoras. Algunas de ellas, y la propia emperatriz, recordaron haber conocido al general López. Madame Biseau, dama algo madura, que, como anotaron los carbones alertas de René Tibourd, gozaba de ese inagotable encanto juvenil que la inteligencia y el humor suelen dar a las mujeres, dijo, entre irónica y picaresca.

     -Nuestro querido general Mercier ha olvidado mencionar que su amigo, entre los muchos especialistas que contrató, llevó también una amante irlandesa.

     Se avivó el interés de las damas, deseosas de escuchar una romántica historia de amor y de heroísmo en países exóticos.

     Según Madame Biseau el apuesto, algo grueso, corto y arqueado de piernas general paraguayo había seducido a Madame Elisa Alicia Lynch de Quatrefages, joven y bella esposa de un médico militar francés destacado en Argel, mientras ella restablecía su quebrantada salud con los frescos aires de París. Elisa dejó a su marido para seguir a su amante, que se le había adelantado en una cañonera, seguramente la misma que mencionó el general Mercier cuando hizo el elogio de los arrebatos progresistas del futuro estadista indiano. No viajaron juntos porque ella esperaba el primer fruto de sus amores. No hubo escándalo porque el cornudo galeno, que doblaba en edad a su esposa y era feo como un sapo, carecía de relevancia en sociedad. No podría decirse lo mismo de Elisa, que había sido cortejada anteriormente por el jefe de escuadrón Waubert de Genlis, el conde Alexandre Meden, un príncipe ruso, un Lord inglés, un tenor español, un banquero de Londres y, en la propia Roma, por el cardenal Antonelli, todo lo cual no es poco mérito para una dama que no había cumplido veinte años.

     -El general Mercier podrá decirnos si es verdad que fue el propio Napoleón III quien la presentó al general López en un baile oficial de las Tullerías como «une des nos reines para la beauté».

     El general Mercier se agitó molesto en su asiento y se excusó de responder sonriendo cortésmente. Madame Biseau lanzó una exclamación:

     -¡Oh, es la verdad, puesto que no quiere decirla!

     Nada más hubiera sabido Madame Biseau de la bella irlandesa si no se hubiese enamorado locamente de ella el príncipe polaco Stanislaff Kzntmkrzwk.

     Ante la atónita mirada que le dirigieron, Madame Biseau se apresuró a explicar:

     -Es muy conocido en la Corte; pero, tendrán que perdonarme si he suprimido la única vocal del apellido del príncipe Kzntmkrzwk, que me ha honrado haciéndome su confidente y cuya confianza no me es dado defraudar ni con la indiscreción de una letra.

     Como suele ocurrir a los enamorados, continuó Madame Biseau, el príncipe polaco incurrió en extravagancias que podrían parecer ridículas a quienes no se encuentran poseídos de idéntica pasión. Consultó a una zíngara de Transilvania, Madame Propiandescu, la cual, como se sabe, practica sus artes en Montmartre para una selecta clientela de nobles, estadistas y magnates que no dudan de sus poderes de astróloga y cartomántica.

     Persuadiolo la pitonisa de que Elisa se hallaba prisionera de un malvado que la fascinó mediante hechizos disueltos en un brebaje que los paraguayos preparan en el pulido cráneo de un mono tití, sorbiéndolo por un cañuto de marfil bañado en Plata. Se trata de una pócima de hierbas opiáceas que sumerge a quienes la beben en un trance durante el cual los varones quedan poseídos de los demonios de la lujuria y adquieren inagotable virilidad y las mujeres se tornan insaciables.

     Con la temeridad propia de su raza, el príncipe eslavo concibió la descabellada idea de viajar al Paraguay para rescatar a su amada de las garras del ogro sudamericano. Y acaso también, aunque no lo dijo, para importar un cargamento de las tales hierbas mágicas. Fletó para el efecto un bergantín en Burdeos. En él cruzó el océano hasta una factoría inglesa de ultramar llamada Buenos Aires, última avanzada de la civilización en aquellas remotas latitudes. Luego remontó inmensos ríos infestados de cocodrilos, en cuyas orillas pastan manadas de elefantes unicornios y emplumadas jirafas tricéfalas; acechan tigres de cuyos colmillos fabrican filosísimos alfanjes unos indios piratas llamados paguaguá.

     Siguió después por bosques poblados de boschimanos antropófagos y de una curiosa tribu de pigmeos que poseen una rígida cola cartilaginosa que les obliga a andar siempre provistos de una aguda estaca para abrir en la tierra un agujero del tamaño de su apéndice [29]rábico cuando quieren sentarse. Ya había llegado a Asunción, una miserable aldea con pretensiones de ciudad capital, y se hallaba reposando en una hamaca, cuando de pronto fue atacado por un insecto del tamaño de un búho gigantesco, al que los nativos llaman ura y le temen como a una encarnación del demonio. Sería hombre muerto si no hubiera abatido a aquel engendro infernal con un certero tiro de revólver, arma que los paraguayos desconocían entonces y que secuestraron de inmediato, por orden del presidente de la república, para que la examinase un consejo de ancianos.

     Gobernaba el país un déspota hidrópico, increíblemente obeso, de cara alunada y cráneo puntiagudo, que escondía bajo chisteras de tamaño descomunal.

     Si estaba de buen talante, dispuesto a escuchar peticiones, el sanguinario tirano usaba una galera blanca. Si por el contrario su humor era sombrío, como ocurría las más de las veces, se encasquetaba una negra hasta los ojos pestañudos y quien se le acercaba era a sabiendas de que se exponía a un peligro mortal. El príncipe tuvo suerte. Cuando, como era de rigor hacerlo, solicitó audiencia para presentar sus saludos al presidente de aquella república farandulesca, calaba este un sombrero blanco. Estaba descalzo, en calzoncillos, sentado en una hamaca, chupando zumos de hierbas que escanciaba un zambo semidesnudo que blandía una cimitarra y no apartaba su mirada sañuda del blanco y delicado pescuezo del príncipe Stanislaff Kzntmkrzwk.

     Cumplido el trámite descrito, el príncipe, obrando con la discreción y la cautela que el caso exigía, hizo averiguaciones acerca de Madame Elisa Lynch con el fin de rescatarla del poder de su raptor y devolverla a Europa, en cuyas cortes reales y episcopales brillara anteriormente por su belleza y su talento.

     Elisa vivía como la favorita del serrallo del general Solano López, un ridículo sultán de casaca y entorchados, que por fortuna se encontraba ausente, dedicado a su ocupación favorita de construir ferrocarriles tirados por bueyes.

     El general López, por miedo a su terrible padre el presidente, que no consentía el escándalo, mantenía a su amante algo apartada de lo que con indulgencia podría llamarse la alta sociedad aristocrática. Las damas patricias hablan entre ellas una impronunciable jerigonza indígena, fuman de entre casa apestosos cigarros, andan descalzas, se buscan piojos las unas a las otras valiéndose de un peine fino y lanzan de tanto en tanto certeros escupitajos a las macetas de flores que adornan sus abigarrados jardines, que más bien parecen una prolongación doméstica de la exuberante selva tropical. No soportan que el delfín de la presidencia mantenga en público concubinato a una [30]hetaira extranjera. Elisa pasa la mayor parte del tiempo recluida en una quinta situada en las afueras del villorrio, rodeada de torvos esbirros que no la pierden de vista un solo instante.

     Su valiente enamorado consiguió visitarla en dos ocasiones. No pudo hablar con ella en privado. En ambos casos estuvo presente uno de los ayudantes del general López, un meloso y simiesco individuo que conocía el francés, el italiano y el inglés, idiomas con los cuales hubieran podido burlar su vigilancia, ya que Elisa, como todo el mundo, salvo ellos mismos, ignora el galimatías de los polacos.

     La casa estaba espléndidamente amueblada. La dama, cautiva en jaula de oro, vestía como una reina, luciendo joyas costosísimas. Para tormento del príncipe, la bella irlandesa estaba en su esplendor. La atendía una corte de vasallos serviles atentos a satisfacer sus menores deseos, al tiempo que la espiaban. Stanislaff Kzntmkrwk comprendió que era desdichada cuando Elisa le dijo, con una leve y fugaz caída de párpados, que el Paraguay es un paraíso cuando no hace calor.

     El príncipe replicó, al tiempo que se escurría el sudor con un pañuelo, que entonces él solamente había conocido el infierno.

     Bastó para que los suspicaces nativos, que pretenden que su país disfruta del mejor de los climas en todas las estaciones, le obligaran a abandonarlo antes de que pudiera arbitrar los medios para liberar a la cautiva. Sin darle explicación alguna fue llevado hasta su bergantín, escoltado por cuatro feroces sicarios armados de sables y tercerolas, que no le perdieron de vista hasta que el barco hubo zarpado y alejádose una milla, como el príncipe pudo comprobar observándolos con sus prismáticos, novísima invención de la óptica germana.

     De regreso en París, desahogó su atormentado corazón narrando las tribulaciones vividas y su inconsolable desconsuelo a su mejor amiga y confidente, que desde luego no era otra que Madame Biseau.

     -¡Cest un paradis le Paraguay quand'il fait pas chaud!

     Hugo lágrimas y suspiros. El general Mercier perdió la compostura y calificó lo que había oído de patrañas de un aristócrata embustero.

     -Me permito recordarle, querido general -replicó Madame Biseau, con severa dignidad-, que el príncipe Stanislaff Kzntmkzwk es mi amigo y un perfecto caballero. Si las palabras de usted llegaran a sus oídos, le desafiaría. Le advierto que es tirador infalible y maestro de la esgrima.

     El general Mercier contuvo una palabrota y se incorporó a medias, listo para replicar; pero, ante una significativa mirada de la emperatriz, que se veía obligada a calmar muy a menudo los ímpetus de aquel rudo guerrero reducido a cortesano, suspiró resignado y se calló.

     Todos se echaron a reír. El general Mercier, dándose cuenta de que había caído en una trampa, sonrió a su vez al tiempo que amenazaba con una palma abierta a la traviesa Madame Biseau.

     Tomó la palabra Monsieur Peralt de Caravalière de Cuberville, que había permanecido en silencio hasta entonces, sometido sin saberlo a la atenta observación de René Tibourd, que lo veía por primera vez desde que, años atrás, pintara su retrato. Parecía más alto y fuerte. Los rasgos se le habían acentuado. Miraba con los ojos de un bandido. Era recibido en los círculos más exclusivos y aristocráticos como privilegio de familia, a pesar de que su cargo en el servicio diplomático era oficialmente subalterno. Había trascendido que solían confiarle misiones confidenciales importantes, en las que se precisaban coraje, habilidad y falta de escrúpulos. Las mujeres intuían en él algo diabólico, y aunque las excitaba, le rehuían.

     -Visité el Paraguay el año pasado, en la cañonera «Desidée». Acompañaba a Monsieur Maurice de Vernoulliet, secretario de la Legación de Francia en Buenos Aires, quien era portador de una carta autógrafa de S. M. el emperador Napoleón III para el Mariscal Francisco Solano López. Pasamos sin ser molestados a través de la Flota Imperial del Brasil desplegada en las Tres Bocas, que así se llama la confluencia de los grandes ríos Paraná y Paraguay. Hacia el este se oía un violentísimo cañoneo. Al llegar a Humaitá fuimos recibidos en audiencia solemne por el Mariscal López. Coincido con el general Mercier en que es un hombre encantador. Por lo que pude observar, Humaitá es una fortaleza inexpugnable. Ocupa la margen izquierda de una cerrada curva en la que el río Paraguay se estrecha. Puede cruzar los fuegos de sus baterías en un amplio recodo de las aguas. Dentro de su perímetro reinan el orden y la limpieza. Los cuarteles son sólidas construcciones de adobe con techo de paja, amplias y aireadas. Sobre la ribera se levanta una hermosa iglesia de alto campanario. Los oficiales visten a la francesa. Los dragones de la guardia usan casco de bronce con una cola de mono en la cimera. La tropa de línea lleva altos morriones de cuero, roja blusa de bayeta, pantalones blancos de lonilla y no gasta calzado. Esta parece ser una costumbre del país. Me han dicho que los jefes y oficiales cuando están de fajina se libran de las molestas botas. Los soldados tienen un magnífico aspecto, nunca he visto reunida una juventud tan espléndida. Se los ve bien nutridos. Son por lo general altos, espigados. Abundan, sobre todo en la caballería, verdaderos gigantes. Llevan una corta melena, el rostro afeitado y grandes bigotes, si bien abundan los muy jóvenes que muestran el rostro limpio, de notable finura de rasgos. Predomina la piel cobriza, aunque hay también no pocos blancos, algunos tan rubios que parecen anglosajones. He visto también indios puros, negros y mulatos, pero son lo menos. No se observan diferencias de casta o raza entre jefes, oficiales y soldados. Los mandos provienen invariablemente de la tropa de línea, cosa que no ocurre en los ejércitos aliados, en los que la oficialidad está formada por individuos de las clases educadas y pudientes, que deben sus grados no a la experiencia y al mérito sino que los ostentan como un privilegio. Mi opinión es que el ejército paraguayo está formado por hombres vigorosos, disciplinados, entusiastas, y por tanto, temibles, aunque sus enemigos les tripliquen en número, dispongan de reservas inagotables y estén mucho mejor armados.

     -¡Admirable, admirable! -exclamó el general Mercier, mirando triunfalmente a Madame Biseau.

     -Se nos autorizó a continuar viaje hasta Asunción. La ciudad es extensa, aunque poco poblada. Se halla edificada sobre una suave pendiente que elevándose desde el río pierde gradualmente su declive hacia el sur en una sucesión de encantadoras colinas. Debido a la escasez de grandes edificios, y como las casas por lo general no tienen más que un piso, apenas se ve a la distancia otra cosa que techos de teja rojiza, con uno que otro mirador que la domina. En el centro, las viviendas, protegidas por recovas, se alzan sobre plataformas de ladrillos a lo largo de calles arenosas calcinadas por el sol. Observé varios edificios nuevos y muchos más en construcción, que indudablemente han sido proyectados por arquitectos europeos. Desde la Plaza de Armas se contempla el estupendo panorama del río, en cuya ribera opuesta se extiende el gran Chaco, habitado por tribus de indios salvajes.

     -Supongo que entre ellos y los paraguayos no hay mucha diferencia -respingó Madame Biseau, batiéndose en retirada.

     -No es lo que pude observar. Los paisanos visten trajes vistosos, de admirable pulcritud. No he visto uno solo cubierto de harapos, como es frecuente en Buenos Aires, Río de Janeiro, y, hemos de decirlo, también en París. Las mujeres son hermosas. Poseen el don de la amable cordialidad. El Paraguay sonríe. Tiene un misterioso encanto que al viajero le es difícil olvidar. Fuimos alojados en el moderno y confortable edificio del Club Nacional. En la fiesta que se hizo en nuestro honor conocimos a Madame Lynch, que es en verdad una mujer bellísima, exquisitamente educada. Por momentos creímos estar en uno de los aristocráticos salones de París. Las damas vestían a la moda y se comportaban con deliciosa sencillez e inocente desenfado. Los caballeros, aunque un tanto campechanos, no son unos palurdos y saben conducirse con decoro y dignidad; cualidades estas que parecieran formar parte del carácter de los paraguayos en general, y no exclusiva de las personas educadas. No se hacían sentir todavía los efectos del bloqueo, ni el país había sido invadido, ni se habían librado las grandes batallas que seguramente llevaron el luto a muchos hogares. Los extranjeros con quienes conversé, entre los cuales naturalmente estaban nuestros compatriotas, confiaban, sino en la victoria de los paraguayos, por lo menos en la pronta concertación de la paz. El Tratado Secreto no era aún conocido. Tanto es así que el Paraguay aceptó la invitación de Monsieur de Vernouillet de participar en la Exposición Universal de París, en 1867. Hicimos luego un paseo en ferrocarril por campiñas ubérrimas hasta la villa de Paraguarí, al pie de una hermosa serranía. Se celebró una inolvidable fiesta campestre en la que Madame Lynch hizo de anfitriona. Nuestros huéspedes, a los que espontánea y jovialmente se agregaron paisanos de las cercanías, eran consumados bailarines. Ejecutaban complicados pasos de danza, de armoniosa coreografía. La música, alegre, de deliciosa dulzura y notable vigor, ejecutada por arpas, violines y guitarras, es la de un pueblo feliz.

     El relato de M. Peralt entusiasmó a los contertulios. Hasta Madame Biseau tuvo que admitir que era posible que el príncipe polaco, enceguecido por el amor y obnubilado por el despecho, no hubiera percibido las bellezas del Paraguay.

     -Bien sabemos que los hombres sólo sienten el paisaje si lo ven reflejado en los ojos de una mujer -dijo Madame Biseau, y haciendo un gesto de coquetería preguntó a M. Peralt-: ¿No será el caso de nuestro galante amigo, el caballero de Cuberville?

     La emperatriz comentó que su esposo Luis Napoleón no ocultaba sus simpatías por el Mariscal López y la causa por este defendida, que era el equilibrio de los Estados del Río de la Plata, doctrina sustentada por Francia en Europa.

     -El Tratado Secreto le produjo la más viva indignación. Piensa que es un escándalo, que las potencias civilizadas no debieran tolerar, el intento de destruir un país próspero y sabiamente gobernado como es sin duda el Paraguay.

     -Es precisamente esto lo que alarma a sus vecinos -declaró M. Peralt-. Buenos Aires no ha logrado todavía consolidar su hegemonía sobre el resto de la Argentina. Está siempre latente la guerra con los caudillos pastores. Los provincianos miraban al Paraguay como un ejemplo e intrigaban con todos los medios a su alcance para atraerlo a su bando y comprometerlo en sus disturbios, cosa que los paraguayos habían evitado sabiamente hasta ahora. Para el Imperio del Brasil, un gigante con los pies de barro de la esclavitud, el Paraguay era un obstáculo insalvable para su tradicional política de expansión. Los paraguayos no vacilaron en sacar a puntapiés a los brasileños cuantas veces estos avanzaron sobre los territorios en disputa. Los paraguayos se habían mostrado hasta ahora invariablemente pacíficos, pero altivos hasta la insolencia. En cuanto al Uruguay, el otro miembro de la alianza tripartita, que fuera creado por la diplomacia de Lord Canning para que sirviera de algodón entre dos cristales, el Brasil y la Argentina, acabó siendo la piedra del escándalo que precipitó la guerra. Desde 1850 el Paraguay garantizaba, por un tratado, la inviolabilidad del territorio uruguayo, y cuando los brasileños lo invadieron, cumplió su compromiso.

     -¿No cree usted entonces que los paraguayos sean los causantes de la guerra? -preguntó René Tibourd.

     -Técnicamente sí, puesto que la iniciaron. Sin embargo, se venía hablando de la guerra desde tiempo atrás tanto en Río de Janeiro como en Buenos Aires. En ambas capitales se la consideraba necesaria e inevitable. El general Mercier ha mencionado las guerras púnicas. Pues yo puedo decirle que el delenda est Paraguay se escuchaba con harta frecuencia en el parlamento brasileño. En los niveles más altos y confidenciales de la Argentina, esto es, entre los magnates porteños, que dominan el resto del país mediante el control del puerto de Buenos Aires, se decía que mientras viviera el viejo López, cuya prudencia según ellos rayaba en la cobardía, no había peligro de que la paz fuese turbada por una indiscreta intromisión de los paraguayos en la política del Río de la Plata; pero, que en cuanto le sucediera su primogénito, como sin duda ocurriría, ya que piensan que el Paraguay es una república sólo de nombre, habría llegado quizá el momento de tomar drásticas medidas para acabar con aquel monstruo al acecho, que, a medida que pasase el tiempo, se tornaría más peligroso. No faltarían pretextos, pues abundaban en las fronteras territorios en litigio. El gobierno argentino frustró uno tras otro los reiterados esfuerzos que hizo Solano López, apenas asumió la presidencia, para encontrar soluciones pacíficas y permanentes, aun a costa del sacrificio de parte de lo que el Paraguay considera que legítimamente le pertenece. En cuanto a los brasileños, habían hecho en 1855 la tentativa de asustar a los paraguayos enviando contra ellos la Flota Imperial. El único navío que llegó a Asunción fue la nave almirante, a remolque de un vaporcito paraguayo, llevando a bordo al jefe de la expedición. Se pactó una tregua antes de que se disparase un solo tiro. A resultas de ello el gobierno brasileño tuvo que tragarse las pullas sangrientas de los periódicos de Buenos Aires y los gritos de furor de la oposición en el parlamento, que pedía lavar con sangre tan tremenda humillación. Pero los estadistas responsables sabían que el Brasil no podría vencer al Paraguay sin la alianza de la Argentina, la cual estaba en peores condiciones para intentar por sí sola tan temeraria aventura. Ambos gobiernos postergaron indefinidamente la solución de los problemas pendientes con el Paraguay, a la espera de una ocasión propicia para lanzarse juntos contra él. En opinión de los dirigentes porteños y brasileños, el joven López se había dejado impresionar más de lo permitido por el brillo de las cortes europeas y el espectáculo de la civilización y del progreso; tanto, que parecía seriamente empeñado en asimilarlos a su toldería de indios. Era también posible que el general abrigara sueños de gloria e insensatas ambiciones imperiales. Lo juicioso era entonces, para los astutos porteños y los sagaces brasileños, tenderle una trampa y acabar con él antes de que fuera demasiado tarde.

     -Es lo que yo decía -rugió el general Mercier alzando un puño indignado-, ¡la envidia, señor, la envida!

     -O la prudencia -agregó Monsieur Peralt con una sonrisa un tanto cínica.

     -Se han olvidado de nosotras -protestó Madame Biseau-, la política es la peor rival de las mujeres.


 

- IV -


     El 4 de abril de 1866, siendo las diez de la mañana, según consta en el libro de entradas de la Legación Paraguaya en París, que minuciosamente llevaba el capitán Gregorio Benites, secretario de la misma, «se presenta munido de sus respectivos cachivaches un pintor de cuadros que dice llamarse don René Tibourd, francés de nación, que manifiesta que viene dice que a pintarle un retrato del Encargado de Negocios el señor don Cándido Bareiro».

     La gramática del capitán Benites mejoró mucho desde que, un año y medio después, pasó a ocupar el cargo del señor Bareiro, destituido por el Mariscal López en base a un informe que el secretario consiguió hacerle llegar al cuartel general de Paso Pucú, burlando el bloqueo del enemigo mediante una fantástica estrategia. Puede notarse el cambio en la versión castellana que el mismo señor Benites hace de los enjundiosos artículos que publicó en periódicos franceses, ingleses y norteamericanos en defensa de su país.

     Podría decirse que le asesoraba en esa etapa el ilustre pensador argentino Juan Bautista Alberdi, quien noble y desinteresadamente hizo suya la causa paraguaya, desafiando el estigma de traidor. Pero, no tuvo asesoramiento para escribir sus «Memorias», circunstanciada relación de las vicisitudes de la obstinada y solitaria batalla diplomática que libró, ya sin dineros ni auxilio alguno, en Europa y los Estados Unidos, en un desesperado esfuerzo por salvar a su patria de la completa destrucción.

     En cambio la Historia no registra que Cándido Bareiro hubiese hecho absolutamente nada mientras fue Encargado de Negocios, aunque después se revelara político activo, maniobrero y audaz. Llegó a la primera magistratura de un Paraguay devastado por la guerra y escarnecido por la derrota. A poco de ocupar tan elevado cargo, cayó en la melancolía, se tornó huraño y caviloso, finalmente, según el polígrafo y feroz archivero Juan Silvano Godoy, que fue su contemporáneo y enemigo, «se apoderó de él una tristeza profunda, que le consumió rápidamente. Perdió el apetito, enseguida la memoria, más tarde el habla, y falleció desasosegado, echando espumarajos por la boca a la manera de aquellos ex comulgados de la Edad Media»; [37]y, agregamos nosotros, dejando en la orfandad a su hijo Francisco, que llegó a poeta modernista.

     El doctor Faustino Benítez, un paraguayo de otros tiempos al que tuvimos el privilegio de conocer y de escuchar, recordaba que cuando René Tibourd estuvo en Asunción en la última década del siglo pasado, solía comentar con su amigo y colega Guido Boggiani las visitas que hizo en su juventud a la Legación Paraguaya en París con el objeto de pintar un retrato del Encargado de Negocios Cándido Bareiro.

     Guido Boggiani, si se nos permite una necesaria disgresión, fue un pintor y antropólogo italiano que realizó en el Paraguay de posguerra una notable obra artística, científica y filantrópica. Fue muerto, y dicen que ritualmente comido por los indios del Chaco, que nunca hasta entonces habían sido convictos de antropofagia. Diose la casualidad que el ilustre italiano fuese sacrificado por bárbaros, que hasta entonces habían sido amigos suyos, poco después de haber pintado un bellísimo retrato de Magdalena Garmendia, la misma que hoy la leyenda recuerda como La Magdalena. La fatídica mujer era por entonces regente de una casa de lenocinio en la Picada de Manorá o Sendero para Morir, que hoy en día es la Avenida España, en Asunción.

     La Magdalena tenía fama de bruja. No se marchitaba su belleza en el transcurso de los años. Siendo una muchacha huyó en ancas de un magnicida la víspera de su boda con el magnate francés Monsieur Peralt de Caravalière de Cuberville, reputado por el vulgo como el diablo en persona. Despechado el Maligno por el desaire de su novia, hizo que desde entonces tuvieran un fin trágico los amantes de la Magdalena. Guido Boggiani no fue uno de ellos, pero la pintó danzando vestida con un typoi de tules transparentes.

     Según el Dr. Benítez, la metafórica sabiduría de la leyenda había encarnado en la Magdalena la imagen de la patria escarnecida, tan poblada por entonces de fantasmas que no se distinguían los vivos de los muertos.

     Fue Guido Boggiani quien la plasmó en el lienzo. Quienes contemplaban la pintura, quedaban prisioneros de su mágico hechizo. Décadas después, instigada por un desaforado confesor español, una hija de la modelo quemó el retrato en un memorable auto de fe al que concurrió lo más granado de la beatería asuncena y miembros del episcopado.

     Lo hizo para descanso del alma de la Magdalena, que se aparecía danzando vestida de tules transparentes y luego se convertía en un hórrido esqueleto ante quienes cantaban por las noches unas coplas que llevaban su nombre y que habían sido anatematizadas desde el púlpito.

     Volviendo a la Legación Paraguaya en París en la primavera de 1866, diremos que René Tibourd fue amablemente recibido por Cándido Bareiro. El pintor instaló su caballete en una sala contigua al despacho del Encargado de Negocios, y empezó su trabajo con ánimo de acabarlo en un par de sesiones.


 

- V -

     Tres años después de terminada la guerra, en el país ocupado por el ejército aliado, dice «La Nación Paraguaya» del 26 de junio de 1873, refiriéndose a Cándido Bareiro, protegido del ministro brasileño José María da Silva Paranhos, Barón de Río Branco:

     «Encarnación de la vacuidad, hombre que nada sabe y todo aparenta saber. Cuando se le interroga contesta con axiomas robadas, con pensamientos ajenos, y nada propio dice, porque nada es capaz de forjar. En su viaje a Europa vio mucho, trató con altos personajes, pero al que Dios le niega el fuego sagrado de la inteligencia, lo que ve y ha escuchado sólo sirven para llenarle de amor propio y vestirse con el variado plumaje del pavo real, sin tener otro mérito que los colores de sus plumas. Bareiro es pretensioso hasta la insolencia, no admite réplica a sus ideas, ni contra sus pretensiones, por consecuencia su carácter es despótico y ¡ay! del día en que su voluntad se imponga. Bareiro es un mito».

     Algo parecida fue la primera impresión que Cándido Bareiro produjo en el pintor francés. Pero René Tibourd era un artista, y no se conformó.

     Cándido Bareiro parecía un hombre completamente anodino. Rubio, de mediana estatura, ni delgado ni corpulento, usaba barba a la moda. Tenía la frente amplia, despejada de arrugas; las facciones regulares, la mirada inexpresiva, lánguida, tediosa. Parco y bien educado, su urbanidad un tanto astuta y cautelosa era acaso el único rasgo de interés en su personalidad.

     El artista hubiese podido sacar mejor partido de Gregorio Benites, el secretario de la Legación. Era tan feo que hacía pensar en una cruza malévola de los rasgos más desagradables de las razas ibéricas meridionales, de los negros del África y de los indígenas americanos. Sería un alarde de maestría colorista conseguir en la paleta el tono exacto de su piel entre amarronada, pálida y parduzca, sin un pelo de barba en la cara redonda y mofletuda. Tenía los ojos pequeños, almendrados, algo oblicuos, de mirada aguda y penetrante. La nariz chata, los pómulos salientes; la boca grande, azulada, carnosa.

     Era bajito y barrigón. Andaba siempre erguido, con la blanca pechera almidonada hacia adelante, como un pájaro que muestra las plumas en el galanteo. Acentuaban el efecto sus cabellos negros, cerdosos, aplastados en su rebeldía por una masa brillante de pomada, la cual era incapaz de contener los mechones que se le escapaban hirsutos como el penacho de un tordo.

     Sin embargo, el señor Benites no producía un efecto cómico ni repulsivo. Sería todo un desafío para un talentoso retratista como era René Tibourd revelar, a partir de tales objetividades, los efectos del carácter, de la voluntad apasionada y tensa, de la integridad sin fisuras en el semblante de un hombre. Y esto, con la ventaja de omitir el falsete de una voz anarigada y gutural, el trato afable, ceremonioso y un poco pedante. Porque el señor Benites imponía respeto e inspiraba simpatía. Este último efecto no parecía haberlo conseguido totalmente con el Encargado de Negocios Cándido Bareiro, para quien su secretario era sin duda la más pesada cruz.

     Pretenden los historiadores desmentir la manera como la Tradición describe la figura de don Gregorio Benites, valiéndose de documentos y fotografías. Nosotros nos inclinamos por la verdad de la Leyenda.

     A René Tibourd le interesó también el joven becario Juan Bautista del Valle, estudiante de leyes. Como no recibía regularmente su asignación por causa del bloqueo, residía provisionalmente en la Legación en calidad de taquígrafo y amanuense. Creyó ver en él un ejemplar típico y perfecto de la raza paraguaya, tal como inconscientemente se había ido perfilando en su cerebro en las semanas que precedieron al comienzo de las sesiones de pintura, interesado como estaba, movido acaso por una inefable premonición de su destino, en un país remoto y tan extrañamente conmovedor.

     Pensó pedir a Del Valle que posara para un boceto al carbón. No tuvo oportunidad de hacerlo entonces. Muchos años después lo dibujó de memoria. Se conservaba el esquicio en la casi inaccesible biblioteca de Gill Aguínaga, junto con otros valiosísimos documentos y manuscritos que hacen a nuestro tema, algunos de los cuales pudimos examinar mediante la complicidad generosa de la excelente paisajista Esperanza Gill. Ahora sin embargo, como el propietario ha fallecido, es de temer que la suya corra la misma suerte que otras notables bibliotecas y colecciones en el Paraguay cuando quedaron libradas a la insensible incuria de los herederos. Es posible que el retrato de Juan Bautista del Valle haya ido a parar a la basura, si no se lo comieron cucarachas y ratones. Aunque no es lo mismo, por lo menos se conserva una fotografía de Juan Bautista del Valle, tomada en Paris en 1866, reproducida en el «Álbum Gráfico del Paraguay» de Arsenio López Decoud, sobrino del Mariscal López.

     A René Tibourd, creyente en la frenología y aficionado al estudio de las razas humanas, le desconcertaba que tres individuos tan diferentes pertenecieran a una misma nación y a un mismo pueblo. Sentía que había en ellos sin embargo algo en común, pero le era imposible expresarlo con palabras, y sus pinceles no lograban plasmar en el retrato de Cándido Bareiro el tono exacto que lo revelara. Era una suerte de desapego, unido a un compromiso inevitable.

     Su modelo le inquietaba por la aparente vacuidad. Algo escondía, pero ¿qué? Bareiro despertó de nuevo en el artista el instinto indagador, la pasión del espionaje. Y la duda y la angustia y la alegría del amor a su trabajo, que la costumbre y el éxito habían atenuado. Las visitas a la Legación se hicieron frecuentes y prolongadas, con olvido de otros compromisos y en daño de sus intereses. No le importaba. Sabía muy bien que no soltaría la presa hasta haberla poseído, y, como un arúspice, hurgado en sus entrañas.

     Cándido Bareiro ni hacía preguntas ni se mostraba sorprendido por la prolongación indefinida de las sesiones de pintura. Ocupaba su puesto en un sillón, obediente y silencioso. Hablaba solamente cuando el pintor le dirigía la palabra. Satisfacía de buen grado las curiosidades del francés. Si callaba, era sencillamente porque no se le ocurría nada que decir. Al ser estimulado por una pregunta concreta, se revelaba inteligente y cultivado.

     René Tibourd se enteró así de que Cándido Bareiro era pariente cercano del Mariscal López. Después de realizar estudios poco más que elementales en su país, viajó a Europa con otros becarios. Cuando le creyeron suficientemente preparado lo destinaron al servicio diplomático. No le preguntaron acerca de su vocación o preferencias. Tanto podían haberle hecho seguir medicina como ingeniería naval, teniendo en cuenta solamente las necesidades del gobierno. A él mismo, en rigor, le hubiera dado igual. Estaba acostumbrado a obedecer, a que otros decidieran su destino. Lo aceptaba sin reticencias, con entrega moral; con alivio de la pesada y fastidiosa carga de elegir en cada momento un camino y discriminar lo justo de lo injusto. René Tibourd sospechaba que Cándido Bareiro no había tomado nunca una decisión importante o asumido una responsabilidad personal. ¿No sería esta una paradójica manera de ser libre? Podía permanecer inmóvil horas enteras, mirando sin ver con ojos indiferentes, insondables en su profundidad, como si detrás de ellos se abriera un gran vacío.

     Confiesa René Tibourd en una carta a su íntimo amigo Guido Boggiani, quien también fuera discípulo del gran retratista francés, que en su vida de artista tuvo momentos de clarividencia deslumbrante cuya explicación no se encuentra en las ciencias positivas. La emoción, ya que de algún modo es preciso llamar a tales fenómenos extraños y desconcertantes, era a veces tan intensa que impedía aprovecharla. El pincel ni tenía tiempo ni acertaba a plasmar en el lienzo la multitud de complejas sensaciones que se sucedían unas a otras o se precipitaban en caótica simultaneidad. Como ocurre en los sueños, en que imagen y sentimiento son una misma cosa, al despertar del momento iluminado no es posible reproducirlo, sino tan sólo evocarlo. Así, se queja René Tibourd, lo mejor de su obra no era más que la melancólica y frustrada tentativa de aprehender lo inaprehensible y dar a luz a lo innacible.

     Solían sobrevenirle estos percances en períodos de trabajo fatigoso y de intensa concentración en la búsqueda de algo que la inteligencia había logrado concebir como una hipótesis plausible, pero que la mente no alcanzaba a imaginar ni los sentidos percibir, como cuando se insinúa en la oscuridad la inquietante presencia de un fantasma.

     Casi nunca tenía relación directa con lo que estaba persiguiendo, sino que, introduciéndose de súbito en el orden de lo previsible como un elemento externo y fortuito, cuando no perturbador, alteraba su curso y lo volcaba en cauces completamente inesperados.

     René Tibourd da como ejemplo lo ocurrido en la Legación Paraguaya el 2 de mayo de 1866.

     Estaba dando los últimos retoques al retrato de Cándido Bareiro. Aprovechando la costumbre que tienen los paraguayos de madrugar, había empezado muy temprano. Era una radiante mañana de primavera. La sala en la que el pintor había instalado su caballete, aunque un tanto desordenada, tenía un aspecto acogedor. Había un piano cerrado y cubierto de polvo, que, según le dijeron, fue adquirido por encargo de Madame Lynch, pero no pudo ser remitido a su propietaria a causa del estallido de la guerra. Una biblioteca que, por la manera caprichosa en que estaban dispuestos los libros en los estantes y el aspecto de los mismos, era al parecer asiduamente consultada. Una mesa repleta de papeles y periódicos, que tenía encima una lámpara de petróleo y útiles de escribir, ocupaba el centro de la habitación. Había varias sillas y sillones algo destartalados, distribuidos al azar conforme al uso que se hacía de ellos. Un brasero de carbón rebosante de cenizas, parte de las cuales habían caído al suelo, que por lo visto no era barrido diariamente, sostenía una ennegrecida calderilla. Sobre una butaca había una calabacilla de la que asomaba un tubo de plata labrada y boquilla de oro, por la cual en ocasiones había visto a sus huéspedes sorber un brebaje hecho de hierbas, seguramente estimulantes. Encima del hogar, ahora sin fuego, descansaba una guitarra española fuera de su estuche de cuero, el cual había caído en el piso sin que nadie atendiera a volverlo a su sitio. De las paredes colgaban un paisaje de gusto vulgar y dos viejas litografías. Una de estas mostraba a un corpulento señor de aspecto aburguesado, cara redonda y afeitada. Le cruzaba la pechera una banda de tres franjas. En la del medio había un círculo en el que se veían, toscamente dibujados, una pica sosteniendo un gorro frigio, un león de pie trepando a aquella y la leyenda «Paz y Justicia». La otra litografía mostraba a un joven bien parecido, que vestía a la moda de la década anterior. Tenía el gesto altivo, barba incipiente y levantados bigotillos. Representaban al anterior presidente de la república del Paraguay, Carlos Antonio López, ahora fallecido, y a su hijo y sucesor, Francisco Solano.

     René Tibourd había visto en el contiguo despacho del Encargado de Negocios, cuya puerta se hallaba habitualmente apenas entrecerrada y en el que nunca había advertido signo alguno de actividad, retratos más actualizados de los mismos personajes. Sin embargo prefería los relegados a esta suerte de trastienda. Eran más expresivos y mostraban la continuidad y el contraste de dos generaciones.

     Hasta ese momento el retrato de Cándido Bareiro era poco más que una copia de rutina realizada por un estudiante aventajado y concienzudo, pero falto de talento. René Tibourd se sentía irritado por la frustración.

     Entre tanto el modelo posaba tranquilamente. Era un ser vivo por cuanto en él se cumplían las funciones vitales y obraba conforme a su género y especie. Pero, ¿qué había detrás de esa máscara? ¿Misterio o vacuidad? ¿La misma vacuidad no era acaso un misterio pasible de ser develado por el genio del artista? «Mucho tiempo después -escribe René Tibourd en la citada carta a Guido Boggiani-, comprendí que me había inquietado la ausencia de Dios y del Demonio en el semblante de un hombre».

     En aquellos momentos, sin embargo, lo único que quería era terminar el trabajo y librarse de una vez de tan injustificada servidumbre. Le había dedicado más tiempo del que merecía y del que podía permitirse. Bueno o malo, el retrato de Cándido Bareiro no podría añadir ni quitar nada al prestigio del pintor. ¿Qué importaba un diplomático de tercera categoría de un país irrelevante en los destinos de la civilización? Apenas se apagaran las resonancias épicas con que ahora se escuchaba el nombre del Paraguay, se perdería nuevamente en el olvido.

     Lamentaba que no hubiera en el rostro de Bareiro un solo rasgo que pudiera destacarse, aunque fuera mediante una estilización algo forzada, para expresar la tragedia que estaba viviendo un pueblo heroico y desdichado. Afirma René Tibourd que es un pobre consuelo para un artista el haber hecho todo lo posible, si no ha alcanzado la meta. Pero era fiel a la verdad: no podía poner en el retrato lo que en el modelo no existía.

     En eso estaba cuando entró en la habitación Juan Bautista del Valle. Era un joven alto, delgado, de anchos hombros, cuyos calmosos movimientos no trasuntaban indolencia sino temple y serenidad. Vestía con natural elegancia una suelta americana color crema. Saludó casi familiarmente al pintor, que no era mucho mayor que él. Cambió con Cándido Bareiro algunas palabras en la lengua indígena de su país, que en la voz clara y grave del joven estudiante resultaba singularmente grata al oído. Luego comentó en francés correcto y escolar, al que el acento gutural añadía encanto, las últimas noticias que de la guerra del Paraguay traían los periódicos.

     Desplegó uno de los que tenía bajo el brazo y leyó algunos párrafos:

     Los aliados habían conseguido finalmente invadir la tierra paraguaya. Sólo hubo escaramuzas en el desembarco. Un solitario artillero, desde una pequeña batería ubicada en las ruinas del fuerte de Itapirú, que había sido machaconamente bombardeada durante meses, le siguió la fiesta a toda la escuadra brasileña, más que batiéndose, mofándose del centenar de cañones que vomitaban fuego contra él. Parecía un dios invulnerable, decía el corresponsal de la agencia «Havas», que presenció el combate desde el puesto de vigía de uno de los acorazados. Del Valle mostró con infantil satisfacción el expresivo e imaginativo dibujo que ilustraba el periódico. Por último, el singular artillero arrió la bandera del fortín y se marchó tranquilamente por un camino paralelo a la costa, entre bombas que estallaban a su alrededor.

     Los paraguayos incendiaron el campamento de Paso de Patria y se internaron tierra adentro. El periodista divisó largas columnas de mujeres que se alejaban con canastos sobre la cabeza, acompañadas de niños, igualmente indiferentes al fenomenal bombardeo.

     Días después, un formidable ejército de 65.000 hombres, de los cuales por lo menos 50.000 eran brasileños, inicia la marcha al interior del país. Está armado de moderna y abundante artillería, y de fusiles de fulminante cuyo alcance y velocidad de fuego son incomparablemente superiores al de los cañones lisos y los viejos mosquetes de chispa de sus adversarios. En cuanto al número de hombres, se estima que los paraguayos no llegan a 30.000 y están aquejados por una paralizante epidemia de sarampión. Se espera una batalla decisiva.

     Pese a la superioridad de efectivos y armamentos, los generales aliados no parecían tenerlas todas consigo. Se movían con extremada cautela y lentitud, como si temieran alejarse de la protección de la escuadra. Los oficiales jóvenes, abrumados de tedio y consumidos de impaciencia, dijeron al corresponsal francés que los entrevistó, que con tantas demoras y pretextos para no avanzar se estaba dando al enemigo el tiempo que necesitaba para atrincherarse sólidamente, y neutralizar así sus desventajas.

     Juan Bautista del Valle preguntó a René Tibourd si conocía el inglés. Al responder este afirmativamente, desplegó el «London Ilustrated News», que explicaba los motivos por los cuales el ejército aliado avanzaba con tanta lentitud hacia su objetivo estratégico, la fortaleza de Humaitá.

     El campo de operaciones, informaba el corresponsal inglés, se encuentra en el ángulo de 90 grados que forman en su confluencia los grandes ríos Paraná y Paraguay. Sobre la margen izquierda de este último, a poco menos de 30 millas de la desembocadura, se levanta la formidable fortaleza de Humaitá, que algunos expertos consideran inexpugnable y cuya demolición está pactada en una de las cláusulas del Tratado Secreto de la Triple Alianza, recientemente sacado a luz pública por el Foreign Office y ampliamente difundido por el «Times».

     La marina brasileña considera imposible forzar el paso de Humaitá, remontar el río 200 millas, apoderarse de Asunción, dejar a López aislado y sin recursos, y poner fin a la guerra, como pretenden los argentinos. Los diarios de Buenos Aires afirman burlonamente que el almirante brasileño Tamandaré exagera por miedo el poder de las baterías paraguayas, cuyos anticuados cañones no alcanzan a perforar el blindaje de los modernos acorazados, como se demostró en los combates navales de El Riachuelo y Paso de Patria. Los brasileños, por su parte, sospechan que los argentinos quieren incitarlos mediante provocaciones a emprender una loca aventura, que tendría como consecuencia la destrucción de la flota. La tradicional rivalidad entre los dos países más grandes de Sudamérica no ha sido superada, sino solamente postergada por la coyuntura de estar combatiendo juntos contra uno de los más pequeños.

     En estas circunstancias, continúa el comentarista británico, el objetivo del ejército invasor no puede ser otro que el de aniquilar al paraguayo en una batalla campal, u obligarle a encerrarse en Humaitá, donde no tardaría en ser rendido por hambre en caso de que la fortaleza no pudiera ser tomada por asalto.

     El terreno por el cual debe moverse para buscar un encuentro decisivo con el enemigo presenta obstáculos difíciles de superar. Su superficie es inferior a las 100 millas cuadradas y completamente desconocido. Los baqueanos paraguayos, reclutados entre los prisioneros capturados en Uruguayana, no son en absoluto de fiar. Apenas tienen ocasión para hacerlo, escapan y se pasan nuevamente a los suyos. Existe sí una Legión Paraguaya, integrada por enemigos políticos de López, pero la forman ciudadanos emigrados pertenecientes a las clases cultas y acomodadas. No han podido reunir más de 100 hombres, y parte de estos se ha retirado de filas al conocer el Tratado Secreto.

     Las emboscadas paralizan la exploración, por lo que sólo pueden hacerse reconocimientos en fuerza por un laberinto de marjales, cañadas profundas, lagunas invadeables, colinas erizadas de palmeras, boquerones abiertos en bosques enmarañados, pantanos y praderas anegadizas que los rioplatenses llaman esteros.

     Un segundo ejército brasileño, al mando del general Porto Alegre, se apresta a invadir el Paraguay por Itpapúa, 200 millas al este, cruzando el río Paraná. Pero López ha despoblado la zona, dejándola sin recursos que pudieran ser aprovechados por el enemigo. Tendría este que avanzar por un desierto, lejos de la escuadra y del núcleo principal, con riesgo de correr la misma suerte que lo paraguayos en Uruguayana, donde 10.000 de ellos se vieron forzados a rendirse por hambre, sin combatir. En verdad, los aliados solamente pueden atacar por un punto, de todos el más difícil.

     Juan Bautista del Valle leía como buscando un asidero a la esperanza. Cándido Bareiro escuchaba con interés, pero sin dar muestras de emoción, como si lo que estaba sucediendo fuera lo previsible y no hubiera nada que él pudiera hacer al respecto.

     De pronto Del Valle se detuvo y frunció el ceño como si acabara de recibir un mensaje profundo, indescifrable. Dejó el periódico sobre la mesa y caminó por la habitación luchando consigo mismo para contener una creciente agitación. Tenía una mano en un bolsillo y se pasaba la otra, larga, bien cuidada, pero fuerte, por la frente amplia, despejada, y la abundante cabellera castaña, casi negra. El rostro triangular, la piel ligeramente aceitunada, se hundía en las mejillas y saltaba en los pómulos. La nariz era recta; la boca grande, carnosa, bien formada. El conjunto de sus rasgos era de notable finura, como observara M. Peralt en los jóvenes soldados de la fortaleza de Humaitá.

     René Tibourd, impresionado por la prestancia y calidez humana del joven mestizo, nunca olvidó la extraordinaria transformación que se operó en él en un instante. Los ojos pardos, medianos, habitualmente serenos y amistosos, adquirieron la expresión de un felino al acecho. Se tensaron los músculos del rostro. Los bigotes ralos y la barbilla apenas poblada remarcaban un gesto intrépido, viril. Era la noble figura de un Héctor que defiende a su patria de la invasión de los aqueos. Es lo que dice en la extensa carta a Guido Boggiani, que citamos de memoria porque ni disponemos de una copia ni de la posibilidad inmediata de conseguirla.

     Del Valle tomó la guitarra que estaba sobre la chimenea. Fue a sentarse en una silla, cerca de la ventana. Templó las cuerdas con los largos dedos de sus manos hermosas. Levantó la cabeza. Quedó un momento pensativo. Al principio las notas fueron brotando una por una, como lágrimas. Se hicieron manantial. Torrente caudaloso. Se precipitaron en cascadas arrolladoras. La melodía era a un tiempo enérgica y melancólica como un desafío a la adversidad.

     Confiesa el pintor que hasta entonces no había comprendido cabalmente el lenguaje universal de la música, la fuerza de su magia evocadora. La mente se le llenó de imágenes nítidas, de violento colorido. Fue como una alucinación. Vio millares de jóvenes como Juan Bautista del Valle, de morrión de cuero y blusa colorada, precipitándose descalzos en entusiasta algarabía por campos verdes sembrados de palmares contra la negra boca de cañones, que envueltos en humo, lanzan llamaradas rojizas. Se apoderan de ellos, los vuelven contra el enemigo puesto en fuga. Lo persiguen temerarios haciendo en él espantosa carnicería, hasta que, abrumados por el número, retroceden paso a paso, impávidos, cargando y disparando metódicamente sus fusiles de chispa, rechazando uno tras otro asaltos a la bayoneta y cargas de caballería.

     Algún tiempo después leyó en «L'Illustration-Journal Universel», una magnífica descripción de la batalla de Estero Bellaco. En ella, 5000 paraguayos lanzados inicialmente al asalto para un reconocimiento formal, se llevan por delante al grueso del ejército aliado. No acaban con él porque no reciben oportunos refuerzos y se ven obligados a regresar al punto de partida. Lo hacen en orden, llevándose a sus heridos y los cañones capturados, sin dejar un solo prisionero en poder del enemigo que contraataca furiosamente tratando de aniquilar a la intrépida columna. Al cotejar fechas, comprobó con estupor que el combate se libraba cuando Del Valle ejecutaba su concierto. Tuvo entonces la certidumbre de haber presenciado, sentido, percibido, la batalla.

     Juan Bautista del Valle ejecutó los últimos acordes. René Tibourd no pudo contenerse y gritó:

     -¡Vive les paraguaiens!

     Cándido Bareiro, sorprendido por la reacción del francés, que embrazaba la paleta como si fuera un escudo y esgrimía el pincel como una espada, dejó escapar la risa, que enseguida contuvo. Algo corrido por su explosión de entusiasmo. René Tibourd dijo, dirigiéndose a Del Valle:

     -¡Es usted un virtuoso! ¡Qué bella música!

     Del Valle no le oía. Con la guitarra apoyada en una rodilla, miraba hacia lo lejos con los ojos perdidos.

     En eso, el despacho contiguo se llenaba de ruidosos huéspedes. Enseguida apareció Gregorio Benites, que anunció en español -idioma que el pintor francés entonces ignoraba-, a los recién llegados y el motivo de su visita. Cándido Bareiro miró con fastidio al secretario, y, suspirando, se levantó pesadamente. Benites se hizo a un lado para cederle el paso. Cuando Bareiro hubo entrado, se dispuso a seguirle, pero cambió de idea. Tras breve reflexión, clavando su mirada de indio en Juan Bautista del Valle, que se encontraba de pie junto a la chimenea para dejar la guitarra en su sitio, le dijo con voz nasal, algo chillona, autoritaria:

     -¡Eyú ndeavé!

     «Ven tú también». Fue la primera frase en guaraní que aprendió René Tibourd. Ya no la olvidó, y su significado le resultó evidente: Gregorio Benites necesitaba un testigo.

     Hemos de decir, para no abusar de una fuente documental hoy acaso inhallable, que René Tibourd se refiere incidentalmente, en la carta a Guido Boggiani, a este episodio, secundario para el objeto principal de la misma, que es, como dijimos, indagar en los misterios de la inspiración.

     Comenta sí que la puerta del despacho del Encargado de Negocios continuó entreabierta; y que, si bien la entrevista se desarrolló en inglés, no pudo evitar enterarse de su contenido. Sin embargo, tanto por la relación que hizo de ella a personas que no lo olvidaron, como por las «Memorias» de Gregorio Benites y otros testimonios coincidentes, creemos estar en posesión de elementos de juicio que bastan para reconstruir lo ocurrido en la Legación Paraguaya en París el 2 de mayo de 1866, en momentos en que se libraba en el Paraguay la homérica batalla de Estero Bellaco.


 

- VI -


     Como fue referido al comenzar esta historia, quienes aguardaban en el despacho del Encargado de Negocios Cándido Bareiro eran cinco marinos y el mayor de caballería James Manlove, ex combatientes sudistas en la guerra civil norteamericana, que había terminado el año anterior. Hechas las presentaciones, habló en nombre de todos el capitán de navío Erwin W. Kirkland. Dijo que en los Estados Unidos había gran cantidad de armas y barcos de guerra en desuso. El gobierno los remataba a precios ínfimos. Había también muchos marinos y soldados sin empleo, principalmente entre los que combatieron por los confederados.

     -No estamos interesados en la adquisición de material de guerra ni en la contratación de mercenarios -interrumpió Cándido Bareiro-, no hay modo de hacerlos llegar al Paraguay.

     -¿Se refiere al bloqueo? -preguntó el capitán Kirkland, quien con sus acompañantes ocupaba los amplios sofás del despacho. Frente a ellos, en sendos sillones, estaban el Encargado de Negocios y el Secretario de la Legación. A un costado y aparte, en una silla, Juan Bautista del Valle tomaba notas en un cuaderno apoyado en una pierna cruzada.

     -Desde luego -respondió Cándido Bareiro.

     El marino sonrió; luego dijo, como haciendo una gran revelación:

     -Pues lo que proponemos es bloquear a la vez a los aliados.

     Cándido Bareiro permaneció impasible. Del Valle levantó la cabeza y observó al capitán Kirkland. No tenía el aspecto de un loco ni de un charlatán. Era un hombre maduro, reposado, de grandes bigotes y pobladas patillas; rubicundo, castigado por la guerra y por el mar. Cuatro de sus acompañantes, marinos como él, aunque mucho más jóvenes, parecían diestros, decididos e igualmente desesperados. El sexto era un hombrón de facciones agradables y ojos algo aniñados. Se distinguía de los demás por su rudeza, aunque parecía poseer buena crianza. Tenían en común la espontánea confianza en sí mismos y la audacia desaprensiva propia de los norteamericanos de la época. La pausa se hacía larga. La rompió Gregorio Benites con su voz nasal, que en inglés sonó como una corneta:

     -¡Por favor, continúe!


 

     Le hizo gracia al sudista la descarada energía del hombrecito de color.

     -Repito que proponemos bloquear a los aliados -dijo, sonriendo-. Estamos en condiciones de armar y tripular inmediatamente seis navíos de guerra. Con ellos hostilizaríamos los puertos de Pará, Pernambuco, Bahía y Buenos Aires. Nos apoderaríamos de los barcos mercantes y de guerra aliados que encontráramos en la navegación. Impondríamos fuertes contribuciones de guerra a las poblaciones costeras. Finalmente llegaríamos al Río de la Plata, cortando toda comunicación entre Río de Janeiro y los ejércitos en operaciones en el Paraguay, obligándoles a rendirse o pedir la paz.

     Cándido Bareiro escuchaba distraído, como si no acabara de entender las extrañas proposiciones de aquellos gringos estrafalarios. Gregorio Benites y Juan Bautista del Valle cambiaron miradas significativas.

     -¡Señor, no comprende usted que le estamos ofreciendo la carta del triunfo! -estalló de pronto el gigante, poniéndose de pie-. ¡Salvo que sea usted un traidor debe brindarnos su apoyo!

     -Cálmese, señor -le dijo Cándido Bareiro, sin mostrarse ofendido en absoluto-. La Legación carece de recursos para financiar una empresa semejante.

     -Le ruego, señor Bareiro, que perdone a mi amigo el mayor Manlove -dijo el capitán Kirkland, echándose a reír-. Es un héroe de la caballería confederada y perteneció al séquito del general Johnson. Ya sabe usted los modales que gastan los individuos de su arma... ¡Vamos, Jammy, siéntate y calla!

     El hombrón obedeció como un niño al que hubieran echado una reprimenda. De allí en más guardó silencio, enfurruñado, contrito. Superado el incidente, el marino explicó:

     -No pedimos dinero; por el contrario, la mitad de las utilidades que reporte la expedición marítima corresponderán al Paraguay, que puede destacar un representante oficial en uno de los barcos. Lo único que necesitamos es que se nos extienda patente de corso en nombre del gobierno de Asunción, nos suministren banderas paraguayas y los documentos necesarios.

     -Olvidan ustedes que desde 1859 rige una convención internacional que suprime la guerra de corsos -volvió a objetar Bareiro.

     -Perdón, señor -se permitió entonces intervenir Juan Bautista del Valle, que era estudiante de leyes-, el Paraguay no es signatario de ese tratado. Está pues plenamente facultado para extender patentes de corso.

     Cándido Bareiro le indicó con un severo ademán que se callara. Luego dijo, mostrando por primera vez cierto entusiasmo:

     -Sería estupendo; pero no me siento autorizado para tomar una resolución sin antes consultar con mi gobierno. Dígame dónde puedo encontrarlos. Procuraré darles una respuesta lo antes posible.


 

     Cuando se hubieron marchado las visitas, el capitán Gregorio Benites, que habitualmente se tuteaba con Bareiro, se dirigió a su jefe en términos protocolares y entonación declamatoria:

     -Permítame recordarle, señor, que tiene usted poderes ilimitados para resolver en casos como el que presentan los veteranos sudistas. Aunque no los tuviera, debería asumirlos, pues sabemos que es imposible consultar con nuestro gobierno en las actuales circunstancias, debido al bloqueo. Nada se arriesga con dar a estos caballeros lo que piden, y resolver sobre la marcha las cuestiones secundarias. Podría ganarse mucho si es que realmente hablan en serio. Es una oportunidad acaso única de ayudar a nuestros compatriotas que se baten en los campos de batalla, y quizás, de salvar a la patria de la completa destrucción pactada por sus enemigos en el Tratado Secreto de la Triple Alianza.

     -¡No pues, Gregorio, no te apures! -replicó Bareiro, dándole palmaditas en la espalda-. Se hará lo que haya que hacer, pero despacio. ¿Qué nos impide pensar un poco más antes de darles a estos sujetos una contestación afirmativa? ¿Para qué mostrar un indiscreto entusiasmo? Por lo pronto es preciso que averigüen quiénes son, y qué es lo que realmente tienen entre manos. Ya bastantes dolores de cabeza nos han dado aventureros como Hopkins y compañía para que nos metamos así nomás en nuevos líos. ¡De los gringos no hay que descuidar! ¿O es que quieres que además de los brasileros, argentinos y uruguayos se nos vayan encima los ingleses? Los corsarios son piratas, bandidos con patente. No es fácil que los toleren aunque no hayamos suscrito el tratado de 1859. Si tocan sus intereses, ¿crees que la armada británica va a detenerse por un papelito firmado por mí? Nuestros enemigos no son lerdos, podrían aprovechar nuestra ligereza para acusarnos de legalizar la piratería, y, valiéndose de sus recursos e influencias, tirarnos a todo el mundo en contra.

     -¡Es que no tenemos nada que perder! -replicó airadamente el capitán Benites.

     -¿Por qué lo dices? ¿Sabes acaso cómo marcha la guerra? Tal vez en estos momentos los muchachos ya han tirado al agua a los cambá. O que se esté negociando la paz, o esté prosperando alguna mediación internacional. Puede ocurrir que los argentinos se retiren de la Alianza por el escándalo que produjo la publicación del Tratado Secreto; o se subleven Urquiza y los federales contra el gobierno de Buenos Aires. ¿Con qué derecho vamos a interferir nosotros, con riesgo de complicar todavía más las cosas dando carta blanca a unos locos que ni sabemos quienes son y que realmente se proponen? Pancho nos haría fusilar si cometiéramos un error, y seguramente con razón. Por ahora averigua, sin fijarte en gastos, quiénes están detrás de esta novela de piratas. Después, ya veremos.

     -¡Espero que para entonces no sea tarde! -replicó Gregorio Benites, y se marchó dando un portazo.

     Bareiro se echó a reír y exclamó, en guaraní:

     -¡Nervioso laya este Gregorio!

     Luego dijo, dirigiéndose a Del Valle:

     -En cuanto a usted, jovencito, que sea la última vez que interviene en una conversación oficial sin que yo se lo indique, ¿has entendido?

     -Perdone, señor, pero creí oportuno...

     -¿Por quién me has tomado? ¿Por un burro? Sé de leyes mucho más que tú, y tengo la experiencia necesaria para saber que además cada cosa tiene su propia ley que no está escrita y el inciso que la contradice. Si no hubieras metido la cuchara a lo mejor encontrábamos una solución práctica al asunto.

     -Sí, señor.

     -Mira, en estos días estuve pensando que el Paraguay no necesita abogados sino ingenieros. Dejarás la carrera de leyes y estudiarás matemáticas. La Legación tiene fondos para eso.

     -Pero, señor, yo quiero estudiar leyes...

     -¿De veras? ¡Entonces págate los estudios! El gobierno no puede tirar dinero, tal como están las cosas.

     Del Valle sonrió:

     -Supongo que está bromeando, señor.

     -De ningún modo. Estudiarás matemáticas. Está decidido.

     -Entonces, señor, permítame regresar al Paraguay para alistarme en el ejército.

     -¿Estás loco? ¿Cómo lo harías? Para cuando llegaras, si es que llegas, la guerra habría terminado. No me discutas y estudia matemáticas, que será de provecho para todos. ¿De acuerdo?

     Del Valle no respondió.

     Cándido Bareiro soltó una carcajada.

     -Bueno, no tiene importancia, ya me darás la razón cuando seas un gran ingeniero ocupado en la reconstrucción del Paraguay en vez de un despreciable picapleitos. Vamos a ver si ese señor de al lado termina mi retrato de una vez. No sé que le ha visto tan difícil a mi cara que cada rato borra de nuevo lo que pinta.

     De excelente humor, volvió a ocupar su puesto de modelo. Apenas lo hubo hecho, René Tibourd lanzó una exclamación:

     -¡Eureka! Por favor, señor Bareiro, no se mueva, ¡quédese exactamente como está!


 

     El retrato quedó terminado esa misma mañana. Cándido Bareiro pagó sin chistar la abultada factura que le envió el cotizado retratista francés.


 

- VII -


     Ocurrió lo que temía el capitán Gregorio Benites con la propuesta de los veteranos sudistas: Cándido Bareiro fue dando largas al asunto y finalmente nada resolvió. Desesperado don Gregorio envió al Paraguay al joven estudiante Juan Bautista del Valle con informes detallados acerca de la inexplicable conducta del Encargado de Negocios, en este como en otros asuntos igualmente importantes.

     René Tibourd adelantó los fondos necesarios para el viaje. Un año y medio después Gregorio Benites le devolvió el dinero, a pesar de que el artista francés quiso que la suma que se le adeudaba fuera una modesta contribución para la causa paraguaya, que para entonces ya inspiraba la simpatía y admiración del mundo.

     Hay dos versiones, que coinciden parcialmente, de la forma en que Del Valle llegó al cuartel general del Mariscal López, en Paso Pucú, a mediados de octubre de 1867. La primera es escueta y abreviada. Está contenida en referencias marginales insertas en documentos de la época y en publicaciones posteriores. Dicen que se embarcó en El Havre y llegó a Arica vía Panamá, para luego seguir por tierra a través de Bolivia.

     La Tradición es mucho más rica en incidentes y detalles circunstanciales que ilustran la odisea del tenaz mensajero.

     Efectivamente, se embarcó en los muelles de El Havre en un buque de la línea «Saint Nazaire» para realizar la primera parte de la travesía hasta Panamá. Por razones que se ignoran sólo llegó hasta La Habana. El coronel Juan Crisóstomo Centurión, que vivió en Cuba después de la guerra, contaba a sus amigos que un cierto cónsul sobornó al capitán del barco en el que viajaba Del Valle para que zarpara dejando en tierra al pasajero paraguayo. Centurión no consigna este hecho en sus «Memorias».

     Lo cierto es que Del Valle, en vez de dirigirse a Panamá, llegó a Cartagena de Indias como tripulante de la balandra «Isabel». Buscaba un país amigo del Paraguay donde pudiera conseguir los medios para continuar viaje.

     Ya completamente sin recursos pasa hambres en Bogotá, hasta que el escritor y político colombiano Jorge Isaacs -autor de la célebre novela romántica «María»-, le da dinero para viajar por mar hasta Arica, en un velero que parte del puerto de Buenaventura. En plena navegación contrae unas fiebres eruptivas. Le desembarcan y abandonan en un lazareto de El Callao, después de robarle dinero y pertenencias, dejándole, como cosas sin valor, los papeles que llevaba.

     Sobrevive y convalece mediante los solícitos cuidados de Deolinda González del Soto, una novicia peruana que primero le compadece y luego se enamora de él hasta perder la vocación del claustro. Acompañado de Deolinda, que para hacerlo se ha fugado del convento y de sus padres, apenas restablecido se agrega a una caravana de muleros que se dirige a Bolivia por la cordillera de los Andes.

     En La Paz el presidente Melgarejo le recibe con honores, le da 200 patacones de oro y le facilita una escolta que lo conduce hasta Santa Cruz de la Sierra. Adquiere allí caballos, avíos, dos rifles y un revólver. Contrata un guía: el indio guaraní-chiriguano Críspulo Boyoúibe, que pasaría a la historia, entre los héroes, como el Alférez Críspulo Valle, y moriría más que centenario el 9 de febrero de 1940 en el pueblo de Pirayú, «con los auxilios de la Santa Religión y dejando numerosa descendencia», como puede leerse en el semanario «Ecos de Paraguarí», que dedica un responso y resume la biografía del «valiente cruceño que retornó a la tierra de sus antepasados».

     Los tres emprenden la travesía de los inmensos bosques y pantanos del Chaco salvaje. Ya en camino se agregan a unos mercaderes que se dirigen a Corumbá, una ciudad de la provincia de Matto Grosso, entonces ocupada por los paraguayos. Pero, poco antes de llegar, se enteran de que la plaza ha sido recuperada por los brasileños. Del Valle, Deolinda y Críspulo Boyoúibe se internan en los bosques. Los mercaderes los han traicionado o han sido indiscretos, porque son perseguidos por una partida de hábiles monteros. Del Valle y Boyoúibe matan a tres de ellos y ponen en fuga a los demás. Extraviados en la manigua, completamente exhaustos, encuentran una toldería de indios guaná, quienes les auxilian, les asisten y finalmente los conducen hasta Fuerte Olimpo, sobre el río Paraguay, a 1.700 quilómetros aguas arriba de la fortaleza de Humaitá y del cuartel general de Paso Pucú, donde se encuentra López.

     El vapor «Río Apa» los lleva hasta Asunción. Deolinda, que está encinta de meses, queda al cuidado de la familia Saguier. Del Valle y Boyoúibe prosiguen viaje de inmediato hacia el frente de operaciones. Unos meses después Deolinda González del Soto daría a luz a un niño y perecería víctima de la epidemia de cólera morbo que asolaba el país. El hijo sería uno de los antepasados del valiente periodista Alcibiades González del Valle, nuestro contemporáneo.

     Juan Bautista del Valle entrega la correspondencia de que es portador, narra detalladamente por escrito las peripecias de su viaje para justificar su tardanza, y rinde informe verbalmente. Esa misma noche es invitado a cenar en compañía del Mariscal López y Madame Lynch, que hacen brindis en su honor. Están presentes los generales Barrios, Resquín y Bruguez; los ingleses Thompson y Stewart; el coronel húngaro Wisner de Morgenstern, y el nuevo cónsul francés Monsieur Peralt de Caravalière de Cuberville, que acaba de llegar en la cañonera «Desidée», surta en la rada de Curupayty.

     Como Juan Bautista del Valle había recibido instrucción militar en tiempos de paz en clase de soldado, al día siguiente se incorpora como cabo en el famoso Batallón 40, al mando del voluntario italiano mayor Sebastián Bullo. Dos semanas después, el 3 de noviembre de 1867, participa en la segunda gran batalla de Tuyutí. Es herido, condecorado, gana las jinetas de sargento. Llegará a coronel.


 

     El Mariscal López aprovechó el viaje de regreso a Francia de la cañonera «Desidée» para enviar correspondencia diplomática a Europa. Gregorio Benites es designado Encargado de Negocios en reemplazo de Cándido Bareiro.

     López ordenó a Bareiro que regresara al Paraguay haciendo el viaje por vía del Pacífico, sin tocar ningún puerto de los países aliados. Bareiro desobedeció la orden. Hizo escalas en Río de Janeiro, Montevideo y Buenos Aires. Ganó la confianza tanto de brasileños como de argentinos; mostró adhesión a la causa de la Alianza, aunque no pocos creían que esta era ficticia, escondiendo sentimientos totalmente opuestos.

     En febrero de 1869, un mes después de la ocupación de Asunción por los aliados, Bareiro regresó a su país. Se había operado un notable cambio en su carácter. Así lo describe el uruguayo José Sienra Carranza, que le conoció en aquel momento:

     «Dotado de claro talento, de una ilustración nada vulgar, de un exterior sencillo y simpático, revelando gran fuerza en su abierta fisonomía, con una palabra fácil y discreta, con la tradición de su fidelidad a la causa nacional, tenía todas las condiciones necesarias para atraer hacia sí las simpatías de sus compatriotas. Su residencia en Europa le había dado el conocimiento de la más alta civilización moderna, sin despojarle de nada de la que forma parte de la índole peculiar del paraguayo».


 

- VIII -


     No deja de extrañar que cuando se presentaron a la Legación Paraguaya en París seis extraños personajes con un desopilante proyecto de corsarios, junto a cinco educados navegantes estuviese el mayor James Manlove, un rudo oficial de caballería, si bien como explicaron ellos mismos, todos habían combatido por los confederados en la guerra de secesión de los Estados Unidos. La cuestión queda aclarada por completo mediante los documentos que Gregorio Benites acumuló para la Historia.

     Como se recordará, el Encargado de Negocios Cándido Bareiro había dicho, refiriéndose a los ex combatientes sudistas, que antes de asumir con ellos compromiso alguno, era preciso saber «quiénes son esos individuos y qué es lo que realmente tienen entre manos, pues con los gringos no vale descuidar».

     Estando el Paraguay bloqueado por una enorme flota e invadido por un formidable ejército, no era el caso de andar perdiendo el tiempo con minucias. Gregorio Benites hubiese preferido obviar trámites y hacer cualquier cosa que pudiera dañar a los enemigos de su patria, así fuera vender el alma al diablo. Pero, como no tenía atribuciones para decidir, y nada hubiese adelantado pegándole un tiro al Encargado de Negocios, como en algún momento pensó hacer, tomó las palabras de su jefe al pie de la letra y se abocó de lleno a las investigaciones. Presumimos que, además, el secretario, cuya proverbial probidad no se contradecía con su astucia, se propusiera privar de pretextos a la incuria e indecisión que caracterizaban a su superior jerárquico. Como Cándido Bareiro le dejaba hacer de todo con tal de que él mismo no tuviese que hacer nada, don Gregorio consideró que el caso de los «bucaneros» -como equivocadamente llama a los corsarios, tal vez a propósito, pues su gramática sería una cantera inagotable para los modernos estructuralistas-, justificaba la contratación de los servicios de la famosa agencia de detectives inglesa «Pickerson & Co. Lted.», que desde luego tenía abierta una de sus filiales más importantes en la Ciudad Luz.

     Pasado el tiempo brevísimo de dos meses, si se tiene en cuenta que la travesía del Atlántico demandaba casi un mes y que no se había cumplido un año desde que Julius Reuter tendiera por el estrecho de Behring la primera línea telegráfica entre Europa y los Estados Unidos, los detectives presentaron un informe completo sobre el caso y los individuos investigados. Y, esto sí que era una novedad, un retrato fotográfico de cada uno de ellos, que, según Benites, «apenas si le parecen a los sujetos susodichos».

     Para gran sorpresa suya, continúa diciendo el secretario de la Legación en su carta al Mariscal López, «el principal de los bucaneros había sido que no era el capitán de barco don Erwin W. Kirkland, sino el desaforado mayor de caballería James Manlove, el individuo que le trató de badulaque al señor don Cándido Bareiro, pariente de V. E., que sea lo que sea representa al Paraguay hasta nueva orden del Supremo Gobierno».

     La información acerca de Manlove es de tal naturaleza «que a lo mejor ese tilingo nos podía ser de gran provecho» Decide entonces ir a buscarlo personalmente a Montmartre, donde supone reside a la espera de la respuesta de la Legación. Lo hace en un coche de alquiler que le cuesta la friolera de siete francos, el equivalente de un mes de sueldo de un soldado paraguayo que se bate con la consigna de «¡Independencia o Muerte!» (el subrayado es de Benites).

     Don Gregorio es sumamente detallista en cuestiones de dinero, como todo funcionario del tiempo de los López. Tras recibir su nombramiento de Encargado de Negocios en reemplazo de Cándido Bareiro, que no le hizo entrega de los fondos de la Legación, tuvo que empeñar su reloj, vender los muebles, trasladar la sede diplomática a un piso de ínfima categoría y mantener la dignidad del cargo ante las cortes europeas y perseverar en la infatigable defensa de la causa de su país. Tal fue el respeto que inspiró su abnegación, que sus colegas representantes del enemigo consintieron caballerosamente que el gobierno francés le hiciera entrega de una remesa de dinero que López le envió en 1868 por intermedio de una cañonera de esa nacionalidad, en violación de la ley internacional. Años después, estando en Europa comisionado por un gobierno paraguayo de posguerra para poner en claro la negociación fraudulenta de un empréstito tramitado por el argentino Máximo Terrero, recibe la noticia de que Cándido Bareiro se ha incorporado al gabinete como ministro de relaciones exteriores. Esto le hace dar un giro completo a la política que venía siguiendo, que era la de llevar ante los tribunales a los estafadores. Pacta con ellos y regresa al Paraguay. Presenta allí una descomunal lista de gastos de representación. Le meten preso, le aseguran en el cepo, le da una paliza; pero él sostiene tozudamente que ha dado exacta cuenta hasta del último centavo. Nos inclinamos a creerle. Acaso quiso desquitarse de pasadas privaciones. Hasta se hizo hacer por cuenta del Estado un retrato al óleo, que lastimosamente no pintó René Tibourd.

     El mayor Manlove ya no estaba en París. Se había marchado al Paraguay. Gregorio Benites monta en cólera. La rabia se le escurre por los huecos de su gramática y encrespa su caligrafía. Como todo paraguayo tiene el guaraní en el subconsciente, y cuando le salta el indio no hay modo de pararlo.

     Deja el coche y vuelve a pie a la Legación. Cándido Bareiro dormita en un sofá, con un periódico abierto sobre las rodillas. Gregorio Benites le dirige una mirada de desprecio y pasa de largo. No perderá el tiempo en informarle.

     Con los ojos entrecerrados, Cándido Bareiro esboza una sonrisa entre irónica y resignada. Se ha hecho el dormido para que el secretario no viniera a incordiarle con alguna zoncera. No detesta a Gregorio Benites. Lo acepta como un mal inevitable en este universo de trámites inútiles. Cándido Bareiro tiene la mente lúcida. Demasiado lúcida. Cada momento le recuerda la falacia de la ética y la vanidad de todo esfuerzo. Ni es un traidor ni es un soldado. Con el tiempo sin embargo la vida habría de tomarse su desquite. Se apasionó, se engañó y logró apasionar y engañar a los demás. Participó activamente en la comedia del mundo. Fue tan dura la prueba que no pudo resistirla. Murió presa de fiebres y de vómitos como «los ex comulgados de la Edad Media».


 

     Juan Bautista del Valle está estudiando en la sala contigua. Gregorio Benites le dice que le siga. Se encierra con él en una habitación. No le pide, le ordena que se ponga inmediatamente en camino al Paraguay para informar al Mariscal López de la negligencia culposa del Encargado de Negocios («pariente de V. E.»). Como no puede disponer de dinero para el viático, pues la Caja es lo único que Cándido Bareiro atiende personalmente, compelido por la necesidad e inspirado por la desesperación, esa misma noche visita en compañía de Del Valle al pintor René Tibourd, quien se disculpa por recibirles en bata de dormir. Le pide un préstamo, ofreciendo como aval el honor de la República. El francés, conmovido, accede sin vacilar.


 

- IX -


     ¿Quién era James Manlove y por qué Gregorio Benites se puso furioso hasta el extremo de deslizar una impertinencia en una carta dirigida al Mariscal López? Para saberlo están los informes de la agencia de detectives «Pickerson & Co. Lted», y referencias de otras fuentes entre las cuales caben mencionar los libros de Charles A. Washburn, ministro norteamericano residente en el Paraguay durante la Guerra Grande, y las deposiciones de testigos ante una comisión investigadora del Congreso de los Estados Unidos de Norteamérica. Desde luego contienen lagunas, contradicciones e inexactitudes, mas el conjunto permite una reconstrucción aproximada del carácter y los antecedentes del singular personaje.

     Al escribir este ensayo, novelesco por la forma e histórico por el contenido, se tuvo en cuenta además, junto con las fuentes documentales que le dan cimiento y andamiaje, otras a las que llamaríamos vivenciales. Es la memoria de gente que recuerda a quienes recordaban; el eco de verdades deformadas y profundizadas por el tiempo; la resonancia en los espíritus de realidades sublimadas en un soñar despierto; la evocación de aconteceres que han ido más allá de sus actores circunstanciales, y que al acumularse en la experiencia personal de cada uno son de otros y de todos: un drama que se transforma y permanece idéntico a sí mismo en cada representación.

     Decía el doctor Faustino Benítez en su lúcida ancianidad nonagenaria:

     -Los acontecimientos son un ensayo previo de la Historia, que es presente. La Historia selecciona a los actores, los instala en el escenario y apela a la participación del público. No digo con esto que no sea verdadera, sino todo lo contrario, puesto que forma parte de la vida, y como esta, aunque puede ser vivida en su infinita intensidad, diversidad y vastedad, sólo puede ser aprehendida parcialmente. De algún modo intervine en los dramas del pasado, por cuanto han condicionado mi ser y mi existir. Soy autor de los aciertos, responsable de los errores, culpable de los crímenes, víctima y victimario, héroe y traidor.

     El Dr. Faustino Benítez, hoy fallecido, perteneció a la generación intelectual del 900, que rescató de las cenizas de la hecatombe el patrimonio moral del Paraguay. Hay motivos para creer que era hijo natural del capitán Gregorio Benites, aunque no haya manera de probarlo y él no lo hubiera dicho nunca. La «z» final de su apellido echa una sombra de duda en opinión del ilustre polígrafo profesor don Raúl Amaral, aunque él mismo admite que puede tratarse de un error gráfico convertido en costumbre.

     Viene a cuento esta digresión porque mucho de lo que ya se dijo, de lo que se va a decir en las próximas páginas y lo que se dirá más adelante, pertenece al Dr. Faustino Benítez. Estudioso e investigador infatigable, fue poco lo que escribió y menos lo que publicó. Más que un escritor fue un hablista generoso, que brindaba a manos llenas los tesoros de su erudición y los frutos de su inteligencia.


 

     James Manlove pertenecía a una antigua y aristocrática familia de ricos plantadores de algodón del sur de los Estados Unidos, que, como a casi todas las de su especie, la supresión de la esclavitud dejó en un estado de postrada ruina material y arriscada soberbia espiritual. Se sentían injustamente despojados después de una encarnizada contienda en la que se llevaron las palmas de un heroísmo sin gloria y bebieron las hieles amargas de una derrota sin martirio.

     Conservaban los Manlove, grabada por hipotecas implacables, una mansión señorial en la ciudad de Annapolis, Maryland, donde había nacido nuestro héroe. Al regresar de la guerra, vagaba como una sombra colérica por habitaciones vaciadas de muebles y desiertas de servidumbre. En pasadas épocas de opulencia -sostenida con el sudor de los ochocientos cincuenta y tres esclavos registrados en el último inventario de tiempos de paz-, James asistió a buenos colegios, y fue expulsado de uno de ellos por mala conducta. Era mediocre estudiante, pero aficionado a la lectura. En la guerra mereció distinciones y ascensos por su valor, y severos castigos por su indisciplina. Según la agencia de detectives «Pickerson & Co. Lted.», era tenido por hombre de honor en su ciudad natal. Sus conciudadanos guardaban para él la conmiseración respetuosa que se concede a los héroes vencidos. Agrega que era un tanto aficionado al juego y la bebida, pero enseguida le disculpa diciendo que eran vicios comunes en los oficiales de uno y otro bando, recientemente desmovilizados, que no se adaptaban todavía a la tediosa rutina de la vida civil.

     Tanto los que habían combatido en el ejército como en la marina de la Confederación gustaban reunirse por las noches en «El Gato Verde», una taberna próxima al puerto, en la que actuaban músicos tuberculosos y bailarinas ojerosas, algunas de las cuales mostraban en el trato que habían recibido una esmerada educación. Una parte considerable de los parroquianos tenía aspecto exótico y patibulario. Hablaban lenguas incomprensibles. Provenía de la tripulación de la multitud de barcos de todas las banderas surtos en la bahía. Habían acudido como cuervos, desde las más remotas latitudes, para cebarse en el vencido. Partían con las bodegas repletas de despojos de una pasada opulencia, adquiridos a vil precio. Además, el gobierno había puesto en venta una cantidad enorme de material de guerra sobrante, en el que se incluía naturalmente el que perteneció a los confederados. Los comisionistas encargados de realizar las transacciones no hacían demasiadas preguntas a quienes pagaban al contado.

     Como la guerra había terminado hacía pocos meses, era raro que los yanquis aparecieran por «El Gato Verde», salvo cuando lo hacían en grupo, con ánimo pendenciero. En estos casos, los oficiales sudistas procuraban evitar caer en provocaciones de patanes a quienes despreciaban, y que, por añadidura, solían hacer abuso de impunidad. En cambio, como suele ocurrir tras las derrotas, se hacían entre ellos mismos amargas recriminaciones que solían acabar en grescas descomunales. En ellas, los puños de James Manlove le daban siempre la razón.

     Sea por la recíproca atracción que en los espíritus ejercen las diferencias de estilo y temperamento; sea por profunda afinidad o ineluctable mandato del destino, el mayor de caballería James Manlove prefería, a la de sus camaradas del ejército, la amistad de los marinos. Un grupo de estos, que había tripulado una invicta y hazañosa cañonera, lo adoptó poco menos que como mascota. Les divertían las rudezas, torpezas e intemperancias de Jammy, como cariñosamente le llamaban. No eran vistas como brutalidades de un palurdo sino como excentricidades de un aristócrata temperamental. Por otra parte, en una mar procelosa y llena de acechanzas como era «El Gato Verde», convenía tener siempre cargada, como cañón de popa, la enorme fuerza física de Manlove; y su agresividad salvaje, que se desencadenaba como un huracán cuando se ponía furioso. No era un tonto, sino un niño grande. A pesar de su carácter descontrolado sabía hacerse querer. Tenía momentos de genialidad que obligaban a tomarle en serio, y en ocasiones a seguirle.

     La noche en que James Manlove tuvo la más brillante y fatal de sus inspiraciones, estaba en «El Gato Verde» en compañía de sus amigos: el capitán Erwin Kirkland y varios de los que fueron sus oficiales en la guerra naval.

     Un portugués de Goa, que se llamaba nada menos que Raposso, y parecía la cruza de una comadreja con un cerdo, trataba de convencer a los marinos para que tripularan un navío de guerra que acababa de adquirir por el precio de una chalupa. Acompañaban a Raposso dos malayos gigantescos tocados con turbantes y armados de cuchillos perversos; y un chino de coleta con cara de rata hidrófoba. Se mantenían apartados, discretos y vigilantes en una mesa vecina.

     Para recomendarse a sí mismo, el portugués Raposso contó que había sido en otro tiempo contrabandista de esclavos. Los malditos ingleses le habían robado su barco. No le ahorcaron por falta de pruebas: tuvo tiempo de arrojar la carga al mar antes de que lo abordaran. Le llevó tiempo resarcirse de tamaño quebranto comercial. Ahora había adquirido una cañonera para dedicarla a la piratería en los mares del sur. Según explicó enseguida, si se evitaban colisiones con barcos de unas pocas banderas, y no se depredaban costas en las que tuvieran intereses, colonias o factorías, el negocio era lucrativo y de poco riesgo. Sedas, piedras preciosas, perlas en magnífica abundancia, sólo esperaban a quien se apoderase de ellas. Una nave moderna, bien armada y tripulada, eliminaría la competencia de piratas chinos, árabes y malasios, que operaban en juncos, sampanes y anticuadas galeras. Erwin Kirkland escuchaba en silencio, haciendo humear su enorme pipa como la chimenea de un vapor a toda máquina. Tenía diez años más que el mayor de sus oficiales. Manlove observaba divertido. Sabía que ninguno de los marinos abriría la boca mientras no hubiera hablado el capitán.


 

- X -


     El capitán Erwin William Kirkland había comandado la cañonera «Nortfolk» de 800 toneladas y 18 bocas de fuego, uno de los mejores barcos de la Confederación, tanto por sus cualidades marineras como por la calidad excepcional de los hombres que la tripulaban. Formaban una sólida y entusiasta hermandad regida por sus propias reglas. Se consideraban invencibles, protegidos por la Providencia y favorecidos por la Fortuna. Sin haber sufrido una sola derrota, la «Nortfolk» tuvo que arriar banderas y gallardetes y entrar rendida a puerto. La tripulación la abandonó llorando. Habían querido hundirla. El capitán se opuso.

     -Nunca se sabe, muchachos -les dijo, para consolarlos-. Nuestra patria es el barco. Puede que lo recuperemos.

     Les estaba mintiendo. Al menos, era lo que pensaba entonces. Pero sus hombres le creyeron. Siempre le habían creído, hasta contra toda evidencia. Este era su orgullo y su pesar. Dotado de natural autoridad, podía ser, cuando era necesario, severo y despiadado. Poseía además una rara y misteriosa cualidad, que hacía creer a quienes le seguían que era uno de ellos y compartía sus sentimientos más entrañables.

     Despanzurraron a hachazos las barricas de un precioso ron de las Antillas, que reservaban para ocasiones solemnes, para que los malditos yanquis no se lo bebieran. Se juramentaron mantenerse unidos hasta volver a zarpar en la «Nortfolk» a toda máquina, bajo cualquier bandera, para pelear en cualquier guerra.

     El capitán Erwin Kirkland, que había sabido transformarlos en niños para que se batieran como hombres, los veía hacer a sabiendas de que aquello era imposible. Era un hombre cuerdo y maduro, cuya tragedia consistía en haber perdido el candor pero no el fuego de la juventud. Era el capitán. Su deber consistía en marcar el derrotero y llevar la nave a puerto. Si era preciso sabía encender las calderas con las llamas del entusiasmo e inflar las velas con el viento de las ilusiones.

     Los hombres necesitan una causa para luchar; una razón para vivir más importante que la propia vida para estar dispuestos a morir por ella. Él, sin embargo, había luchado por una causa en la que no creía, la peor de las causas: el desmembramiento de una gran nación y la defensa de la esclavitud. No podía decirles a sus hombres que la derrota de la Confederación era lo mejor para el país, para ellos mismos y para sus descendientes.

     Pero al cabo lo que le importaba era la «Nortfolk». Nunca fue vencida. Ganó su batalla contra los yanquis y los elementos. En esto se sentía identificado con la tripulación: amaba a su barco. Cuando lo lanzaba a la batalla temblaba por la cañonera más que por sus hombres y por sí mismo. Cada impacto en el casco o la arboladura lo sentía en la propia carne. Si hubiera sido hundida hubiese ido con ella al fondo del mar. No por respeto a una tradición marinera, que más que una tradición es una leyenda, sino porque le hubiese sido imposible hacer otra cosa.

     Fue el único que desembarcó de la «Nortfolk» con los ojos secos. Pero, algunos advirtieron que al partir pasó una mano por la borda suavemente, con delicada ternura, como una última caricia a un hijo muerto. Y estallaron en llanto en presencia de sombríos marineros yanquis, que supieron comprender: era gente de mar.

     Se fue sin mirar atrás, con la frente alta, no en un gesto de altivez sino de profunda exaltación. Al pisar tierra, agachó la cabeza. Le abrumó una pesadumbre que ya nunca le abandonaría, que sería parte de su ser aunque se mantuviese latente, inadvertida.

     Una vez en su casa, apenas consiguió que le dejaran solo, se encerró en su habitación y procuró reflexionar: ¿Qué es un barco? Un objeto inanimado, construido con hierros y maderos. ¿Y qué más? Algo le respondió: el barco eres tú mismo, y lo has dejado. Hubo alarma en la casa: el capitán Erwin Kirkland estaba sollozando.


 

     Como suele ocurrir con las emociones intensas que han llegado a su clímax y empiezan a declinar, el capitán Kirkland, que era sensible pero también equilibrado y moralmente fuerte, una vez superada la crisis, esta se le antojó un tanto ridícula. Pero le quedó la pesadumbre. Si hubiera sido un romántico, su mirada se hubiese tornado melancólica; si hubiera sido un escéptico, se le hubiera torcido la boca en una mueca de cinismo; pero, como era simplemente un marino, el gesto se le endureció.

     Pensaba en la cañonera como en una mujer a la que amándola hubiera abandonado. Mientras ella existiese le seguirían la esperanza y el remordimiento; la compulsión de buscarla y arrojarse a sus pies implorando perdón. Entonces comprendió por qué sus hombres habían querido hundir la «Nortfolk». En el fondo del mar hubiese estado en su elemento, más allá de todo agravio; segura e irrecuperable; inmarcesible y eterna como un patrimonio del espíritu. Y ellos hubieran quedado liberados de una absurda obsesión.


 

     Los Kirkland no eran plantadores de algodón sino armadores y comerciantes vinculados al Norte industrial. La guerra les había ocasionado cuantiosas pérdidas, pero no se arruinaron y estaban en vías de rápida recuperación. Erwin comenzó a trabajar de inmediato en un puesto de responsabilidad en la «Kirkland & Co.», bajo la dirección del mayor de sus hermanos, el honorable Jeremías Kirkland, hombre muy religioso, que había pasado en Nueva York el tiempo que duró la secesión del sur. Era un abolicionista convencido, un republicano de principios y un filántropo sincero. Administraba el bien que hacía con gran sentido práctico, sin olvidar jamás que la caridad empieza por casa.

     Existía por entonces un movimiento de alcance nacional en favor de los ex esclavos negros. Se expresaba en una ayuda masiva proveniente de los estados del norte, para que esos infelices se convirtieran rápidamente en buenos ciudadanos de la Unión. Personas que supiesen leer y escribir, tuvieran sus propias granjas, negocios y talleres, y, los mejores, se transformaran en prósperos capitalistas.

     Jeremías Kirkland utilizaba de buena fe esta fiebre filantrópica para acrecentar su influencia política en Washington y sus relaciones comerciales con Nueva Inglaterra y Nueva York. Sabía que las buenas acciones inspiradas en la compasión o el entusiasmo tienen muy corto aliento. Opinaba en privado que el problema negro en los Estados Unidos necesitaba por lo menos un siglo para resolverse, y que hasta entonces sería una fuente inagotable de quebraderos de cabeza. Entre tanto, mientras hubiera gente dispuesta a gastar en ello su dinero, cuanto pudiera hacerse debía ser hecho.

     Jeremías Kirkland quería mucho a su hermano Erwin, el héroe de la familia, que además aseguraba a esta y a la «Kirkland & Co.» prestigio en su propio estado, el de Maryland. Se sentía feliz viéndole acudir puntualmente a la oficina y despachar, con la misma tranquila eficiencia con que había dirigido su barco, los asuntos que se le confiaban.

     Desde luego el capitán se aburría como una ostra. Pudo haberse hecho a la mar al mando de un buque mercante, o reincorporarse a la marina de guerra, tanto por las influencias de su hermano Jeremías como por su prestigio personal. No quiso hacerlo alegando que necesitaba un prolongado período de descanso en tierra. No confesó, siquiera a sí mismo, que algo inexplicable le retenía. Estaba en permanente contacto con los veteranos de la «Nortfolk». Les conseguía colocación, socorría a los más necesitados, aconsejaba como un padre a los descarriados o los reprendía severamente. Pocos de ellos se alejaron de Annapolis, ni siquiera los que eran oriundos de otros estados.

     Algunas noches el capitán Kirkland se reunía en «El Gato Verde» con quienes fueron sus oficiales. Para ellos las cosas resultaban más difíciles. Eran jóvenes y no habían aprendido todavía a aceptar con resignación lo que no tiene remedio. Llevaban una vida ociosa, abusaban del juego y la bebida, convertidos en sableadores y en parásitos de sus familias empobrecidas por la guerra.

     Eran sin excepción profesionales capaces, altamente adiestrados. El capitán no les aconsejaba embarcarse, porque hubiera sido como incitar a un acto de infidelidad que él mismo se sentía incapaz de cometer. A sus espaldas le llamaban «nuestro viejo», pese a que estaban convencidos de que el capitán podría molerlos a golpes individual o colectivamente, beber el doble sin embriagarse y alegrar a más mujeres que cualquiera de ellos si se lo proponía. El capitán hablaba poco, pero su sola presencia infundía ánimos. Se sentían mejores, libres por un momento de la sensación de desarraigo y orfandad que les aquejaba desde que rindieron la «Nortfolk»; integrados de nuevo en la temible hermandad que, durante cuatro años vividos con plenitud, fue el terror de los malditos yanquis.


 

     Los caprichosos sarcasmos del amor suelen cebarse cruelmente en los vencidos. El portugués Raposso había adquirido la cañonera «Nortfolk» para convertirla en un barco pirata. Ahora se empeñaba en contratar al capitán y a la tripulación para cambiarlos de héroes en forajidos. La curiosidad y la comicidad amarga de la situación hacían que el capitán Kirkland aplazase el momento en que aplastaría de un puñetazo la cara grasienta y abotagada del filibustero lusitano, que, inconsciente del peligro, bebía de un jarro de ron mientras aguardaba esperanzado la respuesta. Conocía la reputación de aquellos hombres. Contaba que con ellos y la nave invencible se haría dueño de los mares desde las Filipinas a Madagascar. Los oficiales aguardaban una señal para darle al despreciable individuo la más memorable paliza registrada en los copiosos anales de «El Gato Verde». Expertos en combinar maniobras, les bastó cambiar una mirada para trazar una estrategia dirigida a neutralizar a los dos malayos y al chino. Fue entonces cuando intervino James Manlove con una de sus genialidades deslumbrantes.

     Lanzó una carcajada colosal que ahogó e hizo cesar el bullicio en el salón lleno de humo. Calló la música. Las bailarinas quedaron en suspenso con las piernas al aire.

     -¡Señor Raposso! -gritó, dándole una palmada formidable que lo tumbó sobre la mesa y le hizo escupir el ron-. ¡Estos marinos son caballeros! ¡Los ha insultado usted, y lo que es peor, ha secuestrado y mancillado a su dama! ¡Van a hacerle pedazos!

     Lo último fue lo único que entendió el portugués, hombre hecho al peligro, que reaccionaba en el acto. Trató de incorporarse buscando la pistolera. Manlove le apoyó una mano en un hombro y lo aplastó como un guiñapo.

     -¡Aguarde, querido amigo! -tronó, sin dejar de reír-. Lo que ellos más desean en el mundo es volver a tripular la «Nortfolk», pero se ha equivocado al ofrecerles dinero como si fueran vulgares mercenarios, vendibles al mejor postor. Los caballeros también hacemos cualquier cosa por dinero, siempre que nos lo den envuelto en una bandera respetable. Si me quieren escuchar he de procurarles una, la más hermosa y digna de ser enarbolada en el mástil de una gloriosa cañonera y paseada con honor por los sietes mares del globo.


 

- XI -


     Al terminar la guerra de secesión quedaron vacíos en los periódicos amplios espacios reservados para noticias excitantes. Las grandes potencias europeas estaban en equilibrio. La unión norteamericana se había consolidado y fortalecido. Tenía las manos libres para aplicar la doctrina Monroe. Presionaba amenazadoramente a Francia para que se retirase de México, dejando al emperador Maximiliano de Austria, impuesto y sostenido por Napoleón III, a merced de los republicanos de Benito Juárez, un indio empecinado. También esta veta estaba próxima a agotarse. Afortunadamente, para alimento de los suscriptores acostumbrados a los platos fuertes, había estallado en Sudamérica la guerra del Paraguay.

     Un mapa impreso a dos columnas, debidamente sombreado, bastaba para impresionar. Tres Estados, dos de ellos grandes y poderosos, cuyos territorios cubrían en conjunto las tres cuartas partes de la superficie del continente, y cuyas costas se extendían sobre el océano Atlántico desde el mar Caribe hasta el cabo de Hornos, atacaban a un cuarto que aparecía desproporcionadamente pequeño, aislado y desvalido. La población de los países aliados se estimaba en quince millones de habitantes, mientras que la del Paraguay no alcanzaba al millón.

     Expertos columnistas explicaban que la minúscula república mediterránea sólo podía contar con sus propios recursos. En cambio sus enemigos, financiados con largueza por la pérfida y despiadada banca europea, contaban con sobrados medios para adquirir cuanto quisieran donde lo desearan, incluyendo la contratación de mercenarios entre la canalla de Europa, como efectivamente hacía la Argentina; y, en menor grado, el Brasil, que contaba con la abundante carne de cañón de los esclavos negros de las fazendas. Se otorgaba a estos una manumisión ilusoria en el momento de incorporarse a filas. Un súbdito brasileño podía eludir el servicio militar mediante la donación al ejército de seis robustos hombres de color adquiridos en el mercado de esclavos.

     Los periódicos explotaban al máximo la simpatía sentimental que despiertan los débiles enfrentados a los fuertes, y la admiración que inspiran cuando, como los paraguayos, lo hacen valientemente. Como perros atados que escuchan desde lejos la gozosa algarabía de una riña de perros, ociosos veteranos leían ávidamente las noticias y trazaban sobre los mapas estrategias fantásticas.

     En esos días había aparecido con grandes titulares en el «Express» de Nueva York:


EL RIACHUELO

LA MÁS GRANDE BATALLA NAVAL LIBRADA EN AGUAS SUDAMERICANAS

¡La poderosa Flota Imperial del Brasil huye maltrecha!


     La página estaba profusamente ilustrada con grabados que mostraban a los intrépidos paraguayos lanzándose al abordaje de acorazados brasileños entre filigranas de humo, y a los cobardes brasileños huyendo despavoridos a ocultarse bajo el puente o arrojándose para escapar a nado en aguas encrespadas y espumosas.

     La información, cuya fuente provenía de supuestos o reales testigos oculares, no correspondía del todo a los titulares y a las ilustraciones; pero, se la aproximaba bastante, lo que no es poco pedir.

     A las nueve de la mañana del 12 de junio de 1865, vaporcitos paraguayos de casco de madera, mercantes todos ellos con la única excepción de la cañonera «Tacuary», se lanzan contra la flota brasileña -mandada por mulatos y tripulada por gente de color-, en una audaz tentativa, que estuvo muy cerca de alcanzar el éxito, de apoderarse de ella y romper el bloqueo. Al atardecer, después de diez horas de combate encarnizado, en que se pelea al abordaje en los puentes y en las jarcias de los navíos imperiales, se retira lo que resta de la flotilla republicana. El colosal «Amazonas», buque de guerra que dobla en tonelaje a toda la armada paraguaya junta, sale en su persecución. La cañonera «Tacuary» se detiene y le hace frente. El monstruo muestra la popa. Huye. El derrengado «Tacuary» le sigue un trecho. Suelta tres cañonazos. Una bala rebota en el blindaje del acorazado con una chispa que refulge en el oscurecer. El «Amazonas» escapa a toda máquina. Desde las barrancas correntinas, donde se encuentran los corresponsales del diario neoyorquino, se oye la gritería triunfal de los marineros paraguayos. Esa misma noche, dejando hundidos a dos de los suyos, el «Belmonte» y la «Jaquintinhona», la formidable Flota Imperial del Brasil navega aterrada aguas abajo y recala al día siguiente a 200 millas de su audaz y minúsculo adversario. Los paraguayos han perdido cuatro de sus nueve vaporcitos de madera, artillados con cañones lisos.

     Poco antes de que apareciese el portugués Raposso con su escolta de exóticos bucaneros asiáticos, los amigos de Manlove habían estado comentando la batalla naval de El Riachuelo, jurando que de haber estado allí con la «Nortfolk» hubieran acabado con los malditos negros.

     James Manlove había hipotecado lo que restaba de los bienes de su familia para invertir el dinero en un brillante negocio que la resarciría con creces de las pérdidas sufridas en la guerra y la abolición de la esclavitud. James tenía un poder de convicción incontrastable cuando le inspiraban el entusiasmo y una profunda y sincera confianza en la razón que le asistía. Contrajo nuevas deudas a cuenta de utilidades. Lo que no perdió en el juego se lo bebió en «El Gato Verde». El negocio fracasó. Estaba en quiebra. La casa en la que había nacido, próxima a ser puesta en subasta pública. Un padre loco, una madre tullida, un hermano mutilado de guerra, una cuñada histérica que se daba a la bebida, una hermana viuda, otra soltera escandalosa, un sobrino contrahecho, dos enfermizos, el bobo de la familia y una criada negra con su mulatillo, amenazados todos de caer en la indigencia, eran un formidable estímulo para la imaginación de James Manlove. Fue así como al olfatear la tormenta próxima a desencadenarse sobre el desprevenido pirata lusitano, tuvo el deslumbramiento de hacerse corsario.

     Concibió la idea completa, como le ocurre a los genios; y al tiempo de concebirla, ya la vio realizada. La expuso con sobrecogedora claridad. No solamente se harían inmensamente ricos, sino que salvarían a un pueblo noble y valiente de correr una suerte acaso más trágica que la de los confederados en la guerra de secesión. Hasta en los ojos de alimaña del portugués Raposso se encendieron, mezcladas con la codicia, las luces del ideal.

     Cuando Manlove hubo terminado, los oficiales de la «Nortfolk» se abstuvieron de opinar antes de que lo hiciera su capitán. Erwin Kirkland no se hizo esperar mucho tiempo:

     -Necesitaremos más barcos -dijo, golpeando la pipa en la mesa, para descargarla-; seis por lo menos, y hay modo de conseguirlos.

     Los jóvenes marinos, Manlove y el portugués Raposso estallaron en gritos de entusiasmo.

     Raposso, que de estar próximo a ser linchado, fue tácitamente admitido como un nuevo camarada y socio de la empresa, puso a disposición de esta su reciente adquisición. Dijo que sin embargo era para todos conveniente que la «Nortfolk» hiciera el derrotero previsto por el Lejano Oriente, pero ahora con la finalidad de recaudar fondos para la campaña naval. Debería entregar un cargamento de armas a un sultán de Borneo y un precioso juego de muebles adquiridos en remate para la concubina húngara de un magnate chino de Singapur. De paso desenterrarían un tesoro, fruto de los ahorros de toda su vida, oculto en un islote arenoso del Mar Arábigo. Confiaba además en conseguir un cuantioso donativo del maharajá de Kapurtala quien se complacía en alentar las causas justas. Después de haber jurado, besando el crucifijo que le colgaba del cuello, que no volvería a robar ni a matar sin patente de corso, se convino en que dos de los oficiales allí presentes conducirían la nave, cumplidamente tripulada por aguerridos veteranos, en este único viaje a las Indias Occidentales, y que aguardarían instrucciones en Calcuta.

     Hubo un principio de desacuerdo cuando James Manlove reclamó para sí el almirantazgo, que debía ser otorgado por el gobierno paraguayo. Se zanjó la cuestión porque el capitán Kirkland ordenó que se conformaría con el grado de contralmirante, segundo en el mando de la armada, aunque con amplias atribuciones para trazar la estrategia operativa.

     Se habían apagado hacía rato casi todas las luces. No había música. Las bailarinas se iban yendo a dormir con sus parroquianos preferidos. Los camareros sacaban a patadas a los últimos borrachines cargosos. Ellos continuaban haciendo planes y bebiendo ron sin embriagarse, sobreexcitados como estaban por la estupenda aventura que había decidido emprender.

     Amanecía cuando salieron, abrazados, dando tumbos. Marcharon por los muelles dormidos costeando la mar plomiza de la bahía de Chesapeake, que reflejaba largas sombras de arboladuras, cantando vigorosas canciones marineras, escoltados por dos abstemios musulmanes y seguidos al trotecito por el chino de la coleta.


 

- XII -


     Con reticencia al principio, cautela después, y al cabo con entusiasmo, Jeremías Kirkland apoyó a su hermano Erwin. La formación de una poderosa armada corsaria de bandera paraguaya, pero de hecho controlada por hombres de negocios de los Estados Unidos, para defender los ideales filantrópicos y los principios republicanos en Sudamérica, ofrecía indudables atractivos políticos; y podría reportar ventajas económicas de largo alcance, mucho más significativas y permanentes que el producto del pillaje. Desde este punto de vista, lo que menos importaba era el abordaje de los buques y el ataque a los puertos de los tres países coligados contra un cuarto en sí mismo irrelevante. Cinco mil millas de litoral marítimo desguarnecido, en regiones tradicionalmente controladas por el comercio y la banca de Inglaterra, no podían ser indiferentes a un patriota norteamericano con visión de futuro.

     Jeremías Kirkland se sentía orgulloso de su país, que había eliminado radicalmente y sin contemplaciones el monstruoso anacronismo de la esclavitud y consolidado para siempre su unidad; que acogía en crecientes multitudes lo más joven y vigoroso de la vieja Europa, y se hallaba en plena expansión hacia el oeste. ¿Por qué no podría abarcar las dos Américas ciñéndolas en un estrecho abrazo, acaso doloroso al principio, pero fecundo en el porvenir? Liberar a los pueblos de sus propias taras, mal que les pesase, como se había hecho con los rebeldes Estados del sur, y abrir para ellos la ancha senda del progreso y de la libertad; un inmenso territorio en que hombres audaces y emprendedores de todos los países, de todas las razas, de todas las creencias, pudieran trabajar, competir, desplegar su iniciativa creadora. Una vez que lo hubo pensado y repensado con el implacable realismo y audacia intelectual que le eran propios, la oportunidad de la empresa se le hizo tan clara y evidente que se apresuró a ponerla en práctica. Otros podrían apoderarse de la idea, o concebirla ellos mismos de modo independiente.

     Eran muchos los que habían ganado dinero con la guerra de secesión: grandes empresas proveedoras de armas y pertrechos a los beligerantes; financieros, comisionistas, intermediarios, transportistas, contrabandistas en grande y pequeña escala; especuladores, tahures, buhoneros, proxenetas, mujeres de mala vida con sentido comercial. La paz significó para ellos la brusca interrupción de sus negocios. Quedó una enorme masa de dinero ocioso que buscaba ser invertido de manera lucrativa. Muchos capitalistas conservaban el espíritu aventurero de los tiempos heroicos. Proliferaban los pícaros y los vendedores de iniciativas brillantes. Los incautos, y quienes incurrían en errores de cálculo, sufrían pérdidas o se arruinaban; otros, con golpe de vista, amor al riesgo y mucha suerte, eran generosamente recompensados por la Fortuna.

     Jeremías Kirkland recomendó a su hermano Erwin:

     -Cualquier indiscreción puede echarlo todo a perder. Ya hay demasiada gente enterada del negocio. Confío en que sabrás controlar a tus hombres. Es preciso que cuides también que el mayor Manlove mantenga cerrado el pico. Es una feliz casualidad que su magnífico proyecto llegara en primer lugar a oídos de personas cuerdas y solventes. Será necesario adelantarle algún dinero para que atienda a sus compromisos más apremiantes. Eviten tabernas en lo futuro.

     Fue así como «El Gato Verde» perdió una parte de su clientela más asidua. Jeremías Kirkland hizo que James Manlove le traspasara la hipoteca que gravaba los bienes que restaban a su familia, convirtiéndose así en su principal acreedor. Le adelantó además, a cuenta de utilidades, una mensualidad que le permitiera sostenerse decorosamente mientras se dedicaba por entero a los preparativos de la expedición marítima. Manlove volcó en ello su tremenda energía, su entusiasmo arrollador, su iniciativa brillante. Dejó de jugar, sólo bebía ocasionalmente y con moderación. Era un hombre cambiado.

     Jeremías Kirkland viajó a Washington. Consiguió el apoyo tácito de varios congresistas influyentes. Les dio la menor cantidad posible de detalles, pero insinuó la perspectiva de jugosas utilidades para ellos, y positivas ventajas para el país. Luego se entrevistó con Thomas F. Washburn, un alto funcionario del Departamento de Estado, experto en cuestiones sudamericanas, cuyo hermano Charles A. Washburn era el diplomático acreditado con rango de ministro en el Paraguay. Se hallaba este casualmente de licencia en los Estados Unidos, aunque no en Washington, por lo que Kirkland no pudo conocerle.

     Jeremías Kirkland se abstuvo de hacer revelaciones a Thomas F. Washburn. Cuando habló con J. Shelton, jefe del Departamento de Estado, creyó que era su deber decirle lo que tenía entre manos. Mr. Shelton le escuchó en silencio. Luego dijo:

     -No he oído nada, querido Mr. Kirkland. Nada oiré ni sabré mientras no se comprometa prematuramente la neutralidad de los Estados Unidos. No obstante, y con esta salvedad, si usted o sus amigos necesitan cartas de presentación, o algo parecido, cuente conmigo.

     Le acompañó hasta la puerta y le estrechó la mano con significativa cordialidad.

     Algunos días después, el Departamento de Estado ordenaba a Charles A. Washburn poner término a su licencia y regresar de inmediato al Paraguay. Debía expresar al Mariscal López, verbalmente se entiende, la simpatía del gobierno y el pueblo norteamericano, así como la buena disposición de ayudarle en lo que le estuviese permitido.

     Pese a las muchas precauciones que se tomaron para preservar el secreto, es posible que algún rumor llegase a los oídos de personas interesadas. En Buenos Aires, Charles A. Washburn se encontró con que los aliados no le permitían continuar viaje hasta su sede. Esto produjo un agrio diferendo. El gobierno de los Estados Unidos dio instrucciones al almirante Gordon, comandante de la Flota del Atlántico Sur, el grueso de la cual se hallaba fondeado en Río de Janeiro, para que enviase buques de su mando a forzar el bloqueo en caso de que no fueran atendidas las reiteradas reclamaciones de Mr. Washburn. El almirante Gordon no se movió con la premura que era de esperar. La prensa desencadenó una furibunda campaña exigiendo que la flota rompiera sin más trámites el bloqueo a cañonazos, y llevara al ministro norteamericano hasta Asunción, así tuviera que dejar hundida a su paso toda la armada brasileña. Abundaban en los artículos arengas patrióticas invocando el honor nacional mancillado, y los argumentos jurídicos que fundamentaban el derecho de hacer uso de la fuerza en este caso, incuestionablemente violatorio de las convenciones internacionales vigentes.

     -Aquí la opinión pública nos es del todo desfavorable -escribía el ministro argentino en Washington, Domingo Faustino Sarmiento, al presidente de su país, Bartolomé Mitre-, y es en vano luchar contra el torrente. Es la lucha del Imperio contra la República, y asunto concluido.

     Entre tanto, importantes firmas comerciales de Maryland y Nueva York se mostraron dispuestas a financiar el corso, apenas se obtuviera la patente del gobierno paraguayo.

     Como por lo general se atribuyen las cualidades propias a los demás, Jeremías Kirkland, hombre práctico y de sentido común, dio por seguro que la patente de corso sería otorgada por el Paraguay sin inconveniente alguno:

     -Mr. López no rechazará una ayuda que le viene del cielo, y que es acaso la única posibilidad que le resta de salvar a su país.

     No lo dijo en sentido puramente figurado: cuando Jeremías Kirkland emprendía algo, se creía ejecutor de la voluntad divina. Era uno de los secretos de su éxito.

     Se elaboró un anteproyecto de contrato que preveía la formación de una sociedad anónima y la colocación de acciones en la Bolsa de Nueva York en cuanto llegaran noticias de las primeras victorias navales. El éxito de la operación bursátil quedaba asegurado no solamente por la expectativa de jugosos dividendos, sino también, y acaso principalmente, por la simpatía que inspiraba la valerosa república agredida por un gigantesco imperio esclavócrata. Debía omitirse como irrelevante el hecho de que el Paraguay hubiese invadido inicialmente al Brasil y luego a la Argentina, ya que fue un acto de justa represalia porque los brasileños habían invadido el Uruguay, república hermana en cuya defensa salieron paladinamente los paraguayos. La prensa se encargaría de presentar a los corsarios con la aureola de románticos héroes libertadores.

     James Manlove y los marinos proseguían los preparativos de la expedición. Con la discreta conformidad de altos mandos de la Marina, fueron examinados, reservados y puestos en carena cinco monitores de gran porte, cuyo calado de siete pies les permitiría operar, si fuera necesario, en estuarios y ríos. La cañonera «Nortfolk», rebautizada «La Asunción», se aprestaba a emprender su viaje preliminar al Lejano Oriente. Sólo una parte de la selecta tripulación estaba formada por sus antiguos veteranos. Los más quedaron en reserva para los otros buques de la armada corsaria. Manlove era de opinión de que se llegara al océano Pacífico por el cabo de Hornos, para reconocer de paso las costas del Brasil y la Argentina. A su arribo a Arica, que entonces pertenecía a Bolivia, desembarcaría un emisario al Paraguay, para solicitar al Mariscal López la patente de corso. Se ofreció a hacerlo él mismo. El capitán Kirkland consultó largamente con su pipa antes de responder:

     -Es demasiado complicado, y nada complicado sale bien. Harías un viaje largo y riesgoso por tierras desconocidas. Bastaría un accidente para malograr nuestros planes. Debe haber otra manera de conseguir la maldita patente. Si no la hay, habrá que hacer como dices.

     El infatigable Jeremías averiguó que un tal Samuel Ward, habilísimo abogado neoyorquino, que había estado en el Paraguay y atendido importantes asuntos por encargo del gobierno de ese país, probablemente aconsejaría la forma más rápida y directa de solucionar el problema. Resolvieron ir a verlo, pero antes despidieron a la «Nortfolk», [77]que, como se dijo, había pasado a llamarse «La Asunción», anticipando su destino, y para gran contento de Raposso, pues el pirata portugués era muy devoto de la Santa Virgen.

     Fue una fiesta memorable. Asistieron todos los antiguos oficiales y marineros de la hazañosa cañonera. Navegaron hasta dejar atrás la bahía de Chesapeake. En el trayecto, hasta el capitán Kirkland bebió más de la cuenta. El portugués Raposso, que se sentía purificado y ennoblecido desde su conversión en adalid de una causa justa, había cambiado su astroso atuendo de facineroso por un elegante traje de oficial de marina. A los malayos y al chino se les permitió conservar sus trajes nacionales. Los malayos se negaron obstinadamente a pecar contra Mahoma, pero se consiguió embriagar al chino. Se tornó pendenciero y nada dispuesto a aceptar las bromas pesadas que le hacían. Se escurrió como una anguila de diez hombres que quisieron atraparle para una manteada. A Manlove, que le dio un tirón de la coleta, lo derribó tres veces sobre el puente con una suerte de juegos malabares. Como un buen augurio resplandeció el sol sobre la mar brumosa cuando salieron al océano.

     Los que no seguían viaje fueron desembarcados en falúas en una caleta que conocían muy bien desde los tiempos gloriosos de la guerra civil. Antes de partir, «La Asunción» disparó cañonazos de salva. Después se perdió en el horizonte azul dejando una larga estela de humo. Regresaron a pie hasta Humpton Road. Se metieron en una taberna y armaron una trifulca con marineros yanquis que encontraron allí; pero al cabo, agotados, maltrechos y reconciliados, siguieron la juerga todos juntos hasta el amanecer del día siguiente. Manlove y sus amigos estaban convencidos de que la gran aventura había comenzado.


 

- XIII -


     El abogado neoyorquino Samuel Ward fue uno de los norteamericanos extraordinarios que conocieron los paraguayos de la época. Tanto por él como por otros igualmente originales, se hicieron de los oriundos de la gran nación del norte una idea, si no desfavorable, bien definida: los creían medio locos. Sabían tratarlos con astucia cautelosa y les tenían mucha paciencia, pero sin dejarse impresionar en lo más mínimo por los desplantes y fanfarronadas a las que aquellos eran tan afectos. La abusiva generalización influyó en el trato que en su momento dieron a James Manlove, quien por cierto hizo cuanto pudo por afianzar el prejuicio que inspiraban sus compatriotas.

     Tal vez valga la pena decir cuánto se sabe acerca de Samuel Ward, porque acaso este personaje tuvo en esta historia más influencia de lo que se sabrá jamás. Antes será preciso advertir que en las páginas siguientes serán plagiados ilustres historiadores, alegando como atenuante la costumbre que ellos tienen de parafrasearse y copiarse unos a otros. Cambiaría la naturaleza de este relato el exceso de encomillados, citas y referencias bibliográficas. Baste decir que cuanto se dice en este libro podrá ser verificado en fuentes autorizadas por quienes duden de la palabra del autor, que es apenas un novelista abrumado por la inventiva de la Historia.

     El primero de una larga serie de chiflados pintorescos fue Edward A. Hopkins. Llegó al Paraguay por primera vez en 1845 como agente comercial de los Estados Unidos. Era un mozo entusiasta y algo absurdo de poco más de veinte años. Quedó tan impresionado por la general prosperidad e idílica paz de que gozaba el pueblo, que decidió que estaba llamado a realizar su grandeza. Se convirtió en un ardoroso propagandista de fabulosas riquezas potenciales y en apasionado defensor de la independencia de la República, cuestionada por la Federación Argentina, dirigida entonces por el gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas.

     Rosas fue vencido en 1852 en la batalla de Caseros por el sublevado gobernador de la provincia de Entre Ríos, Justo José de Urquiza, coaligado con el Brasil y la República Oriental del Uruguay, y contando con el apoyo de Francia e Inglaterra. Mediante su habilidad y fuerza de carácter, el presidente paraguayo Carlos Antonio [79]López evitó comprometerse en la «Cruzada Libertadora». El principio de no intervención en los asuntos internos de otros países fue firmemente mantenido, entre otras cosas, para no sentar precedentes que autorizaran a aquellos a intervenir en los propios. No obstante, los vencedores reconocieron la independencia del Paraguay y dejaron establecida la libre navegación del río Paraná. Fue superado el aislamiento impuesto al país desde hacía cuarenta años.

     Edward A. Hopkins viajó a Norteamérica. Organizó en Rhode Island la «United State and Paraguay Navigation Company» con los aportes de capitales privados y los buenos auspicios de su gobierno. Se proponía no solamente promover la navegación a vapor en los ríos recientemente abiertos al tráfico internacional, sino también la creación de nuevas industrias. Desgraciadamente, los vapores adquiridos por la Compañía naufragaron en el mar antes de llegar al Paraguay. Hopkins arribó a Asunción con el título de cónsul, un buen lote de maquinarias y unos cuantos técnicos salvados de los naufragios.

     Instaló una fábrica de cigarros al estilo habano, un aserradero a vapor, una mantequería, un molino de trigo, un ingenio de azúcar, dos desmotadoras de algodón, una ladrillería mecánica, varios otros talleres industriales y una calesita en San Antonio. Proyectó la fundación de una Escuela de Agricultura y la organización de un Departamento de Inmigración para fomentar la venida de colonos. Frenético de iniciativas, tanto se asemejaba a «Un yanqui en la corte del rey Arturo», que no nos sorprendería enterarnos de que Mark Twain lo tomara de modelo para el protagonista de la divertida novela del mismo nombre.

     Las empresas tuvieron un éxito espectacular tanto por el poder adquisitivo de la población como por el súbito incremento del comercio exterior. Hubo dificultades cuando al inquieto e insaciable Hopkins le subieron los humos a la cabeza. Pretendió monopolios y se mostró reacio a aceptar las reglamentaciones oficiales.

     El gobierno era partidario del progreso, pero no estaba dispuesto a compartir con nadie el control de la economía. Las relaciones se volvieron tirantes, tanto por causas objetivas como por las impertinencias de Hopkins, que se hacía cada vez más atrevido, y hasta amenazador, valido de su condición de cónsul de un país poderoso. Hicieron crisis a raíz de un incidente fortuito.

     Una tarde en que Clemente Hopkins, hermano de Edward, paseaba a caballo en compañía de Madame Guillermont, esposa del cónsul francés, por las afueras de la capital, un soldado de caballería de apellido Silvero, que conducía una boyada en sentido opuesto, les pidió que se apartasen del camino para no espantar a los animales. Acaso para impresionar a la dama, Clemente Hopkins, en vez de avenirse a una indicación tan razonable, respondió de malos modos. En la disputa consiguiente blandió la fusta contra el soldado. Silvero desenvainó el sable y dejó tendido de un planazo al irascible Clemente, entre los gritos de Madame Guillermont, espantada de ver en situación tan desairada a su cumplido caballero.

     Enterado Edward Hopkins de lo ocurrido a su hermano Clemente, se presentó en la casa de gobierno en traje de montar y empuñando un rebenque. Apartó de un empellón al centinela y entró sin anunciarse al despacho del presidente de la república. Ante la sorpresa de don Carlos, que en vano trató de tranquilizarle, se desató en furiosos improperios, exigió el inmediato castigo del soldado y amenazó, en caso contrario, con la intervención armada de su país.

     -¡Así han comenzado los Estados Unidos en México, en las Malvinas, Buenos Aires, Montevideo y el Brasil! -gritó revoleando el rebenque- ¡Ahora le tocará al Paraguay!

     El viejo López era hombre de pocas pulgas. Por mucho menos había sacado a empellones de su despacho al ministro brasileño Pereira Leal. Pero, dándose cuenta de que estaba en presencia de un energúmeno, no perdió la calma. Le recomendó que presentase sus reclamaciones por escrito.

     El soldado Silvero fue ascendido a cabo por dar su merecido a un gringo insolente. Hopkins presentó un memorial con nuevos despropósitos.

     Un mes después, el 1º de setiembre de 1854, el presidente Carlos Antonio López suscribió un decreto por el cual se cancela el exequátur al cónsul de los Estados Unidos de América Edward A. Hopkins, cuyas despampanantes aventuras comerciales, industriales y diplomáticas en el Paraguay habían durado en total menos de dos años, pero tuvieron repercusiones tales que casi provocan una guerra y tendrían su epílogo treinta y cuatro años después.

     Hopkins reclamó una indemnización de un millón de dólares. El capitán Thomas Page, que con autorización y beneplácito del gobierno paraguayo estaba realizando un viaje de exploración por los ríos interiores en la cañonera «Water Witch», amenazó con bombardear Asunción si las demandas de su compatriota no eran inmediatamente satisfechas. Por toda respuesta, el presidente López, por decreto del 3 de octubre de 1854, cancela la autorización para navegar en aguas paraguayas al buque norteamericano.

     Promediaba la mañana del 1º de febrero de 1855. El «Water Witch» comenzaba a remontar las aguas del río Paraná, arriba de la desembocadura del río Paraguay. Lo comandaba el teniente Williams N. Jeffers en ausencia del capitán Thomas Page y llevaba 28 hombres de tripulación y un armamento de tres obuses. De repente, un cañonazo rompió la quietud de aquel paraje silencioso. Desde el cercano fuerte paraguayo de Itapirú estaban haciendo fuego al barco de guerra de los Estados Unidos. Un hecho insólito, sin precedentes. Zafarrancho de combate. El cañonero contesta al fuerte. El duelo de artillería dura varios minutos. Acaba de producirse uno de los más sensacionales episodios de la historia americana del siglo XIX.

     Nada había ocurrido aquel 1º de febrero mientras el «Water Witch» navegaba por el canal internacional, divisorio de las aguas paraguayo-argentinas. En un momento dado el cañonero se dispuso a pasar por el canal situado entre el fuerte Itapirú y la isla paraguaya Carayá. El comandante de Itapirú, Vicente Duarte, despachó en canoa a un oficial con el texto del decreto del 3 de octubre para significarle al «Water Witch» que no podía navegar por el canal interior. El teniente Jeffers no acató la prohibición. El cañonero siguió su marcha. Se produjo a viva voz desde tierra otra intimación. El «Water Witch» no detuvo su navegación, ya bajo los cañones de la fortaleza paraguaya.

     Le disparan dos cañonazos sin puntería. El «Water Witch» no se detiene, responde con sus obuses. Entonces la fortaleza dispara un tercer cañonazo ya dirigido al barco. Una de las ruedas queda inutilizada, se rompen los cables del timón, es mortalmente herido el timonel Samuel Chaney. El teniente Jeffers, viendo que las cosas van en serio, ordena el cese de fuego. La nave da marcha atrás y se dirige a la vecina ciudad de Corrientes. Ya no fue molestada.

     Para complicar aún más las cosas, veinte días después de este incidente, apareció en aguas paraguayas la Flota Imperial del Brasil al mando del almirante Ferreira de Oliveira, con fines intimidatorios. La misión fracasó, porque los intimados resultaron al fin los brasileños. López procuró que pudieran retirarse de la manera más decorosa posible, pero el episodio provocó burlas sangrientas en el Río de la Plata e indignación y vergüenza en el Brasil.

     De pronto el Paraguay se revelaba como un Estado insolente y temerario, que no tenía noción de su insignificancia en el concierto de las naciones civilizadas, como dijo un periódico de Buenos Aires editado por emigrados paraguayos, escrito por un plumífero chileno: y financiado por la cancillería brasileña.

     El cañonazo al «Water Witch» provocó un escándalo fenomenal. A medida que se extendía la noticia en Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro, Londres, París y desde luego en los Estados Unidos, los periódicos dedicaban al incidente extensos editoriales. Los paraguayos son tratados de salvajes. A nadie se le ocurre preguntarse qué hubiera ocurrido si la cañonera «Tacuary» hubiese amenazado bombardear Nueva York y luego se hubiese metido en el río Hudson desacatando la invitación de retirarse. Por el contrario, afirmaban que el presidente López alentaba el mismo espíritu e idéntica brutalidad que el soldado Silvero.

     Edwar A. Hopkins revolvió cielo y tierra. En sus declaraciones a la prensa, el mismo país que había descripto anteriormente como un paraíso sabiamente gobernado por un patriarca providente, se transformó en un infierno, morada de Satanás, personificado por López. Porteños y brasileños, valiéndose de sus informantes echaban leña con la esperanza de que los norteamericanos les sacaran las castañas del fuego. Poderosos intereses coincidían contra el Paraguay; los pocos que asumieron su defensa eran apenas hombres de buena voluntad. Los intereses son persistentes. Tres años después del certero cañonazo del fuerte Itapirú, el presidente James Buchanan se dirigió al Congreso y expuso el estado de las relaciones con el Paraguay, solicitando autorización para exigir, por procedimientos adecuados, satisfacciones, indemnizaciones y garantías para el futuro sobre los incidentes ocurridos.

     Parte de la prensa norteamericana apoyó la demanda presidencial sosteniendo que Estados Unidos debía repetir la expedición del comodoro Perry al Japón, para abrir también a cañonazos el Paraguay al comercio internacional. «El presidente López es un obstáculo para toda empresa», dijo el «Express» de Nueva York.

     Explica a continuación el diario neoyorquino que los principales productos de exportación, la yerba mate y los árboles maderables eran considerados de propiedad pública aunque estuviesen en propiedad privada. Se los explotaba por medio de concesiones del Estado, que se reservaba su comercialización fuera del país. Lo mismo hacía con el tabaco y con gran parte del algodón, de excelente calidad, cultivado por granjeros y no en grandes plantaciones. La caña dulce y el azúcar, el tanino para curtiembre y los cueros padecían regímenes semejantes. Las importaciones soportaban fuertes gravámenes. Se dificultaba y limitaba la inversión de capitales, salvo en actividades secundarias. A los extranjeros no les estaba permitido adquirir bienes raíces. El gobierno impedía el libre comercio. El Paraguay era el único país de Sudamérica que no había contraído compromisos financieros internacionales. Todo lo pagaba al contado. Fundía su propio hierro, construía barcos en su astillero, reparaba y fabricaba armas en su arsenal. A pesar de las generosas ofertas recibidas, estaba tendiendo por su cuenta una vía férrea que cruzaría el país de norte a sur, y contemplaba la posibilidad de tender otra que cruzara el gran Chaco y llegara al océano Pacífico a través de Bolivia en un futuro no remoto.

     El «Express» concluía en que el Paraguay ofrecía incalculables oportunidades al comercio, la industria y las finanzas, las cuales estaban siendo acaparadas y malogradas por un déspota que administraba su país como un feudo y lo dirigía como una estancia. López era un bárbaro que debía ser tratado como tal en beneficio de la civilización.

     Tras un largo debate parlamentario, el presidente Buchanan obtuvo la autorización requerida.

     Se organizó una escuadra de 20 buques, con una dotación de 2.500 hombres y 200 cañones, la más poderosa que hasta entonces zarpara de costas norteamericanas. Traía al mando a la principal figura de la marina, el comodoro Williams Branfort Shubrik, que en 1815 había recibido del Congreso una condecoración a raíz de la captura de los navíos ingleses «Cyrene» y «Levant», hazaña que le dio renombre nacional. El juez James Butler Bowlin fue designado comisionado civil encargado de las negociaciones diplomáticas. Como secretario se nombró a Samuel Ward, que era el mismo abogado neoyorquino que, seis años después, se disponían a consultar James Manlove y Erwin Kirkland, para que les indicase el modo más directo y práctico de obtener patentes de corso del gobierno.

 


- XIV -


     El juez comisionado James Butler Bowlin tenía que exigir el reconocimiento de la culpabilidad del Paraguay y el pago, en consecuencia, de una indemnización no menor de 500.000 dólares. En caso de que no tuviera éxito en sus gestiones, la escuadra, según las instrucciones impartidas al comodoro Shubrik, «subirá hasta la confluencia de los ríos Paraná y Paraguay, establecerá el bloqueo efectivo de ambos ríos y de todas las ciudades y villas situadas sobre sus márgenes; atacará y destruirá las fortalezas de Humaitá y otras que en su opinión obstruyan o comprometan el pasaje indemne de la flota a su mando, y prosiguiendo hasta Asunción, a menos que el gobierno paraguayo acceda a las condiciones propuestas por el Comisionado, exigirá la entrega y tomará posesión de dicha ciudad y sus defensas, empleando la fuerza necesaria y realizando otros actos de hostilidad justificados por la Ley de las Naciones y que usted considere apropiados para imponer el acatamiento de las condiciones requeridas».


 

     El 19 de diciembre de 1859 la escuadra estaba anclada frente a Buenos Aires, entonces segregada de la Confederación Argentina. Los círculos dirigentes porteños, los paraguayos emigrados y la prensa en general recibieron con alborozo a los norteamericanos: los días de López estaban contados. Apenas iniciadas las hostilidades estallaría una revolución tramada por los masones del «Círculo Dulcamara», que justificaban el tiranicidio. Para tales efectos ya estaba en Asunción el uruguayo de origen inglés Canstatt, un señorito con pájaros en la cabeza. Los brasileños que sabían por experiencia con quién tenían que habérselas los gringos, enviaron por delante de los expedicionarios a la cañonera «Aguaray», con la misión de obstaculizar en lo posible todo entendimiento y evitar que el viejo López saliera nuevamente del aprieto sin disparar un solo tiro.

     El 2 de enero la flota zarpó en dirección a Paraná, sede del gobierno de la Confederación Argentina. El 11 del mismo mes prosiguió viaje rumbo al Paraguay.

     Al presidente de la Confederación, Justo José de Urquiza, no le convenía que fuese eliminado López, su aliado potencial en el conflicto con Buenos Aires próximo a dirimirse en el campo de batalla. Llegó sorpresivamente al Paraguay para ofrecer su mediación. Le acompañaba su ministro de relaciones exteriores, el general José Tomás Guido, que era un experimentado diplomático.

     Se encontró con que los paraguayos no habían perdido la serenidad y se aprestaban para la defensa con su calma característica. Se comunicó a los expedicionarios que si deseaban negociar adelantaran una sola nave hasta Asunción, y en caso contrario, que obrasen como les pareciese. La escuadra ancló en Corrientes, salvo la cañonera «Fulton» que continuó viaje llevando a bordo al comodoro Shubrik, al juez Bowlin y al secretario Samuel Ward.

     El general Urquiza estaba actuando intensamente en Asunción para evitar un conflicto armado. López le dijo sin ambajes que no transigiría con los norteamericanos si no quedaban a salvo su honor y el de la República:

     -Si los invasores me aniquilan un ejército, le reemplazaré con otro, y haré hasta el último sacrificio para no dejarme humillar.

     Entonces Urquiza le ofrece la alianza de la Confederación Argentina, con vistas también a la inminente guerra con Buenos Aires. El presidente López, que siempre se las arreglaba para no comprometerse en conflictos ajenos, le responde que aceptaría la alianza si la Argentina reconocía los derechos del Paraguay sobre el Chaco. Urquiza no aceptó, pero se avino a perseverar en la mediación.

     ¿Sabía Don Carlos que Urquiza había advertido discretamente a los norteamericanos que no pasarían sin grandes pérdidas la fortaleza de Humaitá, si es que no sufrían un completo descalabro? Por lo menos debió suponerlo: aliarse con el Paraguay contra los Estados Unidos de Norteamérica no era negocio para nadie en su sano juicio, y menos para un comerciante tan astuto como el general Urquiza. Por lo visto los gringos se avendrían a negociar. Más que un mediador, Urquiza era un adelantado. Al proponer la alianza mostró el naipe marcado.

     El «Fulton» llegó el 24 de enero. Entró en la bahía de Asunción sin saludar a la plaza con una salva. Lo comandaba personalmente el comodoro Shubrik, jefe de la escuadra. Subieron a bordo funcionarios de la capitanía del puerto, que dieron la bienvenida a los viajeros. También se allegaron al buque los comandantes del barco francés «Bisson» y del brasileño «Araguay» que habían llegado con motivo del entredicho.

     El «Araguay» había venido a intrigar. Estuvo a punto de hacer fracasar las negociaciones. Algunos días después, al percatarse de ello, el comodoro Shubrick, que era un bravo marino sin pelos en la lengua, le dijo a su colega brasileño:

     -Pretende usted que la armada norteamericana realice el trabajo que no se atrevió a llevar a cabo la Flota Imperial del Brasil en 1855 (se refería a la expedición de Ferreira de Oliveira). Espero no verme obligado a complacerle.

     Los marinos norteamericanos fueron espléndidamente agasajados por los paraguayos: asados, bailes, serenatas, bellas y seductoras kygua-verá. Bajo enramadas de jazmines, al son de arpas y guitarras, se disolvieron los humores belicosos. Tan bien la pasaron los gringos en Asunción que cuando se concertó la paz la celebraron con sincero regocijo.

     Volviendo al 24 de enero, el comisionado desembarcó a las tres de la tarde en compañía del cónsul norteamericano Louis Bemberger, en cuya casa fue a alojarse. Bowlin notó una actitud distante y fría, pero no hostil, de la población. Poco después un edecán del general Urquiza pidió para este una entrevista, la cual se efectuó esa misma noche. Urquiza le exhortó a que empleara una conducta moderada:

     -No debe esperarse -le dijo-, que una nación americana, poderosa y culta se goce en la humillación de un Estado débil.

     El 25 tuvo lugar la primera entrevista con el ministro de relaciones exteriores paraguayo Nicolás Vázquez, a quien Bowlin entregó sus cartas de presentación. El 26, con gran ceremonia, se efectuó en el Palacio la entrega de las credenciales al presidente, que lo recibió de uniforme de capitán general, y con su bicornio, rutilante de gemas y galones, debajo del brazo; deferencia especialísima, pues don Carlos acostumbraba recibir a los diplomáticos con el sombrero puesto. Hubo un cambio de discursos de tono cortés, con mutuas protestas de miras pacíficas.

     No fue nada fácil la mediación del presidente Urquiza. Desde el principio el paraguayo hizo el papel de malo en las negociaciones. Era el que debía ser convencido, apaciguado; el que ponía obstáculos a superar. Urquiza perdía la paciencia. Un día, furioso, le dice al general Guido:

     -Yo no sé qué se cree ese viejo malavueltas. Cualquiera diría que es el que tiene una flota con 200 cañones.

     Por último don Carlos consintió de malos modos:

     -Está bien, estoy dispuesto a regalar de 200 a 300 mil dólares para comprar la paz, no porque considere justa la demanda.

     Pero el comisionado Bowlin tenía instrucciones de no transar por menos de 500 mil, y don Carlos lo sabía. Y se mostró inamovible. Cuentan que le dijo al ministro Vázquez, que le aconsejaba prudencia:

     -Ipy'amanóma hikuái, noñorairomoái; ya tienen el alma muerta, no van a pelear.

     Finalmente se acordó que el monto se dirimiera en arbitraje. Don Carlos quería que el tribunal se reuniese en Asunción. No poco trabajo le costó a Urquiza persuadirle sobre la conveniencia de que lo fuera en Washington.

     -De acuerdo -gruñó don Carlos-, siempre que se vayan. Si después no están conformes, tendrán que mandar otra flota desde Norteamérica, y entonces ya veremos.

     Con gran satisfacción Urquiza mandó avisar a Bowlin de la buena nueva. Don Carlos condujo al presidente argentino hasta un salón donde estaban reunidas varias personas, entre ellas doña Juana Carrillo de López y sus hijas Inocencia y Rafaela.

     -Ya tenemos paz -dijo-, merced a los buenos oficios y consejos de mi buen y gran amigo el general Urquiza. Todo está concluido.

     -Sí, tenemos paz porque Vuestra Excelencia ha comprendido que el promoverla es el primer deber de los que estamos encargados de los destinos de un pueblo.

     Urquiza vuelve a su residencia, instalada en la casona de los Saguier. En el Palacio se presenta, y es inmediatamente recibido por López, Samuel Ward, Secretario del juez comisionado Bowlin, para ultimar detalles del protocolo. Nunca se sabrá lo que hablaron. Se sabe que se entendieron, y es dable presumir que fue un entendimiento más profundo que un feo caso de soborno.

     Entre tanto, el presidente argentino celebraba el acuerdo en un almuerzo con toda su comitiva. A los postres llega un emisario de López, que le dice que deben modificarse las bases del arreglo. El Paraguay no se comprometerá de antemano a pagar un solo centavo contra derecho. Urquiza, en presencia del enviado de López, prorrumpe en amenazas y hasta injurias contra su colega. Dice que saldrá inmediatamente del Paraguay para volver enseguida con el ejército argentino y hacerle sentir a López el empuje de su lanza.

     No habría pasado media hora cuando alguien se presenta a avisar que se veía venir un grupo de gente armada en dirección a la residencia. El valiente general pide sus pistolas y sin decir palabra continúa paseando a lo largo del salón. El grupo de gente armada era el presidente López, que llegaba en carruaje, escoltado por una guardia de coraceros.

     A las primeras palabras de López fundamentando sus observaciones al arreglo, Urquiza le interrumpe diciendo que era inútil seguir hablando del asunto, pues no estaba dispuesto a sufrir un nuevo desaire.

     -Si como hombre no estoy acostumbrado a soportarlos, menos los sufriré como presidente de la Confederación.

     -¡No me amenace, gaucho mazorquero! -tronó don Carlos, descargando sobre la mesa un puñetazo.

     -¡No me grite, gordo tripón!

     Cuando están por llegar a las manos, interviene el general José Tomás Guido hasta conseguir serenar los ánimos. Se aclaran malentendidos. Todo acaba en abrazos y brindis por la paz.

     Inmediatamente se dan a conocer al pueblo los resultados alcanzados y la feliz solución de todos los incidentes con el gobierno de los Estados Unidos.

     Noche de romerías, juegos artificiales. El «Fulton» dispara cañonazos de salva, que se cruzan con los de la batería de Ita-pytá-punta. Fiesta de gala en el Palacio. Al final todos salen a la Plaza de Armas y participan del baile popular. Los marineros norteamericanos, borrachos como cubas, ensayan torpemente los complicados pasos del «cielito-chopí» y el «londón-carapé». En el consulado brasileño y en la cañonera «Araguay» los rostros están sombríos: una vez más el viejo López se ha salido con la suya.


 

- XV -


     El 13 de agosto de 1860 los jueces designados dieron a conocer en Washington su fallo arbitral. El tribunal estaba constituido por el jurisconsulto Dave Johnson, ex ministro de correos, como representante de los Estados Unidos, y José Berges, representante del Paraguay. El secretario era, desde luego, el inefable Samuel Ward.

     Dice el fallo:

     «Que dicho reclamante, la United States and Paraguay Navigation Co. no ha probado ni establecido su derecho a los daños y perjuicios en relación a la dicha reclamación contra el gobierno de la República del Paraguay; y que a la vista de las pruebas examinadas, el dicho gobierno no es por ningún derecho responsable de una indemnización o compensación pecuniaria cualquiera a favor de la nombrada compañía».

     El juez norteamericano Johnson fundamentó ampliamente su opinión en un memorial que presentó para el presidente de su país. Decía en él:

     «El gobierno y los ciudadanos de los Estados Unidos se han vanagloriado siempre de no sufrir ningún acto injusto de otro gobierno o de otro pueblo, pero al mismo tiempo de no pedir nada sino lo justo, y espero sinceramente que esté lejano el día en que las riquezas de las Indias Orientales puedan ser acaparadas, con su aprobación y sanción, por el pillaje a los Estados débiles a los cuales habrían sido arrancadas bajo la amenaza del cañón».

     Este fallo haría exclamar, cuarenta años después, al ilustre político y publicista paraguayo don Manuel Gondra:

     -¡Hay algo más grande que la escuadra norteamericana, y es la justicia norteamericana!

     El fallo no fue del agrado del presidente Buchanan, quien en febrero de 1861 dirigió un mensaje al Senado en el sentido de su nulidad. Su sucesor Abraham Lincoln sostuvo igual cosa en marzo del año siguiente en otro mensaje a dicho cuerpo. En esto tuvo que ver la cancillería brasileña, que tenía buenos contactos en Washington, y que, desde hacía años, estaba preparando el terreno para llevar la guerra al Paraguay. Se intentó también una campaña de desprestigio por la prensa contra el comisionado Bowlin y el comodoro Shubrik, que no tuvo éxito porque la respuesta de estos fue demoledora. La oficialidad de los buques expedicionarios habló maravillas de la pequeña, próspera y pacífica república sudamericana. La guerra de secesión hizo que se encarpetara el asunto, mas no definitivamente.

     ¿Cuáles fueron los entretelones de esta historia? Ocurrió que el presidente paraguayo era un hueso duro de roer. No solamente estuvo al tanto de las intenciones y movimientos del adversario, sino que encontró la manera de influir sobre ellos desde afuera y desde adentro. Logró ganar primero la simpatía y luego el apoyo y la cordial colaboración del comisionado Bowlin, el comodoro Shubrik y la oficialidad del «Fulton». Por último tuvo bajo su control el tribunal de arbitraje reunido en Washington. En el ínterin desbarató una conspiración organizada desde Buenos Aires por las logias masónicas y el «Círculo Dulcamara», que justificaba el «tiranicidio». La integraban liberales porteños, emigrados paraguayos, algunos ingleses y el infatigable Edward A. Hopkins. Tramaban un alzamiento y eventual asesinato del presidente López en cuanto comenzaran las hostilidades con la flota norteamericana. Viajó al Paraguay para el efecto el uruguayo de origen inglés Canstatt y fue secundado por los hermanos Decoud. Todos ellos fueron detenidos. Dos de los hermanos Decoud, Gregorio y Teodoro, fueron ejecutados el año siguiente por alta traición. Estas ejecuciones, las únicas por causas políticas en los veinte años de gobierno de don Carlos Antonio López, fueron agitadas durante medio siglo como una prueba del carácter despótico y sanguinario de su régimen.

     En cuanto a Canstatt, los ingleses lo consideraron súbdito británico, exigieron que fuera puesto en libertad e indemnizado. Mientras se discutía, estalló la guerra entre la Confederación y la segregada provincia de Buenos Aires. Para sacar el cuerpo a una alianza militar con Urquiza, y acaso también porque detestaba la guerra y la consideraba una idiotez, don Carlos envió a su hijo, el general y la consideraba una idiotez, don Carlos envió a su hijo, el general Francisco Solano López, como mediador. La actuación de este fue brillante. Se hizo la paz y se pactó la unidad de la Argentina. El general López fue despedido en el puerto de Buenos Aires por una multitud agradecida que le vitoreaba jubilosa. Era demasiado el prestigio, la autoridad política y moral ganada en tan poco tiempo por los gobernantes de la república mediterránea como para ser tolerado por quienes estaban empeñados en su derrocamiento en nombre de la civilización y del libre comercio. Apenas zarpó la cañonera «Tacuary», que conducía al joven López, fue atacada por dos buques de guerra ingleses, que estaban surtos en el mismo puerto, en apoyo de las demandas de su gobierno en el caso Canstatt. El «Tacuary» tuvo que regresar al muelle porque los maquinistas británicos de la tripulación se negaron a combatir contra su bandera. El gobierno de Buenos Aires declaró que nada tenía que ver con el pleito y ni siquiera protestó por el atentado que se perpetró en sus aguas, a la vista de su población, contra el hombre al que consideraba su salvador. Por consejo de Samuel Ward, y para no complicar aún más las cosas, el viejo López puso en libertad al frustrado «tiranicida» y le pagó la indemnización exigida por sus flamantes compatriotas ingleses. No se daba tregua al Paraguay.

     Veamos cómo el viejo López se las arregló para salir de semejantes enredos.

     Cuando el general Urquiza llegó sorpresivamente al Paraguay para ofrecer su mediación, el presidente llamó a su presencia a don Carlos Saguier.

     -¿No sabe usted lo que pasa? -le preguntó.

     -No, señor, no sé nada.

     -¿Cómo es posible que usted no lo sepa, tratándose de algo tan importante?

     -Aseguro a V. E. que no tengo la menor noticia de lo que se trata.

     -Pues entonces debe saber usted que está aquí el presidente de la Confederación Argentina.

     -No lo sabía.

     -Hay que alojarlo convenientemente y he pensado que no hay otra casa mejor que la de usted.

     -Pero V. E. sabe que está llena de mercaderías.

     -Para mañana a la mañana debe estar desocupada.

     -¿Y cómo es posible, aunque se trabaje toda la noche?

     -Irá enseguida un batallón para proceder al traslado de todas las existencias.


 

     No había nada que replicar. Al día siguiente la casa estaba completamente despejada de mercaderías, mostradores y cuanto trasto comercial había, y preparada para residencia de la embajada argentina.

     A los pocos días llegaba también la misión norteamericana. El mismo señor Saguier fue encargado de atenderla, recibiendo para el efecto recomendaciones especiales. Debía averiguar las intenciones y el objetivo verdadero de los expedicionarios. Se le autorizó a gastar todo el dinero que fuera necesario en agasajos y obsequios para lograr dicho propósito.

     Don Carlos Saguier, que era tan astuto como su tocayo el presidente, convocó a lo más granado de la alegre muchachada asuncena. Movilizó a las más bellas y seductoras kygua-verá. Les encomendó la misión patriótica de desarmar a los gringos.

     Las kygua-verá -peines brillantes-, así llamadas por el peinetón de oro y engarce de corales con que se sujetaban los cabellos, eran mujeres libres si las hay. Se dedicaban al comercio al menudeo en el mercado y las calles de Asunción. Eran también lavanderas, chiperas, dulceras, cigarreras, cosedoras, canasteras, sombrereras. Dice de ellas un viajero que andaban con su tesoro a cuestas; los dedos cubiertos de anillos de ramales y carretón, aros de brillantes, rosarios y collares colgándoles del cuello. Vestían limpísimos y tentadores typoi acamapanados sobre enaguas almidonadas; cubrían sus hombros con mantillas bordadas multicolores y andaban descalzas. Consumadas bailarinas, hacían las delicias de las fiestas populares. Elegían compañero a su gusto y voluntad, sin cuidarse de retenerlos más allá del amor y del placer, porque se bastaban y sobraban para criar a sus hijos en espléndido y digno matriarcado. Cumplieron tan bien su cometido, que podría decirse que fueron ellas las que rechazaron a la flota norteamericana.

     Fue así como don Carlos no tardó en enterarse de que el comisionado Bowlin no procedería manu militari como había hecho él con la casa para alojamiento del mediador argentino, sino que trataría de arreglar las cuestiones pendientes dentro de la equidad. Supo que los oficiales del «Fulton» miraban con gran respeto la fortaleza de Humaitá. Esto le sirvió para orientar las negociaciones, y aun en las incidencias de las tratativas, en que llegó a haber momentos de gran tirantez. Conoció los puntos flacos y un elemento clave que podía ser sobornado: Samuel Ward, el secretario del juez Bowlin. Pero, como en materia de sobornos podría estar siempre en desventaja, habida cuenta de la presencia en la bahía de la cañora «Araguay», decidió que era preciso apelar al mismo tiempo al instinto de justicia que alienta hasta en el hombre más empedernido.

     Los servicios de Sam Ward no terminaron en Asunción. Continúan hasta que se pronuncia el fallo arbitral, y más allá. Se conserva en el Archivo Nacional la correspondencia secreta entre Nicolás Pérez (Carlos Antonio López) y Pedro Fernández (Samuel Ward). Carlos Antonio López es un hombre adusto y poco inclinado a niñerías; Nicolás Pérez usa en sus cartas un tono afectuoso, se extiende en comentarios y hasta hace confidencias y da consejos paternales. Don Carlos Antonio López es un escritor claro y preciso; Nicolás Pérez es un maestro del circunloquio y las paráfrasis, más no del eufemismo. Hay párrafos de antología:

     «Diga lo que quiera el desertor infame y sucio perro y por lo menos que me sea agradable esa elección, que no me alcanzará a conseguir de la política reconciliada, y del tenor claro e intergiversable del documento relativo, hallará la cortesía y consideración que V. me recomienda».

     Pedro Fernández le cuenta lo que pasa en la flota norteamericana, anclada en Buenos Aires, ya en viaje de regreso a los Estados Unidos:

     «Las cuentas de la Compa. son frecuentemente discutidas por el Sr. B. (el juez Bowlin) con los oficiales de la Escuadra. Todos son hoy contra la Compa. que miran haberse conducido con el embuste más inescrupuloso. La misma idea ha penetrado en todas las tripulaciones (es decir, la de los barcos que no llegaron a Asunción)... Los oficiales dan una gran comida aquí al Comdo. (Comisionado Bowlin) y al comodoro para festejar la paz con el Paraguay. Es decir, que todos van a comprometerse (¿juramentarse? El español de Pedro Fernández suele tener lagunas) desde el jueves, día de la dicha comida, a defender al Gobno. del Paraguay contra la Compa».

     También le pone al tanto de las conspiraciones que se traman en Buenos Aires contra Nicolás Pérez. Este no les da importancia:

     «No dude que nada se me oculta de las que dicho infame perro (Hopkins) llama maniobras de asesinato, ni de lo que allí pasa de masónico, no sólo en ese grupo de canallas, sino en el mismo Círculo Dulcamara...»

     Edward A. Hopkins se encuentra en una situación económica desesperada, y desairada ante sus socios de la United State and Paraguay Navigation Company. Pedro Fernández informa:

     «Dijo ayer por la tarde el Comisionado: "En su indigencia actual sería muy fácil al. Sr. Presidente el comprarle al hombre funesto muy barato hoy"».

     Carlos Antonio López rompe la cáscara de Nicolás Pérez y responde:

     «...yo quedaría infamado con la procura de semejantes medios, demasiado contrarios a mi honor, y a la brillante causa que defiendo».

     Pedro Fernández propone:

     «Me parece que no sería mala política el tocar tentando al Cónsul (norteamericano en Buenos Aires, amigo del «hombre funesto» Hopkins) actual aquí. Es hombre de bastantes vicios, pero todos de caballero. Tiene locura de mujeres. Es gastador. Tiene gustos de grand seigneur, debe mucha plata y de un mes a otro va a fracasar (quebrar)».

     Nicolás Pérez contesta:

     «No hallo conveniencia ni decencia en la propuesta compra del actual C. de la ciudad que usted me escribió».

     Pedro Fernández aconseja sobre el asunto Canstatt, el frustrado «tiranicida» preso en Asunción:

     «Sin aventurarme a dar consejos al Sabio, me sea permitido expresar la esperanza de que no castigará a "Constand". Cualquier pendencia con Inglaterra me parece una política dudosa en este momento».

     De regreso en los Estados Unidos Pedro Fernández continúa su trabajo, y no precisamente en los bajos niveles:

     «Por el vapor que sale de Soustamptom, Inglaterra, el 5 de julio, le llegarán los documentos sacados y copiados del Departamento de Estado».

     El abogado que asesorará a José Berges, representante paraguayo en el Tribunal Arbitral, es J. Mandeville Carlisle, recomendado nada menos que por el comodoro William Branfort Shubrik, y amigo íntimo del juez Bowlin. Por su parte, Pedro Fernández ha conseguido colarse como secretario del Tribunal, o, como él dice «Tercero en discordia». Pero Nicolás Pérez ve muy lejos:

     «Me parece muy bien el nombramiento que le han propuesto, y que usted ha contestado que no podría rehusar un empleo tan honorable; pero media el grave riesgo de que lleguen a penetrar nuestra correspondencia y quieran tomar por motivo de nulidad de la solución que Ud. llegara a dar».

     El tono general de esta correspondencia hace pensar que don Carlos le estaba agradecido a Samuel Ward, y que ambos hombres llegaron a cobrarse mutuo afecto. El presidente paraguayo trata al abogado neoyorquino como a un amigo, y no como al que parece haber sido: un pillo, un mercenario y un traidor.

     El concienzudo historiador Pablo Max Ynsfrán, que dedicó dos gruesos volúmenes al estudio del diferendo con los Estados Unidos, demuestra que la Compañía trató, sin éxito, de sobornar a Samuel Ward.


 

     Los temores del viejo López no andaban descaminados. Terminada la guerra del Paraguay, la United State and Paraguay Navigation Company renovó, en 1872, sus instancias ante el gobierno norteamericano, alegando cabalmente la nulidad del fallo dado a favor del Paraguay, exponiendo «Que un oficial de la comisión fue sobornado por el gobierno paraguayo para defraudar a los reclamantes de los Estados Unidos, como puede ser demostrado por testimonios salidos a luz desde entonces».

     Edward A. Hopkins regresó a Asunción en los furgones del ejército invasor. Presentó sus reclamaciones en la ciudad desierta, saqueada, devastada. Dieciocho años después seguía insistiendo, arruinado, envejecido, obsesionado y enfermo.

     En una de sus respuestas al agente diplomático de los Estados Unidos John E. Bacon, el canciller paraguayo José Segundo Decoud, pariente de los malogrados «tiranicidas» Gregorio y Teodoro, y patricida él mismo, dice:

     «La Legación a su cargo está en el caso de demandar las explicaciones convenientes en la íntima seguridad de que mi gobierno (del general Bernardino Caballero, héroe de la Guerra Grande) no rehusará a darlas en los términos más satisfactorios y categóricos al ilustrado gobierno de los Estados Unidos, mucho más cuando ha reprobado siempre los actos personales y tiránicos de la administración de los López bajo el régimen de despotismo que perpetuaron desgraciadamente en este país contra la voluntad del pueblo paraguayo».

     Después de varios cambios de notas se firmó finalmente un nuevo protocolo el 21 de mayo de 1888, poniendo definitivo término a esta vieja, accidentada e histórica cuestión, que vino a concluir así a treinta y cuatro años de iniciada con el planazo del soldado de caballería Silvero, y que por sus proporciones fue todo un gran acontecimiento mundial de la época.

     Edward A. Hopkins suspiró aliviado sobre la inmensa tumba de un millón de muertos. Le habían dado una parcela donde morir en paz.


 

- XVI -


     José Berges, ministro de relaciones exteriores del Mariscal López, escribe a Cándido Bareiro, quien debía cumplir una misión diplomática en los Estados Unidos, refiriéndose a Samuel Ward:

     «No le recomiendo el trato con ese individuo que usted bien conoce. Pero sí le encargo que si se encuentra en un negocio grande y difícil, recurra a él; es hombre de mucha iniciativa, especulador y no hay nada que lo arredre».

     En otros términos, un sinvergüenza cuyo trato debía evitarse en lo posible, pero al que se podía recurrir en casos de extrema necesidad. Allá fueron el mayor James Manlove y el capitán Erwin Kirkland, para que Samuel Ward les dijera cómo hacer para conseguir patente de corso del gobierno paraguayo.

     Decía el Dr. Faustino Benítez:

     -Don Gregorio Benites, el diplomático que tan digna y abnegadamente representó a nuestro país en tiempos de la Guerra Grande, conoció de cerca a Sam Ward. Decía de él que no se dejaría cortar la cabeza por menos de un millón de dólares, pero que sin embargo conservaba en el tercer piso de un sórdido edificio de Manhattan la estrecha y polvorienta oficina en que iniciara sus actividades profesionales, y que parecía hecha a propósito para despachar negocios turbios.

     Samuel Ward parecía un búho. La pelambre grisácea de su barba redonda le empezaba en los pómulos. Tenía los ojos grandes, inyectados, legañosos; la nariz afilada y ganchuda, amoratada y negra. Llevaba quevedos siempre empañados, que limpiaba a cada rato usando una franela amarilla con movimientos automáticos de sus manos velludas, en tanto miraba fijamente a su interlocutor.

     -A pesar de su aspecto poco tranquilizador -proseguía el Dr. Benítez-, recordaba don Gregorio que al tratarlo Sam Ward resultaba un sujeto atrayente y persuasivo en grado sumo. Parecía tener gran fuerza física y era todo un carácter. Puesto ante sus visitantes, se diría que el corsario era él. Se figuraba don Gregorio a Sam Ward escuchando atentamente y haciendo luego un buen número de preguntas indiscretas, que el capitán Kirkland trataría de eludir y que el mayor Manlove respondería con ingenua franqueza. Pero, no son estas más que conjeturas. Lo cierto es que cuando el abogado neoyorquino se hubo enterado de la naturaleza del caso sometido a su consideración, se expidió con el tenor siguiente:

     -En efecto, como bien saben ustedes, el Paraguay no es signatario de la convención internacional que suprime la guerra de corso. Está legalmente facultado a otorgar patentes según su arbitrio y conveniencia. Si tal derecho fuera cuestionado ante un tribunal podría enervarse el proceso hasta la terminación de la guerra, y mucho más. Con el mismo criterio, la flota de alguna potencia neutral que creyera amenazados sus intereses, podría mandarlos a ustedes a pique sin más trámites, para luego ventilar el caso ante la justicia. Les garantizo un fallo que podría serviles de responso. Sin embargo, dado el universal descrédito en que han caído los aliados, y si se cuenta con respaldos políticos de potencias interesantes, sería más engorroso atacarles a ustedes si, además de la patente de corso, obtuvieran la ciudadanía paraguaya y la facultad de otorgarla a los miembros de la tripulación de los navíos corsarios. A nadie puede impedírsele, ni legal ni moralmente, que luche por su patria. Los gobiernos neutrales se verían obligados a aplicar a los buques de bandera paraguaya el mismo estatuto que a las de sus enemigos; o romper la neutralidad y declarar la guerra al Paraguay. Si se diera este caso, que estimo improbable, surgirían complicaciones internacionales realmente espectaculares.

     El capitán Kirkland y el mayor Manlove cambiaron una mirada de asombro. La desfavorable impresión que al principio les causara Samuel Ward había sido borrada por completo.

     -Ha sido usted muy claro, y se lo agradecemos -dijo el capitán Kirkland-. Sólo falta saber cómo obtendríamos la patente de corso y la ciudadanía paraguaya.

     -¡Ah, ese es un grave problema! En principio habría que trasladarse a Asunción y tratar directamente con el gobierno paraguayo, cosa harto difícil, sino imposible, debido al bloqueo.

     El capitán Kirkland se dio cuenta de que Samuel Ward tenía un «as» escondido en la manga. Fingió no haberlo advertido para que no lo jugase con excesiva ventaja.

     -Desde luego -dijo, sacando la pipa del bolsillo y poniéndose a cargarla tranquilamente-; desde luego estamos al tanto de las dificultades. Hemos previsto los medios para que uno de nosotros pueda llegar al Paraguay a pesar del bloqueo.

     Samuel Ward ocultó los ojos detrás de los quevedos y aguardó sin decir nada. Kirkland encendió la pipa y la hizo humear en silencio. Manlove se agitó nervioso en su asiento. Pasaron varios minutos.

     -El motivo principal de nuestra visita -dijo finalmente el capitán Kirkland-, ha sido preguntarle si conoce medios más rápidos y directos, aunque igualmente válidos, desde el punto de vista legal, para obtener la documentación.

     Samuel Ward soltó una risa aspirada que descubrió dientecillos apretados y negros.

     -¡Comprendo, comprendo! Y han hecho muy bien en consultarme porque en efecto conozco esos medios -dijo, y les quedó mirando fijamente, mientras de nuevo limpiaba los vidrios de sus anteojos.

     -¿Cuánto? -preguntó el capitán Kirkland con cierta irritación.

     -Digamos que diez mil dólares para empezar, más los gastos consiguientes, que pueden ser considerables dado que me haría cargo de la tramitación de los documentos. Además quiero un contrato para la asesoría legal de la empresa.

     El capitán Kirkland de nuevo se tomó su tiempo para contestar.

     -En lo primero, no estoy autorizado a pagarle más de 1000 dólares, que estimo son honorarios más que satisfactorios por evacuar una consulta. En lo segundo, no está en mis manos decidir, aunque sí puedo prometerle que le recomendaré de muy buen grado.

     Samuel Ward hizo una mueca, se encogió de hombros, dejó a un lado los quevedos, y, apoyando ambas manos sobre el escritorio como si de pronto hubiese decidido poner todas las cartas sobre la mesa, dijo con una franqueza que desconcertó a sus interlocutores:

     -Comprendan que no se trata de un caso corriente. Lo que ustedes se proponen tiene un alcance extraordinario. Podría torcer el curso de la historia, alterar el equilibrio de fuerzas en el mundo. Y además, pero sólo por añadidura, salvar de una segura destrucción a una altiva república que conozco muy bien y que me inspira el más profundo respeto. Tuve ocasión de ayudarla en un trance que, sin mi intervención, acaso pudo haber sido tan apurado como este. La casualidad quiere poner una vez más en mis manos la llave de su destino. Pido diez mil dólares por esa llave, y la posibilidad de usarla de modo que abra puertas. ¿Les parece demasiado?

     -Ha oído usted mi última palabra -respondió caprichosamente el capitán Kirkland- no soporto el chantaje.

     -¡Ah, es lo que piensa usted, mi pobre amigo! En tal caso, permítame servirles gratis. El Paraguay se ha precipitado a una gran guerra contando solamente con un diplomático acreditado en el extranjero. Lo conozco. Se llama Cándido Bareiro y es Encargado de Negocios para Europa y los Estados Unidos. Ahora se encuentra en París, en la Legación paraguaya. Vayan a verlo. Tiene amplios poderes para decidir en este caso. Puede darles, si lo desea, las patentes de corso y otorgales la ciudadanía paraguaya.

     -No entiendo por qué hace esto -dijo el capitán Kirkland.

     -No es necesario que lo entienda. Ahora, si me lo permiten, tengo otros asuntos que atender.

     Bajaron las escaleras en silencio. Al salir a la calle, el capitán Kirkland soltó una palabrota.

     -¡He olvidado mi pipa!

     El mayor Manlove rompió a reír.

     -¿Eso qué importa? Hemos resuelto el problema sin que nos costara un centavo. Ese tipo está loco. Vamos a celebrarlo.

     -¡Vete al diablo! -gruñó el capitán Kirkland-, creo que hemos cometido un grave error.


 

     -Los consejos de Samuel Ward fueron seguidos -continuó el Dr. Benítez-. El mayor James Manlove, el capitán Erwin W. Kirkland y cuatro futuros comandantes de naves corsarias se embarcaron para Europa. Al día siguiente de llegar a París se presentaron en la Legación Paraguaya. Como se sabe, Cándido Bareiro nada resolvió.

     En este punto, el anciano profesor solía detenerse, suspirando.

     -Sam Ward hubiese encontrado el modo de convencer a Cándido Bareiro. Pero ni Manlove ni Kirkland estaban a la altura de la misión que se habían impuesto. Era un par de aventureros. Por eso no comprendieron a Sam Ward, el abogado sinvergüenza que no era comprendido por nadie, pues cuantos utilizaban sus servicios le pagaron con dinero y con desprecio. Salvo don Carlos Antonio López, que le supo respetar y estimar, y le ganó para su causa.

     Don Faustino Benítez hacía esfuerzos penosos para que no se esfumaran las ideas de su cerebro envejecido:

     -Es dable suponer que si en la Legación paraguaya hubiera habido, en vez de un Cándido Bareiro, un hombre de visiones amplias, capaz de percibir las corrientes centrales de su tiempo, de asumir responsabilidades y tomar decisiones audaces, se hubiese desencadenado uno de los procesos más espectaculares de la Historia. Pero solemos exigir demasiado a nuestros semejantes, olvidando que es la Historia la que forma y elige a sus protagonistas. Sam Ward, que adivinó la transcendencia colosal que podría tener la aventura, desistió de intervenir en ella por causa de la necedad impertinente de un marinero. Se había perdido el respeto a sí mismo; a la noble ambición de participar activamente en un gran drama. La vida había hecho de él un abogado artero y sin escrúpulos. Sólo sabía obrar por mandato, en las buenas y en las malas causas.

     Al llegar aquí el historiador se preguntaba:

     -¿Fue un traidor Cándido Bareiro? Mucho se ha escrito al respecto. No es lo más importante; es una simplificación. Es excesivo echar sobre sus hombros la tremenda culpa de haber dejado escapar la única posibilidad de salvar a su patria. En el carácter de Bareiro se expresa la profunda naturaleza de las cosas. Fue miope porque el Paraguay era corto de vista después de tres siglos de vivir sin horizontes. Pero, también es dable preguntar si la personalidad de Cándido Bareiro era representativa de la de sus compatriotas. Sin duda, pero sólo en parte. En la misma Legación estaban el capitán Gregorio Benites, un hombre limitado, acaso de pocas luces, pero de férreo carácter, incorruptible integridad y apasionado patriotismo. Y el joven estudiante Juan Bautista del Valle, que no vaciló en dejar París y regresar al Paraguay con un mensaje para el Mariscal López. Cumplió su misión venciendo todos los obstáculos, y se incorporó al día siguiente de llegar a destino a un batallón de infantería. Ellos, con la claridad de sus conciencias limpias comprendieron de inmediato la importancia del proyecto de los aventureros sudistas. Si hubiera estado en sus manos decidir, lo hubieran hecho con acierto. Sobre hombres, mujeres y niños de la garra y la estirpe de Gregorio Benites y Juan Bautista del Valle se desencadenaron las furias del infierno. Supieron enfrentarlas con heroísmo insuperable.

     Don Faustino Benítez buscaba afanosamente las palabras:

     -Se ha dicho que si la casualidad no interviniera en la Historia, esta sería una cosa muy mística. Pero hasta el azar tiene sus leyes. Ni una vez la suerte favoreció a los paraguayos. No es de extrañar que en los Estados Unidos, en el caótico desborde de las aguas que sigue a un diluvio, James Manlove concibiera un proyecto delirante, y que este fuese adoptado por personas cuerdas. Fue un instante fugaz, irrepetible. Una oportunidad que al no ser aprovechada en su momento, se perdió. Las aguas volvieron por sus viejos cauces o se deslizaron por otros nuevos que se habían abierto. Ninguno pasó cerca de nuestro infortunado país. Sus enemigos se arrojaron contra él con todos los recursos de la época, de los que disponían a discreción. El Paraguay, que se había criado a sí mismo ensimismado y solitario, inmerso en su propio tiempo, se enfrentó completamente solo a la Triple Alianza y al mundo. En la Guerra Grande hasta Dios peleó contra los paraguayos.

*   *   *

     Intuyendo que de Cándido Bareiro no se podía esperar nada concreto, el mayor James Manlove decidió viajar inmediatamente al Paraguay para entrevistarse con el Mariscal López. Eligió para hacerlo el camino más directo, que era también el más difícil. Debía cruzar el océano, desembarcar en Buenos Aires, remontar mil quilómetros el río Paraná, lograr que los aliados le permitiesen llegar hasta el frente de operaciones, cruzar las líneas de un poderoso ejército y persuadir a los paraguayos de que no es un loco, un espía o un charlatán. Sea con la esperanza de que consiguiera la patente de corso, sea para librarse de un oficial de caballería que no cesaba de repartir sablazos, el capitán Erwin Kirkland le adelantó el dinero para el viaje y James Manlove dio comienzo a su fantástica aventura.

     Gregorio Benites se entrevistó varias veces con los marinos que quedaron en París. Buscó con ellos la manera de superar inconvenientes y llevar a cabo la empresa. Parecían los más indicados para hacerlo. Eran profesionales, contaban con relaciones y recursos suficientes. Pero, uno tras otro, por uno u otro motivo personal muy atendible, tomó su propio camino y se perdió en la multitud. Salvo el capitán Kirkland, de quien sabremos algo más, sus figuras pasaron innominadas por la Historia como sombras chinescas. Cuando Manlove se hubo ido les faltó la Locura.



SEGUNDA PARTE





                    

¡Nuestro Padre Ñamandú Verdadero, el Primero!

          


Por tu inmensa morada terrenal ya otra vez, en verdad,



tus hijos, los Ñamandú Rekoé, se levantan



al mismo tiempo que tu reflejo, el sol.



Clamor de los mby'a guaraníes




- I -

     James Manlove llegó a Buenos Aires en los primeros días del mes de junio de 1866. Lo primero que hizo fue visitar a Charles A. Washburn, ministro residente de los Estados Unidos en el Paraguay, para quien traía cartas de presentación.

     Mr. Washburn recibió cordialmente a su compatriota. Era un hombre de unos cuarenta años, de mediana estatura, sólido, de ademanes enérgicos, autoritario. Si bien sus rasgos eran regulares, la melena y la poblada barba negra le daban el aspecto de un troglodita. Hablaba con voz tonante. Estaba furioso contra los aliados. Desde hacía meses le tenían demorado en la capital argentina sin permitirle continuar viaje hasta Asunción.

     Le contó a Manlove que había protestado por lo que consideraba un desconocimiento de sus prerrogativas diplomáticas y una ofensa inferida a su gobierno. Le contestaron que la medida había sido tomada porque el enemigo se había valido de los buques de guerra italianos y franceses, autorizados a llegar hasta los puertos paraguayos, para burlar el bloqueo y enviar comunicaciones al exterior.

     Mr. Washburn solicitó entonces que le permitiesen trasladarse al frente de operaciones y cruzar las líneas bajo bandera de parlamento. El general Bartolomé Mitre, presidente de la República Argentina y comandante en jefe de los ejércitos de la Triple Alianza, era partidario de ceder, pero la cancillería brasileña y el almirante Tamandaré, jefe de la Flota Imperial del Brasil, se mantenían tozudamente en la negativa.

     La prensa norteamericana reaccionaba con indignación. Las relaciones de los aliados con el gobierno de los Estados Unidos sufrían un deterioro próximo a la ruptura. Los periódicos de Buenos Aires no alcanzaban a explicarse los motivos de una medida que consideraban caprichosa, inoportuna, peligrosa e impolítica.

     Mr. Washburn esperaba de un momento a otro la llegada de una cañonera que debía enviarle el almirante Gordon desde Río de Janeiro para forzar el bloqueo. No ocultó las dudas que le inspiraban las demoras del almirante Gordon. Los marinos, siempre dispuestos a llevarse todo por delante, en este caso se mostraban sospechosamente remisos, hasta el extremo de desoír reiteradas exhortaciones del Departamento de Estado, para hacer respetar los derechos y el honor de los Estados Unidos de América. Mr. Washburn ya había elevado sus quejas por las demoras de la Marina. El almirante Gordon no podría seguir excusándose de cumplir las instrucciones que había recibido sin poner de manifiesto que estaba sobornado por los brasileños.

     Mr. Washburn aprovechó la visita de Manlove para expresar su simpatía por los valientes paraguayos y despotricar a sus anchas contra los cobardes brasileños. En cuanto tuviera un barco a su disposición, llevaría consigo a Manlove, satisfaciendo así el deseo que este expresara de observar la guerra desde el lado paraguayo. Le presentaría a su dilecto amigo el Mariscal Francisco Solano López, y a la admirable Madame Lynch, que como Aspasia de Mileto daba inspiración y aliento al Pericles sudamericano.

     Mr. Washburn le confió que era escritor. Estaba preparando una monumental «Historia del Paraguay», de cuyo glorioso desenlace en esta guerra esperaba ser testigo, y acaso protagonista. Todo esto, claro está, lo dijo el ministro entre copiosos tragos de whisky.

     Hay genios que necesitan a su lado un talento moderador. No en balde el honorable Jeremías Kirkland había vedado a los futuros corsarios la frecuentación de «El Gato Verde». Manlove bebió de más y se le soltó la lengua.

     El humor de Mr. Washburn experimentó un cambio completo.

     -Ha hecho usted mal en explayarse -dijo-. Comprenderá que como representante de un gobierno neutral no puedo ayudarle.

     Es lo que cuenta Charles A. Washburn en la «Historia del Paraguay», que incluye sus «Memorias», y que, como anunciara, finalmente escribió. Manlove lo matiza en una carta de la que se hablará en su momento.

     Parece que Mr. Washburn, a quien las instrucciones reservadas de su gobierno, sus personales intereses y simpatías le inclinaban por entonces a favor de los paraguayos, hubiera deseado ayudar a su compatriota para que cumpliese su cometido de entrevistarse con López y conseguir la patente de corso. Pero ya tiene demasiados problemas para arriesgarse a hacer algo ilegal a favor de un desconocido, de cuya discreción no puede estar seguro. Si un ministro norteamericano aparecía implicado en un proyecto de corsarios se produciría un mayúsculo escándalo internacional. Washington se lavaría las manos y sería el fin de la carrera diplomática de Mr. Washburn.

     Pero tampoco le conviene desentenderse de Manlove, con desaire de quienes le recomiendan. Le consigue alojamiento decoroso y le presenta en la alta sociedad porteña. Lo hace con gusto: Manlove es un aristócrata excéntrico y encantador. Mr. Washburn, republicano abolicionista, siente debilidad por las personas de abolengo.

     El testarudo mayor no se ha dado por vencido. En tanto busca el modo de llegar al teatro de operaciones e intentar allí cruzar las líneas, desempeña a la perfección, en un ambiente agitado y novelero, el papel de desdichado héroe sudista, que viaja por el mundo para olvidar los horrores de la guerra civil. Esto no le impide decir, al mismo tiempo, que se propone observar en el terreno la guerra del Paraguay.

     Le invitan a fiestas y tertulias, a las redacciones de los diarios. Sabe tocar la guitarra y cantar viejas baladas irlandesas con voz extrañamente dulce y conmovedora. Las niñas languidecen de amor por aquel enorme animal que a los dos tragos se pone pendenciero. Las chismosas le atribuyen amoríos con una joven viuda de alto coturno. Debió causar viva impresión en quienes le conocieron, porque muchos años después le seguirían recordando en escritos que narran sus andanzas pintorescas.

     La guerra, que el general Mitre prometiera acabar en tres meses, ya dura un año y medio. Han muerto muchos jóvenes de familias distinguidas en las batallas de Corrales, Estero Bellaco y Tuyutí. Manlove, como católico que es, asiste a misas, novenas y oficios de difuntos. El diario «La América» fustiga al gobierno, exige la ruptura de la alianza con el Brasil y la paz con el Paraguay. «El Mosquito» satiriza a los jefes aliados. Desde el inicio de la invasión a territorio paraguayo, a pesar de tantas victorias proclamadas, no se ha avanzado diez millas. Se culpa de ello al almirante Tamandaré, que nada hace, salvo anunciar reiteradamente que descangalhara al enemigo.

     -No se anima siquiera a ponerse a tiro de los anticuados cañones de Humaitá -se quejan amargamente los porteños-. Tiene miedo de que los paraguayos le metan de nuevo bombas por los portalones de las casamatas de los acorazados, como hicieron en Paso de Patria.

     El fastidio era muy grande.

     La Guardia Nacional de Buenos Aires realiza ejercicios militares en Palermo, ante selecta concurrencia. Manlove asiste armado de un rifle y dos revólveres. Abate pájaros al vuelo. Sacando velozmente los revólveres descabeza sin apuntar a una docena de botellas puestas a treinta pasos. Dice que irá al Paraguay y pondrá fin a la guerra matando al Mariscal López. «La América», paraguayista, le trata de fanfarrón y aventurero. «El Mosquito» muestra un Manlove descomunal, tocado con un tricornio de papel, montado en un palo de escoba, disparando sus revólveres contra minúsculos paraguayos que huyen despavoridos. Detrás suyo corren alborozados el emperador Pedro II, el presidente Mitre y el uruguayo Flores, gritando: «¡EL ALIADO QUE FALTABA!». En un rincón del dibujo, el almirante Tamandaré, en trajecito de marinero y con barquitos de juguete, contempla la escena desde el río y exclama: «¡AGORA SÍ QUE VAMOS A GANAR A GUERRA!».

     Manlove consigue finalmente ser recibido por el general Mitre. Le ruega que le permita ir al frente y cruzar las líneas.

     -Son un viejo soldado -explica-, quiero observar la guerra desde el lado paraguayo, para ver cómo se defienden esos indios.

     Mitre escucha paciente y socarrón a aquel gringazo medio loco, en tanto rumia qué provecho podría sacar de él.

     -Mi querido amigo -responde-, no le puedo autorizar a cruzar las líneas, porque disgustaría a nuestros aliados brasileros. Pero, como dentro de unos días debo regresar al frente, tendré mucho gusto en llevarlo conmigo hasta Corrientes.

     Con su bohonomía característica, el astuto general porteño le acompaña hasta la puerta y le da afectuosas palmaditas en la espalda:

     -Considérese mi huésped; si precisa alguna cosa, hágamelo saber.



     Mitre cumple su promesa. Se embarcan en un transporte que lleva un abigarrado contingente de mercenarios europeos, italianos y franceses en su mayoría. Más que soldados parecen galeotes. En Rosario sube a bordo un centenar de «Voluntarios de la Patria», torvos paisanos reclutados en las provincias del interior. Vienen engrillados. Los únicos que llevan armas son los soldados negros y mulatos encargados de la custodia. Los manda un carilindo oficialillo porteño. Explicó a Manlove, en francés, por qué los voluntarios cargan grillos:

     -Al primer descuido, escapan. No quieren pelear contra los paraguayos, a los que consideran sus hermanos. Dicen que lo harían con gusto contra los brasileños; o contra nosotros, los porteños. Son peligrosos. Pueden pegarle a uno una puñalada, apoderarse de las armas y echarse al monte a formar montoneras.

     -¿Cómo pueden obligarles a combatir?

     -¡Bah!; cuando están en el baile, bailan, y saben hacerlo muy bien. A quienes llevamos de estorbo es a esos pobres gringos. Se vuelven locos de miedo cuando se enfrentan a los bárbaros.

     -¿Y los negros?

     -¡Ah, los morenos! Son los mejores soldados. Mueren como moscas. Se va a limpiar de ellos Buenos Aires.

     -¿Ha combatido usted?

     -Fui herido en Corrales, de bayoneta -respondió el valiente mozo, tocándose el costado izquierdo-. Los paraguayos no son gente, pelean como fieras. Donde comienza el guaraní termina la civilización. Es preciso matarlos en el vientre de sus madres.

     El joven oficial, que le hacía acordar a Manlove de los bravos y despiadados mozalbetes de Virginia, despreciaba también a sus compatriotas de las provincias interiores.

     -Son animales -afirmó, completamente convencido-, cuantos más mueran en esta guerra, tanto mejor, pues de otro modo tendremos que matarlos nosotros. Los más rebeldes son los entrerrianos. En dos ocasiones, en Basualdo y en Toledo, desertaron diez mil de la noche a la mañana. El general Urquiza fusiló a unos cuantos, pero no hubo nada que hacer. Otra vez, furioso, el general montó a caballo y con la punta de su lanza obligó a embarcarse en Paraná a un batallón de infantería que se negaba a hacerlo. Al llegar a Corrientes se escaparon todos, llevándose las armas. Ahora nos conformamos con que los entrerrianos se anden quietos, sin formar montoneras. Cuando acabe esta guerra les vamos a arreglar las cuentas. ¡Ya lo verá! Como dice don Marcos Paz, la patria y la bandera son para ellos cuentos tártaros.

     -¿Cómo se llama usted?

     -Domingo Fidel Sarmiento, para servirle.

     -¿Tiene algún parentesco con el ministro argentino en Washington?

     -Es mi padre.



     Al llegar a Corrientes, James Manlove escribió una larga carta a Erwin Kirkland, que continuaba en París. Le hizo un relato de sus peripecias y observaciones, y reiteró su decisión de pasar al Paraguay de un modo u otro, lo antes posible.



- II -

     La carta de James Manlove, fechada en Corrientes en julio de 1866, llegó a manos del destinatario. Dos años y medio después, el capitán Erwin Kirkland, quien reincorporado a la marina de guerra de su país, comandaba la cañonera «Wasp», que traía al Paraguay al general Martin Mc Mahon, ministro de los estados Unidos acreditado ante el Gobierno de López en reemplazo de Charles A. Washburn. Kirkland obsequió a Mc Mahon el original de la carta de Manlove.

     Basado en los informes de su antecesor, que había salido del Paraguay poco menos que como un prófugo de la justicia, y lanzando después terribles acusaciones contra López, proponiendo que fuera declarado enemigo del género humano, los sentimientos del nuevo ministro eran hostiles al Mariscal. Desembarcó en Angostura cuando se iniciaba la serie de batallas terribles que los brasileños llamarían la deçembrada, y asistió a su culminación en Itá Ibaté, como testigo de primera línea. Acompañó a los restos del ejército paraguayo en su trágica retirada a las Cordilleras, y residió hasta mediados del año siguiente en Piribebuy, capital provisional de la república.

     De regreso en los Estados Unidos, el general Martin Mc Mahon hizo, en una serie de artículos publicados en el «Harpers Monthly Magazine» de Nueva York, un vívido relato de sus experiencias. Alude en ellos a la carta de Manlove, sin mencionar al autor. Esta omisión viene a sumarse al silencio que cae sobre el nombre del aventurero norteamericano desde fines de 1868, como si a partir de ese momento cuantos le conocieron prefirieran olvidarlo.

     El Dr. Faustino Benítez fue embajador en Washington. Dedicó más tiempo a la biblioteca del Congreso que a la diplomacia. Decía que el texto completo de la referida carta de Manlove se halla inserto en el apéndice del libro de 1000 páginas que el general Mc Mahon anuncia en uno de los artículos publicados en la mencionada revista neoyorquina, y el cual permanece inédito hasta nuestros días.

     La carta es muy extensa. El Dr. Benítez sólo pudo copiar de ella largos párrafos, cuya traducción al español, hecha por él mismo, solía leer a sus amigos y discípulos. Revela que el autor poseía un espíritu alerta y penetrante, que pasó desapercibido para quienes solamente observaron aspectos externos y pintorescos de su personalidad.

     Como gustaban hacer los viajeros de la época que visitaban países exóticos, Manlove escribió sus impresiones de Buenos Aires. Describe la ciudad como una factoría de 200.000 habitantes, la mitad de los cuales son inmigrantes italianos y españoles. Existe un barrio de gente de color. Se ven negros que ofician de sirvientes en las casas de las familias acomodadas. Le han dicho que los pardos y morenos son excelentes soldados, cosa a la que se resiste a dar entero crédito.

     En el centro de la ciudad hay unas cuantas calles empedradas. Las demás son lodazales inmundos. Salvo unos pocos edificios públicos, algunas casas de comercio -muy bien surtidas-, y las mansiones señoriales, las viviendas son por lo general chatas, feas, de aspecto ruinoso, con huellas de la incuria y de la falta de aseo. Sin embargo, al igual que Nueva York, Buenos Aires es activa, ruidosa, cosmopolita, aunque conservando su espíritu aldeano, acaso por la proximidad de las pampas y la ausencia total de actividad fabril.

     Arriban continuamente a Buenos Aires lentas caravanas de descomunales carretas de ruedas enormes, tiradas por seis y hasta diez yuntas de bueyes, y conducidas por barbados individuos de aspecto salvaje. Muchas de ellas han hecho travesías de más de mil millas por inmensas llanuras desoladas, expuestas a los ataques de los indios, y de los montoneros alzados contra la guerra del Paraguay. Acampan en una gran plaza, en pleno centro. Descargan y emprenden la marcha de regreso, que puede durar meses, a las provincias interiores, cargadas hasta el tope de productos industriales importados de Inglaterra. Algunas llegarán hasta la precordillera de los Andes; otras, hasta el altiplano de Bolivia.

     Buenos Aires es la ciudad más populosa del país, y su único puerto de ultramar. Concentra el comercio exterior y acapara los derechos de aduana. El dicho puerto no merece el nombre de tal. Apenas tiene un desembarcadero de unas trescientas yardas que se interna en las aguas de río, tan ancho que no se divisa la ribera opuesta. Está expuesto a todos los vientos, sus canales de acceso son estrechos, cambiantes y peligrosos. En él fondean, sin embargo, centenares de navíos de todas las banderas.

     Manlove se interesó por la historia de Buenos Aires y se explayó acerca de ella en la carta a su amigo Kirkland:

     Fue, bajo el dominio de España, capital de un virreinato que abarcaba las actuales repúblicas de Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia. Rechazó dos invasiones inglesas; pero los ingleses, desde entonces establecieron sólidos y duraderos vínculos comerciales con la ciudad, y, a través de ella, con todo el país.

     Buenos Aires inició y encabezó la lucha por la independencia. Se convirtió en una ciudad Estado. Organizó y dirigió ejércitos que cruzaron los Andes, liberaron Chile y llegaron por mar hasta el Perú. Venció por mar y tierra al Brasil. Enfrentó sin arredrarse intervenciones conjuntas de Francia e Inglaterra. Puso sitio durante diez años a Montevideo, cuyo puerto es su único rival posible. Libra una interminable guerra con los indios de las pampas, numerosos, aguerridos y conducidos por caciques que son grandes estrategas, que suelen derrotar en batallas campales a los más renombrados generales porteños. Y otra guerra, intermitente, con las provincias del interior, feudo de caudillos pastores. Hubo un momento en que, cuando le fue transitoriamente imposible ejercer la hegemonía a la que se cree predestinada, se separó del resto del país hasta que nuevamente pudo ponerse a su cabeza; o montarse sobre sus espaldas, según cómo se miren las cosas, dice Manlove.

     Buenos Aires se precia de ser ventana al mundo, puerta de entrada de la civilización europea hacia las pampas bárbaras. Sus enemigos la llaman la «Cartago de América».

     Le han dicho a Manlove que el porteño desprecia al provinciano, quien por su parte le odia cordialmente; pero, ambos comprenden que no pueden vivir el uno sin el otro. El carácter del porteño es ágil, avisado, burlón, raras veces mezquino y nunca timorato. El provinciano es taimado, astuto, socarrón. El país ha producido desde su independencia sucesivas promociones de hombres enérgicos, inteligentes y valerosos: gauchos -pastores seminómadas que habitan las pampas-, con un ligero barniz de cultura europea. Los políticos disputan apasionada y deportivamente entre sí con la palabra, la pluma y la lanza, armas estas que los argentinos manejan con insuperable destreza. Sobre todo la primera. Decenas de periódicos polemizan con estupendo desenfado, sin detenerse en el insulto, la calumnia, la burla sangrienta.

     Manlove cree que los porteños practican la libertad no en mérito de sus inestables instituciones, sino de su propio coraje.

     Después de estas generalidades introductorias, Manlove entra de lleno en el tema que más le interesa: la guerra del Paraguay.

     Cuenta que cuando arribó a Buenos Aires estaban llegando las primeras noticias de una gran batalla librada el 24 de mayo. Los paraguayos, en número estimado en 20.000, atacaron el campamento de Tuyutí, defendido por 50.000 soldados de la Alianza. Fue un combate terrible de asaltos a la bayoneta y cargas de caballería sobre trincheras erizadas de cañones. La carnicería fue tremenda. No se hablaba de otra cosa.

     La versión oficial era que el enemigo había sido totalmente aniquilado. Sin embargo, pudo retirarse en orden, llevándose sus heridos; menos trescientos, que fueron hechos prisioneros. Entre estos había solamente unos cuantos hombres sanos, cuya fotografía reproducían los periódicos como si se tratase de una rara especie animal.

     Todos coincidían en destacar el formidable empuje del soldado paraguayo. Sus compatriotas emigrados lo atribuían al régimen de terror al que estaban sometidos, que les hacía temer más a López que al enemigo. También se afirmaba que combatían drogados con una mezcla de aguardiente de caña y pólvora; o que sus capellanes les decían que los caídos en combate resucitarían en Asunción.

     El viejo general José Tomás Guido, veterano de las guerras de la independencia, en las que, según le dijo a Manlove, habían participado miles de paraguayos, despreciaba como estúpidas patrañas aquellas afirmaciones:

     -Siempre han sido excelentes soldados, y como viven de lo suyo y son por eso verdaderamente libres, luchan como leones en defensa de sus hogares. Y a fe que saben lo que hacen. Si los brasileros vencen al Paraguay no dejarán piedra sobre piedra. Ya en 1829, Correa da Camara, plenipotenciario del Brasil ante el gobierno del Dictador Francia, dijo en un extenso informe, que tuve a la vista, que era preciso acabar con aquel coloso naciente, y que la única manera de lograrlo era ajustando una alianza con Buenos Aires. Los objetivos de esta guerra están claramente expuestos en el Tratado Secreto de la Triple Alianza, cuyo texto López hace aprender de memoria a sus conciudadanos.

     El mayor Manlove conoció al general Guido en una visita que hizo a la redacción del diario «La América», en compañía del poeta Carlos Guido y Spano, quien por su aspecto le recordaba a Walt Whitman. Describe al general Guido como a un hermoso anciano de maneras distinguidas y trato muy afable. Como Manlove conocía poco el español, el general tuvo la amabilidad de explicarle en un inglés clarísimo sus opiniones sobre la guerra del Paraguay.

     Los brasileños habían intentado intimidar a los paraguayos en 1855, enviando contra ellos a la Flota Imperial. La expedición acabó en el fiasco y el ridículo, lo que provocó un escándalo en la corte, el parlamento y la opinión pública del Brasil. Oleadas furiosas de indignación y de vergüenza exigían la inmediata reparación del honor descangalhado.

     -Pero, por fortuna para ellos, los brasileros tienen estadistas. Habían comprendido estos que con las solas fuerzas del Imperio sería imposible vencer a los paraguayos.

     A pesar del fracaso diplomático y militar, la expedición había sentado un precioso precedente: los buques de guerra brasileños pudieron atracar, reabastecerse, desembarcar marineros y soldados en puertos argentinos sin obstáculo ni oposición algunos, como si hicieran uso de un derecho. Desde ese momento, la estrategia de la cancillería brasileña de Itamaratí estuvo dirigida a transformar la condescedencia en alianza:

     -Yo era entonces ministro de relaciones exteriores del general Urquiza, presidente de la Confederación Argentina, con capital en Paraná. La provincia de Buenos Aires, que estaba segregada y tenía su propio gobierno, había dado muy buena acogida a la expedición naval brasilera. En Paraná los brasileros hicieron grandes esfuerzos para arrastrarnos a una guerra contra un vecino que era nuestro amigo y que no nos había agraviado en absoluto. El general Urquiza nunca dice que no de entrada; prefiere esperar que se desarrollen los asuntos, a ver si se le presenta la ocasión de sacar una tajada. Es hombre muy comerciante. Le dijo a los brasileros que para empezar a hablar de una posible alianza era preciso que previamente el Brasil reconociese la validez de las reclamaciones territoriales que la Argentina hacía al Paraguay. No aceptaron el trato. Estaban furiosos contra los paraguayos, pero no perdían de vista que sus rivales permanentes en esta parte de América somos los argentinos. Ahora mismo el Tratado de Alianza está siendo criticado en Río de Janeiro por las concesiones que hace a mi país, que son las mismas que en su momento reclamó el general Urquiza. Puede estar usted seguro, mi estimado mayor Manlove, que si se gana esta guerra no consentirán nuestros aliados brasileros que la Argentina recoja su parte del botín.

     Causó extrañeza a Manlove que el general Guido, antes que indignado, se mostrase divertido. Es que, como acotaba el Dr. Benítez, el viejo zorro las había pasado todas:

     -El general José Tomás Guido era un magnífico ejemplar del patriciado porteño. Cincuenta años atrás había acompañado al general San Martín en su gesta libertadora a Chile y al Perú, por las nevadas cumbres de la cordillera de los Andes y los infernales desiertos de Atacama. Fue uno de los apuestos oficiales «buenosaireños» que enloquecían a las limeñas encantadoras. Terminada la guerra de la independencia, participó en las guerras civiles y en la guerra contra el Brasil. Sirvió brillantemente a la endiablada diplomacia del «Restaurador de las Leyes» Juan Manuel de Rosas. Derrotado este por Urquiza, Guido pasó al servicio del vencedor. Vio nacer, crecer y derrumbarse Estados, gobiernos, hombres, en frenético caleidoscopio. La lengua viperina de Domingo Faustino Sarmiento dijo que Guido había llegado a general haciendo reverencias. Desde luego es un infundio dictado por pasiones políticas del momento. El general Guido pertenecía a la pléyade innumerable de personalidades extraordinarias que, durante el medio siglo que siguió a la independencia, produjeron las aldeas llamadas ciudades de Cuyo, del Tucumán, de las llanuras rioplatenses. Vivieron intensa, apasionadamente, tomando partido en todas las contiendas. Hoy, entreverados con la indiada, bebían sangre de potro; mañana champagne en las cortes europeas; estaban en su elemento en un palacio como debajo de una carreta. Generosos, corajudos, pícaros, maniobreros, con un corazón grande como sus montañas y abierto como sus pampas.

     -Pero los brasileros son previsores, astutos y cavilosos -prosiguió el general Guido-, y muy tenaces. Si no ganan, empatan, nunca pierden; saben esperar, no se impacientan; no persuaden, corrompen; no conquistan un corazón, lo compran; antes que pelear, hacen como los monos, amenazan, intimidan, y si esto no resulta, ponen violín en bolsa y esperan la ocasión para la puñalada trapera; prefieren meter un burro cargado de oro en una fortaleza que tomarla por asalto. Así avanzaron desde la línea de Tordesillas hasta la cordillera de los Andes; les sacaron un pedazo a todos sus vecinos, sin excepción, y jamás perdieron un palmo de terreno. Pero, como los paraguayos no se asustaban, ni se dejaban sobornar y se las arreglaban con sus propios burros, no hubo más remedio que pelear, y para eso procuraron comprometer a la Argentina.

     El general Guido, muy contento de tener un interlocutor que no podía darse a la fuga como los redactores de «La América» -que sostenía de su peculio-, se extendió en antecedentes que, como suponía, el norteamericano ignoraba por completo:

     -El proceso que condujo a la guerra del Paraguay es una obra maestra de diplomacia diabólica, ejecutada pacientemente, paso a paso, a lo largo de una década, sin perder nunca de vista el objetivo: destruir al Paraguay. El gran error de López no fue tanto el haber precipitado la guerra como el haber creído que podría evitarla. Para hacerse invencible le hubieran bastado tres o cuatro buenos buques de guerra, 20.000 modernos rifles de fulminante y dos docenas de cañones capaces de perforar el blindaje de los acorazados brasileños. Prefirió invertir el dinero en otras cosas. Pudo haber conseguido un empréstito, pero estaba, como su padre, encaprichado con la idea de que para preservar la independencia de su país no debía endeudarlo en absoluto. En consecuencia, nadie, salvo los propios paraguayos, tiene intereses que defender en el Paraguay. Cuando quiso hacerlo ya era demasiado tarde. He oído decir que López debió haber esperado recibir los cuatro acorazados que mandó construir en Europa, antes de empezar la guerra. Es un disparate. ¡Como si los brasileros fueran tan estúpidos para permitirle que se hiciera de las cartas del triunfo antes de iniciar la partida!

     Según el general Guido, el pacto de Alianza se selló en las Puntas del Rosario, un villorrio del Uruguay, meses antes del estallido de la guerra. De lo que se trató en adelante fue de hacer que los paraguayos apareciesen como agresores.

     -Lo consiguieron tendiéndoles una trampa que es una de las maniobras magistrales de la historia de la diplomacia. Sus principales artífices podrían enorgullecerse de ella si no fuera tan innoble, y sus consecuencias tan desastrosas. Fueron ellos José María da Silva Paranhos, viejo amigo del general Urquiza, quien seguramente intervino también en la conjura, aunque jugando a las dos cartas, como es su costumbre; y el correveidile Rufino Elizalde, un vivillo porteño de poca monta, ávido y sinvergüenza, a quien los brasileños casaron con la hija de su ex ministro Pereira Leal, uno de los más enconados enemigos del Paraguay, al que el viejo López había sacado a empellones de su despacho, provocando el envío de la flota Imperial al mando del almirante Ferreira de Oliveira. El barón de Mauá, dueño de la poderosa banca del mismo nombre, asociada a los Rothschild, aceitó los engranajes y apaciguó los ímpetus paraguayistas de Urquiza y otros caudillos federales. Bartolomé Mitre, general entre los poetas y poeta entre los generales, autor de una dantesca traducción del Dante y de una biografía de Belgrano que, según mi amigo Vélez Sarfield, es la historia de un zonzo escrita por otro zonzo, dejó hacer a su ministro Elizalde con algunas reticencias, pero acabando siempre por ceder a los hechos consumados. Mitre es personalmente un hombre honesto, que avala su integridad con la pobreza y suple con laboriosidad su monumental mediocridad. Seguramente creyó de buena fe que la guerra sería beneficiosa para la Argentina, cuyos intereses identifica con los del puerto de Buenos Aires. La tragedia que vivimos se debe a que todos se equivocaron: López, Paranhos, Elizalde, Mitre, el barón de Mauá, Pedro II. Creyeron que la guerra sería breve y costaría poco dinero, el cual sería recuperado con creces porque, como dijo el badulaque de Elizalde, «abriría el Paraguay al libre comercio». Pensaron que se desarrollaría en una campaña y se decidiría en una batalla campal. Era lo que había ocurrido siempre hasta entonces en Europa y el Río de la Plata. La guerra de secesión norteamericana no había terminado todavía, para extraer de ella útiles lecciones de lo que ocurre cuando se enfrentan, con los recursos de la moderna industria, dos maneras de vivir y entender la vida. Además, para asombro y estupor de quienes no los conocían, los paraguayos resultaron magníficos combatientes, y su Estado, lejos de derrumbarse, se fortaleció.

     Al llegar a este punto, comentaba el Dr. Faustino Benítez:

     -Sería falso suponer que López cayó torpemente en una trampa cazabobos, como parece sugerir el general Guido. López estaba bien informado y conocía los bueyes con que araba. «¡Mi compadre desconfía!», exclamó el general Urquiza ante la cautela de López, a quien incitaba a lanzarse a la guerra con la promesa de intervenir apenas su «compadre» la iniciara. Pero, en política, como en ajedrez, se plantean situaciones en las que las respuestas son obligadas. La supuesta maestría brasilera consistió en iniciar el juego en un momento en que sus piezas duplicaban en cantidad, valor y ubicación en el tablero a las del adversario, al que le tocaba jugar y tenía un solo movimiento que podría salvarlo. No hay que exagerar como hizo el general Guido, el talento del jugador que ha dispuesto a su gusto las piezas en el tablero antes de empezar la partida, y que una vez iniciada no vacila en hacer trampas. Pasando del ajedrez a las barajas, López, jugando con tahures, tenía una única carta, y la alternativa de jugarla o ir al maso y rendirse.

     -El único que vio claro fue Lord Stapleton -continuó diciendo el general Guido a James Manlove, según este refiere en su carta a Erwin Kirkland-; me lo dio a entender a la manera de los indios, con señales de humo de su pipa. La guerra sería un magnífico negocio para quienes supieran invertir. Pero, ya soy demasiado viejo para adaptarme al cinismo de los tiempos. Por eso he alentado la fundación de «La América», que publicó en Buenos Aires el Tratado Secreto de la Triple Alianza, revelado en Londres por Lord Rusell para que los inversionistas británicos supiesen a qué atenerse. Es poco lo que puede hacer este periódico, habida cuenta de la sangre derramada, de las pasiones encendidas, del dinero gastado y las enormes deudas contraídas con la banca internacional. Estamos metidos hasta el cuello en la trampa que la cancillería brasilera imprudentemente tendió a los paraguayos. Sin embargo, «La América» salvará al menos en parte el honor de la Argentina, arrastrada a participar en el asesinato premeditado y alevoso de un pueblo hermano.

     Según el Dr. Benítez, la lectura de la carta del mayor Manlove habría influido para que el general Martin Mc Mahon, apenas desembarcado en Angostura el 12 de diciembre de 1868, se revelara como un firme partidario del Paraguay y de López.



- III -

     Sobre las barrancas del Paraná está la ciudad argentina de Corrientes. El río tiene allí una legua de anchura y se ensancha hacia el norte como un mar de aguas leonadas en la confluencia con el río Paraguay, llamada las Tres Bocas. El panorama es espléndido y se halla soberbiamente engalanado. Recalan dispersos hasta perderse en el horizonte un centenar de navíos de la formidable flota Imperial del Brasil: acorazados, cañoneras, patachos, transportes, avisos, cargueros, chatas artilladas. La bandera verde de corazón amarillo flamea orgullosa al viento que levanta marejadas, abrumando con su número a la celeste y blanca bandera argentina. Se apiñan en el puerto vapores a rueda o hélice, veleros, chalanas, chatas, falúas, ágiles piraguas tripuladas por atléticos indios semidesnudos del Gran Chaco, que se extiende en la margen opuesta, salvaje, impenetrable. Como fondo solemne de la sirena de los barcos, el ruido de las máquinas y el griterío de la multitud, retumba a lo lejos la artillería aliada que bombardea incesantemente las posiciones paraguayas. La guerra está aguas arriba, en el ángulo que forman al encontrarse los ríos Paraná y Paraguay. Los aliados han perdido en seis meses 50.000 hombres, y apenas han avanzado 15 quilómetros. De tanto en tanto, los cañones paraguayos hacen tiros aislados de puntería infalible. Se les distingue por su sonido agudo y quejumbroso. Rudos soldados se persignan por el alma de algún compañero.

     La otrora soñolienta villa colonial de San Juan de Vera de las Siete Corrientes, que se siente hija de Asunción, cuyos habitantes hablan igualmente en guaraní, se ha llenado de soldados, marineros, proveedores, mercachifles, prostitutas y aventureros de toda laya. El oro de los empréstitos corre a raudales.

     Malhumorado y solitario en una miserable taberna del puerto, James Manlove se está bebiendo los restos de su viático. Mitre ha cumplido la promesa de traerlo hasta allí, pero no hay modo de seguir adelante. Acaba de librarse la terrible batalla de Sauce-Boquerón. Ambos bandos se atribuyen la victoria. En asquerosos hospitales gimen millares de heridos, a la mitad de los cuales matará la gangrena o el dolor sin alivio. Un grupo de oficiales brasileños irrumpe en el boliche cantando y bailando alegres aires de su tierra.

     Al ver a Manlove, se detienen a observarlo con sonriente curiosidad.

     -¡Eh meu amigo! -le dice uno de ellos, pasándole un vaso de cachaza-, ¿gosta beber una caipirinha com a gente?

     Manlove apenas entiende el español y nada de portugués. Sus ojos enturbiados por el alcohol incorporan aquellos rostros morenos y aquellas motas que asoman de los quepis al amplio concepto de la negritud que tienen los sudistas.

     -I don't drink whith niggers! -gruñe, escupiendo.

     -¿Qué é o que diz?

     -Que no chupa con macacos -traduce Lucio V. Mansilla, que se encuentra por ahí con unos cuantos oficiales argentinos.

     -¡Macaco é voce! -se indignan los brasileños, y se le van encima.

     Manlove se levanta y les sacude una paliza fenomenal.



     Se ha ganado la simpatía de Lucio V. Mansilla, Marquitos Paz, Dominguito Sarmiento y otros dandys del patriciado porteño, muchos de los cuales caerían como bravos dos meses después en la batalla de Curupayty. Le llevan por todas partes y se divierten con él y a su costa. Lo exhiben como un oso amaestrado. Le azuzan para meterlo en líos y para esto «Jaimito el Amoroso», como le han apodado sus nuevos amigos, está mandado hacer. Bailan en los suburbios con paisanitas descalzas. Se pavonean en los patios enladrillados de la burguesía paraguayista. Devoran asados suculentos en las estancias de los alrededores. De regreso, galopan por las calles. Manlove, sin detenerse, con cinco tiros de revólver estampa la «M» de su apellido en el muro de la casa del gobernador.

     -¡Así voy a matar al cacique López, que los tiene empantanados en sus esteros! -grita.

     La guardia lo persigue, enlaza, derriba del caballo, sujeta, amarra y lleva preso cargándolo como un fardo, sin hacer caso de los gritos y protestas de los compañeros de Manlove, que sin embargo ríen a carcajadas y no acuden en su auxilio. Pero enseguida van a ver a don Manuel I. Lagraña, gobernador de la provincia de Corrientes. Tras su empaque de señorón, don Manuel es un gauchazo y un taimado político. Le conviene quedar bien con las influyentes familias de esta brillante muchachada porteña. La guerra es impopular en la provincia, que simpatiza con los paraguayos. Lagraña se mantiene en el cargo por la presencia del ejército aliado. En su opinión el tiroteo no ha sido más que travesura de muchachos. Manlove es puesto en libertad. Esa noche cenan todos juntos en la gobernación como invitados de don Manuel. A veces se escucha el remoto tronar de los cañones. Cuando esto ocurre, Manlove se levanta de la mesa, olfatea, da vueltas por el patio. «Creíamos que se pondría a ladrar», recordaría Mansilla años después.

     Los brasileños no le guardan rencor pero lo vigilan discretos. Les gruñe la sospecha de que algo se oculta detrás de tanto alboroto. No padecen ni de la despreocupada confianza ni de la cándida indiscreción de sus aliados argentinos. Charles A. Washburn ha venido a Corrientes. Está furioso porque no le dejan pasar al Paraguay. Saben que el ministro norteamericano recibe con frecuencia al mayor Manlove, interviene en su favor cuando se mete en dificultades y le provee de dinero.

     En realidad, Mr. Washburn no sabe qué hacer con la monada de compatriota que le ha tocado en suerte. Manlove no tiene un centavo y el ministro no tiene ganas de pagarle el pasaje de regreso a los Estados Unidos. Entonces le aconseja que busque la manera de acercarse al frente y cruzar las líneas. Que se vaya al Paraguay o al mismo infierno, con tal de que abandone Corrientes y le deje en paz. No se imaginaba Mr. Washburn que aún tendría que rascarse aquella sarna mucho tiempo.

     Los aliados están preparando la ofensiva que culminaría en la masacre de Curupayty. Los oficiales argentinos, que deben regresar a sus puestos, deciden llevar consigo a Jaimito el Amoroso. Se les ofrece una gran fiesta de despedida a la que concurre lo más granado de la sociedad correntina. Un periódico hace la crónica. Destaca entre la concurrencia al mayor James Manlove, «un excelente tirador al servicio de los aliados, que marcha, rifle en mano, a cazar oficiales paraguayos».



- IV -

     Manlove y sus amigos porteños se embarcan en Corrientes y pisan tierra paraguaya al pie de las ruinas del fuerte Itapirú, el mismo desde donde pocos años antes había partido el cañonazo contra el buque de guerra norteamericano «Water Witch», que retumbó en el mundo entero y atrajo por primera vez la atención internacional hacia la minúscula e insolente república selvática.

     Itapirú es un vasto emporio creado por la guerra, en el que florecen la voluptuosidad y la depravación. Corre abundantemente el oro, moneda con que se paga a los soldados. Tiene iglesia, imprenta, periódico, teatros; bulliciosas salas de baile, de juego; prostíbulos. Hay también una sucursal de la Banca Mauá, que viene a ser así la primera institución de su tipo en el país y el primer banco extranjero instalado en el Paraguay. Tiendas, casillas, puestos de venta que enarbolan banderines, gallardetes, exhiben carteles en portugués y castellano, forman calles llenas de gente de uno y otro sexo, de muchas razas y naciones. Hay ruido, movimiento, alegría y suciedad. Los bosques, bañados, pajonales y barrancas de las cercanías están infestados de desertores convertidos en forajidos, que viven de la rapiña y practican el degüello.

     Hicieron a caballo el corto trayecto hasta el campamento de Tuyutí, en el que está concentrado el grueso del ejército aliado, a tiro de cañón de Paso Pucú, cuartel general de López, y frente por frente de las trincheras del Cuadrilátero, que rodean y hacen de avanzada a la fortaleza de Humaitá.

     Tuyutí es una loma cubierta de pastos duros, árboles y palmeras desperdigados al azar, que se eleva entre el Estero Bellaco Norte y el Estero Bellaco Sur, los cuales desaguan formando profundos riachos, lagunas y marjales que llegan hasta el río Paraguay y su confluencia con el Paraná. Mirando al norte y a la izquierda, está el enmarañado bosque del Sauce, con sus profundos boquerones. La «tierra de nadie» es un laberinto de potreros, bosquecillos de arbustos achaparrados y palmeras enanas. A la derecha hay un extenso palmar y una pradera. Aunque húmeda y anegadiza, la región no es insalubre. El agua de los esteros y lagunas es cristalina y potable.

     En Tuyutí se detuvo el avance aliado después de la gran batalla librada el 24 de mayo, dos meses antes del arribo de Manlove. Le siguieron Yatayty-corá, Sauce-Boquerón, innumerables encuentros de avanzadas y un incesante duelo de artillería. Se veían prados y montes ennegrecidos por el fuego; árboles rotos, caídos, desgajados; osamentas de caballos, cadáveres insepultos, cañones desmontados, carretas hechas pedazos. Grandes bandadas de cuervos volaban en círculos entre los grumos grises que subían al cielo tras el estallido de las bombas, «como las almas de los muertos», según el decir de los soldados.

     El campamento estaba defendido por una línea semicircular de trincheras, y, en el centro, por un reducto rodeado de un foso y un alto terraplén erizado de cañones. En no más de diez quilómetros cuadrados se hacinan 50.000 soldados, una cantidad de mujeres y no pocos niños. Multitud de mercachifles han instalado, en barracas improvisadas, tabernas, casas de juego, prostíbulos, sastrerías, peluquerías y tiendas en las que pueden adquirirse conservas importadas, vinos finos, sedas y miriñaques. Hay además 10.000 caballos, bueyes y mulas de tiro. El ganado para el consumo se faena allí mismo, en las distintas divisiones. Corren de un lado a otro ratas enormes, cebadas, agresivas. Tuyutí es un chiquero. Su olor nauseabundo se percibe desde lejos. Está envuelto en una densa nube de moscas, de las que los paraguayos se defienden haciendo humo en sus trincheras. La mortandad provocada por las enfermedades es espantosa.

     La carne que suministran los proveedores es tan mala que da asco comerla. Esto explica por qué el mayor Lucio V. Mansilla -que llegaría a ser autor de «Una excursión a los indios ranqueles», clásico de la literatura argentina-, guardó tan vívido recuerdo del asado que le ofrecieron de bienvenida cuando se reincorporó a su batallón, trayendo consigo a James Manlove.

     Era un magnífico costillar, seguramente robado del rancho de algún general. El banquete se realizaría al día siguiente. Fueron invitados varios oficiales cuyanos, con la condición de que aportaran dos damajuanas de vino de Mendoza. Pero, ocurrió que esa misma tarde Mansilla recibió la orden de alistar su batallón para un reconocimiento en descubierta, que se iniciaría a la madrugada.

     -Tanto mejor -dijo Mansilla-, nos comeremos el asado lejos de esta pocilga.

     Mandó decir a los cuyanos que acudieran al mediodía a un lugar determinado, a la derecha de Yatayty-corá. Después hubo reunión de oficiales, a la que Manlove asistió como convidado de piedra. Su escaso conocimiento del español y su experiencia militar bastaron para que entendiera de qué se trataba.

     El batallón de Mansilla marcharía en el centro, flanqueado por dos batallones brasileños. Llevarían seis piezas de artillería. Como reserva, a retaguardia, un regimiento de caballería riograndense y otros cuatro batallones de infantería. El destacamento, de unos 3.000 hombres, sería mandado en jefe por el general Garmendia.

     Debían limpiar el frente de francotiradores, que causaban muchas bajas, y de puestos de observación de artillería, que, por medio del telégrafo, dirigían los tiros endiabladamente precisos de los cañones paraguayos. Se intentaría además alejar a los pomberos, que noche tras noche se infiltraban en el campamento, recogían información, apuñalaban a los centinelas y capturaban prisioneros. Debían estar preparados para el caso de que los paraguayos decidieran hacerles frente o intentasen tender una emboscada. No debía repetirse lo ocurrido en Yatayty-corá, en que los batallones eran fusilados a mansalva a campo abierto a medida en que iban entrando sucesivamente en combate.

     Todos estuvieron de acuerdo con que Manlove fuese de la partida, en calidad de observador e invitado al banquete.

     Estaban en invierno y hacía mucho frío. Con las primeras luces se pusieron en marcha, desplegados en sucesivas líneas de tiradores. Los oficiales galopaban en la neblina, embozados en sus ponchos, dando órdenes a gritos. Las desigualdades del terreno descomponían la formación; a cada rato era preciso detenerse para alinear las tropas. Se avanzaba muy lentamente. Cada cien pasos se hacía alto para destacar guerrillas, que no se alejaban mucho, y se continuaba la marcha con extremada cautela. Hubo tiros y alarmas provocados por caballos que aparecían de repente dando coces y relinchos y escapaban atropellando la maleza como ciervos salvajes.

     -Se han vuelto locos en la batalla del 24 de mayo -explicó el mayor Mansilla, que cabalgaba junto a Manlove entre la primera y segunda línea-. A muchos gringos enganchados les pasó lo mismo. Fue una cosa tremenda, imposible de describir.

     De tanto en tanto encontraban cadáveres momificados. Eran de paraguayos.

     -Se quemaron cientos de ellos en piras formadas por una capa de leña y otra de muertos; pero siempre aparecen más. Debe haber alguna razón por la que no se descomponen, y quedan así, con la piel estirada sobre el esqueleto. Se metieron por todas partes. Durante cuatro horas hubo una matanza terrible, hasta que, de pronto, se retiraron en buen orden llevándose a sus heridos, a los que nunca abandonan. Los pocos prisioneros que hicimos no se podían mover. Pelean hasta morir. López los tiene embrujados.

     -No comprendo por qué los aliados no contraatacaron de inmediato y pusieron fin a la guerra.

     -Hay que haber estado allí para entenderlo. Los que salimos ilesos no estábamos en condiciones de seguir la fiesta. Tuvimos como 8.000 bajas y un desorden completo. Los brasileros y uruguayos se llevaron la peor parte. Batallones enteros fueron completamente aniquilados a golpes de sable y bayoneta. Los paraguayos no trajeron artillería y apenas hacían uso de sus fusiles de chispa. Nos salvaron los cañones emplazados en reductos, que disparaban a mansalva contra los entreveros, matando a tirios y troyanos. Desde entonces no salimos de esta maldita loma, donde los piojos, las moscas y las ratas nos causan más estragos que el enemigo.

     -¿Es cierto que los atacantes fueron exterminados?

     -Tuvieron muchas bajas, pero no creo que tantas como se ha dicho. De otro modo, ¿cómo pudieron retirarse en orden, llevándose a sus heridos? Y son ellos los que desde entonces provocan las peleas. Se divirtieron fusilándonos en Yatayty-corá y nos dieron una tremenda paliza en Sauce-Boquerón. Ahora preparamos una ofensiva. Mucho me temo que yendo por lana salgamos trasquilados.

     Al despejarse la neblina comenzó el cañoneo. Disparaban a un tiempo sobre las invisibles posiciones paraguayas las baterías de Tuyutí y los buques de la escuadra brasileña, apostados en el río Paraguay.

     El fuego es tremendo. El cielo intensamente azul se va llenando de nubecillas moradas. Rompe de pronto un concierto de berridos estridentes, multitudinarios, disonantes, que producen denteras.

     -¿Qué diablos es eso? -preguntó Manlove, sorprendido.

     Mansilla se echó a reír:

     -Son los paraguayos que se burlan de nosotros. Lo que oyes son unas cornetas de cuerno a las que llaman turututú. Con ellas respoden a nuestra artillería. No tienen balas para desperdiciar. Recogen las nuestras que no han estallado y cuando se les antoja nos las mandan de vuelta. Tiran sobre seguro y casi siempre dan en el blanco. A mí me acertaron una vez, mientras tomaba mate. Casi no cuento el cuento. Flores y Mitre se salvaron de milagro. Nos tienen en la mira y nosotros no sabemos dónde están.

     Tardaron como una hora en cruzar un riacho, cuya helada corriente llegaba a los infantes hasta la cintura. Siguieron por un terreno bajo y pantanoso. Las ruedas de los cañones se hundían hasta los ejes y a menudo se atascaban en el barro. La infantería no daba un paso sin la artillería. Por fin salieron, después de tantas demoras, a un lugar seco donde comenzaba una pradera, al término de la cual había un monte de palmeras y matorrales, que, mil yardas más adelante, penetraba en ella como una cuña. Se destacaron avanzadas, se emplazaron los cañones; la tropa se sentó a descansar sin romper la formación. Como por arte de magia aparecieron pequeñas fogatas que los soldados encendían para calentar el agua para el mate. Mientras marchaban cada uno había venido recogiendo una provisión de leña seca. Manlove pensó que por tontos que fueran los paraguayos, tendrían con tales señas una idea exacta del número y despliegue del destacamento aliado. Calculó que en toda la mañana se había avanzado menos de una milla.

     -Son manías de los jefes -explicó Mansilla-, que se empeñan en aplicar el reglamento en estos andurriales, porque, a diferencia de nuestros soldados, le tienen un miedo cerval a los paraguayos. La infantería enemiga es mucho más ágil que la nuestra. Se desplaza rápidamente en grupos, marchando en fila india, y cuando tiene que formar, lo hace en un santiamén. Tiene pocos oficiales; la base de su organización son los sargentos.

     Los oficiales del batallón se reunieron en un bosquecillo desde el que se dominaba un amplio sector del frente. Los ordenanzas encendieron una fogata para asar la carne, que les había seguido a lomo de mula. Se aflojó la cincha y se quitó el freno a los caballos para que mordisquearan la hierba en el lugar más cubierto, atados con sus cabestros. Manlove observó complacido la solicitud y el cariño con que sus amigos argentinos trataban a los caballos.

     Circuló el mate, un brebaje amargo, caliente, reparador. Cuando la hoguera hubo producido suficientes brasas, un costillar y grandes trozos de carne, clavados en estacas, comenzaron a despedir un delicioso olorcillo. Era un hermoso mediodía invernal. Los oficiales se echaron sobre sus ponchos extendidos en el suelo. Habían callado los cañones. No se oía un solo disparo. Era la paz.

     Al rato llegaron los cuyanos con el vino. Traían dos guitarras y ya venían entonados. Los músicos se sentaron en un tronco caído y entre todos cantaron con voz arrastrada y nasal movidas cuecas cordilleranas:

                  

¡Ay San Juan, ay San Juan,

          


mi tierra queri'iiida'aaa!



¡Ay San Juan, ay San Juan,



por ti doy la vi'iiida'aaa!


     Circuló el vino. Manlove pidió prestada una guitarra y cantó una balada irlandesa, cuyo estribillo en inglés fue prontamente aprendido y coreado por los jóvenes argentinos. Cuando estuvo el asado cesó la música. Los comensales tomaban un gran trozo de carne, le clavaban los dientes y la cortaban al ras de los labios con sus facones filosos como navajas de afeitar. Manlove optó por el procedimiento menos peligroso de hacer uso de manos y de su poderosa dentadura. Los hombres chacoteaban como muchachos, se hacían bromas pesadas. Era una fiesta campestre y no la guerra.

     -¿Dónde están los paraguayos? -preguntó Manlove, de sobremesa.

     -Por todas partes, mi amigo; es mejor no pensar en ellos, porque trae mala suerte. En cualquier momento puede caer uno de nosotros con un agujero entre ceja y ceja. Como ellos dicen, cuando yerran meten la bala en un ojo.

     -¿Con fusiles de chispa?

     -Esos nomás los usan para hacer un poco de humo. Tienen poco alcance y las heridas que causan no son graves. Pero en cada escuadra, el mejor tirador está armado con una carabina a la minié. No pelea en formación. Salta de un lado a otro y dispara cuando quiere, desde la posición más ventajosa. Le asiste un «guaino» o aprendiz, que se hace cargo del arma si el riflero es herido. No fallan nunca. En Yatayty-corá, que fue principalmente un cruce de fuegos de infantería a campo abierto, hicieron mucho estrago, sobre todo entre los oficiales. Nos cazaban como a pajaritos. Desde entonces los oficiales brasileros visten el mismo uniforme que la tropa, pero de poco les vale.

     -¡Son de malicio'oosos esos baaarbaros! -remató uno de los cuyanos, provocando un estallido de hilaridad general.

     Manlove observó un tanto extrañado que los argentinos no expresaban rencor alguno contra los paraguayos. Por el contrario, parecían sentir por ellos simpatía y admiración. Les atribuían hazañas extraordinarias.

     El veterano sudista sabía por experiencia que dos ejércitos que han estado enfrentados mucho tiempo se conocen íntimamente, como si se establecieran entre ellos contactos misteriosos. Comparten idéntico infortunio y una misma aventura; un juego horrible pero apasionante en el que se tensan hasta el límite las energías del hombre.

     Le contaron que en Sauce-Boquerón se oyó gritar a los oficiales paraguayos que no tirarán contra los pymorotí, los «patas blancas» argentinos, así llamados por el color de sus polainas, que retiraban heridos del boquerón infernal. Los uruguayos presentaron armas y retiraron el cadáver del bravo coronel Palleja de treinta pasos de la trinchera enemiga, sin que les dispararan. El capitán paraguayo Olavarrieta, al frente de su regimiento de caballería, cruzó dos veces de parte a parte, combatiendo, la retaguardia de Tuyutí el día de la gran batalla. En el momento en que se lanzaba a una carga final contra la multitud de infantes brasileños que le rodeaban, se oyó gritar a estos: «¡Dexa o bravo!» Olavarrieta, y el puñado de hombres que le quedaban, pasaron al galopín por la brecha que les abrieron sus caballerosos adversarios.

     El paraguayo más temido y admirado era el alférez José Matías Bado.

     Oriundo de la región, la conocía al dedillo. Consumado jinete, poseía una audacia inmensa, astucia extraordinaria y fuerza descomunal. Solía partir a un hombre de un sablazo desde a la coronilla a la verija. Reputaba mal sableador al que de un limpio tajo no cercenaba una cabeza. Estaba al mando de un grupo escogido de pomberos, que recibían doble ración del rancho del propio Mariscal López, y no cumplían otro servicio que infiltrarse noche tras noche en el campamento aliado en busca de información.

     -El Mariscal López no se conforma con informes verbales. Si un pombero dice que ha estado en la carpa de Mitre, ha de llevar como prueba por lo menos una carta de la esposa de nuestro comandante en jefe, como ya ha ocurrido una vez, aunque usted no lo crea, amigo Manlove.

     Se toman grandes pero inútiles precauciones contra los diabólicos pomberos.

     Hasta entonces no había sido capturado ninguno. Los pomberos se cubren de pies a cabeza con una capa de cerda de caballo, lo que les asemeja al duende del que tomaron el nombre; o se visten con hojas de palmera, para confundirse con los yataí que abundan en la región. Se comunican entre ellos con silbidos tan agudos que apenas son perceptibles para el oído humano. Los perros, en vez de ladrarles, les huyen temerosos y se esconden gimiendo. Los macacos, supersticiosos e ignorantes, les temen como a engendros del otro mundo, y practican, para conjurarlos, mascaradas y ritos africanos. Bado y sus hombres se pasean entre las carpas, llevándose siempre, al cabo de sus visitas, uno o dos prisioneros. Les interesan los periódicos. Se dice que los adquieren de la tienda de un italiano al que han conseguido sobornar. Algunas veces los centinelas tienen tiempo de gritar pidiendo socorro. En este caso, dos o tres pomberos se encargan de reducirle mientras los demás abren fuego contra quienes acuden a auxiliarle. Después se meten en los esteros y desaparecen. El alférez Matías Bado tiene un caballo amaestrado al que monta en pelo y sin bridas. Se acerca oculto por el cuerpo del animal y cae de pronto sobre una formación en descubierta, agarra a un hombre del cuello y lo lleva colgando como si fuera de paja, a todo galope, lanzando ese salvaje alarido que los paraguayos llaman sapucai.

     James Manlove, experimentado catador de fantasías castrenses, escuchaba estas consejas con beneficio de inventario. No podía adivinar el paradójico papel que jugaría el alférez José Matías Bado en el proyecto de corsarios y en la elección de alternativas por parte de la Historia.



- V -

     A las tres de la tarde la artillería aliada reanudó el bombardeo. Esta vez los paraguayos no hicieron sonar turututúes. Tres baterías, al parecer emplazadas a media milla una de la otra, comenzaron a disparar por turnos: a la salva de la primera seguía la de la segunda y luego la de la tercera; tras una breve pausa, empezaban de nuevo por el centro, la derecha o la izquierda, como si marcasen los compases de un «cielito». El efecto de tal ritmo de fuego entre el desordenado tronar de la artillería aliada tenía un efecto inquietante y embriagador.

     Los oficiales argentinos, algunos de los cuales se habían quedado dormidos sobre sus pochos, se pusieron de pie y se dirigieron a sus cabalgaduras para apretarles la cincha y ponerles el freno. Los cuyanos se alejaron al galope hacia el campamento, robándose de ida los restos del asado sin que sus camaradas porteños lo advirtieran hasta que ya no hubo modo de impedirlo, como lo denunciarían rencorosamente años después en sus «Memorias» de la guerra del Paraguay.

     El mayor Mansilla, seguido de Manlove, salió del bosquecillo y observó la pradera que tenían delante. Sin aguardar órdenes, los oficiales se iban a sus puestos. Los soldados, que habían estado descansando en los pastizales, juntaban sus cosas y se ajustaban el correaje. El cielo volvió a llenarse de redondas nubecillas. Los cañones paraguayos no salían de su tranco machacón.

     -Están tirando desde el Sauce y Paso Gómez -explicó Mansilla a Manlove, señalando hacia la izquierda-. Todavía no nos ha tocado a nosotros, pero no tardarán.

     Se oyó una tremenda explosión hacia Tuyutí. Se elevó una negra columna de humo. Vieron los resplandores de un incendio. Manlove comprendió que en el campamento había estallado un polvorín. Se produjo una inmensa gritería en dirección a las posiciones paraguayas. Enseguida una banda se puso a ejecutar a todo trapo una suerte de exaltado minué. La música producía un efecto arrobador entre los gritos de júbilo y el tronar de los cañones.

     -López sabe levantar el espíritu de sus tropas -comentó el mayor Mansilla-, ha convertido la guerra en una fiesta. La noche que siguió a la batalla de Tuyutí la pasaron celebrando con músicas y bailes, y así se convencieron ellos mismos que habían ganado una gran victoria. Eso que oyes es «La Palomita». La cantan nuestros soldados, se ejecuta en los salones de la alta sociedad de Buenos Aires y Montevideo, se está haciendo famosa en toda América. Los brasileños dicen que es un arma de guerra e intentaron prohibirla.

     -La conozco, es muy hermosa...

     Dos bombas estallaron en medio del bosquecillo en el que habían estado hacía un momento, y otra detrás, donde se encontraban los caballos. Disipada la humareda apareció un soldado saltando en un pie y profiriendo palabrotas. Un caballo, con las tripas desparramadas en el suelo se debatía relinchando lastimero.

     -¡Maldita guerra! -exclamó Mansilla-, si hubieran empezado por aquí nos mataban a todos. ¡Eh ustedes, despenen a ese pobre caballo!

     Eran tiros directos, disparados por cañones ocultos entre los yataíces, en el extremo opuesto de la pradera. Seguían cayendo bombas. Mansilla, de pie, sin moverse, daba órdenes tranquilas, que Manlove no comprendía, a cadetes muy jóvenes que, pálidos y temblorosos, iban y venían corriendo a las formaciones adelantadas.

     A diez pasos, uno de los cadetes voló hecho pedazos. Un soldado quedó tendido en un charco de sangre. Se oyeron gritos desgarradores.

     -¡Qué diablos estaremos esperando! -exclamó Mansilla, impaciente.

     Los cañones argentinos abrieron fuego; los paraguayos callaron.

     -Están cambiando de posición -explicó Mansilla-. Si hubiésemos atacado enseguida a lo mejor los tomábamos. Nos movemos como tortugas.

     Sin cambiar de tono, su voz ya no era tensa. Ambos experimentaban el alivio del combatiente que se ha salvado una vez más.

     Un par de camilleros vinieron a recoger los restos del cadete muerto.

     -Se llamaba Juancito Vedia -dijo Mansilla, apenado-, no sé qué voy a decirle a su pobre madre, que me lo encomendó.

     Un grupo de jinetes se acercaba al galope. Mansilla montó a caballo y se adelantó a recibirlos. Eran el general Garmendia y su séquito de ayudantes.

     -Los paraguayos están allá -dijo el general, señalando el palmar en el extremo opuesto de la pradera-, hay que sacarlos de allí antes de que se atrincheren y nos hagan una de sus jugarretas. Ya viene la caballería. Usted avanzará detrás. Yo me quedo aquí por cualquier cosa. ¡Vaya nomás, m'hijo, y que la Virgen le acompañe!

     El mayor Mansilla hizo la venia y se alejó al trote hacia las primeras líneas. La tropa ya había empezado a formar cuadros. El general Garmendia bajó de su caballo, pasó las riendas a un asistente, se abrió la bragueta y orinó un chorro poderoso, muy cerca de donde continuaba tendido el soldado muerto, al que no le prestó la más mínima atención. Cumplida con alivio la urgencia impostergable, advirtió la presencia de un gigantesco individuo que, vestido con traje gris de explorador y cubierto con un sombrero de alas anchas, le miraba con curiosidad:

     -¡Quién carajo es usted! -rugió, blandiendo la fusta- ¡Qué puta está haciendo aquí!

     -Soy el mayor James Manlove, señor general -respondió el grandote en pésimo español.

     El general Garmendia soltó una carcajada y se adelantó a tenderle una mano, mientras con la otra acababa de prenderse la bragueta.

     -¡Así que es usted el mentado «Jaimito el...», ¿parlez vous français?

     -Oui, mon general.

     -Muy bien, hablemos entonces en francés -dijo, pero enseguida se olvidó-. Bartolo (se refería al general Bartolomé Mitre) me ha dicho que desea usted observar esta asquerosa guerra contra locos salvajes.

     -Es verdad, mi general -respondió Manlove, en francés.

     -¡Muy mal hecho, m'hijo, muy mal hecho! ¿A qué tilingo le gusta ver la guerra? ¡No hay peor porquería! -dijo, y continuó en francés, o algo parecido-. Esta es la peor de todas, nunca ha habido una guerra como esta. Prefiero a los indios pampas. Aunque igualmente peleadores, son mucho más juiciosos y como a cualquier ser humano no les gusta morirse. Pero, si tiene ganas de ver pelear a los paraguayos, dentro de un momentito le vamos a complacer.

     El general Garmendia tenía la voz de trueno y hablaba con grandilocuencia en un francés tan malo como el español de Manlove. Sin embargo se entendieron. Había cesado el cañoneo. La tarde era espléndida, pero había en ella algo ominoso, amenazador. A lo lejos continuaba la música y la gritería en las posiciones paraguayas.

     -¡Y dale con sus farras, hijos de puta! -rugió jovialmente el general-. ¡Ya les vamos a dar! ¡Pour les pelotes, pour les pelotes!

     Estalló un tiroteo en las avanzadas. La infantería, formada en cuadros, aguardaba en la pradera.

     -¡Por qué no vendrá esa caballería puñetera! -tronó el general, dirigiéndose a uno de sus ayudantes-. ¡Vaya y dígale a los macacos que se apuren!

     No fue necesario. Se acercaba una larga columna de jinetes en desordenada formación de cuatro en fondo. Pasaron a pocos pasos del montecito. Manlove pudo contemplar el desfile más pintoresco que había visto en su vida.

     Barbas hasta el pecho; trenzas que llegaban casi hasta la cintura; dagas de empuñadura en cruz y vainas de plata labrada; anchas espadas; gigantescas lanzas de regatón de plata o acero pulido; par de pistolas en el cinturón y rifle en bandolera; descomunales espuelas nazarenas; bombachas bermejas o negras, botas de cuero de potro sin curtir; ponchos de distintos colores y bordados de seda; y sombrero de fieltro, de estrechas alas, cubierto de nanquín rojo y sujeto, en la punta de la nariz por barbijo de borla; magníficamente montados en caballos de tusadas crines, cola atada y rabincha. Plata labrada en los estribos, en las cabezadas de las riendas; y en el anca, sostenida por pellejos, boleadoras de marfil o de hierro, retobadas en cuero, y el lazo de pesada argolla, venían cantando como si anduvieran de paseo:

                    

Ao homen, para ser homen,

          


só uma prova se querer:



ter sempre, no pensamento,



mulher, mulher e mulher.



     El general Garmendia, sonriente, les saludaba agitando una mano. Dijo burlonamente a Manlove:

     -Está usted contemplando a la Guardia Nacional de Río Grande do Soul, ¡la melhor cavalheria do mundo!

     La famosa caballería riograndense formó por escuadrones frente a la infantería argentina. Se oyeron toques de clarín, con hondas resonancias en el corazón de Manlove. La caballería avanzó al trote en dirección al palmar, seguida por la infantería a paso redoblado, al son de cajas. De pronto se detuvo en medio del prado; los infantes hicieron lo mismo.

     -¡Qué les pasa a esos cabrones! -tronó el general Garmendia.

     Manlove sacó del bolsillo un pequeño catalejo. En el borde del palmar había aparecido una cantidad de manchas rojas, semiagazapadas. Por los flancos se acercaban al tranco displicente dos largas filas de soldados de caballería paraguayos. Un centenar de ellos fue a alinearse dando cara a los riograndenses. El resto aguardó a los costados, semioculto por los matorrales, sin revelar su efectivo. De pronto, para asombro de Manlove, los paraguayos desmontaron tranquilamente y aguardaron recostados en sus monturas. Separaban a ambas fuerzas unas trescientas yardas de campo abierto. Pasaron largos minutos de tensa expectativa, hasta que los paraguayos se echaron el morrión hacia la nuca e hicieron el ademán de montar. Bastó para que ocurriese lo increíble: los riograndenses volvieron grupas al galope y fueron a ocupar los espacios libres entre las formaciones de infantería. Un momento después volvía el mayor Mansilla al galope tendido.

     -¡Mi general! -gritó, sofrenando el caballo, que se empinó en las patas traseras-, estamos en posición desventajosa. Si seguimos avanzando podemos caer en una trampa.

     El general Garmendia miró de soslayo a Manlove, como si le molestara su presencia, y preguntó a Mansilla:

     -¿Qué dicen los macacos?

     -Ya lo vio usted, mi general.

     -¡Al diablo con ellos! Si les ordeno avanzar y les dan una sableada me van a culpar a mí. Está bien, reculen, pero con cuidado. No les vayan a cargar durante la maniobra.

     Apareció por la izquierda de los paraguayos un regimiento de lanceros. No eran más de trescientos. A lo lejos una banda ejecutaba una galopa. Sobre el campo amarillo, contra el claro verdor de los yatay, blusas coloradas, altos morriones de cuero, lanzas cortas como venablos, pasaron al galopín de briosos redomones a cien pasos de las formaciones aliadas hacia el sol que iba cayendo.

     -¡La caballería paraguaya, terrible como un azote! -exclamó el mayor Mansilla.

     -¡Váyase de una vez antes de que se haga de noche! -le ordenó el general, de malos modos, y agregó-: Dígale a los macacos que aguanten un poco, hasta que la infantería haya abandonado el campo.

     Mansilla obedeció. Los infantes comenzaron a moverse cautelosamente hacia atrás. Los riograndenses permanecieron en sus puestos. El regimiento de lanceros paraguayos había ido a formar en uno de los flancos, dando espalda al crepúsculo.

     -¡Qué le vamos a hacer, amigo Manlove! -exclamó el general Garmendia, echándola a barato-. Como dicen nuestros aliados brasileros, el soldado que «fuye» puede pelear otra vez...

     Pidió su caballo, montó con agilidad y dijo, de despedida:

     -Venga con Lucio a cenar conmigo esta noche, así charlamos un rato.

     El general José Ignacio Garmendia sería el cronista más elocuente de la guerra del Paraguay. Vaya como ejemplo la descripción que hizo de la caballería paraguaya en la batalla de Tuyutí:

     -Hombres de inmensa talla, con la tez cobriza y la mirada altiva, el pesado morrión echado atrás y sujeto en el barbijo; el brazo musculoso, levantado, blandiendo el filoso sable; las piernas nervudas oprimiendo el flanco de potros recién domados, que desbocados se arrojaban sobre nuestros soldados, no oyéndose sino la voz animosa de sus oficiales y el repiqueteo de aquellas inmensas espuelas nazarenas que sangraban los ijares de sus torpes redomones. Avanzaban rápidos levantando una nube de agua de los esteros, que cruzaban en espantoso desorden. La metralla abría claros inmensos en sus escuadrones pero una disciplina de hierro cerraba aquellos claros con rapidez digna de encomio. Veloces como el rayo, se lanzaban sobre nuestros cuadros, haciendo flamear sus banderas sobre la cabeza de nuestros soldados.

     A medida que entraba el sol, la retirada, lenta y cautelosa al principio, se convirtió casi en una huida por temor de que la noche los encontrara fuera de las trincheras. Manlove no salía de su asombro. La maniobra, aparatosamente iniciada por un destacamento numeroso de las tres armas, había sido desbaratada por los paraguayos con sólo hacer acto de presencia con un desdén magnífico, ofreciéndose cómo blanco a los modernos fusiles de sus enemigos, que ni siquiera atinaron a dispararles.

     -No es cobardía -explicó Mansilla, que cabalgaba junto a Manlove al paso de los infantes- te puedo asegurar que nuestros soldados, y también los brasileros, son muy valientes. Pero no conocemos el terreno. Has visto cómo de repente aparecieron los paraguayos. No podíamos saber cuántos más había escondidos: nunca muestran sus cartas. En esa cancha abierta, la caballería paraguaya, igual o mayor en número que la riograndense, pudo haberla dispersado. Perseguidos los riograndenses hubiesen desorganizado nuestros cuadros, que podían ser sableados de lo lindo hasta que llegara la infantería, que se mueve con increíble agilidad, para acabar con nosotros. Pienso que fue acertada la decisión de no aceptar el desafío, aunque a primera vista resulte algo bochornoso.

     -Tal vez faltó una buena exploración previa...

     -¿Cómo hacerla? Las patrullas hubiesen sido emboscadas y acuchilladas, apenas se alejaran del grueso. No nos pierden pisada.

     -¿Qué hacer entonces?

     -Se ha encargado un globo aerostático para observar el campo desde arriba.

     Dicho esto, Mansilla miró a Manlove y ambos soltaron una carcajada.

     -¿Gracioso, verdad? ¡Pues así estamos desde nuestra gran victoria de Tuyutí!

     Había oscurecido de repente, como ocurre en los trópicos. Cabalgaron un rato en silencio, rodeados de sombras amenazadoras. Manlove iba a encender un cigarro.

     -No lo hagas -le dijo Mansilla.

     Manlove comprendió.

     -Nos estamos preparando para atacar. Es un error que puede costarnos muy caro. Hay una sola forma de vencer a los paraguayos: por agotamiento. Están completamente aislados. Es imposible que resistan mucho tiempo.

     Manlove sintió la urgencia de poner en práctica el proyecto de corsarios.



     No se ha podido averiguar cuantos días exactamente permaneció James Manlove en Tuyutí. Se dice que una noche, bajo una tienda de campaña, entre abundantes libaciones, a la luz humosa de un candil, Manlove jugaba a las cartas. Sus camaradas porteños le han desplumado sin misericordia, y ya les debe una gruesa suma de dinero. Se acuerda entonces que ha venido en viaje de negocios. Sale de la carpa sin dar explicaciones. Descalabra a un centinela que intenta cerrarle el paso. Camina resueltamente hacia las líneas paraguayas.

     Hace un frío glacial. Está amaneciendo. No ve absolutamente nada. De pronto, brotando de carrizales y palmeras enanas entumecidos por la escarcha, le rodean guapos mocetones cobrizos, semidesnudos, que le pellizcan con sus bayonetas. Curado de la borrachera, procura explicarse en pésimo español. Los paraguayos no están para bromas. Lo llevan a empellones hasta la comandancia. Es el 2 de agosto de 1866. Han transcurrido exactamente tres meses desde que visitara, en compañía de los marinos, la Legación Paraguaya en París.



- VI -

     Le ponen preso, incomunicado. Pide hablar con el Mariscal López. Le exigen que primero diga el motivo de su visita y explique cómo ha conseguido cruzar las líneas aliadas. El Dr. Guillermo Stewart hace de intérprete. Manlove cuenta historias increíbles. Dice que tiene un barco de 800 toneladas, armado de 18 cañones, anclado nada menos que en Calcuta. Cuenta con el respaldo de poderosas firmas comerciales de Maryland y Nueva York dispuestas a financiar el corso. Pide la ciudadanía paraguaya y la facultad de conferirla a la tripulación de los buques corsarios. Sugiere que le nombren almirante; que no le den una sino muchas patentes de corso, de modo que pueda distribuirlas según su criterio y la conveniencia de la expedición.

     Se saben estas cosas no por interpósita persona sino por el propio Manlove, que escribió de puño y letra extensos memoriales mientras estuvo preso en un confortable rancho de la Mayoría del cuartel general de Paso Pucú, con centinela a la vista pero tratado con las mayores consideraciones.

     «Ahora, Exmo. Señor, quiero expresara V. E. me conceda patentes de corso para atacar al Brasil. No pido una sino muchas. También tengo el deseo de llegar a ser ciudadano de esta República, y pido a V. E. me dé el poder de conferir la ciudadanía paraguaya a todos los que presten servicio bajo mi bandera. No hay un solo puerto sobre la costa del Brasil que esté protegido por fuertes o buques de guerra, excepto Río de Janeiro. Todos tienen fortificaciones, pero muy débiles. Los transportes y buques mercantes abundan por la costa, los cuales junto con sus ciudades litorales, serían fácilmente tomados por la flota de corsarios que puedo mandar sobre ellos, dentro de treinta días después de llegar a la ciudad de Nueva York... No pedimos a V. E. dinero, hasta que lo hayamos ganado. Si V. E. quisiera considerar favorablemente esta propuesta, querrá, por supuesto, darnos la recompensa que se acostumbra por la destrucción de buques de guerra y municiones del enemigo».

     El Dr. Stewart le ha dicho que el Mariscal López deseaba que hiciese una relación de lo que sabía respecto a los planes del ejército aliado:

     «Sobre el efecto, yo no sé nada. Todos los informes que pueda dar no son de importancia, y aun cuando supiera algo, no podría honorablemente divulgarlo. Si V. E. quisiese tener la bondad de concederme una entrevista, creo que podré convencer a V. E. de que mi objeto es honorable».

     La entrevista no le fue concedida. Su paso por las líneas después de su permanencia en el campo enemigo no había sido hasta entonces explicado satisfactoriamente. Los ardides de que se había valido para lograrlo eran demasiado extravagantes para ser creídos, y, que se sepa, Manlove no incurrió en la ingenuidad de referirlos. No obstante, dos días después el ministro de guerra y marina, general Vicente Barrios, le dirige una carta en la que le pregunta qué clase de documentos deseaba y cómo se proponía volver a la costa del Atlántico.

     Manlove contesta que consideraba mejor que el Paraguay le nombrara almirante al mando de su escuadra en el Atlántico, con plenos poderes para expedir «Cartas de Marca» que habilitaran a ejercer el corso en el mar, lo mismo que para conferir la calidad de ciudadanos paraguayos a todos los oficiales y soldados que pasaran a servir bajo su bandera. Semejante documento no ocuparía sino un pequeño espacio y sería fácil de ocultar. En cambio las «Cartas de Marca», con su correspondiente reglamento harían un gran bulto. Asegura que son seis los buques que puede armar inmediatamente bajo bandera paraguaya. Repite que ya tiene uno, listo para entrar en acción, de 800 toneladas y 18 cañones, esperando en las Indias Occidentales. En cuanto al modo como se propone regresar al Atlántico, dice:

     «No he pensado todavía sobre la materia, pero estoy seguro que podré conseguirlo con alguna protección, que, si conociera el país, no la necesitaría. Perdone general si digo que lo primero que necesito es su confianza, y es por eso que tantos deseos tengo de una entrevista con la presencia del Dr. Stewart».

     Manlove está seguro de su poder de convicción.

     Entregó la carta al ordenanza que le estaba aguardando. Este, al marcharse, se llevó el tintero y las cuartillas que sobraron. Era una medida de vigilancia tanto como de economía: por causa del bloqueo, el papel para escribir se había convertido en material precioso. El que se fabricaba en el país era demasiado esponjoso para soportar la tinta, y sólo se usaba en las imprentas.

     Pasó el resto de la mañana paseando alrededor del rancho de adobe que le servía de prisión, en el claro de un tupido naranjal. Había, junto a la casa, un árbol corpulento que, por ser invierno, estaba sin hojas. No podía ver el campamento, pero tenía a su disposición un trozo de cielo azul, con redondas nubecillas que brotaban como por encanto y eran llevadas por el viento. La tierra temblaba bajo sus pies. A veces retumbaba como un rayo caído cerca o atronaba una bomba que estallaba en el aire. No tenía miedo; pero, en las pausas del bombardeo, o cuando este se alejaba en busca de otros blancos, sentía el alivio de la tensión de los nervios.

     Desde uno y otro extremo del corredor, bajo el alero pajizo del rancho, sus dos guardias le observaban con curiosidad. Uno era un magnífico viejo, alto, muy trigueño, de grandes bigotes grises. Vestía una blusa roja, desteñida, llena de remiendos; una suerte de taparrabos que los rioplatenses llaman chiripá, y que los paraguayos usan muy cortos y ceñidos; calzoncillos de lienzo apretados a las pantorrillas con una lonja de cuero. El otro era un niño bien nutrido de no más de trece años de edad. Tenía el torso desnudo. Usaba chumbé: una tela vasta que le envolvía desde la cintura hasta debajo de las rodillas. Ambos usaban morrión de cuero, y les ceñía, sobre una faja de lana, un ancho cinturón de hebilla de cuerno del que pendía la cartuchera. Tenían puesto el poncho, con los faldones echados hacia atrás como una capa, para dejar libres las manos que se apoyaban en un pesado fusil de chispa con bayoneta calada.

     El viejo es amistoso. Rechaza el cigarro que Manlove le ofrece, y muestra, sonriendo, que está mascando tabaco. En cambio el muchacho toma en serio su papel. Cuando el preso se le acerca, empuña el arma y le manda con el gesto que mantenga la distancia. Tiene la mirada y el ceño de un torito salvaje.

     Manlove no sabrá nunca que se encuentra ante un testigo de su paso por la Historia. El niño se llama Emilio Aceval. En la ancianidad publicará en un periódico recuerdos de la guerra firmados por «Un viejo Sargento». Será presidente de la república y hará cuanto esté en sus manos para reconstruir la patria devastada.

     A mediodía Manlove recibe la visita del teniente Andrés Maciel, ayudante del general Vicente Barrios. Le siguen una mujer, que trae en una bandeja de plata un almuerzo suculento, y un soldado portador de dos botellas de vino de Burdeos.

     Obsequios de Madame Lynch. La tarde anterior, durante su habitual paseo a caballo a la hora en que amaina el bombardeo, el Dr. Stewart la ha divertido describiendo al singular personaje que ha aparecido en Paso Pucú como caído del cielo, acaso enviado por el Dios de las Naciones en auxilio de los paraguayos.

     Andrés Maciel ha estado becado en Europa, habla perfectamente inglés. Comparten la comida y el vino. Manlove le explica sus planes. Le hace confidencias sobre un enredo de faldas que ha tenido en Buenos Aires, donde pudo haberse asimilado mediante el matrimonio a una de las más grandes fortunas de aquella rica ciudad. Le confía que probablemente el ministro Charles A. Washburn tiene instrucciones reservadas del gobierno de los Estados Unidos para apoyar discretamente el proyecto de corsarios. Invita a Andrés Maciel a incorporarse a la expedición como tercero en el mando, inmediatamente después del capitán Erwin W. Kirkland. Se acaba el vino. El teniente manda traer una botella de caña paraguaya. Manlove encuentra la bebida excelente. Maciel habla poco, no hace más que sonreír. Llega la cena: asado con mandiocas. El apetito de Manlove es comparable a su sed. Bien entrada la noche, el teniente Andrés Maciel, que está completamente sobrio, se despide con un fuerte apretón de manos:

     -Muy bien, mayor Manlove, mañana tendrá usted una respuesta. ¡Buena suerte!

     Manlove le acompaña hasta el corredor. Hace frío. No hay luna. Se oyen tiros aislados en dirección a Tuyutí. Se deslizan sombras furtivas en el naranjal. Es el cambio de guardia. Están alertas.

     En algún lugar del campamento, cantan los soldados. Ladran los perros. De tanto en tanto se oye el grito estremecedor de las aves nocturnas.

     Sobre la mesa arde una vela. Hay una hamaca, un catre de tientos, un poncho y una colcha de algodón. Apaga la vela. Se recuesta en la hamaca sin desvestirse. No puede dormir.

     Aunque ha bebido mucho, no está ebrio sino sobreexcitado. Pasan por su mente los momentos vividos desde que salió de París. Experimenta la intensa satisfacción de haber cumplido una etapa difícil y riesgosa de una gran empresa. Deberá apresurarse para que no se malogre: una nación que moviliza ancianos y niños y ni siquiera puede vestirlos adecuadamente, se encuentra en el límite de sus reservas humanas y materiales.

     Lo que le falta hacer le parece fácil: nada más que 3000 millas de camino a través de desiertos y la cordillera de los Andes hasta el puerto de Arica. De allí en barco a Panamá, para embarcarse de nuevo, pasado el istmo, en uno de los vapores que hacen el tráfico con California, con rumbo a Nueva York. Calcula que en dos meses, a contar de esa noche, se hará a la mar la Flota Paraguaya del Atlántico.

     Manlove sabe soñar. Imagina el estupor en el Brasil, el pánico en Buenos Aires y Montevideo; las corridas en la bolsa de valores de Londres y París; las alzas en Nueva York. Al honorable Jeremías Kirkland moviendo hilos en el Departamento de Estado; induciendo espectaculares campañas de prensa que presentan a los corsarios como románticos héroes libertadores. A la Flota Imperial bajando el Paraná a todo vapor para enfrentarlos en el océano; al ejército aliado, privado de recursos, abandonando Tuyutí y repasando el río aturdido por el berrido burlón de los turututúes. A los paraguayos gritando y bailando al son de la dulce, la melancólica, la vigorosa «Palomita».

     Se ve a sí mismo en la cabina de mando de la «Nortfolk», que ahora se llama «La Asunción», en traje de almirante. Le acompañan el contralmirante Kirkland, el paraguayo Andrés Maciel y el portugués Raposso. El chino de la coleta ceba mate, que se popularizará en el mundo entero en reemplazo del café, para arruinar a los brasileños, por obra de la «Ilex-paraguayensis Manlove & Kirkland Co. Lted.».

     Los dos malayos, tocados con turbantes, con el torso desnudo, montan guardia en el puente armados de cimitarras y cuchillos perversos.

     Con la punta del pie da impulso a la hamaca en el rancho de adobe de Paso Pucú, y da vida al balanceo de la nave sobre olas azules coronadas de espuma. Contempla a la flota paraguaya desplegada en batalla en la mar borrascosa.

     Cuenta ahora con veinte navíos de guerra de gran porte. Unos los ha tomado al enemigo; otros han sido adquiridos con los beneficios del corso y el producto de la venta de acciones en la Bolsa. Están tripulados por los marinos más intrépidos, de variada procedencia, pero luciendo todos ellos en el pecho de sus blusas encarnadas la escarapela tricolor.

     Con hábiles maniobras y audaces golpes de mano se ha obligado a la Flota Imperial a refugiarse en la rada de Montevideo. El portugués Raposso quiere efectuar un desembarco con hombres escogidos, entrar a saco en la ciudad desguarnecida y obligar a los brasileños, tomados entre dos fuegos, a efectuar una salida a mar abierto, donde serán presa fácil de los buques corsarios. Kirkland prefiere intimar antes rendición al almirante Tamandaré. Manlove se inclina por el ataque y abordaje. El paraguayo Andrés Maciel no dice nada, sonríe. Manlove ya lo conoce: peleará como un león, es un bravo entre los bravos; pero estará en la batalla como un actor en la comedia.

     Manlove da un envión a la hamaca: el combate se inicia. Aunque tripuladas por negros, las naves brasileñas se baten con fiereza. Una tras otra son hundidas o abordadas. Silban las balas en todas direcciones. Las aguas, agitadas por el viento y las estelas de los barcos lanzados a toda máquina, parecieran hervir por los impactos de los proyectiles. Se combate en las jarcias, sobre las redes y cubiertas; con hachas, revólveres, espadas, bombas de mano, cuchillos. Escorada y maltrecha, «La Asunción» da alcance y engancha con sus garfios a la nave capitana de la Flota Imperial. Manlove es el primero en abordarla empuñando un revólver y blandiendo una espada. Los malayos hacen volar cabezas con sus alfanjes; el chino tira como muñecos a los negros por la borda. En la cabina de mando, el almirante Tamandaré ejecuta el único acto glorioso de su vida: se pega un tiro.

     Manlove fantasea las consecuencias inmediatas de la gran victoria naval:

     En el Uruguay asumen el poder los «blancos», partidarios de los paraguayos, y declaran la guerra al Brasil. En la Argentina, el presidente Mitre es derrocado por una revolución. El nuevo gobierno, encabezado por el general José Tomás Guido, rompe la Alianza y pide la paz. La flota paraguaya es recibida triunfalmente por una multitud en el puerto de Buenos Aires. Manlove, de pie en la proa de «La Asunción», descubre en la lente de su catalejo a una cierta viuda que agita un pañuelo...

     Un silbido largo, agudo, misterioso, burlón, le saca de sus ensoñaciones. Se sobresalta, espera. Otro silbido. Sale de todas partes y ninguna. Se le erizan los pelos. Intuye una presencia aterradora disuelta en la oscuridad. El silbido se repite una vez más, dejando la tensa expectativa de la espera del siguiente; pero, luego es sólo el silencio, con algo que anuncia lo ominoso. Más que una premonición, siente el sarcasmo de la suerte. Se levanta, enciende la vela, busca un cigarro. No podrá dormir. Tenso, angustiado, aguarda el amanecer.



     Cantan los gallos. Suena la diana, vibrante, melancólica. Murmullo de voces, trote de cabalgaduras, rechinar de carretas en un camino que pasa al borde del naranjal. Una hermosa muchacha le trae un cántaro de agua fresca. Una mujer madura deposita un canasto sobre uno de los troncos que hacen de banco bajo el alero, y le entrega, envuelto en hojas de banano, el delicioso pan de almidón de mandioca al que llaman chipá. Llega de visita el Dr. Stewart. Toman mate cebado por un asistente. Manlove comenta los silbidos que ha escuchado esa noche.

     -Hay dos versiones al respecto -dice riendo el médico escocés, jefe de la sanidad del ejército-. La primera, a la que me adhiero por principio, como hombre de ciencia, afirma que los emite una enorme araña a la que llaman ñandú-guasú. La segunda, que no me atrevo a negar en absoluto después de haber vivido tanto tiempo en este extraño país, asegura que es Pombero, un duende travieso, peludo y escurridizo, que en ocasiones se divierte interrumpiendo con su silbido inconfundible al que está contando embustes o dando rienda suelta a su fantasía.

     Manlove sorbió el mate, pensativo, y luego dijo, trabajosamente, en español:

     -Mi escouchou Pomberou...

     Reían a carcajadas cuando apareció en el claro un oficial seguido por un piquete de soldados. Vestía quepis a la francesa, casaca roja, pantalones azules de montar y estaba descalzo, al igual que sus hombres. El Dr. Stewart salió a recibirlo bajo el alero. Hablaron en guaraní.

     El Dr. Stewart volvió a entrar a la habitación, ceñudo y preocupado.

     -Ha surgido un inconveniente: pesa sobre usted una gravísima acusación.

     -¿Acusación? -repitió Manlove, sorprendido-, ¿de qué se trata?

     -Voy a averiguarlo ahora mismo. Por ahora he conseguido que no le remacharan una barra de grillos.

     Manlove no tiene suerte: los pomberos del alférez José Matías Bado se han infiltrado por la noche en el campamento de Tuyutí y han traído un ejemplar del periódico correntino que anuncia que «el mayor norteamericano James Manlove, un excelente tirador al servicio de los aliados, marcha, rifle en mano, a cazar oficiales paraguayos».

     Conforme a las ordenanzas puede ser condenado a muerte por espía, en juicio sumarísimo. Se conserva en los archivos una conmovedora carta escrita por Manlove al general Vicente Barrios, con motivo de la acusación:

     «Su sentimiento de justicia le habilitará, señor general, para dispensarme que le moleste con esta carta, cuando se informe de su contenido. Siento excesivamente que sea yo considerado como un enemigo de su gobierno, no porque encuentre molestias para mí en esa situación, sino porque como prisionero no puedo esperar verificar lo que podría hacer en otra circunstancia. No le pediré que acepte mi palabra de honor de que no intentaré dejar su ejército, o ir más allá de ciertos límites prescriptos por V. E., pero le daré otra seguridad de mi buena fe. No tengo deseos de salir de su país hasta que pueda dejarlo revestido del poder que me habilitará para ser de alguna ventaja para la República. Espero todavía que S. E. el señor Presidente y Vuestra Honorabilidad, recibirán favorablemente mi propuesta. Entre tanto, nada quiero saber de las cosas de su ejército, sino al contrario deseo permanecer completamente ignorante de todo ello. Permítame disculparme otra vez por las molestias que le doy a V. H. y suscríbame verdadero y respetuoso servidor».

James Manlove                  

Agosto, 6 de 1866           



     No le fusilan. Por fortuna para él, no le toman en serio. Hay algo de infantil, de ingenuo, de querible, en aquel hombrón desaforado.




- VII -

     Había llovido a cántaros toda la noche. Seguía cayendo una fina llovizna agitada por un helado viento sur. Tendido en su hamaca, arropado en su poncho, Manlove tiritaba de fiebre cuando vino llegando el Dr. Guillermo Stewart. No había vuelto a verlo desde la mañana fatal en que los pomberos de Bado trajeron el diario correntino. El médico escocés estaba de prisa. Le dio un remedio de yuyos y le habló sin rodeos:

     -El Mariscal López tiene la esperanza de que pueda usted justificarse y llevar a cabo la empresa. Esperemos que Mr. Washburn consiga en breve pasar al Paraguay y aclare las cosas. Entre tanto, tenga paciencia. No intente escapar, no iría muy lejos. No haga nada que pueda despertar sospechas. Si le hablan, escuche, no haga preguntas ni comentarios. Los paraguayos son en extremo vigilantes, desconfiados y cavilosos; y más astutos de lo que dan a entender. La sombra de una duda hará que le remachen una barra de grillos, si no le fusilan sin más trámites. Ha tenido usted suerte, dentro de lo que cabía esperar. Vendré a verle cuantas veces pueda hacerlo, que lamentablemente han de ser pocas. Si me necesita, no me haga llamar. Diga que está enfermo, pero sólo en caso extremo. Buenos días, y no olvide lo que le he dicho.

     Una hora después apareció en el vano de la puerta un singular personaje: joven, alto, en extremo delgado, de mejillas hundidas y palidez enfermiza. En vez del quepis a la francesa que distinguía a los oficiales, llevaba un gran sombrero de caranday con barbijo, como el que usan los campesinos paraguayos. Vestía blusa encarnada de soldado, llena de zurcidos y remiendos, pero con hombreras y galones de teniente. Los pantalones eran de casimir inglés a rayas, apretados con tientos a las pantorrillas. Estaba descalzo, pero le colgaban del hombro, atados de los cordones, un par de botines de charol destrozados por el uso. Traía al brazo un grueso capote gris de caballero, con esclavina. De la empuñadura del sable iba enganchado un paraguas.

     En inglés más que correcto, elegante, se presentó a sí mismo como el teniente Gabriel Sosa, al mando de la unidad responsable de la custodia de Manlove. Dejó los botines en el suelo, el capote y el paraguas en uno de los dos apycá -troncos tronchados que se usan como asiento-, y se sentó en el otro con un codo apoyado sobre la mesa. Manlove se incorporó en la hamaca y puso los pies descalzos en el suelo: tenía los tobillos inflamados, ceñidos por una delgada marca negra, con escoriaciones. Un soldadito, el mismo que días antes había hecho de centinela, le entregó una caja que contenía dos botellas de caña, cigarros y azúcar.

     -Regalos de Madame Lynch -explicó el teniente Sosa, sonriendo-, con esto se aliviará de todos sus males, ¿cómo va de salud?

     -Me siento mucho mejor, gracias, señor teniente -balbuceó Manlove.

     Quien parecía realmente enfermo era el teniente Sosa. Convalecía de una herida de bala en el pulmón. Se agitaba algo al hablar; pero su humor era excelente:

     -Mientras se mantenga usted a la vista, en los límites del claro que rodea esta casa, no será molestado; si va más allá, la guardia hará fuego sin aviso... ¿Tiene dinero?

     -Unas diez libras esterlinas, señor teniente.

     -Guárdelas; aquí tiene veinte pesos en billetes, para sus gastos. Una mujer le traerá la comida y hará la limpieza. Es una buena persona, pero, ¡cuidado!, tiene el grado de sargento.

     -Le obedeceré, señor teniente.

     Sosa le quedó mirando, divertido, y agregó, sonriendo:

     -Si le regala usted tres pesos con la debida discreción, sin ofenderla, lo tratará como a un hijo.

     -Lo haré, señor teniente.

     -Si usted no me compromete, yo le dejare en paz, ¿de acuerdo?

     -Como mande, señor teniente.

     El oficial ya no pudo contenerse y rompió a reír. La enorme mole encorvada, desgreñada, abatida y patética de Manlove producía un efecto cómico. Estaba desmoronado.

     -¡Ánimo, mi amigo, que su santo es bueno! -le dijo jovialmente el oficial, sin dejar de reír.

     Manlove sólo entendió que era algo favorable. En el campamento paraguayo significaba que era visto con buenos ojos por el Mariscal; el santo-jhú, el santo negro, lo contrario.

     Volvía a llover torrencialmente. El techo de paja tenía algunas goteras. Sosa decidió esperar a que escampara. Destapó una de las botellas, que en vez de corcho tenía un pedazo de marlo de maíz, y sirvió caña en un jarro de cerámica que había sobre la mesa.

     -Bebamos a su salud, ¡usted primero!

     El efecto fue inmediato, milagroso. Sosa bebió a su turno; pero, antes de hacerlo, declamó dirigiéndose al jarro:

     -Si estamos tristes, caña; si contentos, caña... ¡Aguardiente delicioso, el mejor de los soldados! Das coraje en el combate, curas nuestras heridas, alivias el dolor físico y moral. ¡Tendrías que ser condecorado!

     Rió otra vez y explicó:

     -Hay que hablarle a la caña para aplacar al demonio que dicen que tiene adentro.

     La cordialidad inteligente y generosa del joven oficial fue como un bálsamo para Manlove, que hasta la víspera se daba por difunto. Andrés Maciel le había tratado con dureza durante los interrogatorios. Quiso obligarle a confesar que había venido al campamento paraguayo con un pretexto disparatado y el objetivo real de asesinar al Mariscal López por una millonaria recompensa ofrecida por el enemigo. Le amenazó con someterlo a la «cuestión», esto es, a torturas, y después fusilarlo. Le salvó la carta que escribió en su descargo al general Vicente Barrios. Como se enteraría mucho después, el Dr. Stewart, encargado de traducirla, la leyó como algo gracioso a la hora del almuerzo en el cuartel general, en presencia de Madame Lynch.

     Los generales Barrios y Resquín opinaban que Manlove debía ser fusilado.

     Isidoro Resquín, jefe de la Mayoría y encargado de disponer los castigos por las faltas graves e insignificantes, pensaba siempre lo peor de todo el mundo. Pésimo general y puntilloso burócrata, tenía el mérito de la fidelidad inquebrantable. Hacía de perro guardián en el ejército y de bufón en la mesa del Mariscal. Sólo había oído la palabra «corsarios» referida al ganado que entra en las chacras a destruir los sembrados de los agricultores. Lo único que entendió de las explicaciones que le dieron fue que eran unos forajidos. Manlove, dijo, no sería el primero ni el último asesino a sueldo que los aliados enviaban al campamento paraguayo para matar a López. Las pruebas circunstanciales en su contra eran abrumadoras.

     Vicente Barrios, cuñado de López y menos obtuso que Resquín, no le creía una palabra al aventurero norteamericano. Seguramente era un tilingo desaforado como su compatriota Edward Hopkins, que casi provoca una guerra con los Estados Unidos. Si se le otorgaban los poderes discrecionales que pedía, lejos de todo posible control, podría comprometer gravemente al país, con daño del prestigio internacional que estaba ganando con su heroica defensa.

     En cambio el artillero José María Bruguez se mostró abiertamente partidario de correr el riesgo y apoyar el proyecto de Manlove.

     López dudaba.

     -¡Señor! -exclamó entonces Madame Lynch, juntando las manos y mirándole con expresión de súplica.

     -Está bien -dijo el Mariscal-, esperemos a ver qué pasa, y qué hay detrás de todo esto.

     Manlove, que había pasado tres días poco menos que en capilla, en una choza próxima a la Mayoría, donde se sustanciaba el proceso, y dormido dos noches en el suelo, sujeto por los tobillos con un lazo tenso entre dos estacas, fue devuelto a su rancho más muerto que vivo.

     La visita del teniente Sosa le dio nuevas esperanzas. Eran demasiadas liberalidades para un sospechoso de espionaje y magnicidio frustrado. Por lo visto los paraguayos dudaban respecto a la culpabilidad del preso, y el proyecto de corsarios por lo menos había sido tomado en cuenta. Todo dependía ahora de que Mr. Washburn pudiera entrar al Paraguay e informar al gobierno quien era James Manlove.


- VIII -

     Manlove decidió armarse de paciencia y entretenerse observando cuanto le rodeaba. A pesar de su aislamiento, conforme pasaban los días se iba enterando de más cosas. Desde un lugar que acabó por descubrir en el perímetro que le estaba permitido recorrer en sus paseos alrededor del rancho, podía atisbar un tramo del camino que pasaba por el borde del naranjal. El teniente Sosa le había traído números atrasados de «El Semanario», el periódico oficial que se editaba en Asunción, y otras publicaciones que se hacían en Paso Pucú, en la imprenta del ejército. A fuerza de releer acabó por entenderlos, mejorando un tanto su conocimiento del español, y aprendiendo algunas palabras en guaraní. El teniente Sosa le visitaba todos los días; pero, salvo en las cuestiones sin importancia, era muy reservado. Manlove seguía el consejo del Dr. Stewart: no hacía preguntas.

     Por lo que había podido ver a su llegada y durante los días en que estuvo sometido a interrogatorios, el campamento paraguayo tenía el aspecto de una granja bien cuidada. Los cuarteles eran amplios y aireados, las chozas y los patios barridos con esmero; los bordes de los caminos libres de malezas. Había huertos y sementeras; extensos naranjales cuya abundancia de frutos estaban a disposición de quienes los recogiesen. Andaban sueltos una cantidad de cerdos, cabras y multitud de gallinas. Y un gran número de perros. El teniente Sosa tenía el suyo, que le seguía por todas partes. Le dijo a Manlove que los soldados solían llevarlos consigo cuando hacían servicio de trincheras.

     Algunos perros se habían distinguido en las grandes batallas, como el famoso Barcino, cuyas hazañas aparecían en las crónicas del «Cabichuí», periodiquín del campamento, escrito en castellano y guaraní, en el que colaboraban los soldados; y también lo ilustraban con grabados hechos en madera con la punta de sus cuchillos. Los dibujos, aunque ingenuos, eran sumamente expresivos. Según el «Cabichuí» los perros eran utilísimos porque olfateaban de lejos a los hediondos cambá y les tenían una rabia feroz.

     Los paraguayos llamaban indistintamente cambá, negros, a los enemigos, cualquiera fuese el color de su piel. Entre ellos mismos había negros, incluso entre la oficialidad, cosa que Manlove no había visto entre los aliados. Tal era el caso del coronel Silvestre Aveiro, integrante del tribunal en el juicio contra el presunto espía.

     Cada división tenía carpintería, sastrería, talabartería y otros talleres en los cuales los soldados se aplicaban a sus oficios de tiempo de paz. Aunque cubiertos de harapos, los hombres eran extremadamente limpios y pulcros en sus personas. Se fabricaban jabón de sebo y lejía de cenizas. «El soldado sucio -decía el «Cabichuí»-, es un peligro y un estorbo para sus camaradas; muestra en su desaliño falta de decoro y flojedad de ánimo».

     Escaseaba el vestuario, pues se habían agotado las existencias de lonilla y bayeta, importados de Inglaterra, de los que se confeccionaban los uniformes. Los individuos de tropa ofrecían un aspecto abigarrado. Algunos lucían uniformes completos del enemigo, que era de tres naciones diferentes, aparte de que cada batallón brasileño tenía el propio. Lo más común era una suerte de jergón a modo de falda, apretado con la faja y el cinturón, al que llamaban chumbé. Por lo general iban con el torso desnudo, salvo que hiciera mucho frío. Quienes tenían mejores prendas las reservaban para fiestas. De lo que jamás prescindían era del morrión de cuero con barbijo. Los oficiales estaban un poco mejor vestidos, pero andaban igualmente descalzos hasta el grado de coronel. Parecían vigorosos, bien nutridos, más altos y robustos que los soldados que Manlove había visto en el campo aliado. Hacían gala de un buen humor jocundo.

     El Dr. Stewart le había dicho que los paraguayos eran muy obedientes, las faltas pocas y muy raros los delitos. No había un lugar destinado a prisión. Las faltas eran castigadas con azotes; pero estos debían ser ordenados por escrito por el general Isidoro Resquín, jefe de la Mayoría, después de haber tomado conocimiento, también por escrito, de la falta cometida. La pena para jefes y oficiales era la de servir temporalmente como soldados o sargentos; o quedar por un tiempo fuera de servicio con el estigma del santo-jhú, el desagrado de López, y la repulsa, sincera o prudentemente fingida, de sus camaradas.

     Manlove veía pasar por el camino carretas y viandantes. Le llamó la atención que los soldados de caballería anduvieran a pie, llevando sus montados de la brida, la cual en realidad no era más que un bocado de cuero.

     Había muchas mujeres y niños. Visitaban al prisionero vendedoras de cigarros, chipas, dulces y otras golosinas; pero, ni a cambio de una de sus monedas de oro consiguió que le trajeran una botella de caña. Cuando había bombardeo, todo el mundo corría a recoger las balas de cañón que no habían estallado, pues recibían a cambio puñados de maíz. La temeridad y la imprudencia eran tales, que a veces se producían accidentes. A pesar del enorme derroche de munición, como los aliados disparaban a ciegas, ocasionaban poco daño. Había caído en desuso la orden de ponerse a cubierto cuando arreciaba el bombardeo. El propio Manlove no tardó en acostumbrarse y ya no les prestaba ninguna atención.

     La comida que le daban era sabrosa y abundante, aunque un tanto monótona. La mujer que le atendía se llamaba doña Severa. (Sobrevivió a la guerra. Se refiere a ella un extenso artículo firmado por Nicolás Aymot, aparecido en el diario «El Orden» de Asunción, del 5 de marzo de 1927). Bien plantada, enérgica, de piel cobriza, rasgos angulosos, era muy pulcra y andaba siempre contenta. Cuando doña Severa llevaba la ropa para lavar, Manlove, que no tenía mudas, andaba envuelto en una colcha hasta que ella la traía de vuelta, prolijamente planchada y aromada con pacholí. Cada semana, a su pedido, le visitaba el barbero, un mulato alegre y parlanchín que había perdido una pierna en combate y ostentaba el grado de alférez en servicio activo.

     Los centinelas -a veces no había ninguno-, se mostraban amistosos pero reservados. Ya no guardaban la formalidad de mantenerse tiesos en sus puestos. Se sentaban por ahí, con el fusil al alcance de la mano, entretenidos en trabajar cueros con sus facones filosos como navajas. Una vez vio a uno de ellos, joven de unos dieciocho años, trenzando un magnífico arreador. Le preguntó para qué lo quería, siendo un infante. Lo hizo por bromear, sin esperar respuesta. El mozo se echó a reír y dijo en buen castellano:

     -Es un rebenque guaireño, señor, para pegarle a los macacos: le tienen más miedo que a las balas.

     Manlove lo comentó con el teniente Sosa, que se avino a explicarle:

     -Es una travesura. Como tienen orden de no tirotear inútilmente en las trincheras, cuando los macacos se ponen cargosos les muestran el látigo y lo hacen restallar con tal maestría que suenan como pistoletazos. Los negros se ponen furiosos, porque alude a su condición de esclavos.

     Hizo una pausa como si estuviera decidiendo si debía seguir o no, y luego dijo:

     -Nuestros hombres son conscientes de la enorme superioridad numérica y material del enemigo; pero, cuanto mayor es su número, tanto más se ríen de ellos. De noche suelen hacer a los brasileños toda suerte de diabluras, como tirarles flechas y bodoques disparados con unos arcos que los niños usan para cazar loros.

     Vaciló de nuevo, y concluyó con una cierta amargura:

     -Le puedo asegurar, amigo Manlove, que desgraciadamente los soldados brasileños no son gente a la que se pueda arrear a latigazos o derribar con bodoques. Son tan bravos como los nuestros; pero así los nuestros se olvidan que es preciso economizar cartuchos, mientras el enemigo los tiene de sobra.



     Manlove no había esperado encontrar en un país tenido por bárbaro un orden y una organización tan eficientes, que parecían provenir de las costumbres antes que de una ley impuesta. Su admiración por los paraguayos iba en aumento, así como su impaciencia por hacerse corsario y salvarlos de la ruina.



     Pasado el susto y satisfecha la curiosidad, Manlove comenzó a aburrirse. Los días pasaban con lentitud desesperante. Los marcaba en el tronco del árbol que había junto a su rancho. En las ramas desnudas iban apareciendo brotes verdes. El cañoneo se hizo espaciado. Hubo jornadas en que no se oyó ni un tiro de fusil. Los paraguayos eran muy aficionados a la música y las fiestas. Las bandas recorrían las trincheras dando conciertos. De noche había bailes en los cuarteles de las distintas divisiones. Al principio le agradaba escuchar, pero al cabo de un tiempo aquellos zafarranchos se le hicieron insufribles. El Dr. Stewart no cumplió la promesa de visitarle, por lo que nada sabía de la marcha de sus asuntos y de la posible venida de Mr. Washburn. Pensó hacerse el enfermo, pero, como nada necesitaba en realidad, creyó poco decoroso hacer uso del ardid que le sugiriera el médico británico.

     Los días de calor se iban haciendo frecuentes. Abrumado de tedio, hizo planes de fuga, a sabiendas de que no los pondría en práctica. Si lograba regresar a las líneas aliadas probablemente conseguiría explicarse y sería puesto en libertad. Pero, ¿y después? ¿Cómo regresar a los Estados Unidos? No le quedaba un centavo. Si salvaba este inconveniente, tendría que volver a los apremios económicos, al acoso de los acreedores, a la histeria de su familia, al desdén de amigos y socios desengañados. A todo esto se agregaba que, de una manera imperceptible, el Paraguay se le iba adentrando en pliegues cada vez más profundos de su corazón; se sentía inexplicablemente comprometido con su suerte, hasta el extremo que dejarlo ahora sería como abandonar algo entrañable en un acto de traición contra sí mismo. Entonces se aferraba desesperadamente a la esperanza de llevar a cabo su proyecto de corsarios. Una noche, paseando ensimismado, fue más allá de los límites que le estaban permitidos. Una bayoneta, salida de la nada, le pinchó en las costillas y lo despertó a la realidad.

     Sabía que los aliados estaban preparando una ofensiva. Nada había dicho al respecto ni en los extensos memoriales y cartas que escribió, ni verbalmente en los interrogatorios bajo amenaza de tormento. Ahora esperaba el ataque con impaciencia. Una gran batalla podría cambiar las cosas; o ser, por lo menos, un remedio para el aburrimiento.

     Transcurrió el mes de agosto y amaneció el 1º de setiembre, con todas las apariencias de que sería tan pacífico como los anteriores. Manlove se había aficionado al mate. Después del tabaco, no hay nada en el mundo que ayude tanto a matar el tiempo y soportar la soledad. Avivó el fuego en un fogón que tenía bajo el alero, calentó agua en una calderilla de barro, cargó yerba en una calabaza, cebó un mate y salió al patio a sorber por la bombilla el amargo brebaje. De paso marcaría la fecha en el árbol. Lo encontró milagrosa y soberbiamente engalanado de bellísimas flores sonrosadas. Sintió una emoción intensa, seguro de que cambiaría su suerte de ahora en más.

     Pasó el resto de la mañana canturreando alegremente, lleno de optimismo. Almorzó con apetito. Bromeó con doña Severa. Se disponía a hacer la siesta en la hamaca cuando retumbó un tronar compacto como si de pronto se hubiera desencadenado un huracán. Se alzó del campo paraguayo una jubilosa, multitudinaria gritería.

     Salió al patio. El centinela -el mismo muchacho trenzador de rebenques guaireños-, que hasta poco antes dormitaba bajo un naranjo con el fusil entre las piernas, estaba ahora de pie, escuchando el cañoneo. Era hacia el río Paraguay, tres millas al poniente. Al rotundo tronar de los cañones aliados, replicaba resueltamente el agudo y quejumbroso de los paraguayos. No era un bombardeo sino una batalla.

     Manlove se acercó al soldado y le preguntó:

     -¿Qué está pasando, amigo?

     El mozo respondió con una sonrisa feliz:

     -Los macacos, señor, ¡si Dios quiere y la Virgen van a atacar esos diablos!

     Era un adolescente. Tenía un faldín de cuero, el morrión, la cartuchera y el fusil de chispa con la bayoneta calada. Le colgaba del hombro el rebenque guaireño.

     -¡Cómo!, ¿quieres que ataquen?

     El rostro del muchacho se endureció en un gesto de odio y amargura:

     -¡Pues sí, señor, para matarlos a todos!


- IX -

     Los aliados habían decidido efectuar un desembarco frente a la trinchera de Curuzú, que, sobre el río, defendía la derecha paraguaya, separada del centro por marjales y lagunas intransitables. Tomada esa posición, se proponían marchar sobre la fortaleza de Humaitá, en la retaguardia de Paso Pucú, obligando a López a retirarse apresuradamente abandonando las sólidas posiciones frente a Tuyutí, aceptar una batalla a campo abierto, tomado entre dos fuegos, o encerrarse en Humaitá, donde sería reducido por hambre. De realizarse con éxito, la maniobra pondría fin a la guerra en unos cuantos días.

     El primer escalón sería el II ejército brasileño, de 10.000 hombres al mando del general Porto Alegre, que comenzó a embarcarse en Itapirú a las cuatro de la mañana del 1 de setiembre de 1866.

     A las siete y media, el almirante Tamandaré dio a la escuadra la orden de avanzar. Quince poderosos buques de guerra, con trescientos cañones y un periodista del diario «La Tribuna» de Buenos Aires, a bordo del acorazado «Tamandaré», para que informase a los impertinentes porteños cómo la Flota Imperial del Brasil descangalhava a los paraguayos, se pusieron en marcha.

     A las ocho ya estaba embarcado todo el II ejército, y media hora después los transportes levaban anclas y remontaban también el río Paraguay.

     A las nueve y 45' fondearon frente a la laguna Piris, lejos de la vista de las posiciones paraguayas. Se esperaba que la escuadra silenciara las baterías de Curuzú, mil metros arriba de la Guardia del Palmar, sitio elegido para efectuar el desembarco.

     A las once y media el almirante Tamandaré dio orden para que los acorazados se adelantaran hasta aquellas posiciones para bombardearlas. A las doce y 30' abrieron fuego al unísono. Los cañones paraguayos de la batería de Curuzú, que eran tres, uno de a 68 y dos de a 32, contestaron de inmediato. Fue lo que Manlove oyó cuando se disponía a dormir la siesta.

     Las tres piezas de la batería costera de Curuzú, al mando del teniente Gill, estaban magistralmente emplazadas por el genial artillero José María Bruguez, de modo de dar máxima eficacia a sus tiros y fuese muy difícil acertarles desde el río. El acorazado «Río de Janeiro» recibió certeros disparos del cañón de a 68, manejado por el alférez Deogracias Lugo, que estrenaba balas cónicas con punta de acero, recién fabricadas en los arsenales de Asunción. La coraza fue atravesada en dos partes cerca de la proa. Otra de las balas penetró en una de las portiñolas, inutilizó una pieza y puso fuera de combate a varios hombres de la tripulación. El «Río de Janeiro» tuvo que retroceder para pasar sus heridos a otro barco y reparar sus averías.

     Uno tras otro, los demás buques de la escuadra se fueron retirando más o menos maltrechos. Desde el «Tamandaré», que según nota del almirante del mismo nombre, no se puso a tiro de la batería costera «para preservar el ingenioso mecanismo de inutilizar torpedos que el buque lleva en la proa», el corresponsal de «La Tribuna» escribía a su diario:

     «Las baterías paraguayas contestaron enérgicamente el fuego que se les hacía, y digo con franqueza, sus cañones son muy bien servidos y las punterías que ellos hacen, magníficas».

     La Flota Imperial había recibido un duro e inesperado castigo.

     Las tropas del II ejército brasileño permanecieron a bordo de los transportes, sin efectuar el desembarco que estaba planeado.



     Mientras duró el cañoneo, Manlove no pudo estarse quieto, enloquecido de ansiedad. Se habían olvidado de él, hasta el centinela se había ido. Pasaban por el camino, marchando en una y otra dirección, pequeñas formaciones de soldados que charlaban alegremente. Al cruzarse se hacían burlas que celebraban con gritos y carcajadas. Doña Severa le trajo cualquier cosa para la cena y se marchó enseguida, sin retirar los platos. Parecía tener alas en los pies. Estaba contentísima.

     -¡Usted mucho contenta, doña Severa!

     -¡Vienen los cambá! -había respondido la mujer, por toda explicación.

     De noche percibió una animación de vísperas de fiesta, pero no hubo músicas y bailes.

     Al amanecer, en el momento en que marcaba el 2 de setiembre en el lapacho florecido, se reanudó la batalla con redoblada violencia, extendiéndose más al norte, aguas arriba.



     Cuatro acorazados avanzaron por un canal próximo al Chaco, que por delación de un tránsfuga, Jaime Corvalán, sabían libre de obstáculos, hasta cerca de la estacada de Curupayty, dos quilómetros arriba de la trinchera de Curuzú. Fondeados, abrieron fuego contra la batería costera del alférez Pantaleón Urdapilleta, que contaba con una sola pieza. Fue un duelo memorable.

     En el cuartel general de Paso Pucú, el Mariscal López recibió un telegrama:

     «Excelentísimo señor: tengo el honor de llevar a conocimiento de V. E. que en este momento tengo cuatro corazas que se baten contra mi pieza, pero el valor y la decisión paraguaya suplen por seis de ellos. Dios guarde a V. E. muchos años».

Pantaleón Urdapilleta                

     Fueron tales los estragos que hizo, que se le perdonan la baladronada y algún error gramatical.

     Al mismo tiempo, en Curuzú, el teniente Gill continuaba batiéndose desde los escombros de su batería contra el grueso de la escuadra. El alférez Deogracias Lugo había perdido su pieza de a 68, y ahora manejaba una de las de a 32. Los infantes del batallón 27, y un escuadrón de caballería desmontada al mando del capitán Blas Montiel -uno de «Los Montieles»-, asistían al espectáculo tendidos sobre la barranca. Celebraban con vítores los impactos en los acorazados. Los chaflaneros, provistos de palas, iban reparando sobre la marcha los daños ocasionados por las bombas en los Parapetos. Cuando alguno de ellos volaba por los aires, sus camaradas prorrumpían en gritos y carcajadas, burlándose de la muerte:

     -¡Jaque, Timó, hijo de la diabla!

     -¡Nos divertiremos en tu nombre!

     -¡Pipu'uuu!

     En lo más reñido del combate vinieron llegando, al tranco de sus cabalgaduras cuatro inseparables jinetes, que fueron vitoreados por las tropas: el general José Díaz, el alférez Eduardo Vera, el sargento Ciriaco Larrosa y el trompa Cándido Silva.

     Díaz ordenó a sus ayudantes, de valor tan legendario como el de su jefe, que se pusieran a cubierto en una zanja. Se paseó por la barranca sofrenando a su montado, que bellaqueaba aturdido por el fenomenal bombardeo. Después le hizo subir a un terraplén y se puso a observar a los acorazados. Fue reconocido. Concentraron el fuego contra él. Balas lisas y bombas pasaban silbando junto a su cabeza, estallaban a su alrededor en la tierra y en el aire. Cesaron los gritos: temblaban de miedo los soldados.

     Al cabo de un rato, molesto por la humareda que le estorbaba la buena observación, descendió del terraplén dando palmadas cariñosas al cuello tembloroso de su famoso alazán de patas blancas. De todas las gargantas salió un largo sapucai de inmenso alivio.

     -Pon a tus hijos a cubierto -ordenó al capitán Blas Montiel se están apeligrando de más.

     -Y tú, mi padre, ¿por qué te apeligras de ese modo?

     -Porque yo mando, mi hijo -respondió Díaz, afablemente-; puedo, si se me antoja, encender mi cigarro con la mecha de una bomba.

     «Padre» e «hijo» era el trato que recíprocamente se daban soldados y oficiales en el Paraguay patriarcal de aquellos tiempos.



- X -

     El Mariscal Francisco Solano López estaba de pie, inmóvil, como petrificado, bajo el toldo que había frente al cuartel general de Paso Pucú, mirando hacia la explanada que desciende hacía el río Paraguay, distante unos seis quilómetros. Suele permanecer largo tiempo en esa postura, ensimismado, como ausente del mundo.

     Tiene cuarenta años. Es bajo, corpulento, de piernas cortas algo arqueadas hacia atrás; manos y pies pequeños. La tez blanca, quemada por el sol; facciones regulares, cerrada barba negra. Párpados caídos, fatigados. Ojos pequeños, que pueden ser vivaces, o agazaparse sombríos con la torva y aviesa mirada de los indios. Puede desplegar arrolladora simpatía, ser amable y amistoso, como mostrarse insufriblemente altivo.

     Lleva puesto un sombrero blanco de alas anchas. Viste blusa negra, pantalones de montar azules con una franja roja en los costados, botas charoladas con pequeñas espuelas de plata. Siente afición por las botas: los aliados encontrarán cincuenta pares de ellas en sus bagajes. Luce en el pecho la medalla de Caballero de la Orden Nacional del Mérito. Como de costumbre, está desarmado. Sólo ocasionalmente, y cuando visita las posiciones, lleva un espadín de ceremonias.

     No tiene buena salud. Según el Dr. Stewart, el estado séptico de la boca le ocasiona autoinfección y continua dispepsia. Quienes le tratan le admiran, le ternen, le detestan; pero no pueden sustraerse al dominio de su voluntad de hierro y a la fascinación de su personalidad. Se le puede aborrecer, pero nunca achicar.

     Decía el Dr. Faustino Benítez, y refrendan sus palabras pruebas y testimonios:

     -Se quejaba el Mariscal de no haber tenido juventud. A los quince años de edad, su padre ya le impuso cargas abrumadoras y graves responsabilidades. Desde entonces estuvo siempre absorbido totalmente por el servicio público. Poseía elevación de miras: que se sepa, nunca expresó ni verbalmente ni por escrito un sentimiento bajo o indigno. Y no era hombre de fingimientos: no se le conoce una sola falsedad. Tenía una viva emotividad que procuraba reprimir y ocultar, pero que se trasluce hasta en su correspondencia oficial: se interesa de la salud, de los pequeños problemas de sus subordinados, así sean estos simples soldados. Quería entrañablemente a sus hijos, los habidos con Madame Lynch y con Juanita Pesoa, amiga de su juventud a la que nunca abandonó. Sin embargo, ni sus amigos más íntimos se franqueaban con él; sus propios hermanos mantienen la distancia, le dicen «señor» y le tratan de «usted». Salvo cuando hablaban en guaraní, que todo lo nivela. Sospecho que por eso el Mariscal, que además del español dominaba el francés y conocía el inglés, prefería expresarse en el idioma de su pueblo. No hay noticia de alguien a quien hubiese hecho una confidencia personal; y de nadie, salvo su padre, que haya ejercido influencia sobre él. Pero la influencia de su padre le marcó para siempre. Podría rastrearse la huella del viejo López en la mayoría de sus actos. Su imperativo dominante era el deber, y en esto no transigía consigo mismo ni con nadie. Era el primero en someterse a las leyes que dictaba. El poder absoluto le hizo sirviente de todos. El precio de su orgullo fue la soledad.

     Igual que Don Carlos, procura estar en todos los detalles, decidir en todos los asuntos. En tiempos de paz solía revisar personalmente hasta las cuentas de gastos de los vapores del Estado que hacían la carrera entre Asunción y Buenos Aires. Esta manía le obliga a someterse a un trabajo abrumador, y deja escaso margen a la iniciativa y responsabilidad de sus colaboradores. A veces les reprende porque no han cumplido sus instrucciones al pie de la letra; otras porque no han tomado decisiones sobre la marcha en situaciones imprevistas.

     A pocos pasos, a la sombra de un naranjal, aguardan, con los caballos ensillados, oficiales de órdenes y soldados dependientes de la Mayoría. Sentados en largos troncos, departen alegremente sin distinción de grados. De tanto en tanto estallan en ruidosas carcajadas. Otros se entretienen jugando a la taba. Montan guardia soldados de la Escolta: hombres de hermosa estampa, que, a diferencia de los demás, visten uniformes completos, más o menos desgastados, y también andan descalzos.

     No se sienten cohibidos por la presencia del Jefe Supremo. El trato que le dan es respetuoso pero no servil. Le dicen simplemente «señor», o de preferencia caraí, que en guaraní sólo retiene su sentido moral; y también che ru, «mi padre», como a cualquier superior.

     El cañoneo en el río es incesante. También disparan desde Tuyutí, pero las baterías de la línea de Rojas no contestan. Un terraplén protege el cuartel general de los tiros que se hacen desde el sur, pero nada de los disparos de la escuadra, que hoy se ha adelantado más que nunca. De vez en cuando estallan bombas en la explanada, pasan de largo o revientan en el aire. Nadie parece hacerles caso.

     El cuartel general de Paso Pucú se encuentra en una loma que ofrece una amplia visión panorámica, a una legua y media del campamento aliado de Tuyutí, a dos de Curuzú, a tres de Humaitá y a setenta de Asunción. Es el centro de un sistema de comunicaciones telegráficas que permite estar al tanto de cuanto ocurre en toda la extensión del frente y en la próxima y remota retaguardia, y tomar decisiones que se ejecutan en el acto. Los recursos son escasos, pero el Mariscal los tiene todos en un puño. En esto, como en muchas otras cosas, se ha anticipado trágicamente al futuro.

     Bajo un amplio solero, sentados en torno de una larga mesa, trabajan varios escribientes pasando en limpio los despachos dictados a primera hora por el Presidente de la República, hombre en extremo laborioso y papelero. Desde una casa vecina, los telegrafistas envían al general Isidoro Resquín los partes que llegan desde los distintos sectores del frente, dando cuenta de las novedades más nimias. Si hay algo importante, o es preciso tomar alguna decisión urgente, se informa también al Mariscal.

     El secretario Luis Caminos recibe y contesta los extensos informes que llegan de la capital por barco o telegrama. Versan sobre la cantidad de liños sembrados, la adquisición de productos agrícolas y ganado en pie para consumo del ejército; el resultado de las pruebas realizadas con fibras de caraguatá y hojas de palmera para la confección de telas para vestuario y la fabricación de papel; la búsqueda de nuevos yacimientos de salitre y azufre; las excepciones consentidas en determinadas épocas del año a la ley de enseñanza primaria obligatoria, para que los niños ayuden a sus madres en los trabajos agrícolas; las pensiones a mutilados y viudas; el cuidado de los huérfanos de guerra; el estado de los 6.243 heridos, enfermos y convalecientes que hay en la fecha en los hospitales de Asunción y Cerro León; la fabricación de vacuna antivariólica, el cultivo de plantas medicinales que han probado su eficacia en el tratamiento de heridas y enfermedades; la marcha de los trabajos en la fundición de hierro de Ybycuí y en los Arsenales de Asunción; el resultado de los últimos reclutamientos, la instrucción de los reclutas; el rescate de los 700 esclavos nacidos antes del decreto de libertad de vientres, para que hechos ciudadanos puedan servir en el ejército...

     Un servicio de información sumamente eficaz a pesar del bloqueo le ha permitido a López enterarse con suficiente anticipación de los planes de ataque del enemigo. Sin embargo, los planes de guerra nunca se realizan al pie de la letra. Pueden adelantarse, demorarse, cambiarse sobre la marcha; están sujetos a circunstancias imprevistas, a los caprichos de la Fortuna. Los estrategas aficionados que comentan las operaciones en la prensa internacional no saben que en la guerra sólo se puede hacer lo que deja hacer el enemigo. Y López no es un aficionado.



     Ha tomado las medidas que estaban a su alcance para rechazar la ofensiva. Entre otras, la de persuadir hasta a la última cocinera del campamento que, si el enemigo ataca, será aniquilado. De allí el enorme entusiasmo con que se espera la batalla. Pero, él mismo no se siente tan seguro, y no le esta permitido dejar traslucir la sombra de una duda.

     El día de ayer los pomberos confirmaron los informes de los agentes confidenciales que operan en Corrientes, Paso de Patria y Tuyutí, de que los transportes fondeados frente a la laguna Piris tienen a bordo no menos de 10.000 hombres. López no subestima a los soldados brasileños. Alguna vez le dirá a Mr. Washburn, según este consigna en sus «Memorias»:

     -Es un error de muchos suponer que el soldado brasilero no quiere pelear. Los hombres son bravos. Realizan proezas de valor iguales a las de los mejores de mi ejército. Pero los oficiales son ignorantes e incompetentes. Hay tal falta de energía, tan poca disposición para aprovechar las ventajas temporales que obtienen, que me es fácil tenerlos a raya largo tiempo. Confío que entre tanto los aliados riñan entre sí y se quiebre la Alianza. El tesoro brasilero no resistirá mucho más la tirantez creada por la guerra. El Imperio agotará sus recursos antes de que el Paraguay sea arrollado y vencido.

     Benigno López, hermano menor del Mariscal, que posee una mente lúcida y un espíritu frío y penetrante, piensa de otro modo. Por aquella misma época le dice al entonces capitán Bernardino Caballero, mientras contemplan al ejército aliado que, como gustaba hacer de vez en cuando, forma en batalla frente a Tuyutí para impresionar a los paraguayos con su formidable poderío:

     -Umi camba ja hechava upépe niko jajukapáta; a esos negros que vemos allí vamos a matarlos a todos. Pero vendrán más. Mi hermano cree que acabarán por agotarse. No hay que hacerse ilusiones. Cuanto más negros matemos, cuanto más dinero gasten y más se endeuden, tendrán que mandar más y más al matadero. No hacerlo acarrearía el derrumbe del Imperio. Y pueden hacerlo, te lo puedo decir yo que viví algún tiempo en el Brasil... ¡Upe che hermano niko itarova, los camba ndosomoái nunca!

     «Ese mi hermano está loco; los negros no se soltarán, no acabarán, no quebrarán nunca».

     También el Mariscal era consciente de esta posibilidad:

     -Si llega lo peor -siguió diciendo a Mr. Washburn-, no habrá rendición. Todos pelearemos hasta morir. La vida es nada, simplemente nada; cosa de pocos años más o menos. Es preferible la muerte a entregar el país como despojo al enemigo.

     López no comparte la opinión de los comentaristas militares de América y Europa, que afirman que los generales aliados son estúpidos, porque sólo atinan a embestir de frente. Esto no es cierto. Cuando pueden maniobrar lo hacen, y muy bien. Lo que ocurre es que las medidas que ha tomado no les dejan otra opción que aplicar la táctica del toro.

     No pueden internarse en el país aparentemente desguarnecido, porque ha retirado la población civil de una extensa zona, dejándola completamente privada de recursos. Los aliados, tras dividir su ejército en dos partes más o menos equivalentes en número al ejército paraguayo en su conjunto, tendrían que avanzar por regiones difíciles y desconocidas, venciendo obstáculos naturales, llevando a cuestas armas, bagajes, municiones de boca y guerra, expuestos a que una fuerza muy inferior les aniquile aprovechando las ventajas del terreno.

     Tampoco pueden flanquear por tierra la línea de Rojas, frente a Tuyutí, sin dislocar su ejército en un frente muy largo, debilitándolo peligrosamente con respecto a un enemigo atrincherado en sus bases que opera en líneas interiores.

     Para desgracia del Paraguay, los generales aliados conocen su oficio y no siguen los consejos de los estrategas aficionados.

     En verdad, piensa López, el ejército aliado no puede dar un paso sin la escuadra, y la escuadra no puede remontar el río antes de que el ejército le despeje el camino apoderándose de la fortaleza de Humaitá. El tan vilipendiado almirante Tamandaré tiene razón: ¿qué se adelantaría con que unos cuantos acorazados forzasen el paso de Humaitá, aunque pudieran hacerlo sin que fueran hundidos la mitad de ellos y malamente averiados los demás? ¿Qué harían una vez que estuviesen del otro lado, sin medios para reabastecerse de municiones, combustible y alimentos, y de reparar sus averías? López sabe que los marinos brasileños sospechan que los argentinos insisten en que se emprenda una operación inútil y temeraria, si no suicida, porque desean ver destruida la Flota Imperial.

     Tres meses atrás la situación era muy distinta y sumamente grave. El II ejército brasileño se aprestaba a invadir el Paraguay por Itapúa y marchar sobre Asunción, cuando todavía podía hacerlo aprovechando los recursos de la zona; la escuadra, desembarcar tropas cerca de Humaitá, a espaldas del ejército paraguayo; este podía ser flanqueado por la izquierda y atacado por el frente, que estaba apenas fortificado y ofrecía amplias posibilidades de maniobra contando con tan enorme superioridad de recursos y efectivos.

     López fue informado por sus espías que el general Mitre tenía un plan de batalla que aprovechaba estas opciones objetivas y lógicas. Debía ejecutarse el 25 de mayo, aniversario de la independencia argentina. Sobre los paraguayos se cernía un peligro mortal.

     La Historia no ha confirmado que existiese aquel plan; pero López no era un historiador que examina documentos y verifica su autenticidad en un gabinete de trabajo, sino un jefe militar que se mueve en la incertidumbre, depende de los caprichos de la Fortuna, de la comprensión, iniciativa y energía de los jefes subordinados, de la voluntad expresada en la acción de millares de hombres que se juegan la vida. Y tiene un tiempo limitado para decidir. Dos años después le dirá al general Caballero, cuando discutían la acción de Acayuasá, que culminó en una victoria:

     -Hay que procurar adivinar lo que van a hacer los macacos, ¡pero no somos macacos, Caballero, no somos macacos!

     Decidió anticiparse y atacar al enemigo en Tuyutí el 24 de mayo. Fue un golpe de audacia rayana en la temeridad. Era posible entonces, aprovechando ventajas tácticas transitorias, que podían cambiar en horas, aniquilar al enemigo o darle un golpe tan demoledor que paralizase la ofensiva el tiempo suficiente para modificar la situación estratégicamente desventajosa en que se encontraba el ejército paraguayo.

     Al igual que la batalla de El Riachuelo, la de Tuyutí fue magistralmente concebida y deficientemente ejecutada por un ejército que por primera vez participaba en una gran batalla campal, que resultó ser la más grande librada en Sudamérica. Y también por el ímpetu excesivo de soldados bisoños y entusiastas que se llevaron todo por delante.

     Fueron lanzados a la lucha 17.000 hombres organizados en tres divisiones separadas por grandes distancias. Mientras Díaz irrumpía por el frente, Barrios y Resquín debían hacerlo por la derecha y por la izquierda para estrechar al enemigo en un círculo de hierro. Barrios se retrasó. La acción que debía iniciarse a la madrugada comenzó a mediodía, perdiéndose en parte el factor sorpresa. Resquín no interpretó la orden y se entretuvo en acciones secundarias en lugar de cerrar el cerco. No obstante, hicieron un tremendo estrago. A los aliados les salvó la artillería, emplazada en reductos, que disparó a mansalva contra propios y extraños trabados en lucha cuerpo a cuerpo. Díaz aniquiló la vanguardia enemiga, pero su avance fue finalmente contenido. A las cuatro horas de iniciada, se suspendió la batalla. Las tropas se retiraron en orden, trayendo a los heridos. No entraron en acción los 7.000 hombres que, al mando del general Bruguez, aguardaban en Paso Gómez, con toda la artillería, para rematar la acción en caso de éxito, o rechazar un posible contraataque si ocurría lo contrario. El enemigo no se movió, como temía López, que le dijo a Wisner de Morgenstern:

     -Si el enemigo no ataca en las próximas veinticuatro horas, tendremos larga vida.

     El general José Díaz dio este lacónico parte:

     -Aipevu los cambápe, pero ndaboguýi.

     «Hice roncha a los negros, pero no les saqué el cuero».

     No se aniquiló al enemigo, las pérdidas fueron enormes, pero se detuvo la ofensiva aliada. El II ejército brasileño, el mismo que ahora estaba embarcado en los transportes frente a la laguna Piris, suspendió la invasión por Itapúa y marchó apresuradamente a reforzar Tuyutí. Se ganaron dos preciosos meses. Cuando el enemigo empezaba a reponerse, fue nuevamente castigado y desangrado en Sauce-Boquerón, el 17 y 18 de julio. En setiembre los aliados se disponían a hacer lo que no se les dio lugar a hacer en mayo. Pero, las circunstancias han cambiado por completo: el ejército paraguayo está listo para rechazarlo en toda la línea.

     Sin embargo López sabe, y se lo dirá a Mr. Washburn, que después de la batalla de Tuyutí el Paraguay no puede ganar la guerra; pero sí puede evitar que el enemigo la gane. Es preciso resistir hasta que se consiga hacer la paz. En adelante, todas las acciones políticas y militares tendrán que subordinarse a este objetivo.

     Vislumbró una posibilidad fantástica de cambiar esta situación de hecho cuando el mayor James Manlove apareció con su proyecto de corsarios; pero, aceptarlo significaba poner en peligro la estrategia que se había trazado. Barrios tiene razón: Manlove podía abusar de los poderes que se le otorgasen, comprometiendo al gobierno paraguayo y malogrando los movimientos favorables a una mediación internacional que pusiese fin a la guerra, que se estaban produciendo en los países sudamericanos del Pacífico, en Europa y en los Estados Unidos.

     El general Bruguez sugiere que, para prevenir este riesgo, se envíen con Manlove, en calidad de representantes del gobierno, unos cuantos marinos que, desde la batalla naval de El Riachuelo, cumplían en tierra servicios que no estaban acordes con la excelente preparación que habían recibido antes de la guerra. Varios de ellos habían navegado en alta mar y conocían idiomas extranjeros.

     Una de las principales preocupaciones del viejo López había sido la de dotar al país de una buena marina. De ella dependía la consolidación de la libre navegación de los ríos -conquistada tras larga y azarosa batalla que no costó una sola gota de sangre-, el comercio con el mundo, y, en definitiva, la independencia. Solía decir don Carlos que uno de los días más felices de su vida había sido aquel en que se botó al agua el «Ypóra», primer vapor construido en los Astilleros de Asunción, en momentos en que otro vapor nacional, el «Río Blanco», estaba cruzando el océano, cargado de frutos del país con destino a los puertos del viejo continente. Pero, para don Carlos cada onza de oro gastada en armamentos era dinero tirado a la basura. La flota paraguaya era de barcos mercantes. Sólo consintió, a regañadientes, que se adquiriese, a instancias de su hijo, un buque de guerra: la cañonera «Tacuary».

     No obstante, dedicaba sus desvelos a lo que llamaba «el cuerpo privilegiado de la marina». Avaro como era, no escatimaba fondos para sus marineros. Los elegía entre los jóvenes más inteligentes y prometedores; y hasta los más apuestos, para que llevasen por el mundo la mejor imagen del Paraguay.

     La idea de Bruguez tenía asidero: los marinos eran oficiales de primera. Ahora mismo el teniente Gill y los alféreces Deogracias Lugo y José Pantaleón Urdapilleta, artilleros de los diabólicos, estaban poniendo a raya a toda la escuadra brasileña desde las barrancas del río Paraguay. Faltaba saber cómo se conducirían lejos de la autoridad del Mariscal. Las experiencias hasta entonces habían sido desastrosas. Pero, llegado el caso, era un riesgo que sería preciso correr.

     La audacia del proyecto no le asusta, porque López es audaz. Pero sabe muy poco de los antecedentes de Manlove. Ha encargado a sus agentes que averiguasen todo lo referente a ese individuo. Los primeros informes no han sido favorables: presentan a Manlove como un fanfarrón y un tarambana, borracho y jugador por añadidura, que andaba de parrandas con un grupo de oficiales porteños, gritando por las calles de Corrientes que iría al Paraguay para matar a López. En cambio el teniente Gabriel Sosa, a quien ordenó que lo estudiara personalmente, opina que el aventurero norteamericano tiene sustancia y es un hombre de honor. Sea como fuere, es una carta a la que no puede renunciar sin antes estar seguro de que no podrá ser utilizada. Manlove afirma que Mr. Washburn lo conoce y podrá aclarar su situación. Podría ser cierto.

     La decisión al respecto dependerá, en definitiva, del resultado de las operaciones militares que se iniciaron en la víspera y de las negociaciones de paz que tiene pensado proponer a los aliados.

     El plan del enemigo es desembarcar y atacar en dirección a Humaitá, en combinación con otro ataque por el centro, desde Tuyutí. La aparición de la escuadra en el río Paraguay, seguida de transportes cargados de tropas, no altera el dispositivo de defensa preparado por López, ya que se trata de un movimiento previsto.

     El grueso del ejército permanece sólidamente atrincherado en la extensa línea de Rojas, frente a Tuyutí. Hay una reserva de 5.000 hombres, al mando del general Díaz, en Paso Pucú. López confía en que la trinchera de Curuzú, que no puede ser flanqueada por tierra, y a la que sólo es posible atacar por una franja costera de quinientos metros de anchura sobre la que hay enfilados diez cañones listos para barrerla a metrallazos, será suficiente para rechazar el asalto de fuerzas diez veces superiores.

     La batería costera de Curuzú, y los obstáculos colocados en el río por el teniente coronel Mywskozki -torpedos y barcazas cargadas de piedras en el canal-, harán difícil la subida de los acorazados más arriba de esa posición, y absolutamente imposible el paso de transportes cargados de tropas.

     El II ejército brasileño tendrá entonces, necesariamente, que desembarcar mil metros delante de Curuzú, en la Guardia del Palmar.

     Sería fácil emplazar allí unos cuantos cañones y desplegar en la ribera dos batallones de infantería, como aconseja el general Bruguez, para impedir el desembarco en ese punto. Pero, como decía Napoleón, no hay que molestar al enemigo cuando está cometiendo un error. La guarnición de la Guardia del Palmar tiene orden de retirarse sin oponer resistencia cuando comience el desembarco de las tropas brasileñas. La trinchera de Curuzú daría cuenta de ellas.

     El riesgo es grande, y por añadidura el desembarco inauguraría un nuevo sector en las ya demasiado extensas y débilmente guarnecidas líneas paraguayas. Sin embargo, vale la pena correrlo. Sería altamente beneficioso, desde el punto de vista político, escarmentar al enemigo y persuadirlo de que, tal como están las cosas, la prolongación indefinida de la guerra sólo puede conducir al agotamiento de las fuerzas de ambos beligerantes, sin que ninguno de ellos pueda obtener ventajas decisivas a corto ni a mediano plazo. Sobre la base de esta situación de hecho, que no puede ser modificada, López tiene pensado hacer a Mitre una propuesta de paz. No lo ha hecho antes porque confía en hacer fracasar previamente la ofensiva que los aliados tienen planeada, y sobre cuyos resultados se hacen ilusiones. Confían demasiado en el poder de la artillería de la flota para apoyar operaciones en tierra. Era preciso entonces, antes de iniciar las tratativas, darles una buena lección al respecto.

     Pero ha pasado la noche y el II ejército permanece a bordo de los transportes. Algo raro está ocurriendo. ¿Qué esperan? ¿Dónde se proponen desembarcar? ¿Habrán desistido de hacerlo en vista del castigo recibido por la escuadra el día anterior?

     Al amanecer aparecen cuatro acorazados frente a Curupayty, amenazando el amplio espacio desguarnecido entre Curuzú y Humaitá.

     La guerra es una comedia de equívocos y casualidades. Tres días atrás, al teniente coronel Mywskozki, mientras se ocupaba de instalar torpedos en el río, se le escapó su ayudante Jaime Corvalán, quien sin duda puso en conocimiento del enemigo la existencia de un canal libre de obstáculos próximo al Chaco.

     Jaime Corvalán es un mozo inteligente, instruido, de buena familia, aunque de costumbres depravadas que le han impedido ascender de la clase de soldado. El Mariscal no había previsto que podía convertirse en un traidor. El daño era inmenso. Debía ser más cuidadoso en el futuro, especialmente cuando se tratara de hijos de familias patricias, que no simpatizaban con el gobierno. Era necesario exigir que se repudiara públicamente a los traidores; amenazar con represalias, para que el temor de comprometer a sus deudos hiciera pensar dos veces a quienes sintieran la tentación de desertar. Fue necesario sancionar al excelente y meritorio Mywskozki, polaco naturalizado paraguayo, mandándole servir en clase de soldado, para que los oficiales observasen más atentamente las posibles debilidades de sus subordinados. En la primera ocasión en que se distinguiese le restituiría en su grado y acaso le premiaría con un ascenso.

     A López no le gusta imponer castigos. Prefiere sanciones morales como el santo-jhú, la caída en desgracia hasta que el culpable hiciera méritos para recuperar la confianza del Mariscal. Severo con los oficiales, para que estos a su vez fueran exigentes con la tropa, López trata familiarmente a los soldados. Chancea con ellos, cuida que no se los maltrate. Sabe que no hay nada más desmoralizador que la injusticia. Está atento a sus méritos para premiarlos con ascensos y condecoraciones: muchos soldados rasos son Caballeros de la Orden Nacional del Mérito, como el propio Mariscal, que no por capricho luce en el pecho la medalla de la Orden. Conoce a fondo a sus hombres: sabe que tienen la pasión de la igualdad.

     No se fía de su docilidad aparente. De algún modo se las arreglan para hacer lo que quieren.

     En 1845 el viejo presidente López apoyó con un cuerpo expedicionario a la provincia de Corrientes, sublevada contra Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires y, de hecho, dictador de la Federación Argentina, que se negaba a reconocer la independencia del Paraguay. Era la primera vez, desde principios de siglo, que tropas paraguayas salían del territorio nacional. El 28 de febrero, en Paiyubré, ocurrió un episodio asaz ingrato en el ejército paraguayo, mandado por Solano López, que era entonces un general de dieciocho años. Recibe el parte de que la vanguardia se ha amotinado. Un cabo del escuadrón paraguayo a las órdenes del general argentino José María Paz había venido a invitar a sus camaradas de la infantería a rebelarse. El plan era «tomar el parque venciendo su guarnición, enseguida marchar a la Capital de la República a pedir Congreso, y si la Nación quisiese, volverían tal vez» Solano López ordenó al ejercito ponerse sobre las armas. Al caer la tarde llegaron los escuadrones amotinados, desplegados en batalla. El joven general avanzó solo hacia ellos. Les afeó su conducta y ordenó que los cabecillas dieran la cara. Resultaron ser los cabos Buenaventura Céspedes, Mateo Fleitas, Lucas Canteros y Cándido Payva. Fueron fusilados, y perdonados los demás. El presidente Carlos Antonio López aprendió la lección: nunca más consintió que un soldado paraguayo saliera de las fronteras para intervenir en pleitos ajenos.

     En esta guerra, el Mariscal tiene muchos indicios de que marcharon a desgano en la expedición a Río Grande del Sur. Pelearon bien en la batalla de Yatay, pero el enemigo pudo hacer 1.500 prisioneros. Aceptaron sin protestas la capitulación de Uruguayana, pactada por sus jefes. Luego, todos los que pudieron hacerlo se evadieron y regresaron al Paraguay para reincorporarse a filas.

     Desde que el país fue invadido el espíritu de las tropas había cambiado por completo. Las deserciones eran rarísimas, no se entregaban prisioneros salvo que estuviesen malheridos, y en cuanto se aliviaban se evadían para regresar entre los suyos y volver a combatir.

     López dirige una mirada cavilosa a los hombres que, bajo el naranjal, indiferentes al bombardeo, charlan, se hacen bromas pesadas, tallan y celebran con gritos y carcajadas las agudezas que se cruzan. Son vigorosos, infatigables, duros e incorruptibles como el curupay. Heridos, no se quejan. Los cirujanos ingleses no acaban de ponderar el estoicismo con que soportan operaciones atrozmente dolorosas. No temen a los castigos. «Si mi padre me azota -dicen burlonamente-, es porque me quiere bien». Son endiabladamente astutos e inclinados a hacer travesuras. El Mariscal ha dispuesto que el soldado incumplidor en el servicio no participara en los combates. Fue un santo remedio, porque son muy delicados.

     López está orgulloso de ellos, pero no las tiene todas consigo. Se diría que le estiman y respetan, y hasta es posible que le amen, pero en sus coplas no le aluden para nada. El Supremo Dictador no toleraba la adulación, y estos rústicos taimados aún veneran su memoria. Son sus soldados, pero no le pertenecen. Guardan siempre para sí una parte de sí mismos, escéptica, irónica, intransferible, impenetrable. No es dueño de sus espíritus, y el Mariscal se pregunta si no estarán adueñándose del suyo. Hasta ahora han sido disciplinados y obedientes. Sin embargo, son temibles. ¿Cómo dominar a individuos a los que no les arredran ni el dolor ni la muerte? ¿Hasta cuándo le seguirán? Si la guerra se prolonga habrá que encontrar el modo de contrarrestar el cansancio que inevitablemente hará vacilar a los más débiles. Es preciso descubrir algo que les atemorice. Sea lo que fuere, no le temblará la mano para usarlo.

     Francisco Solano López es una creación de don Carlos el Creador. Ha sido educado por su padre y en ninguna otra escuela. Recuerda de memoria lo que le dijo el viejo López acerca del general José María Paz, durante la campaña de Corrientes, en 1845:

     -No te mortifiques mucho por penetrar los misterios de las operaciones del General en Jefe. Es materia delicadísima. ¿Quién sabe si él mismo habrá formado ya su plan? ¿Cuántas veces tendrá acaso que variarlo? Todo esto es menester que por ahora sólo él sepa, porque en ello va el prestigio de la fama que forma la importancia de un General; si llegan a fallar las ideas o esperanzas de sus comisiones o empresas parciales, también convendrá que sólo él esté al cabo de los pormenores. Sobre todo, el peligro de que llegue a transmitirse al enemigo, cualquiera de esas disposiciones, justifica altamente la mayor reserva posible. No quieras creer que sus oficiales estén al alcance de esos misterios.

     El Mariscal no confía a nadie sus planes de guerra. Es el único que conoce en detalle el efectivo del ejército, el despliegue de las tropas, los informes que llegan acerca del enemigo. Está terminantemente prohibido tanto a jefes como a soldados hablar de cuestiones de servicio, por insignificantes que estas sean. Las penas por faltar a este precepto son severísimas, y alcanzan no sólo a los indiscretos, sino también a los que oyéndolos no los denuncien en el acto. La reserva se ha hecho carne en el ejército paraguayo; nadie sabe ni quiere saber nada. Los aliados se admiran de la escasa información que pueden conseguir de prisioneros y pasados.

     Hasta cierto punto están excluidos de esta regla los generales Barrios, Resquín, Bruguez, y sobre todo, José Díaz. Suele conversar también con el coronel húngaro Wisner de Morgenstern, quien desde hace veinte años está al servicio del Paraguay, posee sólidos conocimientos teóricos sobre cuestiones militares y ha sido de hecho el preceptor de López en estas materias. Pero Wisner es demasiado rígido en sus conceptos y no acaba de entender la clase de guerra que se está librando. Díaz le supera con creces con su talento natural, y López se ocupa en persona de educarlo, como lo hará más adelante con Bernardino Caballero. Bruguez tiene demasiadas ideas propias, que no siempre coinciden con las del Mariscal. Tal vez por eso nunca le ha encomendado -ni le encomendará-, dirigir una batalla al más ilustrado de los jefes a su mando, y uno de los más valientes, formado en el Brasil y en Europa, sin dejar por eso de tratarlo como al mejor de sus amigos.

     Las veces que López ha confiado misiones de importancia a sus subordinados, lejos de su control directo e inmediato, aquellas se cumplieron a medias, fracasaron o acabaron en el desastre.

     La batalla de El Riachuelo, que fue concebida como una acción combinada de fuerzas navales y terrestres destinada a apoderarse de la flota imperial encerrándola en el riacho donde estaba fondeada, se malogró porque el capitán Meza perdió tiempo en reparar las averías de uno de los barcos de la flotilla y atacó con varias horas de retraso. No atinó a seguir los consejos del maquinista inglés John Watts de hundir uno de los navíos en el canal, con lo que la flota enemiga hubiera quedado atrapada sin remedio. En vez de seguir sus instrucciones, que eran las de lanzarse inmediatamente al abordaje bajo la protección de la artillería de Bruguez, que se emplazó en las barrancas, el capitán Meza se entretuvo en un duelo a cañonazos en el que llevaba todas las de perder. La flotilla paraguaya se salvó de la completa destrucción gracias a la extraordinaria pericia de los jóvenes oficiales y marineros paraguayos, que con sus barquitos mercantes, maniobraron, abordaron, fueron rechazados, hundieron dos cañoneras brasileñas en una batalla de ocho horas de duración y finalmente pusieron en fuga a los que intentaron perseguirlos. La captura de la Flota Imperial hubiera sido un golpe de muerte para el enemigo. Una oportunidad única, perdida por la indecisión y falta de iniciativa del capitán Meza, que tuvo la suerte de caer mortalmente herido en la acción.

     En la expedición a Río grande del Sur, el coronel Estigarribia, desobedeciendo instrucciones precisas, fue a encerrarse en Uruguayana, justamente en el sitio donde el enemigo podía cercarlo por tierra y agua. Fue obligado a rendirse por hambre, sin combatir.

     El general Robles se movió en Corrientes de manera lenta y vacilante, mantuvo correspondencia no autorizada con el enemigo; se desmoralizó, se entregó a la bebida, rechazó con grosería una condecoración que le mandó López para tratar de levantar su espíritu, estuvo a un paso de la insubordinación. Fue destituido, procesado y fusilado. No se probó que hubiera sido un traidor, solamente un incapaz.

     El general Barrios, que mandaba en jefe el 24 de mayo en Tuyutí, debía dar la señal de ataque a la madrugada. No llegó sino a mediodía a sus posiciones de partida. No atinó a suspender el asalto. El general Resquín, en vez de romper la línea enemiga y lanzarse como una tromba con su magnífica caballería a la retaguardia del campamento aliado, se entretuvo en sablear batallones argentinos y en lanzarse al asalto de reductos artillados.

     Los jefes de la primera hora resultaron ser apenas unos buenos cuarteleros. Después se destacarían los Díaz, los Giménez, los Zayas, los Rivarola, los Olavarrieta, los Montieles, los Caballero, pero, para entonces, ya se había perdido un año y la mitad del ejército.

     ¿Cómo saber lo que hará un hombre antes de probarlo? Después de más de medio siglo de paz nadie en el Paraguay tenía experiencia de combate.

     Comentaba al respecto el Dr. Faustino Benítez:

     -López sabía que era el único responsable, porque no supo elegirlos. Se lo diría a Mitre en Yatayty-corá, cuando elogió al general

argentino por haber sabido aprovechar los errores de su adversario. L6pez tenía esas cosas. Este, como muchos otros rasgos notables de su carácter, quedaron ocultos por la tremenda culpa de la derrota. Le sobraba valor moral y físico, como lo demostraría en su momento. Pero se cree indispensable, el único que puede salvar a su país, y evita exponerse más de lo necesario. Quisiera poder estar en todas partes al mismo tiempo; como esto es imposible, se vale del telégrafo e inaugura de este modo un método moderno de conducción militar que, por lo menos, resultó más efectivo que el de Caxias y Mitre, siempre en primera línea, en lo más reñido del combate. El Mariscal no necesita hacer alardes, ni dar ejemplos a sus hombres, que en lo que a coraje se refiere son todos ejemplares. Ni siquiera anda armado. Su trabajo es usar la cabeza, no la espada; pero, solamente confía en su propia cabeza, lo cual es el peor de los errores que puede cometer un hombre. Fue un héroe trágico, tal como lo concebían los griegos: noble y grande, pero no sin tacha; el fatal desenlace proviene del carácter y no del simple azar.

     El solitario cañón de Pantaleón Urdapilleta se sigue batiendo contra cuatro acorazados, mientras en Curuzú el teniente Gill continúa dándole duro al grueso de la escuadra. Inmediatamente de recibido el telegrama del chusco alférez de marina, fue enviado un batallón con algunas piezas sueltas de artillería ligera a la estacada de Curupayty, en previsión de una tentativa de desembarco. Pero no es prudente apresurarse a utilizar las reservas. El general Díaz ha ido a Curuzú para tratar de adivinar las intenciones del enemigo.

     El Mariscal Francisco Solano López musita su frase favorita:

     -La copa está servida, es forzoso beberla.



- XI -

     Cuando estuvo de regreso, el general José Díaz le dijo al Mariscal López que, en su opinión, los cambá no se animarían a pasar por delante de Curuzú con los transportes llenos de tropas si no conseguían primero silenciar la batería del teniente Gill, que ya había perdido el cañón de a 68. La chata brasileña Nº 3, armada de un cañón de a 8, se aproximó cuanto le permitía su calado a la batería costera para tratar de acertarle tiros directos, pero tuvo que retirarse maltrecha. El teniente Gill había obligado a las corazas a tomar distancia. En estos momentos la trinchera de Curuzú estaba siendo batida, sin efecto alguno, con tiros por elevación disparados desde lejos por las chatas bombarderas Nº 1 y 2, y el acorazado «Tamandaré». Todo este alboroto hace suponer que el desembarco se producirá donde se espera, en la Guardia del Palmar.

     -Así y todo no vale descuidarse -continuó el general Díaz, en guaraní, naturalmente-. Los acorazados «Lima Barros», «Brazil», «Bahía» y «Barroso», que esta madrugada entraron por el canal del Chaco, siguen frente a Curupayty. Hay otro barquito, que no sé cómo se llama, realizando sondeos más arriba, hacia Humaitá, como si existiera la intención de acercarse a la fortaleza. El alférez Urdapilleta les sigue la fiesta. Le rompieron un brazo, pero no quiere ni por nada dejar su cañón, como si fuera alguno su pariente. El malicia que a los negros se les antoje tantear un desembarco detrás de Curuzú mientras atacan la trinchera por el frente, porque lo que les encanta a los macacos no es esa posición sino la mismísima Humaitá.

     El general Díaz era la mano derecha de López. Se conserva de él una única fotografía, que lo muestra enjuto, cetrino, de ojos pequeños y achinados, pómulos salientes, frente estrecha, cabellos lacios peinados hacia atrás, abiertos con una raya y aplastados con pomada sobre una cabeza redonda y pequeña. Ralos bigotes y barbita estilo Napoleón III, ya pasada de moda; el cinturón muy apretado sobre una guerrera con faldones que le queda grande; tieso, sacando pecho, como un rústico que se retrata metido en su traje dominguero.

     Tenía entonces treinta y dos años de edad. Provenía de una familia de modestos labradores del valle de Pirayú, que, como la generalidad de la gente de su clase, vivía holgada y dignamente de lo suyo, confiaba en el gobierno, obedecía a autoridades honradas y providentes, respetaba a los mayores, castigaba severamente la desobediencia de los hijos, veneraba a los santos y no tomaba muy en serio al cura, el cual, privado desde los tiempos del Supremo Dictador de todo privilegio e influencia política, solía ser el pillo de la aldea.

     José Díaz hizo el servicio militar en el Batallón Policiano de Asunción, de todos el más humilde. El concepto de policía abarcaba entonces el cuidado de las calles y otros servicios municipales. Fue ascendido hasta quedar incorporado al cuadro de oficiales, momento en el cual, seguramente, por primera vez en su vida usó zapatos. Era cumplidor, inteligente, pero remolón para el estudio, según sus biógrafos. Sin embargo, lo poco que escribió de puño y letra muestra una caligrafía escolar y un castellano claro, preciso y correcto. Campesino y campechano, estaba lejos de ser un palurdo. Era un paraguayo de ley, un hidalgo descalzo. Y, sobre todas las cosas, una buena persona y un hombre decente.

     Con grado de teniente llegó a jefe de policía. Prestó grandes servicios a la población y tuvo la habilidad de hacerse estimar por su carácter franco y complaciente. Hecho capitán, a poco de estallada la guerra formó el famoso batallón 40. Se reveló como un hombre de excepcional energía y notable talento. Tuvo rápidos ascensos. Terriblemente exigente en el servicio, en ocasiones despiadado, se mostraba sencillo, afectuoso y solícito con la tropa, con la cual se sentía a sus anchas y convivía la mayor parte del tiempo. Padecía de un soberbio desinterés y de un magnífico desprendimiento. Cuanto tenía lo regalaba, incluso a los prisioneros. Su haber testamentario consistió en «cinco piezas fraccionadas de oro, diez y siete pesos papel moneda, algunas mudas de ropa blanca, dos trajes usados y pequeños efectos».

     Su serenidad y arrojo le hicieron famoso en ambos campos. A nadie el Mariscal le mostró mayor apego, sólo a él le lloró y sólo por él llevó luto. Díaz podía visitarle a cualquier hora, entrar en su dormitorio cuando estaba descansando, sentarse a su mesa sin necesidad de ser invitado. Pasaban horas platicando. Nadie más que Díaz se permitía objetar las órdenes del Mariscal y hacerle alguna broma algo pesada. Una vez, siendo jefe de policía, elevó un informe acerca de ciertas actividades financieras de Madame Lynch, que a su juicio eran incorrectas. Pero ella también le quería mucho. No había quien no quisiera bien a José Díaz.

     Discutía con el Mariscal los probables próximos movimientos del enemigo cuando llegó un telegrama avisando que el convoy de transportes había levado anclas y comenzaba a avanzar lentamente aguas arriba. Poco antes de mediodía llegaba a la Guardia del Palmar. Cañoneras de la escolta abrían fuego contra la ribera. El destacamento paraguayo cumplía la orden de replegarse a Curuzú, quemando el monte atravesado por la senda que recorren en su retirada. Comenzaba el desembarco.

     -¿Crees que resistirá Curuzú? -pregunta el Mariscal.

     -Garantido, señor: Cala'á le va a arreglar las cuentas a los negros.

El formidable teniente coronel Manuel Giménez, Cala'á, es casi tan hazañoso como Díaz. Pero López no está tranquilo.

     -¿Te haces responsable?

     -¡De seguro, señor!

     El semblante del Mariscal, hasta entonces preocupado y sombrío, pareció iluminarse.

     -Está puesta la parada -dijo-, toikó oikótava, lo que ha de pasar, que pase.

     Díaz aprovechó para decirle:

     -El teniente Gabriel Sosa quiere volver a su batallón.

     -¿Cómo está de su herida?

     -Él dice que ya sanó; pero así son los muchachos: no les gusta quedarse atrás cuando se apeligran sus compañeros.

     López dudó:

     -No le quiero perder, es un mozo preparado.

     -No le ha de pasar nada, esta pelea será una diversión -afirmó Díaz, tan convencido, que el Mariscal, tranquilizado, sonrió.

     Una mujer del servicio de Madame Lynch avisó que la mesa estaba servida.

     En el espacioso comedor del cuartel general, sobriamente amueblado, esperaban de pie los comensales de costumbre: los generales Barrios, Resquín y Bruguez; el teniente Panchito, de doce años de edad, oficial de órdenes de su padre el Mariscal, que a veces cumple misiones de riesgo; el coronel húngaro Francisco Wisner de Morgenstern, el coronel Thompson y el Dr. Stewart; Madame Lynch y otros dos de sus hijos, más pequeños. Se sentaron cuando lo hubo hecho el Mariscal. Por ley impuesta por Madama, en la mesa reina el buen humor y no se tratan temas desagradables. Se habla indistintamente en castellano y guaraní, incluso los extranjeros. A veces López se dirige en francés a su mujer. Alguien observa que Díaz luce una guerrera nueva, la cual, aunque no lo dice, no anda bien ajustada ni a su talle ni al uniforme de su grado. López lo mira, con sorpresa, se echa a reír y exclama:

     -¡Nde chusco'itépa, José! ¡Qué elegante estás, José!

     Los demás aprovechan para soltar la carcajada.

     -Mis hijos me hicieron una guerrera nueva de uno mi poncho viejo -replica Díaz, socarrón- ¡Que así ya andamos, señor!

     El general José Díaz no le tiene miedo a nada, ni a nadie.



- XII -

     James Manlove tuvo ocasión de recordar que no hay nada tan aburrido como una batalla larga. El cañoneo había ido perdiendo intensidad hasta convertirse en un retumbo pausado y jadeante, como si un gigante ocioso se estuviera entreteniendo en golpear con una masa, entre bostezos, un enorme tambor. Por añadidura, el día era caluroso. Soplaba desde la mañana un enervante viento norte cargado de humedad. El viejo, su conocido, estaba de guardia, sentado en uno de los bancos, bajo el alero, dormitando. Serían las dos de la tarde cuando se oyó una inmensa y jubilosa gritería que empezando en el río invadió el campamento y se extendió a lo lejos por las líneas de trincheras. Sonaron cuernos y fanfarrias. Todas las bandas de música ejecutaron a un tiempo, cada cual la pieza favorita de su repertorio, entre los vítores de la tropa. El centinela abandonó su puesto y salió hasta el camino a averiguar lo que pasaba. Volvió gritando loco de contento. Sin que Manlove le preguntase, imitó con una mano algo que flota y se va a pique:

     -¡Ygaratá! ¡Acorazado!



     Como se maliciaba en el campo paraguayo, los planes del enemigo no se reducían al asalto frontal de la trinchera de Curuzú.

     El «Río de Janeiro», la más moderna nave de la escuadra brasileña, ya desembarcados los heridos que sufrió en la jornada anterior, y reparadas las averías, volvió a remontar el río a la cabeza de otros cinco acorazados, para agregarse a los cuatro que ya estaban frente a la estacada de Curupayty y subir todos juntos a atacar directamente la fortaleza de Humaitá.

     Al pasar a toda máquina frente a Curuzú, por el canal próximo al Chaco, el alférez Deogracias Lugo, que la víspera le había hecho dos agujeros en la proa y metido una bala por una portiñola con el ahora inutilizado cañón de a 68, volvió a acertarle dos balas de a 32 al tiempo que el barco chocaba con uno de los torpedos del teniente coronel Mywskozki, y del cual seguramente el tránsfuga Jaime Corvalán se olvidó de dar cuenta al enemigo. En contados minutos la gallarda nave se hundió en el río. Sólo quedaron sobresaliendo los palos mayores. Un bote que llegó a recoger náufragos fue hecho pedazos por otro cañonazo. Al mismo tiempo, una bala brasileña agujereó la bandera que flameaba en la batería del teniente Gill. Sobre la marcha, el alférez Lugo, que manejaba el cañón como si fuera un rifle, replicó con un disparo que cortó el asta de bandera en la popa del acorazado que venía detrás del «Río de Janeiro». La Flota Imperial detuvo su avance, desistiendo del plan de atacar Humaitá. Las corazas que estaban frente a Curupayty también retrocedieron, recibiendo al pasar por Curuzú varios impactos cada una. Los artilleros de Gill estaban como inspirados y no erraban un tiro.

     Manlove comprendió el júbilo de los paraguayos: acababa de probarse que los acorazados no son invulnerables. En el cuartel general de Paso Pucú hubo brindis con champaña. Se había alejado el peligro de un desembarco detrás de Curuzú. Al II ejército brasileño no le quedaban más opciones que embarcarse de nuevo o embestir de frente la trinchera paraguaya.

     El general Porto Alegre, que ya tenía en tierra sus 10.000 hombres y estaba recibiendo certeros disparos desde la trinchera de Curuzu, se ve en apuros. Escribe al general Polidoro, comandante del I ejército brasileño, que se encuentra en Tuyutí:

     «La posición en que me encuentro es mala. Puedo ser atacado por los flancos y la retaguardia El fuerte de Curuzú dista ocho cuadras de aquí. Su artillería nos alcanza. Juzgo indispensable que los ejércitos aliados de Tuyutí avancen para evitar que el enemigo destaque fuerzas contra nosotros...».

     A media tarde apareció el teniente Gabriel Sosa. Antes de dirigirse a Manlove, habló con el centinela. Estaba muy cambiado. Llevaba quepis a la francesa, la misma blusa encarnada llena de remiendos, pantalones blancos de lonilla apretados por polainas de cuero de venado, y espuelas en los pies descalzos. Revólver en el cinto. La mano izquierda apretada en la empuñadura del sable, como para impedir que se le escapara de la vaina. Parecía muy contento. No así el viejo, que refunfuñaba en guaraní. Manlove esperaba que le diera alguna noticia de lo que estaba ocurriendo, pero Sosa se limitó a preguntarle si precisaba alguna cosa.

     -Tengo lo necesario, gracias, señor Teniente.

     Sosa sonrió: le divertía eso de «señor teniente», que Manlove pronunciaba atravesadamente en español, acaso por parecerle más solemne y respetuoso.

     -No le veré unos días -dijo, también en castellano, para que entendiera el centinela-; don Melitón Gómez se hará cargo de usted, en calidad de guardia y asistente. No le comprometa: me ha prometido cuidarle bien en mi ausencia a pesar de que está enojado conmigo porque no le llevo adonde voy, ¿ayépa, don Melitón?

     -Upéicha, caraí -respondió, malhumorado.

     Sosa apoyó afectuosamente una mano en el hombro del viejo:

     -Tiene fatal puntería, y quiere matar unos cuantos cambá; pero, puede haber baile saltado y el pobre ya es algo lento.

     El joven oficial parecía recargado de energías, ya no se le notaba el jadeo al hablar. Hizo la venia y dijo, de despedida:

     -Be careful; mind what you do!

     -Y usted también, querido amigo.

     El teniente Gabriel Sosa se marchó con paso elástico. Manlove le vio alejarse con una mezcla de admiración y envidia.



     Don Melitón Gómez se mudó esa misma tarde al rancho de Manlove, trayendo su hamaca y sus pocos efectos personales, pero no su fusil. Hablaba bien el español. Informó al prisionero que le había sido levantada la incomunicación, por lo que pasaba a ser un simple arrestado. Doña Severa ya no le traería la comida. Tendrían que cocinarla ellos mismos con la ración de provisiones que le correspondía por su grado de mayor, a compartir con su asistente. En lo demás, como de costumbre: no alejarse de la casa más de lo que le estaba permitido. Modesta, pero firmemente, don Melitón le dio a entender quién era el que mandaba allí. Manlove no supo si alegrarse o no. Se había vuelto desconfiado y cauteloso como los mismos paraguayos. Tal vez le querían poner a prueba.



- XIII -

     Manlove marcó el 3 de setiembre en el tronco del lapacho florecido, que ahora cubría de fresca sombra al rancho. Ya había comenzado el cañoneo. Poco después, se dio cuenta por el atolondrado estruendo de los cañones, el agitado estrépito de la fusilería y el eco de los gritos, que a unas tres millas al sudoeste se estaba produciendo ese fenómeno exaltado y luctuoso de hombres enloquecidos de miedo y de furor, embriagados con el frenesí de la batalla, que se mataban compelidos por fuerzas incontrastables.

     Una hora después vio pasar por el camino un regimiento de caballería a medio galope. Hombres magníficos, hercúleos, con la expresión reconcentrada del veterano que marcha a la pelea en los rostros cetrinos, bajo el alto morrión de cuero con barbijo. Andrajosos, tercerola en bandolera, pistolón de chispa y enorme sable pendientes del cinto y el talabarte; la corta lanza en la mano nervuda, tintineantes en los talones desnudos las espuelas nazarenas.

     Enseguida, una compacta columna de infantería erizada de bayonetas, que se desplazaba velozmente en perfecta formación. Luego, cañones ligeros arrastrados por jinetes mediante un lazo atado a la cureña y a la cincha de las cabalgaduras. Le causó asombro la celeridad y el orden con que se movían aquellas formaciones de desarrapados.

     De pronto, cesó el cañoneo. Sólo se oyeron descargas de fusilería, tiroteos aislados, gritos que semejaban el rugido furioso y lastimero de la fiera herida. Después, el silencio. Bajaron hasta las voces de quienes pasaban por el camino apurando el paso, impacientes por llegar a cualquier parte. El rostro surcado de arrugas, noble y digno de don Melitón Gómez tenía el gesto concentrado, colérico. Nada dijo y Manlove nada preguntó: sabía reconocer los signos de una derrota. Lo que no esperaba era sentirse tan hondamente solidario con estas gentes. Pasó el resto de la jornada abatido y ansioso.

     A los lados del rancho de Manlove había otros igualmente habitados, a juzgar por las voces que se oían y el humo que se elevaba de ellos, apenas visibles a causa del tupido naranjal en el que se encontraban. Manlove había prestado escasa atención a sus vecinos, y se cuidaba muy bien de no dar muestras de curiosidad que llamaran la atención de los guardias. Parecían distraídos, pero, cuando daba sus paseos, el prisionero sentía en la nuca sus miradas suspicaces.

     Esa tarde, en su nueva condición de simple arrestado, y cediendo a la ansiedad que no le permitía estarse quieto, extendió un poco más el radio de sus paseos en busca de naranjas maduras, que empezaban a escasear por lo avanzado de la estación. Llegó así hasta un arbusto que, por encontrarse a medio camino entre su propio rancho y el lindero, había permanecido a salvo de depredadores y estaba cargado de frutos. Valiéndose de un palo hizo caer algunos. Al agacharse a recogerlos vio algo que le dejó en suspenso.

     En un pequeño claro, frente a una choza idéntica a la suya, apareció un individuo alto, de hermosa figura, que avanzaba torpemente, balanceándose con las piernas abiertas, sin flexionar las rodillas, sosteniendo con ambas manos el extremo de una huasca. Vestía camisa blanca de faldones sueltos, sobre calzoncillos largos de lienzo, al uso del país. La barba negra le llegaba hasta el pecho; los cabellos, cuidadosamente peinados, le caían sobre los hombros y dejaban al descubierto una amplia y despejada frente. Descalzo, le ceñían los tobillos aros de hierro, unidos por una pesada barra del mismo metal, en la que iba atado el otro extremo de la huasca. El preso se detuvo cabizbajo, sumido en meditaciones. Se había ocultado el sol, avanzaba el crepúsculo. Cantaban pájaros en el naranjal y cruzaban el cielo bandadas de aves migratorias. No se oía ni un disparo. Alzó la cabeza, abrió los brazos en actitud hierática. Permaneció así por largo tiempo. Luego, dijo en voz baja, pero clara y audible para Manlove, que le observaba agazapado a pocos pasos:

     -¡Dios mío, salva a mi patria!

     Manlove se alejó sin hacer ruido, avergonzado de haber sido testigo involuntario de un acto que pertenece a la más profunda intimidad de un hombre.



- XIV -

     Manlove se enteró de lo ocurrido en esos días de la manera más sencilla que cabe imaginar: leyendo en «El Semanario» del 7 de setiembre la crónica del corresponsal de guerra Natalicio Talavera, que describe el avance de la escuadra y la batalla de Curuzú de una manera vívida, franca e increíblemente veraz, como puede comprobarse mediante el cotejo con otros documentos del mes más documentado de la historia del Paraguay.

     Aquel setiembre memorable es recordado en sus «Memorias» por testigos y protagonistas de uno y otro bando, directos e indirectos; no hay historiador paraguayo, brasileño o rioplatense que no le haya dedicado por lo menos un opúsculo; el Dr. Faustino Benítez hablaba de aquel mes como si lo hubiera vivido.

     En los titulares de todos los periódicos de América y Europa aparecen nombres raros, que muy pocos suscriptores pueden pronunciar correctamente: «Curuzú», «Humaitá», «Yatayty-corá»... «¡CURUPAYTY!»...

     El nombre del Paraguay resuena en el mundo con acentos de gloria y de heroísmo.

     Se producen bajas en la Bolsa de Londres y París, alzas en la de Nueva York; quiebras en Río de Janeiro, Buenos Aires y Montevideo; revoluciones en las provincias argentinas; tensas reuniones de ministros; interpelaciones en los parlamentos se reciben informes confidenciales en el Quaid'Orsay, el Foreign Office, el Departamento de Estado, en los que se afirma que el Paraguay no puede ser vencido.

     Solitario, obsequioso, pedante, perseverante, cargoso y orgulloso, sin un franco en el bolsillo, el capitán Gregorio Benites aprovecha para insistir, sin esperar instrucciones de su gobierno, en una mediación internacional que pusiera fin a la guerra.

     Mientras tanto, el Encargado de Negocios Cándido Bareiro dormita en su despacho de la Legación paraguaya en París. Se desentiende del asunto. Mezquina fondos al secretario Benites para una campaña que considera de antemano condenada al fracaso. El ilustre argentino Juan Bautista Alberdi, que ha abrazado la causa paraguaya porque la cree de la democracia en América, pierde la paciencia y declara sin ambages que Bareiro es un traidor. Bareiro ni se defiende ni se inmuta. No le entran balas. Posee el genio de la pasividad: obra no haciendo nada. Nadie, salvo René Tibourd, ha penetrado en el alma de aquel hombre, que podía verse en su retrato pero no expresarse con palabras.

     La batalla de Curuzú fue un prólogo lamentable de tan grandes sucesos; y sus efectos, paradójicos. Las derivaciones de los hechos son tan imprevisibles, tan caprichoso su encadenamiento, que tal vez resulte vana esta indagación en las alternativas de la Historia.



     En la trinchera de Curuzú todo está preparado para rechazar al enemigo, que literalmente ha sido obligado a meterse en un callejón sin salida.

     La trinchera de Curuzú sólo tiene quinientos metros de largo. La derecha se apoya en el río Paraguay; la izquierda en una laguna que se supone invadeable, y en marjales y tembladerales que se extienden hasta cerca de Tuyutí y por los cuales toda maniobra es imposible.

     Defienden el centro y la derecha los aguerridos batallones 4 y 27, tropa veterana, absolutamente de fiar, que luce en sus harapos medallas de Estero Bellaco, Tuyutí, Tatayty-corá, Sauce-Boquerón.

     A la izquierda, sobre la laguna, está el batallón 10, que ha estado de guarnición casi dos años en Corumbá, ciudad brasileña ocupada por los paraguayos desde el principio de la guerra. El batallón 10 no ha participado en grandes batallas, pero sus soldados son magníficos ejemplares de hombre, de la primera movilización, y están armados con modernos fusiles de fulminante. Se les ha puesto en ese sitio en reemplazo del regimiento de caballería desmontado del capitán Blas Montiel, uno de «Los Montieles», toda una garantía, pues no hay uno de esa familia que no se haya distinguido entre los bravos y los talentosos combatientes. Los sableadores de Montiel van a reforzar la batería costera del teniente Gill, que se supone será objeto de furiosos ataques por haber hundido la víspera el acorazado «Río de Janeiro», orgullo de la escuadra brasileña, y en previsión de una tentativa de desembarco. Diez cañones sabiamente emplazados sobre plataformas, apuntan a un campo de tiro perfectamente llano de ochocientos metros de fondo.

     Mandan en jefe el teniente coronel Manuel Giménez, Cala'á, y el mayor Albertano Zayas, su segundo. Ambos son reputados añambaracá, instrumentos del diablo.

     Los 2.500 defensores de la trinchera de Curuzú saben que son más que suficientes para masacrar a 10.000 cambá desde tan excelente posición.

     La tarde anterior el general Díaz les ha mandado la banda Para'í, la mejor del ejército, para que celebrasen el hundimiento del acorazado brasileño. Han venido mujeres, al mando de sus sargentas, para acompañarles en el baile, que dura hasta bien entrada la noche. Luego, se retiran banda y mujerío camino a Curupayty, dos quilómetros a retaguardia. Marchan cantando a coro a la luz de las estrellas:

          

¡Sólo sé una letra, Juanita,

         


Solamente a'aaa...!


     A las seis de la mañana, la infantería del II ejército brasileño forma en tres compactas columnas en el extremo opuesto de la pista.

     Los paraguayos lanzan gritos de admiración.

     Los brasileños despliegan una sinfonía de colores sobre el campo verde, el sol naciente a la derecha, el río azul a la izquierda. En las bombachas, en las casacas, en las bocamangas, en los quepis, cantan y se corresponden, en ardiente contrapunto, los rojos, los azules, los amarillos, los blancos, los oros, los carmesíes. Aquí pantalones de pasada albura; allí calzones azules; en otra parte bombachas a cuadros blancos y negros. Y variedad de líneas. Cada batallón, un diferente uniforme. Allá están los Tremeterras, que hacen temblar la tierra cuando marchan en columna cerrada o cargan a la bayoneta; los arranca-toco, descalzos, así llamados, porque, según ellos, nada resiste sus ataques. Algo alejados, de espaldas a un bosquecillo, están el batallón de infantería 34 y los jinetes de la Brigada Ligera, con banderines y colorinches, listos para irrumpir como una tromba por la primera brecha que logren abrir los infantes en la trinchera. El Brasil, vital, maravilloso, despliega su esplendor en homenaje a la muerte.

     El general Porto Alegre, al galopín, acompañado de su séquito, revista las formaciones, que le vitorean. Los paraguayos le saludan con tres cañonazos que, por poco, no dan en el blanco.

     Los artilleros están afinando puntería. Hacen estragos en los cuadros, que permanecen inmóviles mientras la escuadra bombardea inútilmente la trinchera con tiros por elevación. Esto parece decidirles. Suenan toques de clarín, vivas al Brasil y al emperador Pedro II. Las columnas avanzan a paso redoblado, al son de pífanos y tamboriles.

     Los paraguayos se asombran, les admiran. Ellos jamás atacarían de manera tan corajuda. Se deslizarían como serpientes al abrigo de la noche, vadearían sin ser sentidos los esteros y la laguna, para levantarse y caer de súbito sobre el enemigo sin darle tiempo de hacer una descarga.

     Resuena en la trinchera un grito unánime:

     -¡Jho los cambá, la añamemby! ¡Ah los negros, hijos de la diabla!

     Curiosamente aquellos hombres que se matan con una saña terrible, no se odian; no se odiarán nunca, ni durante ni después de la guerra.

     Los cañones abren brechas, que se cierran de inmediato. Cuando están a cien pasos reciben la primera descarga de fusilería. Entonces los cambá se lanzan a la carrera, gritando como energúmenos. Los defensores saben hacer su trabajo, y lo hacen a conciencia. Mientras una mitad dispara, la otra carga sus fusiles de chispa con los famosos doce movimientos. Los rifleros intercalados, mucho más veloces, eligen sus blancos, concienzudos, y tiran a discreción.

     El foso y los parapetos detienen a los atacantes. Los cañones los destrozan a metrallazos, los infantes con tiros a quemarropa y bombas de mano. Los que logran pasar la zanja y escalar el parapeto son muertos a bayonetazos o golpes de culata. Otros se baten a tiros desde tres o cuatro metros, profiriendo terribles improperios, fusilándose poseídos de ciego furor. El humo y el olor acre de la pólvora enloquecen. Los heridos, en el foso, lanzan gritos desgarradores; son aplastados por los muertos, pisoteados por los vivos. La brutalidad insensata, bestial, de la guerra ha llegado al paroxismo.

     Entre los atacantes se producen hacinamientos, remolinos, se estorban unos a otros; los que vienen atrás empujan a los de adelante; forcejean con los que quieren escapar de aquel infierno; los oficiales arrean a planazos a los remisos.

     Al cabo de una hora de atroz carnicería son más los que huyen que los que combaten. En el centro y la derecha los brasileños comienzan a recular, masacrados por devastadores tiros de metralla de la artillería y fusilados sin piedad por los infantes, que ya lanzan gritos de victoria.

     El general Porto Alegre, viendo que el ataque frontal estaba siendo rechazado, ordena que el batallón 34, guiado por el jefe de la Brigada Ligera y apoyado por tres cuerpos de jinetes de la misma, busque atravesar el estero y la laguna detrás de la izquierda paraguaya. Encuentran que la laguna es vadeable por un estrecho paso y se precipitan velozmente por él, apareciendo de súbito a espaldas del batallón Nº 10.

     Entonces se produce lo inesperado, lo imprevisible, lo que no tiene precedentes: el batallón 10 se da a la fuga.

     Ya sin obstáculos, infantes y jinetes brasileños los persiguen un corto trecho y se vuelven para atacar por la retaguardia a los que defienden las posiciones fortificadas.

     Pero aquí se encuentran con sus padres. Los batallones 4 y 27 y los sableadores de Blas Montiel no pierden la cabeza. Abandonan en orden la trinchera. Maniobran rápidamente. Forman cuadros grandes o pequeños que se apoyan mutuamente, ponen en el centro a los heridos e inician la retirada hacia Curupayty. No se precisan órdenes, cada uno sabe lo que tiene que hacer. El telegrafista avisa lo que ocurre al cuartel general. López, contra su costumbre, llama a gritos al capitán Caballero, que está al mando de la caballería de reserva:

     -¡Ve al galope a Curupayty, sucumbe si es necesario, pero no des un paso atrás! Díaz te alcanzará con la infantería.

     Son las tropas que Manlove ha visto pasar aquella mañana por el camino, frente a su rancho.

     La Brigada Ligera y el batallón 34 tratan de cerrar el paso a los paraguayos que se retiran de Curuzú, mientras otros batallones, que han tomado la trinchera, acuden a la carrera para aniquilarlos por la espalda.

     Se producen furiosos choques a arma blanca, pero muy pocos entreveros. Los paraguayos mantienen la cohesión en medio del caos. No pelean individualmente, sino en grupos. Ceñudos y silenciosos, en cada atropellada ganan terreno. No abandonan a los heridos. Una parte hace fuego, se lanza impetuosa a la bayoneta; dos o tres hombres caen juntos sobre un enemigo, lo aniquilan y pasan al próximo; otra parte hace lo mismo, mientras la primera toma aliento y recarga; los rifleros tiran a discreción, sin perder una bala. Y así, como un rodillo. Su serenidad es pasmosa. La Brigada Ligera se lanza una y otra vez a la carga tratando de romper aquellos anillos de hierro. Entonces se divisa una polvareda en el norte. Avanza como un bólido empujado por el viento; se oye el golpetear de los cascos y los gritos de arreo de la caballería paraguaya. Los brasileños se dan por bien servidos y se repliegan apresuradamente a la posición conquistada.

     Allí se sigue combatiendo. Algunos rezagados, heridos en su mayor parte, se defienden en los vericuetos de las trincheras, en los terrados de las baterías. Hacen volar un polvorín. Se les amenaza, se les ofrece cuartel, se les suplica, se les ruega, pero se niegan a rendirse. Hay que acabar con ellos uno a uno. Al cabo de dos horas los brasileños terminan la limpieza. Han capturado treinta prisioneros malheridos, a quienes tratan con solicitud, como a camaradas en desgracia.



     Los defensores de Curuzú llegan furiosos a Curupayty; a los grupos principales se van agregando los dispersos. Entregan los heridos a practicantes y mujeres. Parten camilleros protegidos por gente armada en busca de sobrevivientes. Encuentran al capitán Montiel, que ha venido arrastrándose, acribillado de heridas, desde la trinchera de Curuzú. Traen también algunos heridos brasileños. No es con ellos la rabia. Los fugitivos del batallón 10 son insultados, golpeados; las mujeres les escupen, los niños les tiran bostas. El general Díaz ordena que se les encierre en un corral para terneros.

     El corresponsal Natalicio Talavera termina su crónica con estos párrafos:

     «No creo deber ocultar este ingrato incidente que ha hecho estallar la indignación en todo el ejército contra el batallón 10, que ha escandalizado a todos, siendo el primer caso de esta naturaleza que se hubiese producido en los muchos y siempre brillantes hechos de armas en que se ha sabido respetar nuestro valor.

     Muchos cuerpos, y especialmente la caballería que había sido desalojada del puesto para ceder al Nº 10, han hecho pedir a Su Excelencia el señor presidente para reconquistar el puesto, respondiendo del buen resultado, pero no siendo punto estratégico principal para las operaciones, Su Excelencia no ha querido acceder a este pedido, diciéndoles que fueran a esperar a los enemigos en las trincheras de Curupayty».

     Con la caída de Curuzú el ejército paraguayo se veía en una situación harto comprometida.

     -Las cosas no pueden tener un aspecto más diabólico -comenta el Mariscal.

     Cuando el general Díaz se presentó a rendir su informe, López le hizo duros reproches, recordándole que había garantizado el éxito de la defensa.

     -No se puede hacer nada, señor, si los soldados, en vez de pelear, salen corriendo -respondió el general Díaz.

     Tenía razón: era un hecho sin precedentes, y por tanto imprevisible. Era preciso evitar que se repitiera. Refiere el coronel Juan Crisóstomo Centurión:

     -Después de un juicio sumario se dispuso que se diezmara el Batallón 10, y que los comandantes en jefe de Curuzú, el coronel Manuel Giménez y el mayor Albertano Zayas hicieron en los cuerpos que guarnecían Curupayty servicio en clase de sargentos. Diezmado que fue el batallón, todos aquellos a quienes había tocado el número 10 fueron pasados por las armas en presencia de toda la división. Los oficiales fueron sorteados por medio de pajas largas y cortas: los que sacaban largas eran inmediatamente fusilados. Los que escaparon fueron degradados a la clase de tropas y todo el personal del batallón, que fue distribuido en los otros que componían la guarnición, quedando así borrado del Ejército el batallón 10 para escarmiento propio y ejemplo moral de los demás.

     Se sabe que el Mariscal le dijo a Madame Lynch aquella noche:

     -¡Dios me perdone, Ela, esta sangre inocente!

     Sería la primera vez, más no la última, que pronunciaría aquella frase.




- XV -

     Manlove se llevaba muy bien con don Melitón Gómez, modelo de discreción. Cumplía sus funciones con tanta dignidad que hubiera sido un grave error tratarle como a un sirviente.

     El viejo no había participado en las grandes batallas, pero sí hecho servicio de avanzadas en el sector del Sauce que los brasileños llamaban Línea Negra por la cantidad de víctimas que los certeros disparos de los francotiradores paraguayos ocasionaban en sus filas. Don Melitón fue retirado del frente contra su voluntad a la llegada de los fríos, a causa del reumatismo, para que se tomara un descanso cumpliendo en retaguardia servicios aliviados. Manlove le preguntó si había matado muchos negros. Don Melitón respondió con el silencio.

     Tenía dos hijos que eran también soldados; otros dos habían muerto en combate. El quinto, aún pequeño, iba a la escuela. Se incorporaría al ejército cuando fuera capaz de desenvainar un sable de un tirón, como había hecho el teniente Panchito, hijo del caraí guasú, del gran señor en sentido moral, como don Melitón llamaba a López.

     Don Melitón era pobre: marcaba menos de diez cabezas de ganado al año, por lo que estaba exento de pagar impuestos y hacer contribuciones de guerra. Su mujer y sus hijas cuidaban de la chacra y de los animalitos. Habían venido a verle en dos ocasiones, pero él, lo mismo que el caraí, no había vuelto a su valle desde que acudió a defender la patria. Recibía cartas y encomiendas con cierta regularidad, por los vapores que diariamente bajaban de Asunción hasta Humaitá. Cobraba siete pesos al mes, mitad en metálico, mitad en papel moneda. Gastaba en vicios los billetes y ahorraba el resto.

     Manlove no espiaba a su vecino; pero, cuando hacía sus habituales paseos por el naranjal, solía verlo sentado bajo el alero de su rancho, leyendo un libro; o cargando penosamente sus grillos por el patio.

     El 8 de setiembre, al día siguiente de haber leído en «El Semanario» la crónica de la batalla de Curuzú, Manlove observó que se iniciaba en el campamento paraguayo una intensa actividad.

     Pasaban rechinando por el camino grandes carretas que ocultaban la carga bajo toldos de cuero, y cañones de grueso calibre arrastrados por varias yuntas de bueyes. Todos en dirección al río. Supuso que eran preparativos para una gran batalla en la que se pondrían en juego la totalidad de los recursos de los contendientes.

     Se producían a menudo cañoneos y descargas de fusilería, de diverso grado de intensidad, en distintas direcciones, a lo largo del frente. Sin duda era tanteos y reconocimientos. No había centinelas visibles, pero sí patrullas que aparecían de improviso, como brotadas de los naranjos, y volvían a desaparecer como por arte de magia. La celeridad y el sigilo con que se movían le causaba admiración. De noche se oían silbidos, chistidos, voces de alerta de los guardias ocultos, agazapados. Sería imposible dar un paso sin ser descubierto.

     Se enteraría más adelante que los brasileños suspendieron su avance después de haber tomado Curuzú, a la espera de refuerzos. El tiempo estaba siendo aprovechado por los paraguayos para hacer de Curupayty una posición inexpugnable.

     La madrugada del 8 de setiembre el Mariscal López reunió a los jefes superiores en el cuartel general para discutir sobre el plano del proyecto de fortificaciones presentado por el coronel ingeniero Francisco Wisner de Morgenstern. Todos lo aprobaron, menos el general Díaz.

     -Está bien en el papel -dijo-, pero eso no atajará a los negros.

     El Mariscal le autorizó a seguir su inspiración, pero asumiendo toda la responsabilidad.

     Los trabajos comenzaron de inmediato. Cinco mil hombres, entre los que se contaban los batallones 4 y 27 que habían defendido Curuzú, se empeñaron día y noche, en turnos de 8 horas de trabajo por 8 de descanso, en una tarea ciclópea de la que resultaría una obra maestra, concluida en menos de dos semanas.

     Continuaban los tiroteos aislados y los esporádicos bombardeos de la escuadra y de las baterías de Tuyutí. Hasta que un día cesaron por completo. No se oía un disparo en todo el frente. Don Melitón nada explicó, y Manlove, fiel a su consigna, nada preguntó.

     Al cuarto día de calma reapareció el teniente Gabriel Sosa, elegantemente vestido con un uniforme azul a la francesa, calzando botas relucientes, y con galones de capitán. Fueron tan grandes la sorpresa y la alegría de Manlove que tuvo que contenerse para no darle un abrazo.

     -¿Qué tal, querido amigo? -le dijo el teniente Sosa, tendiéndole la mano-. ¿Cómo le trataron en mi ausencia? ¡Se le ve más gordo y rozagante!

     Manlove reía de contento.

     Supongo que se olvidaron de mí.

     No lo crea, mi amigo, aquí no se olvidan de nadie.

     Sosa hablaba sin la cautela habitual, pero se limitó a sonreír cuando Manlove le felicitó por el ascenso y le preguntó cómo lo había ganado.

     -Supongo que se ha aburrido, ¿le trajo los diarios don Melitón? ¿Sí? ¡Pues me alegro! ¿Cómo va su español?

     -Mi leer bien; but hablar mucho poco...

     -¡Le felicito! Vamos a dar un paseo, quiero contarle algunas cosas.

     Mientras caminaban a la sombra del naranjal, Sosa le dijo que López había escrito a Mitre invitándole a una entrevista a realizarse entre ambas líneas. Al entrar en el campamento de Tuyutí, el portador de la nota del Mariscal fue rodeado por una multitud de soldados que le daban muestras de simpatía y pedían la paz a gritos. Le atajaban de las riendas y los estribos preguntándole cuándo acabaría la maldita guerra. A duras penas los oficiales consiguieron alejarlos. Mitre aceptó la invitación, proponiendo que la entrevista se realizara el 12 de setiembre en Yatayty-corá.

     -Me llamaron de Curupayty para que integrase la comitiva del Mariscal. De algún modo me agenciaron este uniforme para que estuviese presentable... Espero que me lo dejen de regalo y me confirmen en el grado de su difunto propietario original.

     Mentía en lo último. Gabriel Sosa fue ascendido por haber salvado la mayor parte de su gente durante la retirada de Curuzú. Al llegar a Curupayty cayó vomitando sangre: se le había abierto de nuevo la herida del pulmón. Le indicaron reposo absoluto; pero, antes de que trascurriera una semana tuvo que levantarse porque fue uno de los oficiales cuidadosamente elegidos por López para que le acompañasen. Los paraguayos usaban sistemáticamente los parlamentos para pulsar el ánimo de los aliados y enterarse de noticias frescas. Esta vez tendrían que tratar con la flor y nata de la oficialidad porteña.

     Mientras sus respectivas escoltas confraternizaban libremente formando pequeños grupos, López y Mitre, algo apartados del resto, a la sombra de un árbol, conversaron amigablemente durante cinco horas. De lo tratado se supo únicamente que López propuso dar por lavados mutuos agravios y buscar la manera de hacer la paz. Mitre respondió que no tenía atribuciones para decidir por sí mismo, y prometió dar una respuesta después de haber consultado con los gobiernos aliados. Entre tanto, advirtió, proseguirían con todo vigor las operaciones militares.

     Una gran ilusión se extendió en ambos ejércitos. Regía desde entonces una tregua no pactada. Sencillamente los soldados habían dejado de agredirse. Se visitaban en sus respectivas posiciones, tomaban mate juntos, intercambiaban regalos.

     -¿Cree usted que acabará la guerra? -preguntó Manlove.

     El capitán Sosa se encogió de hombros y cambió de tema:

     -El mayor Lucio Mansilla me preguntó de usted. Claro que le dije que no le conocía. No obstante, al despedirnos con un fuerte abrazo, me dijo al oído: «saludos a Jaimito el Amoroso»... ¡No me diga que esos pícaros le pusieron ese apodo!

     -¡Son unos diablos! ¿Cómo está Lucio?

     -Con ganas de irse a su casa, como todos nosotros. Me dijo que esta guerra ya no tiene sentido para los argentinos desde que nos retiramos de Corrientes.

     -¿Y para los paraguayos?

     -Mientras nos sigan atacando, tendremos que defendernos... ¿Cómo anda de salud?

     -No muy bien -respondió Manlove, poniendo cara de enfermo-, sufro mucho del estómago... ¿Me haría el favor de avisarle al Dr. Stewart?

     -Lo haré con mucho gusto -respondió el capitán Sosa, sonriendo astutamente-, aunque no creo que el Dr. Stewart pueda atenderle ahora. Pero no se aflija: vendré a verle esta noche, después de cenar, y le traeré una medicina.

     Se detuvieron a la altura del rancho del vecino de Manlove.

     -El Mariscal López me ha autorizado a informarle, confidencialmente, que está en camino una cañonera norteamericana con orden, si es preciso, de forzar el bloqueo a cañonazos y traer al Paraguay al ministro Washburn.

     Observó el efecto de sus palabras. Manlove procuró mostrarse impasible. Sosa se echó a reír y agregó jocosamente:

     -El almirante Tamandaré ha amenazado formalmente hundir la cañonera. Si tal cosa ocurre, los Estados Unidos y el Paraguay acabaran esta guerra como aliados.

     -¡Sería estupendo!

     -En el cuartel general hay quienes especulan con esta posibilidad. ¿Cómo no hacerse ilusiones cuando se está desesperado? Sin embargo, el almirante Tamandaré, como todos los macacos, es fanfarrón pero no estúpido. Si le fallan los gritos, pondrá violín en bolsa... Al revés de lo que haríamos los paraguayos, para desgracia nuestra... ¡Hasta luego, mi amigo!

     El capitán Sosa se internó en el naranjal, en dirección al rancho del preso engrillado.



- XVI -

     El capitán Gabriel Sosa volvió esa noche, como había prometido. Trajo una botella de caña.

     -Aquí está la medicina de que le hablé -dijo, con su cordialidad habitual-. Si me permite, la beberemos juntos, que también es un remedio para mis males.

     Se sentaron frente al rancho, bajo el cielo estrellado. Hacía calor. Bebieron del mismo vaso, a la paraguaya. Manlove, que no había probado un trago desde que se le acabaron las dos botellas que le enviara Madame Lynch, se sintió revivir.

     La noticia de que pronto llegaría Mr. Washburn, quien podría informar al gobierno paraguayo acerca de los antecedentes de su compatriota, renovó las esperanzas de Manlove de realizar el proyecto de corsarios antes de que fuera demasiado tarde para salvar al Paraguay. Le dijo a Sosa que había sentido primero respeto, después admiración y por último sincero afecto por los paraguayos. Deseaba ayudarles más allá de sus personales intereses. Si confiaban en él podría prestar grandes servicios. Manlove parecía un niño grande cuando se entusiasmaba.

     Gabriel Sosa le escuchaba complacido. A diferencia de otros, que sólo vieron aspectos externos de la personalidad de Manlove, Sosa había percibido el talento, la energía, la intrepidez y la generosidad. Como le dijo a López, que le encargó que lo estudiara, el gringo tenía sustancia y era un hombre de honor.

     -Por si le sirve de algo, le diré que creo su proyecto realizable, confío en usted y en su capacidad de llevarlo a cabo.

     Manlove habló de su infancia y adolescencia en Maryland; de las grandes batallas de la guerra civil en las que participó. Sosa le contó a su vez que había estudiado leyes en Inglaterra, becado por el gobierno. Sus condiscípulos británicos le hicieron objeto de crueles burlas hasta que les demostró que también los paraguayos saben usar los puños. Se hizo de excelentes amigos. Le invitaban a sus casas, a pasar fines de semana en las fincas de sus padres, a reuniones de sociedad. Conoció a Dorothy Young, se enamoró de ella, se comprometieron para casarse. Dorothy es alegre, independiente, intrépida como un húsar y bella como un ángel. La madre de Dorothy es irlandesa. Son conocidos de Madame Lynch.

     En tanto bajaba el contenido de la botella, iban en aumento las confidencias.

     -Dorothy fue para mí un continuo sobresalto. La dicha de amarla, el miedo de perderla. Se me antojaba que era un sueño. Temía despertar y pasarme el resto de la vida buscándola sin poder hallarla nunca, puesto que no existía, y sin poder ya dormirme para soñarla de nuevo. Pensábamos casarnos en cuanto terminase mis estudios, y venir al Paraguay. Nuestro futuro estaba asegurado. Yo no poseía bienes, pero sí un empleo en el gobierno que me permitiría trabajar por el adelanto de la nación más progresista de América. Comprobaba en mis lecturas que aquí habían sido puestas en práctica doctrinas sociales que todavía estaban en discusión en Europa. Al menos, era lo que yo creía con el candor y el entusiasmo de la juventud. A Dorothy le encantaba la idea de vivir en los trópicos, en un país que yo pintaba como un paraíso terrenal... ¡Y a fe que no mentía, amigo Manlove, a fe que no mentía!

     Bebió otro trago y continuó:

     -Llegó entonces la noticia de que estábamos en guerra con el Brasil. Me despedí de Dorothy con la promesa de regresar a buscarla cuando se hiciera la paz. Pensaba que tardaría en hacerlo algunos meses, un año a lo sumo. Llegué a Asunción con el último barco que arribó de Buenos Aires antes de que el Paraguay declarase la guerra también a la Argentina.

     -¿Le habían llamado?

     -No, al contrario. El Encargado de Negocios Cándido Bareiro no quiso dejarme venir y se negó a darme dinero para el pasaje. Me lo prestó de su peculio el capitán Gregorio Benites, secretario de la Legación paraguaya en París.

     Manlove no le dijo que conocía a los nombrados personajes, tanto por no interrumpirle como porque había omitido mencionar la visita a la Legación en los memoriales que escribió a su llegada a Paso Pucú.

     -¿Por qué vino entonces, si no estaba obligado?

     -¿Qué hubiera hecho usted en mi lugar?

     -¡Tiene razón!

     -¡Nadie creyó que la guerra sería tan larga, tan encarnizada, tan terrible!

     -Lo mismo nos ocurrió a nosotros, los del sur.

     -La guerra es un monstruo al que no conviene despertar. No se sabe su apetito. Por sólidas que sean las razones, nobles las intenciones, justa la causa, quien comete la temeridad de hacerlo cae en la trampa del diablo y merece la derrota.

     Manlove tuvo un sobresalto. Sosa estaba perdiendo los estribos.

     -Sé lo que está pensando: que el Paraguay inició la guerra. Esa es la verdad, mal que nos pese. No dudo que el presidente López hizo lo que creyó mejor para el país. No le puedo asegurar si estuvo equivocado o no. Es muy probable que la guerra estallara de todos modos. Es cierto que la alianza de nuestros enemigos estaba pactada de antemano, con el definido propósito de destruir a nuestra patria. Tal vez la única posibilidad de salvarnos estaba en el intento de golpear primero. Sin embargo, hubo un momento en que López tuvo que decidir, y eligió la alternativa de empezar la guerra. Los culpables son muchos, pero él asumió la responsabilidad. ¡Él es El Responsable! Por siempre jamás los paraguayos estarán en el derecho de pedirle cuentas.

     Sosa jadeaba al hablar como si se le hubiera abierto de nuevo la herida en el pulmón:

     -Estamos bloqueados, sin más recursos que los nuestros, enfrentando a las dos terceras partes de un continente, a un enemigo que tiene acceso a todos los recursos del mundo y al dinero para adquirirlos...

     Sosa se detuvo de nuevo. Se hizo una pausa penosa.

     -¿Cree usted que la guerra durará mucho todavía?

     -El Mariscal López ha hecho una propuesta para llegar a un acuerdo honorable con los aliados. Veremos qué resulta. Oiga usted el silencio. Entre los cien mil hombres empantanados en estos esteros malditos, no hay uno solo que quiera seguir combatiendo. Padecemos el mismo infortunio. No nos odiamos. Muchos de nosotros daríamos la vida sin vacilar a cambio de que cesara la matanza. Y ninguno tiene poder para hacerlo. Es más, creo que nadie tiene poder para hacerlo. Tendremos que seguir asesinándonos hasta que Dios o el diablo digan basta.

     El cielo estaba clareando. Gabriel Sosa dijo con la voz cargada de amargura:

     -Hasta nuestras victorias son trágicas, prolongan nuestra agonía. Se valen de nuestro coraje para destruir al Paraguay. Saben que jamás nos rendiremos.

     -¿Usted tampoco?

     -Yo tampoco.

     -¿Por qué?

     -¡To be or to be nothing, that is the question!... ¿Sabe que una vez hice un Hamlet sensacional? El público entusiasmado aseguró que nunca había visto nada parecido. ¡Un Hamlet paraguayo! Lo interpreté a mi manera, dándole otro sentido a las palabras. Dorothy hizo una Ofelia que recordaba a Porcia... ¡Una extraña pareja!

     Soltó una risa triste.

     -En verdad, amigo mío, no lo sé. Si le dijera que me arrepiento de haber dejado a Dorothy, cuando creía que ella era lo que más amaba en el mundo, le mentiría. Estoy donde debo estar. No hay otro espacio en el mundo para mí.

     Rió entre dientes.

     -¿Sabe por qué vine a verle esta noche? Apenas le conozco; no tengo la certeza de que pueda comprenderme; o que me delate o se le escape alguna indiscreción, fatal para mí. Sentía necesidad de decir algunas cosas que jamás confiaría al más leal de mis camaradas de armas, aunque sé que hay entre ellos muchos que piensan como yo. Si les insinuara solamente lo que estoy diciendo ahora, mi vida valdría menos que este trago de caña. Pero no es el miedo de perderme lo que me impide hablar, sino el miedo de que me impidan seguir combatiendo.

     -¿Cómo es posible?

     -Este es el único ejército del mundo que castiga al soldado prohibiéndole pelear. Si caen prisioneros, malamente heridos, porque de lo contrario no se rinden, en cuanto pueden hacerlo escapan y regresan para seguir peleando. Conozco hombres que han vuelto desde el Brasil, desde Montevideo, desde Buenos Aires. ¿Por qué lo hacen? Trataré de explicarlo. Esta mañana, después de dejarle a usted, fui a visitar a su vecino. Es el presbítero Fidel Maíz, uno de los hombres más inteligentes e instruídos del Paraguay. Carga grillos desde hace cuatro años por haber sugerido que era necesaria una nueva constitución que pusiera al presidente de la república «en la feliz imposibilidad de obrar el mal». Hablamos con la más descarada hipocresía, a sabiendas de que ambos estábamos fingiendo. Me dijo que estaba profunda y sinceramente arrepentido de sus pasados errores políticos. Declamó su fervorosa adhesión a López e hizo su apología en términos repugnantes. Le comparó con Judas Macabeo. Le atribuyó sacrílegamente atributos de la Divinidad. Podría pensarse que está cansado de los grillos o teme por su vida. La cosa no es tan simple. Lo que pasa es que no quiere estar ausente de esta lucha tremenda en la que está en juego, más que la existencia de una nación, la esencia del espíritu de un pueblo; más que su ser, su razón de ser, que acaso es un absurdo, un disparate que sólo tiene sentido para los paraguayos. Es lo que no comprende, lo que no comprenderá jamás el enemigo, que se estrella contra lo imponderable. Pues bien, amigo Manlove, para participar en esta lucha es preciso seguir incondicionalmente al Mariscal. Seguirle hasta las últimas consecuencias; o, si lo prefiere, hasta el límite de su locura. Para bien y para mal López es lo que somos los paraguayos. Es preciso resistir, y Él resistirá. Nos obligará a continuar resistiendo cuando se agoten nuestras fuerzas y flaquee nuestro espíritu. No podemos permitirnos un gesto, una palabra pronunciada en sueños contra el Mariscal, porque con ello se debilitaría la voluntad de resistencia que en él se encarna. Si es preciso hemos de cerrar los ojos a toda evidencia, como nuestros muchachos cuando contemplan al ejército invasor desplegado en batalla y le amenazan con rebenques guaireños, le disparan bodoques y hacen sonar turututúes. La verdad es un lujo que no podemos permitirnos. Lo saben Solano López y Melitón Gómez. Pero no lo dicen. Que cada cual cargue su cruz, sus pecados y sus dudas; en silencio. Le digo estas cosas porque yo también quise hacer uso de la tregua; pero, si me las dijera mi hermano lo mandaría fusilar.

     Manlove, impresionado y conmovido, cedió al tonto deseo de consolarle:

     -Estuve en una guerra, en el bando del vencido. Cuando acabó, quise pegarme un tiro. Y aquí me tiene usted, en la situación más increíble. La vida no se acaba, querido capitán. Espero que cuando la guerra termine vuelva a los brazos de Dorothy.

     -¡Ah Dorothy! ¡No sabe lo que dice! Para ella sólo existe el presente. Es demasiado inquieta y vital para esperar a nadie mucho tiempo. Aunque salga vivo de este infierno, cosa harto improbable, nunca la volveré a ver.

     Estaba amaneciendo. De pronto, retumbaron cañonazos disparados desde Tuyutí. El capitán Sosa se puso de pie, trastabillando.

     -¡Oiga usted, ha empezado de nuevo! ¡Hasta la vista, amigo Manlove!

     Dio unos pasos inseguros; enseguida se enderezó y echó a andar resueltamente hacia el camino.



     El general uruguayo Venancio Flores había enviado a los tránsfugas Recalde, Ruiz y Surián para que, aprovechando la tregua, visitaran esa noche a sus compatriotas y les indujeran a la deserción. Ruiz y Surián fueron apresados; Recalde logró escapar. Otros oficiales y soldados de la Alianza, que también estaban de visita, se alarmaron. Se les dijo que estuvieran tranquilos, que la cosa no era con ellos. Al enterarse de lo ocurrido a sus comisionados, el general Flores mandó cañonear la posición paraguaya. La tregua había terminado. A partir de ese momento millares de infelices reanudaron la monstruosa rutina de atormentarse unos a otros.



- XVII -

     En Curuzú, por primera vez, desde que se inició la guerra, había sido tomada por asalto una posición paraguaya. El comando enemigo exageró la significación de este hecho. Los jefes de la Alianza estaban convencidos de que una victoria decisiva estaba al alcance de la mano; pero, no lograban ponerse de acuerdo sobre cuál de ellos coronaría su frente de laureles. Perdieron un tiempo precioso en cabildeos, intrigas, juntas interminables, intercambios de notas; en mezquinas disputas por el mando entre el general Porto Alegre y el almirante Tamandaré, por un lado, y el general Mitre, por el otro. Se impuso Mitre. Se concentraron más de 20.000 hombres en Curuzú, la mitad de los cuales eran argentinos. Aproximadamente la quinta parte del ejército brasileño y la casi totalidad del argentino. El almirante Tamandaré se comprometió a destruir las fortificaciones de Curupayty antes del asalto:

     -In duas horas descangalhare tudo isso.

     El 21 de setiembre estuvieron completas, en todos sus detalles, las obras de fortificación de Curupayty, en las que se había trabajado ininterrumpidamente aun en los días de lluvia torrencial. El Mariscal López ordenó al ingeniero Thompson que fuera a hacer una inspección detenida y le diera su opinión. Thompson informó que la posición era fortísima y podía ser defendida con ventaja.

     Esa misma tarde el general Díaz fue a Paso Pucú para recibir las últimas instrucciones. López estaba enfermo, postrado en su hamaca.

     -Si todo el ejército aliado atacase, todo el ejército aliado quedaría sepultado al pie de la trinchera.

     Lo dijo con tanto entusiasmo y convicción que López se sintió reanimado y se levantó.

     La posición era sencillamente formidable, dada la forma como estaba organizada, y debido también a los obstáculos y bocas de lobo innumerables con que se consteló el campo por donde forzosamente debía traer su ataque el enemigo.

     Sería erróneo atribuir, sin disminuirlo, todo el mérito al genio y energía del general Díaz. En Curupayty intervinieron además los consejos e instrucciones de López, que era un perito en la materia y siguió paso a paso la marcha de los trabajos; los conocimientos técnicos del coronel Wisner y del teniente coronel Mywskozki; y, sobre todo, la experiencia y la iniciativa entusiasta de 5.000 anónimos soldados. El Mariscal López lo reconoció implícitamente, pues fueron los soldados, cabos y sargentos los únicos que recibieron premios y ascensos después de que se puso a prueba el resultado de su esfuerzo colosal.



     Manlove había marcado en su árbol el 22 de setiembre, que amaneció radiante. A las siete de la mañana comenzó el más fenomenal cañoneo que había escuchado en su vida de veterano de las más grandes batallas de la guerra de secesión norteamericana.

     -In duas horas descangalhare tudo isso...

     Los acorazados «Bahía» y «Lima Barros» avanzaron hasta descubrir las baterías de las barrancas y rompieron fuego contra ellas, mientras simultáneamente toda la línea de trincheras era bombardeada por el resto de la escuadra.

     Las baterías costeras contestaron enérgicamente, manteniendo alejados a los buques de las fortificaciones, por lo que sus fuegos poco efecto causaron en las defensas, que habían sido construidas fuera de toda posible observación enemiga. Poco después tomaron posición en espaldones especialmente construídos las baterías de tierra argentinas y brasileñas, que se sumaron al bombardeo general. Los cañones paraguayos lograron silenciar varias de las piezas enemigas. Pasaron dos horas y las fortificaciones seguían intactas.

     Veinte mil hombres formados en cuatro columnas aguardaban en sus posiciones de espera. Había un fuerte sol.

     A las doce los acorazados «Brazil», «Barroso» y «Tamandaré» recibieron orden de subir más arriba de Curupayty, para ametrallar la batería de la barranca desde la retaguardia. Al mismo tiempo, tropas aliadas desembarcadas en la costa del Chaco enfilaron sus tiros sobre los artilleros paraguayos. Todo fue en vano. A pesar de haber sido desmontadas dos piezas por una explosión en la que perecieron el teniente coronel Mywskozki y el mayor Albertano Zayas, que servían en clase de soldado y sargento respectivamente, los cañones paraguayos produjeron grandes destrozos en el «Brazil» y el «Tamandaré».

     A las doce y 30' callaron los cañones de la escuadra y las baterías de tierra. En el súbito silencio, bajo el esplendor de la mañana radiante de sol, sonó un clarín anunciando que la hora del ataque había llegado. Aun cuando no se había alcanzado el objetivo que se asignó a la escuadra, el almirante Tamandaré dio la señal de «Misión cumplida». El general Mitre ordenó seguir adelante con el plan de operaciones. Las columnas iniciaron el ataque.

     Cuando el vigía anunció que comenzaba el avance enemigo, el general Díaz mandó que Cándido Silva tocara la diana. Luego Díaz, jinete en Pymorotí, su brioso alazán de patas blancas, recorrió la trinchera arengando a la tropa, que respondió con vítores. Poco después aparecieron frente a las líneas los primeros batallones.

     Con sus vistosos uniformes de parada, relucientes bajo el sol, alineados en rigurosa formación, marchando al son de músicas marciales, con las banderas desplegadas, más parecían destinados a lucirse en una fiesta que próximos a la catástrofe.

     Díaz dejó que el enemigo avanzara sin ser molestado hasta ponerse a tiro de fusil, y sólo entonces Cándido Silva dio la señal de fuego. Al mismo tiempo tronaron 49 cañones y 5.000 fusiles. Las valerosas columnas aliadas avanzaban sin arredrarse por los obstáculos ni las bajas que sufrían a granel bajo el compacto fuego paraguayo. Una loca emulación les llevaba adelante tratando de llegar a cualquier costo hasta las trincheras. Eran repelidos una y otra vez, para volver luego a la misma denodada carga. Algunos deshechos batallones lograron llegar hasta el borde de las trincheras, pero fueron aniquilados. En vano trataron de utilizar las escalas y fajinas que traían para sortear los fosos y trepar los abatises. Caían segados por centenares. Retrocedían horriblemente destrozados, se arremolinaban, recibían refuerzos y volvían a la carga, siempre con el mismo resultado. La criminal estupidez militar rayaba en lo sublime.

     La masacre era general en toda la línea. Mientras los artilleros, lanzando gritos de entusiasmo, descargaban sus cañones, la fusilería de los infantes hacía suceder sus disparos sincrónicamente con cortos intervalos. Una hilera cargaba y otra hacía fuego.

     -¡Su puntería era de una precisión fatal! -recuerda el general Garmendia.

     Conforme al plan, al mismo tiempo que se atacaba Curupayty avanzaron desde Tuyutí las fuerzas de los generales Polidoro y Flores. La artillería brasileña hizo un recio bombardeo a la línea paraguaya y la infantería avanzó sobre las trincheras, pero fueron rechazados. Mientras tanto Flores, al frente de 3.000 jinetes, atacó Paso Canoa. Por un momento el fuego se extendió desde el río hasta Yatayty-corá.

     En el cuartel general de Paso Pucú el Mariscal López controlaba al minuto cuanto ocurría en toda la extensión del frente por medio del telégrafo y de sus ayudantes que le traían una visión directa desde el lugar de los hechos.

     Manlove, en su rancho, creía que aquello era el fin; que de un momento a otro vería irrumpir al galope a la caballería riograndense lanceando sin piedad a los sobrevivientes fugitivos. Don Melitón Gómez mascaba su naco y escupía, con sus ojos serenos perdidos en la inmensidad de un paisaje solamente visible para él.

     Eran las cuatro de la tarde cuando Mitre se persuadió del fracaso del plan. Dio orden de retirada. Pero, mucho antes, algunas tropas aliadas ya habían comenzado a retroceder. Primero se efectuó el repliegue con algún orden, y luego el pánico se apoderó de los deshechos atacantes cuando se creyó que los paraguayos salían de las trincheras en su persecución. Sonaron gritos subversivos y hubo una fuga general en dirección a Curuzú. La escuadra también enfiló sus proas hacia el sur, cesando el fuego.

     Díaz telegrafió a López pidiendo autorización para perseguir al enemigo. Recibió una negativa terminante. Siempre se dirá que perdió la ocasión de ganar la guerra, sin tener en cuenta que el I ejército brasileño, que casi doblaba en número a todo el ejército paraguayo junto, estaba presionando desde Tuyutí. Nunca se sabrá cuál hubiera sido el resultado de acosar a un ejército embretado en un callejón sin salida, que conservaba intacta su poderosa artillería emplazada en reductos y espaldones, y la caballería que no había entrado en acción, y tenía a sus espaldas la trinchera de Curuzú. Los paraguayos hubieran tenido que avanzar al descubierto por la ribera, bajo el fuego cruzado de toda la escuadra enemiga. No contaban con reservas ni para apoyar la acción ni para prevenir un contraataque; ni de dónde traer refuerzos, ya que el grueso del ejército ocupaba posiciones en la extensa línea de Rojas. López tuvo que elegir entre una batalla ganada y una nueva victoria problemática, que podía convertirse en un desastre que malograra los efectos políticos y militares de la primera. Díaz tenía ante sus ojos al enemigo destrozado que huía en desbandada; López, la visión de la totalidad del frente y el vasto panorama del conjunto de la guerra. Cada cual estuvo en su puesto y cumplió con su deber.

     La Historia, una y otra vez, pone en escena la batalla de Curupayty. Modifica el decorado, la caracterización de los personajes, el juego de los actores, el espíritu de la representación; pero, no le está permitido cambiar el desenlace.

     A las cuatro y media Cándido Silva anunció la derrota enemiga con un agudo toque de clarín. Un inmenso clamor se elevó en toda la línea.

     El general José Díaz, hijo de un modesto labrador del valle de Pirayú, mandó tocar la Diana Mbayá, la Diana de los Indios Mbayáes, que desde los fondos de la Historia convoca a los paraguayos a la lucha para rechazar al invasor. Y montando nuevamente su caballo, salió a recorrer la trinchera entre los vítores de la tropa.

     Las bajas paraguayas no alcanzaron a 90, entre muertos, heridos y contusos.



     Al presbítero Fidel Maíz le quitaron los grillos. Continuó en su rancho como simple arrestado. Él y Manlove se visitaban asiduamente. El sacerdote le contó que el día de la batalla fue conducido a un lugar donde llovían balas perdidas, para que orase por la victoria. Un oficial le dijo al soldado que custodiaba al preso: «Si cae Curupayty, métele bala a este y regresa al cuartel».

     -Tal vez fue una de esas bromas un tanto crueles a las que son tan afectos mis compatriotas; pero, le puedo asegurar, amigo Manlove, que mis fervientes oraciones en algo habrán contribuido para que el Dios de las Batallas concediera este gran triunfo a las armas nacionales.

     El presbítero Fidel Maíz tenía en los tobillos callos y cicatrices causadas por los fierros, pero su salud y su humor eran excelentes.

     Muchos presos habían sido liberados o aliviados de rigores. Reinaba el optimismo en el campamento paraguayo. El enemigo estaba anonadado por el sangriento rechazo sufrido en Curupayty. Manlove supo con pesar que Dominguito Sarmiento, Marquitos Paz y otros muchos amigos que conoció en Corrientes habían muerto en la batalla, y que Lucio Mansilla estaba herido. Entre los aliados se popularizó la expresión «No murió en Curupayty», como señal de una suerte extraordinaria.

     A principios de noviembre, el ministro norteamericano Charles A. Washburn apareció en las Tres Bocas, confluencia de los ríos Paraná y Paraguay, a bordo de la cañonera «Shamokin»,que traía órdenes imperativas de forzar el bloqueo. Le cerró el paso la Flota Imperial, desplegada en batalla, y enfiló sus cañones contra la cañonera, amenazando con hundirla si proseguía la navegación. Pero, tal como había previsto Gabriel Sosa, el almirante Tamandaré, al observar que la «Shamokin» se aprestaba al combate, cambió de idea. Subió a un bote y fue a visitarla personalmente en son de paz.

     Se deshizo en amabilidades con el capitán Crosby y Mr. Washburn. Aconsejó que pidieran un práctico del río a los paraguayos y concertó con estos una tregua para que el buque neutral no tuviera percances en la navegación. La «Shamokin» ancló en la rada de Curupayty a media tarde del 5 de noviembre, e inmediatamente desembarcaron Mr. Washburn y sus acompañantes. Fueron recibidos por el general Díaz, su plana mayor y una multitud que aclamó al diplomático. Un ayudante presentó los saludos del Jefe de Estado. López se encontraba gravemente enfermo. Desde su lecho dispuso la libertad de James Manlove, quien debería trasladarse a la capital en el mismo vapor que Mr. Washburn. El proyecto de corsarios quedaba en suspenso. Se esperaba la pronta concertación de la paz.

     El Dr. Stewart le trajo la buena nueva. Manlove quiso despedirse de su amigo Gabriel Sosa. El Dr. Stewart le dijo que el oficial sufrió una nueva y muy grave recaída después de la batalla de Curupayty, por lo que el Mariscal había dispuesto su traslado a Humaitá, donde había mayores comodidades, hasta su completo restablecimiento.



- XVIII -

     James Manlove no volvería a ver a Gabriel Sosa. La Historia conoce el desenlace y el epílogo de las tribulaciones del valiente oficial paraguayo que, siendo estudiante en Londres, había interpretado a Hamlet. Ocurrió casi cuatro años después, en los días finales de la guerra, en los meses de febrero y marzo de 1870, en el último confín del Paraguay. El Mariscal López había trazado, desde Paso de Patria, en el sur, hasta Cerro Corá, en el nordeste, lo que daría en llamarse la Diagonal de Sangre, y también la Diagonal de la Gloria. Diremos cómo Gabriel Sosa llegó hasta muy cerca de su extremo, y por qué no participó en la escena final de la tragedia.

     Nunca se recuperó del todo de su herida en el pulmón. Dos meses después de su último encuentro con Manlove, le dieron el comando de un pequeño destacamento para vigilar al enemigo, que amagaba nuevamente invadir por Itapúa. Cumplió su misión brillantemente durante un año y medio, conservando íntegra su tropa.

     En julio de 1868 se incorporó al grueso del ejército, que se había retirado de Humaitá y acampaba en San Fernando. Allí se encontró con su amigo y ex condiscípulo en Europa Juan Bautista del Valle. Ambos ya ostentaban el grado de coronel. Juntos participaron en las terribles batallas de diciembre de ese mismo año, al término de las cuales sólo le quedaron al Mariscal López un puñado de hombres sanos. Con ellos se retiró a las Cordilleras. Dice a este respecto el historiador argentino Ramón J. Cárcano:

     «Si hay gloria en el heroísmo, en el Paraguay está la gloria. En el panorama movido del conjunto de la guerra no se destacan y dominan los aliados con su ciencia militar, con sus generales y estrategas, su valor legendario, la abrumadora superioridad de hombres y recursos. Dominan la tenacidad y el sacrificio del pueblo paraguayo convertido en soldado, el sentimiento intenso de la patria inviolable, la abnegación absoluta, la resistencia incoercible. Los prisioneros escapan para volver a pelear. Pelean sin armas, al abordaje, cuerpo a cuerpo, desnudos, extenuados por el hambre y las pestes. Son muertos pero nunca vencidos. Están en las ciudades y en los campos desiertos los cadáveres insepultos; la población desesperada en las selvas. Son formas distintas y terribles de la resistencia. Nadie procura salvarse ni salvar nada. Todo es protesta, combate y sangre. Es un frenesí, una fiebre, un incendio. Nada para el enemigo. Fuera de este pequeño país no hay mayor inmolación ni heroísmo en la historia humana».

     Los aliados ocupan Asunción el 1º de enero de 1869. Saquean la ciudad desierta. Profanan hasta la tumba de los muertos en procura de botín. Zarpan de la bahía buques de la gloriosa Flota Imperial cargados de muebles. Arriban en centenares de embarcaciones una multitud de proveedores y mercachifles que se instalan en vetustos caserones abandonados. Viene también el infatigable Edward A. Hopkins con el equipo necesario para instalar en el Chaco un aserradero a vapor. Pronto llegará Cándido Bareiro, decidido a intervenir en la política del país liberado de la tiranía de López. A su paso por Río de Janeiro, mediante cartas de presentación de Lord Stapleton, ha conocido y trabado amistad con José María da Silva Paranhos, Barón de Río Branco, artífice de la maniobra diplomática que condujo a la guerra y que provocó la admiración y la repulsa del general José Tomás Guido. El duque de Caxias, comandante en jefe de las fuerzas de la Alianza, da la guerra por terminada. Manda todo al diablo y se marcha a su casa. Él no es un capitão do matto, un cazador de esclavos fugitivos. Que otros se ocupen de atrapar a López.

     Inmediatamente después de su partida es apresado un tal Carapé, el Petiso, que resulta ser un pombero de López. Apremiado en el cepo, el astuto Carapé confiesa que el mariscal prepara un ataque por sorpresa para recuperar la ciudad. Son avistadas partidas paraguayas en los suburbios. Cunde el pánico. Se suspende el saqueo. Se cavan trincheras. La guerra continúa.

     Viene el conde D'Eu para hacerse cargo del comando en reemplazo del duque de Caxias, que ha sido recibido en el Brasil poco menos que como un desertor. Informa confidencialmente a su suegro, el emperador Pedro II, que el ejército, reducido a la tercera parte de su efectivo, no está en condiciones de operar. Se ha producido una verdadera fuga de oficiales. La tropa ha quedado aterrorizada por los combates de diciembre, y no podría enfrentar a campo abierto a los paraguayos. Pasarán meses antes de que se animen a ir más allá de los aledaños de la capital. El ferrocarril de López suele llegar hasta el arroyo Yuquyry, a 20 quilómetros de Asunción. Ha inventado un arma nueva y desconcertante: el tren blindado.

     Entre tanto, en las cordilleras centrales, a cincuenta quilómetros de la capital ocupada por los aliados, se forma otro ejército con los heridos que se van restableciendo, con los prisioneros caídos en Itá Ybaté y Angostura que escapan para reincorporarse a la lucha, con los ancianos y los niños. No se admiten mujeres: su misión es resucitar a los caídos, hacer la patria inmortal.

     Se recogen armas abandonadas en los campos de batalla, se monta otro arsenal, se funde hierro, se taladran cañones, se fabrica pólvora y papel, se edita un periódico, vuelven a funcionar las escuelas, rige la ley de enseñanza primaria obligatoria, los niños soldados asisten a clases.

     López se vale ahora, además del consenso, del terror. En San Fernando y Villeta ha sido implacable con los conspiradores. Ha fusilado al Obispo y a su propio hermano Benigno. El presbítero Fidel Maíz se ha convertido en un despiadado fiscal de sangre. Publica artículos de repugnante adulación al Mariscal. Después de la guerra será enjuiciado por la Santa Sede por haber condenado a muerte a su obispo, y, en la batalla de Itá Ybaté, conducido en persona una carga de caballería que aniquiló a un batallón brasileño. Le acusan de haber divinizado sacrílegamente la figura de López.

     -Dijo Jesús Nuestro Señor en los Santos Evangelios: ¡Dioses sois! -alega el padre Maíz en su descargo.

     Cincuenta años después escribiría:

     -Actué con las leyes de Partidas en las manos cuando el enemigo nos empujaba en trágicas retiradas. Fui la fidelidad en el infortunio de mi patria.

     Día tras día van llegando a las líneas paraguayas soldados dispersos, o que, habiendo caído prisioneros, han logrado evadirse. Pero también hay algunos que, dando la guerra por terminada o pensando que ya han tenido suficiente, se dirigen a sus valles. Si son atrapados se los fusila sin apelación. López no quiere oír nada a favor de estos hombres, a los que considera desertores:

     -La patria no necesita de sus malos hijos.

     -Por aquel tiempo -recuerda el coronel Juan Crisóstomo Centurión-, el Mariscal de repente se dio mucho a la lectura. Durante unos ocho días, después de almuerzo, en lugar de dormir la siesta, y a pesar del calor, se sentaba en una silla de vaqueta en el corredor abierto de una casa pajiza vieja que había adyacente a la que ocupaba con su familia, a leer el «Genio del Cristianismo» por Chateaubriand, en varios tomitos. Cada día devoraba uno. Sin duda buscaba distraer su espíritu, o tal vez atenuar o acallar el remordimiento de su conciencia por tantos actos de difícil o imposible justificación.

     La pausa de las operaciones es aprovechada por López para completar la reorganización del ejército en los niveles de mando, instruyendo a los jefes y oficiales superiores, casi todos de reciente promoción.

     -No bastaba atender solamente la disciplina y organización material de las tropas -continúa Centurión-, sino también procurar de alguna manera mejorar su moral, inculcándoles los principios de los rigurosos deberes que impone el patriotismo y el honor frente al enemigo. El Mariscal, penetrado de esta necesidad, estableció una especie de Academia o Conferencia, donde se reunían los jefes superiores y comandantes de cuerpos a discutir o cambiar ideas sobre asuntos relativos a la disciplina. Para esto, el Mariscal, que asistía a las reuniones diarias, manifestó el deseo de que cada uno expusiera las medidas que hubiese tomado en el sentido de mejorar las condiciones físicas y morales de sus tropas, acordando libertad para la emisión de ideas y opiniones acerca de los puntos en discusión. No obstante brillaba en aquellas reuniones la elocuencia del silencio: primero por la falta de costumbre de discutir en asamblea, y segundo porque el Mariscal contestaba con agudeza y tono reprensivo a cualquier opinión o manifestación que en algo contrariase su modo de pensar. De esta manera, la presencia del Mariscal equivalía a una coartación de la libertad que era indispensable para que la Academia cumpliera sus fines.

     Las reuniones también se realizaban en los distintos cuerpos, en las que participaban oficiales de menor graduación. En una de estas, el capitán Alberto Cálcena criticó las operaciones llevadas a cabo en los campos de Villeta, manifestando que el Mariscal se había equivocado al mandar librar combates aislados, en vez de concentrar todas sus fuerzas en Itá Ybaté para la batalla decisiva.

     El coronel Gabriel Sosa le interrumpe:

     -¡El Mariscal no puede equivocarse! ¡Nikatúi ojavývo Mariscal!

     -El Mariscal es un hombre como cualquier otro -responde Cálcena-, y por consiguiente, susceptible de equivocación. Sólo Dios no puede equivocarse, y él no es Dios.

     El incidente llega a oídos de López. Cálcena es condenado a andar sin espada mucho tiempo, con el estigma del santo-jhú.

     El general Isidoro Resquín ya no tiene la facultad de disponer discrecionalmente los castigos sobre la base de los informes de las faltas cometidas en las distintas unidades. Un consejo de jefes de División toma las decisiones al respecto.

     El sargento Cirilo Antonio Rivarola es un hombre ya maduro, que se ha distinguido en las batallas de Ytororó, Abay e Itá Ybaté, después de haber permanecido preso cuatro años por oponerse a López y a la guerra. Para darle algún descanso le han encomendado la custodia de un depósito de heridos agonizantes. Una noche de lluvia torrencial se queda dormido mientras los raudales inundan la casa. Varios pacientes mueren ahogados. El Consejo le condena a recibir una mano de azotes y a hacer servicio de avanzadas. El 25 de mayo de 1869 el ejército aliado, que avanza hacia las posiciones paraguayas de Ascurra, sorprende a una pequeña guardia en Cerro León, que se defiende con bravura. Se produce una mortandad en ambos bandos. Son capturados varios prisioneros. Entre estos está el sargento Rivarola. Lo llevan a presencia del comandante en jefe. Sostiene una larga conversación con el conde D'Eu. Es puesto en libertad. Se dirige a Asunción llevando una carta de recomendación del yerno del emperador dirigida a José María da Silva Paranhos. De inmediato interviene en política, apoyado por los brasileños que creen haber hallado una carta marcada, pero limpia en apariencia: Rivarola ha sido siempre un liberal y no es un traidor; prisionero en la batalla de Abay, se había fugado para volver a presentarse a quien fuera su verdugo, el Mariscal. Esta es la segunda vez que es capturado, y no parece dispuesto a escapar de nuevo. Lo digitan para integrar un triunvirato con jurisdicción sobre una minúscula parte del territorio nacional, y autoridad sobre unos quinientos emigrados, repatriados, ex prisioneros y desertores. Pero don Cirilo es un manero que desconcertará a sus mentores: maniobra para evitar que se cumpla el Tratado de Alianza y procura salvar lo que aún puede ser salvado.

     El general Mc Mahon, ministro residente de los Estados Unidos, es llamado por su gobierno. López aprovecha el viaje del diplomático para escribir a Gregorio Benites y enviarle algún dinero. Dirige también una larga carta a su hijo Emiliano, estudiante en Europa. Le dice que están arruinados y que debe reducir sus gastos al mínimo.

     Gregorio Benites tramita una intervención conjunta de los Estados Unidos y Francia para poner fin a la guerra. Viaja para ello a Washington. Se entrevista con el presidente Grant, quien le promete apoyar la iniciativa. En París es recibido con particular deferencia por Napoleón III. Las gestiones no llegan a ningún resultado concreto. Benites no se da por vencido. Vuelve a Norteamérica, esta vez con Emiliano, que es recibido como el hijo de un gran héroe. Se agita la prensa. Benites expone ante una comisión del Congreso, visita de nuevo al Presidente. Los representantes de los países aliados se enfurecen, y sólo consiguen ponerse en ridículo.

     Los paraguayos han fatigado al enemigo. Y han desacreditado, cubierto de vergüenza a los gobiernos aliados que en vano se empeñan en justificarse difundiendo mentiras y verdades acerca de López, atribuyéndose victorias verdaderas y falsas: ya nadie les cree; han repetido lo mismo durante cinco años, y siempre han sido desmentidos por hechos asombrosos, producidos por un pequeño pueblo formidable.

     Los acreedores comienzan a inquietarse y a mezquinar la bolsa. La banca Mauá, la más importante del Brasil y Sudamérica, se va a la quiebra. Se arruina el honrado barón de Mauá, que vende hasta la armadura de oro de sus lentes para pagar sus deudas. El Imperio tambalea. El gobierno argentino está en bancarrota. En Europa y América, y también en Río de Janeiro, Buenos Aires y Montevideo, la opinión pública se ha volcado totalmente a favor del Paraguay. El diario «La América», que había sufrido varias clausuras, ya no está solo: le hace coro toda la prensa, con excepción de «La Nación», propiedad del general Bartolomé Mitre, el ex presidente convertido en opositor.

     El Imperio del Brasil, temiendo que la presión acabe por desbordarlo, está impaciente porque un gobierno provisorio instalado en Asunción acepte el Tratado de Alianza como condición preliminar de paz. El gobierno argentino, presidido por Domingo Faustino Sarmiento, cediendo a aquella misma presión, responde a través del canciller Mariano Varela que «la victoria no da el derecho a las Naciones aliadas de considerar como suyos los límites señalados en el tratado de Alianza... No podemos hoy exigir de aquel gobierno, que nosotros hemos nombrado, la celebración de tratados que comprometen los derechos e intereses permanentes del país» Da Silva Paranhos lo aceptará a regañadientes, para luego aprovecharlo e impedir -como lo vaticinara el general Guido en su conversación con Manlove-, que la Argentina recogiera toda su parte del botín. El Uruguay abandona la alianza. En los ejércitos aliados, ni oficiales ni soldados quieren ya pelear contra un enemigo al que temen, admiran y respetan. Hasta el conde D'Eu sugiere que sería conveniente buscar algún arreglo que diera la guerra por terminada.

     En las noches mágicas de la Cordillera de Yvytyrapé, un niño, el teniente Panchito, a quien Madame Lynch ha enseñado música, traslada al pentagrama las maravillosas composiciones que oye ejecutar a los soldados alrededor de las fogatas de los campamentos.

     El nuevo ejército alcanza un efectivo de 13.000 soldados. Está dividido en cinco divisiones, que llevan el nombre de sus comandantes. La División Delvalle tiene al mando al coronel Juan Bautista del Valle; su segundo es el coronel Gabriel Sosa; el tercero, el teniente coronel José María Romero. En el cuadro de suboficiales revista Emilio Aceval, un «Viejo Sargento» de 15 años, el niño que estuvo de centinela en la choza de Manlove en Paso Pucú, y que será presidente de la república.

     La posición que ocupa el ejército es muy fuerte. Sólo puede ser flanqueada mediante una amplia maniobra de envolvimiento por un territorio desconocido por el enemigo. El coronel húngaro Francisco Wisner de Morgernstern, que se ha entregado prisionero, traza un mapa de las Cordilleras. Lo hace a instancias de José María Paranhos, que está en Asunción como plenipotenciario del Brasil y de quien se dice que es el virrey del Paraguay. Y también de Cándido Bareiro, que secunda la política del Imperio entre el medio millar de emigrados que han regresado y pretenden formar un gobierno provisorio en el desierto, porque toda la población ha seguido al Mariscal. Paranhos y Bareiro convencen al ingeniero que es preciso acabar con López para restablecer la paz, y de este modo convierten a un anciano honorable en un traidor.

     El mes de agosto de 1869 es de batallas y derrotas. Gaston de Orleáns, Conde D'Eu, yerno del emperador Pedro II, ha inaugurado el degüello de prisioneros y el incendio de hospitales llenos de heridos, dando a la guerra un cariz de ferocidad que no había tenido hasta entonces. En la madrugada del 16, el enemigo da alcance a la retaguardia de López en momentos en que está cruzando lentamente una gran llanura abierta, con una larga caravana de carretas, conducidas y custodiadas por niños, que transporta los bagajes. En Acosta-ñú combaten durante todo un día 5.000 paraguayos, la mitad de los cuales no son más que criaturas, contra 20.000 brasileños apoyados por 40 piezas de artillería. Se producen ataques y contraataques, maniobras y contramaniobras. Es increíble. Dos mil paraguayos consiguen salir del cerco; el resto es aniquilado. El invasor pone fuego a los pajonales donde yacen centenares de niños moribundos. Sin embargo recogen unos cuantos heridos. Entre ellos está el sargento Emilio Aceval. Conservará la blusa ensangrentada y perforada en el pecho en una vitrina de su despacho de hombre ilustre, como prueba de que el «Viejo Sargento» no se ha rendido.

     López, una vez más, elude el golpe y salva las dos terceras partes de su ejército. El enemigo, exhausto, cesa la persecución para lamerse sus heridas. El sádico aristócrata francés que lo comanda cae en la depresión y el desaliento: no hará ya otra cosa hasta el fin de la guerra que suplicar a su suegro que le permita salir de aquel infierno. El ejército brasileño se desmoraliza. Muchos soldados desertan, se suicidan, acosados por aquellas sombras famélicas, empecinadas, que no se sabe si son de vivos o de muertos. Pedro II insiste en que es preciso continuar la guerra hasta acabar con López y borrar hasta su nombre de la faz de la tierra. Salva la situación un hombre extraordinariamente enérgico y sutil, José María da Silva Paranhos, Barón de Río Branco, el «virrey» del Paraguay.

     López, al retirarse de las Cordilleras, ha anunciado que en cuatro meses estará en Asunción. Nadie le cree, y él tampoco; pero todos comprenden que hace falta un pretexto para seguir luchando. Las cosas han llegado demasiado lejos, y la idea de rendirse ha quedado descartada.

     Ha habido un momento crítico de vacilación inmediatamente después de producirse las derrotas de Piribebuy, Acosta-ñú y Caavyyurú, y el abandono de los feraces valles de las Cordilleras. Algunos flaquearon, preguntándose qué sentido tenía seguir la guerra cuando era evidente que estaba perdida. Se descubre en la Escolta una conspiración para matar al Mariscal. El alférez Aquino, convicto y confeso, es conducido maniatado ante López. Aquino es un mozo de aspecto agradable, de unos treinta años de edad, trigueño, de grandes bigotes negros.

     -Y bien, Aquino, con que me has querido matar.

     -Sí, señor, ya hemos perdido nuestra patria, y si seguimos aquí debes comprender que es sólo por acompañarte. Sin embargo, te muestras cada día más tirano.

     -¡Ah...!, ¿con qué es así?... Pero no has tenido suerte.

     -Así es, señor, te nos adelantaste un poco, michí reñemotenonde orehegui. Pero no faltarán otros que te maten.

     López llama al jefe de la Escolta, el coronel Mongelós, y le dice:

     -Sé que eres inocente, pero te mandaré fusilar: por tu negligencia y descuido caerán muchos hombres de tu mando. Unirás tu sangre a la de ellos.

     El coronel Mongelós es un hermoso hombre, rubio, alto, de ojos azules, héroe de cien batallas. Hecho prisionero en la batalla de Abay, había escapado para volver a presentarse al Mariscal.

     -No es justo, señor. Soy joven y nada flojo. Aún puedo salvar a la patria y a usted.

     López ordena que le quiten la espada. Mongelós se encoge de hombros, hace un gesto desdeñoso y la entrega. Sabe que no tiene objeto discutir. El mayor Riveros, segundo de Mongelós, corre igual suerte. Aunque es muy joven tiene la medalla de Corrales. Ha hecho toda la guerra. A gritos implora, suplica, que le dejen morir peleando.

     A uno de los implicados el Mariscal hace azotar en su presencia. Es el teniente Casco, que en medio del dolor le grita:

     -Acuérdate, señor, de que hay un Dios ante el que tú también tendrás que comparecer y dar cuenta de tus crímenes.

     El 28 de agosto, en San Estanislao, son pasados por las armas alrededor de sesenta oficiales y soldados de la Escolta Presidencial. Con excepción de Mongelós y Riveros, son muertos por la espalda. Es un tremendo desafío moral a la Historia. López lo asume plenamente: manda en persona la ejecución.

     Ofician con él en la hecatombe tres hombres de su absoluta confianza: el general Bernardino Caballero, los coroneles Juan Bautista del Valle y Gabriel Sosa. Del Valle había integrado el tribunal que en Itá Ybaté condenó a muerte al obispo Palacios, Benigno López y otros trece presos acusados de conspiración. Es posible que haya sido uno de los redactores del dictamen. No alcanzó a firmar la sentencia porque en esos momentos estaba en las líneas, preparando su batallón para la gran batalla que se iniciaría al día siguiente.

     Después de haber fusilado a hombres que hasta entonces había considerado los más leales y valientes de su ejército, López se dirigió a la iglesia. Cayó de rodillas, avanzó a rastras hasta el altar, oró largo tiempo, con la cabeza entre las manos, completamente solo. Madame Lynch le esperaba en el atrio, llorando en silencio. Al salir, el Mariscal le dijo:

     -¡Dios me perdone, Ela, esta sangre inocente!

     El ejército debía iniciar su peregrinaje en los desiertos, acosado y hambriento. López cree que el menor signo de debilidad hará que se desintegre. Pero, ¿qué persigue este hombre? ¿Adónde quiere llegar? ¿O es que realmente está loco?

     Es lo que todos se preguntan en su fuero más íntimo, porque no se lo confiarían ni a la propia madre.

     Se producen muchos combates parciales, pero ya no batallas. El enemigo persigue con extremada cautela: aquellos desesperados siguen siendo temibles. «¿Qué estamos haciendo? -piensan los soldados-. ¿Por qué no jugarse el todo por el todo y acabar de una vez? Juntos podríamos dar todavía una buena paliza a los cambá. Así nos vamos desgranando como las cuentas de un rosario roto. Cada vez somos menos, estamos más hambrientos, inermes, extenuados. ¿Será cierto que el Mariscal piensa escapar a Bolivia con la Madama y sus hijos?».

     A pesar de que muchas veces se les ha mandado que no lo hicieran, sigue al ejército una multitud famélica de mujeres y niños. ¿Por qué lo hacen? No temen a los brasileños, que salvo episodios aislados no maltratan a los prisioneros ni a la población civil. Nadie ha podido explicarlo. La abuela de este evocador fue una de aquellas residentas, como se las llamaba. Hasta su muerte, setenta años después, Emerenciana Bogarín se sintió orgullosa de haberlo hecho y nunca reconoció que el Paraguay perdió la guerra.

     López sufre atroces dolores de muelas. Se enjuaga continuamente la boca con coñac para aliviarse. Desconfía de todos. Parece haberse apoderado de él una insaciable sed de sangre. La más ligera falta, o la simple sospecha, es castigada con la muerte. Cuando empiezan a escasear municiones, se ejecuta a lanzazos. El ejército que se desplaza maniobrando para eludir al enemigo, va dejando una estela de cadáveres insepultos.

     Sus hombres quieren acompañar hasta el fin al Mariscal: se han identificado con su destino; pero algunos no pueden soportar la constante amenaza que pende sobre ellos de ser injustamente ejecutados como traidores. Cada día son más los que desertan.

     A fines de diciembre de 1869 López abandona Panadero, la última población, y se interna para siempre en los bosques de la cordillera del Amambay. La División Delvalle cubre la retirada. Lleva 40 carretas cargadas de monedas de oro y joyas del Tesoro Nacional, y lienzos y sedas que habían quedado olvidados en los Almacenes del Estado. El 2 de enero le da alcance la vanguardia enemiga en el río Verde y Cambasyvá. La División Delvalle lucha con fiereza y la rechaza. El enemigo, asustado, se repliega: concentrará 15.000 hombres para atacar el último campamento del Mariscal.

     -A medida que avanzábamos hacia Cerro Corá -recuerda el coronel Centurión-, iban siendo frecuentes las deserciones en grupos de ocho y diez. Muchos, sin embargo, se perdieron extraviados en aquellos inmensos y silenciosos bosques donde penetraban con sus oficiales las compañías a buscar algo con qué apaciguar el hambre. Pero, por desgracia, aquellas vastas soledades pobladas de una variedad de gigantescos árboles, con su imponente y sordo murmullo producido por las gotas cristalinas del rocío o de la lluvia o que desprendiéndose de unas hojas caían sobre otras, eran tan ingratas que exceptuando algunas frutas silvestres como la naranja agria, la piña del ybira, el yacaratia, el amambay y el pindo, no se encontraban en ella aves o cuadrúpedos de caza de importancia, tales como puercos cimarrones que abundan tanto en otros montes del Paraguay, el venado, el tapir, el coatí, el tigre, etc. De los vegetales de que en esa ocasión se hicieron uso para alimentarse, los más apetecidos y sabrosos eran el cogollo tierno del yataí y el corazón del arbusto llamado amambay. Este último y la piña del ybira había que sancocharlos para comerse, porque crudos pican hasta sacar sangre.

     El ejército acampa para descansar. Un caserío surge como por encanto. Al teniente coronel Centurión se le escapan dos presos confiados a su custodia. Arrebatado de cólera, el Mariscal no puede contenerse y grita a sus ayudantes:

     -¡Llévenlo y péguenle cuatro balazos!

     Centurión ya marchaba al suplicio, cuando de una de las puertas del rancho asoma Madame Lynch, diciendo con voz humilde, suplicatoria:

     -¡Señor, señor...!

     López vuelve en sí y ordena:

     -¡Déjenlo!

     Algunos días después le hace llamar de nuevo. Centurión se presenta con un tremendo susto. Encuentra a López y Madame Lynch que le aguardan junto a una mesa en la que hay servidas tres copas de coñac:

     -¡A la salud del coronel Juan Crisóstomo Centurión!

     Ha sido ascendido.

     Hay deficiencias en la cocina del regimiento de caballería del coronel Manuel Bernal:

     -Señor, se quemó un poquitito la polenta, okái imí la mbaipy -explica el célebre sableador de Estero Bellaco, Tuyutí, Acayuasá, Abay, Itá Ybaté e incontables encuentros y escaramuzas, cuyo solo nombre hace temblar de espanto al enemigo.

     -¡Mba'e okái la mbaipy piko! ¡Cómo que se quemó la polenta! ¡Lo que pasa es que eres un bandido! ¡Sáquenle la espada!

     Le llevan preso. Bernal pide a sus guardias que le permitan sacar su poncho de la gurupa de su caballo. Monta de un salto y escapa al galope. A una legua del campamento, deja el caballo y continúa a pie: no privará a sus camaradas de tan valioso elemento. Sobrevivió a la guerra.

     El mayor Ascurra, segundo de Centurión, deserta; pero al día siguiente es capturado. El Mariscal habla con él, y enseguida, sin más trámites, lo manda lancear. Sale después a sentarse bajo una enramada, donde se encuentran varios jefes y oficiales. Tiene el rostro sombrío, demudado, contraído por el dolor de muelas. De pronto, fija su mirada en Centurión:

     -¡Y tú también veo que estás teniendo mala cara!

     -Señor, estaré firme hasta el último en el cumplimiento de mi deber.

     Está presente el presbítero Fidel Maíz. Es un hombre de frases. Ocho años antes, cuando se echaban a vuelo las campanas de la capital celebrando la elección de Francisco Solano López a la presidencia de la República, exclamó: «¡Para cuántos serán dobles estos repiques!». Ahora dice, entre dientes:

     -Cuncta ferit, dum cuncta timet.(2)

     -¿Qué ha dicho usted? -pregunta el Mariscal.

     El padre Maíz junta religiosamente las manos, inclina la cabeza y responde en un tono veladamente irónico:

     -Invocaba, señor, al Dios de las Naciones, para que bendiga a las armas de Vuestra Excelencia.

     López se echa a reír y le aconseja:

     -Sería mejor que lo hiciera en castellano o guaraní. Supongo que Él entenderá... y nosotros también.

     Si López tiene temores, no los exterioriza. Juega con sus hijos pequeños, los de Madame Lynch y los de Juanita Pesoa, que también le acompaña. Suele ir a pescar con ellos en los ríos y arroyos que encuentran a su paso. Lo hace generalmente desarmado y sin escolta.

     Dicho sea de paso, Madame Lynch trata como una hermana a Juanita Pesoa. La llevará consigo en su viaje de regreso a Europa; pero, al hacer escala en Buenos Aires, Juanita contrae matrimonio con el coronel Hermosa, uno de los lugartenientes del Mariscal.

     Un buen día López tiene una ocurrencia que más parece una humorada o un acto de insania, que es, por añadidura, legalmente nulo. En su carácter de presidente de la república transfiere a Madame Lynch una inmensa extensión de tierras públicas, la mayor parte de las cuales están situadas en territorio en disputa con el Brasil. Se cumple, ante testigos, una curiosa y antigua ceremonia, Madame Lynch, vestida con sus mejores galas, toma posesión de sus tierras arrancando puñados de hierba y lanzándolas al viento. Después de la guerra litigará por ellas, hasta llegar a la instancia del parlamento brasileño, contra la Mate Laranjeira, que las usurpa.

     Se acerca el enemigo. Continúa la marcha. El ejército paraguayo cruzará dos veces la cordillera del Amambay. Viene a retaguardia la División Delvalle. López se le ha adelantado varias leguas. Los hombres que le quedan se muestran animosos. Se producen escenas de jocunda, de sobrehumana alegría. López chancea con los soldados. Mientras estos descansan, jefes y oficiales construyen un puente al que jocosamente llaman «Puente Galón». Más adelante, López se desnuda y cruza a nado un río correntoso entre los vítores y carcajadas de la tropa.

     La División Delvalle, con la impedimenta de las pesadas carretas, encuentra que el puente sobre el río Amambay ha sido llevado por las aguas. Se detiene. No puede hacer otra cosa. Le acompañan centenares de mujeres y niños que no han querido quedarse en Panadero, ocupado por el invasor.

     López también se ha detenido. Acampa en Cerro Corá. Le quedan 400 soldados. En el campamento hay además una cantidad de funcionarios, lisiados fuera de servicio, heridos y enfermos, y una multitud de mujeres y niños. El hambre hace estragos. Había sido descubierta una última conspiración. En la Picada del Chirigüelo se ha ejecutado a lanzazos a varias mujeres de alta sociedad, estrechamente vinculadas a López y su familia. La madre y las hermanas del Mariscal están nuevamente sometidas a proceso. Se ha autorizado a los fiscales a tratarlas sin contemplaciones. Inocencia, para no delatar, se ha llenado la boca de carbones encendidos. Su hermano Venancio, también preso, ha fallecido en el camino en condiciones miserables. El coronel Aveiro, durante los interrogatorios, alcanza a dar unos cuantos cintarazos a doña Juana Carrillo de López, madre del Mariscal.

     López envía un mensaje a la División Delvalle para que acuda a reunirse con él. Se acabó la retirada. Ha completado la diagonal de sangre. Ha encontrado un lugar para morir. El 25 de febrero de 1870 otorga a los sobrevivientes que le han seguido hasta allí la Medalla del Amambay, con la leyenda «VENCIÓ PENURIAS Y FATIGAS». Han ganado, les dice, una victoria del espíritu que los hará inmortales.

     López rechaza y agradece el ofrecimiento que le hacen los indios cayguá de ocultarlo en lugares inaccesibles, fuera del alcance de sus enemigos. Espera tranquilamente el desenlace inevitable yendo a pescar todos los días en un remanso del arroyo Aquidabán, en compañía de sus hijos pequeños. Por las noches, charla con sus oficiales, que sentados en la gramilla, forman un semicírculo. Uno de ellos comenta:

     -Será difícil, si no imposible, escribir la historia de esta guerra, porque todos ignoramos las disposiciones que dieron lugar a la producción de los hechos.

     -¡Y sobre todo la historia filosófica! -declara el joven coronel Juan Crisóstomo Centurión, que ha estudiado leyes en Europa, becado por el gobierno.

     -¡Y sobre todo si tú la escribes, yo no la leeré! -le dice el Mariscal.

     Entre tanto ha llegado el mensaje a la División Delvalle. Los oficiales se reúnen a discutir la orden. Lo hacen con extrema cautela. Desconfían unos de otros. No saben cuál será la reacción de los soldados. Se realizan tres reuniones. En la última deciden desobedecer. No irán a Cerro Corá, donde les espera, aunque ellos no lo saben, la Medalla del Amambay.

     El sargento mayor José León no está de acuerdo. Aunque sea solo, cumplirá la orden del Mariscal. Abandona el consejo y rumbea al monte. Le siguen y le matan.

     Los jefes de la División acuerdan dar a López una respuesta por escrito. Juan Bautista del Valle la redacta:



     «Excelentísimo señor:

     »Tenemos el honor de dirigirnos a V. E. con el objeto de declarar francamente a V. E. la resolución que hemos juzgado tomar en el último caso en que nos hallamos en presencia de las dificultades quenos privan de continuar apoyando a V. E. en la guerra, que desde mucho tiempo atrás demandaba más bien un golpe de armas que una maniobra semejante con los recursos que teníamos y la clase de tropa de que disponíamos, para poder esperar un resultado favorable a la nación, cuyo sostenimiento había invocado V. E. para reunirnos bajo su estandarte soberano y en cuya defensa V. E. nos ha hallado siempre a sus órdenes con lealtad y pronta obediencia. Pero ahora somos instruidos de que V. E. sigue aún adelantando su marcha y que sobre todo vemos que la continuación del presente estado de cosas servirá más bien para el duro aniquilamiento de nuestra nación, bajo el yugo de una voluntad arbitraria y caprichosa sin esperanza de ningún otro resultado más que un prolongado padecimiento de aquellos que aún se encuentran bajo los pies de V. E. nosotros, convencidos de que nuestro deber de patriotismo ya no nos obliga a más sacrificios, renunciamos formalmente a seguir causando víctimas en la huella de V. E. (y víctimas antropófagas), pues el patriotismo es un sentimiento que Dios aprueba cuando no es extremado, ni opuesto al derecho de gentes; y Dios no fundó la sociedad civil para destruir la sociedad natural, sino para vigorizarla, y en este concepto y en la esperanza de rendir el mayor servicio a la humanidad, nos retiramos en los desiertos con aquellos que manifiesten igual voluntad a buscar recursos con nuestros propios trabajos, y con el propósito firme de que en ningún tiempo serviremos de instrumentos al enemigo invasor de nuestra nacionalidad.

     »Sabemos que V. E. tendrá mucho que sentir esta resolución, pero sabido es también que la Nación ha sentido más que V. E. y que esta sola reflexión bastará para su consuelo, puesto que V. E. nunca ha pensado en su desgracia.

     »En lo demás, esperamos que el Dios de las Naciones bendecirá la obra que nos proponemos con su santa ayuda y protección.

     »Dios guarde a V. E. muchos años.

     »Campamento de Amambay, Febrero 25 de 1870

Juan B. del Valle     Gabriel Sosa     José Romero»        

     Esta carta, que expresa la batalla que se libra en el alma de quien la escribió, fue recibida, según el presbítero Fidel Maíz, por el Mariscal López en Cerro Corá, la víspera de su muerte. Tras de leerla, exclamó:

     -¡Del Valle también nos abandona!

     Habían dado un salto en el vacío. Cuando lo comprendieron ya era tarde.

     El coronel Del Valle, para sobornar a los soldados y prevenir una reacción, distribuyó entre ellos diez bolsas de mil patacones de oro cada una; y entre las mujeres que seguían a la División, gran cantidad de alhajas, cubiertos y géneros de seda y algodón. Luego procedió a enterrar la mayor parte del Tesoro en la ribera del río Amambay. Después abandonó el lugar con aquellos que quisieron seguirle, que fueron unos setenta, casi todos oficiales. Como no podía llevar consigo, por falta de bueyes, unas veinte carretas que contenían restos de víveres y todavía algo de plata labrada, las abandonó. La turba de mujeres y desertores se arrojó sobre ellas. Desmoralizados, rotas las compuertas de la propia dignidad, se entregaron a una orgía desenfrenada. Todavía estaban allí cuando llegaron los brasileños que les despojaron de su mísero botín.

     El coronel Del Valle y el resto de sus hombres marcharon cuatro días con sus noches en busca de un lugar a cubierto del enemigo y de la implacable justicia de López, que les amenazaba desde adentro de ellos mismos, que habían sido hasta entonces sus despiadados ejecutores. Cuentan que el coronel Del Valle «parecía una visión onírica del Greco». La sombra terrible del Mariscal se cernía continuamente sobre él. Por fin llegaron a un lugar llamado Siete Cerros. Acamparon junto a una laguna, cerca de un monte que distaba unos cuatrocientos metros del camino. José Romero carneó un buey, y Del Valle le premió con una caja de dinero. Esa noche, Del Valle y Sosa enterraron el resto, jurando restituirlo a un gobierno nacional.

     El 1º de marzo el Mariscal muere en el combate de Cerro Corá. Un destacamento brasileño parte en busca de la División Delvalle. Lo guía el teniente coronel Andrés Gaona, que se ha ofrecido a hacerlo. La encuentra el 3 de marzo. Los paraguayos se refugian en el monte y se aprestan a combatir. Los brasileños les llaman a gritos: López ha muerto, ha terminado la guerra. Nada tienen que temer, ahora son todos hermanos. Andrés Gaona confirma la noticia. Gabriel Sosa y José Romero prefieren mantenerse ocultos. Los demás salen del monte, encabezados por Juan Bautista del Valle. El jefe brasileño le pide la espada. El coronel Del Valle se niega a obedecer: alega que si ha terminado la guerra, no es un prisionero; si no ha terminado, no se rendirá. Se produce un forcejeo y Del Valle recibe una estocada mortal. Entonces los brasileños se abalanzan sobre los paraguayos y los matan a todos. Gabriel Sosa y José Romero presencian lo que ocurre desde su escondite en el monte.

     Los enemigos políticos de Cándido Bareiro le culparán de este crimen alevoso: habría enviado asesinos en el ejército brasileño con el encargo de dar muerte, allí donde lo encontrasen, a Juan Bautista del Valle, testigo de los manejos de Bareiro en la Legación paraguaya en París. No hay evidencias que confirmen tan horrible acusación, y es preferible no creerla.

     Gabriel Sosa y José Romero emprenden la marcha rumbo a Asunción. Caminan trescientos quilómetros por la selva, eludiendo el encuentro con patrullas brasileñas. Gabriel Sosa está muy enfermo. José Romero le ha traído a rastras, y el último tramo a cuestas. Salen al pueblo de Igatimí, que está desierto. Gabriel Sosa muere. José Romero lleva el cadáver al camposanto. Cava con el sable una sepultura y clava una tosca cruz de palo que señala la tumba de su camarada. Al llegar a Asunción se entera de que una joven inglesa, recién llegada de Europa, anda averiguando la suerte corrida por Gabriel Sosa. Regresa con ella a Igatimí. Son mil quilómetros de ida y vuelta a caballo por un país devastado, casi desierto, infestado de bandidos y gente desesperada.

     En el cementerio de Igatimí hay una lápida que dice:

CORONEL GABRIEL SOSA (1840-1870)

¡Espérame!

                     Dorothy



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PRÓLOGO : Clamor de los mby’a guaraníes/  El veterano de RAFAEL BARRETT. El dolor paraguayo

PRIMERA PARTE: - I -/ - II -/ - III -/ - IV -/ - V -/ - VI -/ - VII -/ - VIII -/ - IX -/ - X -/ - XI -/ - XII -/ - XIII -/ - XIV -/ - XV -/ - XVI -

SEGUNDA PARTE: - I -/ - II -/ - III -/ - IV -/ - V -/ - VI -/ - VII -/ - VIII -/ - IX -/ - X -/ - XI -/ - XII -/ - XIII -/ - XIV -/ - XV -/ - XVI -/ - XVII -/ - XVIII -

TERCERA PARTE: - I -/ - II -/ - III -/ - IV -/ - V -/ - VI -/ - VII -/ - VIII -/ - IX -/ - X -/ - XI -/ - XII -/ - XIII -

EPÍLOGO

 



 

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CAMPAMENTO INCENDIADO DEL EJÉRCITO PARAGUAYO

A LAS ÓRDENES DEL GENERAL RESQUÍN,

ENCONTRADO DEL OTRO LADO DEL RÍO SANTA LUCÍA,

Noviembre 22 de 1865 (Entre 1876 y 1885)

Óleo sobre tela de CANDIDO LÓPEZ. 40 x 104,5 cm.

Colección Museo Histórico Nacional - República Argentina

CANDIDO LÓPEZ - VIDA Y OBRAS - Editado por Grupo VELOX







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