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JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO (+)
  YVYPÓRA - EL FANTASMA DE LA TIERRA - Novela de JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO - Año 1982


YVYPÓRA - EL FANTASMA DE LA TIERRA - Novela de JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO - Año 1982

YVYPÓRA

Novela de JUAN BAUTISTA RIVAROLA MATTO


Libro paraguayo del mes

Ediciones NAPA, Nº 20,

Asunción-Paraguay.

Junio 1982 (223 páginas)

 


 

YVYPÓRA es el fantasma de la tierra o la mano del mundo.

Nombra al campesino sin tierra.

Es también la designación genérica del hombre.

 

 

 

UNA NOVELA PARAGUAYA


Discurso leído por Gabriel Casaccia en la presentación

de la primera edición de la novela YVYPÓRA,

en Buenos Aíres, el 18 de noviembre de 1970.

 

Nuestro amigo, Juan Bautista Rivarola Matto, ha escrito una novela que ya está en las librerías, que es como decir que ha dejado de ser esa creación tan íntima y personalísima del autor para entrar en comunicación con ese otro creador a su manera, que es el lector. Porque, ¿qué sería de un libro sin el lector? No pasaría de un sueño, o tal vez un poco más, de un soliloquio. Una obra literaria se objetiva y complementa solo a través del lector. Rivarola Matto ya ha cumplido su ardua tarea de novelista, ahora nos toca a nosotros, a todos los que leamos su libro, interpretar su mundo novelesco, su mensaje, y cumplir así también con nuestra difícil y responsable condición de lector.

YVYPÓRA, se titula la novela de Rivarola Matto. Escribir una novela es un quehacer que exige, además de imaginación, perseverancia persistencia en el esfuerzo. Una novela no nace de un día para otro. Por eso son muchas las novelas que se fantasean, pocas las que se comienzan y menos aún las que se terminan. Nada cuesta más que llegar al final de una novela. Y cuando el novelista llega al término de su libro, llega como el corredor a la meta, sin aliento. Ortega y Gasset que escribió algunas páginas muy profundas y sagaces sobre este quehacer literario, dijo que cuando algún conocido le refería con tranquilidad que estaba escribiendo una novela, temblaba. Le asustaba que se pudiera anunciar sin mostrar inquietud que se estaba empeñado en una tarea que requiere tanto temple y responsabilidad.

A través de la lectura de YVYPÓRA, que es una obra inspirada y escrita con oficio a la vez, se ve que Rivarola Matto previó esa dificultad y responsabilidad que asustaban a Ortega, y que las salvó con capacidad y una clara idea de lo que debe ser una novela. Sin exagerar, se puede decir que hoy el Paraguay en donde se escriben tan pocas novelas, a pesar de que hay temas para muchas, tiene un nuevo y excelente novelista.

YVYPÓRA, como toda novela realizada, se presta al largo estudio y al análisis. No hay que olvidar que una novela es una cosa multiforme y variada como la vida. Sería, pues, pueril pretender enjuiciarla desde determinado punto de vista, o apresar la intención de su autor de inmediato. Quizás tenga casi tantos intérpretes como lectores. Es esa facultad de sugerir diversas interpretaciones una de las pruebas mayores del valor y la vigencia de una novela. Es que todo lector lleva al libro que lee sus propios pensamientos e inquietudes y si es atento e inteligente, lo convierte en una experiencia personal, enriqueciéndolo con sus invisibles anotaciones marginales.

Para mí, uno de los méritos fundamentales de YVYPÓRA, es que es una novela paraguaya, entrañablemente paraguaya por su tema y su substancia. Se nutre de nuestro medio y nuestra idiosincrasia. Y, sin embargo, tiene la virtud de no tener nada de folclórica ni costumbrista. Su nacionalidad surge del espíritu del autor que lo ha transmitido a su obra. Es el misterio de la conversión del pan y del vino en el arto de la creación literaria.

Veo en esa obra -tal vez me equivoque, es una impresión de lector- mucho de experiencia personal, de episodios vividos. Todos los escritores mezclan en sus novelas lo vivido con lo imaginado; pero es en su primer libro sobre todo donde lo vivido en la adolescencia está más presente. Tiene su explicación porque es el libro que está más próximo a esa edad, de la que se conserva tantos recuerdos poéticos y transfigurados por la fantasía. Es así, que Rivarola Matto en este su primer libro vuelve a los días perdidos. Y rehaciéndolos y desfigurándolos con la imaginación, los recobra por medio de un personaje adolescente: Miguelí (Miguel Domínguez Insaurralde) que soñaba con irse al Chaco para hacerse cacique de una tribu de moros. Es alrededor de este muchacho inquieto, y de temperamento inestable, cuya causa puede ser el origen de su nacimiento, que gira la acción del libro y actúan los personajes mayores, varios de los cuales tienen personalidad y talla propias, como ese Basilio Gómez el mariscador, ese yvypóra, ese fantasma de la tierra, porque nunca ha logrado ser dueño de ella, o ese Daniel, una de las figuras más interesantes de la novela. Muchas de las aventuras juveniles de Miguelí en Asunción son las que en su momento habrá vivido el autor y muchos otros mitaí-paraguay antes y después de él: el episodio del Parque Caballero, el de las guerrillas con hondita, el de Yaguaperó con los cadetes, el de la plaza Italia, donde se establecía la tradicional rivalidad entre tajachíes y marineros.

El uso inteligente y apropiado que Rivarola Matto hace de nuestra habla popular es una de las cualidades mayores de este libro. Nada más difícil ni más discutido hasta el punto de que algunos críticos han sostenido que nuestra novelística va en retraso por ser el Paraguay un país bilingüe. Yo creo que Rivarola Matto ha dado en el justo medio. El nos demuestra en su libro que podemos tener una novelística de lenguaje autóctono y propio que a la vez puede interesar al extranjero. Una literatura que sea regional y universal al mismo tiempo. Rivarola Matto conoce bien ambos idiomas, el guaraní y el español, y las deformaciones que sufre éste en boca de nuestra gente, y sin caer en exageraciones o aberraciones, las utiliza, dando así más fuerza y realidad a los personajes y a las situaciones.

Aunque YVYPÓRA tiene una estructura moderna, yo lo incluiría dentro de la narrativa tradicional. Su autor no busca sorprendernos con novedades técnicas, con problemas de creación o dificultades formalistas. No es una novela de laboratorio sino vivida. A Rivarola Matto no le interesa que sea de ayer o de hoy, sino suya. Esto será motivo tal vez para que algunos críticos, partidario, de lo nuevo a todo trance, le echen la bolilla negra. Estos sectores son intransigentes y dogmáticos, rinden culto a la forma y a lo externo. No le van a perdonar a Rivarola Matto que sea inteligible, fácil de leer, que no haya desarrollado varias acciones simultáneamente; que no haya escrito un libro gordo como un diccionario; que no alterne el tiempo pasado con el presente, etc. Pero todo esto carece de trascendencia si Rivarola Matto no necesitó de nuevos moldes para dar forma a su creación; si fue sincero, y fiel a su inspiración. Es la forma la que debe servir al contenido y no éste a la forma. Si no se corre el riesgo que se desfigure el pensamiento para servir al estilo, dando más valor a la manera de decirlo que a lo que se dice.

Es esta literatura, lineal y clara, la que más se presta a nuestro país para cumplir su función social. Es a través de ella como vamos a conocernos a nosotros mismos y darnos a conocer a los demás. Esa novelística complicada y quintaesenciada, narcisista, de poco nos serviría. YVYPÓRA está en esa línea. No olvida lo que la literatura les adeuda a tantos yvypóra de nuestra patria. Por eso es posible que uno de los personajes más auténticos y sentidos por el autor sea Basilio Gómez, el mariscador.

Algo que no quiero dejar pasar en estas breves referencias sobre esta novela es el acierto de Rivarola Matto en haber recogido en ella algunas de nuestras leyendas populares y esa rica y espléndida mitología guaraní. Tuvo la fortuna de poder conocerlas en su fuente, de boca de los campesinos; de esos yvypóra, con quienes convivió en varias ocasiones. Es otra experiencia personal en este libro en que hay tantas vivencias. La imaginación de Miguelí está llena del rumor de esos duendes y seres fantásticos, que pueblan sus sueños y con quienes conversa de igual a igual. Estos seres de la mitología y la leyenda guaraní cuentan en la vida diaria de nuestros campesinos, los temen o los quieren, huyen de ellos o se acercan en busca de apoyo. Es éste un tema original y rico de nuestra campaña. Algún día la literatura se acordará de él, y entonces veremos todo el esplendor y la belleza que guarda esa mitología.

Como ya dije al comienzo es difícil resumir en pocas palabras todo lo que sugiere esta novela tan auténticamente paraguaya. Mi propósito, más que poner de relieve las dos o tres cosas que más me han llamado la atención en ella, es el de felicitar calurosamente al amigo y escritor Rivarola Matto por su excelente labor de novelista, y hacer votos porque este libro sea el comienzo de otros, ya que su talento y sus condiciones de creador se prestan magníficamente para esta tarea.

GABRIEL CASACCIA

 

 


PRÓLOGO
Don Rosendo había vivido tanto que algunas veces se le enredaba el tiempo. Le pasaba, al despertar, o dormitando en su Sillón, bajo el alero de la Casa Grande que de por sí estaba llena de gente chic sólo podía hablar y moverse en los recuerdos. Es común desatinarse en tales casos, pero, por miedo a la chochera, solía fingirse dormido hasta comprobar que lo tenía delante no era una sombra

-Papá...

Lucía no podía ser, ya estaba vieja, la pobre. Seguramente andaría trajinando en la cocina, bordando cn en comedor o rezándole a la virgen por los hijos ausentes. Esta ¿quién sería entonces? Caracoles, no se acordaba. Aunque sí reconocía esos flexibles como el lomo de un gato y esos tobillos, levemente arqueados que daban al andar el vaivén ele la danza. Y esa carne dura, morena, larga, que sabía deshacerse entre sus manos como la chirimoya., Y esa boca jugosa, con regusto de menta, que se paladeaba a la distancia lamiéndose los labios como si se llevara el dulzor en el ánima.

-Papá, te traigo tu remedio ...

Pero claro. Era nomás María Rosa, la hija de la vejez que cabalgara algunos años sobre sus rodillas hasta que un día, en la fiesta del Santo, cuando se acercó a curiosear y a repartir aloja, los mozos se arremolinaron sedientos de cañaverales y los muchachones de la peonada, arrinconados, ausentes, se azotaron las polainas sofrenando el impulso del galope.

-¡Jho, mi hija morena! -exclamó don Rosendo, volviendo a la juventud; envidiando en un acceso de celos seniles y temerosos al hombre que habría de morder aquel fruto de su árbol.

Pero... ¿cómo podía estar ella aquí? Volvió a cerrar los ojos, alarmado.

-No ven que está durmiendo -decía una voz enérgica, extrañamente cálida-. Déjenlo descansar, no ha pegado los ojos en toda la noche.

De ése sí que se acordaba. Era Daniel. Don Rosendo, agradecido, dejó que el sueño otra vez lo dominara. Oía algo así como susurros de velorio. Qué notable: a tantos enterró que, por lo visto, el ruido se le había grabado en la cabeza.

María Rosa creció al viento y al sol. La tierra trasvasó a sus venas la vitalidad ardiente de los troncos quemados. Se acariciaba los senos asombrada de su cálido bullir, de su sopor hormigeante; de aquel aroma de siesta y bosque que escapaba de los poros abiertos, clamantes por la semilla. Le gustaba el campo. Ociosidad amodorrada, sedienta. Murmurar misterioso, inacabable, de los elementos en gestación y muerte que la hacían percibir, confundirse, con las voces ocultas de la carne. La sacaron de La Providencia y la devolvieron a su reino de frondas. Así vivió unos años, siempre esperando ¿qué? No lo sabía, pero gozosa enarcaba los brazos cuando arreciaba el viento. Esperaba quizá que le trajera el soplo fecundante de los montes, o, simplemente, le agradaba sentir la caricia del ímpetu.

Una tarde llegó tropa forastera:

"¡Tropa, tropa, tropa’aaal" -volaba la canción de los hombres sobre el aluvión del ganado. Entre tiros de arreadores, carajadas, brutas arremetidas, bárbaras frenadas espumantes arando la tierra roja, entró la novillada a los corrales con la guampas alzadas como sables en furioso entrevero. Bajaron hombres duros, con sudores de macho y de caballo, oliendo a pasto, a bosta, a cuero sin curtir.

-Qué tal, mi patrón ¿no se acuerda de rni? Francisco Cárdenas, a su orden. Llevo la tropa al brete de Tayhy-caré. (Brete del Lapacho torcido).

Así que eres el inventado Panchito -exclamó don Rosendo, abrazando al arribeño-. Estás hecho un hombrazo ¿cómo anda el gotoso de tu padre?

Francisco se echó a reír:

-Siempre con sus filosofías, combatiendo el uti possidetis mientras los bolivianos signen avanzando fortines. Entré a ocuparme de la estancia antes que los administradores acabaran de fundirnos.

Bravo, hijo. Pero llega, llega nomás, estás en tu casa. -y volviéndose al mujerío que espiaba alborotado, gritó abarcando con el ademán a los troperos-. ¡A, ver las mujeres! que camine él tereré para que se refresquen estos mozos... No sea que esta noche vaya a salirles un grano ...

Tronaron las carcajadas:

-¡ Joke, eso está con nosotros!

-¡Jho, don Rosendo Domínguez, hijo del diablo! María Rosa huyó a su cuarto. Se revolcó como una gata en la frescura de la colcha. Se miró tristemente los pies, las uñas romas. Avergonzada, los ocultó bajo las faldas sentándose a la turca. Vio en el espejo su imagen picaresca. Se calzó unas sandalias .y salió a espiar al legendario Pancho Cárdenas. No lo encontró por ningún lado. Saltando como un potrilla avanzó a lo largo del corredor del fondo. Cayó sentada al encontrase con Francisco, que reía. Y allí quedó, desamparada, tapándose la boca, mirando con ojos espantados, mudos y suplicantes de venado herido. Sin dejar de reír, él la ayudó a 1'e-vantarse. María Rosa juzgó la endeblez de su personita en la firme presión de aquellas Ynalios curtidas.

-¡Oh, me caí! -dijo, sintiéndose pichoncito que descubre que las garras que lo aprisionan dan calor Y no hacen daño. Pero, cuando sus ojos se toparon con los severos y angustiados de don Rosendo ahogó el grito y huyó.

Los hombres rieron a carcajadas. La risa persiguió a la niña hasta su cuarto. Se echó llorando en la cama. Pero, cuando el espejo le devolvió su imagen, se adivinó encantadora y se besó las manos, impetuosa.

- Qué chiquilina más agraciada -comentaba Francisco.

-Es mi hija -explicó don Rosendo afligido- pavota todavía, la pobre -y apresurándose a retomar la conversación interrumpida exclamó- La guerra estallará. Daniel se equivoca al desearla, no sabe lo que dice. Sobre este desdichado país pesa una maldición.

-Un encanto...

-¿Qué dices?

Francisco se rió

-Nada, patrón -le dijo, confianzudo, poniéndole una mano en el hombro y mirándolo a los ojos como azorado-. Pensaba nomás que quedan todavía en el Paraguay algunas cosas por las que vale la pena morir.

Después de cenar salieron a tomar fresco frente a la casa. Los troperos cantaban en la plazoleta del pozo.

-Cantan muy bien mis muchachos -comentaba Francisco- y al verlos ¡quién diría!

-¿Y usted? Dicen que es cantor sin segundo -le dijo doña Lucía Insaurralde, que sabía cuántas vacas tenían los Cárdenos-. Por qué no nos canta un cantito. No deje todo a las mozas, que también las viejas nos pican los talones.

Francisco, maliciando la intención, pescó la pulla

-¡ Jho, ña Lucía! Usted qué sabe? ¡Zonceras que por mí se dicen, la señora!

-Sí, pues... habladuría de valde, seguramente -dijo, tirándose el rebozo con coquetería y riendo con esa jovialidad inteligente de las viejas paraguayas.

-Puras macanas, la señora -protestó Francisco, riendo a carcajadas. Pero enseguida, poniéndose tristón, se lamentó quejumbroso, paladeando las palabras-. El que se pasa la vida a caballo deja cuentos en el camino. Y si no deja cuentos ¿qué va a dejar? Todo concluye el tiempo pero los cuentos quedan. Se agrandan, se achican, pero se quedan. Fíjese en lo que hay en nuestro país ¿algún rastro, una piedra que recuerde el paso de los hombres por sus siglos de historia? Nada. Sólo cuentos. Es notable, no hay un pique sin su pora. Hoy nomás, al entrar al cañadón, los peones saludaban al lapacho de la punta del monte. Este es un país de cuentos, la señora: el consuelo del hombre desposeído son los recuerdos.

-Y la esperanza -terció don Rosendo, como despertando del éxtasis de la música.

-¿Usted lo dice, patrón? -exclamó Francisco, volviéndose-. ¡La esperanza! La mandioca del cuento, atada a un palo para que el burro volee el trapiche. El presente es la vida, don Rosendo, y el futuro la muerte, el broche trágico de la comedia humana, el justo precio a tanta jodienda.

El viejo sonrió. Seguía creyendo en la esperanza.

Cárdenas se rió entre dientes

-No me interprete mal, don Rosendo -le dijo, conciliador-. Me limito a aceptar la realidad, no se crea que me gusta.

-La potencia del hombre está en negarla, hijo. Francisco se indignó

-Macanudo, patrón, y a atropellar molinos.

El tema le interesaba pero se le antojó que no valía la pena. No estaba de humor para filosofías.

Era más divertido seguirle el tren a la vieja. Aprovechó la pausa para, volverse a, ella y decirle, confidencial

-En otro tiempo quise hacer cuentos en el papel como todo paraguayo -con primer grado superior. Fallé, como los demás. No nací para escribir cuentos, sino para, vivirlos.

-Daniel dice de usted que tiene mucho talento -intervino María Rosa, como asustada de hablar. Francisco hizo un gesto de auténtica sorpresa:

- ¿Daniel ha dicho eso? Francamente, me alaga; aunque el elogio provenga de mi futuro cuñado. Daniel es un gran hombre, llegará a presidente. Su defecto es sentirse responsable de todo como si fuera de esa especie de santos cargosos a los que llaman profetas, o un agente del destino que pretendo usarnos como simples instrumentos de altos fines imponderables. Y ésto, señorita, es demasiado para hombres comunes y corrientes como yo. La vida es un jarro de remedio que ha de beberse hasta el fondo. No entiendo por qué uno ha de tragarlo para aliviar a los vecinos.

-Son caprichos de mozo, Panchito -interrumpió doña Lucía-. Ya sentarán cabeza cuando se casen... si la sientan... -remató riendo, y agregó en guaraní, con los índices en la frente a guisa de cuernos-. ¡Por ahí nomás hay un viejo que así me ha puesto hasta quedar bichoco!

Rieron mirando a don Rosendo quien, para complacerlos, ponía cara de santo. En la carcajada de Francisco había algo de ausente, como si se riera pensando en otra cosa o escuchando su risa: "En toda calavera hay un monje frustrado, un contemplador ", pensaba don Rosendo, observándolo.

-¡Eh, Polí! -gritó de pronto, enardecido, poniéndose de pie, transfigurado-. Préstame tu guitarra y que Sapó traiga. el acompañamiento.

-¡Listo, mi patrón! replicó alegre Policarpo desde la blanca plazoleta.

Francisco volvió a sentarse y se puso a templar mientras decía con voz grave, pillamente burlona, acompañada de un punteo regalón

-¡Jha, Paraguay! Así nomás es la vida, ña Lucía, la vida del tropero. Se va y se viene, se viene y se va -hizo la prima y remató en guaraní- Yendo y viniendo, yendo y viniendo, se pasa y pasa la vida. ¿No es así, Sapó Mesa

-¡Cierto, mi patrón! -replicó el acompañante, Con los ojos saltones relamidos de entusiasmo. (Sapó (tesa pó'), se dice a las personas de ojos grandes y saltones)

Francisco vio tan solo al pobre viejo que le tuvo lástima. Le haría sentir que existía

-Esa fue su diligencia, don Rosendo. Usted lo sabe muy bien.

Don Roscando miró a su hija y suspiró, sin responder. Estaba como encandilada, estremecida de piedad. Francisco advirtió el gesto del anciano.

Soy abogado –continuo dirigiéndose a doña Lucía -podría quedarme en la Asunción, tener mi estudio. .. En fin, quizás lo haga alguna vez si encuentro lo que busco o deja de darme el cuero para tanto trajín. Por ahora, me gusta esta vida.

El cimbrar del cordaje parecía posesionarse de él, dando a sus ojos un brillo casi siniestro de enajenación diabólica

-Daniel dice que la guerra estallará, que será sangrienta, pero que devolverá, a nuestro pueblo la fe que necesita para realizar su destino. Esto, claro está, si no vuelven a molernos a patadas -se rió de su gracia y continuó-. Los intelectuales dicen las cosas más tremendas como si solamente tuvieran que reventar las letras... ¡La guerra! ... La espero con impaciencia por muy otros motivos. Igual tenemos que morir y en la guerra se sabe el enemigo. Aquí uno no sabe dónde apuntar. Yo no hago caso. Voy y vengo, vengo y voy.

Y hablaba la guitarra.

-Voy y vengo. Tal vez no vuelva jamás. Quién sabe. Quién sabe nada. El hombre sigue su estrella hasta que Dios le hace el milagro y encuentra un lugar donde vivir con su mujer y sus hijos. Algún día hay que parar, sobre la tierra o debajo ¿no es así, Sapó Mesa?

-¡Cierto, mi patrón!

Francisco soltó seca carcajada, y poniéndose de pie, apoyó una de sus botas en la silla. Se encrespó la guitarra como dique desbordado. En armonioso contraste retozaba la ironía del rasgueo acompañador.

Cerró la noche. La luna se ocultó tras de los montes. Una sombra pasó. Un gemido, un lamento, y una. sombra que vuelve. Un tropel que galopa en la madrugada. Gusto a menta en la boca, miel de savia, "En esta tierra el hombre lanza su semilla al viento y la tierra fecunda la recoge y la guarda".

María Rosa guardó el germen perdido y brotó una pequeña planta anónima.



INTRODUCCIÓN

-¿La ves? -preguntó el viejo.

-No, no la veo.

-Allá está, nos mira. Vamos a felicitarla.

La mocha-jú se irguió presta al ataque, pero, al reconocerlos, bajó la cabeza y esperó, entre desconfiada y satisfecha. Don Rosendo desmontó pesadamente. La mocha amagó la embestida.

-¡Mocha, ten, ten!

La mocha, con la lengua afuera, bajó el romo testuz agobiada por la lucha interior entre la ley del monte y su prestigio de gran dama. Don Rosendo alzó al ternerito. Tímido, rosado, vacilante, sacudido por azogadas convulsiones de frío. Miguelí acarició la suave piel del animalito. La mocha mugió afligida y se acercó a lamerlo.

-¡Mocha, mocha! ¡Jho, mocha-jú! -decía Miguelí sacando pecho, alzando altiva su cara de cera enmarcada en sombrero de paja con barbijo de tiento, sonriendo con esa mezcla de familiaridad y de ironía con que el resero habla a los animales. Don Rosendo mostraba su dentadura roma y amarillenta entre los gruesos labios, erizando su ralo bigotazo gris. Los ojos arrugados daban a su fisonomía aindiada una ternura infantil y enérgica. Don Rosendo experimentaba emociones de abuelo ante su buena vaca, la única sobreviviente del lote de aberdeen-angus traído del extranjero.

-¡Qué linda ternerita! -ponderó Miguelí.

-¿Te gusta? Te la regalo. ¿Cómo la llamarás?

-Estrella, ¿ves la estrellita? Estrella Domínguez, eso es.

Parpadeó don Rosendo. En los ojos del niño ardía una llama confiada, rotunda: «Francisco Cárdenas, a su orden. Llevo la tropa al brete de Tayhy-caré». Volvió la cara y dijo, suspirando:

-Lindo nombre. ¡Estrella Domínguez!

No escapó del niño aquel suspiro, vio la herida abierta que sangraba.

-Cuando salga el sol ya estará fuerte para llevarla a nuestro potrero -decía don Rosendo, con la voz algo tomada, subiendo a su caballo-. La pobre mocha no sabe que ya no está en su querencia.

Miguelí no contestó. Se le antojaba que le dirigían algún reproche. Dejó pues que su yegüita guacha se retrasara con su tranco remolón hasta que al viejo se le pasara la chochera.

Don Rosendo no doblaba el lomo a sus noventa años. Su arrugada y poderosa alzada de hidalgo criollo le daba esa prestancia triste y sobria de quijotazo patriarcal, de paraguayo viejo. Relucían los pastos mojados de rocío y el urutaú espaciaba su llanto desde la rama más alta de algún quebracho muerto. El monte hacía un arco penetrando en punta por el llano. En el vértice se alzaba un poderoso lapacho. Don Rosendo se detuvo a contemplarlo.

-Cada día está más alto -dijo, cuando Miguelí lo hubo alcanzado-. ¿Hasta dónde llegará si es que sigue subiendo?

El chico se dio cuenta de que don Rosendo buscaba hacer las paces.

-No hay nada más alto que el Tayhy -declaró-. Ni siquiera las casas de Asunción.

-Sí, es un árbol para viga de templo. Sin embargo, te equivocas. Hay muchas cosas más altas que el Tayhy. Por mucho que se suba, siempre hay algo más arriba.

Miguelí quedó pensando. El árbol no podía hablar y él quería defenderlo. ¿Qué más alto que el Tayhy? ¿Cuánto más alto? ¿Un jeme, una cuarta, cuarta con apoyo? ¿Y quién más alto? Tal vez un eucalipto, pero el Tayhy era su padre. Sí, en verdad, un eucalipto flojo podría subir más arriba que el lapacho de la punta del monte, pero detrás de una lomada o cubriéndose con otros. Nunca en el descampado, dando pecho al nordeste, parando con la zurda a la sudestada. Si hasta al rayo, cuando se le liaba como un diablo rabioso, lo sepultaba en la tierra aunque sangraran en el tronco heridas negras.

-¡Al Tayhy nadie lo tumba! -dijo, entonces.

-Es fuerte, sí. Pero vuelves a errar. También al Tayhy pueden tumbarlo. No hay nada que no se tumbe: «estrella yepé joá», como dice nuestra gente, aunque lo que ven caer no son estrellas sino aerolitos.

-Eso ya sé -declaró Miguelí-, pero se dice que el que jashea por él se queda empayenado.

-Se «hachea» no se «jashea», y menos «por él». Eso es guaraní, aunque creas estar hablando en castellano. En cuanto a «empayenado», es un híbrido espantoso que habrás oído a algún correntino. Aprende a hablar con propiedad ambos idiomas y a usarlos en su lugar, como cuadra a un señor... ¿qué me decías?

Miguelí titubeó. No sabía cómo expresar en español lo que quería decir. Por fin, decidiéndose, replicó arrastrando las agudas para remarcar el son de talla, como hacían los peones:

-Aipó ndayé i'payé ja upé tayhy.

Don Rosendo se rió:

-Bien, pero no es verdad. Lo que ocurre es que la gente quiere al árbol. Es fuerte. Florece rosado en primavera anunciando la época de la siembra. Es la primera sombra viniendo desde el norte por leguas de cañadón. Está a un paso de la fuente, para llenar la cantimplora. Se lo divisa desde lejos, con su promesa de frescura, como nube de ocaso sobre el verdor negruzco que parece seguirlo. Un indio viejo me contó en mi juventud que allí solían reunirse en consejo los ancianos de una confederación de tribus guaraníes. Era parte de un bosque hasta quedarse solo. Fue tal vez entonces cuando esta gente, que ni siquiera es dueña de la sombra, le inventó una historia para defenderlo de la codicia desbastadora de los hombres. Mucha plata me ofrecieron por el rollo, pero aquí se ha de quedar mientras yo viva, si Dios es servido. Daniel quiso hacerlo cortar en mi ausencia para pagar un documento. No lo dejaron. Todo el pueblo se alzó en defensa del árbol.

-Me recuerdo -exclamó Miguelí, entusiasmado-. Nadie lo quiso voltear. Entonces Daniel, tomando el hacha, dijo: «Si ninguno se anima, yo lo corto. Es necesario». Todos lo seguimos, hasta el locro se quemó. Ña Francisca lloraba. Serafín Cañete, sentado en el suelo, tocaba la guitarra diciendo querer morir aplastado por las flores, como envuelto en un poncho colorado. Se reían de él y algunos hasta paraban para adónde iba a saltar cuando el árbol se cayera. Pero, cuando Daniel levantó el hacha, Basilio le sujetó la mano, diciendo: «¡Añí na, mi capitán!». Daniel lo quedó mirando, y cuando ya todos creíamos que iba a romperle la cabeza, se subió a su caballo y se fue para la villa, a casa de Esperanza Almirón.

Al oír ese nombre, don Rosendo frunció el ceño y miró para otro lado.

-Volvió como a los ocho días, oliendo a caña -continuaba Miguelí-. Se encerró con sus libros. Ofelia, que lo anduvo espiando, contó que hablaba solo. Dice que le han hecho un daño y le pone ruda en el mate. Lo tiene enfermo una desgracia que le va subiendo, como espina de coco hacia el corazón... A lo mejor se cura en Buenos Aires...

-No me gusta que andes con chismes, ¿oyes? Deja eso a las mujeres. Y, sobre todo, no creas lo que te digan. «Cuña» es «cû-añá», lengua mala, lengua del diablo. «Cuimbaé», el varón, es el dueño de su lengua, ¿has entendido?

-Sí, papá.

Siguieron andando. Miguelí iba preocupado:

-No será pa que le pasó como a Chirí-corô.

-¿A quién?

-A Daniel.

Don Rosendo resopló como aliviado:

-¡Cipriano Coronel! -exclamó-. Cómo persiste esa historia. Y es una buena historia.

-Contámela.

-Para qué, si ya la conoces.

-Me gusta oírla.

-Es una respuesta -asintió-. Pues bien: sería allá por el doce, cuando yo andaba corriendo detrás de Albino Jara, que un tal Chirí-corô, hachero infatigable que no trabajaba solo, es decir, que lo hacía secundado por el diablo, aceptó echar el lapacho por una gruesa suma ofertada por un gringo. Nunca me pudieron decir cuál era el gringo que hubiera por aquí en aquel entonces que pudiera interesarse por el rollo. Pero, como la gente insiste, he llegado a persuadirme de que el gringo, como el diablo, conviene a la historia.

El viejo se detuvo, pensativo.

-¿Y después?

-¡Ah sí! Como te iba diciendo, fue tarea inacabable. Cuando el hachero se detenía a tomar resuello, o a escupirse las manos, el lapacho restañaba sus heridas lenta y resueltamente. Empecinado, poseído de loca furia, golpeó días y noches sin hacer caso a los signos y visiones aterradoras que trataban de ahuyentarlo. A veces llegaba hasta el corazón de la madera, pero entonces el suyo flaqueaba y tenía que detenerse para después recomenzar su inútil carrera con la vida. Sus parientes tuvieron que sacarlo a la fuerza. Poco vivió el desdichado, presa de horrendas pesadillas, provocando sapos y lagartos por la boca descompuesta. El cura, que trató de salvarlo, daba fe de que el agua bendita, al tocarle la piel, se convertía en aceite... Hay quienes afirman haber visto al ánima de Chirí-corô persistiendo en su tarea en las noches de luna...

-¿Es cierto eso?

-No, no es verdad.

-Cuando lo cuentas parece de veras.

-Porque los cuentos hay que contarlos como si fueran ciertos. La buena gente rústica no distingue muy bien entre la realidad y la fantasía. Por eso cree en los casos que ella misma inventa y produce tan notables narradores.

-Y vos ¿nunca viste al ánima de Chirí-corô?

El viejo levantó la cabeza con sobresalto. Pasaban junto al árbol que, agarrado a la tierra con su pata de loro, alzaba el tronco recto hasta esconder la noche en su ramaje poderoso. El caballo apuró el paso con las orejas tiesas. Miguelí chicoteó a la yegüita. Un crujir de mástiles rechinó a sus espaldas dándole escalofríos.

-Cuántas veces he de repetirte que no digas «vos» sino «tú» -corrigió tardíamente don Rosendo-. Resta energía y dignidad al lenguaje.

Anduvieron un trecho, hasta que, seguro de que el árbol ya no oía, insistió Miguelí.

-Para serte franco -repuso don Rosendo, tras de alguna vacilación-, también a mí me pareció ver al fantasma de Cipriano Coronel. Claro que no era el fantasma, porque los fantasmas no existen.

-¿Cómo lo sabes?

Don Rosendo frenó su montado.

-Porque he estudiado, pensado y vivido muchísimo más que tú.

Pero Miguelí era temible preguntón:

-¿Qué son entonces los fantasmas?

-Según Daniel, que ha acabado ocupándose de estas zonceras, los fantasmas, o más concretamente, las poras, son ideas sin brazos que mendigan una mano que las realice. Lo deduce de una supuesta etimología y del hecho actual de que al ver aparecidos la gente les pregunta «cuál es tu necesidad». En mi opinión, todo esto tiene escasa importancia y fundamento. Lo único cierto es que las poras son antojos que, algunas veces, claro está, expresan preocupaciones colectivas. Se dice, por ejemplo, que cuando en las noches de tormenta se escuchan fragores de batalla, son los soldados de la Guerra Grande que apelan a los vivos para que reconstruyan la grandeza de la Patria.

-¿Tú los oíste?

-Los oigo siempre, hijo. No te olvides que yo también estuve en esa guerra, aunque tuve la suerte de sobrevivir, y de sobrevivirme.

-¿Cómo era la pora de Chirí-corô?

-Te repito que no fue más que un antojo... En fin, allá tú. Era una noche de luna llena. Al llegar más o menos por aquí, sentí unos golpes apagados pero inconfundibles y vi como una sombra, tal vez de la misma luna al pasar por el follaje movido por el viento, que asemejaba la figura de un hachero. Eso fue lo que pensé, hasta que creí distinguir los ojos de brasa de su guaino, el diablo... Nunca bebo, y con mis años no preciso anteojos ni siquiera para leer... «Cuál es tu necesidad», le grité entonces. Se oyó un crujir de ramas y un quejido como el de la onza...

-Si no era la pora, ¿por qué le preguntaste «cuál es tu necesidad»?

El viejo se echó a reír:

-Porque hasta yo puedo hacer chiquilinadas. Por lo mismo mandé rezar misa por Cipriano, quien probablemente ni existió.

-¿Y después?

-Claro, me asusté. Esperé un buen rato para derrotar al miedo, que miedo que no se vence se imprime en el carácter y deja al hombre como lisiado. Luego traté de pasar al tranco, pero el caballo galopó. No le contuve las riendas porque el galope era de su voluntad.

-Entonces era la pora -concluyó Miguelí.

-¿Por qué?

-El caballo no sabía el cuento.

 

 

EPÍLOGO:

Se decía que en el arroyo, donde estuviera la represa, se oía con el nordeste el penumbroso tañer de una guitarra. Un día llegó un peón proclamando el milagro: En un tacuarillar, a la vera del arroyo, florecía la guitarra de Serafín.

Allí estaba, en efecto, desvencijada, ennegrecida, atravesada por cañas de tacuarilla verde. Una enredadera ceñia el brazo. En la caja anidaba un perfumado enjambre camoatí. La engarzaban campanillas, y un trinar de zorzales le hacía coro.

- Aipó angá co ipoty Serafín Cañete mbaracá cue mi.

- !Floreció la guitarra de Serafín!. La acompaña una cruz de lapacho. Allí van a rezar los humildes en el Día de los Santos Difuntos. Mbaracá-poty se llama ahora. La gente pasa por ahí con miedo. Pero, en el fondo quiere que el nordeste evoque al genio oculto excitando las voces de la guitarra-árbol, florecida en panal, en madreselvas azules.

- Un lugar de leyenda, como mi Patria - solía decir don Rosendo cuando por ahí pasaba -.

La cruz simboliza a la Muerte.

La guitarra florecida, a la Fecundidad.



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Prólogo/ Introducción

Primera parte - Pies Dobles
- I -/ - II -/ - III -/ - IV -/ - V -/ - VI -/ - VII -

Segunda parte - La muy noble y muy ilustre
- I -/ - II -/ - III -/ - IV -/ - V - - VI -

Tercera parte - El maestro
- I -/ - II -/ - III -/ - IV -/ - V -/ - VI -/ - VII -/ - VIII -

Cuarta parte - La paliza
- I -/ - II -/ - III -/ - IV -/ - V -/ - VI -/ - VII -

Quinta parte - La guitarra
- I - - II -/ - III -/ - IV -/ - V -/ - VI -/ - VII -

Epílogo/ Vocabulario.



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Solo en exposición en la web
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