LA PRIMERA REVOLUCIÓN COMUNERA 1649
Por JUAN BAUTISTA RIVAROLA PAOLI
COLECCIÓN GUERRAS Y VIOLENCIA POLÍTICA EN EL PARAGUAY
NÚMERO 2
© El Lector (de esta edición)
Director Editorial: Pablo León Burián
Coordinador Editorial: Bernardo Neri Farina
Director de la Colección: Herib Caballero Campos
Diseño de Tapa y Diagramación: Jorge Miranda Estigarribia
Corrección: Rodolfo Insaurralde
I.S.B.N. 978-99953-1-330-2
Hecho el depósito que marca la Ley 1328/98
Esta edición consta de 15 mil ejemplares
Asunción – Paraguay
Diciembre, 2012 (92 páginas)
CONTENIDO
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
La Revolución de los Comuneros de Castilla
Las guerras populares en la época colonial
CAPÍTULO I: CONTEXTO POLÍTICO Y SOCIAL
Las encomiendas
Los indígenas exentos de encomiendas
Los mancebos de la tierra
Las Ordenanzas de Alfaro y las encomiendas
La decadencia de las encomiendas
La lucha por la recuperación de las tierras
El entorno económico
La Yerba
Capítulo II: Los conflictos en sí y sus consecuencias
La Cédula Real de 1537
El Cabildo de Asunción
Se procede al sufragio
El poder de la Compañía de Jesús
Capítulo III: La Primera Revolución comunera
Organización Eclesiástica del Paraguay
Fray Bernardino de Cárdenas. Su labor misional
Fray Cárdenas es consagrado Obispo en octubre de 1641
Las virtudes de Cárdenas
Las visitas pastorales y prohibición de ingresar a las Reducciones
El Gobernador Hinestrosa enemigo del Obispo Cárdena
El Obispo Cárdenas es expulsado del Paraguay
Cárdenas y su relación con los jesuitas
Cárdenas, intenta matar al Gobernador y expulsar del Paraguay a los jesuitas
El Gobernador le expulsa a Cárdenas a Corrientes
El Gobernador Escobar y Osorio
Jesuitas extranjeros en las Reducciones
Gobernador Interino Sebastián de León y Zarate
Cárdenas se defiende con la pluma y deja la espada
Cárdenas es reivindicado por la Iglesia y la Monarquía
CONCLUSIÓN
CRONOLOGÍA
BIBLIOGRAFÍA
EL AUTOR
PRÓLOGO
Este libro sobre la PRIMERA REVOLUCIÓN COMUNERA acaecida en el Paraguay durante el año 1649, permite comprender la situación de la sociedad asuncena en particular y la paraguaya en general a fines de la primera mitad del siglo XVII, período en el cual la Provincia y las reducciones jesuíticas habían sufrido los constantes embates de las bandeiras paulistas, que buscaban aumentar su radio de acción en procura de mano de obra indígena para ser comercializada en los mercados de esclavos cerca de las zonas azucareras de la costa brasileña.
La obra comienza con una adecuada contextualización en la cual el autor explica la tradición comunera hispánica que fuera derrotada militarmente por el rey Carlos V en Villalar, pero cuyas ideas fueron varias veces enunciadas y defendidas por los conquistadores y sus descendientes. En el caso de los comuneros de 1649, los mismos se organizaron en torno al polémico obispo franciscano fray Bernardino de Cárdenas, quien se enfrentó a los jesuitas al igual que al gobernador Gregorio de Hinestrosa, partidario de los miembros de la Compañía de Jesús.
La Revolución Comunera de 1649 no fue una revolución antecesora de la independencia o de carácter antimonárquico; sino un movimiento de los vecinos de Asunción y sus dirigentes que integraban el Cabildo con el objetivo de defender sus privilegios que en una provincia periférica como el Paraguay era la única manera de mantener un determinado estatus social y económico. Dichos privilegios consistían en las encomiendas de indígenas y tierras, que ahora eran disputados por los jesuitas que se habían instalado al sur del Tebicuary huyendo de los bandeirantes. Como agravante desde la perspectiva de los asuncenos los jesuitas habían conseguido unos privilegios adicionales para los indígenas que habitaban sus reducciones como ser la encomienda en la cabeza del rey y el privilegio de que los mismos puedan recibir instrucciones sobre el manejo de las armas de fuego.
De hecho en la represión a la milicia asuncena entraron en acción los milicianos guaraníes comandados por los jesuitas, esta situación de tirantez entre los vecinos de Asunción aliados a los franciscanos, contra los jesuitas perduraría hasta que los últimos fueron expulsados de los dominios españoles en 1767.
El autor va analizando los diversos aspectos vinculados a esta disputa política que concluyó con la remoción del obispo Cárdenas, quien sería finalmente repuesto por la Audiencia de la Plata, pero ya viejo y cansado no regresó a Asunción, muriendo en la actual Bolivia a la avanzada edad de 89 años.
El doctor Rivarola Paoli, ha hurgado en varias fuentes para presentar del modo más sintético un proceso político que conmocionó a la Asunción de mediados del siglo XVII e implicó una profunda división entre los habitantes de la provincia de entonces, y que hasta el presente es analizado con gran apasionamiento, permitiendo las más diversas interpretaciones sobre el enfrentamiento entre los comuneros del obispo Cárdenas y los jesuitas.
Herib Caballero Campos
INTRODUCCIÓN
La Primera Revolución Comunera tiene su antecedente en 1544, cuando fue depuesto el adelantado Alvar Núñez Cabeza de Vaca. En este deambular por episodios de la Colonia resaltan otras luchas no menos importantes, la mayoría por casi desconocidas o poco relevantes, pero unidas por un ideal que conmueve los cimientos y la formación de nuestra identidad nacional.
Es que las aspiraciones y desvelos de "el común", el "mancebo de la tierra", no es otra cosa que las aspiraciones de libertad, de democracia representativa por medio del sufragio, en urnas improvisadas en "cantaros" de nuestra típica artesanía, que eligen libremente a sus gobernantes, mediante la Cédula Real de 1537.
Comparten esta lucha tres partidos bien definidos: los encomenderos, los Comuneros y los hombres de la Compañía de Jesús. Su masa política serán los indígenas.
Los encomenderos, con sus privilegios desde la Conquista, no podían permitir el despojo de la mita, no podían descuidar ocasión en el camino de las usurpaciones de renovar los provechos, que a costa de la sangre, sudor y angustia de los indígenas habían mantenido.
Por su parte, los jesuitas, pertenecen a una organización diferente, con propósitos confesionales o religiosos, mantenían su fuerza en las Reducciones con férrea disciplina, sojuzgando totalmente a los indígenas a sus intereses. Pero también, complacían a gobernadores y cabildos, o actuaban en contra de los mismos, según las circunstancias. Pero tenían en la mira al encomendero, por sus intereses contrapuestos. De ahí que estos se inclinaran más hacia el partido comunero.
Y el "común", pletórico de ideales, sin una fuerza aglutinada y formada en luchas guerreras, solo sostenida por sus caudillos idealistas, chocaba contra una poderosa organización interna y externa de innumerables contactos y de fuerzas muy superiores.
Las distintas Revoluciones que iremos viendo, tienen siempre un pendón, una idea madre, cual es "la voluntad del común aun sobre el Rey".
LA REVOLUCIÓN DE LOS COMUNEROS DE CASTILLA
Las llamadas "comunidades peninsulares" guardan una estrecha similitud, con los movimientos comuneros americanos. De allí la importancia de dedicarle aunque sea breves comentarios acerca de cómo se desarrollo la misma, y su influencia en la evolución de los acontecimientos de la Revolución Comunera del Paraguay.
Un aspecto inicial de suma importancia en la España de las comunidades es, ante todo, el sentimiento de la libertad y de la dignidad política, que en decurso de los días iníciales de la Conquista, marcara la huella de la lucha por la autodeterminación y del sufragio, como elementos fundamentales que plasmarán la impronta del hombre paraguayo, "del mancebo de la tierra", como se dio en llamar a los luchadores por la libertad.
Las cortes españolas fueron al igual que nuestros Cabildos coloniales, la fuente de donde emanaron las libertades conquistadas. Estas cortes, en plena época feudal, marcarán la historia de la libertad.
¿De dónde surgen las comunidades de Castilla y Aragón?. Devienen de la Reconquista española, y alcanzan notoriedad en el siglo XII, dándoseles dicho nombre a un territorio de habitantes mancomunados en obligaciones y derechos, unidos en una hermandad, en una ciudad libre, que solo dependía del Rey. Los vecinos del lugar se reunían cada tres años para elegir los cargos de Regidor, por medio del sufragio popular. Imperaba entonces una auténtica democracia, donde se trataban todas las cuestiones locales hasta las relacionadas con el poder real.
La institución de las comunidades, existió por largo tiempo en Castilla. Eran las de Ávila, Salamanca, Segovia y Soria, donde las libertades políticas estaban garantizadas por las cortes y, a su vez, las franquicias de las ciudades y autonomías de los municipios.
Sin embargo, al advenimiento de Carlos V, se vio desvanecer los ideales y conquistas democráticas bajo el imperio de una autocracia sin cuartel, que terminó con toda forma de ideas democráticas.
Carlos I de España, y V Emperador de Alemania, hijo de doña Juana -conocida como "La Loca"- y de Felipe el Hermoso, era nieto de los Reyes Católicos y de Maximiliano de Austria y María de Borgoña. No era pues español, sino nacido en Gante (1500), sin haber estado nunca en España.
Cuando Carlos V, haciendo caso omiso a las Cortes, no les otorgó sino subsidios, es cuando se produce el alzamiento general que se denominó "Guerra de las Comunidades".
Allí surgen los "Comuneros", defensores de los derechos populares, quienes eran la voz del Municipio, del Consejo, emblema siempre de la democracia universal, y plasmada en las peticiones de la junta Santa de Ávila. Esta Junta vendría a ser el Directorio del movimiento revolucionario. En estas peticiones -verdadero programa político- se reclamaban medidas y leyes relacionadas con la administración pública y la hacienda, la moralidad política, el problema religioso y canónico, el ejercicio de la justicia, el trato de los nuevos súbditos de América, la igualdad de derechos entre las clases sociales y otras demandas.
El nombre Comuneros, era el nombre de guerra de los reivindicadores de los derechos populares, de los fueros comunales, que sería traspasado años después a nuestra América.
Advino la revolución, donde la primera ciudad en sublevarse fue Toledo, dirigida por el regidor Juan de Padilla, propagándose a Segovia, Toro, Zamora, Guadalajara, Alcalá, Soria, Ávila, Cuenca, Salamanca, León, Murcia, Madrid, comprendiendo las provincia de Andalucía, Extremadura y Burgos. Con la insurrección de Toledo se inició la Guerra de las Comunidades en 1520.
Padilla aclamado por el pueblo como caudillo supremo, tomó algunas fortalezas y decidió apoderarse de la histórica villa de Torrelobatón, acompañado de los Comuneros de Segovia, capitaneados por Juan Bravo, los de Madrid, a las ordenes de Juan de Zapata, y los de Ávila y Salamanca, mandados por Francisco Maldonado. Consiguieron la victoria.
Si a la toma de Torrelobatón hubiese seguido la de otras ciudades, el triunfo de los Comuneros hubiese sido indiscutible, y Carlos V no hubiese impuesto su régimen autoritario. Sin embargo, la ingenuidad de Padilla y la traición de otros personeros que se hacían pasar por Comuneros, permitió la reorganización del ejército del Emperador, y Padilla con su ejército inició el 23 abril de 1521, la marcha hacia su derrota final en Villalar. El héroe comunero Juan de Padilla murió en el campo de batalla de manera homérica, y los demás jefes fueron ajusticiados sin piedad.
Quedaron sepultados en los campos de Villalar por siglos las libertades de Castilla, pero el símbolo y las ideas de los hombres que encarnaron a las Comunidades se esparcieron por toda América.
LAS GUERRAS POPULARES EN LA ÉPOCA COLONIAL
Poco tiempo después del ejemplo de Villalar, se produce en Asunción, en 1544, la primera rebelión, contra el Adelantado Alvar Núñez Cabeza de Vaca.
Desde la iniciación de su gobierno, Alvar Núñez es fuertemente combatido. El 8 de abril de 1544, el Adelantado está de nuevo en la Asunción. El ambiente de la ciudad, caldeado por los descontentos y la pasión política, le era francamente hostil.
El 25 de Abril estalló un movimiento en su contra, que le sorprende postrado en cama, enfermo de malaria. Una multitud de más de 200 hombres, a los gritos de "¡Libertad...! ¡Libertad...! ¡Viva el Rey...!", rodean la casa del Adelantado y lo sacan en camisa diciendo arengando y llamándole tirano. Poniéndole una ballesta en los pechos: "Aquí pagareis las injurias y daños que nos habéis hecho". Después de este hecho tomaron un tambor y fueron por las calles alborotando y desosegando al pueblo repitiendo a grande voces "¡Libertad...! ¡Libertad...! ¡Viva el Rey...!"
De esta rebelión surgen dos grupos: los partidarios de Irala, con el apelativo de Comuneros, ahora dueños del poder; en oposición de Juan de Salazar de Espinoza, erigido en caudillo de los amigos del Adelantado.
La pugna era implacable y tenaz, proyectándose sobre la Capital de la Conquista el peligro de una guerra civil agravada todavía por las amenazas de agacés y guaycurúes soliviantados.
El 7 de marzo de 1545, los Oficiales Reales resuelven la deportación de Alvar Núñez, al día siguiente, de la bahía aldeana partió aquel día la carabela COMUNEROS, que al mando del piloto portugués Gonzalo de Acosta, condujo preso a España al Adelantado Cabeza de Vaca. Nada menos que dos de sus más contumaces y temibles adversarios, el tesorero Garci Venegas y el veedor Alonso Cabrera, le acompañaron como carceleros, llevando contra él, voluminosos legajos acusatorios.
Desaparecidos los velámenes de la COMUNEROS, los amigos de Alvar Núñez comienzan a conjurar en una reunión en la casa de don Juan de Salazar. Conocido el poder otorgado por el Adelantado, juran sus partidarios obedecerlo. Amenaza de nuevo la tranquilidad pública. El pueblo invade la casa de Domingo Martínez de Irala, pronto a imponer el mantenimiento del orden. Irala cuenta con el apoyo popular y las de los Oficiales Reales.
Juan de Salazar, se mantenía sereno, ajeno a malquerencias y a los propósitos de encender la guerra civil y provocar un derramamiento de sangre entre hermanos. Dada su inexperiencia política, lejos de resolver el conflicto y poner término a la intranquilidad reinante, provoca su apresamiento, sin que de nada le sirvieran su prestigio de fundador de la Ciudad de la Asunción, ni sus insignias de la Orden de Santiago de la España, ni su alcurnia.
El 20 de Marzo, Juan de Salazar de Espinoza fue apresado y deportado a España en otra carabela que días después, dio alcance a la COMUNEROS en las proximidades de la Isla de San Gabriel.
La revolución del año 1544, señala el primer paso de la naciente sociedad colonial, capaz de concebir e imponer un gobierno propio, fundado en principios de libertad ciudadana, de repudio a las tiranías.
Para advenir la paz fueron necesarios dos años de calma, detenida por el flujo constante de la anarquía.
Estalla en el Perú en 1548, un gran movimiento popular encabezado por el Ayuntamiento de Cuzco, que protestó contra la Monarquía por haber suprimido las discutidas encomiendas que iban en contra de los gobiernos e intereses populares. Estos se organizaron en un ejército que se denominó de "La Libertad" contra otro llamado "Realista". Los primeros fueron derrotados en la batalla de Xaquixaguana, por el clérigo La Gasca, entonces instrumento del poder real.
En 1592, en la ciudad de Quito, estalló también una revolución, a raíz de que una Cédula Real ordena a la Audiencia la imposición de un Derecho de Alcabala del 2% sobre toda venta. Era una imposición de las muchas que en América sufrirían los vecinos a causa de la Real Hacienda, que estrangulaba con impuestos a causa del agotamiento del Tesoro Real por las continuas guerras de religión y pleitos de familia.
El ayuntamiento de Quito no se dejo abatir por tales imposiciones y defendiendo los intereses municipales, acudió a las armas, en defensa de sus derechos conculcados por inicuas leyes que estrangulaban al pueblo. Sin embargo la Monarquía dispuso la represión sangrienta del alzamiento ahogando en sangre las protestas populares.
En 1623, en México, se produjo otra revolución de la autoridad comunal cuyo poderío era tremendo. Es así que una Junta Municipal reunida en 1623 dispuso la deposición del Virrey, que curiosamente fue acatada por las autoridades monárquicas españolas.
Años más tarde, en 1794, en Santiago de Chile a raíz de la imposición de almojarifazgo y alcabalas por parte del Tribunal de Cuentas que eleva sus montos apremiado siempre la Real Hacienda de la metrópoli, se rebela el Cabildo de Santiago defendiendo los intereses comunales, apoyado en el pueblo todo.
Así también, un connotado levantamiento indígena, es el producido durante la Colonia por Tupac Amarú (J.C. Condorcanqui), cacique de Tungasuca, descendiente de los antiguos Incas, quién pretendió restaurar el imperio de sus antepasados, proclamándose "Soberano del Perú". Tupac Amarú desató protestas contra las exacciones impuestas por la Corona y el trato poco humano que sufrían indígenas en las minas y encomiendas. Tuvo la valentía de apresar y ahorcar al Corregidor Antonio Arriaga. Organizó un ejército de cuarenta mil indios y llego hasta el Cuzco, sitiando la ciudad. Pero fue vencido y descuartizado por sus verdugos en 1781.
En lo que después seria Colombia, el absolutismo de Carlos III, creo el cargo de Visitador General de Rentas de Nueva Granada, y nombró para el cargo a Juan G. de Piñérez. Éste gravó las numerosas "alcabalas, sisas, estancos, anatas, guías y tornaguías", que integraban parte del sistema de rentas de la Real Hacienda en el Nuevo mundo. Pero el pueblo se levanto en defensa de sus derechos y tomó el nombre de "El Común", reuniendo a varias ciudades y rompieron con las autoridades españolas. A semejanza de los comuneros de Castilla, destituyeron a los representantes reales, redujeron los tributos y manifestaron no romper con el Rey, sino contra las malas autoridades. Colocaron a un "Generalísimo de los Comuneros", Juan Francisco Berbeo, quien reunió dieciocho mil hombres, produciendo en España un gran temor. Las autoridades reales tuvieron que pactar, pero luego desconociendo el trato caballeresco, terminaron en el patíbulo sus anhelos de libertad.
Así terminó la Segunda Revolución Comunera en América, que tomó como modelo a la Primera Revolución Comunera del Paraguay, cuyas ideas se esparcieron por todo el suelo americano.
CAPITULO III
LA PRIMERA REVOLUCIÓN COMUNERA
ORGANIZACIÓN ECLESIÁSTICA DEL PARAGUAY
El Paraguay constituía una diócesis con sede en Asunción, erigida en 1547 y dependiente del Metropolitano de Charcas. La Catedral tenía su Cura Rector y un Cabildo o Capítulo, constituido en 1572 con deán arcediano y dos canónigos, a los cuales en el siglo XVII se sumaban el chantre y el tesorero. En la capital existían dos parroquias no territoriales: la de la Anunciación, de españoles, y la de San Blas, de naturales. Había también tres conventos, de franciscanos, mercedarios y dominicos, y un colegio de la Compañía de Jesús.
En el interior existían un curato de españoles y naturales, en la Villa Rica del Espíritu Santo, cuyo titular era Vicario, y que en 1649 se hallaba dividido en dos, para las poblaciones de Jejuí y Talavera.
La provisión de los curatos se hallaba a cargo del clero secular. El Gobernador y Capitán General ejercía el derecho de presentación. La vacante de la sede episcopal era frecuente y a veces prolongada.
LAS VISITAS PASTORALES Y PROHIBICIÓN DE INGRESAR A LAS REDUCCIONES
Mediante una circular, había anunciado al clero y a sus fieles su intención de visitar las numerosas Doctrinas y Reducciones, que administraban religiosos de distintas órdenes, entre las cuales estaban las famosas Misiones de los padres jesuitas del Paraná y Uruguay.
Al saberse tal determinación, principiaba a divulgarse, pero aún con cierto receto, la doctrina falsa de que la jurisdicción del Ilmo. Cárdenas era muy dudosa. Por otra parte venían los jesuitas con ruegos de que desistiese de la visita a sus Reducciones en vista de sus exenciones. Pero Cárdenas no era de aquellos hombres que fácilmente ceden cuando ha tomado una resolución bien pensada.
Decía Su Señoría: "El Espíritu Santo, según San Pablo, puso a los Obispos, a regir la Iglesia de Dios". Por esto, convirtiéndose un número regular de infieles, instituían luego los Apóstoles un Obispo, quien los gobernara en lo espiritual. El Papa Urbano, en las Bulas decía: "Me hace Obispo del Paraguay, si pues los fíeles del Paraná y Uruguay en lo civil pertenecen al Paraguay, deben pertenecer también en lo espiritual al Obispo del Paraguay, a quien el Pontífice encarga que apaciente, rija y gobierne a los cristianos de esta grey".
¿Con qué derecho crean los Regulares parroquias, instituyen, quitan y ponen curas párrocos independientemente del Obispo?
¿Será válida la jurisdicción de esos curas misioneros, ejercida en fieles venidos del extranjero, sin autorización del Ordinario, que no han convertido, valiéndose tal vez de las concesiones papales?
¿Tolerando su independencia no es evidentemente obrar contra lo dispuesto por el Concilio de Trento y las Cédulas Reales, particularmente las relativas al Patronato real? ¿Quién administra a esos fíeles el S. Sacramentó de la Confirmación?
"Yo -añadió- he sido misionero, y sé muy bien cuáles son los privilegios concedidos por los papas, particularmente por San Pío V, los PP. Jesuitas, mientras se hallan en las misiones vivas para convertir a los infieles, pueden sin licencia del Obispo predicar, bautizar, confesar y administrar el sacramento del matrimonio y ejercer los demás oficios de párroco; pero ya convertidos al cristianismo y formando pueblos de cristianos, no pueden crear parroquias, instituir en ellas curas párrocos y mudarlos a su arbitrio. Estas atribuciones son propias del Obispo, el cual por institución divina y por disposición del S. Concilio de Trento debe visitar esas ovejas de Cristo a él encomendadas y corregir y reformar lo que halle contrario a la ley de Dios y de la Iglesia y a la santa fe católica, como Pastor ordinario y como Delegado de la Silla Apostólica, en los casos que determina el Santo Concilio."
Además, añadió, graciosamente, esta visita es también voluntad del Rey; puesto que en su Cédula de 14 de julio de 1639 me ruega y encarga, que en su hacienda se apliquen multas y condenaciones hechas a culpables curas doctrinarios. ¿No defraudó la Hacienda Real, no investigando, si existen tales curas doctrineros?
No sabiendo con exactitud las exenciones que los padres de la Compañía de Jesús tenían respecto a aquellas Reducciones, ya cristianas desde algún tiempo, si había leyes terminantes para sujetarlas a la jurisdicción de los jesuitas, su decisión de visitarles ¿fue errónea o no? Pero si la legislación canónica no hubiera sido clara, terminante, todas las probabilidades jurídicas estaban a favor de Cárdenas. De otro modo le hubieran convencido los jesuitas, mostrándole las concesiones terminantes de la Santa Sede, y no hubieran tampoco obrado conforme obraron.
Lo cierto empero es, que la Santa Sede, al pedir ya muy tarde al monseñor Cárdenas una decisión al respecto, contestó, 13 de marzo de 1660, que el Obispo puede visitar las Iglesias y Doctrinas, también las de los padres de la Compañía, en lo concerniente al cuidado de almas; que el derecho de examinarlos para oír las confesiones sacramentales de los fieles corresponde al ordinario y que, si los regulares no demostrasen suficientemente sus privilegios, el Obispo podía proceder contra ellos, aun con censuras, sin que aquellos tuviesen el derecho de buscarse un juez Conservador.
El Obispo, según se aprecia, quería visitar solo los curatos o doctrinas, que los religiosos tenían a su cargo desde tiempo, y que él consideraba en lo concerniente a la administración sujetos a la jurisdicción del Ordinario. No consideraba como tales las Reducciones novísimas cuyos indios no estaban aún firmes en la fe católica, pero estaba dispuesto a administrar en ellas el sacramento de confirmación y de deshacer los malos informes, las persistentes y frecuentes calumnias que se diseminaban contra los jesuitas del Paraguay. Como prudente prelado, empezó la visita canónica en las Reducciones, Doctrinas o curatos, de los misioneros franciscanos, sitos al sudoeste entre Asunción y el río Paraná, después de haberla concluido en la ciudad y lugares circunvecinos.
Le designaron dos Padres para visitar las reducciones de Yuty y Caazapá, fundadas por su hermano en la Orden, Fray Luís Bolaños, siendo recibido con gran amor y estimación en las doctrinas. De allá pasó el Obispo a la no muy lejana Reducción jesuítica de Itapúa, distante sesenta leguas de Asunción, fundación del padre Roque González de Santa Cruz, y después a San Ignacio, cerca del Paraná, obra del gran misionero Marcelo Lorenzana al dejar el rectorado del Colegio de Asunción.
En este lugar, alcanzó al Obispo el mensajero mandado por los padres del Convento de San Francisco, sabedores de que el celoso Prelado no iba a dejarlos sin amparo y sin aplicar las leyes canónicas contra los violadores de la inmunidad eclesiástica y por la violenta imposición de manos en un sacerdote, hecho que los Sumos Pontífices habían castigado con la excomunión.
Era entonces Superior inmediato de las Misiones jesuíticas del Paraná y Uruguay el padre Lorenzo Sobrino, a quien más tarde veremos en la primera fila de los adversarios del Diocesano.
Había principiado Cárdenas, una carta dirigida al mismo y otra reiterada que decía: "Padre mío, ese papel, sacado en limpio y autorizado, quería enviarle ahora, pero no ha podido ser por la prisa de los indios, y por no terminarlos, haré lo más despacio y así ahora envío este borrador contra los que quieren borrar las virtudes de la Compañía de Jesús, para que lo vea nuestro P. Provincial, y alabe la Providencia de Dios, que para cuando los virreyes mal informados habían de enviar orden que visitasen con cuidado el Paraná, el obispo lo tuvo tan a propósito, para el servicio, honor, y alabanza de la Compañía, que, aunque cualquiera lo fuera, pero ninguno tanto como yo. Esto es seguro, y firmo de mi nombre. Siervo de V. P, Jesús. Fray Bernardino, Obispo del Paraguay".
Interrumpió, pues, su Ilma. La visita, que durante su oficio nunca debía acabar, y regresó a Asunción.
Tomadas allí las declaraciones del caso y viendo la arrogancia de los atropelladores del pobre P. Procurador Fray Pedro, los declaró a todos, según los cánones, incursos en la excomunión mayor, por haber violado la inmunidad eclesiástica y puesto manos violentas en un sacerdote.
Este castigo fue generalmente muy bien recibido en la ciudad, pero aumentó la enemistad del Gobernador y de Sebastián León contra el prelado, tan empeñado en defender los derechos de la Iglesia y de la Silla episcopal.
EL GOBERNADOR HINESTROSA ENEMIGO DEL OBISPO CÁRDENAS
Don Gregorio de Hinestrosa tenía consigo un hermano, a veces hijo, según Charlevoix, Fray Lope de Hinestrosa, religioso agustino, que acababa de llegar de Chile.
El gobernador Hinestrosa, muy resentido por la intrepidez del Obispo y por el desaire en que se veía por la excomunión, había oído algo sobre los rumores que habían principiado a correr sobre la jurisdicción dudosa del Obispo, y entreviendo algún medio para vengarse y tal vez para expulsar al Prelado como lo habían hecho otros antecesores en la gobernación. Pidió a su hermano al respecto un parecer escrito, que éste hizo con toda puntualidad, a fines del mismo año (1643), declarando que según su opinión el Obispo era intruso, y suponiendo que eran verídicos los rumores ya divulgados por los advérsarios del Obispo de que en Tucumán había muchos de todas las religiones que contradijeron la consagración de Cárdenas. Escribió que su hermano podía despedirle, privándole de las temporalidades, diciendo con la impavidez que da la ignorancia:
"Digo, pues, que tengo por cierta y asentado, que el dicho Señor Obispo, aunque su consagración sea válida, y por ella Obispo, y por consiguiente válidas las órdenes que administra según tienen y dicen muchos doctores; pero es Obispo no más que en sustancia y carácter, pero no lo es del Paraguay, ni tiene jurisdicción, ni potestad episcopal, ni la puede ejercitar, que en todo siento y afirmo lo que sintieron y afirmaron dichos religiosos y maestros de Tucumán."
Muy satisfecho quedó Don Gregorio de la sabiduría de su hermano, quien tan a su gusto lo libraba de la excomunión, dándole armas para sentar manos al odiado defensor de las leyes de la Iglesia. Procuró, que el acertado parecer no quedara oculto en la ciudad; pero tuvo el presentimiento, de que dada la popularidad del Obispo y en el sentir común estrellaran sus tentativas, pues, aunque Cárdenas no hubiera tenido jurisdicción para lanzar excomuniones, eran mal vistos el Gobernador y sus cómplices por lo que habían hecho contra Fray Pedro, y estando incursos en esa censura por los cánones ipso facto.
Quedaron, pues, el Gobernador y sus compañeros frenados, esperando mejores tiempos para el desquite de la excomunión, que en lo demás públicamente despreciaron.
A Cárdenas no podía ocultársele todo aquello y, temiendo que su alejamiento fuese motivo para nuevos atropellos, aun tal vez contra su persona, quedó en la ciudad siguiendo su ejemplar método de vida practicado antes, expresando empero su resolución de continuar en la primera oportunidad la visita canónica, y dispuesto también a absolver a los excomulgados, de mostrarse éstos arrepentidos, dando la debida satisfacción.
Así pasaron varios meses. Elevado el hecho ocurrido en San Francisco al conocimiento del Metropolitano y de la Real Audiencia, éstos aprobaron y confirmaron la sentencia del Obispo, condenando, además, la Audiencia al Capitán Sebastián de León, por nuevos agravios, a privación perpetua de su oficio.
Mientras tanto los Padres Jesuitas hacían diversas diligencias para estorbar los designios del Ordinario para visitar sus Reducciones, que, según el cálculo del padre Antonio Ruiz de Montoya, constaban de cerca 95.000 indios. No podemos determinar, cuántas de estas reducciones se podían considerar como doctrinas o curatos.
Se valían primero de ruegos, que estrellaron ante la suave, pero en el fondo firme voluntad del Obispo. Emplearon enseguida promesas y después amenazas disimuladas, haciéndole presente lo que había pasado a varios de sus antecesores, que pretendieron ejercer jurisdicción en lugares confiados a la Compañía de Jesús, pero no lograron intimidar aquella firmeza.
Con gusto oyó el Gobernador los afanes de los "Padres de la Compañía", quienes podían servirle admirablemente de instrumento para sus planes, no sólo por su influencia, sino también por los indios armados de que disponían en sus Misiones, para expeler al Obispo del Paraguay si fuera el caso. Le parecía algo arriesgado llevar a cabo él solo tal hazaña, por la defensa que podía hacer la población, tan fanáticamente adicta a su prelado.
Viendo tan buena disposición en los sacerdotes, y pensando que la fama de doctos serviría para acreditar más la duda sobre la jurisdicción y la legitimidad del Obispo, pidió a los religiosos un parecer sobre su pleito con el Ordinario.
Accedieron los padres, firmando, según parece por el mes de octubre de 1644 -es decir, según Carrillo, tres años después de la consagración en Tucumán- un parecer "sobre el cual les consultó el Gobernador, en que se trataba solamente de haber tomado el Obispo posesión de su Iglesia, sin tener presentes las Bulas de su confirmación, tratando entonces de expelerle por intruso, sin tomar en la boca el carácter episcopal, ni dudar del mismo". Fray Juan Villalón -cuyo escrito menciona pasando por alto lo del "parecer"- y el igual aserto del abogado Carrillo, afirma que no eran los Padres del Paraguay los agresores, sino Cárdenas, que estaba lleno de resentimiento por no haber apoyado su consagración sin Bulas.
Alegato muy curioso, puesto que el Obispo no podía justamente resentirse, por un consejo contrario a su deseo de consagrarse, por la simple razón de que le faltaba tiempo, antes de consagrarse en Tucumán, de dirigirse en consulta al lejano Paraguay. No vemos tampoco razón del por qué Cárdenas -el pretendido parecer, que le había, según Rada, mandado el padre Boroa desde Córdoba a Santiago del Estero- debía atribuir a los Padres de Asunción o a la Compañía entera, especialmente no teniendo los de Asunción ni arte ni parte.
El 5 de noviembre de 1644 se publicó "que los Jesuitas publicaron como cosa cierta y definida, que la consagración del Sr. Obispo Cárdenas había sido ilícita o inválida, dando ocasión con ello a los disturbios, y escándalos, que se han seguido".
Sin poder constatar nada al respecto, decimos solamente: a nadie más que a Cárdenas convenía no mover ni discutir la cuestión sobre su consagración.
Si a pesar de esto, lo ha hecho, es prueba evidente que otros le obligaron ad hoc, desacreditándolo antes "por estas Provincias".
Estas contradicciones y maquinaciones empero, según parece no habían causado impresión de cierta importancia en el pueblo, poco adicto a los sacerdotes por el apoyo que prestaron a los oprimidos indios, tan codiciados como trabajadores por los españoles.
En cambio confirmaron al Prelado en su idea de continuar su interrumpida visita canónica, y ver por qué no se quería que él fuese a las Reducciones de la Compañía.
El Cabildo secular de Asunción insistió a Cárdenas para que ejerciera el Patronazgo Real en las Reducciones jesuíticas, pidiéndole fuese a visitarlas y establecer el patronazgo. Inició la visita en las misiones, escribiendo desde San Ignacio, el 5 de octubre de 1643, la carta consabida al padre Laureano Sobrino en favor de los religiosos de San Ignacio. A continuación, parece volvió el obispo a Asunción, pasando de allí a Yaguarón, tal vez después de haber hecho las visitas ut supra.
Efectivamente no había razones serias para oponerse. Si era cierta su exención de los Doctrineros, podían demostrar al Ordinario sus privilegios para que desistiese de la visita. No cediendo, nada perdían con admitir un paseo del mismo por sus Misiones, previa protesta y sin atenerse a las eventuales órdenes de su Señoría, reverenciando en él solamente la dignidad episcopal, pero apelando, según los casos, a Madrid , o a Roma contra su intromisión. Pensándolo bien, hasta convenía a los padres que viniese con el Obispo su Visitador, o solo Inspector, para comprobar con su testimonio de que las Reducciones estaban a buena altura de piedad y civilización, de que allí no se explotaban minas de oro o plata como aseguraban sus enemigos, defraudándose las cajas reales, que se educaba a los indios como buenos vasallos de la Corona, y que la pobreza de los mismos no permitía dar contribuciones de importancia, como se pretendía.
¿Se temía un informe contrarío de un Obispo tan virtuoso? Y si fuera falso, ¿no tenían los Padres medios para desmentirlo?
¿O querían los Jesuitas, fiados en el poder de sus Hermanos en la Corte de Madrid y en sus privilegios, que en sus Reducciones no hubiese ni sombra de una intervención episcopal?
Esto sería una prueba más, de que el sistema jesuítico, el célebre método empleado en la famosa República cristiana del Paraguay, merced a favores y protecciones regias, como no los había obtenido jamás ninguna de las órdenes religiosas. Tenía un lado vulnerable pues traía consigo frecuentes conflictos con los gobernadores civiles, con los españoles excluidos de las Reducciones y por la codiciada posesión de indios y con los Obispos, quienes en las Misiones vieron no raras veces, una independencia intolerable, causando al mismo tiempo desencuentros y discordias entre los obispos y gobernadores, por tener otras miras, no sabiendo además los diocesanos cómo comportarse con los jesuitas, ni más tarde los indios como aprovechar su independencia después de la expulsión de sus conversores.
Este método traía por resultado poca utilidad a la misma Compañía de Jesús, contribuyendo a que fuese llenada de calumnias y finalmente expulsada.
No sabemos descifrar las causas de una resistencia tan tenaz como la entrada del obispo a las Reducciones del Paraná y Uruguay.
Las doctrinas de Fray Bernardino de Cárdenas y sus visitas apostólicas a reducciones y capellanías alarmaban a los jesuitas. El prelado pretendía nada menos, que penetrar y desentrañar los misterios que, se decía, se ocultaban en los pueblos gobernados por la Compañía de Jesús, como afirmaba Blas Garay: "mas como a estos no les convenía tal visita, y que no contaban con la complicidad del Obispo, levantó contra el virtuoso aunque violento prelado, horrorosa tempestad y lo hizo expulsar por el gobernador, fundándose en el vicio de su consagración, vicio que al cabo de tres años descubrían los Jesuitas, que a sancionarle contribuyeron".
Los padres jesuitas se unieron con el Gobernador, persuadidos de que Cárdenas no era Obispo, y se aprestaron a juntar indios de las Reducciones para ir sobre la ciudad, pues venían irritados contra suya, ya que les habían contado que querían entrar a sus pueblos con muchos clérigos para quitarles sus mujeres.
EL OBISPO CÁRDENAS ES EXPULSADO DEL PARAGUAY
En el mes de octubre de 1644, Hinestrosa ordena la expulsión de Fray Bernardino de Cárdenas.
En las afueras de la ciudad había dejado al grueso de los indios para evitar toda oposición de parte del vecindario en las violencias que proyectaba contra el Obispo. Desterró algunos nobles, poniéndoles pena de vida si no salían luego, a otros mandó a Villarrica (unas 100 leguas río arriba) en busca de indios enemigos que, según decía, tenía informes de que quiere invadir Asunción. Enseguida hizo entrar a los indios que le habían acompañado a Yaguarón.
El Obispo, al ver estos aprestos, dejó el convento de San Francisco, refugiándose en la catedral, donde le tuvieron cercado.
En este estado de cosas y ánimos publicó D. Francisco Caballero Bazán, quien había sucedido a D. Cristóbal Sánchez, el auto siguiente:
"Todos los fíeles cristianos tengan por público excomulgado al Gobernador S. Gregorio Hinestrosa por haber ido al Pueblo y Reducción de Yaguarón a prender al Ilmo. Sr. Fray Bernardino de Cárdenas, obispo de este obispado del Paraguay, del Consejo de S.M., con soldados españoles, gente armada, y más de 600 indios del Paraná, con mosquetes, arcabuces, machetes, alfanjas y rodelas, celadas y otras armas; y entrando dicho Gobernador en compañía de Sebastián de León, Juan de Avalos y Mendoza y Pedro de Gamarra y otros soldados, y puesto manos violentas a Su Sría. Urna. estando en el altar mayor de la iglesia del dicho pueblo con el Sagrario en las manos, diciendo su Señoría fuese preso por mandato del Sr. Virrey y apellidando gente con voz del Rey por lo cual está incurso en graves descomuniones del Derecho y de la Bula de la ‘Coena Domini’ y otras, en que ha reincidido por haber sido absuelto de ella debajo de sanciones juratorias ad reincidentiam, y ha quebrantado con la acción referida; y porque muchas personas, con poco temor de Dios y de las Sagradas Censuras, hablan con los excomulgados, y mayormente con el dicho Gobernador, mando a todos y cualesquiera persona de cualquier estado y condición que sean, no hablen directo ni indirecto con el dicho Gobernador, antes le eviten bajo pena de excomunión mayor, y de doscientos pesos, aplicados por mitad a la santa Cruzada y a la fábrica de la Santa Iglesia Catedral.
Y bajo la misma pena de excomunión, y pecuniaria, mando que ninguna persona quitase esta declaratoria, ni la mande quitar de donde está puesta, atento a que otra vez que estaba puesta en la misma forma, la quitaron; y para todo lo dicho y ejecución les citó en forma, que es fecha en primero de noviembre de 1644.
Francisco Caballero Bazán, por mandato del Sr. Provisor Juan García de Villamayor".
Otros autos semejantes fueron publicados contra Sebastián de León y demás cómplices del Gobernador.
Poco o ningún efecto produjeron estas reprobaciones en el Gobernador y sus secuaces. Sabían, por el parecer de los jesuitas, que el obispo era intruso y sin jurisdicción, padeciendo por tanto igual defecto su Provisor Bazán.
Fueron juzgadas, por tanto, aquellas censuras como nulas y ridículas. Por lo que se creían excusados de pedir misericordia y absolución.
Embarcaron al Obispo violentamente, a instancias de los Padres de la Compañía y del seudo Provisor. Obligaban a la gente de Asunción, a son de caja a decir a bando, obligando con penas graves, a que la población asistiese solo a la iglesia de la Compañía y recibir allá los sacramentos, honras, etc.
Fue esta primera expulsión de Cárdenas probablemente por diciembre de 1644.
Sobre D. Gregorio Hinestrosa escribe el Obispo de Santiago de Chile: "Hoy estamos viendo un Gobernador del Paraguay que, uniéndose con dos prebendados forajidos y desterrados por su Obispo, le han quitado la silla y echado de su obispado, tomando por pretexto su consagración sin Bulas, como si la deposición de un obispo no perteneciese al Papa. Y siendo el Sr. D. Fray Bernardino de Cárdenas varón de rara virtud, grandísimo predicador y de unas letras calificadísimas, está hoy arredrado de su cátedra y depuesto de su iglesia, gobernándola en sede vacante tres clérigos que sólo por fe saben que hay latín."
Embarcado el Obispo para Corrientes, hizo el Gobernador tocar la caja y publicar mandos, según refiere fray Villalón, con pena de vida a las hombres, y a las mujeres pena de cárcel y azotes, que solo fuesen a la Iglesia del Colegio, oyendo allá misas, sermones y recibir los sacramentos.
Viendo empero Cárdenas lo inútil de su resistencia ante las reiteradas amenazas de don Gregorio, no queriendo causar al convento nuevos infortunios pero con la resolución inquebrantable de resguardar sus derechos, resolvió dejar por ahora su obispado rindiéndose. El Gobernador le facilitó, según parece, una canoa con remeros. El Obispo llegó sano y salvo al convento franciscano de Corrientes a fines del año 1644, después de ochenta leguas de navegación. Tan sólo fue acompañado por los comentarios y la compasión de la ciudad en la que quería parar su destierro forzoso.
Al dejar Asunción, lo que más afligía al Obispo era el triste estado y la suerte fatal, que parecía impuesta por la Providencia a la Diócesis del Paraguay.
En el Convento de los franciscanos, las prédicas de Paz y Bien congregaban a la hora de la oración a numerosos feligreses en actitud reverente y recogida. Aquel día las campanas no llamaron a los rezos y mientras enmudecieron las plegarias, el pueblo de todos los recodos asuncenos añoraba un mejor destino.
La expulsión de fray Bernardino de Cárdenas, lejos de disminuir las protestas contra la Compañía de Jesús.
No pudiendo indicarse por los deficientes relatos y por la falta de muchos de los autos de tribunales, el número de los Padres del Paraguay metidos directamente en esa lucha desastrosa se puede suponer, que no estaban todos contra el Obispo; pero que se callaban o bien por mal informados o bien por respeto a sus superiores, causantes principales de esas discordias.
Tenían los Padres de la Compañía, sus procuradores en diversas partes, e incluso mandaban contra Cárdenas, a la par de éste, Procuradores de su causa a España y Roma. Era natural, que miembros de la misma Orden, oyendo sólo una campana, tomaran la defensa de sus hermanos, a quienes creían injustamente perseguidos, sin prever que una contienda, que tomaba tanta resonancia e importancia no podía resultar en bien de nadie y sí en perjuicio de muchos. En vez de litigar y escribir tanto, deshonrándose mutuamente, se hubieran puesto de común acuerdo, para proponer los puntos de diferencia a las decisiones de las autoridades competentes, en vez de resolverlas con la fuerza bruta, error en el que cayó también más tarde Cárdenas, cansadísimo y agotado por las persecuciones tan injustas.
Error gravísimo de esos pocos padres fue el declarar por propia autoridad nula o dudosa la autoridad del Obispo en vez de manifestar en secreto sus dudas en Roma, si es que las tenían. Error inexcusable fue facilitar medios para el destierro del Obispo, aumentándose así los males de la desgraciada diócesis; indigno fue concluir una cordialidad de aplausos, de amistad, del público reconocimiento de Cárdenas como Obispo legítimo en el ingreso, con la afirmación pública de que era un obispo irregular.
Indignísimo fue también el guardar, por decir así, in pectore, la duda sobre la consagración de Cárdenas y sobre su legítima autoridad, para convertir después en certeza, cuando aquél emprendiera algo en contra de las miras o contra la voluntad de los jesuitas misioneros. Chocante fue el ayudar, es decir, tapar la oposición a la visita del Obispo con un motivo aparente, que sirvió en vez de Ad Majorem Dei gloriam para romper la unidad de la Iglesia paraguaya, dañando las almas de los ignorantes, alentando a los perseguidores del Pastor, facilitando la entrada a los lobos y haciendo el vacío alrededor del Obispo.
Según Priewaseer lamentabilísimo error fue finalmente el confiar parte de la contienda no a la justicia, sino a las influencias, lo que hacía correr por la boca maliciosa de las gentes de Asunción, respecto de los Padres.
Entre tanto, -según Astrain- el Cabildo Eclesiástico de Asunción rogaba a Cárdenas que tomara posesión de la diócesis. Recordemos que la sede se hallaba vacante desde 1635 cuando el obispo Fray Cristóbal de Aresti se trasladó a la de Buenos Aires.
En la Catedral de Santiago del Estero, Fray Bernardino de Cárdenas recibió la consagración de manos del obispo Maldonado, el 14 de octubre de 1641. Llegó a Santa Fe de la Vera Cruz, en enero de 1642, arribando a Asunción en marzo de 1642.
Desde Santa Fe, envió una carta violenta al padre Boroa. En ella le echaba en cara lo que él consideraba la ceguera y pasión de los jesuitas que no habían querido ver las razones en su valor; y en cambio:
"cuando Paternidades quieren, bien las saben hallar para los casos más dificultosos y para hacer lícitos los más inicuos tratos y para abonar usuras y logros... Es propio de la ciencia de los que parece que lo saben todo, no desistir del primer parecer ni rendirse a alguno. Mas quisiera menos ciencia y más humildad"
En marzo de 1642 llegaron al fin las bulas de su institución, las que fueron leídas al pueblo en la Iglesia Catedral para tranquilidad y contento de todos.
A los seis meses llegaron las bulas apostólicas de su consagración -menciona el padre Astrain-, y el Prelado, haciéndolas traducir a nuestra lengua, las leyó con mucho aparato desde el pulpito, delante de todos los fieles. Se las había traído su sobrino Fray Pedro de Cárdenas, fraile franciscano como él. Al mismo tiempo, sin consultar a las personas prudentes y sin examinar con el rigor que debiera, admitió a las sagradas órdenes a clérigos indignos e ignorantes, favoreció a sacerdotes públicamente amancebados y parecía repartir sus mercedes en los sujetos más indignos de recibirlas.
Pero lo más doloroso en este primer periodo del episcopado de Cárdenas fue la lucha constante que tuvo con el Gobernador don Gregorio de Hinestrosa. Era éste un valiente soldado que había servido en las guerras de Chile, pero poco diplomático, quien, con su carácter unas veces débil y vacilante, otras violento y arrebatado, ni supo entenderse con el Obispo, ni acertó a reprimirle en los excesos que cometía.
Aunque al principio ambas autoridades se dieron mutuamente aparatosas muestras de respeto, pero muy luego, con ocasión de un sujeto encarcelado por el Gobernador, excomulgó a éste el Obispo. Poco después le absolvió, pero se enconaron las relaciones entre ambos por una violencia que Hinestrosa ejecutó en el sobrino del Prelado.
Aquel Fray de Cárdenas tuvo un día la insolencia de insultar en medio de la calle a Gregorio de Hinestrosa. Este lo secuestró la noche siguiente, lo llevó a un monte y allí le dejó en paños menores atado a un árbol. Dos días le tuvo en aquella posición sin darle de comer, y después le envió, con buena escolta, en un barco, a la ciudad de Corrientes. Cuando este hecho, que permaneció algunos días oculto, vino a descubrirse, no es creíble la cólera que se apoderó de Bernardino. Excomulgó de nuevo al Gobernador y le impuso la obligación de pagar 4.000 arrobas de yerba del Paraguay si quería obtener la absolución.
No explicaremos la serie interminable de excomuniones y perdones, de enemistades y reconciliaciones, de litigios, en fin, extravagantes e inexplicables que intervinieron entre el religioso y el Gobernador. Nos basta saber que aquello fue un infierno por la violencia arrebatada del Obispo y por el poco tino de Hinestrosa, que no acertaba a defenderse bien, ni sabía traer a su partido al público de la ciudad.
La misma desventura alcanzaba a los subordinados, a los amigos y conocidos de Gregorio de Hinestrosa. Por una razón o por otra, en todos había de recaer alguna excomunión, y a todos les había de imponer el prelado alguna multa cuantiosa, sin cuyo pago era imposible reconciliarse. Observaron algunos donosamente, que las excomuniones eran una bonita renta para el Obispo del Paraguay.
Muchos avisos fueron enviados desde el Paraguay a la Audiencia de Charcas o la Plata, en queja de las violencias que cometía el Obispo. Era esta Audiencia como el Tribunal Supremo para aquellas regiones, y la autoridad judicial más elevada a que se podía recurrir en aquellos países de América. La Audiencia envió algunos avisos al Prelado, pero ninguno de ellos surgió el efecto que se deseaba. De vez en cuando ocurrió que algunas personas representaron modestamente a Cárdenas, que lo que había era contra cédulas reales de Su Majestad. Imperturbable el Obispo, respondía que a las cédulas reales se satisfacía metiéndolas en la manga. "Pronto se convenció todo el mundo de que en el Paraguay no había más derecho canónico ni real que la voluntad de D. Bernardino de Cárdenas".
CÁRDENAS Y SU RELACIÓN CON LOS JESUITAS
Varias cartas se intercambian entre ambos bandos. Al principio Cárdenas resultó ser muy amigo de los jesuitas, pero con el tiempo fueron distanciándose. Así fueron sus dos primeros años, donde el Obispo elogiaba desde el púlpito, encarecía sus méritos y dirigía procesiones desde la catedral hasta el Colegio de los jesuitas
Por octubre de 1643 había salido de la Asunción el Prelado para visitar algunos pueblos de su diócesis, y había visto de paso la reducción de San Ignacio Guazú. Volvió a la capital a principios de 1644, y después de despachar allí varios negocios, salió de nuevo para continuar su visita, y según parece, vio por sus ojos algunas reducciones del Paraná y del Uruguay. Volviendo para la Asunción, por el mes de mayo, se detuvo, no sabemos por qué, en el pueblo de Yaguarón, distante ocho leguas de la capital, y allí permaneció gobernando su diócesis durante unos cuatro meses.
Desde allí lanzó excomuniones las multas que impuso, los entredichos que publicó y las extravagancias que hizo, no tuvieron número ni medida. Celebró allí órdenes sagradas, y al conferirlas exigía severamente de todos los ordenados un juramento formal, de que le habían de defender hasta derramar la sangre si fuera preciso. Con estos ordenados en Yaguarón, con otros clérigos díscolos que allí concurrieron, se fue formando en torno del Obispo un grupo de gente armada que empezó a inquietar al Gobernador. Más aun que los clérigos dieron cuidado los franciscanos, que en este tiempo abrazaron resueltamente la causa del Obispo y se mostraron siempre a su lado, no sólo para apoyar en el pulpito y en las plazas sus hechos, sino para esgrimir las armas y defenderle como soldados.
A todo esto temblaban los jesuitas de lo que podía venir, y por más estudio que pusieron en no disgustar al caprichoso Obispo, hubieron de sufrir por entonces el estallido de sus iras. La principal causa de este rompimiento fue el negocio de su consagración. Cárdenas no podía olvidar las dos negativas que recibió de los jesuitas en Córdoba, cuando ni antes ni después de su consagración, quisieron aprobar por escrito aquel acto irregular. A esta causa original se añadieron otras mientras permaneció en Yaguarón, y no fue la menos importante la codicia que se despertó en el Prelado de las reducciones de la Compañía. Vio lo bien ordenados que estaban aquellos pueblos, observó cómo estaban provistos de comida, vestidos y de lo más necesario para la vida, y desde luego le vino el pensamiento de apoderarse violentamente de aquellas reducciones, y repartirlas, como rico botín, entre sus clérigos.
De este modo, serian una buena renta para el Obispado. Además, apuntó desde entonces la idea, que más adelante repitió sin cesar, de que los indios debían ser sometidos al servicio personal de los españoles. De este modo, Cárdenas procuraba atraer a su partido a los clérigos y a los seglares; a los primeros, con la esperanza de las parroquias; a los segundos, con el servicio personal de los indios, que era uno de los bienes más codiciados de nuestros colonos en aquellas tierras. Se añadió a esta causa un acontecimiento que pudo llamarse fortuito. Habían comprado los jesuitas una estancia a Gabriel de Vera. Cuando Cárdenas la vio, le pareció muy buena y sana para pasar en ella algunas temporadas. Propuso, pues, a los jesuitas que le vendiesen aquella finca por el precio que les había costado. Antes de que respondiesen a esta primera proposición, les envió otra diciendo que, pues eran tan ricos, podían regalársela sin dificultad. Como vio en ellos alguna resistencia, les envió un recado terrible, mandando que desocupasen la estancia en el término de ocho días y amenazando con arrojarlos de ella por la fuerza si se resistían a complacerle. Fortuna fue que el Gobernador, noticioso de éstas amenazas, envió a la estancia una escolta para impedir cualquier golpe de mano.
Al mismo tiempo manifestaba Cárdenas en diferentes ocasiones gravísimo disgusto con los jesuitas. Entonces empezó a llamarlos herejes y usurpadores de la Real Hacienda, entonces empezó a proferir aquel torrente de improperios que espontáneamente brotaban de su boca, cuando sonaba en la conversación el nombre de jesuitas. Pero la ira del religioso contra la Compañía llegó a su colmo a fines de setiembre con un acontecimiento muy natural. Don Gregorio de Hinestrosa, observando el ejército de clérigos, frailes díscolos y chusma del pueblo que rodeaba al Obispo, y temiendo una verdadera invasión de toda aquella gente en la capital del Paraguay, escribió al Superior de nuestras misiones, pidiéndole 600 indios armados para servirse de ellos contra las audacias de Cárdenas. Los Padres de la Compañía no tuvieron inconveniente en obedecer a estas órdenes y remitieron los 600 indios, bien armados con arcabuces y otras armas.
Cuando Cárdenas supo este hecho, se desató en injurias contra los jesuitas, y desde entonces sus imprecaciones confundieron en uno al Gobernador y a los Padres de la Compañía. Lanzó sobre ellos todas las excomuniones y prohibiciones que podía lanzar un Obispo, y desde aquel punto juró arruinar para siempre el colegio de la Compañía en la Asunción.
CÁRDENAS, INTENTA MATAR AL GOBERNADOR Y EXPULSAR DEL PARAGUAY A LOS JESUITAS
Al cabo de cuatro meses próximamente pasados -prosigue el relato del padre Astraín-, en Yaguarón, después de haber tenido varias entrevistas en aquel pueblo con el gobernador Hinestrosa, después de haberle excomulgado y reconciliado no sé cuántas veces, después de otras mil extravagancias que sería prolijo explicar. El Obispo se decidió por fin a volver a la capital con toda aquella gente que le rodeaba. Hizo su entrada el 6 de octubre de 1644; pero no iba directamente a la ciudad. Su pensamiento era atacar de pronto el colegio de la Compañía, asaltarlo al grito de "¡Santiago y cierra España!", entregarlo a las llamas y desterrar a todos los jesuitas del territorio de su diócesis".
Los jesuitas ya sabían el grave enojo del Prelado contra ellos, pero ni por asomo se imaginaban, que abrigase el pensamiento de una persecución tan violenta. Fue beneficio de Dios que llegase a oídos del Gobernador la idea de Cárdenas. Al instante avisó a los jesuitas de lo que se tramaba contra ellos, y tomó la precaución de enviar 50 indios arcabuceros para guardar el colegio. Se quedó con otros 50, que conservó siempre a su lado, como guardia ordinaria de su persona. Cuando iban a entrar en la ciudad los clérigos y frailes del Obispo, supieron la guardia que rodeaba nuestro colegio. Avisaron al Prelado, y éste renunció al asalto, y dirigióse, no a la catedral, como todos habían esperado, ni tampoco a su domicilio ordinario, sino al convento de San Francisco. Allí perseveró el mes de octubre y el de noviembre de 1644.
Al instante tomó las disposiciones necesarias para convertir el convento en una verdadera fortaleza. Hizo abrir aspilleras en la pared, distribuyó armas entre los frailes, y observaron todos que en aquel convento se hacía la guardia por los franciscanos armados enteramente, como se hace en los cuarteles de la tropa. El licenciado José Serrano de Araya testificó después con juramento que él vio conducir al convento de San Francisco "espadas, lanzas, pistolas, broqueles, rodelas, cotas, petos, espaldares, morriones, escaupiles, coletos fuertes y armas de fuego". Don Bernardino repetía que si alguien fuese osado a prenderle, muriesen todos por la Iglesia y por su Obispo; ellos serían mártires, y él sería un San Ambrosio.
A los pocos días de vivir en aquel convento, hallándose un día en la iglesia, le llegó aviso de que iba a visitarle el Gobernador. Estaban al lado del Obispo tres eclesiásticos y algunos seglares. Al oír Bernardino el aviso, pidió a los tres que lo capturen. Discurrieron luego ellos cómo podrían habérselas para coger preso a Hinestrosa, y les pareció, que si no podían prenderle por la fuerza, picarían la cabalgadura en que iba montado, para que cayese en tierra; cuando viniese al suelo, se arrojarían sobre él, y de un pistoletazo le acabarían.
Con esta resolución, ordenada y aprobada por el Obispo, salieron tres clérigos y algunos seglares armados con espadas, broqueles y una pistola. No se supo durante largo rato lo que hicieron. Al cabo de una hora volvieron todos cabizbajos, diciendo que no habían podido hacer nada contra el Gobernador, porque le habían visto rodeado de 50 arcabuceros indios, contra los cuales ellos nada hubieran podido. Efectivamente, aquellos 50 indios no entendían de pleitos y papeles, pero eran muy capaces de saludar a balazos a quienquiera, a una señal del Gobernador. En la misma iglesia, hablando con otros, el licenciado Fernando Flores Bastida le oyó decir al Obispo, que si mataban al Gobernador se acabaría todo, que a quien se atreviese a matarle, le daría cantidad de plata, y que esta muerte "no sería ni pecado venial". La buena guardia que rodeaba constantemente al gobernador Gregorio de Hinestrosa estorbó la ejecución de este crimen.
Continuó el obispo Cárdenas en su convento, y en varias ocasiones volvió a su tema de apoderarse de la persona del Gobernador. Un día en que le fueron a visitar al maestre de campo Sebastián de León y el capitán Agustín de Insaurralde, les comunicó confidencialmente la idea que había concebido de expulsar a los Padres de la Compañía de su colegio y de quitarles todas las doctrinas que tenían en el Paraguay y en el Uruguay. Ellos le procuraron disuadir de tal intento, y le representaron modestamente los graves escándalos e inconvenientes que de aquí nacerían, y el general desconsuelo que causaría en los indios esta mudanza tan radical. A esto, formalizándose el Prelado, observó que si Sebastián de León como maestre de campo no quería ayudarle a poner fuego a la iglesia de los jesuitas y a expulsar de aquellas provincias a esos religiosos, él lo haría por sí solo, y verían los militares, cómo quemaba la iglesia de los jesuitas, cómo lanzaba del Paraguay a todos ellos, y que por esta grande hazaña el Sumo Pontífice le había de levantar una estatua en Roma y le había de decir: "Bernardino, mañana te santificaré". Estas palabras juró después Sebastián de León, que se las dijo en presencia de varios clérigos y religiosos de San Francisco".
Otra diligencia menos cruel, pero más vil y baja, emprendió Cárdenas para acabar con los jesuitas. Empezó a difundir graves calumnias contra ellos, y sobre todo insistió en dos, que perseveraron bastante entre el público e hicieron profunda impresión en muchos españoles de América.
Era la primera el llamarlos herejes y decir que en el catecismo guaraní enseñaban errores acerca de los misterios de nuestra santa fe. Todos saben la profunda reverencia que los españoles del siglo XVII profesaban a nuestros dogmas. Decir que un hombre erraba en la fe era tocar una tecla delicadísima y que producía penosísima impresión. Sin embargo, todavía halló Bernardino Cárdenas mayores crédulos, cuando divulgó la noticia de que los jesuitas ocultaban minas de oro que ellos habían descubierto, y por medio de sus indios explotaban silenciosamente para sí. Esto de las minas fascinaba a los antiguos españoles, y desde entonces hasta hoy nadie puede quitar de la cabeza a muchos campesinos de América la idea de que los jesuitas guardaban tesoros ocultos, cuya situación nadie sabía. Para apoyar estas calumnias tomó el Obispo el arbitrio de buscar firmas de personas buenas o malas, que las difundiesen por el Paraguay. En esto, como en todo, procedió con la atropellada violencia que le distinguía.
Hizo llamar a varios clérigos y estudiantes y, presentándoles escritos de este género, les obligaba a firmarlos sin permitirles leerlos. "Fue, sobre todo, muy conocido el caso del estudiante Antonio Núñez Correa, quien fue llamado de repente al convento de San Francisco y presentado a Cárdenas; éste le mandó con toda solemnidad, y so pena de excomunión, que firmase un papel de diez o doce hojas sin leerlo. Vaciló el estudiante temiendo las consecuencias que esto pudiera tener. Como le vieran reacio para firmar, se apoderaron de él varios frailes y le pusieron a cuestión de tormento, hasta que el infeliz, vencido del dolor, echó su firma al pie de aquel escrito, que luego resultó ser un libelo infamatorio contra la Compañía".
EL GOBERNADOR LE EXPULSA A CÁRDENAS A CORRIENTES
El Gobernador se esmeraba en defender a los jesuitas, sobre todo ante el Virrey del Perú y la Audiencia de Charcas. Hizo también uso del fallo adverso de los jesuitas de Córdoba sobre la controvertida consagración episcopal y se confabuló con el Cabildo para expulsar al Obispo intruso. Se realizó solemnemente el acto de repudio en la catedral el 5 de noviembre de 1644. Respondió don Bernardino acusando a los jesuitas de esconder tesoros y de ser "cismáticos; y excomulgados. El Gobernador declaró a su vez que desterraba al Obispo. Acorralado, Bernardino Cárdenas abandonó su refugio en el convento de los franciscanos y se dirigió a Corrientes, no sin repartir anatemas y excomuniones a quienes se le oponían.
Desde su nuevo refugio, siguió su campaña difamatoria contra los jesuitas. Como fue muerto por entonces en la región de los itatines el jesuita Pedro Romero, afirmó que éste, después de vender a Jesús como Judas, se había ahorcado. Los franciscanos apoyaban al Obispo en toda la región y difundían los mismos infundíos. Salió, en cambio, en defensa de los jesuitas el piadoso Obispo de Tucumán cada vez más arrepentido de haber consagrado a don Bernardino.
Quizá fue en parte fruto de los denuestos de Antonio en Lima, el que don Bernardino fuera citado dos veces por el Virrey del Perú y tres por la Audiencia de Charcas entre 1645 y 1647, para explicar su conducta. El brioso Obispo respondía que todo estaba basado en falsísimas informaciones de los jesuitas, contra los que se desalaba una y otra vez en invectivas y redactaba nuevos libelos infamatorios. Prometía acudir a las sucesivas citaciones oficiales, pero demoraba en hacerlo.
EL GOBERNADOR ESCOBAR Y OSORIO
Por Real Provisión datada en Zaragoza, el 2 de mayo de 1647, expresa Velázquez, se había dado en futura y por tres años el gobierno del Paraguay al maestre de campo don Diego de Escobar y Osorio, chileno, con servicios en su patria. Juró el mismo en Urna, en 1645, por especial dispensa del Virrey, Marqués de Mancera, y tomó posesión del mando, en Asunción, el 2 de febrero de 1647.
Coinciden los cronistas en que, a instancias de su esposa, doña Magdalena de Villagra, permitió Escobar el regreso del Obispo desterrado, que fue recibido con grandes muestras de alborozo y adhesión populares, y pronto se repitieron las desavenencias entre ambos poderes, aunque no tan violentas como antes merced al espíritu sosegado y la poca salud del titular de la autoridad política.
La versión del Cabildo de la Catedral, sin embargo, difiere en cuanto a los motivos de la vuelta de Cárdenas; dice que éste "con informes falsos y relaciones siniestras, ganó provisión de Juez Metropolitano, en qué le restituyó a este obispado, y vino auxiliado de la Real Chancillería que Vuestra Majestad tiene en la ciudad de la Plata". Fue resistida la medida por aquella corporación, alegando que fray Bernardino "había Incurrido en penas de privación e inhabilidad y estaba privado del obispado y derecho que a él tenía", por los defectos de su consagración; pero aun así "entró el dicho Reverendo Obispo a esta ciudad". No prosperaron nuevos reclamos ante el Gobernador, separó Cárdenas de sus prebendas a los del Cabildo Eclesiástico y les nombró sustitutos, se refugiaron aquéllos en el Colegio de la Compañía de Jesús y de allí, se vieron en la necesidad de huir a las misiones.
Resulta de especial interés la carta que venimos glosando, pues aunque apasionada y llena de acusaciones, esclarece la verdadera cronología de los hechos, muy confusa y contradictoria en los autores coloniales.
A comienzos de 1649, se enfermó Escobar Osorio y el 9 de febrero, no habiendo Teniente General, delegaba la presidencia de los acuerdos del Cabildo secular en el capitán Cristóbal Ramírez Fuenleal, Alcalde Ordinario de segundo voto. Esta merma de poder de la autoridad política significaba un correlativo robustecimiento de la influencia de fray Bernardino de Cárdenas que, como los hechos lo demostrarían, se hallaba identificado con esa corporación municipal, de larga y sostenida tradición comunera. Resulta explicable así que, como ya lo hemos señalado, en acuerdo del 22 se tratara la sustitución de los jesuitas por clérigos seculares paraguayos en los curatos de indios que siempre habían tenido aquéllos en propiedad.
El 26 de febrero falleció el Gobernador "de achaque de pasmo" y el 27, el Cabildo de Asunción, repitiendo un procedimiento ya usado y a falta de Teniente General, se hacía cargo del gobierno.
El domingo 28, volvió a reunirse para oír la intimación del cumplimento de la Real Provisión del 12 de setiembre de 1537, que la formulaba el capitán Melchor Casco de Mendoza. En cumplimiento de la misma, se convocó al vecindario a junta general o cabildo abierto, a celebrarse el jueves 4 de marzo, para elegir Gobernador y Capitán General.
En la fecha indicada, se reunieron 344 vecinos y moradores en la plaza pública y "a voz de pueblo y ciudad" proclamaron para ese cargo a fray Bernardino de Cárdenas, que lo aceptaba, daba las debidas fianzas y tomaba solemne posesión del mismo.
Diez meses después, definitivamente alejado ya del Paraguay el Obispo, escribiría el Cabildo de la Catedral que aquél, "hallando ocasión de ejecutar lo que tanto había deseado, trató luego de que le nombrasen por Gobernador y con eficacia lo solicitó con el pueblo y deudos de los clérigos que ha ordenado, y uno de ellos, con los demás y la gente vulgar, juntos en la plaza de esta ciudad, le nombraron por Gobernador y Capitán General, en virtud de un traslado simple de cédula antigua del Ínvictisimo emperador Carlos Quinto, de buena memoria". Y ochenta años más tarde, diría el padre Lozano que "entonces el Prelado referido usurpó el gobierno con pretexto de la real cédula del emperador Carlos Quinto, haciéndose elegir por Gobernador".
Charlevoix afirma que lo sigue, tras hacer referencia a la muerte del Gobernador dice que "apenas hubo cerrado los ojos, cuando se hizo una junta tumultuosa en la casa del Cabildo para darle sucesor mientras el Rey nombrase gobernador; lo cual se hacía en virtud de la pretensa Cédula de Carlos V, que ya no daba tal derecho al Cabildo secular de la Asunción (...). Pero en la Asunción no se conocía ya ni ley, ni autoridad superior. El populacho, amotinado por las hechuras del Obispo, le proclamó Gobernador y Capitán General.
Acto de inmediata trascendencia del nuevo gobernador es la expulsión de los jesuitas de su Colegio, cumplida el 25 de abril de 1649, a instancias del Cabildo y de los tumultos populares. Medida severísima, nada menos, que contra una institución religiosa, de influencia poderosa en los estrados virreinales y audienciales. Expresión del sentimiento popular, en defensa de los intereses territoriales y económicos de la Provincia, el Cabildo da cuenta al pueblo, según Benítez:
"Hemos sacudido tan pesado yugo de nuestra república, por tantas causas todas de derecho natural y positivo, y civil y canónigo. El Obispo por su parte lo ha hecho para dar paz y sosiego a la Provincia y volver a la Corona de Castilla la joya menor, y la más rica, que así llamaban los dichos Padres a aquellas provincias y que es otro reinó del Japón y están alzados con ella haciéndose más reyes y papas, usurpando total y alevosamente la jurisdicción eclesiástica, ejerciendo las acciones y derechos de ambas, y volver a la obediencia de S. M. cien mil vasallos y sus tributos y grandes intereses útiles que lo tienen usurpado".
La reacción de la Compañía de Jesús no se hizo esperar. Censurada la conducta del Obispo Cárdenas por la Audiencia, el 1 de octubre de 1649, las fuerzas virreinales comandadas por don Sebastián León de Zarate, conformadas por 4.000 indios de las Misiones, avanzan sobre la ciudad de Asunción.
Es importante destacar, que ese mismo año (1649), por Cédula Real del 9 de enero, el Rey había autorizado el uso de armas a los Indios dominados por la Compañía de Jesús.
Ante la amenaza, el Cabildo se reúne y asume una actitud heroica. "Resuelve morir", antes que abandonar su bandera de redención política y económica, preparándose animosamente a ganar la batalla o a sucumbir aún a costa de sus hijos más notables.
El 5 de octubre de 1649, se presentó León y Zarate con sus huestes ante Asunción. Don Bernardino recibió las nuevas un tanto minimizadas del ejército que venía en su busca: un fraile le anunció que eran "cuatrocientos indios solamente, incultos, barrigoncitos, de esos que volvían la cara al otro lado cuando disparaban el arcabuz". El Obispo, confiado en esta información despectiva, se decidió a resistir con las armas. Poco costó a la tropa del nuevo Gobernador dominar la situación.
En Santa Catalina (San Lorenzo del Campo Grande) chocan los beligerantes. Las huestes de Fray Bernardino de Cárdenas sufren un rudo contraste. Mueren 22 de los más notables miembros de la hidalguía asuncena.
Crímenes y desmanes fueron las secuelas de esta represión trágica, que, ahogó en sangre y por el terror el gesto libertario asunceno, "que suele ser de Dios la del pueblo entero", prematuro para los destinos de América.
Perseguido por los victoriosos, el Obispo Cárdenas se encerró en la Iglesia de la Catedral. Sus enemigos le sitiaron prohibiendo que se le prestara socorro. Deseaban que muriese de hambre. No faltó empero una heroína que surgida de las entrañas del pueblo burlase la prohibición, "y una mulata, muy vieja, andaba por la ciudad pidiendo limosna de comida para el sustento del Obispo que se la daban los fieles cristianos con el riesgo de vida".
Diez días duró su encierro, a cuyo término, el Obispo fue apresado, despojado de su dignidad eclesiástica por sentencia del 19 de octubre de 1649 y expulsado de la Provincia.
"Le han arrojado de la ciudad después de ensayar con él las trazas de la humillación y del vejamen. Sus lapidadores de ahora son los mismos que avasallados por su mano, se alebrelaron a sus píes un día, y luego de vuelta del azar de la guerra y de la intriga, alzaronse en su contra y lo vencieron. Allí estaban, atronando con su bullicio la barranca, mientras la descalabrada almadía en que se debate el fraile, parece a punto de zozobrar en el oleaje. Y es entonces cuando el proscrito empinando su ascética figura, se descalza una tras otras las sandalias franciscanas, las golpea con solemnidad de rito contra la borda de la embarcación y ruge con toda la fuerza de su voz: ¡Maldita, maldita sea esta tierra...! Ni el polvo de su suelo quiero llevar en mis sandalias".
Conducido a Santa Fe, de aquí Fray Bernardino de Cárdenas pasó, a Chuquisaca y luego a Potosí y La Paz. El insigne franciscano deambulará desde entonces en procura de Justicia que llegará al fin en el año 1662, trece años después de su grito de liberación popular. Ningún gobernador del Paraguay fue objeto de juicios más contradictorios que Fray Bernardino de Cárdenas. A través del tiempo, la leyenda "de este personaje extravagante, nefasto y terrible", ha venido manteniendo un grave error que desfigura la prestancia señoril y tribunicia del ilustre prelado. No hubo cuestión religiosa o política en que no interviniera como correspondía a un apóstol, de la Fe Cristiana; innovador al servicio del espíritu público, su mayor timbre de gloria fue la exaltación de los derechos del pueblo en sus luchas por su libertad política, económica y por su tierra.
Los enemigos del prelado habían triunfado. Detenida la evolución política, de la Provincia, la hegemonía virreinal gravitaba, multiplicando sus agravios. El pueblo amordazado, sin voz ni rango, saturado de amenazas, excluido y repudiado por la clase gobernante, impermeable a sus sentimientos más recónditos, se vio pues constreñido a retornar a la virginidad de sus campiñas y de sus selvas.
De sentimientos profundamente católicos, la Provincia del Paraguay había vivido desde sus orígenes en la intimidad del hogar y de la familia, amoldada y robustecida por la amistad y los vínculos de sangre. La Iglesia dominaba el mundo de sus cultos y el clero encontraba en la sociedad y en el pueblo eco simpático. Los tiempos habían cambiado.
Con su Cruz Misionera sobre el pecho y sus largos rosarios sobre sus sayales desteñidos, los hijos del Santo Francisco de Asís despertaban en la colonia veneración y respeto, confortando males morales y materiales, sin mezquinar palabras de Fe y de Esperanza en los momentos en que el pueblo gritaba su indignación contra los absolutismos o contra la Compañía de Jesús, de tendencia dominadora en el régimen colonial.
JESUITAS EXTRANJEROS EN LAS REDUCCIONES
Uno de los tópicos que trataba don Bernardino con más violencia -expresa el padre Rouillon- era la gran cantidad de jesuitas extranjeros que había en las reducciones.
"A estos Padres les consienten, que ...sean los más que hay en estas Provincias, extranjeros; y por si alguno les ignorare los nombres pondré algunos aquí: Ferrusinos, Magistros, Aleónalos, Tudosos, Yatino, Bertoles, Marquianos. Aranotres, Marios. Oríensios, Patricios, Mastrílos, Claverios, Bruñes, y Fabios, y de esta manera son los más. Que por los apellidos se conocerá que no son castellanos viejos, adonde hay Holandeses, Franceses, Alemanes. Suecos, Dinamarcos, Húngaros y Polacos, y oirás naciones de Italia, que es imposible tengan amor a nuestro Rey de España, así como los españoles al de Francia."
Ni siquiera acepta a los españoles, que ignoran la lengua de los indios. Plantea reemplazarlos por los clérigos criollos, que: aunque no sepan Teología y aun caso negado que no supiesen Latín, sin más idóneos que los muy letrados extranjeros, para la enseñanza y doctrina de los indios, porque lo que más importa para ellos es saber su lengua, la cual saben perfectamente los clérigos, y no los dichos Padres, aunque la estudien muchos años, por justo juicio de Dios y así han de ser expelidos de todas las dichas doctrinas.
Uno de los golpes asestados a los jesuitas fue la cuestión de la permanencia de sus miembros extranjeros en las reducciones. En 1651, el virrey y la audiencia recibieron sendas cédulas donde se ordenaba el inmediato regreso a España de todos ellos. En 1654, el Rey, en vista de que los religiosos no observaban lo dispuesto en las reglas del Patronato Real, serían reemplazados por sacerdotes seculares u otros regulares. Otra de las cédulas prohibía el envío de jesuitas extranjeros a América. Prohibía además el recurso de designar un juez conservador contra un obispo o contra un arzobispo, del que se habían valido los jesuitas, no sólo en Paraguay sino también en México. No obstante en junio de 1654, varias de estas medidas quedarían sin efecto.
Pero como expresa Magnus Mörner: "La cédula del 15 de junio, en consecuencia no cambió fundamentalmente la posición de los curas jesuitas, pero en tanto, mostraba que las acusaciones de Cárdenas y Mancha y Velasco estaban justificadas, privó a los críticos de uno de sus más eficaces argumentos".
Un nuevo motivo apareció en las acusaciones del Obispo contra los jesuitas. Ahora se trataba de supuestas herejías en el catecismo guaraní.
"La principal causa, por que padezco -escribía Cárdenas a don Francisco de Godoy, Obispo electo de Huamanga, el 6 de julio de 1647-, es por querer quitar, como lo he de hacer, vive el Señor, de las oraciones y doctrina cristiana que están en lengua de estos indios, muchas herejías que han introducido los doctrineros de la Compañía, por la grande ignorancia de la lengua, contra el santo nombre de Dios, generación del Verbo eterno, pureza y virginidad de Nuestra Señora, por cuya intercesión espero en el Señor, que he de vencer a quien por sustentar su vanagloria y soberbia resiste el que sea alabada como debe ser Su Divina Majestad."
Respondieron los jesuitas que el único catecismo que empleaban era el de Fray Luís de Bolaños, franciscano como el Obispo, aprobado por dos Concilios provinciales, y que, por otra parte, don Bernardino hablaba sólo de oídas porque no sabía guaraní.
Los padres de Asunción, por bien de paz se refugiaron en el Colegio por dos años, dejando toda actividad pastoral, salvo confesiones a puerta cerrada. El Obispo, entre otras extravagancias, en la procesión del Corpus, cubrió con un velo negro la custodia, que llevaba él mismo, al pasar delante del Colegio de los jesuitas. También fraguó la noticia de que había recibido Cédulas Reales que ordenaban la expulsión del Paraguay de la Compañía de Jesús y, ante la duda del público, juró ser verdad ante el Santísimo expuesto; pero nunca las mostró. Su plan era, según decía, apoderarse del Colegio y echar río abajo a los jesuitas.
El Gobernador desconcertado no se determinaba a tomar partido. Pero intentaba al menos tranquilizar al violento Obispo. Este no consiguió el apoyo del Ayuntamiento y del Gobernador para expulsar de toda su diócesis a los jesuitas. Estos escribieron a Roma, en busca de apoyo del Papa, pero el P. General Vicente Carafa, que ya tenía un problema similar en México con el Obispo Palafox, no quiso agitar más las aguas y los animó a que soportaran pacientemente el temporal.
Bernardino -dice Alberto Montezuma Hurtado-, fue abanderado permanente e insobornable de los españoles y de los indios y mancebos de la tierra de Asunción y otros pueblos. En circunstancias que realmente carecerían de atractivo especial para él, fue aclamado por la habitancia en febrero de 1649 como gobernador del Paraguay. Dos categorías, dos grandes responsabilidades en una sola persona. Su Ilustrísima rechazó con todas sus fuerzas y los recurso de su ánimo su crucifixión en el madero de la gobernación, "pero el Cabildo insistió -comenta el doctor Justo Pastor Benítez- y lo cierto era que se creaba una situación de irreducible solidaridad, porque detrás de Cárdenas estaba el Cabildo y detrás del Cabildo el vecindario (...) El Cabildo pidió además, la expulsión de los jesuitas, medida tan radical cuanto temeraria, que fue cumplida sin embargo, el 25 de abril de 1649, como una resolución suprema".
Prosigue Benítez con los comentarios que se transcriben en seguida:
"...la rivalidad entre la Colonia y las Misiones jesuíticas siguió latente, continuaron los motivos de queja y quedaron los rescoldos de la protesta popular contra los errores del absolutismo. Demasiado lejos estaba el rey y muy poco informado de la verdad para que tomara medidas oportunas y de alguna manera su intervención se hiciera sentir sobre las injusticias del régimen. Para llegar hasta S.M. había que pasar por un número de instancias, y lo común era que las reclamaciones naufragaran en el mar de papeles del expediente colonial. El Paraguay se fue formando en sus selvas, a la orilla de su río, en la lucha, en el dolor y en el desamparo de las autoridades reales. Así plasmó su carácter."
De esos enfrentamientos, de esas acrimonias y pugnacidad inacabable y sangrienta de que son causa visible poderosos intereses económicos, los de la Compañía de Jesús en plena prosperidad y en decadencia los de la Colonia mal gobernada, cada día más empobrecida, de semejante situación se derivan pues, nuevos dramas, con rencores más profundos y con actos de resuelta beligerancia como desesperado recurso.
En la contienda que todavía no alcanza su grado explosivo, el poblador español y su compañero y pariente el mestizo representa lo razonable y lo justo en contra no exactamente del poder eclesiástico sino del poder jesuítico, respaldado por las estructuras institucionales de la monarquía.
En el actual momento de la narración, surge como de buen acuerdo abrir comillas para un ilustrativo pasaje del libro El Paraguay colonial del tantas veces mencionado escritor don Efraím Cardozo "...el modo de vivir de los indios misionales, el tipo de organización social y política estructurado por los jesuitas para hacer posible el triunfo de Dios sobre la tierra, difería radicalmente del que los paraguayos civiles forjaron para su propia colectividad". Imposible encontrar una diferencia mayor y más radical en la constitución de las dos sociedades.
"Las formas elegidas por los paraguayos civiles para la convivencia, aunque inspiradas en principios comunes, estaban vaciadas en moldes diametralmente opuestos a aquellos que dieron característico sello a las misiones. Disciplina y obediencia, orden y regularidad por un lado, y en el otro, voluntarismo y discrecionalidad, relajación de todos los lazos coactivos, imperio de la voluntad popular, cambiante y multiforme. El indio guaraní en las Misiones se consideraba regido por la ley divina, tal como ella dictada e interpretada por sus rectores, acatada mansa y voluntariamente y en cuya formación su voluntad no contaba para nada. El paraguayo civil se creía regido, antes que por las leyes de la Corona, por su propio concepto de autonomía personal y política; designando y deponiendo gobernantes, forjando instituciones propias, según su inspiración y necesidad. Su reino era el reino de la libertad. Y porque los creyó amenazado por los jesuitas se irguió hostil ante su poder, lo desafió, le hizo la guerra y ensangrentó los campos del Paraguay en una de las más tremendas conmociones de la historia americana: la Revolución de los Comuneros".
"El programa político y el contenido económico de esta primera revolución comunera del Paraguay -expresa Osvaldo Chaves-, emergen en el mismo informe, donde se enuncian los propósitos siguientes; agregar al real patronato las 23 o 24 iglesias que la Compañía posee en igual número de reducciones, pues los Padres no cumplen con la obligación de someter al gobernador, como representante de S. M., las propuestas de curas; devolver al rey el título de conquistador de las provincias del Paraná, Paraguay, Uruguay, Itati, ya que son sus soldados quienes las ocuparon al precio de su sangre, pese a que la Compañía reclama para sí toda la gloria a titulo de conquista espiritual; reivindicar para la Corona todas las tierras ocupadas por la Compañía y mantenidas dentro de la provincia como un reino aparte, substraídas tanto a la jurisdicción civil como a la eclesiástica a que pertenecen; restituir a la obediencia de S. M., como vasallos suyos, a los 100.000 indios que forman la población de las reducciones, aunque los Padres no declaran sino 20.000, y que no tributan al erario real; ahorrar a las cajas reales con sede en Buenos Aires las contribuciones extraordinarias que los Padres exigen de ellas, pues a la Compañía le sobra dinero, amén de que las reales cédulas mandan que no se pague emolumentos a los doctrineros, aunque fuesen regulares, si no estuviesen bajo el real patronazgo; evitar los gastos e inconvenientes inútiles que se derivan de la presencia de religiosos extranjeros en las reducciones, los cuales no conocen la lengua de los indios y muy bien pueden ser reemplazados por sacerdotes nacidos América, descendente de conquistadores y defensores de estas tierras; hacer que los indios de las reducciones paguen los diezmos a la Iglesia, así en Asunción como en Buenos Aires, para que esta tenga que sustentarse, restituir a los feudatarios de la provincia los indios de encomienda que recibieron como premio por sus servicios de armas y que los Padres lo ha arrebatado para hacerlo trabajar en su provecho de las reducciones".
Por su parte, los jesuitas sentían la expulsión como un hecho inédito en el mundo.
GOBERNADOR INTERINO SEBASTIÁN DE LEÓN Y ZARATE
Ante informes insistentes de tales desmanes, reaccionó al fin la Audiencia de Chuquisaca. Nombró nuevo Gobernador interino al maestre de campo, Sebastián de León y Zarate, dándole la orden de que hiciera volver a los jesuitas a Asunción y restaurar sus propiedades. Preparó la nueva autoridad primero personalmente en las reducciones jesuíticas un contingente de un millar de indios armados, e hizo llegar a los círculos de don Bernardino abundante información de todo lo determinado por la Audiencia.
Y Don Bernardino tuvo que entregar el bastón de mando y oír modestamente el ultimátum de la Audiencia de Chuquisaca a que se presentase a dar razón de sus actos. Se retiró con todo inicialmente en otra dirección, hacia el sur. Astrain sospecha que pretendía irse a España. Se mantuvo Cárdenas quizá indeciso, hasta 1651 en que se dirigió por fin a Chuquisaca a enfrentar a la Audiencia, cansada ya de esperarlo más de un año. No debió ser muy grave la sentencia. En esa ciudad pasó sus últimos años siempre feroz y activo enemigo de los jesuitas.
CÁRDENAS SE DEFIENDE CON LA PLUMA Y DEJA LA ESPADA
En setiembre de 1651-según Rouillon-, como aún continuaba la tormenta, tomaría Antonio Ruiz de Montoya la pluma, en medio de sus gestiones ante el Virrey y la Inquisición y los achaques de la enfermedad que lo llevaría a la tumba siete meses después, para terciar en el debate. Ya sabemos que había publicado en Madrid un diccionario, una gramática y un catecismo guaraní, que coincidía en los puntos (exactamente cuatro términos) que Cárdenas y sus teólogos consideraban heréticos y aun obscenos. Se sintió obligado a entrar en la liza. Es el último texto de cierta envergadura que nos ha dejado, con todos los recursos de la dialéctica y de su conocimiento del mundo y la lengua guaraní, activados quizá por la nostalgia. Muchos grandes temas de su vida y de la historia de las reducciones surgirán al calor del debate. Este inédito texto es una vigorosa defensa del catecismo de Bolaños y de los jesuitas. La crítica de los términos del catecismo, aunque era voz pública de donde venían todos los golpes, había sido hecha en un escrito anónimo. Esta peculiaridad fue aprovechada por Antonio para emplear en el debate con gran libertad toda clase de invectivas contra el autor oficialmente desconocido. Reconoce que el tema era propiamente para la Inquisición, pero, dada la publicidad de los infundíos contra el catecismo y los jesuitas, se veía precisado a hacer una defensa pública.
"Y aunque a libelos sin fama y sin nombre no se debe responder ni admitir a crédito, será bien satisfacer, no a los cuerdos de juicio sano, entendidos y doctos que a éstos su lectura, su desconcierto, sus falsedades, sus lugares mentidos, sus suposiciones falsas, sus truncados y desmembrados lugares, su mala y torcida inteligencia, les da luz clara del obscuro y desbaratado juicio de su autor. Al ignorante solo pretendo convencer con la razón, antorcha a cuya luz se ve la verdad en su hermosura."
Nos sorprende Antonio Ruiz de Montoya con el vigor del estilo polémico y oratorio y nos hace adivinar lo que hubieran sido los sermones en guaraní cuya publicación anunciaba en Madrid, pero de los que no tenemos una noticia. Pretendía el autor anónimo manchar el catecismo en su pureza con torcidas interpretaciones: vino generoso ha corrido hasta ahora de doctrina muy sana, no la emponzoñe; deje correr las fuentes, no las enturbie.
Unas veces presenta minuciosamente el origen y la autoridad del catecismo guaraní de Bolaños, otras, las implicaciones lingüísticas del debate, desglosando las raíces, las partículas y sus múltiples significados, a los que Antonio había dedicado tantos desvelos. Una poesía fresca brota de términos elementales de esta lengua: significa agua. Compuesta con otras partículas forma ríos, fuentes y arroyos, acueductos, rocío, corrientes, diluvio universal, inundaciones y todo lo que pertenece a agua, como turbia y clara.
Montoya se apoya en filósofos y poetas, obviamente en la teología, con citas de la Biblia, de San Agustín y Santo Tomas, y aun de la mística, con hermosos textos del Pseudo Dionisio Areopagita sobre la inefabilidad de Dios, adivinando -quizá anticipadamente de acuerdo con modernos antropólogos- el alma mística de los guaraníes. No faltan alusiones al legado de los reyes de España, Felipe III y IV, y al apoyo de dos Papas a la misión de la Compañía en el Paraguay y a su papel histórico en defensa de los dominios de la Corona en América del Sur. Concluye Antonio con una nota al lector en la que justifica esta apología erudita del Catecismo de Bolaños:
"Ya has visto, prudente lector, la mortal herida que la Compañía de Jesús, mi religión, ha recibido y yo he intentado sanar. Tanto más sensible cuanto más encarna en el honor, maculado (en publicidad) en la doctrina que los hijos de la Iglesia profesamos..."
Don Bernardino fue propuesto, como Obispo para Popayán en Nueva Granada (Colombia), y para Santa Cruz de la Sierra, pero ambos nombramientos no se llegaron a concretar. Observa Astrain con ironía: "Debemos felicitar a una y otra diócesis de que no cayese sobre ellas la calamidad de tener un Obispo como don Bernardino". Murió en 1668, a la avanzada edad de 89 años. En su testamento firmado el 20 de octubre del mismo año en el Santuario de Nuestra Señora de Arani se refirió a los enfrentamientos con los jesuitas:
"Declaramos que aunque es verdad que siendo Obispo de la provincia del Paraguay tuvimos algunas diferencias con los religiosos de la Compañía de Jesús sobre cosas del gobierno de nuestro Obispado, fue porque siempre nos pareció defender la verdad en servicio de Dios y del Rey nuestro señor y no por manchar tan santa religión y así si en algo excedí pido perdón a los dichos religiosos...".
"La mayoría de los historiadores modernos lo califican de esquizofrénico. Sus furias incontenidas contra quienes no cumplían sus órdenes, eran, a lo que parece, tara hereditaria. Según un documento conservado en Roma, tenía una hermana que era loca furiosa, solo dominada con camisa de fuerza."
Costó a los jesuitas recuperar la confianza de muchas autoridades y vecinos, afectados por tantas calumnias, venidas de tan alto nivel. Para Astrain fue "la borrasca más fiera que jamás padeció la Compañía en el Nuevo Mundo". El mal se propagó a lejanos países. Los jansenistas franceses publicaron en 1691 una Historia de la persecución de dos Santos Obispos por los jesuitas. Esos santos Obispos eran don Juan de Palafox y don Bernardino de Cárdenas.
Sin embargo, otros desapasionados historiadores expresan lo contrario a los intentos de los jesuitas.
Según Magnus Mörner, numerosos fueron los altercados suscitados con motivo de la salida de Fray Bernardino de Cárdenas del Paraguay. Cuando todo parecía haber terminado con su salida, el pleito recién comenzaba. Una de las cuestiones suscitadas era la posición de los curas jesuitas ante el patronato real. La incursión de nuevas "Bandeiras" que asolaron las misiones. Así las cosas, los jesuitas luchaban fanáticamente en Chuquisaca por preservar sus derechos en contra de los designios del partido de Cárdenas. "Tanto en América como en España, el conflicto resultó muy costoso, el pago de sobornos, y la confección de las interminables series de documentos acumulados en cada instancia, exigían considerables sumas de dinero: según el procurador jesuita de Chuquisaca, durante los años 1650 y 1651, la provincia jesuítica de Paraguay envió no menos de 38.000 pesos a España".
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