LAS GUERRAS DE LA CONQUISTA
Por MARY MONTE DE LÓPEZ MOREIRA
COLECCIÓN GUERRAS Y VIOLENCIA POLÍTICA EN EL PARAGUAY
NÚMERO 1
© El Lector (de esta edición)
Director Editorial: Pablo León Burián
Coordinador Editorial: Bernardo Neri Farina
Director de la Colección: Herib Caballero Campos
Diseño de Tapa y Diagramación: Jorge Miranda Estigarribia
Corrección: Rodolfo Insaurralde
I.S.B.N. 978-99953-1-328-9
Hecho el depósito que marca la Ley 1328/98
Esta edición consta de 15 mil ejemplares
Asunción – Paraguay
Diciembre, 2012 (101 páginas)
CONTENIDO
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
1. CONTEXTO SOCIOPOLÍTICO DE LA CONQUISTA
Las exploraciones continentales
La exploración del Paraguay. Primeros encuentros bélicos
Exploraciones de Sebastián Gaboto. Enfrentamientos con indígenas
El perfil sociocultural del conquistador
Organización política de la Conquista
Constitución de las huestes indianas
Equipos auxiliares y tácticas militares del conquistador
II. LAS MILICIAS CONQUISTADORAS
La empresa Mendocina
Fundación del fuerte de Buenos Aires. Enfrentamientos iníciales
En busca de la Sierra de la Plata. Enfrentamientos con los guaraníes
Fundación de Asunción. Combate de San Blas
La pugna por el poder
La rebelión de 1539
La saca de mujeres y las rancheadas
Nuevas disputas por el mando
Rebelión de Aracaré, Tabaré y Guacany
Nueva entrada al Chaco. Guerra civil
La rebelión de 1546
Controversias por el mando
III. LAS REBELIONES MESIÁNICAS
Los indígenas reducidos
Inicio de los movimientos mesiánicos
La gran revuelta de Overá
Las últimas revueltas de la etapa conquistadora
IV. LAS ÚLTIMAS REBELIONES INDÍGENAS
El Paraguay a mediados del siglo XVII
Gobierno de Alonso Sarmiento Sotomayor de Figueroa
La rebelión de Arecayá
CONCLUSIÓN
CRONOLOGÍA DE LAS GUERRAS DE CONQUISTA
BIBLIOGRAFÍA
PRÓLOGO
Con el libro las GUERRAS DE LA CONQUISTA, se inicia una nueva Colección destinada a revalorizar y dar luz sobre aspectos poco conocidos de nuestro pasado como sociedad, vinculados a las GUERRAS Y LA VIOLENCIA POLÍTICA EN EL PARAGUAY.
La doctora Mary Monte de López Moreira, presenta en esta ocasión una investigación sobre un tema que si bien ha sido abordado por la literatura especializada no ha tenido mucha divulgación, pues ha predominado en la historia escolar la idea de que la Conquista fue un pacto pacífico entre conquistadores y conquistados, y que de la mencionada unión surgió la "amalgama hispano-guaraní".
El ocultamiento sistemático por varias décadas de la resistencia activa guaraní a la Conquista, puede ser considerada como el resultado de una construcción idílica y casi romántica del pasado de nuestra sociedad, por ese motivo además del cronológico la presente colección se inicia con una obra que devela una temática poco conocida para los lectores.
La autora contextualiza en forma clara de qué manera se produjo la conquista del territorio del Río de la Plata y el Paraguay a fines de la década de 1530, al igual que va develando las diversas intrigas que se tejieron entre los propios conquistadores que no dudaron utilizar todo tipo de medios para conseguir su objetivo: conquistar territorios y someter a la población autóctona de América tanto por motivos económicos, como políticos y religiosos.
En esta obra Mary Monte de López Moreira va analizando el perfil del conquistador, las razones por las cuales las huestes españolas consideraban vital el control del Río de la Plata y por sobre todo el norte de dicha cuenca, en donde fundaron Asunción, que luego se convertiría en el principal centro de expansión y colonización de los españoles en esta región.
El libro va analizando las tempranas resistencias a la presencia de los exploradores españoles así como también las sucesivas Rebeliones Indígenas que ocurrieron desde el primer momento de la Conquista hasta mediados del siglo XVII. Durante casi siglo y medio los pueblos indígenas guaraníes resistieron a la conquista que no sólo fue militar sino por sobre todo fue de carácter cultural y económico.
La explotación a través de la mita, la encomienda y la naboría, así como los abusos en las sacas de mujeres y rancheadas obligaron a los indígenas a defenderse de tan excesivos y crueles atropellos, a los que después de su derrota por el poderío bélico de los europeos tuvieron que someterse en contra de su voluntad, e iniciar una resistencia pasiva.
La autora va describiendo los acontecimientos que provocaron las Guerras de Conquista y de qué forma se fueron dando dichos enfrentamientos hasta que finalmente luego de la Rebelión del pueblo de Nuestra Señora de Arecayá la resistencia activa guaraní quedó finalmente derrotada.
Las Guerras de Conquista, es un texto que aporta al lector datos con los cuales podrá adquirir informaciones que contribuirán a desarrollar una nueva perspectiva de análisis sobre el proceso de conquista y colonización europea en el Paraguay.
Herib Caballero Campos
INTRODUCCIÓN
Sin lugar a dudas uno de los acontecimientos más trascendentales de la Historia Moderna fue el hallazgo de nuevas tierras, realizado por el marino genovés Cristóbal Colón, quien al servicio de la corona de Castilla, en su intento de llegar al Oriente, se aventuró a emprender una arriesgada travesía con solo tres naves movidas a velas por el Mar Tenebroso (Océano Atlántico) en las postrimerías del siglo XV.
Hasta entonces todos los eventos épicos sucedidos con anterioridad, así como los protagonistas de los relatos del clasicismo greco-romano o de las grandes hazañas y heroísmo del medioevo, habían quedado atrás con inmensa distancia ante tamaña proeza. Jamás había acontecido un hecho similar que superara lo legendario o alegórico.
Pasado el primer momento de asombro y estupor de tan extraordinario descubrimiento fue necesario planear como se irían a realizar los emprendimientos de conquista y dominación de tales territorios. En efecto, ameritaban una consideración muy especial los problemas que se presentaban a medida que iban en progreso los viajes a las nuevas regiones; entre ellos los referentes a los tipos de embarcaciones, a los problemas sanitarios, al suministro de provisiones y bastimentos, al régimen de los vientos, a las corrientes oceánicas, pero sobre todo a la adaptación en los inexplorados y virginales territorios.
Luego de las preliminares exploraciones se inició la ocupación de las distintas regiones en todo el transcurso del siglo XVI, conocido como el periodo de conquista y convertido también en la centuria de mayor afluencia inmigratoria hispana. Las empresas conquistadoras respondían a una conocida tesis jurídica de la época, que de acuerdo a la misma, era lícito apropiarse de los espacios territoriales que pertenecieran a príncipes no cristianos. Cabe recordar que, la conciencia medieval estaba inspirada por la religión y como la mayoría de los europeos pertenecía al cristianismo, estos creían tener un mayor derecho que los infieles. Es así que los conquistadores no tuvieron escrúpulo alguno en despojar y esclavizar a los habitantes autóctonos, a quienes llamaban "indios" y les negaban personalidad jurídica, justificando de esta manera la conquista y dominio de los "países paganos".
Colón estaba persuadido de que las islas a las que había llegado, pertenecían irrevocablemente a los Reyes Católicos con igual título que los dominios hereditarios de la corona, por consiguiente los conquistadores europeos tenían un derecho posesorio indiscutible sobre el Nuevo Mundo.
El fundamento más convincente de la toma de posesión de tierras y habitantes, llegó a ser la evangelización de los naturales. La conquista de América por parte de españoles desempeñaba un papel en la historia de la redención al ofrecer la posibilidad de anunciar a los indígenas el mensaje evangélico. Era opinión general que la difusión del cristianismo constituía una tarea complaciente ante Dios y que el descubrimiento de regiones desconocidas hasta entonces, estaba previsto en el plan divino.
Estas razones, ignoradas por los indígenas, ocasionaron innumerables guerras entre los recién llegados y los habitantes aborígenes del nuevo continente.
La conquista del Nuevo Mundo fue llevada a cabo por españoles concebida como una empresa militar de ocupación y dominación. Las demás naciones europeas que establecieron sus colonias posteriormente, actuaron de manera distinta. Esta ocupación hispánica, en gran parte del continente, se realizó con increíble rapidez y no precisamente por la superioridad numérica de los conquistadores, que eran los menos frente a la gran masa nativa, sino porque su predominio esencialmente se vio favorecido por el uso de armas de fuego (arcabuces y bombardas), blancas (espada, cuchillos y lanzas) y sobre todo, por contar con caballos y perros, elementos que produjeron un fuerte impacto psicológico entre los azorados naturales.
Según los relatos tradicionales, la conquista del Río de la Plata, la vasta región habitada por la familia lingüística guaraní, salvo algunos sucesos intrascendentes, fue un proceso pacífico realizado sin la menor resistencia. Tanto la historiografía académica como la popular, aleccionó durante bastante tiempo el concepto sobre la docilidad y actitud servicial de los nativos y que a la llegada de los españoles, dieron sin oposición a sus mujeres y se convirtieron en sus aliados.
Sin embargo, son innumerables las fuentes documentales del primer siglo de dominación hispana que demuestran lo contrario al describir las acciones belicosas de los indígenas contra los conquistadores, arribados en las diferentes expediciones. Los testimonios escritos por oficiales reales y religiosos manifiestan sobradamente que la empresa conquistadora no resultó tan fácil y si bien, los primeros contactos entre ambas culturas hieran pacíficos, muy pronto se dejó entrever una activa resistencia perpetrada por los nativos contra los invasores que se habían establecido en sus hábitats tradicionales, exigiendo provisiones, mujeres y servicio personal.
La documentación existente señala que en las guerras de conquista de los territorios que pertenecieron antiguamente al Paraguay, se registraron aproximadamente, cerca de treinta insurrecciones. Para una mejor comprensión del tema, el trabajo está articulado en cuatro capítulos en donde se consignan los pormenores de las jornadas guerreras desatadas tanto por indígenas como por españoles. En el primero, "El contexto sociopolítico de la Conquista", se describe el perfil sociocultural y la situación sociopolítica y económica del conquistador. El siguiente, correspondiente a la primera etapa de las guerras, se denomina "Las milicias conquistadoras", abarca el periodo de tiempo en que arribaron las iníciales empresas de conquista, la de don Pedro de Mendoza, la de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y la de Juan Ortiz de Zárate
En el capítulo tercero, se desarrolla la segunda etapa bélica, nominada "Las rebeliones mesiánicas", etapa colonizadora, a la que se enfrentaron con sus características religiosas los indígenas guaraníes. En el cuarto se analizan "Las ultimas revueltas indígenas", episodios postreros de los citados enfrentamientos bélicos. Es de rigor señalar que, las hostilidades no se ciñeron solo a las guerras hispanas contra los nativos, sino también a los conflictos entre los mismos españoles que pugnaban por el poder.
III. LAS REBELIONES MESIÁNICAS
Los indígenas reducidos
Si las sacas y las rancheadas se constituyeron en los fundamentales motivos de los primeros levantamientos indígenas contra los conquistadores, la implantación del sistema encomendero originó las guerras de la segunda etapa de la Conquista, con un sentido más religioso que sociopolítico.
Desde los días iníciales de la conquista española en Indias, se levantaron voces de protesta contra los malos tratos que los conquistadores daban a los nativos. En 1512, se promulgaron las Leyes de Burgos que instituyó el "Sistema de las Encomiendas". En virtud de la citada disposición, los indígenas se hallaban sometidos al pago de un tributo que debían al rey, en carácter de "Señor, dueño de las tierras y sus habitantes". Este cedía el usufructo de las contribuciones, encomendando los indígenas a un vecino, el cual contraía diversas obligaciones: armarse, equiparse y servir a su costa en la defensa de los dominios de España; tener casa puesta en la ciudad o villa correspondiente y habitar en ella de manera estable; contribuir a la evangelización y atención espiritual de los indígenas y de sus familias, a más de asistirlos material y moralmente en todos los casos. Era pues, una relación triple entre del Rey, el encomendero y el indio tributario, con recíprocos deberes y derechos.
Entre 1542 y 1543, se promulgaron las Leyes Nuevas, disposición que parcialmente, en su redacción derogó el sistema anterior, sin embargo, en la práctica, por la enconada resistencia de los encomenderos a cumplir con las estipulaciones propuestas en la recién promulgada legislación, el régimen de las encomiendas perduró hasta casi el final del período colonial.
De acuerdo al sistema de encomiendas, los indígenas eran reducidos a pueblos, con sus correspondientes curatos. Se conservaban las dignidades de los caciques, aunque considerablemente disminuidas en su influencia, pero tanto él como sus hijos se hallaban exentos de trabajar en los campos y en las minas. El indio pagaba su tributo al encomendero en dinero o en especies, según las características económicas de cada región.
Además por turno o "mita", debía concurrir a la ejecución de determinados trabajos de interés para la sociedad española y criolla, por los cuales se les abonada un salario, por espacio de sesenta días consecutivos. En el Paraguay las ocupaciones más frecuentes eran las funciones auxiliares en las empresas bélicas, en las cuales los indígenas servían en calidad de "prestadores", vale decir en la apertura de picadas, en la conducción de abastecimientos y de bagajes, así como también la tripulación de las balsas que transportaban productos y hombres y el muy penoso beneficio de la yerba, además del trabajo en las obras públicas.
No obstante, existían individuos o grupos muy pequeños de familias, con los cuales resultaba imposible constituir un pueblo o reducción, presentando algunas dificultades para su incorporación a las comunidades ya establecidas, por las diferencias que pudieran haberlos separado desde la época prehispánica. Éstos se integraban a la economía doméstica del encomendero, vivían en su casa o hacienda y le servían directamente. Este grupo se llamó yanacona u "originario" de la ciudad o villa de la vecindad de procedencia. Su situación era a todas luces de servidumbre, con el único atenuante de la limitación en el tiempo de la vigencia de las mercedes concedidas a los españoles y criollos. Las hijas de estos yanaconas serían posteriormente, las madres de los mestizos que a lo largo de los tres siglos coloniales engendraron los españoles y criollos del Paraguay.
Otra institución derivada de la anterior fue la "naboria" que podía ser también, un indiecito o una indiecita traídos de la finca rural o de la reducción a la ciudad, para servicio doméstico de la familia del encomendero. La encomienda se concedía habitualmente por dos vidas, la del primer titular y la de un sucesor.
Antes del otorgamiento de las encomiendas en el Paraguay, un considerable número de indígenas, incorporados al primer servicio personal fueron desnaturalizados de sus hábitats originarios, por las rancheadas y por las constantes entradas que los españoles realizaban a los territorios de la Región Occidental, con enormes contingentes de nativos guaraníes. De esta forma, numerosas comunidades nativas eran aglomeradas en distintos sitios de la provincia, cuyos pobladores eran utilizados de acuerdo a las necesidades propias de la zona. Estos abusos a los naturales provocaron serias acusaciones contra el gobernador Irala, cuyos resultados favorecieron, en 1555, a la elaboración del primer empadronamiento de indígenas guaraníes para el primer servicio personal legalizado en el Paraguay.
Al año siguiente, se otorgaron aproximadamente unos veinte mil indígenas -que en la práctica representaban una cien mil almas- a solo trescientos veinte españoles de los quinientos veintidós expedicionarios llegados en las distintas empresas, según sus méritos y valías en el proceso de la Conquista. Este inicial repartimiento, originó disidencias de varios grupos contra el Gobernador pues la distribución distaba mucho de ser equitativa porque los beneficiados eran familiares o partidarios de Irala. Por ende, también entre los indígenas hubo descontentos, ya que no aceptaron muy pacíficamente dicho repartimiento.
INICIO DE LOS MOVIMIENTOS MESIÁNICOS
En el mismo año en que se repartieron las encomiendas, surgió el primer movimiento mesiánico, denominado así porque los líderes apelaron al retorno de las tradiciones religiosas y a las antiguas costumbres guaraníes, es decir regresar a lo ymáguaré. La multiplicación de estas revueltas se dio en el preciso momento en que conquistadores y religiosos establecían su dominación en el territorio paraguayo y pretendían quebrantar los principales elementos de la cultura guaranítica a través de la evangelización y subordinación de los nativos al recién implantado sistema, La desesperación de algunos payés o chamanes (sacerdotes indígenas) por preservar los patrimonios tradicionales de su civilización, los llevó a autodenominarse profetas o mesías, quienes ofrecían a su gente, como único recurso de liberación, la huida hacia "la tierra sin mal".
En este período los indígenas se rebelaron con más asiduidad contra la servidumbre de la encomienda, que si bien se decía cristiana, buscaba no solo almas, sino brazos de trabajo. El belicismo guaraní siempre estuvo muy relacionado con la agitación chamánica. Los payés fueron quienes interpretaron la sujeción indígena al régimen encomendero, como el mayor de los males e iniciaron las revueltas a partir de la propia mitología y mediante la revitalización de los ritos ancestrales. Con sus cánticos y yerokyhára (danzas) evocaban las hazañas de su libertad conculcada, pretendiendo afirmar de manera agresiva, su identidad cultural frente a los conquistadores.
A fines de 1556, uno de los chamanes carios autodenominado "Hijo de Dios", empezó a incitar a los recién sometidos con cantos y danzas rituales, a que se opusiesen a la evangelización y volvieran a las antiguas tradiciones. La causa principal de la insurrección fue motivada por la enseñanza coercitiva de la doctrina cristiana que recibían los indígenas en sus pueblos de origen. Este movimiento se inició en la comarca asuncena y después de varios días de enfrentamientos, se logró pacificar gracias a las gestiones del Gobierno. No obstante, los religiosos continuaron apremiando a los mitarios de los pueblos y a los yanaconas con el bautismo y el aprendizaje del catecismo católico.
A la muerte de Irala, el mando de la Gobernación recayó en uno de sus yernos, Gonzalo de Mendoza, en calidad de lugarteniente. Una de sus primeras gestiones fue la apertura del camino hacia el Atlántico por el Guairá. A ese efecto, envió primero a Nufrio de Chaves, a pacificar a los indígenas de la zona. Dos años más tarde, falleció y le sucedió otro yerno de Irala, don Francisco Ortiz de Vergara, nombrado por la Real Provisión de 1537. En ese lapso, el sistema de la encomienda se hallaba ya afirmado y se constituía en la más pesada carga que soportaban los indígenas.
En 1559, durante el mandato de Ortíz de Vergara, estalló otro movimiento subversivo debido a la resistencia indígena en cumplir con el servicio de la mita. A mediados de ese año, había partido una gran expedición a la región de los Xarayes, llevando a un considerable número de indígenas encomendados en calidad de auxiliares de la hueste. Una vez pacificados los aborígenes de la zona, la empresa se dividió en dos grupos, uno dirigido por Nufrio de Chaves, con un fuerte contingente de efectivos, se dirigió hacia el Alto Perú para formalizar la fundación de Santa Cruz de la Sierra; mientras, el otro debía volver de nuevo a Asunción. La rebelión se inició cuando los nativos guaraníes que integraban esta última milicia se resistieron a seguir prestando sus servicios como mitayos. En el camino de regreso mataron a casi todos los oficiales españoles a instancias de sus célebres dirigentes, Pablo y Nazario. Ambos eran hijos del cacique Curupirati, quienes al frente de una gran cantidad de seguidores proclamaban "la vuelta a las antiguas costumbres", mensaje que de inmediato se difundió hacia las demás parcialidades guaraníes, cuyo significado para la masa nativa, era el de libertad.
Sin embargo, los guaraníes establecidos en Asunción, acostumbrados desde los inicios de la conquista al servicio personal, no se plegaron a este movimiento mesiánico. Las experiencias de castigos, la resignación a la imposición del yanaconato, la tendencia menos belicosa que caracterizó a los carios de la comarca asuncena, fueron los principales factores que predominaron en su no intervención en esta revuelta. En cambio, los indígenas que recién se integraban a las encomiendas de la mita y yanacona, se sintieron agraviados por el control más directo y enérgico que los españoles ejercían sobre los pueblos encomendados. Por consiguiente, la insurrección se generalizó en las más zonas apartadas y fuera ámbito de gran concentración poblacional de los conquistadores.
Los rebeldes coligados en varios grupos asaltaban y mataban a los españoles que vivían dispersos o distanciados de las villas y poblados o simplemente transitaban por las campiñas. Igualmente, los insurrectos no perdonaban a los mismos guaraníes, cuando presentaban resistencia. El foco de la concentración rebelde fue nuevamente en la región de Acahay y Tebicuary. En poco tiempo, los pueblos de indígenas establecidos en dicha zona, quedaron desiertos y las mujeres fueron llevadas a los bosques vecinos. De acuerdo a los testimonios de la época, se menciona que los guaraníes que fueron al Chaco con la expedición de Chaves trajeron flechas envenenadas para ser utilizadas en su lucha contra los españoles, aunque sucedidos los enfrentamientos, no se registraron casos de muerte de los conquistadores por envenenamiento.
Para combatir a los insurrectos se prepararon dos expediciones punitivas, una bajo el mando del mismo gobernador Ortiz de Vergara y la otra dirigida por Felipe de Cáceres, uniéndose ambas en las cercanías de Acahay. Formaban parte del ejército oficial los carios y algunos jefes guaycurúes, acompañados de sus más experimentados guerreros. Es de recordar que los indígenas de las naciones chaqueñas eran enemigos ancestrales de los guaraníes y esta táctica española de constituir la hueste con adversarios de los rebeldes era muy común en las guerras de conquista tanto en Europa como en las Indias; circunstancias que casi siempre favorecían a las milicias gubernamentales.
Las orillas de los Ríos Yaguarí y Aguapey en la comarca del Guayrá, fueron escenarios de varios combates. Las milicias españolas sostuvieron una dilatada y cruenta campaña hasta que el 3 de mayo de 1560, en los campos de Acahay -o del Acarayba- se logró una victoria decisiva sobre los rebeldes, que finalmente terminó con la resistencia.
Durante todo el año siguiente y gran parte de 1562, el Gobernador hostigó a los culpables y a los líderes más significativos que protagonizaron la revuelta. La represión, se inició con los indígenas comarcanos que una vez aprehendidos, fueron ahorcados. Los demás insurrectos de la vasta región de Guayrá fueron perseguidos y capturados juntamente con sus cabecillas y, a sugerencia de los poderosos caciques carios, se los indultó con la promesa de no incurrir en otras sediciones y "nunca más atentar contra la vida de sus señores". En consecuencia, los encausados fueron enviados a la Asunción, y posteriormente repartidos en los pueblos cercanos en calidad de yanaconas.
Nufrio de Chaves y Hernando de Salazar fueron llamados "las saetas humanas", por sus incursiones en territorios de indígenas inhóspitos. En 1561, fundaron Santa Cruz de la Sierra y pacificaron a los chiriguanos, naturales de la región. Es importante subrayar la participación femenina en la ocupación del territorio, donde incluso, muchas de ellas perecieron combatiendo, al igual que los soldados contra los nativos, como doña María de Angulo, suegra de ambos capitanes.
Chaves regresó al Paraguay para dar cuenta ante el gobernador de sus actuaciones en el Alto Perú y, al mismo tiempo, comentó sobre la abundancia de riquezas existentes en la región, noticia que no solo despertó la ambición de los conquistadores establecidos en la comarca asuncena, sino también del propio Ortiz de Vergara y del obispo Fernández de la Torre y de varios oficiales como Felipe de Cáceres, el factor Pedro Dorantes y de otros connotados representantes del Gobierno. El rumor provocó un éxodo masivo de españoles, mestizos e indígenas, a tal punto de dejar casi vacía a la Asunción. Antes de partir, Ortiz de Vergara nombró como lugarteniente a Juan de Ortega para ejercer el mando de la provincia, en calidad de Gobernador interino.
Durante este interinato, en 1564, se desataron nuevas sublevaciones entre los indígenas del norte y del sur de la provincia. La rebelión principió con los nativos del Acaraybá, quienes decididamente imponían el uso del tembetá (lebrete), consistente en una barra larga en forma de T, de piedra o hueso, adorno tradicional de los guaraníes. En ese año, el Cabildo de la Asunción informaba que los naturales de la tierra se habían revelado y ocasionado varias muertes entre los españoles y criollos. Las campañas contra estos alzamientos fueron violentas, registrándose tres importantes acciones bélicas, una en el Acaraybá y las otras dos al norte de Asunción. En 1568, según los funcionarios reales, "era grande la rebelión de la tierra".
En el transcurso de sus cruzadas pacificadoras, Nufrio de Chaves había establecido a un numeroso grupo de guaraníes del Itatín en el trayecto a Santa Cruz de la Sierra. Durante un tiempo, estos indígenas se mantuvieron sumisos y cumplían sin objeciones el servicio de la mita, pero en 1568, cuando la expedición que se había trasladado a aquella población cuatro años atrás, regresaba al Paraguay, al mando de Felipe de Cáceres, quien venía en calidad de teniente de gobernador a ocupar el mando de la provincia en nombre del adelantado Juan Ortiz de Zárate, trayendo ganado arreado por los guaraníes amigos; fue atacada violentamente por los itatines. El contingente de vecinos asuncenos acompañados del obispo de la Torre, sufrió la terrible embestida, muriendo en esa ocasión connotados conquistadores de la primera etapa. Las fuentes documentales calculan unos diez mil guerreros en armas.
La columna española encabezada por Juan de Garay y escoltada por Nufrio de Chaves se internó en la espesura boscosa con la intensión de pacificar a los rebeldes. Éste, confiado en su prestigio, pretendió conciliar con el cacique Porrilla, líder de los rebeldes pero éste tomándolo desprevenido le asestó un fuerte golpe en la cabeza con una macana, falleciendo en el acto. Así terminó sus días una de las figuras más notables de la conquista del Paraguay.
Si bien, la victoria obtenida por los españoles el 12 de diciembre de 1568 les proporcionó cierto alivio, no pudieron éstos descansar hasta llegar a la desembocadura del Jejuí, donde pudieron contar con alguna ayuda de guaraníes menos rebeldes. El capitán Diego de Mendoza, pariente de Nufrio de Chaves, impuso a los rebeldes un cruel castigo, como nunca antes había sucedido. Con esta represión, los itatines volvieron a quedar subordinados bajo el sistema mitario.
Durante el gobierno interino de Felipe de Cáceres (1569-1570), se desataron otras violentas rebeliones mesiánicas, caracterizadas por la constante falta de sometiendo "contra el servicio de Dios y de Su Majestad". Cáceres se vio en la necesidad de organizar dos expediciones punitivas; la una bajo su mando directo y enfocada a sosegar a los acaraybás alzados, que tuvo por escenario las tierras de Acahay, Mbuyapey, Jejuí y Tebicuary. Los indígenas del Paraná, venidos en numerosas canoas, no vacilaron en atacar al mismo Cáceres cuando éste descendía hacia la zona rebelde, en marzo de 1569. Las acciones se desarrollaron hasta finales de agosto de ese año, las que fueron abatidas por la propagación de una epidemia infecciosa que acometió contra la vida, tanto de españoles como de indígenas.
La otra campaña militar, bajo el mando del capitán Alonso Riquelme de Guzmán, se dirigió en 1570, hacia la región del Guayrá, llevando consigo cincuenta soldados a caballo, cien arcabuceros, doscientos indígenas auxiliares y una veintena de perros. En el trayecto, las huestes gubernativas fueron atacadas por una multitud de los indígenas rebeldes que, alentados por los chamanes, pretendían resguardar su identidad ante los nuevos modismos introducidos por los invasores. Dichos enfrentamientos tuvieron por escenario el pantano de Cuarepotí, a 39 leguas de Asunción. Las bajas fueron cuantiosas, pero finalmente el poder de las armas españolas logró contener la revuelta.
Como un medio de prevenir nuevas rebeliones, el mismo Cáceres prohibió que se enviasen indígenas yanaconas y de repartimiento a los yerbales, de la zona guaireña, pues estos indígenas eran los que estimulaban la resistencia a las demás parcialidades.
Los movimientos sediciosos prosiguieron durante todo el transcurso del siglo XVI. Las causas más directas eran el servicio de mitazgo, el inicio de las estancias con ganado y la formación de los pueblos de los encomenderos, especialmente en las jurisdicciones de los distritos de Acahay y Jejuí-Guarambaré, cuyos pobladores indígenas demostraron su enconada oposición al recién implementado sistema. En estas revueltas locales eran comunes las manifestaciones chamánicas proclamando la vuelta a las antiguas costumbres y la reintegración a la vida natural de los montes.
En 1575, fue depuesto Felipe de Cáceres y el Cabildo, en virtud de la Real Provisión del 12 de setiembre de 1537, confirió el cargo de gobernador a Martín Suárez de Toledo. Durante su mandato, la provincia del Paraguay expandió sus fronteras con las fundaciones de varias localidades. El proyecto poblacional fue encomendado a Juan de Garay y a ese efecto se reclutaron a familias españolas, criollas, mestizas y a un importante número de indígenas cristianizados que debían transportar ganado y demás enseres necesarios para el buen éxito de la empresa. Los indígenas movilizados fueron aleccionados por los hechiceros de sus antiguas tavas para no participar en los nuevos enclaves poblacionales y repudiar el bautismo y los sacramentos del dogma católico. En consecuencia, los nativos se levantaron en armas y ante la negativa de su intervención en el citado emprendimiento, Garay organizó una jornada de pacificación, pero sin éxito. La guerra fue inevitable y causa de los violentos enfrentamientos, perecieron un centenar de españoles y criollos y, más de un millar de indígenas.
Ese mismo año, arribó al Paraguay el adelantado Juan Ortiz de Zárate, trayendo consigo unos quinientos españoles de diversos oficios. Cerca de la mitad debía dedicarse a la pacificación de la provincia y el resto a la tarea colonizadora y para ese cometido se continuó con el repartimiento de indígenas. A poco de su llegada, el Adelantado falleció.
En 1577, se hallaba ejerciendo el Gobierno de manera interina, el alcalde de primer voto del ayuntamiento asunceno, don Luis de Osorio y Quiñónez, ocasión en que tuvo a su cargo la organización de un ejército armado destinado a sosegar la terrible sublevación de los indígenas encomendados de los pueblos de la zona de Yuruquizaba y Tanimbú, en la cuenca del Jejuí, quienes rechazaron el bautismo y volvieron a sus antiguas idolatrías. El capitán Sebastián de León, con cuarenta años de servicios en el Paraguay, fue comisionado con una fuerza de arcabuceros para aplacar el alzamiento de los insurrectos y hacerlos volver a la obediencia del servicio.
Al año siguiente, en 1578, durante el gobierno del general Juan de Garay, se registró una nueva rebelión protagonizada por los indígenas de Asunción. Es de saber que esta región ya había sido pacificada, pero los nativos estimulados por sus payés profiriendo "palabras heréticas al Santo Bautismo y a la Fe Católica", como en los anteriores alzamientos, se sublevaron contra los encomenderos. Aunque, entonces se sumó otro factor que motivó la difusión de las revueltas indígenas: el inicio de las estancias españolas y criollas, lo que agravó la situación de los mitayos.
Como gran parte de los nuevos establecimientos no contaba con cercados, el ganado se dispersaba libremente por los campos de cultivo comunales, destruyendo sus plantaciones de subsistencia, circunstancia que ocasionó inquietud y sobretodo, hambre en casi todos las poblaciones nativas. Si bien, Garay con una poderosa fuerza logró reprimir a los insurgentes, una considerable cantidad de indígenas con sus mujeres huyó hacia los montes y no regresaron a sus pueblos.
LA GRAN REVUELTA DE OVERÁ
Una de las más grandes revueltas que se dieron en la segunda mitad del siglo XVI fue la propiciada por Overá, chaman de Guarambaré -pueblo ubicado al norte del Río Ypané-, quien aglutinó a una gran cantidad de nativos insurrectos en contra del poder conquistador, hacia 1577. El foco insurgente comenzó en la zona del río Monday y con posterioridad se fue extendiendo hacia los demás pueblos guaraníes asentados en la comarca asuncena.
En esa coyuntura, Overá y su hijo Guiraró recorrían con sus cánticos las poblaciones de indígenas encomendados de las regiones de los Ríos Ypané y Jejuí, exigiendo obediencia y rebautización, es decir, la imposición de nuevos nombres en sustitución de los cristianos y el uso del tembetá como símbolo reivindicatorio de su identidad.
La agitación socio-religiosa de Overá no era nueva pues desde la implantación del régimen encomendero, varios chamanes venían proclamando el retorno a las tradiciones originarias en contra de las nuevas costumbres impuestas por los españoles que incluía, al mismo tiempo, la tarea evangelizadora por parte de los clérigos, cuyos efectos contrastaban con los ritos y hábitos indígenas como los nuevos nombres cristianos y la adopción de vestimentas y otras usanzas europeas.
Al analizar el poder de captación y acatamiento que gozaban los chamanes entre su gente, se deben considerar algunos factores de importancia como: la influencia de los payés andantes por las aldeas guaraníes ya en la etapa prehispánica; el poder de su oratoria; el concepto siempre vivo de la transposición del alma de los chamanes; su poder mágico para dominar las fuerzas malignas y negativas como garantía de un destino seguro de la comunidad; la concepción idílica de la búsqueda de "una tierra sin mal" fuera de peligros siniestros.
Todos estos elementos creaban una predisposición psicológica para que los nativos, viéndose amenazados por las continuas vejaciones de los encomenderos, recurrieran a sus hechiceros. Si bien a veces no confiaban plenamente en ellos, como lo sucedido con frecuencia entre los habitantes de las comunidades norteñas, las agitaciones contra sus señores representaban un desahogo y una especie de hálito liberador expresado a través de las ceremoniosas danzas rituales. En el caso de Overá, el acostumbrado y antiguo poder chamánico se fusionó con algunos dogmas mal interpretados y mal difundidos del cristianismo, como el proclamarse el unigénito, es decir Hijo único de Dios, en el concepto de un mesianismo guaraní nuevo; pero su hijo Guiraró llevaba el nombre de uno de los dioses mitológicos, que significaba "tormenta" y "destrucción", claramente de concepción aborigen. Overá aseguró que la victoria contra los conquistadores, la obtendrían los guerreros guaraníes fundamentándose en las principales creencias mitológicas entre ellas, el cataclísmico cometa, el jaguar astral, el destructor de la luz y del mundo, el "yaguareté hovy", el máximo "mbaé meguá". Igualmente, la mujer de Overá fue declarada "ñande sy" (nuestra madre), simbolizando a la Virgen María, pero al mismo tiempo esta concepción relacionaba a la mujer con el héroe cultural del cultivo.
La imposición de los nombres antiguos significaba restablecer la creencia en las almas reencarnadas de los antepasados, cuya identificación era potestad exclusiva del propio Overá. Otras exigencias demandadas por el chamán fueron la quema de vacas y perros, lo que simbolizaba el rechazo guaraní a la nueva cultura hispana, la destrucción y abandono de sus nuevos pueblos y el ulterior alejamiento a los montes; incidentes que lograron provocar una psicosis general entre los indígenas de casi toda la provincia.
Como la organización de cada rebelión armada dependía no solo de los caciques, jefes de las agrícolas, sino también de los guerreros, en las juntas de consejos celebradas con motivo de las agitaciones provocadas por Overá, algunos caciques -entre ellos Curemó y Urumbiá- no compartieron los mismos intereses, quedando dividida la postura acerca de proseguir con las revueltas. Este se debió, primero, a la irregularidad periódica de las acciones rebeldes, y luego por las disidencias de varios jefes que preferían la amistad con los españoles, antes de ir a una guerra infructuosa, cuya secuela incidiría de manera nociva en la economía de sus comunidades. Aunque estos caciques participaron activamente de los ceremoniales exigidos por Overá, no incurrieron en las últimas rebeliones armadas.
No obstante, a mediados de 1579, el chamán-mesías logró reunir un gran ejército de guerreros nativos y lo puso bajo el mando del valeroso Guaycará que se enfrentó a las milicias comandas por Juan de Garay en la cercanías del Río Ypané. Los combates duraron varios días y dejaron como saldo una gran mortandad de aborígenes de varias parcialidades guaraníticas y la ulterior dispersión de Overá y de sus seguidores. Concertada la paz, los vencidos fueron sometidos de nuevo al sistema de encomiendas y si bien, la insurrección indígena resultó un fracaso, su mención en las crónicas de las relaciones guaraní-hispanas, representa una valoración significativa debido a las connotaciones socio-religiosas más agudas que la diferencian de las otras presenciadas en el transcurso de las guerras de conquista.
El arcediano y poeta Martín Barco de Centenera, que había venido al Paraguay con la empresa del adelantado Juan Ortiz de Zárate en 1575, fue testigo presencial de la revuelta de Overá y plasmó en versos el paradigma del simbolismo y significación identificatoria de los movimientos de liberación guaraní.
CANTO A OBERÁ
Oberá, como digo, se llamaba,
que suena resplandor en castellano:
en el Paraná grande éste habitaba,
el bautismo tenía de cristiano:
que con bestial designio a Dios, tirano,
su hijo dice ser, y concebido
de virgen, y que virgen, lo ha parido.
La mano está temblando de escribillo,
más cuento con verdad lo que decía
con loca presunción aquel diablillo,
que más que diablo en todo parecía.
Los indios comenzaron a seguillo
por todas las comarcas do venía,
atrajo mucha así de guerra,
con que daños hacía por la tierra.
Dejando pues, su tierra y propio asiento,
La tierra adentro vino predicando:
No queda de indio algún repartimiento,
que no siga su voz y crudo mando.
Con este impío pregón y mal descuento
La tierra se va toda levantando,
no acude ya al servicio que solía,
que libertad a todos prometía.
Mandóles que cantasen y bailasen,
de suerte que otra cosa no hacían,
y como los pobretes ya dejasen
de sembrar y coger como solían,
y solo en los cantares se ocupasen,
en los bailes de hambre se morían,
cantándoles loores y alabanzas
del Overá maldito y sus pujanzas.
Un hijo que éste tiene, se llamaba
por nombre Guiraró, que es palo amargo.
Del nombre Papa aqueste se jactaba.
Con éste el padre, dice, "yo descargo la
gran obligación que a mí me tocaba,
con darle el pontífice el encargo".
Este es el que viene bautizando,
y los nombres a todos transmutando.
No quiero más decir de sus errores
de que andaba la tierra alborotada
En todo el Paraná, y sus rededores,
y así se fue tras él de mano armada.
Más como éste tenía corredores,
y gente puesta siempre en gran celada,
viendo la pujanza conocida
del enemigo, pónese en huida.
Esta fue la causa que estuviese
la tierra levantada, como estaba,
y que a servir al pueblo no viniese.
(Barco de Centenera, 1601. Canto XX).
LAS ÚLTIMAS REVUELTAS DE LA ETAPA CONQUISTADORA
La historiografía paraguaya establece como final de la etapa conquistadora el año 1617, fecha en que se dividió la gran provincia del Paraguay, perdiendo así su costa marítima y, por ende, originando su mediterraneidad. No obstante, las guerras entre españoles e indígenas prosiguieron hasta la segunda mitad del siglo XVII, como se verá en el siguiente capítulo.
Las últimas revueltas de este periodo fueron ocasionadas por las tropelías perpetradas por ciertos españoles -los criollos y mestizos de la primera generación eran considerados también españoles- que aún persistían en ranchear, capturando tanto mujeres como varones, en las comarcas donde sus pobladores no habían sido encomendados. En 1582, los indígenas asentados al norte de los pueblos del Ypané, Atyrá, Pericó y Teregañy, estuvieron en pie de guerra por las causas mencionadas. A estos atropellos se sumaban los agravios sufridos por los intensos trabajos en el laboreo de la yerba mate, nueva ocupación de los indígenas encomendados. La extracción de la yerba se realizaba en los bosques cercanos y se constituía en una tarea muy ingrata cumplida por los peones nativos, quienes debían soportar numerosas adversidades como el sofocante calor, a veces el hambre y las infecciones contraídas por picaduras de insectos o alimañas. A su regreso de la segunda fundación de Buenos Aires, el general Juan de Garay, tuvo a su cargo la pacificación de esta revuelta. Sin embargo, como en ocasiones anteriores, muchos de los indígenas derrotados en la refriega se disgregaron hacia las espesuras selváticas del Amambay.
Al final de ese mismo año de 1582, se constató otra rebelión de los indígenas del Acaraybá que fue dominada por el capitán Alonso de Vera y Aragón, gracias a la intervención de las fuerzas militares organizadas bajo el mando del joven Hernando Arias de Saavedra.
Entre 1584 y 1586, se sublevaron los indígenas de los pueblos afincados en la región del Jejuí-Ypané, por los sucesivos maltratos y vejámenes de los encomenderos. Es más, muchos de ellos, transgrediendo la legislación dispuesta por la nueva política colonizadora, proseguían con las antiguas rancheadas, tomando a la fuerza gran cantidad de mujeres y niños. La pacificación estuvo a cargo del propio teniente de gobernador, Alonso de Vera y Aragón, más conocido como "Cara de Perro", por su temperamento irascible.
El año 1589, fue testigo de varios levantamientos simultáneos. Se rebelaron al sistema mitayo los guaraníes de la región de Acahay, del Jejuí, del Paraná, del Tebicuary y del Ybytyruzú, inspirados por los chamanes que por medio de sus cantos, inducían a los indígenas a rechazar el servicio a los encomenderos y el Evangelio cristiano. También los nativos asuncenos se sublevaron a causa de los serios agravios cometidos por el teniente de gobernador Alonso de Vera y Aragón y sus parientes, que provocaron guerras injustas de sometimiento, inclusive a aquellos que ya habían sido pacificados. Por otra parte, los indígenas del Paraná se rebelaron y sitiaron la ciudad de Corrientes, pero esta fue liberada por una expedición enviada desde Asunción, dirigida por Hernandarias.
Durante unos catorce meses no se verificó ninguna revuelta indígena pero al iniciar el año de 1591, los nativos de las zonas del Jejuí-Ypané, Tebicuary, Paraná y Corrientes, volvieron a levantarse en armas a consecuencia de los dobles repartimientos. Unos 120 indígenas que cumplían con el servicio de la mita en Asunción, fueron desarraigados de sus comunidades y encomendados en calidad de yanaconas a un antiguo conquistador, don Sebastián de León. El 10 de marzo, Alonso de Vera y Aragón, homónimo y pariente del anterior lugarteniente, conocido como "El Tupí", por su tez morena, ordenó una campaña de pacificación bajo la dirección de Pedro de Lapuente. Para esta operación, según lo documenta Juan Francisco Aguirre, se requirió el servicio militar de los encomenderos y que cada uno viniese "con su caballo ensillado y enfrenado, con espuelas y lanza y un arcabuz con una libra de pólvora y una libra de plomo y un escupil o cueza y una celada, pena de diez pesos el vecino y cinco el forastero para gastos de guerra, sino no registra cada uno el dicho armamento". Como en todas las revueltas, los indígenas fueron derrotados.
El 19 de enero de 1592, el teniente Alonso de Vera y Aragón volvió a requerir de los servicios de los encomenderos para que se aprestasen con sus armas y caballos y bajasen por la ribera del Paraná hasta Concepción del Bermejo para desmantelar el sitio que los nativos mitarios habían levantado contra la ciudad, matando a varios españoles, entre ellos a don Francisco de Vera y Aragón, pariente de los tenientes gobernadores, antes citados. La revuelta se extendió por las zonas ribereñas del Tebicuary, Paraná y Aguapey.
En el bienio de 1593-1594, de nuevo los indígenas del Paraná se rebelaron y en consecuencia el Gobernador interino, Hernando Arias de Saavedra, ordenó la formación de una tropa de soldados con arcabuces y caballos y, puso al mando de la misma al general Bartolomé de Sandoval. La guerra "ha de ser a fuego y sangre [...] porque han hecho los indios varias muertes [...] y porque se han rebelado contra Dios y el Rey", ordenaba el bando del gobernador. Varios indígenas cayeron bajo las armas españolas y los demás fueron pacificados.
En 1596, el gobernador Juan Ramírez de Velasco dictó unas Ordenanzas a favor de los indígenas encomendados bajo el tratamiento de la mita. Estas leyes establecían: la obligatoriedad del trabajo personal solo cuatro días a la semana, de lunes a jueves; los viernes y sábados serían destinados a los quehaceres de interés exclusivos de los nativos y los domingos debían dar fiel cumplimiento a sus deberes religiosos, salvo el caso de las mujeres que no completaban sus cuotas semanales de hilado. Además se dispuso que los encomenderos mantuviesen a las viudas y menores huérfanos que se encontrasen impedidos de producir sus alimentos. Los varones y mujeres no podían ser retirados de sus pueblos para el servicio doméstico de los europeos sin previo permiso del Gobernador. Estos preceptos vinieron a aliviar la condición de solo unos pocos nativos, porque la mayoría de los encomenderos trasgredió impávidamente dichas ordenanzas.
Entre 1598 y 1599, los indígenas paranaenses establecidos de la ribera sur del Paraná, acometieron contra los viajeros de las rutas terrestres y fluviales. Ejercían la piratería rapiñando y matando a cuantas personas encontraban a su paso. Para esa campaña, el gobernador Arias de Saavedra dispuso de un ejército integrado por 250 soldados, 120 guaraníes amigos, caballos y perros, pertrechos de guerra y bastimentos necesarios para la jornada, y se dirigió hacia la zona de influencia indígena. Los rebeldes habían dado muerte al general Bartolomé de Sandoval y a Iñigo Ramírez de Velasco, hermano del anterior Gobernador. La expedición duró unos seis meses y la revuelta llegó hasta la región del Aguapié. Para ultimar las acciones bélicas, fue necesaria la intervención de una tropa, auxiliar proveniente de la ciudad de Corrientes.
En 1606, los indígenas paranaenses volvieron a rebelarse contra sus encomenderos, incitando a los nativos de Yaguarí e Itatí. Esta vez, las huestes españolas arrasaron con los rebeldes y los sobrevivientes fueron sometidos al yanaconato de los pueblos norteños, de tal manera que una vez distanciados de sus comarcas no intentasen otros alzamientos.
Sin embargo, la represión dispuesta cuatro años atrás no fue un obstáculo para que los paranaenses volviesen a rebelarse. Entre 1610 y 1611, bajo el mando del cacique Cabasambí, los indígenas asentados sobre ambas márgenes del Río Paraná embistieron varias embarcaciones españolas y cometieron actos de antropofagia contra los mitayos que servían a los habitantes de Corrientes. Sus chamanes, en actitud amenazante, recorrían las cercanías de las nuevas reducciones de San Ignacio y Caazapá, cantando y exhortando a que renunciasen a sus condiciones serviles. Una expedición compuesta de unos trescientos arcabuceros con caballos y perros, masacraron a los rebeldes y los sobrevivientes fueron llevados hasta Asunción y repartidos como yanaconas.
Al iniciarse la segunda década del siglo XVII, entre 1612 y 1616, continuaron las agitaciones indígenas. Luego de ser promulgadas las célebres ordenanzas de Francisco de Alfaro que estipulaban el buen trato que los españoles debieran conferir a los nativos, se registraron algunos movimientos mesiánicos como consecuencia de las diferentes interpretaciones de los chamanes sobre las citadas ordenanzas. Si bien, no hubo enfrentamientos armados, estas disposiciones motivaron algunas reacciones negativas entre los guaraníes de la comarca asuncena y de los asentamientos del Jejuí Norte, en donde las agitaciones eran más libres. Por ese tiempo, las jornadas de pacificación entre los nativos del Tebicuary y del Paraná continuaban ocasionando la despoblación de muchas comunidades con el desarraigo de sus ocupantes que se retiraban a los montes o eran reincorporados a las villas recién establecidas de acuerdo al nuevo orden colonial Así se originaron Yuty y Caazapá, con indígenas desnaturalizados de sus anteriores pueblos.
Los nativos de las comarcas norteñas, seguían inquietos y ofrecían una resistencia pasiva con sus retiradas periódicas y parciales a los montes. Hacia 1616, un chamán llamado "Santillo Paytara" agitaba a los guaraníes de Ypané, Guarambaré, Jejuí, Atyrá y Pericó; aunque sus arengas eran intensas y muy difundidas, no provocó una sublevación armada. El nuevo agitador proclamaba que un antiguo hechicero llamado Tanimbú habría resucitado y hablaba a través del vientre de una india, y que sería el "dios bajado del cielo". Paytara proclamaba la necesidad de retornar a las costumbres de antaño y esgrimía en sus alocuciones el concepto de las almas reencarnadas de los shamanes y del "feto parlante" o del "alma parlante", según el mito de los Gemelos, creencia muy generalizada entre los guaraníes. Se conjugaban de nuevo la doctrina cristiana del Dios encarnado con la mitología indígena.
Como todas las agitaciones, también esta contenía un cúmulo de exhortaciones, reprensiones, danzas, fuegos y cánticos; factores que producían una psicosis colectiva en medio de la masa nativa. Se instaba al cambio de nombres, a la perforación de labios y el uso del lebrete, ritos que se interpretaban como una expresión externa de recuperar la identidad guaraní. Estas exigencias eran casi imposibles de aceptar, pues gran parte de los indígenas ya se hallaban en una etapa en donde, bajo la sujeción de los españoles, aceptaron nombres cristianos y abandonaron sus ancestrales adornos identificatorios. La sublevación armada no llegó a producirse debido a la dispersión de los itatines que sufrieron los ataques de los bandeirantes y luego por las continuas arremetidas de los indígenas chaqueños que pasaban el río a robar sus sementeras. Estas circunstancias coyunturales, obligaron a los guaraníes a buscar la amistad de los españoles y sujetarse al régimen establecido.
IV. LAS ÚLTIMAS REBELIONES INDÍGENAS
EL PARAGUAY A MEDIADOS DEL SIGLO XVII
Desde los inicios del período de la Conquista y posteriormente la Colonia, debido a la carencia de minas, la producción de la economía paraguaya se basaba eminentemente en las actividades rurales desempeñadas por los nativos. A más de las faenas agrícolas realizadas para sus respectivos encomenderos, la mano de obra indígena era utilizada también a otras actividades, como la explotación de yerbales, la navegación y las funciones auxiliares de la defensa contra las parcialidades chaqueñas. En cuanto a los mitayos, como se ha mencionado, en vez de pagar su tributo en dinero y especies, trabajaban para sus encomenderos y así el servicio personal se tornaba doblemente gravoso.
Las faenas auxiliares de la defensa resultaban también muy duras para el indio, además de onerosas, pues podía ser requerido en cualquier época del año, coincidiendo con frecuencia con la siembra, la cosecha o la marcación de ganado. El indígena estaba también obligado con igual dedicación a cooperar en las construcciones navales; a tomar parte en la fundación o reparación de los fuertes y presidios de la ribera de los ríos, tareas que constituían corte y labrado de maderas, extracción de piedras, conducción de materiales, fabricación de adobes y las ocupaciones propias de albañil, carpintero y carretero. Mientras realizaba estas faenas, el nativo vivía en alojamientos improvisados, o a veces a la intemperie. Por último, se contaba asimismo con su asistencia, como auxiliar o gastador, en las expediciones punitivas y de vigilancia al Chaco y al Jerez-Ñu, abría picadas en la selva, cargaba el bagaje de los expedicionarios y conducía el ganado de consumo.
Un gran número de indígenas era anualmente extraído de los pueblos para estos menesteres. Las constantes entradas de pacificación al Chaco insumían, por lo general una fuerza de doscientos a trescientos soldados y más mil auxiliares indígenas, aunque esta cantidad también era empleada cuando se acudía en socorro de alguna población amenazada por los indígenas enemigos o por bandeirantes paulistas.
Al principio fueron los vecinos de la región del Guayrá, inicialmente ubicada al norte de la provincia y colindante con los territorios portugueses, quienes recibieron con sus indígenas comarcanos, los embates de las incursiones paulistas. Con posterioridad, para enfrentar a los invasores, se fueron sumando los indígenas tributarios del distrito de Asunción, a quienes les correspondió soportar casi todo el peso de esta prestación militar.
De acuerdo con las Ordenanzas de Alfaro, estos indígenas debían percibir un salario por el servicio personal, ya sea por sus tareas de bogadores en los ríos, conductores y cuidadores de ganado, por el laboreo de la yerba mate y por su asistencia como auxiliares en las milicias provinciales; pero ello no se observaba en todos los casos, a pesar del celo con que muchos funcionarios reales que desde las primeras décadas del siglo XVII, velaban por su justa aplicación.
Varias fueron las disposiciones que en este período, contemplaban el buen trato hacia los indígenas con el propósito de frenar las constantes rebeliones registradas hasta entonces. En 1618, a instancia de don Manuel de Frías, entonces Procurador General de la Provincia, el Rey había dispuesto, que en cada ciudad se designara un "Alcalde de Sacas", funcionario encargado de controlar la salida de indígenas de una provincia a otra y de exigir las fianzas adecuadas a quienes los utilizaran en tales empleos. La institución subsistió por más de un cuarto de siglo, sin perjuicio de la existencia de un "Protector de Naturales", pero el mal que se pretendía evitar, no logró ser superado en ese tiempo.
Al principiar la segunda mitad del siglo XVII, la provincia del Paraguay atravesaba por una etapa crítica y trataba de superar los años de intensa agitación política-religiosa por los sucesos desencadenados a raíz del movimiento comunero de fray Bernardino de Cárdenas, el célebre obispo franciscano quien por su oratoria y teología se manifestaba contrario al sistema jesuítica. Paulatinamente, las pasiones y los ánimos agresivos se iban apaciguando con la reconciliación de los vecinos que estuvieron divididos por la tremenda conflagración y la reincorporación de los prescriptos a la vida pública.
No obstante, pese a que la revolución llegó a su fin en 1648, los conflictos jurídicos prosiguieron por veinte años más en el supremo organismo judicial de la región, la Audiencia de Charcas. Así también, la controversia entre eclesiásticos en la que tomó partido el vecindario, no cesó con el extrañamiento del obispo Cárdenas. En los años siguientes, se enfrentaron el doctor Adrián Cornejo, gobernador eclesiástico e ignorado campeón de la causa del indio, con el Cabildo de la Catedral. Por otra parte, los dirigentes más influyentes de la actividad socioeconómica y política -es decir los principales vecinos del Paraguay-, involucrados de alguna manera en la citada revolución, contendían por privilegios económico y políticos con los religiosos de la Compañía de Jesús, de notable actuación en la provincia y vinculados con importantes personajes del Gobierno.
En la emergencia de apaciguar el espíritu belicoso de la población, la Corona recurrió a un original procedimiento, el de otorgar el Gobierno de la Provincia a magistrados judiciales y por dos veces, en la década de 1650, se recurrió a nombrar gobernantes de esta naturaleza. En efecto, con el intervalo de la gestión gubernativa de don Cristóbal de Garay y Saavedra, se sucedieron en el mando, el licenciado Andrés Garavito de León y el doctor Juan Blázquez de Valverde, ambos Oidores de la Audiencia de Charcas. Con tales designaciones, se pretendía implantar un orden jurídico estable en la provincia y asentar de modo definitivo la convivencia pacífica sobre las leyes vigentes a fin de evitar nuevas convulsiones políticas entre los propios vecinos del Paraguay.
Un problema acuciante y motivo de preocupación de los encomenderos fue la permisión a los indígenas de las reducciones jesuíticas de portar armas de fuego. Con la excusa de resguardar las doctrinas que eran atacadas por los violentos bandeirantes paulistas que avanzaban sin tregua desde 1614, rebasando largamente la línea de Tordesillas hacia territorios de la provincia del Paraguay, especialmente hacia la zona de influencia jesuítica. Con la finalidad de contrarrestar esta incursiones, la Corona resolvió que los neófitos misioneros dispusiesen de materiales bélicos para la defensa de la región; pero solo en caso necesario, en tanto no lo precisasen, el armamento debía guardarse en las oficinas gubernativas, bajo la custodia de las autoridades provinciales. Desde la década de 1630, los vecinos de Asunción y de Villa Rica venían protestando contra esta situación expresamente prohibida por las normas legales en vigencia. Aborígenes recién cristianizados podían usar esas armas solo contra los bandeirantes de San Pablo, disposición difícil de llevar a la práctica porque también se utilizaron contra españoles y criollos del Paraguay, en la represión del movimiento comunero de Cárdenas.
Por otra parte, los indígenas del Chaco y del Norte, no dejaban de inquietar a las poblaciones ribereñas con sus constantes tropelías, situación que obligó a mediados del siglo XVII a la evacuación sucesiva de la precaria Villa del Jejuí y de los pueblos del Itatín y, finalmente, de Atyrá, Ypané y Guarambaré, lo que redujo a la provincia paraguaya a la mayor miseria y retracción. Los habitantes de las citadas comunidades fueron aglomerados en los alrededores de Asunción con el propósito de precaver nuevos alzamientos.
No obstante, la sumisión de los indígenas agrupados en sus nuevos enclaves no fue muy estable como se demostró durante la visita que hiciera el gobernador Juan Blázquez de Valverde en 1657 a los pueblos de Caazapá y Yuty. Los guaraníes se alborotaron contra el empadronamiento que los funcionarios realizaban habitualmente con la finalidad de sacar a los nativos de sus poblaciones para ejecutar diversas obras públicas y en la explotación yerbatera. Después de varias escaramuzas, en donde tanto soldados del Gobernador como indígenas combatieron con armas de fuego. El cura doctrinero de Caazapá logró aplacar la revuelta y los citados pueblos no sufrieron sanciones ni condenas correctivas.
Los crecientes problemas suscitados con motivo de la defensa de la provincia, constantemente agredida por los bandeirantes o los indígenas chaqueños, determinaron la cesación en el cargo de los magistrados judiciales para ceder el paso a gobernantes más experimentados en materias político-militares. En ese sentido, a partir de 1659 se transmitieron el Gobierno del Paraguay a don Alonso Sarmiento de Figueroa y don Juan Diez de Andino, ambos veteranos de importantes campañas belicistas en Europa.
Sin embargo, en este proceso histórico no todos los sucesos cotidianos revestían escenarios de desolación o pesimismo y si bien esta etapa está caracterizada por las acciones bélicas señaladas y por una acentuada retracción territorial y demográfica, en Asunción, Villa Rica y en los demás pueblos de la provincia, bullía una población de criollos y mestizos, que no quería rendirse a las adversidades y que afirmaba con hechos significativos, su voluntad irrenunciable de subsistir como grupo sociopolítico y económico en el Paraguay de entonces.
No se puede ignorar que para la construcción de esa sociedad se contó con la cooperación imprescindible de los indígenas cristianizados. Ellos fueron los remeros de las canoas, balsas y barcos que patrullaban las aguas del río para evitar sorpresas destructivas, fueron los soldados de las entradas al Chaco y de la permanente guardia contra portugueses y nativos chaqueños, los agentes de la explotación yerbatera; los labradores de la tierra, los albañiles de los precarios fuertes que junto a los dignatarios del Cabildo, los oficiales y los clérigos, mantenían vivo el Paraguay y preparaban unánimes, su próxima recuperación.
A mediados del siglo XVII, aunque había cesado la expansión de la época conquistadora y la provincia había sido duramente castigada por las guerras, revueltas e invasiones, el área poblada se mantenía relativamente extensa. Hacia el Nordeste, si bien la zona del Guairá había tenido que ser evacuada años antes, la Villa Rica del Espíritu Santo se hallaba establecida con relativa seguridad en las cercanías del río Curuguaty y cuatro pueblos de indígenas cooperaban en su economía, basada preferentemente en el beneficio y conducción de la yerba. Uno de ellos San Andrés Mbaracayú estaba asentado en la cuenca del río Jejuí, en tanto que los otros tres, Nuestra Señora de la Candelaria, San Pedro de Terecañy y San Francisco de Ybyrapariaró se desplazaban en dirección al Río Amambay y al gran salto del Guairá.
Al norte de Asunción y al sur del río Jejuí, se hallaba Nuestra Señora de la Concepción de Arecayá, localidad fundada treinta años atrás y, entre este río y el Ypané, San Francisco de Atyrá. Después del Ypané, se encontraban las llamadas reducciones del Petin -o Pety- que eran las de Todos los Santos de Guarambaré y San Pedro de Ypané. Mucho más al Norte y a cargo de religiosos de la Compañía de Jesús, subsistían las doctrinas del Itatín que eran dos: la de Caaguazú -o San Ignacio-, más tarde llamada Santiago, y la de Aguaranambi, después Nuestra Señora de Fe o Santa María de la Fe. Sobre el río Yhaguy, en el extremo septentrional de la Cordillera, se erigía el pueblo de Nuestra Señora de la Limpia Concepción de Tobatí. Al norte de la laguna de Tapaycuá, vivían los indígenas cristianos de San Lorenzo de los Altos, que tenían al Este, la muy disminuida reducción de San Benito de los Yois. Hacia el Sudeste los franciscanos administraban los pueblos de San José de Caazapá y San Francisco de Yuty. En la comarca asunceña, se asentaban dos reducciones muy laboriosas, la de San Blas de Itá y la de San Buenaventura de Yaguarón. Por último, al sur del Tebicuary y extendiéndose a ambas márgenes de los ríos Paraná y Uruguay, se hallaban establecidas reducciones jesuíticas.
En los inicios de la segunda mitad del siglo XVII coexistían en la provincia veinticinco pueblos de indígenas reducidos: tres a cargo de los franciscanos, once de los jesuitas y los demás administradas por otros clérigos. Todos los encomenderos que tenían a sus mitayos en un mismo pueblo se hallaban obligados a contribuir al sostenimiento y remuneración del cura párroco. Pero por lo general eludían el cumplimiento de dichas obligaciones y entonces aquél para hacer frente a sus necesidades materiales, debía arbitrar otros recursos, recargando a los indígenas con nuevas prestaciones, no establecidas en las Ordenanzas de Alfaro, siendo la más generalizada el hilado de algodón por las mujeres. El indio principal en cada pueblo tenía el título de Corregidor, con mando sobre los demás indígenas e inclusive de los antiguos caciques, pero siempre sometido a la potestad del cura o del administrador. Era la norma imponer a los indígenas cristianos la vida urbana, como medio de mantenerlos más sujetos y de integrarlos a la civilización occidental.
GOBIERNO DE ALONSO SARMIENTO SOTOMAYOR DE FIGUEROA
Natural de Vigo, Alonso Sarmiento Sotomayor de Figueroa pertenecía a una de las familias más ilustres de Galicia, pariente de don García Sarmiento de Sotomayor, Virrey de México primero y luego del Perú. Antes de trasladarse hacia tierras americanas había servido quince años en la Real Armada y al mando de una escuadra de navíos había defendido el puerto de Tarragona, que se hallaba bajo asedio de los franceses. Por sus acciones militares de gran valía en las campañas de Flandes, Italia y Portugal se le otorgó el cargo honorífico de maestre de campo y con ésa función fue designado a la Indias para servir en la Gobernación de Chile. Dichas actividades influyeron directamente en su selección para la magistratura superior del Paraguay, cargo asumido el 24 de diciembre de 1659.
Como militar experimentado, era natural que Sarmiento de Figueroa prestara una inmediata atención a los angustiosos problemas de la defensa provincial. A poco de ocupar el mando administrativo, solicitó a Buenos Aires la remisión de doscientos arcabuces, cajones de pólvora y otros pertrechos bélicos y levantó el fuerte de "Tapuá-Guazú", ubicado a dos leguas al norte de Asunción, con cuatro caballeros y cien hombres de guarnición, con el propósito de impedir las invasiones de los payaguaes y mbayaes, indígenas que con sus correrías asaltaban a los pobladores de comarca. La nueva fortaleza erigida para una mejor defensa de la zona próxima a la capital, ocupaba un lugar alto que dominaba las tierras y costas de dos leguas a la redonda y se hallaba protegido por una vigorosa muralla de tierra pedrosa y piedra tosca. Con idéntico propósito, ordenó la construcción de otros tres fuertes sobre la ribera norte del río Paraguay y dispuso el servicio militar permanente de rondas con canoas por el río. Gracias a estas medidas se había vuelto a ocupar los territorios anteriormente despoblados. Cada uno de los reductos contaba con una poderosa fuerza de artillería e infantería a cargo de oficiales españoles, soldados mestizos y auxiliares indígenas.
El nuevo gobernador se preocupó también de organizar el equipo armamentístico de la provincia con la provisión de nuevas armas de fuego y con la restauración de las dañadas. Teniendo en cuenta, las circunstancias de época y lugar, para 1660, el Paraguay contaba con un parque de guerra considerable. En todas estas actividades, el general don Fernando Zorrilla del Valle era su colaborador más inmediato.
LA REBELIÓN DE ARECAYÁ
Una peculiaridad introducida en este período, era la visita general y empadronamiento que los gobernadores debían realizar en los pueblos de indígenas, por lo menos una vez al año. Al igual que sus antecesores, Sarmiento de Figueroa, en octubre de 1660, inició su trayecto por la zona norte y nordeste de la provincia. Además de su capellán, el licenciado Alonso de Arce, y el escribano Alonso Fernández Ruano y su lugarteniente Fernando Zorrilla del Valle. Bajo el mando del general Pedro Gamarra y Mendoza, iban unos cuarenta soldados y vecinos, en su mayor parte, encomenderos de los pueblos a recorrer. Al llegar a la villa de Nuestra Señora de la Concepción de Arecayá, el gobernador efectuó las diligencias correspondientes.
En primer lugar, destituyó al corregidor, Rodrigo Yaguariguay por supuesta negligencia y nombró en su reemplazo a Mateo Nambayú. Posteriormente, mandó congregar a toda la población en la plaza principal y por medio del capitán Gonzalo de Rodas, quien ofició de intérprete, dirigió una arenga a los indígenas. Les exhortó a efectuar todas las prestaciones convenidas con sus encomenderos, servicios incumplidos hasta entonces, por aquellos "remisos y negligentes encomendados". Y aunque, según el informe que dio al Cabildo de Asunción, el propio Sarmiento de Figueroa, "ocupó su prudencia en suavizarlos y hacerlos con mansedumbre al conocimiento de su obligación y reconocimiento del debido vasallaje al rey", no logró sosegar ni menguar sus ímpetus de rebeldía.
Desde hacía tiempo los indígenas de Arécayá gozaban de mala reputación por sus coaliciones sociopolíticas con los payaguaes; por los apremios que pasaban sus encomenderos y los titulares del curato; por los abandonos constantes de la población en masa hacia los montes y otros procederes que desprestigiaban su conducta ante los vecinos de Asunción y las autoridades del gobierno. Sin embargo, estas actitudes nada vasallas o respetuosas del orden impuesto, tenían su raíz en los abusos y extralimitaciones perpetradas por los encomenderos, que los constreñían a tan sostenida inquietud.
Cumplida con la visita de rigor, el Gobernador y su comitiva se dirigieron a los pueblos de Atyrá, Ypané y Guarambaré, situados más hacia el Norte. Una vez realizadas las gestiones pertinentes, el 28 de octubre, regresó al pueblo de Arecayá, con el propósito de continuar el viaje a la mañana siguiente hacia la Villa Rica del Espíritu Santo y sus distritos aledaños.
Esa noche, los indígenas se presentaron frente a la casa que ocupaba Sarmiento de Figueroa, con gritos desaforados imitando el sonido de aves y fieras, tocando flautas y otros instrumentos. De inmediato, el gobernador mandó llamar al cacique Mateo Ñambayú, recién nombrado corregidor del pueblo, y al preguntársele por el inusitado alboroto, este manifestó que eran voces de los centinelas que vigilaban el sitio para prevenir supuestos ataques de los payaguaes. Pese a la explicación, Sarmiento de Figueroa dispuso que los soldados de su hueste se mantuvieran armados y alertas contra cualquier atentado. No resultaron vanas sus preocupaciones, pues esa misma madrugada, los indígenas súbitamente embistieron con macanas, flechas y chuzos, las casas donde estaban alojadas las milicias del Gobierno.
Las causas de estos sucesos se originaron ya en la primera visita de Sarmiento, cuando los encomenderos planearon llevarse consigo a la vuelta de su viaje, a todos los niños huérfanos de ambos sexos en calidad de "naborias" -indígenas que eran destinados a servicios domésticos- e incluyendo en la partida a otros indígenas con sus familias; hechos que indignaron a los demás pobladores y provocaron el estallido de violencia.
En la primera embestida, murieron varios soldados y oficiales y fueron heridos otros tantos. Aprovechando una tregua, las milicias gubernamentales se refugiaron en la iglesia, por ser el edificio más sólido y apto para una eficaz defensa, y allí resistieron un asedio de cinco días, sin víveres y sin agua. Las fuerzas indígenas en su afán de obligarlos a una rendición, incendiaron el techo pajizo del templo y acosados por el fuego, el Gobernador y sus tropas se vieron en la necesidad de tentar algunas salidas, situación que aumentó el número de heridos. Gracias a las partidas milicianas procedentes de Atyrá, Ypané, Guarambaré y Caaguazú, conducidas por sus respectivos curas, se pudo contener los violentos ataques, produciéndose una gran confusión en todo el pueblo, coyuntura que favoreció la dispersión y fuga de los rebeldes. El total de bajas de los sitiados alcanzó a cuatro muertos y veintidós heridos.
Una vez pasado el peligro, el 5 de noviembre, el gobernador Sarmiento de Figueroa ordenaba el inicio de las causas criminales a 95 indígenas, con sus mujeres e hijos. Además dispuso la persecución de los restantes combatientes que se habían fugado hacia las espesuras boscosas.
Después de la declaración tomada a los testigos presenciales de los hechos, se indagó a los principales procesados. Eran estos, el corregidor Mateo Nambayú, los caciques Gaspar Tayaó, Marcos Yacairé y Ambrosio Tacay, Marcos Yacairé, Martín Yaratii y Bartolomé Tié, quienes de inmediato, fueron condenados a muerte. La misma suerte siguieron unos días después, los mitayos Mateo Ortiz, Juan Barbado, Gabriel Uza y Ambrosio Tacay También los indígenas de Arecayá, llamados Antón Guaramey, Francisco Guazú, Sebastián Varaque, Andrés de Aranda, Matías Pucú, Luís Pucú, Juan Pindora, Bartolomé Pucú, Luis Quiritó y Francisco Puce, fueron ajusticiados.
En las informaciones testificales proporcionadas por los acusados en forma colectiva y fuera de las normas procesales, también figuraron comprometidos el mulato Domingo, al servicio del Gobernador, que había peleado con una escopeta contra la fuerzas gubernativas; Gabriel Cheve y Vicente, ambos indígenas de Yaguarón, que utilizaron los arcabuces de dos españoles muertos. Por la misma causa fueron inculpados los nativos que acompañaron al Gobernador en calidad de auxiliares: Marcos y Cristóbal, de Tobatí; Cristóbal de Terecañy, de Asunción; Santiago y Agustín, de San Miguel.
Todos los declarantes en el interrogatorio, coincidieron sin excepción en que el cacique Rodrigo Yaguariguay, el corregidor depuesto por Sarmiento, se hallaba totalmente ajeno a los hechos y "que no quiso ayudarles ni pelear, y se fue de su pueblo al de Ypané", para no involucrarse en el atentado contra el Gobernador.
La predisposición de los indígenas de los otros pueblos integrantes de la comitiva gubernativa y sus huestes oficiales, que prontamente se sumaron a los conjurados, revelan cuan extendido se hallaba el descontento contra los abusos de la encomienda. Probablemente los problemas que soportaban los naturales de Arecayá eran también similares a los de sus tavas originarias.
El proceso continuo por varios días con las declaraciones de los inculpados y examinando a nuevos testigos. Sin embargo, antes de poder ejercitarse la defensa y sin vislumbres de sentencia, por orden de Sarmiento de Figueroa, se procedieron a las primeras ejecuciones. Obtenidas las confesiones que sindicaban al mulato Domingo, como participante del agresión, lo mandó garrotear en la plaza del pueblo.
Los demás pobladores, unos 168 indígenas con sus familias, fueron llevados presos y acollarados con cadenas, de regreso a la Asunción y aunque pasibles de pena capital, según el informe presentado al Cabildo, el Gobernador alegó que ante tamaña agresión, había usado toda su piedad y misericordia al conmutarles la pena de muerte por la desnaturalización de Arecayá y la sujeción a servidumbre perpetua en beneficio de los vecinos encomenderos y soldados que lo acompañaron en oportunidad de su visita. "A quienes los tengo repartidos con sus mujeres e hijos, en parte de remuneración de los daños que de ellos recibieron en dicha ocasión", concluía su explicación. Situación que acabó con la desaparición del mencionado pueblo.
El 6 de diciembre, apenas un mes después de la revuelta, Sarmiento de Figueroa pronunciaba su irrevocable sentencia condenando a la pena de muerte a los catorce indígenas ya ahorcados y además a otros diez, a quienes calificaba de "indios belicosos y que se señalaron entre los demás del dicho alzamiento y les animaban en los combates y asaltos". Ante tan severos veredictos, se levantaron algunas voces de protesta, entre ellas, la del capitán Francisco Sánchez de Vera, Defensor de Naturales, quien apeló ante el Gobernador y el Cabildo asunceno. Fundamentalmente insistió que entre los condenados a muerte figuraba el ya mencionado cacique don Rodrigo Yaguariguay, que de acuerdo a las declaraciones de los testigos no tenía culpa alguna en los hechos ya conocidos. Defendió también a varios inculpados, solicitando clemencia por sus vidas. No obstante, su apelación fue rechazada y Sarmiento mandó ejecutar la sentencia. En cumplimiento de lo ordenado, el 7 de diciembre, el capitán Gabriel de Cuellar y Mosquera retiró de la cárcel a seis de los condenados y los condujo encepados a la plaza central de Asunción, donde primero sufrieron la pena del garrote y luego fueron ahorcados. La cabeza de Cristóbal de Terecañy, le fue sacada y puesta en la picota.
El 14 de diciembre, Sarmiento ordenaba que los demás imputados fuesen ejecutados, inclusive, Rodrigo Yaguariguay; aun cuando se había comprobado fehacientemente su ausencia y su inconexión en los hechos incriminados a sus compañeros de suplicio, sin embargo, se lo incluyó entre los condenados a la pena capital, sin expresión de causa. Cuando su defensor insistió en su inocencia, el Gobernador se obstinó en condenarlo y en consecuencia fue ahorcado y su cabeza fue expuesta en la picota.
Una cuestión argumentada por el Sarmiento en el expeditivo proceso, fue que las penas de muerte no se debían solo a los ataques indígenas contra las milicias reales, sino, además, a una supuesta idolatría practicada por los indígenas de Arecayá. Inmediatamente después de contener la rebelión e iniciado el juicio, solo uno de los testigos, Jerónimo Méndez, vecino de la Villa Rica, declaró al respecto, manifestando que los nativos arecayenses adoraban como si fuera Dios, a un indio llamado Rodrigo, que anteriormente había sido corregidor del pueblo, y a su mujer por ser la representación de la Virgen María.
Si bien, no se comprobó la pretendida apostasía, no se puede negar de modo categórico la autenticidad esta versión, que podría haber ocurrido en un pueblo aislado, de indígenas cristianizados apenas treinta años antes y rodeados de infieles chaqueños. Aunque se debe tener en cuenta que estaba de por medio la situación de un gobernador que había ahorcado a catorce súbditos de su Rey, antes de dictarse la sentencia incriminatoria y, además, había borrado del mapa de la provincia a todo un pueblo, cuyos moradores fueron llevados encadenados como si fueran bestias, para después condenarlos a servidumbre perpetúa. Todas estas circunstancias obligaban al Sarmiento de Figueroa y a sus colaboradores buscar incidentes agravantes para justificar sus acciones.
La acusación de apostasía, que directamente concernía a la jurisdicción del poderoso Tribunal del Santo Oficio de Inquisición, constituía el recurso más satisfactorio para encaminar por esta senda la causa contra los naturales de Arecayá y no solamente, el Gobernador mencionó en su informe al Rey las versiones de la herejía de los mismos, sino también señaló como soporte de sus terribles sentencias, los sucesos acaecidos anteriormente con Overá, Guyraró y Paytara, demostrando que si no se actuaba con mano dura, podrían volver a repetirse las acciones rebeldes guiadas por sus líderes religiosos; por consiguiente, esta era la única forma de erradicar definitivamente la apostasía indígena y afirmar la evangelización en el Paraguay.
El Consejo de Indias, propuso al rey Felipe VI, la desaprobación de dichos procedimientos ejecutados por el gobernador Sarmiento de Figueroa y en consecuencia, este fue destituido, preso y sometido a juicio. Dos años más tarde se le absolvió de toda culpa y ya en libertad, abandonó el Paraguay con dirección al Perú.
La revuelta de Arecayá fue la última registrada en el Paraguay durante el proceso de la conquista y colonización. Sus hechos y sus inhumanos efectos produjeron gran conmoción en toda la provincia y no solo entre la masa indígena al servicio de los encomenderos o de las doctrinas a cargo de los misioneros, que vieron derrumbadas sus posibilidades de seguir conservando su cultura; sino también en la población criolla y mestiza que gradualmente, iba consolidando su identidad nacional.
CONCLUSIÓN
La historia de los encuentros violentos -tanto físicos como culturales- entre los indígenas y los españoles durante los dos primeros siglos de la conquista y colonización de las regiones rioplatenses, estaba aleccionada y justificada por diversos códigos políticos, religiosos, éticos y jurídicos, que dio lugar a débiles avenimientos y a violentas fricciones, con resultados fatales para los autóctonos indianos.
Si bien, el Papa Paulo III, presionado por Fray Rodrigo de Minaya, recién en 1537 declaraba a los indígenas "verdaderos hombres". El teólogo Ginés de Sepúlveda sostenía en su obra DEMOCRATES ALTER. DE JUSTIS BELLIS CAUSIS APUD INDIOS (1547) que los naturales de las Indias Occidentales, tildados desde muy temprano como "idólatras abominables" y "perros inmundos", debían ser sometidos a la voluntad de los hombres de razón -es decir a los europeos-, pues en su concepto, los indios eran "tan inferiores a los españoles como los niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas, de los prodigiosamente intemperantes a los continentes y templados, y porque no decir, de monos a hombres", percepción generalizada en casi todos los conquistadores que arribaron a las Indias y motivados por dichos criterios, emprendieron la ocupación de los diversos territorios americanos.
Como la mayoría de los pueblos aborígenes, los guaraníes del territorio paraguayo resistieron a la ocupación de los europeos, sin embargo, se hallaban en desventaja. La capacidad bélica de los recién llegados era más avanzada y mortífera que la indígena. Los europeos conocían la fundición, la pólvora y contaban con caballos y perros de guerra; en tanto, los nativos, aunque superiores en número y en conocimiento del terreno, solamente con la tecnología lítica y carencia de animales, no lograron truncar los propósitos de los invasores y así mediante las guerras de conquista, los españoles se adueñaron de sus tierras, de sus mujeres y consiguieron erradicar sus ancestrales usos, costumbres y ritos religiosos.
Pero es factible que también, la clave de las sucesivas derrotas guaraníticas, se encuentre no tanto en la superioridad militar y material de los europeos, sino más bien en las particularidades de la sociedad guaraní, fragmentada por disputas inter-tribales, en un escenario geográfico multiétnico donde las relaciones estaban rubricadas por conflictos, incursiones sorpresivas, regateos en los intercambios, hostilidades cubiertas por conjuras, alianzas oportunistas y traiciones. En esa coyuntura, los españoles contaron siempre con la colaboración de los indígenas "amigos", que reclutaban tanto entre las parcialidades guaraníes como entre sus antiguos enemigos, los agaces o payaguaes chaqueños, ansiosos de vengar agravios pasados. De este modo, los guaraníes fueron víctimas de la misma cultura que procuraban valerosamente defender del cambio y de la disolución, razón por la que no pudieron presentar al invasor español un frente unido y sin grietas, que lograra la renuncia de proseguir con la empresa conquistadora. En conocimiento de estas ancestrales diferencias, los europeos mantuvieron y fomentaron las divisiones inter-étnicas porque en ellas residía su fuerza y la conquista contaría siempre con eficaces aliados para conducir a los sediciosos guerreros hacia el camino de la sumisión.
Por otra parte, las enfermedades que los europeos trajeron a las tierras americanas, para las cuales los indígenas carecían de defensas, cobraron miles de vidas y se constituyeron en factores que pesaron en contra de las sociedades nativas, que en medio de la guerra también, debieron enfrentar el desastre epidemiológico.
Un factor importante que debe tenerse en cuenta con respecto al tipo de relaciones entre españoles y guaraníes -que ya se notó en la primera fase de la conquista y hasta la etapa de los repartimientos- fue el parentesco entre ambas culturas que, si bien no tenía la misma acepción para unos y para otros, introdujo visos de afecto y de compromiso personal en un vinculo que era por tanto algo mucho más complejo que una mera relación de dominación y de explotación. Las fuentes documentales registran casos de cómo ciertos conquistadores defendían las demandas de sus "suegros" y "cuñados", tratando de proteger a su parentela política contra los agravios perpetrados por sus pares españoles a través de las sacas y las rancheadas. Si bien, nunca los expedicionarios de la primera etapa, llamaron oficialmente "esposas" a sus mujeres indígenas, con frecuencia reconocían a sus hijos mestizos y en sus testamentos velaban por asegurarles un futuro digno, tanto a ellos como a sus madres.
Sin embargo, a medida que avanzaba la marea militar española y se constituían los asentamientos coloniales, se multiplicaban las leyes que velaban por los derechos de los indígenas. Pero en realidad -en la inmensa mayoría de los casos-, esas ordenanzas apenas se atendían o eran firmemente incumplidas por parte de los señores encomenderos y de algunas jerarquías administrativas provinciales, y por consiguiente, los indígenas, convertidos en vasallos debieron soportar los distintos tipos de servidumbres impuestas a través de la encomienda yanacona o de la mita y, de la confinación obligada a los "pueblos-reducciones". En el escenario social del Río de la Plata, como en otras latitudes, el indio era avasallado y despojado de sus pertenencias y de sus hábitats, de modo sistemático y brutal. Las normas jurídicas se aceptaban de palabra pero no se cumplían de hecho. Es dentro de esta historia de abusos, impuridades y alteraciones en los sistemas laborales de los indígenas que debe ser contemplado el proceso de conquista desplegado en el antiguo territorio paraguayo.
En cuanto a las rebeliones mesiánicas, estas se constituyeron en la presencia activa de una lucha frustrada que iría esparciendo gradualmente un enorme pesimismo en casi todas las parcialidades indígenas, que desesperadas contendían por mantener su identidad cultural y cuyas derivaciones revelaban sentimientos plagados de tristeza y profundos desengaños, exteriorizados en suicidios, abortos, infanticidios, huida al monte y adopción de un modo de subsistencia vandálico en lugar de la vida pueblerina basada en la agricultura. Estas fueron algunas de las respuestas fatalistas y angustiosas de los nativos del Paraguay en la segunda etapa de conquista.
Con el transcurso de los años, fue afirmándose la autoridad de magistrados y encomenderos sobre los indígenas reducidos a pueblos, tanto por el generalizado asentamiento del orden colonial, como por la ulterior desaparición de los caudillos y chamanes de las antiguas rebeliones, sin posibilidades de que surgiesen sustitutos o brotasen nuevas sediciones. Subsistía la dignidad de cacique, pero incorporada a la estructura política colonial y desprovista totalmente de mando, circunstancia que sumada al ejercicio efectivo del poder emanado por las autoridades civiles y eclesiásticas, contribuía decisivamente a disminuir su influencia y su prestigio. Esto se fue acentuando con la formación de sucesivas generaciones de indígenas ya nacidos bajo los dogmas cristianos y que jamás habían experimentado otro sistema en el cual la encomienda y la sujeción a la Asunción, a la Villa Rica del Espíritu Santo o a otras comunidades, no fueran las características más importantes.
En ese contexto, como en los anteriores, las mujeres guaraníes se constituyeron en las piezas genuinas de las relaciones inter-étnicas. Su trabajo en los campos era vital tanto para los españoles, como para los indígenas tanto así que la subsistencia de ambos grupos, dependía de su esfuerzo. Su extracción de manera violenta de sus tavas originarias provocaron los primeros alzamientos de los indignados carios y, aunque las posteriores rebeliones iban signadas más por factores socio-religiosos que políticos, en esa trama de acontecimientos públicos y privados, ellas se convirtieron en las compañeras, vasallas, amantes, criadas, cargadoras, agricultoras, cocineras y madres de los hijos habidos con sus nuevos "esposos-amos". Aunque condenadas a la violencia y al silencio, las nativas guaraníes fueron las verdaderas protagonistas de la historia del periodo de conquista de los territorios pertenecientes antiguamente al Paraguay. Fueron además, quienes enseñaron el idioma guaraní a sus hijos mestizos y quienes conservaron en cierta medida algunos elementos de las tradiciones de su pueblo, muchos de ellos, lamentablemente perdidos, pero lograron transmitir a las futuras generaciones algunas peculiaridades de sus acervos culinarios basados en el maíz, el maní, la mandioca y otras legumbres y muy especialmente la popularización en toda la región rioplatense, del amargo ritual del mate.
Hoy, después de 475 años de la llegada de los conquistadores españoles a estas tierras, los indígenas representan solo el 1,7% de toda la población existente en el país y, a pesar de las múltiples leyes promulgadas a su favor, desde el período de conquista hasta el presente, siguen luchando con utópicas esperanzas por recuperar una pequeña parte de sus antiguos dominios y restaurar sus atávicas costumbres en un Paraguay que promueva más homogeneidades entre todos los integrantes de la sociedad.
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