LOS HUERTAS
Novela de GABRIEL CASACCIA
LIBRO PARAGUAYO DEL MES
Nº 14 - NOV.-DIC. - 1981
Ediciones NAPA
Ilustraciones: CARLOS COLOMBINO
PRÓLOGO
I. ESTRUCTURA
Esta novela -séptima y última del autor- cierra un ciclo, no sólo vital sino también literario. Culmina con ella lo que, desde La Babosa se interpretara como la culminación de una serie que por contrafigura algunos habrían deseado calificar de "tragedia pueblerina", pequeño reflejo de una sociedad (o más bien su fragmento adventicio) cuya decadencia supo denunciar Casaccia a partir de 1952.
La linealidad que en ella se observa quizá sea más estricta que en sus obras precedentes. Los capítulos se presentan encadenados sin solución de continuidad, exentos de interpolaciones o de alguna que otra intercalación explicativa. Se advierte que la idea no ha sido tanto sorprender al lector con hallazgos formales cuanto conducirlo por un laberinto de hechos y almas con un final que no hacía prever la voluntaria sencillez de sus recursos narrativos.
Los episodios cambiantes se desencadenan sin mayores sorpresas, pero por debajo de esa aparente monotonía de sucesos, ocurridos en los estrechos límites de una población reducida en gentes y acontecimientos, se mueve y agita ese otro mundo anímico de sus personajes, socialmente desmedrados, físicamente decaídos, aunque con una rara voluntad de sobrevivencia, instalada como cruel paradoja entre lo que se ha ido y lo que no se resigna a dejar de ser.
Puede afirmarse así que la propia evolución del relato tiene menos importancia que lo que corre por dentro de él: la ingobernable fatalidad que se apodera de estos seres marginados, nostálgicos de ese pasado que en ellos perdura. Por eso no estará de más recordar que este libro está destinado -más que nada- a desnudar almas, anudar y expresar sus conflictos, antes que a exponer situaciones meramente anecdóticas o episódicas.
Cada novela de Casaccia -desde La Babosa en adelante- representa, en relación de unas con otras, no un ciclo cerrado en sí mismo sino una posibilidad abierta: la que le servirá al autor para trazar, a través de una experiencia de casi treinta años, un panorama no siempre sombrío donde los protagonistas significan más que el paisaje y donde la realidad externa, tanto física como social, dice menos que sus espíritus atormentados y sus vidas atribuladas, aun en los más pacíficos o conformados a su suerte.
Resumen de hechos, después de todo, en Los Huertas reaparecen, directa o indirectamente, a veces en una breve mención unida al relato, varios de los personajes de libros anteriores. Sus nombres responden por instantes y por necesidad de la narración a alguna lejana evocación, sin trascendencia aparente pero que para el autor cumplen el objetivo de quedar integrados al plan general, que está implícito y que es parte de ese inconfeso propósito de realizar, con el trasfondo de Areguá, una especie de recuento de bienes y males universales.
Sería ilusorio creer que no median distancias entre La Babosa y cada uno de los libros que le siguieron. Las hay de orden simplemente formativo; otras, en cuanto a los rasgos propios de cada situación, aunque bien puede advertirse que el relato no se halla compuesto de compartimientos estancos; y más aún las que ofrecen, en el nuevo giro de la prosa (las fuentes francesas sustituyen a las hispánicas), un quehacer de oficio digno de destacar, ya que el autor asume una posición opuesta a la que manifestara entre 1930 y 1952, a pesar de que en algunos cuentos de El Pozo (1947) es posible descubrir anticipos de esa modificación.
Obras distintas pero intercomunicadas, las suyas, no podrá prescindirse de alguna o algunas de ellas a la hora de juzgar el conjunto, el que como tal guarda en profundidad, una coherencia no señalada todavía por la crítica. Es más: hasta podría pensarse que en las lejanas páginas de Mario Pareda (1939) empezaban a manifestarse ciertos elementos que con los años aflorarían, anticipando posteriormente hallazgos: el propio Mario Pareda, estudiante neo-romántico entonces y dúctil abogado de empresas extrajeras después (trasnacionales se les llama piadosamente ahora); el párroco Benítez, la reminiscencia de Areguá, que allí parece inaugurarse, todos los cuales resurgirán, en los dos primeros en particular y con referencias indirectas (queremos decir: no de primer plano) en la lenta y a la vez densa acción de Los Huertas. (El único que corroe con avidez implacable es el tiempo).
El relato incluye, igualmente aquí, el intento de sumar un estado de denuncia que comprende numerosas variantes y que se concretan por medio de sucesos que tienen por motivo a los propios protagonistas. Ninguno de ellos se duele por lo que le dicen (son contadas las efusiones solidarias) sino por lo que su realidad íntima les dicta. De tal modo las menciones de tipo político sólo se concretarán a través de personajes: la violencia, la arbitrariedad, el arribismo, la impunidad, responden a una declinación moral y de época, de la que seres humanos son apenas receptáculo, hilo conductor o agentes de pasiva o inconsciente complicidad. Nadie más alejado que Casaccia de la literatura panfletaria. Su compromiso ha sido el de un escritor y su conducta la de un ciudadano.
Lo que en verdad el autor ha querido es poner de manifiesto la decadencia y derrota de un viejo modelo de sociedad, un tipo de convivencia y subsistencia que por no haber adoptado las precauciones necesarias y no haber sabido dónde estaban los límites del ayer y del mañana, se redujo a vivir de presentes "alegres y confiados" y luego a sobrevivir de añoranzas. El valor indudable de su concepción novelística reside en eso, y ese valor es tanto más creciente cuanto que Casaccia fue a un mismo nivel testigo y protagonista de ese viejo modelo de sociedad decadente, a la que no disculpa las frustraciones que originara.
Para llevar a cabo ese propósito le era preciso adoptar un lenguaje sin concesiones, ofreciendo con él una imagen -cierto es- nada complaciente, de realidades notorias en lo que hace al ámbito de su acción, y de resquebrajamientos morales vistos o traducidos en actos de conciencia -no siempre en la superficie- de cuya trama quedan como prisioneros sus personajes, idealistas desesperanzados, en algunos casos, o dolorosamente vencidos (o con-vencidos de su propia impotencia) en otros. En ese contorno, que confina en un implacable buceamiento de almas, en una reiterada disección sicológica (a la que se superpone la remota sombra de Dostoievski adosada a recursos freudianos), no hay lugar para la expresión superficial o colorista: todo pintoresquismo ha quedado abolido.
El diálogo -intercambio de ilusiones fallidas o de fatalidades inconclusas- no es incorporado como mecanismo independiente sino en función de lo sucedido, más que de lo hablado. Sin que pudiera adjudicársele desusado dramatismo (Casaccia es, desde su ubicación, un narrador sobrio; el resto lo hacen los hechos) debe recordarse el encuentro de Florino Villalba Bogado con el Dr. José Gusari y el de Adelina Huertas con Remigio Ezcurra, su hijo vergonzante y vengativo.
Las palabras que esos y otros diálogos intentan traducir -incluyendo aquellas de grueso y generoso calibre- tipifican también la condición de vida de esos seres que con ello encuentran como un desahogo a seis antiguas limitaciones sociales, particularmente en dichos supervivientes vástagos de los Huertas y los Villalba Bogado, reducidos a sus extremos, aunque nunca resignados ni comprensivos. Cada cual expresa lo que siente y lo que es (aun sus ocultaciones) y aquel que sabe que su vida debe marchar por carriles cotidianos (otros dirían normales) busca manifestarse en consonancia con el camino elegido. Esto ocurre con Mariana Villalba Bogado, señorita de sociedad en su juventud y empleada de tienda en su madurez, o con Florino y Adelina, prisioneros de una fatalidad no acatada del todo y despeñados socialmente, con hosquedad, más que con rebeldía, y no contra clases o personas sino contra ellos mismos.
Si se pretendiera abordar, con mayores exigencias, ciertos detalles propios de su estructura, cabría preguntarse si esta, como se ha sospechado de las anteriores, es una novela en clave, donde están revelados, tras la modificación de nombres, lugares y situaciones, algunos sucedidos de la vida real. Eso se supuso de La Babosa, donde los protagonistas están más apegados a lo inmediato y contingente; igualmente de Los exiliados, en cuyas páginas se ha creído identificar a seres de existencia bien tipificada a pesar de la hábil distorsión a que el autor considerara oportuno someterlos.
Podría afirmarse que a ese respecto tales supuestos no se dan con tanta fuerza en La llaga, donde el centro de la frustración edípica se muestra en Atilio Cantero; ni en Los herederos, principio de la serie que ahora termina. Por otra parte debe reconocerse que, por más que su descubrimiento pudiera ser o parecer exitoso, los personajes de Casaccia no participan de una identidad determinada. De tal manera - por ejemplo- "la babosa", resumida literariamente en la escueta humanidad de doña Angela Gutiérrez, no participa de las características de una sola persona en trance vital: concentra las reacciones, defectos y actitudes pertenecientes a varias.
Caso parecido al de doña Angela y su hermana Clara es el de Adelina Huertas, aunque no en la versión de su existencia, pero ha de sospecharse que Adelina es ella y otros más. A veces un personaje antagónico acaba transfundiéndose en su opuesto, como bien podría ocurrir con Florino, atado al fantasma inexorable de Casimiro Huertas y contradictoriamente prolongándolo y asumiendo sus mismas frustraciones.
Quizá no haya dudas de que esos personajes alguna vez debieron tener existencia, pero transferidos a situaciones diferentes y actuaciones no siempre similares. Son reales en cuanto a su dependencia de una realidad determinada, que el autor no pretende soslayar, aunque sin entregarse a ella, pero quieren ser ficticios en lo que se refiere a su identidad individual. Ese mecanismo podría interpretarse como disociado al producirse la incorporación, al cuerpo de la novela, de nombres propios, casi al lado mismo de su trasposición: Natalo Gonzaga, Edigio Adaya y Jose Gusari representan allí otra cosa que la mención de sus destinatarios auténticos, apenas si fugazmente aludidos, aunque ellos resulten evidentes al relacionárselos con la otra realidad, que no es precisamente la de la ficción.
II. LA REALIDAD IRREAL
¿En qué magnitud -podríamos preguntarnos- sigue Areguá hostigando la memoria de Casaccia en estos trechos finales de su vida y de su obra? ¿Es acaso éste, para corroborarlo, el remoto Areguá de Mario Pareda o el más inmediato de Los herederos? Salvo algunas vagas alusiones y algunos detalles referidos a viviendas, el pueblo como escenario sólo aparece como elemento indirecto, casi diríamos que como telón de fondo. Porque en esta nueva aportación puede advertirse algo distinto: los personajes que vienen de afuera -con mayoría asuncena, como siempre- no son asediados, por lo menos con la urgencia de antes, por el deseo de partir sin haber tenido casi tiempo de haberse aquerenciado.
Florino Villalba Bogado, cuyas frustraciones no participan del orden creativo -según podría detectarse en Casimiro Huertas (o más atrás: del Ramón Fleitas, de La Babosa, o Gilberto Torres, de La llaga)- es un resentido por descenso en la escala de valoraciones sociales o intelectuales, pero sin reacciones contra el ambiente que lo cobija. Diferente conducta había observado el Dr. Indalecio Rolón Palacios, especie de ave de paso que medía su obligada permanencia aregüeña con aquellos años de becario en Alemania, codeándose con las luminarias del sicoanálisis y la fenomenología. Sus pretensiones no habrían sido, desde luego, las de confinar en la atención del Centro de Salud de una modesta villa de campaña.
Después de todo, esos personajes no tienen otra conformidad que la de deslizar sus vidas en el pueblo tranquilo, sumergiéndose en la serie ininterrumpida de sus silencios y ensimismamientos, allí donde "el mañana sería igual al hoy, como éste lo fue al ayer". Nada se ha movido de su sitio -a excepción de unas pocas gentes y cosas menores- y sin embargo cada uno lo sentía a su manera: Mariana hallándolo inmutable a pesar de una larga ausencia; Florino llegando a saberlo "infestado de póras, ánimas en pena, pomberos, muás", los que desde la muerte de Casimiro Huertas "se han vuelto más numerosos y activos". Lo edilicio que alberga a toda esa mitología lugareña no alcanza a manifestarse totalmente y hasta la, iglesia ha desaparecido. Sólo el almacén y posada de Cátulo Ramírez, el bazar de Gregorio Aguilar y el boliche y billar de Encarnación Riquelme, continúan abiertos y en pie. ¿Para qué más?
Los personajes que hacen el gasto del discurso son casi todos de clase media -unos alta, otros baja- reducida a pretensiones de menor cuantía, en la que el descenso y/o degradación no son tan evidentes como en los residuos de la clase burguesa, con manías aristrocratizantes, representada por los Huertas y los Villalba Bogado. Las mujeres, en especial, procuran establecer distinciones netas, dar a conocer su procedencia de ciudad-capital. Bien se encarga Adelina de aclararlo: "No... Yo no soy aregüeña... soy asuncena y de lo mejor". También Gloria y Lucrecia son reconocibles como "asuncenas netas en su vestimenta, lenguaje y maneras, sin mezcla de coyguasismo" o sea de rusticidad campesina. En ninguno de los otros libros los protagonistas acentúan las diferencias como aquí.
¿Son reales, exactamente reales, estos integrantes del mundo creador de Casaccia? ¿Su origen está en la realidad o en la fantasía? Para dilucidar esto, aunque fuera a medias, bastará recordar la advertencia de la maestra Damiana a su hermano, trunco estudiante de arquitectura: la de que puede terminar como Ramón Fleitas. "Nicolás: -¿Cuál? ¿El de La Babosa? Esa es una fantasía, un personaje imaginado, literario". A lo que Damiana responde: "Sí, pero a veces la realidad copia". Es decir, que puede ser producto no tan sólo de lo que se ve y comprueba sino de lo que se piensa o sueña.
¿Estarán las mujeres, en esas páginas, mejor perfiladas que los hombres? Sí, en esta novela como en las otras -desde La Babosa- el papel protagónico de la mujer parece más definido; no hay en ellas rasgos totales de pusilanimidad o de neurosis; todas aceptan su destino y lo cumplen, y las que lo tuercen es para revelar su protesta hacia el pasado o hacia la imposibilidad de despojarse del todo de él.
Pero no son ejemplos morales los que propone el autor sino vidas desgarradas que en mayor o menor medida siguen asidas a la rutina, o si la trascienden es para ascender (o descender), según sea la consideración social que se hayan ganado o se merezcan. Mujeres de sociedad llegan a la más baja explotación de los instintos (Adelina Huertas, Quiteria Villalba Bogado), en tanto que las pobres, sin descubrir su individualidad, ven trascurrir sus días con digna simpleza.
Ha de recordarse -ante esta comprobación- que Casaccia nunca ataca ni moraliza sobre los seres humildes de sus novelas, callados y resignados como siempre. En cambio Clara, en La Babosa, se encerraba en su habitación para emborracharse con anís, Adelina, en Los Huertas, más despejada y linfática, lo hace a cara descubierta, consumiendo con reiteración whisky o ginebra con limonada en reiteración de dipsómana.
En cuanto a los hombres, puede afirmarse que su desmitificación machista es casi completa y que con ella se emprende una tarea poco menos que demoledora. Esto vale para todos porque Casaccia no intenta, ni pretende, salvar a los protagonistas de sus obras, en el sentido religioso del término, ni en ningún otro sentido: ellos mismos desconocen la contrición y el arrepentimiento. A los próceres de las respectivas familias, aquellos que las encabezaron y que están difuntos, no les va mejor: el Dr. Antonio Villalba es tenido por "sirvientero" incoercible, en tanto que don Leonardo Manuel Huertas es puesto bajo la sospecha de haber practicado el incesto. A partir de allí la conducta de sus descendientes, que son los que sobrellevan el peso del relato, puede tener las más inesperadas variantes.
III. LOS TEMAS
No son muchos los temas (no denominaríamos la temática, que se verá más adelante) que circulan por esta novela. La historia, esa que podríamos calificar de viviente pasión nacional, sólo surge, sin propósito deliberado, para fijar más bien el estado de espíritu o las arraigadas prevenciones de alguno de los personajes respecto del otro. No induce esto a suponer creencias o convicciones sino actitudes adoptadas momentáneamente, aunque pudieran corresponder al respeto de una tradición o de una ubicación ideológica.
Los protagonistas rondan o rozan la historia sin mayores entusiasmos o, para ser más precisos, sin enardecimientos, aun cuando el influjo de cierto prestigio generacional (el del 900, por caso) pudiera conducir a pensar lo contrario. Eso sí: no será posible desentenderse del todo de ella y a tanto llegará esa convicción que lo que se dice que ha quedado de las inquietudes intelectuales de Casimiro Huertas es nada menos que un recuento histórico-político, que alguien habría de editar alguna vez. La dispersión de ese manuscrito, informe papelerío ilegible, no será otra cosa que el símbolo representativo de la fragilidad de aquel influjo.
La generación del 900, que trazó rumbos en la vida cultural del país y a la que pertenecían los difuntos Dr. Villalba y don Leonardo Manuel, es juzgada no por el resultado de su quehacer sino por los extravíos institucionales (conspiraciones, revoluciones), en los que les tocara participar a sus integrantes. Queda, sí, el mito de lo que fueron, de las opiniones que de ellos o sobre ellos perduran, pero el fulgor de sus respectivas trayectorias -salvo para la íntima y empecinada gloria familiar- se ha apagado ya por la época en que transcurren los atormentados episodios de Los Huertas.
El idioma guaraní, de obligada presencia según el contorno en que se muevan o sitúen los personajes, es mantenido en dos planos: aquel en que la acción misma obliga a su uso -bien que mesurado con relación a obras anteriores-, impuesto por la fuerza de las circunstancias, en particular aquellas determinadas por su tonalidad emocional, y el otro, en que la lengua nativa es ubicada como elemento de comunicación. No se infiere de esto que las frases en guaraní guarden la ilación del coloquio, pues se las halla como instaladas esporádicamente para avalar el dramatismo o el impulso de situaciones bien acentuadas, sino que responden a los reflejos propios de estados de ánimo no transferibles.
¿Y quiénes hablan allí? No únicamente aquellos que por su extracción popular pudieran quedar reducidos a expresarse con más propiedad de esa manera, como en el caso de Remigio Ezcurra, en quien el guaraní adquiría matices e inflexiones dulcificadas, mientras que el español le salía imperativo y metálico. (Esto tendría su perdida raíz en la Conquista). Pero también utilizará ese idioma su madre, Adelina Huertas, no para tratar con sus iguales sino para deslizar el diálogo afectuoso y cordial con las mujeres del pueblo, ante quienes accedía a una nivelación no permitida a sus presuntos pares sociales. Demás está agregar que no lo emplean Casimiro ni Florino, en quienes los prejuicios provenientes de su clase no se habían ni siquiera atemperado.
Y cerrado este capítulo de los temas: las familias, frente a frente, irreconciliables, pero imprescindibles las unas respecto de las otras, procurando erizar el plumaje de pretéritas glorias sociales -derivadas de un "situacionismo" ya evaporado- en una actitud destinada más que a recordar al resto del vecindario que ambas han sido otra cosa (in filo tempore, desde luego), a hostigar la memoria de sus últimos y propios integrantes. Ninguno de ellos tiene, en esencia, que ver mucho o poco con Areguá: han traído de lejos, de la capital, su carga de deterioros, que el ambiente, antes que remediarlos, acrecentará.
Mas, en lo hondo, bien se sabe que ellos no se engañan, que no ignoran que entre las muchas luces encendidas por el espectáculo de la figuración social han subyacido verdades no por ocultas menos existentes. Florino se encargará de recordárselo a Adelina: "Vos mejor que nadie sabés que por esto o por lo otro todas las antiguas familias paraguayas tienen sus pecados veniales o mortales... la tuya tampoco se salva". Alusión a problemas de ascendencia y descendencia que no inquietarán del todo a los personajes pero que serán utilizadas -como por estos dos- a manera de oportuna arma de combate.
IV. LA LETRA PROFUNDA
¿Hay en Casaccia un moralista? Indudablemente que sí y por contraposición. De esta "técnica" (algún calificativo tenemos que ponerle) no se sacan conclusiones apropiadas a una moralidad militante; ni siquiera el autor se adelanta a decir cómo debieron actuar sus personajes. Se limita a mostrarlos o a exhibirlos (las situaciones externas a ellos son consecuencia de hechos ocurridos y de algún modo irreversibles) a veces hasta las gradaciones finales de la conducta para que de allí se deduzca su opuesto. Ahí están las hermanas Arredondo, que han compartido los favores, no por cierto románticos, de un mismo hombre y que pasan como sombras insepultas a remolque de las páginas de La llaga; ahí la presunción -un rumor largamente corrido en los mentideros de la capital, cuarenta años atrás- del incesto compartido por don Leonardo Manuel con su hermana Gervasia; más allá, el "sirvientismo" del espectable Dr. Villalba, dispuesto a no dejar fámula tranquila; el cotejo que Adelina hace de los vientres de dos de sus cuatro amantes, la "atracción física" que ésta sintiera, exacerbada por la admiración familiar, hacia su hermano Casimiro, al parecer sin amores visibles o misógino redomado...
Todo eso y tal vez más queda para señalar que ni el brillo social, ni la cultura adquirida, ni el prestigio político conseguido, ni la proceridad de familia o de nombre, pueden o podrán contra las grietas del alma y las fracturas de la voluntad, acompañadas a la vez por la medianía económica lindante con la pobreza o la miseria. Moralismo al fin de cuentas este de poner -sin habérselo propuesto o por lo menos no desmeritando su intento- a esos seres de raza social, criados entre comodidades y exclusivismos, en trance de ser comparados, desde la tormenta de sus almas (y con beneficio para éstos) con esas sirvientas, esos sencillos y casi anónimos trabajadores (el sepulturero, el albañil, el bolichero), sin aspiraciones en sus vidas opacas pero sin resquebrajamientos que lamentar. Pero sobre quienes se derramará la más cruda ironía será sobre las medianías y los leguleyos, proyectos de gente sociable, inacabados también.
La mordacidad se torna implacable cuando el comentario de Eleuterio limita el adelanto y el progreso -la modernización del Paraguay- al reemplazo de "la vulgar guaripola" por el whisky. Y acota que hasta "en el más humilde boliche de campaña se veían en sus estanterías tambaleantes y rústicas distintas marcas de scotch''. La sensación de ridículo muestra a Florino con ese casco de corcho, que le da apariencia de "cazador de leones" -un simbolismo semejante al del bastón de Casimiro- y que es un legado de su padre, el Dr. Antonio Villalba, con el que éste hizo la campaña revolucionaria de 1922 "y otras asonadas menores".
También adquiere un tinte crítico al poner en descubierto a los petimetres que, declarada la guerra del Chaco, procuran hurtarle el cuerpo. Sindulfo Ibarra es baqueteado por sus amigos, juntamente con Florino Villalba, cuando ambos visten el uniforme verde olivo. Pero Casaccia -esta vez es él- ironiza diciendo que "volvieron a Asunción a las dos semanas, después de estarse todo ese tiempo en el comando de Isla Poí, comiendo, bebiendo y contando chistes verdes en guaraní".
Pero la letra profunda de esta póstuma aportación de Casaccia a las letras nacionales no está en eso, está orientada hacia otros planos, tal vez no sospechados por los lectores de sus otros libros, aun de Los herederos, del que esta novela es evidente continuación. Esa profundidad consiste en una evolución raigal, donde no lucen solamente la mera literatura ni la habilidad temática: la de que en última instancia los personajes son símbolos de objetos y que protagonistas finales no son otros que el tiempo, la soledad y la muerte.
Desde un orden material e inmediato los muertos mandan a través de objetos, cuyo trágico simbolismo se apodera de los que han quedado entre los vivos: se trata de un mandato a cumplir, pero también de una venganza, que encadena el ser al no-ser, diluyendo hasta sus más ínfimas reservas, donde la voluntad aún podría ofrecer alteraciones, o, en este caso, desobediencias. El bastón con empuñadura y nudos de oro de don Leonardo Manuel Huertas; el mobiliario de ambas familias (cuyo ruinoso, destino parece sobrevivirlas); los diez chalecos de fantasía de Casimiro; el nunca más abierto ropero de la tía Gervasia; el testamento de aquél, que dispone ser sepultado con su revólver y su bastón; la diferencia entre el panteón donde reposan los Huertas y las modestas tumbas, con faroles de lata, en que han terminado los Villalba. Y sobre todo ese bastón, que es uno de los elementos fundamentales de la novela, revelación del poderío perdido de una edad ya muerta. Así lo reconoce Ruperto Zabala: "Regio bastón... hermoso bastón -exclamó con entusiasmo-. No es sólo símbolo de una familia sino de toda una época, de toda una época que ya no vendrá; de una época que ya es historia".
El bastón en que terminará apoyándose Florino y el revólver que ha de terminar, imprevistamente con la vida de Adelina, son demostraciones palpitantes de que lo que ha muerto sigue viviendo. La mano de Casimiro domina la escena. Y así de los que están bajo tierra depende el sino de los que han quedado para luchar, al fin de cuentas, porque -afirma Ruperto- "la vida sin dolor, sin dificultades, sin crisis, no se la siente, es como si no viviera".
Los muertos cubren la soledad de los vivos y por acto de ausencia -más que de presencia- actúan sobre ellos. Se nace para morir, cierto es, pero mientras esto llega otros se adelantan y, como bien dice Adelina, "se llevan los recuerdos, los secretos, la vida entera de los vivos". En ese camposanto rural debería acabar la vieja lucha, la sórdida inquina que ha separado a los Huertas y a los Villalba, pero dos de sus sobrevivientes, uniéndose y odiándose a la vez, han resuelto, en un proceso inconsciente, prolongarlos.
De este modo la Muerte -con mayúsculas- aparece instalada como intransferible protagonista del libro. Una muerte existencial que justifica por igual a los que están y a los que no están y que por fin será su más definido símbolo. Esta temática guarda relación con preocupaciones de Casaccia conducentes al plano de la filosofía, de ahí la hondura de estas páginas, que en mucho superan a otras anteriores.
Dos o tres años antes venía él a menudear sus visitas a Areguá para prever el sitio de la recalada definitiva. Ahora que se han cumplido sus deseos no quedarán dudas de que sus personajes se habrán adelantado a recibirlo y que dialogará con ellos, con todos, mientras cae la noche sobre el pueblo tranquilo y pasa sobre el lago, tripulando las almas de los que se han ido, una misteriosa brisa de eternidad.
(S. V. W)
I
Damiana Cavaras había llegado a Areguá hacía una semana más o menos para hacerse cargo de la escuela del pueblo, de la que había sido designada directora. Un mes antes estuvo allí por unos días para alquilar la casita que ahora ocupaba. Le costó bastante encontrar casa. Había varias deshabitadas, pero eran chalés de veraneantes, que venían en las vacaciones. Su amigo, el abogado Mario Pareda, le dio una carta de presentación para el cura párroco Rafael Benítez. Damiana le contó a éste que, merced a la influencia y amistades de Pareda, consiguió a duras penas que la nombraran directora de la escuela. En el Ministerio hubo oposición a su designación por ser hija de un liberal. Pero no pudo eludir su firma en la ficha de afiliada al Partido Colorado. "Tuve que hacerlo para no morirme de hambre" -se justificó Damiana ante el cura como si hubiese cometido un pecado. "Los liberales también lo exigían en su época, pero tal vez en forma más discreta, no tan brutal como ahora" -le respondió el cura. Más tarde éste se enteró que Damiana no era liberal ni pertenecía a ningún partido político. Su padre, el doctor Jerónimo Cavañas, sí fue liberal y de destacada actuación, llegando a ser ministro y senador.
Damiana sentíase contenta en Areguá. Tomaba su estada allí como una nueva experiencia en su vida y un leve castigo que no duraría mucho. Esperaba que transcurrido algún tiempo la repondrían en su anterior puesto en la Dirección General de Escuelas, o en otro similar, del cual la habían relevado -ella pensaba que injustamente- aunque su exoneración se fundó en sus ideas irreverentes sobre el prócer José Gaspar Rodríguez de Francia, a quien tildó en varias ocasiones públicamente, de "tirano sanguinario". Su imprudente opinión fue el pretexto para quitarle el cargo, que se lo dieron a otra maestra, amante y recomendada de un senador. Mario Pareda, al obtenerle la dirección de la escuela en Areguá, la animó a no desaprovechar la ocasión, diciéndole: "Agarra esto por el momento. Más adelante veré si puedo conseguirte algo mejor, que esté de acuerdo con tu capacidad y preparación intelectual".
- ¿Qué te parece la casa? -le preguntó Damiana a su hermano Nicolás, que acababa de llegar de Asunción y andaba de un lado para otro examinándola-. Vos como estudiante de arquitectura le vas a encontrar muchos defectos seguramente... Pero tendremos que conformarnos. No encontré otra mejor.
Nicolás se alzó de hombros y sonriendo continuó su inspección. Damiana lo siguió con una mirada llena de ternura. Nicolás andaría por los veinticinco años, diez menos que su hermana. Era de aspecto endeble, canijo, estrecho de hombros. Hablaba poco y su rostro delgado estaba marcado siempre por una expresión pensativa y abstraída. Sus estudios de arquitectura los había seguido con entusiasmo y regularmente hasta la muerte de su padre, pero desde ese momento su voluntad decayó, como si su interés y su impulso para estudiar los recibiera de su padre vivo. Posponía sus planes de estudio con cientos de pretextos, a cuales más banales y pueriles. Nicolás sintió siempre por su padre una admiración ciega. Para él no había ni habría en la política paraguaya un político más hábil, inteligente e intrépido. Mientras aquél vivió alentó secretamente el deseo de formarse a su lado y parecérsele.
- Yo creo que aquí haremos una cura de silencio y tranquilidad. Tal vez nos dejen tranquilos políticamente -opinó Nicolás mientras alzaba la cabeza y le echaba una ojeada a las tejuelas y vigas del techo-. Esta casa no tiene más de ocho años. Por lo menos no tendrá goteras.
- ¿Sabés que ayer se presentó en la escuela el comisario don Filomeno Maldonado, para saludarme y ponerse a mis órdenes?
A Damiana ya le habían advertido que ese comisario de policía gobernaba a los aregüeños con mano férrea. Don Filomeno se le quejó de la anterior directora porque no concurría a las reuniones partidarias y hasta había recibido denuncias de algunos padres colorados de que les ponía mejores notas a los hijos de los liberales. Sus palabras al despedirse fueron que haría respetar a la escuela y a las maestras y que si necesitaba de la policía para enderezar algún alumno, le avisara.
- ¿Conociste a alguna otra gente del pueblo? -preguntó Nicolás.
- Fuera de las dos maestras, que están conmigo en la escuela, sólo conocí a un tal Eleuterio González, un tipo bastante tratable... Yo creo que con él podrás entenderte. Sus padres y parientes son de aquí, pero él vivió varios años en Asunción.
Había también tres o cuatro familias asuncenas, venidas a menos, que ocultaban su decadencia en Areguá y dos confinados políticos. Uno se llamaba Florino Villalba Bogado y el otro Gregorio Aguilar. De éste, algo había oído hablar Nicolás en Asunción, pero del otro era la primera vez que oía el nombre. Una de las maestras le había dicho a Damiana que Florino era un borrachín, un hombre perdido, pero por Areguá corrían muchos chismes y habladurías y había que moverse con cuidado, como si se caminase por un campo minado.
- Yo, lo que estoy ansioso por conocer es la quinta donde pasó tantos veranos nuestro padre en su niñez y juventud... Me la pintaba con tanta emoción, y tan bien, que creo la reconocería al primer vistazo -dijo Nicolás.
- Sí, cuando papá recordaba sus veraneos juveniles en esa quinta le brillaba la mirada y le temblaba la voz... La buscaremos entre los dos -le respondió Damiana.
Nicolás y Damiana eran hijos naturales. Su madre había muerto siendo niños y fueron criados por una tía, hermana de aquella. Jerónimo Cavañas les dio su apellido, y aunque más tarde se casó con una rica estanciera, de la alta sociedad asuncena, de nombre Carmen Recalde, siempre los protegió y les dio el trato de hijos, aunque no vivió con ellos. Don Jerónimo no fue feliz en su matrimonio. Años más tarde, cuando Damiana profundizó en sus estudios de psicopedagogía, creyó descubrir en el éxito político de su padre una forma de olvido y compensación a su fracaso matrimonial.
Grande fue la sorpresa de Damiana y Nicolás cuando se enteraron que esa casona que se caía a pedazos, invadida por los yuyos y plantas parásitas y que los aregüeños conocían por el nombre de Centurión-cué, había sido la mágica quinta que su padre habitó en su juventud. La desilusión de Nicolás fue dolorosa. No se resignaba a reconocer en ese caserón destruido por el tiempo la alba casa con que su padre, en sus relatos, deslumbró su imaginación.
- Ves. Tendrás que darme la razón. Los años, el tiempo, lo cambian todo. A las cosas y a los seres humanos... Vos ahora no sos como eras a los quince años ni como serás a los cuarenta -le dijo Damiana cayendo una vez más en un tema que la obsesionaba y que era la causa de continuas discusiones con su hermano: la fuerza y el poder del tiempo para cambiarnos.
- Sí, pero esa es una casa de barro y ladrillo.
- Más nos corroe y destruye el tiempo a nosotros, seres endebles de carne y hueso, que a las cosas.
Damiana era tan absoluta y radical en sus conceptos sobre este tema que no admitía contradicción. Se volvía obcecada y terca por defender su punto de vista. Pero encontraba mucha resistencia en su hermano, para el cual éramos fundamentalmente los mismos desde que nacemos hasta que morimos, y aun cuando aparentemente pareciera que cambiamos, es fácil descubrir tras la nueva máscara y el nuevo físico, los rasgos y la idiosincrasia de nuestra más profunda personalidad.
Damiana había traído consigo unos pocos muebles de Asunción. Tampoco tenía muchos allá. Vivía modestamente. Su sueldo no le permitía nada superfluo. La casa que había alquilado tampoco era grande. Era una construcción rara porque carecía de entrada directa por el frente, donde había sólo tres ventanas de rejas que daban a una galería, y ésta a su vez a un jardincito sobre la calle, por donde se entraba. A Nicolás le causaba gracia construcción tan original. Mirada desde la calle la casa, con sus tres ventanas enrejadas, le impresionaba como una prisión.
Areguá no le gustó a Nicolás, pero su natural indiferente y apocado se acomodó pronto al vacío y silencio de la vida aregüeña. Damiana veía con disgusto su inactividad, a pesar que ella se sentía en parte culpable de esa irresolución y falta de entusiasmo para resolver sus propios problemas. Se lo reprochaba, pero a la vez sentía una íntima vanidad al ver que su hermano no podía dar un paso sin su apoyo y consejo. Nicolás había seguido la carrera de arquitectura por su inclinación y gusto hacia la pintura. Desde niño soñó con ser pintor, pero jamás se atrevió a tomar un pincel. Estaba seguro que fracasaría. Era un ferviente admirador del pintor Gilberto Torres y de su famoso cuadro "Los pies de tierra". A través de esa pintura admiraba al hombre. "Admiro su lucha, sus padecimientos, su soledad, la persecución política que ha soportado con tanta entereza y la incomprensión de sus compatriotas" - solía decir al recordar a Torres. Para él era el primer pintor paraguayo. Ni Holden Jara, ni Alborno, ni Samudio, ni ningún otro podía comparársele. En una ocasión, Damiana lo escuchó estupefacta decir que había descubierto que su verdadera vocación era la escenografía. Encontró absurda y extravagante esa salida. Pretender estudiar escenografía en el Paraguay era como ponerse a estudiar las propiedades y efectos del agua en el Sahara.
- Vos andás siempre con cosas raras e irrealizables en la cabeza. Hay que hablarle a Mario para que te consiga un empleo en Asunción, que te ayude a terminar tu carrera.
- Siempre Mario... Mario, como si no conociéramos otra persona -le contestó Nicolás malhumorado.
Damiana se calló. Notaba que su hermano estaba celoso de su amigo Pareda. Era éste un abogado de Bancos y grandes empresas norteamericanas, con muchas vinculaciones en los círculos políticos y financieros. Damiana había sido su amante durante dos años y luego, cuando la pasión carnal se enfrió, quedaron unidos por una fuerte amistad espiritual y sobre todo intelectual. Mario Pareda admiraba la inteligencia y la cultura de Damiana. "Te envidio -solía decirle-. Yo entregué mi alma y mi cabeza al Becerro de Oro. Ahora soy un abogado, nada más que un abogado, con plata e influencia". Muerta ya la aventura amorosa, Mario y Damiana se siguieron viendo. Dos o tres veces por semana, al atardecer, terminada su labor en su estudio, Mario la llevaba a pasear en su Mercedes Benz Sport por las afueras, deteniéndose en algún parador suburbano a tomar unas copas. Ambos se entendían admirablemente.
Cuando llegó a Areguá, Damiana tomó a su servicio a una campesina del lugar. Una chica de dieciocho años, llamada Natalia Garrido. Estaba embarazada de cinco meses y tenía una hija de dos años de su concubino, un haragán y borrachín que le pegaba y que al final la abandonó.
- Podías haber buscado a alguien con menos carga de familia -le comentó Nicolás.
- Lo hice porque me lo pidió el párroco Benítez como un acto de caridad. Natalia vivía en la más profunda miseria. ¿No ves su palidez, su flacura, la cara de enferma que tienen ella y su hijita?
- Aquí en el pueblo ¿lo quieren al Padre Benítez? -le preguntó Nicolás-. ¿Está afiliado al partido?
- No sólo no está afiliado, sino que demuestra poca simpatía por todo lo que sea partido único y coloradismo… Lo que cayó muy mal y le atrajo muchas críticas en el pueblo fue su decisión de suprimir los bancos y sillas en la iglesia -dijo Damiana, para agregar en seguida: Me ha referido algunos episodios de su amistad con Mario, cuando era cura párroco en San Bernardino en el año '38. Fue en esa época que se hicieron tan amigos.
Lo que le extrañaba a Damiana era que Mario nunca le contó que su amistad con el cura Benítez había comenzado en San Bernardino. Aunque varias veces, en forma vaga y como al pasar, le habló de la dolorosa crisis espiritual que sufrió en sus años de estudiante, jamás se acordó de la participación que el cura Benítez tuvo en esos problemas.
- Es raro..., es raro -se repetía Damiana pensativa e intrigada. ¿Se habrá olvidado Mario de contármelo? No puede ser -. Hablaba como si estuviese sola, ante Nicolás, que la observaba con curiosidad.- Algún motivo habrá tenido para callarlo.
Nicolás la sacó de su soliloquio para preguntarle qué era eso de que el cura había suprimido los bancos en la iglesia.
- Nada; que al Padre Benítez se le ha ocurrido que los fieles deben escuchar misa y rezar de pie y arrodillarse sobre la dureza del piso como un pequeño sacrificio que ofrecen a Dios. Cree que es demasiado cómodo y poco devoto oír parte de la misa sentado. ¿Sabes que lleva un diario? Lo llama "El diario de un cura de campaña".
- Reminiscencia de George Bernanos -le interrumpió Nicolás.
- No creo que conozca a Bernanos. Lo que él hace es una cosa distinta. No anota, según parece, desazones, dudas o problemas religiosos propios, sino las supersticiones y falsas creencias de nuestros campesinos, cuya alma está llena de milagrerías, duendes y oscuros temores. Tal vez el valor de ese diario esté en sus observaciones de carácter sociológico y psicológico... ¿Sabés que escuchándolo me vino la idea de llevar yo también un diario, que podría titularse "Diario de una maestra de campaña"? ¿Qué te parece? terminó preguntando en tono cohibido.
Nicolás lo aprobó. Le pareció buena la idea. Damiana escribía bien. Carecía de imaginación, no podía inventar nada. Pero estaba a su alcance escribir reflexiones sobre la realidad, sobre los sucesos cotidianos, sobre lo que pasaba ante sus ojos. Quizá hiciera algo interesante.
- Aquí guardaré mis famosos álbumes -dijo Damiana tomando seis gruesos álbumes que estaban sobre una silla, colocándolos con cuidado dentro de dos cajones de una mala mesa de madera que le serviría también de escritorio para sus trabajos de la escuela.
Nicolás sonrió de esa manía de su hermana de coleccionar fotografías de sus deudos y conocidos a lo largo del tiempo. De ella y Nicolás poseía muchas de distintas edades. Con la exhibición de esos retratos trataba de probar prácticamente las transformaciones y cambios que el paso del tiempo produce en el físico de las personas.
- Vos te reís... Mirá ésta fotografía -dijo abriendo uno de los álbumes.
Le mostró el retrato de una señorona vestida a la moda del año 30. Nicolás la miró con atención y no la reconoció. Damiana, con gusto de triunfo, le dijo que era su tía Sinforiana; y pasando unas hojas más le enseñó la foto de una niña de once años, más o menos, y otra de una chica que podría tener dieciséis, vestida con -un traje blanco de encaje, cuyo ruedo le llegaba por debajo de las rodillas.
- Y éstas ¿de quiénes son? -preguntó con una mirada entre interrogativa y burlona.
Nicolás observó por largo rato ambas fotografías, mientras hacía desfilar por su memoria algunas chicas que había conocido años atrás o amigas de la juventud de Damiana. Pronunció varios nombres al azar. Sin perder su mirada burlona, Damiana negaba con un movimiento de cabeza.
- ¡Pero si son también de tía Sinforiana! -exclamó cerrando el álbum ante el gesto de incredulidad de Nicolás- Y ¿éste? -preguntó volviéndolo a abrir y mostrándole el retrato de un chico flaco vestido con una camisa de playa a rayas horizontales y pantalón corto.
Nicolás meditó un rato con los ojos fijos en aquel chico desconocido. Podía ser él o su amigo Roque u otro cualquiera. Dejó caer los brazos con ademán de desaliento.
- ¿Te das por vencido? -le preguntó Damiana; y acto seguido, casi gritó-: ¡Es Iván!
- ¡Iván! ¡Iván! -repitió Nicolás-. Ese calvo y panzón que camina como un paquidermo... ¡Es inconcebible! Si es otro... otro...
Para Damiana la sorpresa sería aún mayor si se pudiera sacar fotografías o hacer gráficos de los cambios espirituales, de las ideas y carácter. Nicolás la contradijo como en otras ocasiones. Tal vez en lo físico tuviera razón. Pero en lo espiritual era distinto. Se nacía con un carácter, con una idiosincrasia, y con ellos íbamos a la sepultura. Pero Damiana no cedió en su opinión recordando el caso de su amigo Mario, sumergido ahora en el mundo de las finanzas y los negocios, y en su juventud leyendo a Pascal y padeciendo inquietudes morales y metafísicas.
- No hay nada que hacer. Eres una cabeza dura irrecuperable. Nadie podrá convencerte de lo contrario -exclamó Nicolás acercándosele y pasándole la mano cariñosamente por la cabeza-. Y luego preguntó: ¿Pensás dejar esta mesa aquí? -señalando con un gesto la mesa ante la cual estaba sentada su hermana-. Preferiría que la pusieras en otra parte y dejes esta pieza para mi dormitorio.
Como por las noches sufría de ahogos y pesadillas quería tener su cuarto cerca del de su hermana. Su proximidad lo tranquilizaba al despertar, febril y acezante, del infierno de sus sueños.
El extraño y oscuro sueño que más atormentaba a Nicolás y que se le repetía a menudo, era aquél en que se veía llorando y forcejeando entre los brazos de su padre, resistiéndose a que lo sentara sobre un caballo en pelo. Para no caer se aferraba desesperadamente a las crines al partir el caballo en loca carrera, y el que al detenerse de golpe lo disparaba por los aires. Invariablemente, en ese preciso momento, se despertaba afiebrado, alterado, dando gritos. Damiana, que dormía en la pieza de al lado, corría en su auxilio y lo encontraba temblando de espanto y con la frente mojada por el sudor. Lo que llamaba su atención era que en ese momento el rostro empavorecido de Nicolás parecía adquirir los rasgos de su infancia, convirtiéndose por unos instantes en el niño aterrado sobre el caballo en pelo. Nicolás terminó por creer que alguna vez en su infancia ese episodio se produjo, pero que él lo había olvidado.
Nicolás fue algunas mañanas hasta los alrededores de la casona de Centurión-Cué. Por los vecinos se enteró que su último propietario fue un político exiliado en Buenos Aires; donde murió. Ninguno de sus deudos se había presentado a reclamar la casa. Se decía también que la habitaba un póra, lo que le restaba valor. "Sus actuales propietarios deben estar radicados definitivamente en Buenos Aires y tal vez no vuelvan nunca más al Paraguay" -pensaba -Nicolás. Este pensamiento le despertó la ilusión de comprarla barata y refaccionarla, convirtiéndola en lo que fue cuando su padre vivió en ella. Damiana supo por una de las maestras que el póra que andaba por ella era el de un tal Octavio Villalba, que en el año 47 fue muerto en el patio por la policía de Filomeno Maldonado, o por otro revolucionario fugitivo que pasaba por allí. Eran tres o cuatro las versiones que rodaban. Era público que en las noches que amenazaba tormenta se escuchaban ruidos que semejaban tiros de metralleta, sonando intermitentes. Esta noticia lo dejó a Nicolás muy curioso y preocupado, y se prometió acercarse a la casa una noche. Andando el tiempo se enteró que no era sólo el ánima en pena de Octavio Villalba el que vagaba por Aregua, sino que era uno de los tantos póras, fantasmas y seres sobrenaturales que se adueñaban del pueblo al caer la tarde. Supo de un sendero, próximo al arroyo, que ningún aregüeño se atrevía a transitar ni bien anochecía, porque en unos matorrales cercanos se oía una voz humana que se dolía diciendo: " ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío!".
En ese lugar unos ladrones habían asesinado a un cura párroco llamado Escobar para robarle el copón de la iglesia. Otro sitio muy mentado y temido era aquel donde estaban las ruinas de una casa, que fue de un aregüeño de nombre Manuel Rojas, y que al derrumbarse aplastó a su madre. Rojas se sintió culpable de ese derrumbe y de la muerte de su madre, por haber matado una amberé. Tan permanentes y dolorosos fueron sus remordimientos que abandonó el pueblo y nunca se supo más nada de él. Nicolás escuchaba silencioso y pensativo el relato de esas apariciones y, hechos insólitos y luego en su casa meditaba largo rato sobre esos seres y voces del otro mundo, que muchos aregüeños aseguraban haber visto u oído. El también hubiese querido encontrarse alguna vez con algún pombero u otro ser fabuloso, como les sucedía a tantos habitantes del pueblo.
- Vos también los ves en sueños, en tus pesadillas -le dijo Damiana.
- Pero no es lo mismo. Yo los sueño -le respondió Nicolás.
- Ellos también los sueñan, pero con los ojos abiertos.
II
Eleuterio González había instalado una "Oficina Jurídica-Contable y Agencia de Viajes" en dos piezas que daban a una de las aceras de soportales que bordean el verde césped de la plaza. En el extremo de esa acera, en la esquina que mira al lago Ypacaraí, vivieron las tías de Jorge Lazarra, cuyo asesinato en el año 1929, en su estancia "Jokó", conmovió profundamente a la sociedad asuncena de aquellos tiempos.
Hojeando una revista porteña de decoraciones, y con la ayuda de su padre Donadío, que era albañil, Eleuterio había revocado las paredes en rústico, pintándolas a la cal. Según Nicolás, intentaba malamente copiar el estilo llamado mediterráneo. En las paredes de la primera de las piezas colgaban varios afiches de propaganda turística, entre los cuales los más llamativos y grandes eran los que reproducían el famoso castillo de Chenonceaux y las albas casas de la isla griega de Mikones.
Nicolás se había hecho muy amigo de Eleuterio , y como no hacía nada todos los días iba a visitarlo. Esa mañana encontró a Eleuterio observando con gran satisfacción un ancho letrero de madera que acababa de colgar del alero del soportal. En el letrero se leía: "Estudio Jurídico-Contable-Viajes-Areguá Tours-Director Eleuterio González". Las letras estaban pintadas en tres colores, colorado, blanco y azul, formando la bandera paraguaya.
- ¿Qué te parece? -le preguntó a Nicolás mirando con arrobo el llamativo cartel.
Nicolás sonrió sin contestarle, aunque pensaba que en Areguá causaría sensación. Se veía que Eleuterio conocía a sus convecinos.
Eleuterio y Nicolás entraron y se sentaron en sendos sillones de mimbre pintados de rojo. "Yo pinto todo de colorado. Hasta la cara me voy a pintar de ese color si hay necesidad" -solía repetir Eleuterio. Comenzaron a charlar y a tomar tereré de un alto vaso lleno de yerba mate que estaba junto a un termo de agua fría sobre una mesa, que servía a Eleuterio de escritorio.
- ¿Sabés que he fundado una cooperativa? -dijo Eleuterio con los ojos brillándole de entusiasmo-. Se llama "Cooperativa Aregüeña de Fabricantes de Dulces". Es el sistema comercial moderno para defender al productor. Esta cooperativa va defender a estas pobres "dulceras" de Areguá, que en Asunción son explotadas por los comerciantes y revendedores... Muy pronto celebraremos la primera asamblea. La haré en el salón de baile del Club Social Aregüeño.
- ¿Es ese caserón viejo y lleno de humedad que está sobre la calle principal? -preguntó Nicolás.
- Sí. Está vecino del chalé que fue de las hermanas Gutiérrez, le respondió Eleuterio.
Y prosiguió explicándole enardecido su plan para constituir la futura cooperativa. Pensaba que el trabajo que le esperaba era arduo porque el campesino paraguayo es individualista; tampoco tenía idea de lo que es una cooperativa y había que empezar por enseñárselo. Era una clase de sociedad que exigía bastante cultura entre sus componentes, porque estaba basado en principios de unión y cooperación. Nicolás era de opinión totalmente distinta a la de Eleuterio. El creía por el contrario que era fácil organizar sociedades así en el Paraguay dónde el pueblo ha estado siempre en la misma barca, remando bajo la dirección de un cómitre, que en un principio fueron las comunidades jesuitas, más tarde el tirano Rodríguez de Francia, después los dos López, y así sucesivamente.
- Lo que tenés que hacer es pensar vos por ellos, como siempre se ha hecho aquí -le aconsejó Nicolás-. Debés organizar la cooperativa en forma rígida y personal, prescindiendo de la libre opinión. Eso tenés que dejar para los nórdicos y los pueblos de ojos azules. Adaptá la cooperativa a nuestra idiosincrasia.
Eleuterio se quedó callado, mirándolo interrogativamente. No captaba del todo el sentido de las palabras de Nicolás, lo confundía sobre todo lo de los remadores en la misma barca, dirigido por un cómitre. Se repitió en sus adentros varias veces esta palabra para no olvidarla y luego buscar su significado en un Pequeño Larousse que tenía allí en la pieza, en un anaquel con varios libros de derecho y códigos.
Al cabo de un rato, Eleuterio dijo que quería saludar al contralmirante Arsenio Soler, que había llegado el día anterior. Nicolás, que tenía interés en conocerlo, quiso acompañarlo. Salieron juntos.
Eleuterio era muy conocido en Areguá. Se lo respetaba y se lo consultaba, pues tenía fama de ser cauto y sabiondo arandú. Lo llamaban algunos "Doctor González", y los más íntimos "Doctor Eleuterio" o "Karaí Donadío ra’y".
Había estado varios años en Asunción como escribiente en el estudio jurídico del abogado Desiderio Agüero. De esa mezcla entre su origen campesino y la superficial cultura adquirida en sus años de Asunción, se había convertido en el clásico y típico coîgua. En el estudio de abogado del doctor Agüero, pasando a máquina los escritos de éste y tramitándolos en los Tribunales le habían ido naciendo las alas para transformarse en el perfecto "ave negra". Y de tanto releer códigos y leyes, que entendía a medias, y manejar expedientes, llegó a la conclusión que para actuar de abogado no se necesitaba sino audacia y picardía. Por eso al terminar su bachillerato se lanzó a pleitear en los Tribunales "como procurador sin título", como se denominaba él mismo. Al cumplir los treinta años, cansado de vegetar como procurador clandestino en Asunción, resolvió volver a su pueblo natal.
Durante el camino, fue dándole a Nicolás más referencias sobre el Contralmirante Soler el que tenía una casa de fin de semana en Areguá y al que conoció en el estudio del abogado Agüero. Soler creía que el mejor lugar de turismo de todo el Paraguay era Areguá y sus alrededores. Su ambición era crear a orillas del lago Ypacaraí un "Boat Country Club". Se imaginaba ver algún día el lago salpicado de velas blancas como las había visto en el Álster, en Hamburgo, donde vivió dos años estudiando táctica y estrategia de la guerra antisubmarina. Hacía tres que se había retirado del servicio activo y desde entonces proyectaba la compra de tierras en las proximidades del lago para crear el club con la ayuda financiera del Banco del Paraguay y el Interamericano de Desarrollo. Según Eleuterio, el contralmirante lo había elegido a él como gerente comercial de la obra en Areguá, y tanto es así que por su consejo había puesto esa agencia de Turismo. Eleuterio animaba a Nicolás a dejar sus estudios y que se largase a trabajar. Con su experiencia en abogacía, creía que, los tres años de arquitectura de Nicolás eran más que suficientes para que se sumase a la empresa del contralmirante.
Este los recibió muy amable. Eleuterio presentó a Nicolás como un arquitecto con grandes ideas modernas. Se sentaron en el corredor de la casa. Soler era un individuo grande, atlético, que hablaba casi a gritos y agitando los brazos, como si estuviera arengando a un auditorio invisible. De inmediato Nicolás se dio cuenta que Soler era de un temperamento impulsivo, movedizo, activo, optimista, satisfecho de sí mismo. De estar allí Damiana, con su manía psicoanalítica, lo hubiese encasillado en el tipo píenico. "En una palabra -pensó Nicolás- todo lo opuesto a mí". Enseguida que oyó el apellido de Nicolás, el contralmirante lo ubicó en el Gotha paraguayo, como hijo natural del famoso abogado Jerónimo Cavañas, el defensor de nuestros derechos en el Chaco Boreal en los años anteriores a la guerra de 1932-1935, casado con Carmen Recalde, y con cinco hijos legítimos.
- Su abuelo tuvo una hermosa quinta aquí... Yo conozco muy bien toda su historia. Su penúltimo propietario fue Teodosio Centurión. A raíz de la enfermedad que padecía se tejió toda una leyenda a su alrededor y por eso le quedó a la quinta el nombre de Centurión-Cué.
- ¿Qué enfermedad? -preguntó Nicolás.
No necesitó más el contralmirante para lanzarse, como al corcel a quien se lo espolea, en un largo y ramificado relato de las malandanzas y sufrimientos de Centurión, que terminó pobre, aislado y lleno de pústulas en una casucha de Asunción.
- Era leproso -remató el contralmirante-. Vivió muchos años en esa quinta porque una curandera le dijo que bateándose en el arroyo que pasa por allí se curaría.
- Ignorancia de estos campesinos. La lepra no se cura -respondió Eleuterio con énfasis.
El contralmirante se removió nervioso en su silla. Se veía que el tono cortante e imperioso de Eleuterio le molestó. Hizo un esfuerzo para serenarse, cruzando sus robustas y velludas pantorrillas, que el short que vestía dejaba al aire. Al final respondió:
- Hay varias clases de lepra. El vulgo -y lanzó una impertinente mirada de soslayo a Eleuterio- no sabe eso. Algunas se curan y otras no. Yo no sé cuál era la de Centurión, porque eso no figura en su biografía -Y lanzó una sonora carcajada tan poderosa como su corpachón-. Pero las aguas de los arroyos y pozos de Areguá poseen propiedades medicinales y salutíferas. Esto está demostrado por estudios muy serios que en su tiempo hizo el doctor en química Rómulo Feliciángeli, en el fondo de cuya casa había un ykuá qúe poseía tantas virtudes curativas, que los campesinos lo llamaban "el ykuá milagroso".
Y olvidándose de Centurión, de su lepra y de su vida desgraciada, púsose a hablar en una larga e incoherente exposición -y aquí su verborrea tomó los giros y altisonancias de una verdadera conferencia de las virtudes medicinales que tenían los manantiales de Areguá, como también las aguas del lago Ypacaraí, cuyo fondo de lodo contenía hierro y gran cantidad de yodo, tanto que cuando él se bañaba bebía el agua como quien bebe un jarabe.
Eleuterio confirmó las palabras del contralmirante contando que su padre y su madre, que sufrían de reumatismo, se sanaron bañándose allí. No estuvo, sin embargo, de acuerdo con lo del "ykuá milagroso" de don Rómulo, como lo llamaba familiar y respetuosamente su padre a Feliciángeli, al que conoció y trató. Sus condiciones curativas se debían sencillamente, según voz corriente en el pueblo, a que un Kurupí lavaba allí su largo miembro viril.
La observación de Eleuterio le trajo al contralmirante el recuerdo que en el pueblo de Patiño, vecino al de Areguá, había una pequeña caída de agua que se despeñaba entre dos rocas, las que semejaban los muslos abiertos de una mujer sentada donde formaba una laguna. Parece que esas aguas tenían virtudes afrodisíacas porque en ellas se bañaba un Kurupí, que también era dueño de una enorme verga, por lo que las campesinas no se atrevían a bañarse allí por miedo a ser violada.
- Yo por eso le digo a Eleuterio -dijo el contralmirante dirigiéndose a Nicolás- que la propaganda turística que hagamos sobre los atractivos de Areguá no debe limitarse a la belleza de su paisaje y de su lago, sino al poder medicinal de sus aguas.
Nicolás, que desde el primer momento no simpatizó con el contralmirante, encontrándole ridículo con ese short ajustado, que hacía resaltar sus potentes músculos y su gran trasero, le respondió:
- Sí, pero ese falo del Kurupí es un cuento demasiado grande para que se lo traguen y menos aún las turistas.
El contralmirante se sonrojó y le echó una mirada de rabia. Le hirió la salida burlona de Nicolás. Encontraba su chanza inoportuna y sin gracia. Y tanto le duró su contrariedad que Nicolás notó al despedirse que le estrechaba la mano con flojedad, con desgano impertinente. Al salir le refirió el hecho a Eleuterio. Supo entonces por éste que el contralmirante era muy susceptible y que cualquier comentario jocoso o chiste lo interpretaba como una burla a su persona. No admitía chanzas ni bromas sobre sus opiniones. Nicolás se arrepintió de haber tomado en broma lo del falo del famoso personaje de la mitología guaraní.
- Sí, estuviste mal -le reprochó Eleuterio-. El Kurupí existe... Aquí hay muchos que lo han visto, entre ellos mis padres y mis hermanos.
Ambos caminaban por una calle de tierra, bajo el fuerte sol del mediodía. Eleuterio iba en cabeza. Era invulnerable al calor y al sol. Nicolás en cambio llevaba puesto su sombrero pirí. Se detuvo aquél en su andar para decir que, aunque no creía en esas fantasías populares, ansiaba encontrarse con un yasy-yateré, un póra o un pombero para salir de dudas.
- Se le aparecen a algunas personas no más -le respondió Eleuterio-. Es gente que tiene algún poder especial. Pasa como con las apariciones de la Virgen. ¿Acaso a todos se les aparece la Virgen?
- Yo quisiera volver a ver a mi padre, aunque sea como fantasma -dijo Nicolás-. En sueños lo veo a menudo. Pero me gustaría verlo con los ojos abiertos... Donde sí creo que pasa algo extraño es en la quinta de Centurión-Cué. Hay veces que al despertarme, a la madrugada, el viento trae hasta casa como el ruido de un tiroteo.
Para Eleuterio eso era posible porque en ese lugar asesinaron al hermano de Florino Villalba, que era comunista, y los comunistas son ateos. Y añadió:
- No creen en Dios ni en el Diablo y por eso sus almas andan vagando por la tierra... No los quieren ni en el infierno.
Se pusieron a caminar de nuevo y fue entonces que Nicolás dijo imprevistamente, casi sin pensar:
- Creo que no me voy a entender con Soler. -Volvió la cabeza para mirar interrogativamente a Eleuterio.
- Si empiezas por llamarlo Soler a secas, seguro que no te vas a entender. Tenés que llamarlo señor Soler o contralmirante Soler. -Y remató sus palabras con una risa alocada, en la que brillaban sus dos dientes de oro.
Mientras volvía hacia su casa solo, Nicolás murmuraba, para sí:"No lo entiendo a este Eleuterio. Por momentos me parece un pícaro y vivo, y en otros un ingenuo y simple. ¿Será que me falta intuición para conocer a la gente? ¿O que la gente se muestra ambigua y cambiante? ¿O será, como suele decir Damiana, que la gente es impenetrable y que nadie conoce a nadie? ¿Yo, cómo soy para Eleuterio y Eleuterio para mí? Y antes de entrar en su casa quedóse largo rato meditabundo mirando hacia el lado de Centurión-Cué. Pensaba en la lepra de Teodosio Centurión y en esa casa que fue de su abuelo y que ahora se caía a pedazos, atacada por la lepra del tiempo, como si su antiguo propietario se la hubiese contagiado.
GABRIEL CASACCIA nació en Asunción el 20 de abril de 1907. Sus primeros cinco libros están firmados, entre 1930 y 1947, con su primer nombre y sus apellidos completos: Benigno Casaccia Bibolini. A partir de 1952 comienza a usar el que adoptaría como definitivo, con el que figura también en las respectivas reediciones de El Pozo (1957) y El Guajhú (1978). El total de su bibliografía alcanza a diez obras, en cincuenta años, de las cuales siete son novelas, dos de cuentos y una de teatro. Sus comienzos literarios pueden fijarse en agosto de 1925 cuando publica en la revista "Mundo Paraguayo" su cuento "El honor de un castellano". Dos etapas caracterizan su actuación: la inicial que va de Hombres, mujeres y fantoches (1930) a la primera versión de El Pozo (1947), y la segunda y definitiva desde La Babosa (1952) hasta esta primicia de Los Huertas, que terminara pocos días antes de morir, en Buenos Aires, el 24 de noviembre de 1980. Dos de sus libros fueron premiados en concursos internacionales (La Llaga y Los exiliados) y otros dos finalistas (Los Herederos y Los Huertas). Por su parte La Babosa ha tenido tres ediciones en español y una en francés, ésta con el título de La Limaje, bajo el sello de Gallimard, de París. Casaccia hizo periodismo en el diario "La Nación" de Asunción, en 1927; en 1931 se desempeñó como jefe de gabinete del Ministerio de Relaciones Exteriores y durante la guerra del Chaco integró el cuerpo de auditores. A su término pasó a residir en la Argentina. Se graduó de abogado en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional y fue miembro correspondiente de la Academia Paraguaya de la Historia.