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MARIO HALLEY MORA (+)
  LOS HOMBRES DE CELINA - Novela de MARIO HALLEY MORA - Año 1981


LOS HOMBRES DE CELINA - Novela de MARIO HALLEY MORA - Año 1981

LOS HOMBRES DE CELINA

Novela de MARIO HALLEY MORA

LIBRO PARAGUAYO DEL MES

Año 1 – Nº 7 – Abril 1981

Ediciones NAPA

Asunción - Paraguay.


 

MARIO HALLEY MORA nació en Coronel Oviedo el 25 de setiembre de 1928. Su producción como dramaturgo se inicia en 1956, con la comedia dramática EN BUSCA DE MARÍA. Le siguen, un medio de centenar de obras, en castellano y guaraní, hasta 1977. De su producción se citan como las mejores a MAGDALENA SERVÍN, UN TRAJE PARA JESÚS, EL IMPALA, EL ULTIMÓ CAUDILLO, LA NOTICIA, TESTIGO FALSO, INTERROGANTE, UN ROSTRO PARA ANA y LA MADAMA. Escribió también una novela, LA QUEMA DE JUDAS, seleccionada por el Diario La Tribuna, y editada por el autor. Novela inédita: RAÍCES DE LA AURORA, que fuera filmada bajo el título de LA SANGRE Y LA SEMILLA con adaptación de AUGUSTO ROA BASTOS. Ha editado libros de cuentos como CUENTOS Y ANTICUENTOS y CUENTOS Y MICROCUENTOS. Su relato breve "PERRITO" ha merecido un primer premio en concurso a nivel latinoamericano realizado por la Revue Francaise, de París. Igualmente, ha editado un libro de poemas, PIEL ADENTRO, prologado por ROQUE VALLEJOS. En periodismo, desempeñó cargos directivos en Radio Teleco, y en la Emisora de su hermano, GERARDO HALLEY MORA, Radio Paraguay. Fué vice director del diario EL PAIS, ya desaparecido, y actualmente, Jefe de Redacción del matutino PATRIA. Es miembro de la Academia de la Historia del Ministerio de Defensa Nacional, y de la Academia de la lengua de Bogotá, Colombia. Toda su producción literaria, la realizó dentro del país, como se expresa, desde 1956 hasta la fecha, en que incursiona nuevamente en la novela, con esta entrega de EL LIBRO DEL MES, de NAPA. Mario Halley Mora es casado, tiene cinco hijos y siete nietos.

 

Portada y Grabados: LEONOR CECOTTO

Nació en Argentina en 1920. Pintora y grabadora. Desde 1951 expone individualmente en Asunción. Desde 1953 participa en exposiciones colectivas internacionales. Obtuvo Primer Premio de pintura, II Salón de otoño de Asunción y el primer premio Adquisición, en el Primer concurso de grabado, Centro Cultural Paraguayo Americano. Reside en Asunción.



COMENTARIO

 

     La Lectura de este libro me deparó una grata sorpresa: tenía ante mí una novela paraguaya distinta, actual, ciudadana, nueva, sin ninguno de los personajes típicos a los cuales nos habían acostumbrado tanto la narrativa como el teatro de las tres o cuatro últimas décadas. Existe un comisario, sí. Pero es también un comisario nuevo, con título universitario. Y la acción transcurre en esta Asunción que hoy estamos viviendo; en esta ciudad que se está volviendo grande, con todos los problemas que implica su crecimiento desordenado. Y Mario Halley Mora maneja a sus personajes en este ambiente, dentro de una tónica, nueva también. Toda una verdadera ruptura con una constante de la narrativa paraguaya.

     A la sorpresa inicial, siguió el asombro al asombro, el interés y éste fue tal que dediqué cinco horas de un domingo para leer los originales de «Los hombres de Celina». Cinco horas plenas y completas, prácticamente sin solución de continuidad, que me permitieron seguir la carrera casi increíble pero verosímil del protagonista. Un protagonista que habla en primera persona y se siente inmerso en todos los meandros de la ciudad, desde sus barrios más pobres hasta los ambientes donde impera el lujo y donde el dinero es el único patrón aceptable. ¿Y cuánta complejidad de caracteres de esos personajes que se mueven dentro de un ámbito que, siendo nuestro y cotidiano, resulta desconocido en muchos aspectos?

     Y aquí está, justamente, la función cabal del novelista, quien toma de la mano al lector y lo lleva, como un cicerone sabio, a recorrer rincones, ambientes, lugares, donde los más miserables y paupérrimos hasta caserones señoriales, suntuosos, encerrados en su propio misterio, donde la podredumbre humana hiede más que en los arroyos infectos del suburbio miserable. Y como un ángel misteriosamente deforme, aparece Celina; un ángel surgido del barro, aparentemente prostituido y amoral. ¿Quién es Celina? Responder a esta pregunta sería develar toda la clave del libro. Me limito a decir, sin temor a equivocarme, que Celina es el personaje más logrado entre todos cuantos ha dado a conocer Halley Mora en su larga trayectoria de escritor. Celina rezuma humanidad y tiene un criterio particular y complicadamente simple de las cosas, que hace posible que no pueda ser juzgada implacablemente, porque ella lo hace todo por amor y ese amor contrasta con su propio físico, con su ambiente, con sus costumbres y los supera y vence, porque el alma de esta mujer permanece pura, inocente, hasta el momento de su aniquilación total.

     Y el protagonista en sí, es el símbolo del tiempo en que vivimos y es un producto de él. Después de llegar casi a la muerte por inanición y frío, se levanta y asciende, asciende hasta alturas insospechadas, llevado por las propias circunstancias creadas por Celina y por su terrible ambición.

     Y en esas alturas surge el vértigo de quien no está acostumbrado a ellas y surgen las pasiones ya irrefrenables de un carácter débil y fuerte, a la vez. Y el resto lo dejo al lector. El resto es la aventura de conocer a ese personaje a través de las páginas del libro.

     La estructura de la novela no tiene grietas. El hilo de la narración es fluido. Todos los cabos que aparecen a lo largo del libro son atados oportuna y convenientemente, de tal suerte que el resultado es óptimo.

     Creo, por todo lo dicho, que es ésta una obra fundamental en la narrativa literaria de Mario Halley Mora, y, a la vez, un hito muy importante dentro del panorama de nuestra narrativa. La madurez del autor se manifiesta con plenitud en ella y logra un muy significativo aporte al quehacer de las letras paraguayas. Espero que «Los hombres de Celina» sea el inicio de una nueva y enriquecida etapa en la labor creativa de su autor.

JOSÉ-LUIS APPLEYARD

 

 

"LOS HOMBRES DE CELINA"

 

- I -

     Mi padre no mostró mucha pena, ni mucha generosidad, cuando le dije que me iba. Y no le dije que estaba harto de aquello, porque él ya lo sabía, o lo sabía y no se lo explicaba, como no se explicó nunca que el pueblo me reventara, y me reventaba el mostrador inmenso frente a las prolijas estanterías que estaban divididas en artículos de tienda, de ropa, de bebidas, de ferretería y de almacén al menudeo. Para él, aquello era la prosperidad y el porvenir. Para mí, era la vida con olor a rutina y a depósitos donde la cebolla se pudría y la alfalfa tenía en su perfume una anticipación de bosta. Mis hermanos mayores terminaron el Bachillerato en el pueblo y -misión cumplida y educación más que necesaria- fueron ocupando su lugar en el mostrador, y manejaban la báscula que pesaba más en los acopios y menos en las ventas, y llevaban los libros de contabilidad, y se turnaban para llevar por la mañana el dinero de las ventas al Banco. Yo sabía que trabajaban teniendo en mente eso que mi padre siempre enfatizaba durante la cena: que el negocio era un todo; que él y mi madre morirían alguna vez, y el todo quedaría para ser repartido, y que la finalidad de la vida era acrecentar aquel todo para que lo que «tocara» a cada uno fuera lo más generoso y abundante posible. De modo que Arsenio, Román y José aprendieron a acomodarse dentro de aquella extraña predestinación que llevaría a la riqueza, de la riqueza a la muerte, y de la muerte otra vez a la riqueza, porque así estaba escrito, y así debería hacerse, esperando el canto del gallo para levantarse los tres a lavarse la cara, tomar el mate cocido y abrir las puertas del negocio, las tres puertas del negocio extendido a lo largo de casi media cuadra de aquel edificio con galerías, cada uno a «su» puerta, que se abría sobre la calle ancha y terrosa, donde las carretas que iban y venían dejaban su impronta de bosta, que no duraba mucho, porque al atardecer del día anterior aquella pareja de japoneses sin edad había venido con su camioncito y su pala a llevársela como abono, para producir aquellos tomates tremendos y aquellos melones que no sabían a nada porque como decía Gumersindo, el borracho, tenían alma de mierda. Yo no encajé en aquello. No había una cuarta puerta que yo abriera y sentía un odio irracional por la báscula, fastidio por los japoneses horticultores, y como un peso vaya uno a saber dónde cuándo los carreteros traían una carga triste de maíz degenerado y se llevaban otra carga triste de bolsas de galletas mohosas, grasa de cerdo y alguna damajuana de caña, lujo que la mujer consentía porque era compensado con unos metros de tela y alguna barra grasienta de jabón de lavar. Y allí terminaba el negocio, porque así decía la «liquidación» que hacía mi hermano Arsenio, donde el importe del maíz se reducía a cero en una columna y el de las compras a otro cero en la columna opuesta, sin que jamás cupiera el soñado «beneficio» que aquellos carreteros tristes esperaban que saliera como de un pozo de los milagros, que arrojara un «saldo» para llevarse uno de esos transistores a pila que miraban con hambre inalcanzable allá en la cima de la estantería, dentro de sus transparentes forros de plástico. Lo dicho, yo no encajé en aquello. Y ni aún cuando traje a casa mi diploma de Bachiller no vi en los ojos de mi padre ese brillo de orgullo que había visto cuando mis hermanos mayores trajeron el papelote aquél, testimonio de su afección al santo sacramento del negocio y puerta abierta a la responsabilidad de compartirlo y trabajarlo para heredarlo. Él estaba tomando mate bajo la parra, que servía mi madre, cuidadosa en su oficio de apantallar la brasa de carbón bajo la pava, dejar caer el agua caliente sobre la yerba desde la altura justa para que gorgoteara en la calabaza y formara la espuma que gustaba al «Viejo», y ofrecerle la infusión a la temperatura exacta, sonriendo cuando el gesto de satisfacción de mi padre se dejaba oír con un gruñido, o afanándose en remover la yerba y avivar el fuego o reducirlo un poco más cuando el viejo mostraba su desagrado con otro gruñido, o hasta con una larga y condenatoria escupida verdosa. Fue cuando yo le puse en el regazo mi diploma de Bachiller. Mi madre me miró con ternura, pero no dijo nada, porque su oficio siempre fue no decir nada antes de [18] que mi padre dijera algo, feliz de ser la compañera hasta la anulación completa de sí misma. Mi padre deshizo el rollo de cartulina y miró su contenido, leyéndolo como si fuera un jeroglífico incomprensible, y lo era. Yo era el cuarto Bachiller de la familia, pero el negocio tenía sólo tres puertas (2), y él había aprendido a soportar mi herejía, sin poder explicarse que en vez de quedarme a «aprender el negocio» me trepara a alguna carreta que se iba y me dejaba llevar hasta el punto de que el regreso a pie fuera largo y fatigoso, para volver caminando con paso de vago, deteniéndome a orinar en el cuidadoso canal que había cavado el japonés para llevar agua a sus cultivos de hortalizas, y echando terrones que desviaban el agua, aunque el japonés me estuviera mirando, y como un acto de desafío, pero inútil, porque el japonés movía la cabeza con pena, sacaba de entre los dientes un siseo fatalista y venía a reconstruir pacientemente su canaleta. Mi padre sabía todo eso, pensó mucho sobre el asunto y llegó a la conclusión, apoyada por mi madre, de que en mí habían engendrado un «Tilingo». Una pieza que no encajaba en el conjunto. Un Bachiller destinado a nada, que se había negado hasta a ayudar en la contabilidad y en las «liquidaciones», y en cambio, tenía unos cuadernos donde, según mi madre, escribía «cosas que saca de su cabeza», desfachatez increíble desde el momento en que tanto había que escribir sobre la «existencia» y sobre «el depósito» y de ayudar al trabajo de ponerle puntitos aprobatorios al estado de cuentas que la sucursal del Banco mandaba cada semana, y que se comparaba con las pulcras anotaciones de los libros, tarea que ella, pobrecita, contemplaba fascinada cuando la hacían mis hermanos, engordando su pobre ego maternal con la certidumbre de que al haber dichosas coincidencias de números, significaba que había parido hijos tan sabios como los funcionarios del Banco, lo que es decir palabra mayor. Fue entonces -cuando mi padre manoseaba mi diploma sin saber qué hacer con él- que le dije que deseaba marcharme. Juro que vi pasar por su mirada un atisbo de alivio, y no me sentí herido, porque al final de cuentas yo había dado en la fórmula para sacarnos mutuamente el uno de encima del otro. Ni siquiera me preguntó dónde me iba, pero mi madre, que tal vez en esa anticipación de un adiós recibiera un sacudón en su adormilado sentido de la maternidad, sí me lo preguntó. Pero mi respuesta fue vaga, tan vaga como mi creciente sensación de que lo importante no era marcharse a un lugar determinado, sino simplemente marcharse, aunque quedó sentado que me iba a Asunción, y así lo di a entender, farfullando (3) de paso algo sobre ingresas en la Universidad, palabra mágica que borró la poca pena escapada de la mansedumbre de mi madre, desplazada por el pensamiento de que -lo adivinaba tan claramente- después de todo, su hijo menor, en el mejor de los casos sólo «parecía» tilingo, y que su extraña conducta no era sino la genialidad germinal donde latía un futuro «doctor». Así que me marché, con algo de dinero -bastante poco- que me dio el viejo, y yo me lo guardé en el bolsillo con el maligno pensamiento que aquello era un poco más de lo que mi padre pagaría a un zapatero por sacarle un clavo molesto de la bota. Mi madre lloró un poquito, sacó de no sé qué misterioso escondrijo un viejo almanaque Bristol donde entre cada página se planchaba eternamente un viejo billete, y me ofrendó todos sus ahorros, además de ponerme al cuello un escapulario que consistía en una bolsita de gruesa tela que contenía un papelito con una oración a Santa Catalina, abogada de los desesperados, fetiche éste que dicho sea de paso, arrojé más tarde por la ventanilla del ómnibus. Mis hermanos me dieron solemnemente las manos y hasta me dijeron que si pasaba apuros escribiera y yo les decía que sí pero pensaba antes caerme muerto, y sabía que ellos pensarían que eso era lo mejor que pudiera hacer, estimulados por la feliz perspectiva de que la «parte» que correspondería a cada uno al pasar el viejo a la diestra del Señor, no sería el resultado de una división por cuatro. Sino de tres. En fin, si me despedí de alguien con cierto sentimiento, fue del cura, viejo ya, o más anciano ya, cuyo antiguo celo apostólico estaba tan carcomido por el cupi'í como lo estaban los fatigados santos de madera de «su» Iglesia. Me abrazó con un afecto que olía más a fraternidad de compinche que a preocupación pastoral, en recuerdo de aquellas conversaciones que teníamos sobre la juventud -la mía, claro- que tenía ante sí todas las puertas abiertas, y la vejez -la suya- que había llegado de pronto, tras un largo recorrido donde no había quedado una sola huella digna de conservarse en la piedra para veneración de los pobres de espíritu. No me dijo «que Dios te bendiga» ni me dio consejos aunque sí pretendió darme dinero, que yo rechacé porque sabía que pertenecía a la Iglesia, que por otra parte, con harta frecuencia volvían al cero absoluto, porque Gumersindo, que además de borracho era sacristán se lo robaba y se lo bebía en homenaje al santo del día, ocasionando la repetida historia de que el cura lo mandara preso por ladrón y al día siguiente lo perdonara por pecador, y lo sacara de la comisaría, mientras el tejado de la santa casa exhibía una comba cada vez más antiestética y peligrosa, con gran regocijo, maligno regocijo, de aquellos gringos rozagantes de la «Iglesia de los Últimos Días» que habían edificado un templo que parecía la ilustración del envoltorio de un chocolate holandés, donde reunían al pueblerío para anunciarle que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina y había que prepararse (4) para la venida del Señor, aprovechando la espera para purificarse el espíritu y de paso, aliviarse de parásitos intestinales y dientes podridos mediante el eficiente servicio médico y odontológico. Así que me fui con la tristeza de mi madre convenientemente graduada al humor de mi padre, con el inocultado alivio de éste y con la euforia aritmética de mis queridos hermanos, cada uno de ellos de pie en sus respectivas puertas y saludándome brazo en alto mientras el ómnibus se alejaba, cruzaba el puente de tablones, y me ofrecía la última escena de los dos japoneses esparciendo bosta sobre sus cultivos, bajo el ardoroso sol de las tres de la tarde.


- II -

     Toda partida, sobre todo cuando es al mismo tiempo un desgarramiento, supone cierto grado de contento o de tristeza. Partir es morir un poco, se suele decir, y para mí, la frase ha perdido sentido, porque en aquellas circunstancias, partir para mí, fue una perspectiva de vivir, y no un poco, sino todo lo mucho que anhelaba sin darme cuenta de la intensidad de mi anhelo. No hubo adioses tristes en mi casa, porque ocurría como cierta vez, que cuando niño desarmé una cajita de música que pertenecía a mi madre, ansioso de desvelar (5) el secreto de la melodía encerrada en el interior. Observé la cuerda tirante de relojería, el cilindro lleno de púas, las delicadas láminas de bronce que producían las notas al girar el cilindro, y satisfecho en mi curiosidad, volví a armar el artilugio. Pero sobró un tornillo, y por más que me empeñé en buscar dónde correspondía, no lo encontré. Después con cierto temor de haber hecho un estropicio irreparable, seguí armando la cajita de música, sin el tornillo aquél. Le di cuerda con angustia, liberé el freno, y la melodía surgió como siempre. La falta del tornillo no había afectado en nada al mecanismo, y lo tiré. Pues bien, este yo-tornillo no hacía falta en la aceitada relojería de mi existencia familiar, y cuando me iba del pueblo, sabía que la melodía eterna, repetida, prisionera de un mecanismo invariable, seguiría funcionando. Y no sólo en mi familia, sino en todo el pueblo, que había cambiado en cierto modo cuando aparecieron unas cuadrillas, clavaron columnas, tendieron cables y proporcionaron luz eléctrica a la comunidad. Un salto, pero no del pasado al presente, sino del pasado al vacío, porque mi pueblo era de los pueblos viejos, rodeado de tierras agotadas por una explotación secular, con «gente de trabajo» que había abandonado sus parcelas como pañuelos para ir a poblar las ricas tierras ganadas a la selva en otras latitudes del país, donde el progreso (6) explotaba en los pueblos nuevos, mientras el conformismo mataba a los pueblos viejos. Pero llegó la luz eléctrica, como una inyección de vitalidad en un organismo gastado, y todo se redujo a que la gente cambió de devoción en las horas vespertinas del recogimiento y la oración porque ya iba cada vez en menor cantidad al rezo del rosario por más que la campana sonaba a reproche, y se amontonaba cada vez en mayor número alrededor de los televisores que se iban multiplicando, hipnotizada por la visión de un mundo desconocido en amoríos interminables y gallardos policías en moto y desarrapados detectives que imponían orden y justicia a tiros y puñetazos, en medio de la majestuosidad de ciudades increíblemente grandes donde medraban malos increíblemente [25] malos y luchaban buenos increíblemente buenos. Con la luz eléctrica y la televisión, la gente se informó más, pero se encerró más en sí misma. No floreció el coraje para salir a conocer ese mundo extraño y poderoso, sino la rutina tuvo un nuevo atractivo porque ahora consistía en tener un buen sillón y mirar aquel mundo a través de la milagrosa ventana azul, en medio del solemne silencio con el que el televisor hace sentir la prioridad absoluta de su reinado. Cambiaron algunas cosas, como que las chicas tuvieron de pronto mayor coraje para lucir pantalones ajustados en los bailes sociales y trajes de baño más audaces en el arroyo, ante la tolerante mirada de los viejos, porque todo estaba justificado por el televisor. Cambió, pero no evolucionó, porque no incentivó voluntades sino los enajenó. Liquidó antiguos ritos y los reemplazó por otro nuevo, tanto, que la mayor amargura de mi amigo el cura, fue tener que cambiar la hora de procesión del Santo Patrono porque coincidía con el capítulo de una telenovela que tenía colgada de un hilo el corazón de todo el pueblo. Recuerdo su sermón en aquella ocasión. Dijo que la luz era una bendición, pero bendición si servía para iluminar el libro que estábamos leyendo, y no para enchufar el televisor y quedarnos embrujados por su brillo. Así, en su simpleza, tenía razón el pobre, y tal vez tuviera razón también cuando conversábamos y le decía yo que quería marcharme, y él me respondía que tuviera paciencia, que todo cambiaría poco a poco, porque la llegada de la luz tenía una connotación parental con el milagro de la Creación, porque se había hecho la luz cuando aún reinaba el caos, y la luz iluminó la transferencia del caos inicial al orden universal. No le negaba razón -repito- pero yo también la tenía cuando anteponía a sus razones mi impaciencia. No quería ser protagonista del cambio del caos al orden. Quería marcharme y aterrizar donde el orden ya estuviera hecho y tuviera una oportunidad que darme.


- III -

     Aterricé en una pensión barata, con seis piezas para otros tantos pensionistas, y un baño para los seis. La dueña era una viuda de mal carácter, avara hasta el frenesí, que nos mantenía a todos a ración de hambre, y como era además fanática de la limpieza, cuando un pensionista iba al (7) baño debía llevar su propio jabón y su propia toalla, y por si la higiene del día debía extenderse a aliviarse los intestinos, había que portar también el personal rollo de papel higiénico, y además un encendedor o por lo menos una cabeza de fósforo, porque cumplido el ritual de limpieza del «conducto correspondiente», la obligación era quemar el papel dentro de una palangana vieja colocada allí al efecto. Además, según sus rígidas normas, había que observar el contenido de la nauseabunda taza del inodoro, y tirar de la cadena sólo cuando el volumen de la porquería sugería que habían usado el baño por lo menos tres personas. Sólo entonces se justificaba -según ella- los 20 litros de agua que se descargaban con cada tirón a la cadena. Mis compañeros de  hospedaje, no eran ni con mucho de aquellos personajes límites de las novelas kafkianas, sino una desabrida colección de seres humanos, lisos como piedras en el agua de los arroyos, con su humanidad pulida y sin aristas. Un anciano cuyos parientes jóvenes, hijos presumo, pagaban al prorrateo la pensión del viejo para sacárselo de encima, y que se pasaba el tiempo escuchando su radio a transistor, y yendo y viniendo infatigablemente al baño, víctima de una irremediable incontinencia de la vejiga. Una señora a quien nunca oí hablar y que parecía formar una unidad con su máquina de coser, cosiendo siempre una pila de camisas cuyos cortes le traía una muchacha por la mañana, para volver al atardecer a llevarse las prendas cosidas. Un peruano con cara de indio que vendía por las calles un pelapapas milagroso, y a veces un líquido para hacer pompas de jabón, y que tenía por espantable compañía una serpiente de por lo menos dos metros, al principio metida de contrabando en una valija, pero que, cuando fue descubierta ocasionó un escándalo mayúsculo, que se solucionó cuando el peruano construyó una recia jaula para meter allí a la bestia por la noche, y accedió al reclamo de la viuda propietaria, de pagar «media pensión» por el monstruo. Un muchacho esquelético que estudiaba «electrónica», un checoeslovaco de barba rubia e insoportablemente catingudo que enseñaba inglés a domicilio durante el día y por las noches hacía unas «esculturas indígenas» en madera, burilándolas con un viejo torno de dentista, y entregándolas por la mañana a su silencioso socio, un indio de veras que iba a merodear por los hoteles y a comerciar con los turistas aquellas artesanías ancestrales de misteriosos y telúricos contenidos, al parecer, con apreciable éxito financiero, y creo que también cultural, a juzgar por el tiempo aquél -una semana- en que el checo no salía a dar sus lecciones de inglés y en que no paró hasta fabricar como dos docenas de monigotes de madera, presumo que para un pedido especial de algún entusiasta representante de vaya a saber que museo de Arte Américo-Primordial de Nueva York, o por lo menos, de Boston, Massachussets. Pienso, al margen, que el negocio aquél fue bastante fructífero y el checo bastante equitativo con su indio devenido a artesanal intérprete del genio agonizante de su raza, ya que poco después la habitación del checo se vio enriquecida con una heladerita de seis pies, que el pobre logró enchufar sólo cuando consintió en pagar un «extra» por consumo eléctrico, mientras que el indio posiblemente realizó el sueño de su vida, como lo demostró aquella mañana en que apareció montado en una minúscula Honda de 75, lo estacionó en el patio, se despojó de su increíble casco tipo astronauta, se puso la vincha emplumada, agarró su media docena de esculturas y se fue a pie a echar el anzuelo en los alrededores del Hotel Guaraní. Y finalmente, Lidia, otra de las pensionistas que cumplió un papel más trascendente en aquella sosegada etapa de mi vida. Más que treinteañera, soltera, cajera de un supermercado, con un leve bozo sobre los labios y con abundante vello en las piernas y brazos y todo lo demás. Sufría de una tardía angustia de progresar. Quería estudiar dactilografía para abandonar su plantón de diez horas al día frente a la caja y trabajar sentada frente a una mesita y dándole a la tecla. Pero tropezó con una dificultad: no sabía gramática ni ortografía y le habían dicho que la máquina tampoco las sabía y que si quería ser dactilógrafa, tendría que aprenderlas. De modo que cuando se enteró de que yo era Bachiller me pidió que le enseñara y que ella encontraría la forma de pagarme. Como mi dinero se iba evaporando rápido y como se verá más adelante yo no hacía el menor intento de encontrar trabajo, pensé que un ingreso extra, aunque fuera pequeño, prolongaría aquel dulce y bienvenido tedio que había encontrado en la pensión. De modo que se compró unos libros y empezamos las lecciones un lunes, después de la cena. Esa misma noche comprobé que la idea que tenía ella de pagar mis servicios no era la idea que tenía yo del mismo asunto, cuando más o menos a medianoche sentí que se abría la puerta de mi habitación y se acercaba a mi cama mi reciente alumna envuelta en una salida de baño debajo de la cual, obviamente, no había nada. Nunca presumí de casto y además tenía 20 años, de manera que me hice a un lado y ella se tendió en la cama. Pero la cosa no resultó, porque ella era del tipo tímido y exigía obscuridad completa, y yo era del tipo imaginativo y requería luz, por lo menos aquella levísima que disimula lo mucho que hay por disimular en una cajera de treinta años. Discutimos allí mismo la trascendente cuestión. Ella decía que la luz la inhibía, y yo le replicaba que la obscuridad me inhibía a mí porque la sentía tan peluda que me parecía estar con un hombre y la cosa derivaba a un «sin novedad» completo. Al fin se fue, intocada como vino. Pero las lecciones continuaron, porque llegamos a un acuerdo, basado en que ella no tenía dinero para pagarme pero me pagaría con comestibles, lo que no me pareció mal, ya que los meses de pensión habían reducido mi saludable aspecto de campesino bien comido al desmadejado de un convaleciente de operación de la vesícula, y los comestibles que ella me proporcionaría conjugaría el déficit de calorías y proteínas a que me sometía la avara dueña de la pensión. Sin embargo, no todo es felicidad en esta vida, y comprobé esta fatalista sentencia cuando me di cuenta de que el soñado abastecimiento de jamones, quesos, chorizos y una que otra chuleta, se reducía única y exclusivamente a interminables latas de arvejas que cada tarde me traía Lidia, con el resultado de que en menos de una semana, a más de padecer de indecorosas flatulencias ya estaba hasta la coronilla de arvejas. Me quejaba de esta torturante uniformidad, pero ella callaba y exigía sus lecciones del día, que por cierto, interrumpí por la falta de consideración de mi alumna, que se echó a llorar y me explicó contrita que -todo por la bendita dactilografía- ella sacrificaba la salvación de su alma... robando del supermercado las latas de arvejas. Con realista criterio, le repliqué que ya que había caído en el pecado del robo, nada costaba que fuera una ladrona más selectiva, y se le fuera de vez en cuando la mano hacia una lata de sardinas, de atún o de patitas de cerdo, con lo cual lo único que gané es que arreciara en su llanto, explicándome en medio de hipidos que el «reglamento» decía que la cajera no podía alejarse más de un metro de su caja, y que el botín que quedaba dentro de tan estrechos límites eran las arvejas que estaban en la estantería, justo detrás de la caja. Y punto final. A la variedad de mi menú, y a las lecciones de gramática y ortografía.


- IV -

     El dinero que me habían dado al partir, duró tres meses completos. Y cuando se acabó, sencillamente se acabó, porque en honor a la verdad, en esos tres meses, no hice el menor esfuerzo para acrecentarlo, ni siquiera defenderlo. Traté, eso sí, y modosamente, de hacerlo durar el mayor tiempo posible, conformándome con la comida espartana de la pensión, y salvo una incursión a un prostíbulo, poco satisfactoria por otra parte -¡la joven tenía un bebé que lloraba a moco tendido...! ¡en la misma habitación!- no tuve gastos extras. Como que según dije, no busqué trabajo, era lo que bien puede calificarse de un vago completo, que además, dejó pasar alegremente la oportunidad de seguir algún cursillo y tentar el ingreso a la Universidad. Tenía conciencia -eso sí- de que me encontraba en un punto muerto. Era como si al dejar mi pueblo áspero y desabrido me hubiera muerto, pero en Asunción no estaba en el paraíso, sino en el limbo. Limbo, tal la palabra exacta para describir ese estado en que no quería o no podía o no necesitaba hacer nada, más que dejarme flotar, dejando que el tiempo me limpiara del viejo polvo pueblerino y andando sin rumbo por la ciudad, con una leve esperanza de que al doblar una esquina estuviera ofertándose una oportunidad que yo aceptaría toda vez que no me costara mucho esfuerzo. Por la noche solía hacer un examen de conciencia, pero si había un atisbo de remordimiento lo aplastaba rápidamente, como a una cucaracha molesta. Dicen los sicólogos que ciertos hombres padecen de autocompasión incurable. Yo era el caso opuesto, pues gozaba de una autojustificación a toda prueba. «Eres la crisálida de una gloriosa mariposa del mañana -me decía- y nada ni nadie puede exigirte que vivas otra vida que la latencia acunada de la ninfa en su envoltura de seda», y degustando este bello pensamiento me dormía con el pacífico sueño de un ángel acostado en un colchón de nubes. Con la escandalizada desconfianza de la dueña de la pensión, me levantaba a las nueve de la mañana, vestía cualquier (8) ropa, y salía a vagar. Me gustaba el ruido, y la gente, y las mil maneras que tiene la gente de vivir a costa de otra gente, tratando de explicarme la razón de toda aquella prisa, y cómo yo podía hacer para integrarme alguna vez a esa maquinaria inmensa que al final de cuentas me estaba resultando el superlativo del negocio paterno y fraterno. En plan de tan poco profundas búsquedas filosóficas, una vez me propuse llegar a la razón primordial de la prisa de un sudoroso señor, bastante maduro, que descendió de un ómnibus antes de que éste se detuviera del todo, y llevando un portafolios en la mano. Con acelerado paso de quien huye de un tropel de angustias que le persiguen ladrando como una jauría, caminó hasta penetrar en un banco, se aproximó a un pupitre, abrió el portafolios, sacó una libreta de cheques, llenó un formulario, firmó y se acercó a una ventanilla donde le hicieron efectivo el documento. Metió el dinero en el portafolios, salió del banco como alma que lleva el diablo, esperó impaciente en una esquina a que el tráfico le permitiera cruzar. Cruzó la calle. Cruzó la plaza. Volvió a cruzar otra calle... y entró en otro banco. Allí, llenó una nota de depósito, se acercó a la ventanilla, abrió el portafolios, sacó el dinero que había cobrado antes, y lo depositó. A esta altura de las cosas, yo ya estaba convencido de que si tenía que juzgar al género humano por este señor, el resultado daba algo parecido a la locura. Sin embargo, decidí ser justo y concederle la gracia de que me explicara la razón de su proceder, y caminé tras sus pasos cuando salía del banco. En la calle, se detuvo en la acera, con aire vacilante rascándose la barbilla como quien hace profundos cálculos. Recé mentalmente porque no se le ocurriera volver a entrar al banco, hacer otro cheque, retirar su dinero y correr a depositarlo a otro banco, porque entonces el loco sería también yo. Pero no hizo tal cosa. Caminó con menos prisa, llegó a una esquina, se detuvo, llamó a un agente de policía y me señaló a mí. Fui preso, creo que acusado de tentativa de asalto, o por lo menos de hurto. Cuando el agente y yo llegamos a la Comisaría, me señaló (9) un largo banco en un corredor y allí me senté obedientemente, con la impersonalidad de un paquete que mi captor  dejaba allí para ocuparse más tarde de él. Pasaron las horas, tenía hambre, quería orinar, y nadie se ocupaba de mí. Además, estaba asustado y hasta se me negó el consuelo de volver a ver a la cara, no amiga, pero por lo menos conocida, del agente que me había traído preso. Mis reflexiones empezaron a hacerse amargas, como que la Justicia consiste en esperar sentado a que no pase nada, lo que era una invitación a la rebeldía, de suerte que me levanté del banco y caminé hacia donde presumía que estaban los baños, a juzgar por el olor. Nunca llegué. Una vez, cuando niño, para divertirme, había introducido un escarabajo, de los grandes y cornudos que se arriman a los faroles, en una colmena. El efecto, el escándalo, el zumbar colérico fue formidable. Y formidable fue el efecto de mi acto de querer cambiar mi personalidad de paquete por la de un ser humano que afirmaba su individualidad aliviándose la vejiga. Me retornaron al banco más maltrecho y más asustado de lo que había venido, y con un nuevo conocimiento sobre la patología del dolor: las orejas también laten, sobre todo después de unos recios retorcimientos en nombre de la Ley. Por fin, uno de los agentes de guardia sopló en un silbato y todo el mundo se puso firme porque llegaba el Comisario. Por las dudas, y velando por la salud de la otra oreja, yo también me puse firme, pero alguien me empujó haciéndome sentar de nuevo, diciéndome implícitamente que el privilegio de ponerse firme no correspondía a los detenidos. Quince minutos después un cortés oficial me invitó a pasar al despacho del Comisario, que olía a jabón Reuter y loción after-shave, lo que por asociación de ideas me hizo pensar en un baño que por asociación de ideas también multiplicó mi ya antigua urgencia, que hice saber al señor Comisario y éste, bondadosamente, me permitió por fin ir al baño, con un centinela a la vista, que cuando salía prendiéndome la bragueta me miró con cierto respeto, como si yo acabara de hacerle una demostración práctica de la gran cantidad de líquido que puede contener un cuerpo humano. Volví al despacho. El Comisario me invitó a sentarme, leyó unos papeles, me miró con reproche y me dijo que había sido detenido en la sospechosa tarea de seguir como una sombra a un ciudadano que extrajo dinero de un banco y fue a depositarlo en otro, y, todo hacía presumir que yo era ratero, descuidista, asaltante o carterista. Cuando terminó el capítulo de cargos, y me miraba como esperando una explicación de mi parte.

     -Soy inocente, señor Comisario -le dije.

     -Pero las circunstancias aquí relatadas... -acotó él, señalando el «parte» sobre mis andanzas.

     -No me refiero a esas circunstancias, señor Comisario. Me refiero a... en general. Mi inocencia abarca todo el conjunto.

     Por ejemplo, pregúnteme si conozco la razón por la cual un sujeto saca dinero de un banco y lo deposita en otro, y con la mano sobre el corazón le diré que no sé. Pero necesito saberlo.

     -¿Para qué?

     -Para ser un sujeto normal y corriente, es decir, en un orden relativo.

     -¿En qué orden relativo?

     -Comprendo que mi destino ineluctable es formar parte del mundo que me rodea, y estaba tratando de hacerme una composición de lugar. No me gustaría empezar mal, como un loco en un mundo de cuerdos o como un cuerdo en un mundo de locos.

     No sabía por qué, en los ojos verdosos del Comisario brillaba aquella lucecita burlona, y temí que eso fuera el preanuncio de una orden que me dieran veinte cintarazos y me tiraran a un calabozo. Pero no; se limitó a preguntarme.

     -¿Y estaba averiguando si el mundo era loco o cuerdo siguiendo a ese señor?

     -Sí, señor. Para encontrar la lógica de su proceder.

     -¿Y por qué no le preguntó simplemente por qué demonios sacaba dinero de un banco y depositaba el mismo dinero en otro?

     -Soy tímido.

     -De modo que es tímido.

     -Y reservado. De nacimiento y por educación. Tengo una madre que me quiere cuando mi padre lo permite. Un padre a quien no le importo y tres hermanos a quienes molesto. De modo que desde chico me encerré en una burbuja de egoísmo y aquí me tiene.

     -Olvidó de decirme de qué planeta viene.

     -Ud. se burla de mí, señor Comisario.

     Sonrió indulgente. Eso es lo que tiene de bueno la autoridad: el lujo de ser indulgente.

     -Supongamos que Ud. también se está burlando de mí.

     -Nadie se burla cuando tiene miedo -repliqué con lógica total.

     -¿Y Ud. tiene miedo?

     -Estoy cagado de miedo.

     -Pero yo tengo aprendido -replicó haciendo que rindiera mudo homenaje a su inteligencia- que cuando el miedo nos embarga, nos queda en pie el amor propio. Entonces, si Ud. no se burla de mí por miedo, se burla por amor propio.

     Lo miré con admiración y hasta con simpatía. Yo no tenía idea de que los Comisarios eran así. «Ahora vienen de lujo» pensé. Pero inmediatamente regresé al asunto de mi amor propio.

     -No me burlo por amor propio, señor Comisario -le dije- por la sencilla razón de que lo tengo por el suelo.

     -¡Increíble en un muchacho despierto como Ud!

     -Pruebe Ud. sostener en alto su amor propio después de que hayan tratado de destornillarle la oreja.

     -¿La oreja?

     -Me late como un tambor, como para decirle a mi alma que marque el paso. Y me siento inclinado a hacerlo, porque el que marca el paso no tiene necesidad de tener amor propio. Y oportunidad tampoco. Lo que se dice, la fórmula de la felicidad.

     Me miró largamente. La lucecita enervante había desaparecido de sus ojos, y sentí que la amenaza de una paliza se alejaba. Un nudo subió de pronto a mi garganta. ¿Iba a echarme a llorar? -me pregunté espantado. ¿Y por qué? Incliné la cabeza y escuché su voz:

     -¿Se me va a poner a llorar?

     Tenía razón. Me iba a poner a llorar. Quise saber por qué. Volví a mirarle en la cara. Y vi la razón. Estaba probando un placer nuevo, que ni siquiera el cura aquel supo darme. El placer de ser respetado. El Comisario me respetaba. ¿No era ese el primer indicio de que había un camino para salir del limbo?

     -Es Ud. un tipejo raro -continuó.

     -Sí, señor. Soy un tipejo raro. Y un tipejo raro con hambre. ¿No se da de comer a los detenidos?

     Pulsó un timbre. Apareció un agente, dio una orden y el agente me condujo al comedor de oficiales, donde me sirvieron una comida que era comida, no la parodia culinaria de la pensión. Otros oficiales cenaban cerca, y cuando capté algo así como que «se hizo amigo del Comisario», me atreví a poner a prueba tal privilegio y pedí al vigilante -mozo de cabeza rapada- que me sirviera otra ración, que me la sirvió sin más preámbulos. Cuando terminé, fui conducido de nuevo en presencia del Comisario, a quien acompañaba un hombre entrado en años, vestido de civil, con un correcto traje gris, una correcta camisa blanca y una corbata color perla cuyo nudo era la perfección completa. Entré al despacho y quedé allí, de pie, sin saber qué esperar.

     -Es él -dijo el Comisario al señor con aspecto de ejecutivo, como si estuvieran hablando previamente de mi persona.

     -¿Estudia? -me preguntó el personaje.

     -Espero ingresar el año que viene en la Universidad  -respondí.

     -Hace bien -dijo el señor.

     -Está libre -dijo el Comisario.

     Me fui. Y esa noche, sin razón alguna y con la cabeza sobre la almohada recordé la escena de una película que había visto una vez que violé mi consigna de austeridad económica. La llegada de un accidentado moribundo a un hospital. Un paro cardíaco, y la acción fulgurante del gallardo médico-héroe que le aplicó unas descargas eléctricas sobre el corazón, una vez, dos veces, hasta que la rayita recta y mortal que mostraba el monitor, empezó de repente a quebrarse y a hacer pic pic pic, de donde la escena pasaba a primeros planos de rostros sonrientes de enfermeras y de médicos y de auxiliares y parientes. Busqué la razón de ese recuerdo, y caí en la cuenta de que en cierto modo, por fin había encontrado un día con contenido real. Había recibido un shock benéfico que me aproximaba más a la realidad de las cosas. Que me sirvió de poco, porque al día siguiente volví a levantarme a las nueve de la mañana, a ponerme cualquier ropa y a salir a caminar a ninguna parte. Sin embargo, sentía que existía ya una diferencia. Me sentía más sensible a mí mismo. Me parecía conocerme mejor. Pero lo que estaba viendo no me gustaba nada. ¿Shock benéfico? Lo sabría muy pronto, porque faltaban sólo dos días para que venciera la mensualidad de la pensión, y ya no me quedaba nada para ir tirando, por lo menos, otro mes.



- V -

     Sucedió lo que debía suceder. Volvía yo de ninguna parte una noche de agosto de frío mordiente, pensando con delectación en el agua caliente que la viuda llamaba sopa y en la tibieza de mi cama, cuando al llegar, comprobé que no habría para mí ni sopa ni cama. Por tres días de atraso en pagar -por adelantado- la pensión, la viuda cancelaba mis derechos. Había metido mis cosas en mi valija, y le había puesto llave a mi pieza, y la valija me estaba esperando en el zaguán. Asustado y deprimido, golpeé suavemente la puerta de la viuda, que estaba viendo televisión. Se abrió la puerta, abrí la boca para hablar pero la vieja me cortó tajante:

     -¿Tiene MI dinero?

     -Vea, señora...

     ¡Blam!, era la puerta que se me cerraba en las narices. Aquella señora era lo que se dice de pocas palabras. Pero de algún obscuro meandro interior me subió una oleada de indignación. Volví a golpear con energía la puerta, una, dos, tres veces, hasta que ella volvió a aparecer.

     -¿Qué quiere?

     -No quiero marcharme sin pedirle que felicite en mi nombre a su marido.

     -¡Pero si está muerto!

     -Por eso. Buenas noches.

     Y me marché dignamente.

     La gente suele hablar livianamente de la angustia por esto o lo otro. Pero aquel que no se vio una noche fría en la calle, sin un céntimo en el bolsillo, sin tener adónde ir y con una valija que le da el sello a la triste condición de forastero en una ciudad extraña, no sabe lo que es angustia. Caminé hasta la próxima esquina, y allí me detuve, con la absurda pretensión de orientarme en una ciudad donde en los cuatro vientos, en lo que a mí concernía, no había nada ni nadie. Nunca fui religioso, pero en esa ocasión sentí la necesidad de implorar devotamente a la Providencia que viniera en mi ayuda, y la poca que recibí fue llegar a la conclusión de que soplaba un helado viento sur, y que si caminaba hacia el sur recibiría las ráfagas de frente, de modo que lo razonable era caminar hacia el norte para recibirlas de espaldas. Así que eché a andar con viento a favor -es un decir- hasta desembocar en la amplia explanada de la Catedral, donde el frío era aún más intenso porque el viento ya no soplaba del sur sino de los cuatro costados del mundo. A lo lejos vi brillar, en la Bahía, las mortecinas luces de un desembarcadero donde estaban inmóviles algunas embarcaciones ancladas allí, lanchas y hasta algún yatecito. Concebí la loca intención de colarme a una de esas embarcaciones para pasar la noche, y descendí por la huella del bajo. Sin embargo, no llegué a la costa de la bahía porque vi brillar alegremente un fuego al pie del murallón del Congreso. Hacia allí me dirigí, y me encontré con un viejecito que había colocado unas defensas de tela plástica contra el viento, alimentaba el fuego con unos pedazos de tabla que iba arrancando de un viejo cajón de embalar, y se alimentaba él extrayendo con los dedos unos trozos de carne hervida de una herrumbrosa lata. Le saludé y no me contestó. Le dije que me moría de frío y encogiéndose de hombros me señaló un sitio frente al fuego, donde me senté con gratitud, depositando mi valija contra el paredón, y notando que desde el momento en que me senté a su lado, la lata de comida, que la tenía en el regazo, ahora la apretaba prudentemente contra el pecho, y seguía comiendo, es decir, metía en la boca sin dientes un trozo de carne, lo pasaba de una mejilla a la otra dos o tres veces, y se lo tragaba.

     Así debió ser en el principio del tiempo, cuando los hombres de las cavernas descubrieron el germen de la amistad -pensé tristemente- compartir el fuego, sí, pero la comida no. No me sirvió de consuelo llegar a la conclusión de que de entonces la cosa no había cambiado mucho. Por fin, el hombre terminó de comer, sacó del bolsillo una servilleta que tenía el monograma del Hotel Guaraní y se limpió los dedos y los labios, depositó cuidadosamente su lata al pie del murallón, lanzó un sonoro pedo y se acurrucó para dormir. Otro tanto hice yo, excluido el pedo, y aunque parezca mentira, logré dormirme a pesar de que el fuego sólo me calentaba una zona desde la tetilla hasta la rodilla y el resto se helaba dolorosamente. Me desperté temprano, viendo que ya era de día, el fuego se había apagado y el viejo ya no estaba. Y mi valija tampoco. Sentí la mejilla húmeda y creí que eso de echarme a llorar empezaba a ser una mala costumbre, pero aquello no era llanto, era una fina llovizna que me tenía empapado.


- VI -

     Me encaminé al centro. Por primera vez pasó por mi mente la idea de buscar trabajo. Pero buscar trabajo es en cierto modo un trabajo y se necesitaba energía, y yo estaba muerto de hambre, y por añadidura, me acometía unos escalofríos que parecían querer desarticular el esqueleto. Arribé a una esquina donde una gorda señora instalaba una mesita y sobre ella una canasta, que abría y revelaba su contenido de empanadas aún calientes, y pan, y tendría un mantelito blanco y depositaba todo sobre una bandeja, a la vista. Arrimó una sillita baja y espantamoscas en manos se dispuso a iniciar el negocio. Un perro flaco se acercó a husmear y ella lo ahuyentó, yo me acerqué a husmear y ella no me ahuyentó, espantando sí con su plumero unas moscas inexistentes. Miré al perro que se iba en busca de mejores horizontes y seguí tras su huella, intuyendo vagamente la razón por la cual San Francisco llamaba al perro hermano perro. Los dos eran flacos. El parentesco del hambre. Me reí y me asusté porque me reí, porque lo natural era que estuviera llorando, y si el caso daba para llorar y yo andaba riendo, algo andaba mal dentro de mi cabeza, y quizás me estuviera volviendo loco. Pero deseché la idea, recordando haber leído que lo único bueno que tiene el loco, es que nunca sabe que lo está. Aquellos escalofríos me galopaban por la piel como un malón de hormiguitas feroces, con patitas de hielo.

     Sin embargo, la madre Naturaleza se defendía, porque al avance de la chusma helada sobre mi piel oponía ese fuego interior que me subía del pecho y me quemaba la garganta, con un calor áspero. «En buena te has metido, hermano -me decía- te estás helando por fuera y te estás quemando por dentro». Y de repente me sentí orgulloso porque estaba pasando por la experiencia única de vivir mi propia muerte, con el agregado de asistir en vivo y en directo a la lucha por mi alma inmortal que libraban Satanás y San Pedro, aquél arrimándome las llamas de la condenación, y éste como un bombero celeste que me echaba agua demasiado fría. «Estás delirando, viejo».

     Alguien me hablaba y me paré a escuchar, pero el que hablaba no era otro que yo. Seguí mi camino y me llevé por delante a una señora que salía con un bolsón de un supermercado. Me miró con reproche y murmuró algo de qué calamidad tan temprano y ya borracho. La detuve del brazo y me miró asustada. Quise preguntarle si había una hora en que estar borracho era normal y otra hora en que no. Pero la dejé ir. «No me dejes, mamá», le dijo el otro que se había puesto a hablar por mí desde mí. Pero mamá se fue de mi lado, sin dejarme ningún rencor, porque siempre fue así, y creo que la única vez que estuvimos juntos fue cuando ella me tenía en el vientre y yo estaba adentro y calentito, y a propósito y al final de cuentas, la solución de todo estaba en volver allí, de manera que apresuré el paso y aquel ruinoso portón estaba abierto y entré y el depósito de herramientas también estaba abierto y había un rincón que me pareció acogedor y allí me tiré, pero no me estiré sino me comprimí y me hice un nudo y me hice un feto para volver a nacer otro día o para morir para siempre, ya que después de todo, lo mismo daba.

     ...Y entonces estaba de nuevo leyendo aquella novela idiota y dulzona de la pareja que esperaba el primer hijo y ella tomaba la mano del marido y la ponía sobre el vientre y le decía sentí, sentí como patea y los dos quedaban arrobados porque el feto pateaba. Gran cosa. La maravilla era yo -me dije-, un feto que soñaba la vida que iba a vivir, no la vida que iba a sufrir, que de eso estaba seguro porque en algún momento ya había visto la tumba abierta y yo en el ataúd y el Director del Colegio que no se perdía una sola ocasión de decir un discurso fúnebre cuando alguno del pueblo moría, notable o no, y nunca dejaba de utilizar aquella frase de que esta tumba abierta que acogerá a nuestro hermano no es sino el útero de la inmortalidad feliz que le espera, y yo era niño y no sabía lo que significaba «útero» ni «inmortalidad» pero estaba a punto de saberlo...

     Su cara quema -decía una voz. Voz de mujer.

     -Debe ser fiebre -respondía otra voz, masculina.

     -Pobrecito... -era la mujer, mujer al fin.

     -Es un vago... -era el hombre, hombre al fin.

     -Es un prójimo que necesita ayuda -replicaba la voz femenina.

     -Si querés, llamo a alguien -el viril sentido práctico ya exploraba la forma de buscar ayuda en otra parte para el prójimo que le importaba un cuerno.

     -¿A quién?

     -Y... a lo bombero, por ejemplo -decía vacilante el hombre.

     -¿Para qué? ¿Para que le pongan una lavativa con una manguera? -aquella alma femenina no era fina, pero sí bondadosa.

     -O una ambulancia. En alguna parte tiene que haber una ambulancia. Para eso están la ambulancia. Para venir tocando la sirena y llevar a tipo como éste también, tocando la sirena.

     -Ves demasiado tele, vos.

     -Entonces, decime que hacemo con él.

     -Le vamo a ayudar, pobrecito.

     -¿Cómo?

     -Le llevamo al hospital.

     -¿Tenés para un taxi? -otra vez el sentido práctico masculino.

     -No.

     -Entonces no le llevamos al hospital.

     Hice un tremendo esfuerzo para abrir los ojos, y conseguir abrir uno. Ya no sentía frío ni calor en mi   cuerpo. En realidad ya no tenía cuerpo. Sólo cabeza, con un ojo abierto que enfocó a un hombre grandote y a una mujer grandota. El hombre grandote era una áspera montaña toda piedra. La mujer grandota era una suave y ondulada colina rosada, una colina hembra, si me comprenden. Una colina madre, que me acababa de parir.

     -Mamá... -tenía conciencia de que decirlo era absurdo, pero quizás no exista palabra más adecuada para pedir socorro.

     -¿Si, mi corazón? -el color rosado de la colina provenía de que estaba cubierta de flores. Flores compasivas. Flores balsámicas.

     -Por favor, creo que tengo pulmonía -logré articular- llamen a la Policía -agregué, con la loca esperanza de que viniera corriendo en mi ayuda aquel comisario de lujo con su olor a jabón Reuter y after-shave.

     -¡No! -rugió el hombre, dándome la sensación de que aquellos buenos samaritanos preferían mantenerse lejos de los brazos de la Ley.

     -Entonces, déjenme morir...

     -¡Morir no soluciona nada! -exclamó la mujer con ese sentido práctico límite que sólo es atributo de su sexo. Y luego, agregó, dirigiéndose al compañero-: ¡Vamos a llevarlo!

     -¿Adónde?

     -¡A casa!

     -¿Cómo?

     -¡En upa!

     -¡No es una criatura!

     ¡Es una bolsa de huesos!

     Así como si fuera una bolsa de huesos, me sentí alzado, transportado y machucado, a lo largo de callejuelas donde las casas se apiñaban y la gente se apiñaba en los portones de las casas apiñadas para ver pasar aquella procesión y para preguntar si yo estaba muerto, a lo que el hombre, como para infundirme cristiana resignación anticipada, respondía: «No, todavía no». Poco después, las casas se hacían más espaciadas, la tierra más roja, y los verdes más verdes y los zapatones de mi transportador ya no hacían tac tac sobre el empedrado sino plas plas sobre lo que primero supuse que era el cauce de un arroyo y luego, por el olor, comprobé era el cauce de una cloaca, cuestión ésta que no me pareció importante ya que volvían los escalofríos y la quemazón interior, con el agregado de que ya no podía respirar, y tratando de hacer pasar aire por mis tráqueas o por donde fuera producía un sonido como de gárgaras, que oyó la buena mujer que trotaba detrás nuestro y murmuraba «Jesús, Jesús mío» y se hacía la señal de la cruz, mientras mi voluntarioso transportador se volvía a ella y enunciaba su diagnóstico: «Ansia de muerte». Pero aquello, por alguna razón, me rebeló. Yo no tenía ansia de muerte, carajo, tenía ansia de vida, y ponía todo mi ardoroso empeño en llevar oxígeno a mis pulmones y temiendo a cada instante que el hombre se cansara y me abandonara en la cloaca y se fueran los dos a dedicarse a menesteres más alegres. Cruzamos, creo, una estrecha senda de tierra firme entre dos lagunejos verdosos. Y luego la senda se ampliaba hasta formar una isla donde se alzaba una casita que era un resumen de lo que alguna gente desecha como basura y otra gente recoge como materiales de construcción. Era nuestro destino. Entramos y el fatigado hombrón me depositó en el suelo. En un rincón había un camastro y en el camastro estaba tirado el hombre más viejo del mundo, con el resto de vida que le quedaba brillando en unos ojitos azules, increíblemente vivaces. De la parte superior de un ruinoso ropero, la mujer bajó una colchoneta, la tendió en el piso, se corrió hasta el camastro y como si fuera un bebé alzó en brazos al viejo y lo trasladó a la colchoneta; luego se volvió a mí, me alzó en brazos como si fuera otro bebé y me depositó en el camastro cuyo fuerte olor a orina no fue óbice para que el calor de esa cama arrullara mi cuerpo helado con una tibieza bienvenida, como bienvenido fue el desflecado poncho con que la buena mujer me arropó después de despojarme sin pudor alguno de toda mi ropa mojada y dejarme en cueros, procediendo a frotar toda mi osamenta con alcohol cuyos vapores me hacían toser pero al mismo tiempo me ayudaban a respirar mejor.

     Creo que me dormí por mucho tiempo. O por lo menos el tiempo necesario para que el hombrón degollara una gallina y ella hiciera una sopa, porque cuando desperté, ella estaba sentada en mi camastro y me vertía en la garganta con una cuchara la sopa caliente y olorosa.

     -Tragá, tragá, tesorito -susurraba, y me metía la cuchara (10) en la boca y yo tragaba con ansia aquella calentura vital.

     -No hay como la sopa de gallina para matar todos los microbios -sentenciaba mientras me embutía la cuchara y cuando yo tragaba me premiaba con un «viste que guapo es mi muchachito que se va a poner bien mañana mismo».

     Me volvía a dormir, nunca supe cuánto tiempo, pero cuando desperté era de noche. Los escalofríos habían vuelto pero me sentía algo más lúcido. A la luz de una lámpara vi que mi benefactora aseaba con un trapo mojado al viejecito que tiritaba de frío, y el hombrón estaba sentado en una silla, ante una mesa, succionando con ayuda de un tenedor un enorme plato de tallarines. Temblaba yo con tanta intensidad que el ruido que hacía mi camastro les llamó la atención. Prontamente, la mujer terminó el aseo del anciano y se acercó a mí, con extraña, conmovedora solicitud.

     -¿Cómo te sentís?

     -Tengo mucho frío...

     Abrió el ropero y sacó un grueso tapado de mujer que agregó a mi poncho. Se apoderó nuevamente del frasco de alcohol, lo vertió en las palmas y empezó a frotarme suavemente la frente y el cuello con aquellas benditas manotas gordas, ásperas y maternales que el buen Dios le había dado para que fuera así, tan mujer, tan generosa, tan llena de vida que vivir y que dar. Miré al hombre que succionaba sus fideos, los depositaba en la boca y los empujaba con medio pan por vez, y pregunté:

     -¿Tu marido?

     No, es mi primo. Pero cuando le da por ser marido yo no tengo inconveniente -me dijo como la cosa más natural del mundo, pero intuyendo que aquella extraña relación que me conturbaba requería una explicación, agregó:

     -Me ayuda.

     Síntesis de la teoría del Varón Domado, me dije. Miré a la momia tendida en la colchoneta. Ella siguió mi mirada.

     -Es mi abuelo -dijo, y de la colchoneta se alzó un cloqueo que aún tenía algo de humano, y ella (11) tradujo-: dice que te vas a sanar pronto. ¿Te pasó el frío?

     Negué con la cabeza. Y acto seguido, sin el menor pudor se puso de pie y se quitó el vestido, quedando sólo con las dos clásicas prendas íntimas.

     -Dame lugar...

     Miré con cierto temor al primo-marido, pero el hombre seguía muy ocupado con sus espaguetis. Me corrí un poco y ella se acostó a mi lado, y se estrechó contra mí, y me atrajo contra sus grandes pechos blandos y tibios, calefactor inventado por el Creador que ninguna tecnología ha logrado superar. Una infinita sensación de paz me invadió, y me dormía sintiendo el calor de su vientre ancho y blanco sobre mis caderas, y el peso reconfortante de sus muslos sobre mi vientre, cuando oí decir al comedor de espaguetis algo así como que se estaba buscando una peste, y me oí preguntarme a mí mismo donde diablos había venido a parar.


- VII -

     Había salido el sol aquella mañana. El viento que rizaba las aguas de la Bahía cercana aún venía del frío sur. Pero el cielo era azul y el sol voluntarioso en su deseo de dar calor. Y yo estaba allí en el sillón de mimbre que había conocido tiempos mejores, envuelto en mi poncho y en el sopor de mi convalecencia (12), y calentado por el buen sol que el buen Dios había inaugurado un día allá en el cielo para que la vida floreciera y la muerte se batiera en retirada. Abrí los ojos y por primera vez, a plena luz, contemplé a mi benefactora, que destripaba un chanchito muerto colgado de un gancho.

     Si un escultor del siglo XVI anduviera loco de la vida buscando una modelo para una escultura de la maternidad, la habría elegido a ella. Tal vez un poco más de treinta años. Blanca, con una suave pelusa dorada sobre la blancura de la piel, en los brazos y en las piernas, y con toda la potencia de una feminidad fecunda que era como un altar vivo y palpitante para el rito de aquellos primordiales dioses de grandes falos enhiestos. Una cara vulgar, redimida por unos inmensos ojos muy claros, que no podían ser aquellos espejos del alma que dicen los poetas, sino ventanas transparentes a las que asomarse a mirar la vasta limpidez de un mundo interior intocado y puro. Me reproché que estuviera poetizando a una mujer que se acostaba con su primo, pero enseguida me reproché porque me reproché por eso, porque acostarse con su primo podría ser el fruto de una inocencia raigal, de fruta de los montes. Y volví a mi imaginario escultor del siglo XVI, de aquellos realistas que no vieron nada de malo y mucho de bueno en las Venus adiposas que los antiguos pusieron de moda hasta que alguien vino a corromper nuestros gustos y a convencernos de que la mujer cuando más flaca, más mujer. Y cerré los ojos y lo vi moldear en mármol a mi benefactora, fiel a sus hombros redondos, a sus pechos que parecían reventar de leche, a su vientre plano y a sus caderas anchas, rotundas, como las de una abeja reina que deposita sus huevos en interminables cadenas. Le ordené al escultor que se fuera, porque la frialdad del mármol tiene algo de la frialdad de la muerte, o quizás de la no vida. Lo que ella merecía era un pintor, y la calidez de la pintura para que plasmara su calidez de mujer. Y entonces el pintor fui yo mismo, y la instalé en un paisaje de cuando la tierra era joven y la gacela lamía la sal de la piel de un león dormido. Pinté la luna cuando era luna y nadie la llamaba satélite, alumbrando el río que corría rumoroso, con su playa de arena dorada, y en la playa, ella, desnuda y dando a luz sin dolores -porque entonces no había dolor-, y lista a recibir a su niño y lavarlo en el agua helada del río mientras murmuraba que yo te bautizo en el nombre de todos los amores que sobrevivirán para consuelo de todos los doloridos del mundo y... una sombra me quitaba sol y abrí los ojos y ella estaba delante mío, mirándome con algo de susto.

     -Hablabas solo -me dijo con preocupación.

     -Estaba soñando -dije.

     -Le estabas bautizando a alguien.

     -No, no era yo. Eras vos. Le bautizabas a tu hijo con las aguas de un río que era bendito de nacimiento, porque venía del cielo.

     -Tu sueño es mentiroso -murmuró con algo de pena.

     -¿Por qué?

     -Porque cuando tenía quince años me hicieron un aborto y me dejaron huera.

     Dios incomprensible, me dije, no tienes derecho a pisotear así el lirismo de los líricos. Mi diosa viva de la maternidad era estéril, como Marilín Monroe con toda la gloria de su cuerpo y con toda la miseria de sus ovarios muertos.

     Se sentó a mi lado, con la sangre del chanchito manchando sus vestidos, y un borde rojo bajo las uñas.

     -Qué pena... -atiné a decir.

     -No hay pena -dijo terminante, y agregó-. ¿Qué pasa cuando una tiene un hijo? El amor llena tu corazón pero tu corazón es un embudo, y el amor se derrama para uno solo. ¿Es justo, eh?

     -Celina...

     -¿Qué?

     -Sos una mujer sabia.

     -¿Yo? -rió-. ¡Jesús!

     -Has elaborado toda una filosofía para enterrar debajo tu pena...

     -Si hablas así no te entiendo un carajo -me dijo.

     -Sí me entiendes -le dije sin saber por qué quería herirla.

     -Sí te entiendo -consintió-, pero ¿qué puedo hacer?

     -Lo que haces, olvidar. Borrar de tu mente.

     -¿Que soy huera?

     -Eso.

     -No puedo. Mi cuerpo me grita que soy huera cada vez que un hombre está conmigo y me llena de semilla.

     -¿Tu primo?

     -Y los otros.

     -¿Otros?

     Debió notar en mis ojos desconcierto. ¿Rencor o celos?

     -No. No. No soy puta -se apresuró a aclarar.

     -Pero... otros. Dijiste «otros».

     -¡Los hombres!

     Me miró a los ojos, suspiró apenada por mi falta de mundo, de modo que me ilustró con ese aire paciente de la maestra que trata de que la «o» le salga redonda al párvulo.

     -Mirá -me dijo- una puta tiene clientes. Una mujer honesta tiene hombres. Hombres. Hombres que le ayudan.

     -Tu primo...

     -¿Qué pasa con él?

     -¿Sabe?

     -Me parece que sí.

     -¿Y no le importa?

     -Me parece que no.

     -¿Te quiere?

     -No sé, pero me ayuda, a pesar de que es haragán. Así de grandote como es, es haragán. Pero es bueno y me ayuda. Hoy vamos a comer de su sangre.

     -¡Jesús!

      -Con lo grandote que es, sirve para algo. Ayer vendió medio litro de sangre y compró el chanchito. Yo no sé si eso es amor o qué, pero es bueno.

     Yo no sabía si aquello era bueno o malo, pero lo que sí sabía es que jamás comería aquel chanchito. Era como canibalismo por interpósito lechón. Evitando la nausea, volví a nuestra charla.

     -¿Y yo, Celina?

     -¿Vos qué?

     -¿Qué soy aquí?

     -¿Cuantos años tenés?, ¿veinte?

     -Un poco más.

     -Sos mi hijo.

     Quedé alelado. Si aquel hijo que le arrancaron de las entrañas cuando ella era una niña viviera, tendría veinte años, como yo. La miré... ¡me estaba adivinando el pensamiento!

     -Volviste... -me dijo.

     Yo era su segunda oportunidad. Volví. Volví de la muerte que ella alejó para devolverme la vida que me devolvió. Dios mío. ¿Estaba llegando al punto en que la locura se confunde con la poesía? ¿Y qué poesía? ¿Aquella que trepa desconocidos escalones de augustos templos sin edad y deja de ser poesía para ser Justicia poética?

     ¿Y Dios? -me pregunté-. ¿Me tuvo viviendo veinte años de vida fetal y pueblerina para renacer, no, para nacer aquí y ahora?

     ¿Pero por qué esta madre que se acostaba con su primo y con todos sus hombres?

     ¿Por qué no me desvanecí de frío y de hambre en el portal de una casa solariega donde otra mujer preñada de esterilidad y de esperas me recogiera?

     ¿Otra mujer distinta a ésta?

     ¿Distinta en qué?

     ¿Más pura?

     ¿Pero quién mide la pureza de una mujer? ¿Qué es la pureza de una mujer? Mala pregunta, hermano -me dije-, porque la pregunta debe ser: ¿Qué es la pureza?, a secas.

     ¿La sombría virginidad de una beata que quiere engendrar por obra y gracia del Espíritu Santo, repitiendo en ella el milagro irrepetible, o la generosa sexualidad de esta hembra cristalina que da lo único que tiene en pago de la ayuda de su primo y la de todos sus hombres?

     ¿Pureza la razón calculada de la caridad que recoge a un moribundo o la alucinación del encuentro en la alegría desgarrante y feliz de un parto postergado por veinte años?

     Déjate de pavadas -me dije-, vos ya tenés madre.

     Imbécil -me repliqué- no estoy hablando de madre, sino de maternidad.

     Ahí estaba la cuestión. La cuestión de si basta ser madre para ser maternal. No me iba a poner, allí y entonces, a buscar la diferencia demasiado sutil para mi gusto, pero las dos palabras, madre y maternidad, sonaban en mi mente como dos notas distintas.

     Y recordé a mi madre, y me pregunté por qué en todos esos días amargos y doloridos no deseé su presencia. Hijo ingrato -me dije-, es esa la explicación, pero no la única, lamentablemente, porque quizás la ley de las compensaciones pone a un hijo ingrato al otro extremo de una madre de corazón anestesiado por el servilismo de esposa. O simplemente anestesiado.

     -Me das miedo cuando ponés esa cara -me decía Celina.

     -Es la cara que uso para pensar.

     -Pensar mucho no soluciona nada -dijo Celina, con el mismo tono terminante que usó cuando me decía que con «morir no se soluciona nada». Al parecer, su vida era una búsqueda de soluciones rápidas y fáciles. No estaba mal como sistema.

     -¿Sabes que un sabio dijo: «Pienso, luego existo»? -le dije con ánimo maligno de burlarme de ella.

     -¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

     -Vos tenés que decir «no pienso, luego vegeto».

     -¿Qué quiere decir «vegeto»?

     -Me dejo llevar por la corriente.

     -¿Eso hace la gente que no piensa?

     -Eso hace.

     -Entonce la gente que no piensa es más sabia que la gente que piensa.

     -¡Vaya! ¿Por qué?

     -Porque si no pienso y me voy a favor de la corriente, y otro piensa y va en contra, el estúpido es el otro, no yo.

     -¡No quise tratarte de estúpida! -me apresuré a aclarar con una gran dosis de hipocresía.

     -Ya sé -me dijo, con otra gran dosis de hipocresía, pero infinitamente más noble que la mía.

     Se levantó y fue a dedicarse al lechón, dejando en mi corazón una bola de pesadumbre que de repente tuvo una boca y me gritó: «Respétala, cretino».

     Y decidí poner toda mi buena voluntad para aprender a respetarla. Y a comprenderla. Y a no juzgarla, porque lo que era ella estaba sencillamente fuera de mi alcance, porque era dueña de una sabiduría que no figuraba en ningún libro, sino estaba elaborada por los días que en cada amanecer le enseñaba una lección de cómo vivir y cómo sobrevivir sin perder la alegría, sin cegar las fuentes del amor y manteniendo virgen la inocencia dentro de un cuerpo mil veces manoseado, y mutilado para siempre. Intención nobilísima de mi parte, que pronto sería vapuleada, deteriorada, por la extraña sucesión de acontecimientos que me esperaba.


- VIII -

     Esa noche, cuando me dormía en el camastro de donde había sido expulsado permanentemente el abuelo, y ella tendía su catre en la piececita de al lado, reflexionaba sobre todo lo pasado en los últimos días, y me preocupaba por el rumbo que tomarían las cosas. Era obvio que este disparatado asunto de mi adopción por parte de Celina era algo pasajero. La manía de una niña grande que recogía de la calle un gatito moribundo y lo traía a casa y jugaba a ser mamá, hasta que el gatito, sano y alimentado, decidía vivir por su propia cuenta, y con su propia independencia. Sin embargo, una puntilla de preocupación asomaba en mis pensamientos sobre el tema, cuando, haciendo el recuento de todo, me di cuenta de que en ningún momento le había expresado gratitud por lo que ella y su oso vendedor de sangre habían hecho por mí.

     No recordaba dónde había leído, quizás en Freud, que ningún hombre llega a la madurez completa mientras su padre vive. Y que la relación madre-hijo excluye la gratitud, porque, agrego yo, no se agradece lo que es natural, como la mujer que brinda amor y el hijo que lo devora, lo degusta y se va.

     Y yo no había expresado gratitud. Quizás estaba aceptando el juego de la niña grande. La cuestión residía en averiguar urgentemente si en la misma medida en que ella adoptaba un hijo, yo estaba adoptando una madre.

     Oí el concierto de crujidos de su catre cuando se acostaba, soplaba, apagaba la vela y me preguntaba:

     -¿Ya dormiste?

     -No.

     -Hasta mañana.

     No le contesté, porque algo me susurraba que ella esperaba que yo le dijera: «Hasta mañana, mamá». Y eso sería la locura. Y aunque aquello fuera el juego de dos era saludable que uno de los involucrados conservara el juicio. De modo que murmuré apenas:

     -Hasta mañana, Celina.

     Cuando desperté a la mañana siguiente, ella no estaba. Y lo que me resultó más extraño, el viejecito tampoco. Pensé que lo había sacado al sol y miré afuera, pero no estaba allí. Además el sol no había salido, porque estaba de vuelta la llovizna y el frío y el día gris.

     Me senté en la cama, pasándome el agujero del poncho por la cabeza y temblando de frío. Con ese movimiento, cayó al suelo un papel que había estado encima de mis cobijas, y resultó ser una esquela de Celina: «Me boy a Quiindy a llevarle al agüelo con mi jente de allá y entonce ba aber mas espacio para nosotro. Te dejé comida. Mirá sobre la mesa». Miré la mesa, y efectivamente, tapado con un gran paño blanco, almidonado y limpio, había una fuente, posiblemente de carne fría procedente del chanchito. En una canasta había galletas, y además dos botellas de gaseosa y una fuente con uvas. Además, el brasero contenía carbón listo a ser encendido, y al lado una pava de agua. No se había olvidado ni de dejar a la vista la cajita de fósforos. Y el frasco de Nescafé.

     Encendí entre los carbones un papel diario y puse la pava encima cuando los carbones hicieron brasas, y regresé a la cama.

     La imagen de la mamá-niña y el gatito abandonado volvió a mi mente. Trasladado al plano humano, aquello resultaba insano. Insano todo, hasta las cuidadosas previsiones y las generosas provisiones que dejara al marcharse. Aquello jamás podía resultar. Además, no estaba en mis planes vivir al borde de la cloaca de la ciudad, sino en la ciudad misma, la ciudad como un territorio de conquista, con sus oportunidades que estaban a mi alcance, siempre que aprendiera a sacudirme mi derrotista modorra. Siempre que me saliera del punto muerto.

     Hirvió el agua. Hice algo de café que vertí en un jarro de lata, y me lo bebí de una vez, sin tocar la galleta. Rebusqué entre los trastos que hacían de moblaje y encontré un cuaderno y un bolígrafo, me senté en la mesa, bebí más café, y me puse a escribir.

     «Querida Celina. Jamás podré agradecerte todo lo que has hecho por mí. Por tu buen corazón, mereces ser  madre, la mejor de las madres, pero no la mía. Eso es sólo una ilusión tuya, pero la gente no debe vivir de ilusiones, sino de realidades. Así es todo de simple, Celina. Me voy. Subiré la cuesta por donde uds. me bajaron en brazos, con tanta generosidad. Y subiré por mis propios medios. Tengo que buscar trabajo. Tengo que estudiar. Tengo que encontrarme a mí mismo, y si valgo algo, demostrarme que sí valgo. Y eso el hombre debe hacerlo solo. Espero que me comprendas y sepas perdonar que no te ayude a vivir esa ilusión misericordiosa que se te ha prendido en el corazón, de que yo soy el hijo que perdiste, y que volvió. No soy tu hijo. Soy un hombre, o por lo menos, intento serlo. Y si debo luchar para conseguirlo, debo hacerme a la idea de sufrir solo mi derrota y la ilusión de venir a compartir contigo mi victoria. No quiero herirte, Celina, pero debo dejar plantada en tu mente mi afirmación de que nuestros caminos, así como nuestro pasado, son muy distintos. Otra vez te pido que me perdones, y guardes mi promesa de que vendré a visitarte cada vez que tenga una buena noticia que darte, y compartirla contigo. Palabra. Hasta pronto. Un abrazo para vos y para tu primo. Carlos»

     Doblé cuidadosamente el papel y después de arreglar la cama donde había dormido, lo deposité sobre la almohada, sin poder dejar de sentir cierta pena por la pena que iba a darle a Celina. Pero la decisión estaba tomada. No debía volverme atrás y menos, por sentimentalismos enfermizos.

     -Es hora de marcharte, hermano -me dije, buscando  mi ropa. Buscándola por todos los rincones. Y no estaba en ninguno. Estaba lo que se dice desnudo. Y prisionero. La palabra me deflagró una violenta indignación, como de perro que muerde la cuerda.

     ¿Se había asegurado de esa manera de que yo no me marchara en su ausencia?

     O daba solamente la casualidad de que ella había entregado a las lavanderas del río, justo ese mismo día, toda mi ropa.

     Sintiéndome violento, decidí que debería irme de cualquier modo. Pero no había cualquier modo, había un solo modo, así como estaba, y pocos propicios serían conmigo los hados si iniciaba la conquista de la ciudad, en un día de frío de Agosto, con una camiseta «musculosa» y un calzoncillo a rayas.

     La odié ante semejante humillación. Y decidí castigarla. No tocaría un solo pedazo de su chancho de mierda ni de su galleta de mierda.

     Me senté enfurruñado en la cama, sin saber qué hacer, hasta que por el borde de mi furia se vino abriendo paso un sentimiento de alarma, porque al negarme caprichosamente a comer, me estaba portando exactamente como quien ella veía en mí: su bebé.

     -Hija de puta -le dije mentalmente-, me hubieras dejado también un chupete.


- IX -

     Pasé todo aquel día mirando por la ventana las aguas grises de la Bahía y el paisaje transido de frío. En un rincón, en algún momento del día, encontré una colección de diarios del año pasado y leí hasta los edictos de mensura y de separaciones conyugales. Al mediodía me serví un abundante almuerzo de carne fría, galletas y coca, y luego me acosté a hacer una siesta. Me desperté cuando anochecía, di media vuelta en la cama y decidí que levantarme a cenar era demasiado esfuerzo, reacomodé mi cuerpo sobre el colchón, esponjé las cobijas y me dormí de nuevo. Un movimiento, y el ir y venir de una vela me despertaron. Celina había vuelto, abrí los ojos, y la vi leyendo mi carta, de la que, idiota de mí, me había olvidado. Mejor -me dije- a lo hecho pecho. Y a plantear las cosas. Me miraba con reproche.

     -¿Es cierto esto? -me preguntó mostrándome la carta.

     -Es cierto.

     -¿Por qué?

     -Por lo que dice la carta.

     -¡Acá no dice nada! -rugió arrugando el papel y tirándolo.

     -¡Allí dice todo! -rugí yo-. ¿Dónde está mi ropa?

     -Te traigo mañana. Hice lavar y planchar.

     -Está bien. Hasta mañana, entonces -y le dí la espalda.

     Pero ella no se movía. Todavía estaba allí, con la vela encendida en la mano, alzada como para que la luz me diera mejor. Una parodia de la Estatua de la Libertad.

     -Pero... ¿qué vas a hacer? -me preguntó.

     -No sé -le contesté diciéndole la verdad y nada más que la verdad.

     -¡Así no se empieza nada! -farfulló malhumorada.

     Di otra media vuelta y me enfrenté otra vez con ella y con su vela encendida.

     -Celina -le dije-, no pienso empezar nada. ¡Lo que quiero es terminar esto!

     -¿Estás enojado por algo?

     Suspiré fatigado. No hay prueba más difícil para los nervios que discutir con un alma simple.

     -Celina, no hace falta estar precisamente enojado para decidir algo. Las cosas se deciden porque necesitan ser decididas -cuando terminé de decirlo, no me sentí muy superior intelectualmente al primo.

     Me miró con furia, y con furia sopló y apagó la vela, con un soplido que podía haber apagado un incendio, y como queriéndome decir que así yo apago el inmerecido amor que te he dado. Dio media vuelta en la obscuridad y tropezó con una silla y murmuró algo sobre su estupidez de preocuparse por un homosexual de porquería, aunque lo dijo con una palabra más fuerte. Oí como se acostaba, pero no el silencio espeso que viene de un cuchitril donde un ser humano duerme, sino algo parecido a un llanto ahogado por una almohada, o por el orgullo, o por ambos al mismo tiempo.

     Me dormí profundamente, quizás tranquilizado por la firmeza de mi decisión ya tomada de marcharme al día siguiente, y me desperté cuando el sol, que ese día decidió salir, estaba ya alto. Me senté en la cama, y allí, prolijamente planchada estaba mi camisa, mis medias secas y limpias, y mis zapatos lustrados. Mi raído traje, lavado y planchado, colgaba de una percha sujeta a un clavo de la pared. Sobre la mesa humeaba la cafetera, y había también un tazón de leche y pan, y azúcar.

     Me vestí y me senté a desayunar, en primer lugar porque tenía (13) hambre, en segundo lugar porque aunque no tuviera hambre debería hartarme por adelantado porque no sabía lo que me esperaba en mi primera excursión exploratoria en la ciudad, y en tercero, porque no debía ofenderla rechazando el alimento.

     Sólo apareció ella cuando de la mesa desaparecía la última miga de la media trincha de pan que acompañó mi desayuno. Se sentó en una silla, junto a mí, unió las manos, y me dijo:

     -Vamo a hablar como gente adúltera.

     -Se dice «adulta». Está bien, Celina. Vamos a hablar como gente adulta.

     -Prometeme una cosa.

     -No puedo prometerte nada. No debo, Celina.

     -Entonce contestame una cosa.

     -¿Qué?

     -Que si lo que encontrás allá arriba no es mejor que aquí, vas a volver. Y si no encontrás nada también. ¿Sí o no?

     Callé y ella continuó:

     -Hasta los pájaros tienen un lugar para volver.

     Seguí callando, aunque admitiendo la elemental razón de su sentencia sobre los pájaros... y sobre los hombres.

     Ante mi silencio, siguió con su monólogo:

     -Pero los hombres no son pájaros -¿me leyó el pensamiento?- y el hombre se dice que no es cosa de macho recular así nomás, y se queda a sufrir solo.

     Rompí mi silencio.

     -Eso es justamente lo que voy a pensar, Celina.

     -Ya sé. Pero vas a estar equivocado.

     -¿Por qué?

     -Porque yo no soy tu esposa, ni tu concubina, ni tu hembra.

     ¡Allí estaba de nuevo!

     La fórmula más sencilla de la vida; no hay claudicación en el macho que regresa contrito y despellejado a refugiarse a la sombra amorosa de las grandes tetas, siempre que sean maternales.

     La quise en ese momento, a pesar mío. Me estaba diciendo que si volvía a ella, era valor entendido que ante sus ojos y ante los míos, mi orgullo varonil no sufriría deterioro alguno, ni mancha mi honra de varón.

     Me levanté y le di un beso en la frente, y sentí en su proximidad el substancial olor de su vitalidad y de su fuerza interior: sudor, paja fermentada de colchones viejos, humo de leña en sus cabellos.

     -Chau, Celina.

     -¿Necesitás dinero? -me preguntó con conmovedora timidez.

     -No -le contesté con también conmovedora estupidez, pues Dios sabía que no tenía un céntimo, pero Dios sabía también que en algún desván interior yo conservaba aún un resto de decencia, que funcionaba de vez en cuando.

     Me fui. Evité como pude el curso del arroyo cloacal por donde me había traído el primo-amante-vendedor de sangre, para preservar el lustre de mis zapatos. Subí escaleras talladas en la dura tosca, atravesé la bucólica serenidad del parque cuyos árboles aún goteaban fríos cristales de rocío, y desemboqué en la ciudad.

     -Bueno, hermano -me dije-, ¿y ahora qué?

     ¿Cómo se empieza a vivir en serio?

     Buscando trabajo -me contesté.

     ¿Con ayuda de quién?

     De un amigo.

     ¿Tengo yo un amigo?

     ¡El Comisario!

     Bueno -reconocí- lo que se dice amigo, amigo, no es. Pero fue el primero que demostró respeto, no sé si a lo que yo era o lo que yo pensaba, pero lo demostró. Además, me había exhibido como un hallazgo valioso, o por lo menos curioso, a aquel pulcro caballero con estampa de ejecutivo que le acompañaba cuando me dejó en libertad.

     Caminé hasta la Comisaría, y el vigilante de guardia tocó un silbato para que viniera otro vigilante que hacía guardia pero sentado, que a su vez tocó otro silbato y vino un tercer vigilante a preguntarme qué deseaba. Vaya manera de complicar las cosas -me dije tratando de no demostrar lo que pensaba- y expliqué al vigilante que deseaba ver al señor Comisario. Un oficial me preguntó para qué y le dije que era asunto personal, y vi que escribía en un cuaderno, además de mi nombre en una columna, la hora, la fecha y el año en otra, y en otra más ancha la frase «asunto personal». Consideré aquello de buen augurio. Me tomaban tan en serio que estaban registrando los datos para la posteridad. Sentado en el banco de la sala de espera imaginé a un Comisario del año 2000 que mostraba con orgullo el viejo cuaderno y decía: Por aquí pasó cuando era jovencito su Excelencia el señor Ministro Carlos Salcedo. De paso, Carlos Salcedo soy yo, además de soñador, del tipo idiota.

     No esperé mucho tiempo para ser recibido. El señor Comisario no había cambiado nada. Pulido, discreto, afeitado y con ese corte de pelo tan viril de la gente de uniforme.

     -Hola -me dijo, y me tendió la mano, que estreché con gratitud.

     Me invitó a tomar asiento en una silla frente a su escritorio. Y comprobé que además de ser tan buen Comisario, había leído sicología, y había aprendido aquella trampita de hacer sentar al visitante en una silla baja, de modo que quedara bien establecida la diferencia:  «Ud. me mira desde abajo y yo le miro desde arriba». Dicen que los ejecutivos bancarios logran sus mayores éxitos por este simple sistema. No sé. La cuestión es probar qué eficacia tiene un hombre que reclama sus derechos hundido en un sillón tramposo.

     -Me imagino que no vino aquí para dormitar -me reprochó el Comisario.

     -No. No. Perdón, estaba pensando.

     -Vamos a ver. ¿En qué?

     -Necesito trabajo.

     -Muchos jóvenes necesitan trabajo.

     -Yo lo necesito hoy -dije con esa valentía brusca de los tímidos.

     -¡Claro! Y yo puedo sacarle a Ud. un trabajo como un mago saca un conejo de una galera.

     -Tanto como eso, señor Comisario...

     -Además, no me explicó por qué un joven que necesita trabajo tiene que venir a buscarlo a una Comisaría.

     -No vine a la Comisaría. Vine al Comisario.

     -¿A mí?

     -Ud. me honró con su respeto -expliqué sintiéndome un poco demasiado cortesano.

     -Es cierto -dijo-. Ud. me parece un muchacho inteligente. Pero no veo cómo yo...

     -Pensaba en su amigo, señor Comisario.

     -¿Amigo?

     -Aquel señor tan distinguido a quien Ud. le habló de mí, y con tan comprometedores términos que el caballero en cuestión se interesó por mis estudios, con expresiones tan bondadosas -decididamente, si yo hubiera nacido en la corte de algún Luis de los grandes, hubiera sido un éxito.

     -Pensé que si me recomendara a él...

     -¿Y por qué yo tendría que recomendarle a él?

     -Porque me parecía un ejecutivo próspero... y amigo suyo.

     -Lo siento. No es ejecutivo, ni amigo mío.

     -Habría jurado...

     -Se hubiera equivocado. Es mi padre, y es sastre.

     -Y su lema es que un sastre (14) que viste mal no merece ser sastre.

     -¿Cómo lo sabe? -preguntó admirado.

     -Imaginé, señor Comisario, imaginé. No quiero hacerle perder más su tiempo.

     Me levanté.

     -Siéntese -dijo.

     Me senté. O mejor, me hundí de nuevo en mi nivel de pedigüeño fracasado.

     -Cuénteme -ordenó con su brevedad castrense.

     -¿Que le cuente qué, señor Comisario?

     -Todo.

     -¿Puedo ponerme de pie?

     -¡Claro!

     Empecé a contarlo todo, descubriendo de paso que cuando se cuenta desgracias, el estar más arriba o más abajo que el interlocutor no hace ninguna diferencia. Cuando llegué al capítulo en que, medio muerto, era recogido por una pareja y conducido hacia la salvación y con qué cariño me cuidó Celina, me interrumpió:

     -¿Dijo... Celina?

     -Sí, así se llama.

     -¿Vive en...?

     Le informé donde vivía.

     ¿Y ella es...?

     Describí a Celina. Movió la cabeza como pensando «que casualidad».

     -¿La conoce?

     Hizo un gesto de asentimiento, con la sonrisa casi interior que usamos los hombres cuando queremos decir que la última vez que vimos a una mujer fue en la cama.

     -Es buena... -dijo, y yo callé, sin cometer la indelicadeza de preguntarle si era buena en la cama o era buena en general.

     Por lo demás, él no soltaba el tema.

     -Una chica digna de ayuda -decía.

     Casi reí. Apenas asomadas las narices en la ciudad, ya me había topado con el segundo integrante del gremio de ayudadores de mi promiscua e inocente madre postiza. Pero me reproché lo de «promiscua». Ella había dejado claramente sentado que la cosa era un intercambio: toda ella por «ayuda». Sentí la urgente necesidad de ver la otra cara de la moneda.

     -¿Ud., señor Comisario, la ayudaba?

     -Víveres que me sobraban... y algún valecito para la cooperativa. Un zapato, o algo así -rió-. Continúe -me dijo.

     -Eso es todo -le contesté, callando por un sentimiento de obscura lealtad a Celina, el aspecto freudiano de nuestras enfermizas relaciones.

     -De modo que salió a buscar trabajo, hizo bien -sentenció.

     Abrió el cajón de su escritorio y extrajo un block de papel de cartas, de papel caro, y que lucía en un ángulo su nombre escrito en letras doradas, y desde luego, en relieve. Con el mismo cuidadoso cariño por las cosas finas extrajo su lapicera de oro, le quitó la capucha, destornillándola ceremoniosamente, y se puso a escribir con una letra impecable, mientras murmuraba algo sobre que los amigos de Celina eran sus amigos. Cuando terminó de escribir, estampó su enérgica firma. Dobló cuidadosamente el papel, abrió el tercer cajón de su escritorio, sacó de él un sobre, puso el papel adentro, lamió la goma con la punta de la lengua, cerró el sobre, escribió el destinatario con su prolija caligrafía, y me entregó el resultado de tan minucioso trabajo.

     -Es una carta para un compañero mío de Facultad -dijo-. Quizás tenga suerte. Es todo lo que puedo hacer por Ud.

     Miré el sobre. Estaba dirigido a un Dr. Quiñónez. ¿Compañero de la Facultad? Mi Comisario había resultado todo un abogado. Pero no me sorprendí esta vez, porque ya la primera vez había descubierto que los Comisarios ahora vienen de lujo. Le agradecí. Me preguntó si ya había almorzado. Le dije que no y él hizo el ademán de pulsar el timbre, que yo interrumpí diciéndole que ya conocía el camino. Me hizo con la mano un elegante gesto de despedida digno del señorío de D'Artagnan y fui al comedor donde me hice conocer como amigo del Comisario y me sirvieron un almuerzo digno del amigo del Comisario.


- X -

     El sobre destinado al Dr. Quiñónez, decía además que el Dr. Quiñónez tenía su oficina (7D) en el séptimo piso del Edificio Imperial. Lo que me obligó, tras el copioso almuerzo consumido en la Comisaría, a ir a holgazanear en una plaza del centro, pues apenas había pasado la una de la tarde y una oficina que se respeta no se abre hasta las tres. De tal suerte que elegí un banco al sol, gocé del calorcito y de la agradable modorra que producen los jugos digestivos convirtiendo en energía la generosa comida que me habían servido.

     Si el hambre irrita, el estómago lleno nos vuelve tolerantes y perdonadores. De modo que me puse a pensar con cierto cariño en Celina. Aquel sobre en el bolsillo -estaba seguro- era el comienzo de una fulgurante carrera hacia el éxito. Trabajaría, ganaría dinero, estudiaría y alquilaría una casita. Celina, previa cura de su manía maternal, sería mi ama de llaves, y le enseñaría que en este mundo existe eso que se llama moral que impide que la mujer viva acostándose con todos los hombres, y mucho más con un primo. Desde luego, para darte un sentimiento de seguridad, le consultaría sobre decisiones transcendentes, como la elección de una novia, y todas esas cosas que hacen que las mujeres maduras se sientan importantes en la vida de un hombre joven. Algo madres, pero ojo, hasta ciertos límites. Eso sí.

     Quizás escribiría una carta a mis padres, contándoles de mis progresos. Y con satisfacción, visualicé allí mismo la cara asombrada de mi padre que murmuraba que después de todo aquel zoquete de su hijo menor valía algo. Y veía también la expresión de alivio de mis hermanos liberados de la obligación de enviar dinero al hermanito extraviado. Y a mamá que lloraba sin que ella supiera por qué y yo tampoco, pero lloraba porque una madre debe llorar cuando un hijo ausente envía una carta.

     -¿Por qué llorás? -le preguntaría mi padre con el mismo tono con que le preguntaba si había lavado su camisa de salir.

     -No sé -contestaría mamá como si él le hubiera preguntado dónde quedaba Birmania.

     Me dije con un retintín de autocensura que estaba siendo demasiado severo con mis padres. Pero de inmediato me autojustifiqué cuando pensé que no era severo, sino realista. Que yo amaba la vida, y que había vivido una asfixiante no-vida en la que la tiránica aritmética del negocio había roído la parte humana de mi gente.

     Lo triste, o lo simplemente real, era que Celina y su primo, conforme a esas pautas que yo había sacado vaya uno a saber de dónde, rebosaban humanidad, no porque fueran tan humanitarios, sino simplemente tan humanos, tan espontáneos, ella para darse con esa generosidad arrolladora, y él, con su aspecto de oso amaestrado, tan elemental como su negocio de vender su sangre para alimentarse, y alimentar a un pobre diablo desahuciado que habían recogido de la calle.

     Si yo huí de aquello porque renegaba de la no-vida -me dije-, ¿por qué rechazo la vida, la sí-vida, que bulle a borbotones en aquel rancho orillero edificado con desperdicios?

     ¡Eh, alto ahí! -me dijo la voz interior- no la rechazas. Sólo que quieres aceptarla en tus propios términos.

     Es lo justo -sentencié yo mismo, y me adormilé feliz, satisfecho de mi profunda sabiduría, al calorcito de aquel laborioso sol de agosto.

     Más tarde, calculando que serían ya las tres, decidí marcharme a hacer mi entrada triunfal a Roma, o sea, la Oficina 7D del Dr. Quiñónez. En una canilla de agua de riego me lavé la cara y me mojé el cabello, lo que me llevó a comprobar que mi pobreza era tal que no tenía un mísero peine.

     Lo sustituí como pude con los dedos y me encaminé al edificio Imperial.

     El ascensor me depositó ceremoniosamente en el séptimo piso, donde descubrí que el 7D no era una puerta entre una fila de puertas, sino todo el piso, y más, todo el edificio, pues nada más salir del ascensor la vista se posaba en una bruñida placa de bronce que decía «Imperial Sociedad por Acciones, Importaciones, Exportaciones, Representaciones, Marítimas 7D». Entendí todo, menos eso de «marítimas», y colegí que la Sociedad por Acciones que tendría el honor de contarme en su nómina también tenía que ver algo con barcos, airosos barcos mercantes de ultramar. Me ilusioné con optimismo; algo grande estaba por ocurrirme. Caminé despacio por el pasillo, y en vez de paredes habían gruesos cristales tras los cuales se veía a gente laboriosa sentada ante severos escritorios metálicos. Todo el mundo hacía algo con una concentración y eficiencia que decían a gritos que Imperial etc. era una cosa seria. Muchachos de blancas camisas y discretas corbatas hablaban por teléfono, pero a media voz. Las secretarias que escribían a máquina se sentaban con la espalda erecta. Había por lo menos 20 mesas de trabajo, ocupadas por gente muy ocupada, en un salón que tenía algo de nave catedralicia, semejanza que se acentuaba al fijarme en el lugar que debería ocupar el altar, y allí veía instalado un escritorio más grande, con más teléfonos que los otros, y ocupado por un caballero más viejo y más gordo que los otros, y además, a mayor altura, de modo que sólo le bastaba levantar la vista para tener una visión clara del comportamiento de la feligresía, perdón, del personal.

     Supuse por un momento que el Sumo Sacerdote sería el Dr. Quiñónez, y observándolo, traté de adivinar qué clase de persona sería. Vano intento. El que sabe determinar el carácter de un hombre sentado tras un escritorio con tres teléfonos, con un rimero de papeles a la izquierda que iban a engrosar lentamente otro rimero de la derecha, previa lectura, fruncimiento de nariz y firma; que parecía por ilusión óptica, sostener sobre sus hombros un mapa del mundo acribillado de alfileres verdes y rojos que habían fijado en la pared, y mirándolo detrás de un cristal grueso como mi dedo, no necesita buscar empleo. El empleo lo buscaría él. De manera que rogué a Dios que el sujeto aquél no fuera el Dr. Quiñónez, porque intuía que jamás permitiría que mi intrusión interrumpiera el armonioso ritmo de pasar los papeles por ver y firmar de la izquierda a la pila de papeles vistos y firmados de la derecha. Mi presencia allí sería tan bien vista como la de un beduino fanático de Alá en la Basílica de San Pedro.

     Para mi consuelo, pasillo más adelante, vi una puerta que decía Secretaría y luego otra: Gerencia Departamental; y nuevamente otra: Secretaría y más adelante la última: Gerencia General.

     Mi sobre no decía si el Dr. Quiñónez era Gerente Departamental o Gerente General, y vacilé ante las dos Secretarías, aunque las dos tenían una leyenda que decía amablemente: «No golpee. Entre». Decidí que el condiscípulo de un Comisario todavía joven debía ser un burócrata todavía joven, máximo, Gerente Departamental, y me encontré con los ojos celestes más bellos y la sonrisa más falsa que haya visto en mi vida, todo, inserto en la cara perfecta de una joven secretaria que si no era la Reina de la Asociación de Empleados de Imperial, etc. allí no había democracia. Todavía con la sonrisa profesional, me preguntó amablemente:

     -¿Señor?

     Antes de que yo le contestara, sus ojos, como dos inmisericordes reflectores ya habían recorrido mi traje, cuello, corbata y zapatos, con el resultado de que decidió no seguir malgastando en mí su sonrisa profesional, que borró de un plumazo como quien dice.

     -Así es mucho más hermosa -le dije.

     -¿Cómo dice?

     -Sin la sonrisa, digo.

     -No me pagan un sueldo para ser hermosa -dijo-, sino para trabajar.

     -Entonces trabaje y anúncieme al Dr. Quiñónez.

     -Primero (15) me tiene que decir para qué.

     -Se lo diré al Dr. Quiñónez.

     Me miró con una paciencia que le agradecí debidamente, porque algo me decía que estaba empezando mal.

     -Escuche, señor -me dijo-, no le pregunto por curiosidad. El caso es que tengo que pulsar este botoncito, aquí, ¿ve? Y por este agujerito sale la voz del Dr. Quiñónez que me dice: ¿Si? Y yo le digo que aquí está un caballero que desea verlo. Y él me dice: ¿Qué quiere?

     Me miró con sus grandes ojos amables, después de todo, y preguntó.

     -¿Qué le digo?

     -Trabajo.

     -¿Qué?

     -Es lo que Ud. debe responder cuando él le pregunte: ¿Qué quiere?

     -Buenas tardes -me dijo.

     -Buenas tardes -le contesté.

     -No le digo porque acaba de llegar, sino porque se está marchando -explicó.

     -Un momentito, señorita. Si soy torpe perdóneme. El caso es que tengo una carta para el Dr. Quiñónez.

     -¿De quién?

     -De un condiscípulo suyo -le informé-, Comisario.

     Me miró con desdén, de modo que me apresuré a agregar:

     -Si Ud. lo viera no creería que es Comisario. Se parece a Alain Delón. Y es abogado.

     Dudó un momento, después decidió que valía la pena hacer por mí su buena acción del día, suspiró, apretó el botoncito y se reprodujo el diálogo electrónico con que me había aleccionado. Generosamente ella pasó por alto que el motivo de mi visita era pedir trabajo y cortó por la tangente diciendo es portador de una carta personal. El agujero permaneció unos segundos en silencio y cuando yo creí que diría que pase, lo que dijo fue tráigame la carta.

     Sin decir palabra, ella me tendió sus delicadas manos y yo deposité en ellas la carta, perdido ya el 80% de la confianza en mi buena suerte, o en la influencia de mi amigo el Comisario, que es lo mismo.

     Se levantó, dio dos golpecitos innecesarios en una puerta y entró con mi carta. Volvió enseguida, sin mi carta. Me sonrió, bendita sea, para darme ánimos, giró su silla, enfrentó a la máquina de escribir y se puso a teclear con una velocidad increíble, la cabeza pulida inclinada graciosamente sobre el manuscrito que estaba copiando. Decidí favorecerla con mis preferencias sentimentales cuando fuera empleado de la empresa. Se lo merecía. Se sorprendió, pero no se dignó preguntarme la razón de la risotada que se me escapó.

     Por el consabido agujero salió la voz del Dr. Quiñónez.

     -Que pase.

     Ella se levantó, abrió la puerta y cuando yo entraba, susurró:

     -Suerte.

     Me sentí confortado. Es grandioso el poder de una sola palabra cuando es sincera.

     El Dr. Quiñónez era el sueño de esas mujeres que confiesan cual es su tipo ideal de hombre: 35 años, alto, atlético, rubio, feo-divino como Belmondo, y creo que lo sabía, porque en ningún momento dejó de mirarme con esa mirada divertida-burlona de Belmondo.

     Me ofreció asiento, y supe que el hombre era tan seguro de sí mismo que no apelaba a la trampita del asiento más bajo para el visitante. Quedamos al mismo nivel. Lo que al final resultó otra trampita, porque me hubiera sentido mejor sentado más bajo que esa montaña de personalidad y eficiencia.

     Tenía mi carta abierta sobre la mesa. El sobre ya estaba en el canasto. Me miró. Y no me gustó nada. La mirada burlona o qué, algo me decía que aquél era un hombre cruel. En otra vida habría sido un gato, si los hindúes tienen razón.

     -¿Y bien?

     Yo no tenía idea de lo que decía la carta, porque el Comisario me la entregó cerrada.

     -¿No dice la carta...?

     -Dice que es un joven inteligente.

     Gracias, mi buen Comisario.

     -Bueno, doctor, el caso es que este joven inteligente necesita trabajo.

     -Me parece bien. ¿Y bien?

     -¿Y bien qué?

     -¿Y bien?

     Ahí estaba su sistema felino. Decía: ¿Y bien?, y era el gato que martirizaba a la laucha, hiriéndola de a poquito, sin que sangrara mucho, para que dure.

     -Todo se reduce, doctor, a que necesito trabajo. No hay «Y bien» que tenga otra respuesta.

     Rogué que no me dijera de nuevo: ¿Y bien? Y mi ruego fue escuchado.

     -¿Qué sabe hacer?

     -Soy Bachiller.

     -No le pregunto qué es, sino qué sabe hacer.

     Sutil el Micifuz, lo odié con toda mi alma. Pero no lo demostré. Ya sabría de mí cuando yo fuera su jefe.

     «Cretino» -me dije.

     -Depende de lo que la Empresa espera de mí -dije pomposamente.

     -¿Sabe inglés?

     -No.

     -¿Francés?

     -No.

     -¿Portugués?

     -No.

     -¿Dactilografía?

     -No.

     -Pero al fin. ¿Qué diablos sabe hacer?

     Cavilé la respuesta. Y ahí estaba la respuesta. Lo único que yo sabía hacer era sentarme a cavilar respuestas. Nada práctico.

     -Podría aprender...

     -Esto no es una escuela, amigo.

     -Podría empezar como mensajero...

     -Tenemos teléfono y télex.

     -Entonces... -dije, levantándome.

     -Siéntese -su voz sonó como un zarpazo impaciente.

     Me senté, pobre laucha. Y continuó:

     -Si Ud. no sabe hacer nada... ¿cómo quiere que lo emplee en algo?

     Lógica irrebatible. Me levanté de nuevo jurándome que no volvería a sentarme así me arrancara las tripas.

     -¿Puedo pedirle un favor? -me dijo.

     -¿Qué me tire por la ventana para no ensuciar sus alfombras al salir? -le pregunté.

     -Tiene sentido del humor.

     -Y un diploma de Bachiller pajuerano -le repliqué, pensando que ambos no valían nada.

     Había sacado la billetera, y me alargaba dos billetes bastante (16) grandes. Si existe humillación es que a uno le nieguen trabajo por ignorante, pero si a eso se suma que le den dinero...

     Debió notar mi furia.

     -Oh -dijo con un revoleo de manos-, no es para Ud.

     -¿Para quién?

     -Para Celina.

     La carta. Claro. Los benditos tiempos de jolgorio estudiantil y Celina, la complaciente Celina, rebotando de una a otra cama.

     Había puesto el dinero sobre la mesa. La suma daba para comprar una independencia de quince días, siempre que me la guardara, desde luego. Analicé su personalidad de gato. ¿No era una prueba? ¿No me había leído ya el pensamiento de apropiarme de aquello, y esperaba un gesto honrado para decirme: Lo felicito, amigo, es Ud. un joven cabal. Venga desde mañana, a las siete?

     Aposté a mi suerte y dije:

     -Será imposible, doctor, no creo que la vea en el futuro.

     Fallé, porque dijo qué pena y se guardó el dinero.

     Y yo me fui con la renovada conciencia de que no servía para nada. Para nada útil. Y para estafador tampoco. Brillante porvenir me esperaba.

     Mi estado de ánimo no era el más propicio a las relaciones humanas cuando aterricé de nuevo ante la secretaria, que interrumpió el tecleo y me miró con auténtico interés, con una límpida pregunta flotando en sus ojos claros.

     -Cero -le dije.

     Noté su pena. Y sentí furia porque sintiera pena. La ataqué:

     -¿«Vuparléfrancé»?

     -Oui.

     ¿«Spikiinglish»?

     -¡Yes!

     -¿«Vocéfalaportugués»?

     -.

     -¿«Parlaitaliano»?

     -¡Prego, prego!

     ¡Como en las películas!

     -¿Cuántos años tienes, amor mío?

     -Veinte.

     Y yo casi dos más, pero no sabía ni la décima parte de lo que ella sabía. Recordé mi diploma de Bachiller y sentí asco.

     -«Auffidensen» -le dije, me iba.

     -¡Espera! -me detuvo.

     Me detuve. Y ella se levantó, y tomó la cartera, y la abría y se acercaba a mí y decía:

     -Si puedo hacer algo por vos...

     -Puedes.

     -Tengo un poco de...

     -Puede cerrar la cartera.

     -¿Cómo?

     -Todavía no he caído tan bajo como para aceptar favores de una mujer.

     Al decirlo, recordé a Celina y me sentí infinitamente hipócrita. Pero qué joder. La cosa tiene gradaciones. Con Celina la hidalguía era un desperdicio. Con esta buena moza, alimento para el ego.

     Cuando regresaba por el pasillo rumbo al ascensor, el Sumo Sacerdote seguía oficiando y la pila de la derecha ya estaba más alta que la de la izquierda.


- XI -

     De nuevo en la calle, miré sobre mis hombros y vi alzarse la inmensa mole de Imperial Sociedad por Acciones. La fortaleza que el pastorcito tocador de flauta quiso conquistar, con su señor feudal que ronroneaba en su cueva con calefacción y aire acondicionado, y con su Princesa Encantada que hablaba cuatro idiomas, escribía 90 palabras por minuto, probablemente fuera taquígrafa y Licenciada en algo, y a pesar de todo eso, tenía corazón. Lamenté no haberle preguntado su nombre. Los bellos recuerdos y las ilusiones están más completos cuando tienen un nombre. Decidí inventarle uno, el más femenino posible: Perla.

     Volví a mirar los once pisos de la Imperial Sociedad por Acciones. Y me sentí aplastado dos veces, por lo enorme que era aquello que me rechazaba por inútil, y por lo planchado que yo me veía con mi única especialidad de cavilador impenitente.

     Adiós Perla, quizás nos volvamos a ver en otra vida, porque lo que me queda de ésta no creo que alcance para reunir todo el currículum necesario para pasar más allá de la portería de Imperial Sociedad por Acciones.

     Ejercí otra de mis especialidades. Es decir, caminé sin rumbo, pensando en cuestiones prácticas inmediatas, como dónde cenar y dónde dormir, problema todavía más delicado, porque el frío de agosto se iba acentuando con el atardecer. Sobre la acera y protegidas del viento, estaban puestas las mesas de una chopería y todo lo demás. Me senté en una de las mesas y se acercó un mozo que me preguntó qué me iba a servir y le contesté que nada gracias, que por el momento con la silla me bastaba. Me miró con su cara vieja, malhumorada y bien afeitada y me dijo que para tener derecho a la silla debía pedir algo, por ejemplo, un cafecito. Le confesé que no tenía para un cafecito, y le conté que andaba buscando trabajo y le pregunté si no necesitaban un mozo auxiliar. No lo necesitaban. Entonces me levanté para liberar su silla de mi arbitraria presencia y me dijo quedate ahí que te traigo algo.

     -No tengo dinero -le reiteré.

     -Ya sé -me dijo-, te invito yo, me recuerdas a mi hijo.

     Me trajo una gaseosa y una empanada grasienta, y se quedó a conversar conmigo.

     -¿Su hijo murió, don?

     -No. Vive y gana mucha plata. En Grecia.

     Viejo de tipo fabulador, le clasifiqué. Ahora me vas a contar que tu hijo se casó con una prima de Cristina Onassis. Me dispuse a escucharle, por la silla y la empanada.

     -Al principio no le fue bien -relató-. Se lesionó en el primer partido que jugó allá. Y tuvo que dejarse de la pelota.

     Y la cosa siguió. La Providencia había sido previsora, porque las aficiones del hijo se dividían entre el fútbol y el arpa. Y el desenlace feliz fue que desenfundó el arpa que había llevado por si acaso, formó un conjunto nativo con dos griegos y un italiano, se vistieron como los europeos creen que visten los paraguayos y empezaron una carrera fulminante cuyo punto más alto era haber cantado para el «Rey Reinerio». Sacó del bolsillo una foto en colores, y allí estaba el conjunto paraguayo rodeando al gordo y aburrido soberano de Mónaco. Y Grace, la única Princesa en el mundo que sin ser Princesa de sangre era la que más planta de Princesa tiene en toda Europa, donde todas las Princesas tienen cara de mucamas, al menos si nos atenemos a las revistas españolas.

     -Así que busca trabajo -preguntó.

     -Sí.

     -¿No sabe tocar el arpa?

     -No. Tampoco sé jugar al fútbol -confesé.

     Me miró con lástima, diciéndome con los ojos que yo era un caso perdido. Alguien lo llamó de una mesa y me dejó con la sensación exacta de que sí era un caso perdido.

     Entonces apareció ella.

     Celina.

     Estaba casi elegante con aquel vestido. Y casi hermosa, con su desbordante hermosura de vaca holando, pero con cintura.

     -¿Me estabas siguiendo? -le pregunté enojado.

     -No -dijo-, a mí me parecía que vos me estabas esperando.

     -¿Esperarte? ¿Por qué?

     -Yo aparezco siempre por aquí.

     -No sabía.

     -Entonces es una casualidad -determinó, sentándose en la otra silla y palmoteando enérgicamente, llamando al mozo.

     El mozo vino.

     -¿Le estás aplaudiendo a tu macho? -le preguntó a Celina, amablemente.

     -No. Le estoy llamando a un mozo pajero -replicó ella con la misma sutileza.

     -¿Lo de siempre? -preguntó el mozo.

     -Lo de siempre -confirmó Celina.

     -¿Y para él? -volvió a requerir el mozo, señalándome.

     -¡No quiero nada! -afirmé.

     Poco después volvió «con lo de siempre», que era un robusto vaso de jugo de banana en leche para Celina. Y el timbrecito de la caja que Celina miró y dijo que cómo subió mi jugo, a lo que el mozo contestó que no había subido, sino que había incluido una gaseosa y una empanada que había consumido el señor. O sea yo. Viejo desgraciado -pensé-, poca cuerda tiene su generosidad en honor a su hijo (17) futbolista-músico.

     Después de zamparse su bebida y sin preocuparse del bigote blanco que la leche pintó sobre su boca roja, me preguntó cómo me había ido. Con alguien tenía que desahogarme, y le conté la historia de mi fracaso con la carta del Comisario al doctor Quiñónez y de paso le dije que los dos le mandaban cariñosos recuerdos.

     -Además hice varios descubrimientos -le dije-. Primero: mi diploma de Bachiller vale un carajo. Segundo, no sé inglés, ni francés, ni dactilografía, ni portugués. Tercero: soy una nulidad.

     Me miró seriamente, sopesando la enormidad de mis falencias frente a las exigencias del mundo. Y finalmente dijo:

     -Tenemos que hacer algo.

     El plural me molestó, por lo que implicaba.

     -Tengo que hacer algo -le corregí.

     -Eso es lo que digo -me confundió.

     Yo iba a replicarle que si mal no recordaba yo me había marchado de su casa y desaparecido de su vida esa misma mañana, cuando noté que ella miraba más allá de mí y decía que tenía que irse. Miré yo también más allá de mí y vi un coche bastante lujoso manejado por un señor bastante maduro que me pareció trataba de hundirse con bastante éxito en el asiento mientras esperaba a Celina.

     Celina dejó el importe de la consumición sobre la mesa y se levantó con prisa, y se iba con prisa cuando se volvió y me dijo:

     -Después hablamos -se iba, se volvió, y agregó-: Te dejé la cena.

     Subió al automóvil que arrancó como alma que lleva el diablo. Aquel hombre tenía una gran urgencia o un gran miedo.

     ¡Te dejé la cena! No había forma más ofensiva y agraviante de decirme que no confiaba absolutamente en la fortaleza de mis decisiones.

     Caminé furioso por las calles de la ciudad. La maldije, la agravié, la insulté. Tiempo después oí en algún lugar que daban nueve campanadas y el frío arreciaba. Seguí caminando todavía fastidiado y herido, y así me sentía, fastidiado y herido, cuando cerca de medianoche bajaba cuidadosamente los escalones tallados en la tierra dura que me llevaban de vuelta a la casa de Celina.

     Después de todo... ¿adónde más podía ir?

     Los hombres y los pájaros...

     ...¡Qué lo parió!

 


- XII -

     Dios es testigo de que no me di por vencido. Persistí como un poseído en la búsqueda de un trabajo decente, y Celina me dejaba hacer, limitándose a hospedarme y a alimentarme. No me dejé abrumar por la derrota ni cuando eso de «trabajo decente» se redujo a simplemente «trabajo». Cualquiera que me diera independencia, y una cabecita de playa en la conquista de la ciudad, o un lugar mío donde «volver como los pájaros».

     Estuve con posibilidades de entrar como dependiente en una tienda, sección Caballeros, pero fracasé porque no sabía distinguir un pacato casimir inglés de un vulgar terilene brasilero. Una semana después, se me abría el paraíso cuando un gordo abogado me aceptó como ordenanza de su Estudio Jurídico, en realidad, varios Estudios Jurídicos instalados en la misma casa, que era propiedad de mi futuro empleador. Me ofreció un sueldo de miseria que yo acepté de inmediato porque con el sueldo venía el permiso para poner un catre en una piececita del fondo donde me autorizaba a instalarme, y con el júbilo del caso, estaba pensando ya en pedirle el último préstamo a Celina para la compra del catre y del colchón, cuando sentí que la gorda mano de mi futuro patrón me exploraba la entrepierna, tentando tamaño y peso de mis atributos masculinos. Nuevo fracaso.

     Sucesivamente, un despachante de aduana me rechazó porque no sabía dactilografía; un escribano por la misma razón y un médico que regenteaba un laboratorio porque no entendía su letra cuando me mandaba a comprar elementos para su trabajo. Una ferretería no me aceptó como cajero porque no podía dar «referencias» y mucho menos «depositar garantías».

     Fue entonces que rebajé mis pretensiones de hallar un trabajo decente por una más modesta de encontrar simplemente trabajo. Audazmente me presenté como «Oficial Herrero» en una herrería «artística». Dicen que el optimista se define porque se le oye decir que «no existe lo imposible». Quisiera ver yo a ese optimista tratando de convertir en graciosa voluta una varilla de hierro al rojo blanco, con una tenaza en una mano, un martillo en la otra y con un yunque delante. Yo hice la experiencia y volví a Celina con una quemadura en la mano, y en el alma humillada, el eco de las burlas de aquellos modernos y groseros sacerdotes de Vulcano.

     En otra ocasión, vagando por el Mercado, oí que «Ña Josefa necesitaba un muchacho». Averigüé y llegué hasta ña Josefa, una mujer inmensa que regenteaba un puesto de venta al por mayor de papas y cebollas. El trabajo consistía en manejar un híbrido vehículo, mitad moto, mitad camioneta enana, acarreando papas y cebollas desde el depósito hasta el puesto de venta. Si ella me hubiera preguntado si yo sabía manejar aquella mula mecánica tal vez haya dicho que no. Pero no me preguntó, me tiró la llave y me dijo empezá de una vez. Empecé y terminé de una vez, despatarrado en el suelo, con las piernas quemadas por el caño de escape, y con la moto o lo que sea, rugiendo triunfalmente, en aceleración máxima, sobre el montón de desperdicios en que se había convertido el mostrador de exhibición de artículos electrónicos de un japonés. Logré escabullirme antes que llegara la Policía.

     Durante un año exacto, transité de humillación en humillación. Descubrí que hasta para lo (18) más ínfimo, como vender quinielas, loterías o rifas, era necesario un mínimo de solvencia y confiabilidad, totalmente lejos de un sujeto que como yo, sólo tenía lo puesto. No pude entrar en la hermandad de carameleros, y el único trabajo que conseguí, fue el atender de 12 a 15 un puesto de revistas, mientras su dueño iba a almorzar y a hacer la siesta. Lo dejé.

 

- XIII -

     No oí esa noche que Celina volviera de una de sus excursiones nocturnas, y lo comprobé a la mañana siguiente, cuando miré su cama y estaba vacía. Hice fuego y logré elaborar un café pasable. Miré afuera, y el tiempo frío que había regresado, echaba sobre el paisaje una llovizna que me hizo soñar que estaba en un páramo inglés, de esos que se ven en el cine como marco de historias de mastines, fantasmas y profanadores de tumbas. Mis convicciones íntimas me impedían a vestirme para salir a tentar de nuevo el hallazgo de un trabajo y la independencia, pero decidí que derramando semejante frío neblinoso sobre el mundo, Dios me estaba diciendo que no valía la pena el trabajo de buscar trabajo, por lo menos ese día. Y acaté el mandato divino, poniéndome el poncho sobre la ropa interior, y enfundando mis pies en unas enormes pantuflas (19) de Celina.

     Aproximé una silla a la ventana y miré afuera sin ver nada y pensé por dentro sin pensar nada. Apenas soñando. Que era el último habitante del planeta arrasado y que el único camino que me quedaba por delante, era sobrevivir. Con cierto rencor, reconocí que no hacía falta arrasar todo el planeta para llegar a esa conclusión. De otra manera no se explicaba que estuviera refugiado allí acobardado por una llovizna, sabiendo que me llamaba Carlos Salcedo y que Carlos Salcedo no significaba nada.

     -Yo soy Carlos Salcedo.

     -¿Quién es Carlos Salcedo?

     -Bachiller.

     -Como el Dr. Quiñónez, no te pregunto qué es sino quién es.

     -Bueno, carajo, yo soy yo.

     -No me impresionas. Todo el mundo es un yo. Y hay yos con personalidad de trapo de piso, como yo, y yos con imponencia de catedrales y de montañas como el del Dr. Quiñónez.

     -Muy bonito, ahora resulta que no me conozco. Solucionémoslo. Mucho gusto. Carlos Salcedo, servidor.

     -Igualmente. Carlos Salcedo, servidor. Pero así no vale, hermanito. Buscando tu identidad dentro de tu identidad es como si te estuvieras masturbando. Autocomplacencia.

     -Tu abuela.

     -Le daré nuestros saludos, pero hazme caso, aquí sentado no te vas a encontrar. Estás en alguna parte, allá arriba, en la ciudad.

     -Sí. Pero la ciudad me mandó a freír espárragos porque no sé inglés. Y una vez una chica que sí sabe inglés me quiso dar una limosna.

     -Realmente, si quieres ir más abajo tendrás que cavar un pozo.

     -Gracias por tu optimismo.

     -De nada.

     -Te queda el recurso de volver a casa.

     -¡No!

     -De escribir una carta pidiendo ayuda.

     -¡Jamás!

     -Me pregunto si serías tan orgulloso si no te estuviera manteniendo una ramera.

     -Yo también me pregunto, pero no me contesto.

     -Me estás resultando un cobarde, Carlos Salcedo.

     -Peor, Carlos Salcedo, creo que lo que somos es un vividor.

     -Vamos, no es para tanto, fue el Destino, los hados. Ella me encontró y me reparió. Parece la maldición de un marinero borracho, pero así fue este nuevo comienzo.

     -Lo que tenemos que hacer es pensar en forma coherente.

     -Está bien, ayúdame.

     -Correcto. Tratemos de saber qué demonios has venido a buscar a la ciudad.

     -No sé.

     -Qué boludez.

     -Es que yo no vine a la ciudad sino me salí del pueblo. Era como el corcho de una botella de sidra. La presión me empujó hasta que salté y vine a aterrizar aquí, pero la joda es que de aquí no voy a ninguna parte.

     -Tenemos que intentarlo.

     -Eso pienso.

     -Entonces nos vestimos y en marcha.

     -Hace un frío de mierda. Mañana. Palabra.

     Corté el autodiálogo y pensé en mi casa, sin poder evitar cierta nostalgia. Sin saber por qué, regresó a mi memoria un episodio vivido cuando era niño. Y era verano, con ese caliente cielo azul de diciembre que se hacía más caliente en esas horas de la siesta en que yo me iba, descalzo de casa, saltando de mata en mata para evitar la quemadura de la arena reseca. Quienes no conocen el silencio de la siesta en verano, no conocen el silencio en toda su grandeza, porque viene de un poder sin edad que dice al viento que enmudezca y al follaje que se aquiete suspendido al borde de un suspiro reverente, y al cocotero que suelte el perfume reventón de sus flores para que el silencio sea silencio y perfume, y la siesta la hora milagrosa en que la vida se detiene a darse una pausa, mientras el tiempo reposa al borde del arroyo, mojándose los pies en el agua. Yo era una mota de polvo en el paisaje detenido y una intrusión irrespetuosa en el silencio. Saltaba de verde en verde, feliz, ya entonces, de estar lejos de casa y cerca de nada, y lanzándome por la pendiente a la carrera hasta arrojarme al arroyo, mojándome la ropa por la misteriosa razón de que desde que mamá dijera que la ropa había que cuidarla, yo no perdía ocasión de echarla a perder. Fue entonces que apareció por la lomada la tropilla de caballos arreada por un jinete arrugado, sin dientes y de ojos cavernosos como la Muerte. Los caballos sedientos galoparon hacia el agua y él desmontó del suyo para que también bebiera. Me vio, rió, dejó en el suelo su roñoso sombrero de paja, y también se tiró al agua con toda la ropa, que en realidad era sólo un pantalón sostenido por un trozo de cuerda, y una camisa de indefinido color, de faldones al viento. Riendo los dos, jugamos a salpicarnos con el agua fría, hasta que él se cansó, sacó el pene y se puso a orinar solemnemente en el agua. Me puse a su lado y lo imité, y jugamos a ver quién disparaba más lejos, con la victoria de él, de quien aprendí el truco de apretar el chorro hasta que doliera para lanzarlo de golpe. Al fin, decidió que debía continuar su camino, montó en su caballo y reunió diestramente a la tropilla que lanzaba alegres relinchitos de alegría. Me dijo adiós con las manos y se marchaba, cuando salí corriendo del agua, alcancé a la tropilla y monté de un salto sobre una yegua mansa y panzona que ni se dio por enterada de que llevaba un jinete. Aquello le parecía a mi amigo el tropero el colmo de lo cómico, y barría todo el silencio y toda la majestad de la siesta con sus grandes carcajadas en falsete, y con grandes palmadas en sus muslos que hacían plap plap en la ropa mojada. Seguimos camino adelante, y yo daba por sentado que bajaríamos hacia el valle donde se precipitaba el arroyo y los pastos llegaban a mi altura para soltar a los caballos que serían felices comiendo, bebiendo y descansando a la sombra y llamándose a la reunión al caer la noche mediante suaves relinchos. Al menos, eso era lo que yo pensaba con respecto al destino final de los caballos viejos y de las yeguas ancianas, cansados de llevar cargas, tirar carros, mover las norias de las ladrillerías en su interminable viaje circular y tener el cuero herido por el filo inmisericorde de las espuelas. Pero algo andaba mal. No salimos del camino para deslizarnos al galope hacia el valle verde de los pastos altos. Seguimos por el camino polvoriento y en el andar de los animales no había el jubiloso galopar hacia la libertad sino el paso tardo de los condenados. Condenados. La palabra me hirió como un latigazo, porque el camino nos llevaba al matadero. Iban a matar a mi yegua. Iban a asesinar la perfección de mi esquema de sacrificio y premio. El catecismo que me enseñaban hablaba de un Dios de bondad. De bondad también para los caballos. Desmonté de mi yegua y corrí a ponerme frente a la tropilla, sacándome la camisa para hacerla tremolar sobre mi cabeza tratando de parar aquella procesión hacia el sacrificio. El tropero reía y se parecía cada vez más a la Muerte, y azuzaba a la tropilla que indiferente pasaba a mi lado, y enfilaba hacia el portón del matadero que lanzaba un olor a sangre que ponía pánico en los ojos mansos y en las narices palpitantes de los animales, pero no rebelión, porque seguían adelante, y yo lloraba y el tropero reía. Regresé a casa, y mi dolor se hizo más dolor, porque no había nadie con quien compartirlo.

     Mis recuerdos se interrumpieron con la llegada del primo-amante-vendedor de sangre, que de paso, se llamaba Sócrates. Sí señor. Sócrates, cuando que con toda lógica, debería llamarse Filemón, o Robustiano, u otro nombre más acorde con su posición social e intelectual. Sócrates era portador de una variedad de bolsitas de polietileno amontonadas en una gran canasta. En las bolsitas había arroz, porotos, locro, harina, en cantidades no mayores de un kilo. Y además de la canasta, portaba una bolsa de lona cuyo contenido sonaba con un ruido que no sé por qué razón, llamaba a un obscuro escalofrío, que no dejé que me impresionara, pues me dije que la cosa estaba suscitada por sus antecedentes de vampiro al revés. De todos modos, el envoltorio de lona no me dejaba totalmente tranquilo.

     -Esto es para la Celina -dijo, depositando la canasta sobre la mesa-. Es cada vez más poco lo que se puede recoger.

     Me miró esperando un comentario.

     -Claro, es cada vez más poco -le confirmé, sin comprender de qué se trataba.

     -Es a causa de esa porquería de bolsa de plástico -continuó.

     -Realmente, las bolsas de plástico son una porquería -le apoyé.

     -No se rompe ni por joda.

     -Claro, son de plástico.

     -La bolsa de «arpillera» se rompían como Dios manda -prosiguió.

     Finalmente, saqué en limpio que Sócrates trabajaba en la descarga de vagones en el «Cambio Grande» y que había una Ley no escrita de que el «derrame» correspondía a los descargadores que, cuando las bolsas eran de yute, como Dios manda, también como Dios manda se ayudaban a sí mismos produciendo algunos agujeros por donde brotaba el bienvenido «derrame». Pero con las nuevas bolsas de plásticos...

     Me extrañó que no me preguntase de Celina.

     -Celina no está -le dije con ánimo de explorar si (20) había algo humano en las relaciones entre los dos.

     -Yo sólo vine a traerle esto -dijo, señalando la canasta.

     Por lo que a él concernía, Celina podía estar en la luna.

     -Ayer de tarde se fue con un tipo -le informé-. Y no vino a dormir anoche.

     -Qué bien -sentenció.

     -¡Cómo que bien! -me irrité-. ¿No es tu mujer?

     -A veces nomás -y dicho esto cambió tranquilamente de tema-. No te olvide de avisarle que traje la bolsa.

     Y señalaba el bulto sucio de tierra.

     -¿Qué hay en eso?

     Sonrió, sacudió la bolsa y el contenido sonó a matraca.

     -Güeso -me informó.

     No vi la razón de que unos cinco kilos de hueso fueran importantes.

     -¿Hueso?

     Deshizo el nudo de la bolsa, metió en ella la mano y sacó otra mano, pero muerta y desprovista de carne.

     -¡Jesús! -temblé despavorido.

     -Vale mucho -me informó con aire de entendido.

     -De... ¿de dónde los sacaste?

     -De la sepultura. De dónde va a ser.

     Decididamente, el sujeto tenía inclinación a lo macabro. Vendía medio litro de sangre, moría medio litro  y compraba un lechón degollado, o pollos listos para el horno, o un gran trozo grasiento de matambre relleno. Y ahora venía con una carga de huesos humanos. Como compañía, en una tarde de fantasmas ingleses, aquello no era lo mejor.

     -¿Para qué sirven? -pregunté sin atreverme a profanar aquel bulto señalándolo con el dedo.

     -Para lo estudiante de medicina. Celina tiene su clientes. Allí -señaló la bolsa- hay como un esqueleto completo, sólo falta una cabeza y una pierna. Má o meno quince mil...

     Echó sin reverencia alguna aquella mano en la bolsa, que cayó con un ruido de dedos desparramados que me revolvió el estómago.

     -¿Existe algo sagrado para Uds. dos?

     -¿Cómo dice?

     -¡Roban sepulturas!

     -¡No es robo!

     -¡A quién le robamo?

     -¡A los deudos!

     -¡Ya no son má deudos!

     -¿Cómo?

     -Yo tengo también mi decencia, joven. Nunca abro una sepultura que tiene flore y vela, porque eso e señal de que lo güeso todavía son querido...

     Y allí estaba el bulto. Los huesos de un muerto olvidado, a quien ya nadie recordaba, ni lloraba. Recordé aquella novela de cierta gente que vivía en una aldea miserable a orillas del mar, y había una ley que decía que quien recogía los restos de un naufragio era dueño de ellos. Y toda aquella gente triste vivía oteando el mar, soñando con despojos que venían flotando hacia la playa...

     Sócrates ni Celina eran distintos a esa gente.

     Ni yo.

     Linda manera de explorarme buscando mi identidad y de buscar en el mundo lugar para mí. Es como si Dios me tuviera odio -pensé- o que quisiera hacerme probar (¿para qué?) el más duro, ácido, sabor de la miseria.

     Cuando aquel bruto de tan pueril filosofía se fue, llevé la bolsa lo más lejos posible, al borde de la laguna espesa, y la dejé allí.

     Y allí la vi, toda la tarde, cada vez que me asomaba. Y pensaba que la cima más negra de la tristeza, podía tocarse siempre que uno tuviera la oportunidad de asomarse a un ventanuco miserable, para ver una siniestra envoltura embarrada a orillas de un lagunejo verde, de aguas podridas, conteniendo el esqueleto incompleto de alguien que fue alguna vez, mojándose bajo la llovizna.


 

- XIV -

     Celina regresó cuando ya era de noche cerrada, y yo terminaba de consumir los restos de comida que aún quedaban. Jadeaba ella bajo el peso de un gran paquete envuelto en papel madera y sujetado con un recio cordel. Lo depositó en la mesa, y con la más amplia de sus sonrisas, me dijo:

     -Es para vos.

     Su sonrisa se desdibujó un poco cuando yo no reaccioné como ella esperaba, y no me precipité jubiloso a abrir aquel paquete.

     En cambio, miré ceñudo el prolijo envoltorio.

     -¿Qué es?

     -No es lujería. Es cosa útil.

     -¿Útil? ¿Qué?

     -Para «tu» inglés.

     -¿Para «mi» inglés?

     A esta altura ya se había puesto ceñuda. Deprime siempre llegar en alegre galope con un regalo y encontrar una bienvenida hosca, como la mía. Lo reconozco.

     -¡Abrí de una vez, carajo!

     No sólo estaba deprimida, sino también enojada. Y me dio placer que estuviera enojada. Sadismo, que le dicen. Y no moví un solo dedo para abrir el paquete.

     Entonces, furiosa, ella trató de deshacer el nudo, que era fuerte, invencible, lo que la enardeció más aún, e hizo que se agachara sobre el paquete y cortara el grueso cordel con los dientes, con la misma facilidad que si fuera un spaguetti.

     Y allí estaba «mi» inglés. Lecciones grabadas en cassettes (21), con su libro de texto, y un pequeño aparato reproductor de los cassettes (22), a pila. Y no faltaban ni las pilas. Quedé tan desconcertado que olvidé que estaba enojado, o que debería estarlo.

     -¿Pero de dónde sacaste todo esto?

     -¡Compré!

     -¿Con qué dinero?

     -Con mi dinero.

     -¿Y de dónde salió ese dinero? ¿Del gringo que ayer vino a buscarte?

     -¡No! Ese es solamente un amigo de ocasión.

     -¡No me digas! ¿Y... hay otra categoría?

     -Claro, el permanente. Pero permanente hay uno solo. Es un señor muy respetable y decente.

     Maligno de mí, no sólo quería herir, sino remover el cuchillo en la herida.

     -Vamos a entender esto, querida Celina. Tenés una docena de clientes...

     -¡Hombres!

     -Está bien. Hombres. Una docena, que son algo así como para ir tirando. Pero hay uno respetable y decente, que es el preferido.

     -¡Y el que me ayuda más!

     -¿Por qué?

     -Porque es el que más me necesita.

     -¿Por qué? ¿Está enfermo?

     -No. Es viejo.

     -¿Te necesita para qué?

     -Él dice que yo le ayudo a sentirse joven.

     -¡Me imagino cómo!

     -¡Es así mismo, como te imaginás!

     -¿No te da asco?

     Me miró con sus purísimos ojos llenos de un triste reproche, y me preguntó:

     -¿Por qué estás procurando que sienta vergüenza?

     -¿Eso hago? -pregunté hipócritamente.

     -Sí, eso hacés. Y no vas a conseguir que tenga vergüenza. No le robo. Le doy lo que quiere, y me da lo que necesito.

     -Está bien. Pero yo quise saber si no sentías asco.

     -No. ¿Y vos?

     -¿Yo? ¿Asco? ¿Por qué?

     -Por esa cena que terminaste de comer.

     Me levanté de un salto, derribando la silla al hacerlo. Me deshice del poncho, busqué mis zapatos y me vestí, mascullando que en la perra vida volvería a aquel antro de locura, podredumbre y vicio.

     -Me voy -dije, y abrí la puerta.

     -¿Adónde? -preguntó.

     No le contesté y salí. El frío penetró con uñas de hielo mi delgado traje y la llovizna me cubrió con su manto de humedad. Pero apreté el paso. Me iba. No importaba adónde. Pero me iba. Me detuve en seco. En alguna parte yo había pensado lo mismo y había hecho lo mismo. Irse. No importa adónde, pero irse. ¡Ya! Fue cuando decidí marcharme de mi pueblo. Y ahora la historia se repetía. La cosa no tenía sentido. No se puede vivir para estar yéndose siempre de alguna parte a ninguna. Era cosa de loco. ¿Qué me faltaba? ¿Humildad, fatalismo, conformidad? Pensé en Celina. ¿Un poco más de compasión, tal vez?

     ¿No pude portarme un poco más decente cuando ella llegó alegre como un arbolito de Navidad trayéndome las lecciones inglés?

     ¿Tenía derecho a hacer una cuestión capital del origen de aquellas lecciones de inglés? Un vejestorio pagaba una ilusión de juventud y el dinero se transformaba en una oportunidad para uno que sí tenía juventud. Y sí tenía necesidad del inglés. Y sí tenía un frío de mil demonios.

     Volví.

     No. No me miró con aire de triunfo. Ni se iluminó su rostro con la risa satánica de la araña que sabe que la mosca no puede escapar. Tomó mi saco que había tirado sobre la cama, con sencillez, y lo colgó de un clavo y cuando me senté en la mesa, con sencillez se arrodilló y me despojó del zapato y de las medias: Si es una araña -pensé- es del tipo benigno.

     Puse el primer cassette (23), y una voz pausada empezó a conjugar el verbo to be. Abrí el libro. Allí estaba, la cosa parecía fácil. Le sonreí, me sonrió. Apagué el aparato.

     -¿No vas a empezar «tu» inglés? -preguntó.

     -Mañana -le dije.

     Me desvestí para acostarme. Ella trajo una toalla y me secó el cabello, apretándome la cabeza contra sus abundantes pechos. Me metí en la cama, tapándome con el poncho, y ella cruzó la cortina que daba a su habitáculo y desapareció. Un momento después volvió, descalza, y apagó la vela encendida sobre la mesa.

     La habitación guardaba un resplandor. Más que vi, adiviné que se despojaba del vestido y venía a sentarse en mi cama. Sus manos me acariciaron el vientre por encima de la cobija.

     -¿No querés aflojarte? -susurró.

     -¿Qué?

     -Los hombres necesitan aflojarse. Sacarse de adentro el miedo, la rabia, desatar el nudo de la garganta...

     -¿Contigo?

     -Conmigo.

     -¿Pero no dijiste que soy tu hijo?

     -Por eso.

     -Es que... eso se llama incesto.

     -No me importa como se llama. Vos me necesitás... y yo me abro toda.

     Impoluta maternidad de leona. Me corrí en la cama. Se acostó a mi lado, grande, pasiva, poderosa.

     Ardido, me aflojé hasta la laxitud más placentera, y dormí como un bendito, sin miedo, sin rabia, sin nudo en la garganta.

     Pero aquella fue la única, primera y última vez que el sexo intervino. Es que yo no lo quise más, nunca más, y eso bastó para ella, sin orgullo herido ni esas reacciones de hembra ofendida que son, o deben ser, derivación lógica de actuaciones así.

     Mi rechazo permanente y su pasiva aceptación quizás resulte difícil de explicar. Pero lo (24) intentaré. Ella había dicho que a los quince años le hicieron un aborto, y la «dejaron huera». Pobre de ella, en esa simple palabra estaba connotada una mutilación inhumana, quizás la destrucción de aquel nido espeso, generoso y cálido donde madura el pichón humano. Y la de esos terminales de las (25) sacudidas totales del éxtasis y del clímax que llevan al placer del sexo a ese fuego abrasador, tierno, final. Todo, para siempre ausente en ella, en la pobre Celina, que vivía del sexo sin saber lo que era el sexo. Concibiéndolo como la obligación mecánica de darse sin recibir, y haciendo que «su» placer fuera sólo el provocar placer en el hombre, instrumento pasivo, voluntarioso, dócil y maleable del frenesí del macho, maestra en todas las artes de provocarlo, pero virgen en todos los modos de sentirlo.

     Aquella noche se me reveló esa tragedia, y el despertar al día siguiente fue para llegar a la conclusión de que yo no la había amado, sino la había usado, y ella se había dejado usar para expresar amor, no deseo. Toda ella era una medicina, aunque parezca ridículo decirlo, tanto para aquel viejo a quien ayudaba a sentirse joven, como para este joven que estuvo a punto de reventar de presiones interiores, y se descargó todo entero en ella. Nunca más, Dios mío, nunca más.

     La busqué y no estaba. Se había marchado muy temprano. Miré por la ventana. La llovizna se había ido y la bolsa de huesos también. En la mesa estaba listo mi desayuno, y como una insinuación, mis lecciones de inglés al lado de la bandeja del pan.

 

- XV -

     Todo el mes de agosto transcurrió para mí en una placentera rutina. Como todo introvertido, y por añadidura cavilador, me gustaba la gimnasia mental, y encontré que el aprendizaje de un idioma era para mí una mina de descubrimientos, y de autodescubrimientos de mis potencias en latencia. Sólo al finalizar setiembre, y era ya Primavera, que me trajo días más cálidos y mosquitos más feroces provenientes de la laguna, tuve un momento molesto, cuando las cintas magnetofónicas y el texto habían agotado su capacidad de enseñarme. Con cierta discreción y con cierta humillación además, informé a Celina que lo que había aprendido correspondía, más o menos, a lo que podía aprender un párvulo, o a lo sumo, un adolescente, y que debería avanzar más, sobre terrenos más adultos, lo que implicaba que necesitaba la segunda serie de lecciones grabadas, y el texto. No frunció el ceño ni hizo pregunta alguna sino sonrió con esa sonrisa de que no hay que preocuparse por menudencias y ya al día siguiente por la noche, volvió con otro paquete, posiblemente  resultado inmediato de una sesión de rejuvenecimiento con el Número Uno, como yo había bautizado al generoso anciano que había encontrado su fuente de Juvencia en los expertos brazos y vaya a saber qué más de mi benefactora.

     Empecé con entusiasmo y provecho el nuevo escalón más empinado de mi conquista de la lengua de Shakespeare, apoyado, admirado y mimado por Celina, que me alimentaba abundantemente, y hasta se preocupó de los tormentos que me provocaban los mosquitos, apareciendo una tarde con un grueso envoltorio de tejidos de nailon, y trayendo a remolque a Sócrates, que armado de clavos y martillo, instaló una defensa contra los malignos vampiritos en las ventanas, y hasta se ingenió para fabricar una contrapuerta protectora de aquel material. El mísero rancho no ganó nada en elegancia, pero el elemento civilizador que implicaba la tela de nailon conformó en cierta medida mi permanente necesidad de confort y decoro. Recuerdo nítidamente que cuando terminó aquel trabajo, Sócrates tuvo una breve charla con Celina, al término de la cual, con aire enojado arrojó el martillo al suelo y se marchó mascullando cosas, y dándose vuelta a mirarme con inocultado rencor. Pregunté a Celina la razón de aquello, y la razón de aquello era que Sócrates creyó justo cobrarse la molestia quedándose a dormir con Celina, pero Celina había dicho no. Le pregunté por qué había dicho no, y ella me respondió que «no cabía» que en la misma casa una pareja hiciera porquerías al mismo tiempo que un joven se estaba matando para ser «más gente». Le dije que le agradecía pero que ella había sido muy severa con Sócrates, y que yo era hombre y comprendía esas cosas y que me hubieran insinuado que me marchara por unas horas a vagar allá arriba en la ciudad, actitud que ella descartó por falta de realismo porque con el bruto de Sócrates no había aventura amorosa que durara unas horas sino toda la noche, dicho lo cual, cortó la cuestión con la tajante, y en su caso, asombrosa sentencia de que «un poco de decencia también ayuda».

     Plenitud de generosidad, tan suya, y absoluta falta de decencia, también tan de ella, fue el episodio que ocurrió un domingo a la tarde, cuando yo me adiestraba por enésima vez en la pronunciación correcta del último cassette (26) de la segunda serie de lecciones. En aquella ocasión, llegó Celina acompañada de un sujeto alto y flaco, vestido deportivamente, que desde su llegada hasta que se fue, no despegó de la oreja derecha una radio a transistor que al parecer transmitía un partido de fútbol, Celina entró en el rancho y el hombre se sentó afuera, con su aparatito pegado al oído.

     -Es un amigo farmacéutico -me informó ella, mientras abría una caja y me mostraba su contenido. Allí estaba toda la farmacopea lanzada al mercado para fatigas mentales, sobre esfuerzos intelectuales, stress por exceso de concentración, neurotónicos y fósforos enriquecedores de la inteligencia y estimulantes de la capacidad mental, en todas sus formas consumibles por la vía oral, comprimidos, tónicos, pastillas, grajeas y hasta unas tabletas de multivitaminas que se echaban en agua y producían una agradable y burbujeante bebida refrescante.

     -¿Todo esto para mí?

     -Con el seso no hay que jorobar, mi hijito -explicó, y luego, en un tono doctoral que quizás aprendió del farmacéutico, me informó que aunque parezca mentira «los sesos también se gastan».

     -¿Es una... «ayuda» del farmacéutico?

     Sencillamente sonrió, me recomendó que leyera las instrucciones que venían con cada medicina y que aprovechara todo y se dispuso a marcharse con el farmacéutico.

     -¿Te vas con él?

     -Tiene su «bulín».

     -No parece muy entusiasmado...

     -¿Por qué?

     -Está más interesado en el partido que en vos.

     Rió estruendosamente.

     -Bobo que sos -dijo-, lo que pasa es que dijo en su casa que se fue a la cancha.

     Y se fue. Y cuando lo vi al flaco farmacéutico seguirle dócilmente, con el aparatito pegado al oído, también yo reí estruendosamente. Aquello resultaba sumamente cómico. Lo malo es que descubrí que lo cómico a veces también suele incluir una pequeña dosis de desprecio a uno mismo, sobre todo cuando miraba la tarifa en fármacos que había cobrado Celina por irse con su sigiloso y prudente cliente, perdón, hombre.

     En los últimos días de Noviembre, ya estaba atacando con singular éxito un tercer ciclo, de Inglés para  Ejecutivos, cuando regresó Celina trayendo el diario de la tarde, y en él, un aviso que decía: «Preparo alumnos para examen de ingreso en las Facultades de Arquitectura e Ingeniería. Profesor Fulano de Tal.»

     -Quiero que te vayas a saber cuánto cobra -dijo.

     -No recuerdo haberte dicho que voy a entrar en la Universidad -repliqué con enojo.

     -El que no entra en la Universidá siempre va a ser un burro -declaró.

     -Bueno. Yo voy a ser un burro que sabe inglés.

     -Yo no sé de qué le sirve el inglés a un burro si no se sacrifica para dejar de ser burro -remachó con su acostumbrada lógica de hierro.

     Medité un poco. Yo meditaba en cuestiones éticas, aunque parezca mentira. Pero ella interpretó que mi silencio era resistencia.

     -Bueno, haragán de porquería, entramo o no entramo en la Universidá.

     -Entramo -le dije, y le prometí que iría a averiguar costos preuniversitarios al día siguiente.

     Pero esa misma noche, durante la cena, aquellas cuestiones éticas que dije me preocupaban (27), volvieron a salir a flor de piel. De modo que hice la pregunta que me atormentaba como una piedrecilla en el zapato.

     -Celina... ¿Por qué?

     -¿Por qué... qué?

     -Todo esto. Si todavía no te diste cuenta, vivo a costilla tuya.

     -Así está bien.

     -¿Qué es lo que está bien, Celina?

     -Que las cosas se balanceen siempre. Vos vivís mediante mí. Yo vivo mediante vos. Empate y todo contento.

     -No veo cómo estás viviendo mediante este servidor.

     -¿Estás sano, gordo, contento?

     -Sí.

     -Y yo estoy contenta. Por primera vez desde... desde muy antes, estoy contenta.

     -Explícame de dónde viene el contento.

     -No sé cómo explicar...

     -Procurá.

     -Bueno. ¡Me alcancé!

     -¿Cómo?

     -Me alcancé. Antes de conocerte y tenerte aquí, corría y corría.

     -¿Sin rumbo?

     -No. Corría detrá de mí misma. Y no me alcanzaba nunca. Ahora me alcancé.

     -¿Cómo lo sabés?

     -Ya no tengo ganas de correr. Ya no hay necesidá de correr. Me alcancé. Vos que estudiaste mucho has de saber cómo es eso. Explicame vos.

     -Sé poco de eso, Celina. Pero presumo que todos corremos detrás de nosotros mismos, de una u otra manera.

     -¿Viste, viste? ¿Y qué pasa cuando nos alcanzamos?

     -Supongo que alcanzamos la paz.

     -¡Eso, eso! -casi gritó de júbilo-. No sabía qué me pasaba. Ahora sé. Tengo paz. Sirvo para algo. Sirvo para alguien. Si no te recibís de doctor te mato. No, no te mato. Me mato.

     Tomó mis manos con tanto cariño y las apretó contra su pecho con tanta ternura que por un momento temí que me ofreciera una sesión de aflojamiento. En cambio me ofreció postre, y con un horrendo cuchillo, abrió una lata de durazno, como si la lata fuera de papel.

     A la mañana siguiente, fresco, desayunado y feliz, estrenando una guayabera nueva llena de adornos que me hacía parecer un tocador de marimba panameño, un pantalón vaquero y unos cómodos mocasines, todos obsequios de Celina, fui al centro a averiguar la cuestión del cursillo de ingreso a la Universidad. Pero antes de salir, le había aclarado a Celina que si ella quería un Doctor en la familia, aquel aviso del profesor que preparaba a aspirantes a ingenieros y arquitectos no me servía de nada. Y que, por lo demás, yo quería ser Doctor, pero en Ciencias Económicas, porque todavía tenía en mente aquellos once pisos del edificio Imperial, y en el séptimo, un gatazo presuntuoso a quien demostrar lo que yo valía, y una chica a quien demostrar lo mismo, pero en otro orden de cosas.

     De tal manera, llegué a la inteligente conclusión de que si quería ser Doctor en Ciencias Económicas, tendría que ir a la Facultad de Ciencias Económicas a averiguar cómo era la cuestión aquella de inscribirse. Hacia allí me dirigí... haciendo un amplio rodeo para pasar por el edificio Imperial. Cuando estuve frente a él, el demonio que llevamos adentro me dijo «sube», y el ángel que llevamos adentro miró para otro lado haciéndose el desentendido. Entré y cuando iba a tomar el ascensor, decidí que mi subida hasta el séptimo piso debía ser simbólica, por la escalera, escalón por escalón, piso por piso. Para demostrar qué, no sé. Pero quedaba elegante, y me hacía aparecer hombre de pelea ante mis propios ojos. La liturgia burocrática detrás del cristal era exactamente igual, sólo que eran apenas las ocho de la mañana, y la pila de papeles de la izquierda del Sumo Sacerdote era monstruosamente alta. Abrí aquella puerta que invitaba a entrar, y allí estaba ella, Perla o como se llamara, con sus hermosos ojos y con el bellísimo regalo de una sonrisa que no fue como la primera vez, sacada del manual de la perfecta secretaria, sino florecida en una genuina sorpresa.

     -¿You remember me? -le pregunté.

     -¡Yes! -me contestó sin poder contener la risa.

     -¡I'm the one who couldn't understan english! -le disparé todo de corrido.

     -¡I remember! And I seet but I can't believe (28) it -replicó.

     -¡Eh! -le corregí-. ¡Your not say! I hear it but I don't believe IT!

     -¡Congratulations!

     -¡Thank you!

     Reímos a carcajadas, como dos alegres idiotas. Hablamos de no sé qué y le dije que estaba con prisa y me iba, pero antes le pregunté si alguna vez me permitiría que la invitara a cenar, y sin decir que no me preguntó cuándo y le contesté que cuando me recibiera de economista y me fui. Bajé de nuevo por las escaleras y descubrí que las grandes alegrías del corazón nos ponen alas... en los pies.

     En la Facultad, un cortés funcionario me orientó sobre las materias que debía estudiar y cómo inscribirme para el examen de ingreso. Además me informó que el Centro de Estudiantes había programado cursillos gratuitos para los aspirantes. Como él quiso, volví otro día con mi diploma, me inscribí en el cursillo y la tercera noche que concurrí, con una presuntuosidad estúpida concluí que entre esos párvulos yo no tenía nada que aprender, y no fui más. En el examen de ingreso me presenté con el garbo de Hitler paseando bajo del Triunfo de París. Y salí con el aspecto de perro apaleado de Napoleón embarcando para Santa Elena. Entre doscientos postulantes me tocó el número doscientos y si hubieran sido quinientos, me hubiera tocado el quinientos. Me senté en la acera de la Facultad, imagen de la derrota, preguntándome si bachillerato era bachillerato, o una tomadura de pelo, y con una bola de plomo, equivalente a otro año perdido, empantanada en mi garganta.

     Celina, Dios la bendiga, no lo tomó a la tremenda, lo que al final de cuentas no me gustó. Hubiera querido que llorara, se tirara de los pelos y me tratara de vago, inútil e ignorante, y de paso, me diera ocasión de llorar también yo, autocalificarme de cretino e imbécil y derramar abundantes lágrimas sobre sus grandes hombros consoladores. Pero la muy desgraciada dijo algo así como a lo hecho pecho y esto no es el fin del mundo, se emperifolló, salió, no volvió para el almuerzo, y sólo apareció cuando yo me preguntaba si pasaría la noche afuera. Traía un paquete que me parecía conocido, lo abrió, y se desparramaron sobre la mesa los doce cassettes (29) y el libro de textos de un curso de francés para principiantes. Era su modo de decirme que en todo naufragio, siempre hay algo útil que salvar, o por lo menos, un tablón para aferrarse.


- XVI -

     El mes de diciembre, y parte de enero, pasé solo en la casita del bajo, porque Celina fue de viaje al Brasil. Me moría de curiosidad de conocer al «hombre» de turno que se la llevaba de vacaciones, pero ella no dijo nada. Naturalmente si yo le hubiera preguntado me lo hubiera dicho, pero una especie de pudor me lo impidió, un pudor nacido en cierta proporción aritmética (30) por la cual a más hombres en la vida de Celina, mayor era la abundancia del maná caído del cielo para este servidor vuestro. Y mi sentido del decoro, o lo que él quedaba, no salía muy bien parado. Sin embargo, cuando ella preparaba la flamante valija de cuero que se había comprado, tuve un indicio de la naturaleza de la aventura, porque vi, como quien no quiere la cosa, que entre sus ropas introducía una gran bolsa de plástico transparente con unas ropas blancas, unas medias blancas y unos zapatos blancos, con suela de goma: un uniforme de enfermera. De tal suerte que sospeché que el viajero era el Número Uno, el generoso anciano con vocación de joven que posiblemente iba de vacaciones con su correspondiente anciana... y se llevaba a Celina como enfermera. Picarón el vejete. Y el colmo de cínica mi benefactora.

     La cuestión de mi subsistencia fue generosamente prevista mediante un cheque a mi nombre que ella me entregó, y que alcanzaba para darme la gran vida durante su ausencia. La firma del cheque no me dijo nada, y no hubiera sido nada raro que fuera la del Número Uno, aunque si no lo mismo daba.

     Pasé todo diciembre aprendiendo francés y tratando de no mezclarlo con el inglés, con bastante éxito. Y la noche del Año Nuevo, cuando me afligía mi soledad, vino cayendo de visita Sócrates, sin un céntimo y con un hambre de tres días. Fuimos al centro, compramos un pavo y media docena (31) de botellas de sidra y la pasamos en grande, tan en grande, que todo el día primero de enero Sócrates se pasó aumentando el volumen de la laguna vomitando en ella, y yo convenientemente instalado en la letrina, donde podía dar curso por igual a las instancias de las náuseas y de la diarrea que se turnaban para martirizar mi pobre cuerpo.

     Al anochecer Sócrates se marchó llevándose lo que quedaba del pavo, yo encendí la lámpara y recordando que tenía familia le escribí a mis padres una carta bastante mentirosa, en la cual les decía que pedía perdón por mi largo silencio, pero había estado ocupadísimo estudiando para ingresar en la Facultad de Ciencias Económicas, cosa que había logrado ocupando el segundo lugar en la lista de los más altos calificados, sólo superado por el sobrino del Decano de la Facultad, y que estas cosas no deben amargarle a uno, etc. Les conté también que tenía un empleo en una firma que se denominaba Imperial Sociedad por Acciones, y que mi oficina estaba en el séptimo piso y mi trabajo era recibir telegramas de todo el mundo y clavar alfileres de distintos colores en un mapa del planeta, delicada tarea en la que me ayudaba un Secretario medio tonto de apellido Quiñónez. De paso, les informé que había recibido suma cum laude un diploma de profesor de Inglés y que ahora estaba empeñado en una licenciatura de francés avanzado. Finalmente, les rogaba que no me escribieran (32) a la dirección de mi trabajo porque el lema de la Empresa era «no mezclar la vida privada con la responsabilidad» y que en mi próxima carta les indicaría a qué dirección escribirme, porque estaba por conseguir un departamento con vista a la Bahía, en cuanto lo desocupara el experto yanqui que estaba por irse a su país. Cuando terminé la carta y lo releí sentí una genuina admiración por mí mismo, es decir, por el hasta qué grado de majadero y mentiroso puedo llegar a ser, pero en el fondo, estaba feliz. Le estaba empujando a mi padre a mirar a mis queridos hermanos como unos pobres infelices comparados con el brillante hermanito menor. Además ya veía a mi madre recorriendo casa por casa toda la cofradía de las Devotas del Señor, mostrando aquel documento que testimoniaba la conquista de Asunción por un hijo del pueblo que a mayor abundamiento, era también su hijo.

     Envié la carta sin arrepentimiento alguno y cuando volvía del correo, trayendo además unos libros sobre finanzas y economía que había comprado, encontré a Sócrates que había vuelto. Y acompañado. Ella era una damisela flaquita, blanca y pecosa que sorprendentemente, cuando reía, mostraba todos los dientes, grandes, enormes, sanos, como si las cosas se hubieran vuelto al revés y en vez de ser ella una chica con dentadura, parecía más bien una dentadura con una chica alrededor. Con malísima condición de actor, Sócrates me contó la triste historia de que ella era una pariente recién llegada de la campaña, y no había encontrado la casa de la madrina a la que venía destinada y que apelaba a mi generosidad para darle hospitalidad hasta que él localizara a la madrina. No me faltó mucha imaginación para darme cuenta de que aquella chica era una previsión más, y una provisión más, de Celina, que había encargado a Sócrates la satisfacción de las necesidades sexuales de su querido hijito. De manera que le dije a Sócrates que no me tomara por tonto, por inmoral y por inútil. Bajó la vista humillado y me confesó que lo que yo pensaba era la verdad y que se sentía muy avergonzado. Lo miré severamente y lo invité a irse inmediatamente con su vergüenza y sin la chica, que se quedó tres días en los que actualicé todos mis conocimientos franceses menos el idioma.

     Celina volvió el 15 de enero, exactamente cuando mi curso elemental de francés ya estaba completado y yo me sentía listo a pasar a escalones siguientes. Sin embargo, tuve que esperar una semana para que ella volviera con el consabido paquete, y atribuí aquella tardanza a que el Número Uno todavía estaba haciendo cuentas de lo que había gastado en el Brasil y sobre las exigencias cada vez más desmedidas de Celina, y había tardado un poco más de lo acostumbrado en sacar la billetera. Con todo, en el curso del año culminé las tres etapas de la enseñanza, que completé, tanto en inglés como en francés, mediante un sistema inventado por mí: acopiar de las casas importadoras de la ciudad cuantos catálogos traían automóviles, heladeras, medicinas y maquinaria agrícola y ponerme laboriosamente a traducirlas al castellano. De esta manera, aquel año perdido en la Universidad fue provechoso en otros órdenes, porque dominé ambos idiomas, y de paso, aproveché al máximo una «beca», sí, una beca que un día me trajo con aire triunfal Celina, para estudiar un curso gratuito, gratuito al menos para mí, de dactilografía. Como puede apreciarse, las interminables relaciones de Celina trabajaban sin parar en beneficio del equipaje del que me estaba haciendo, para tentar un modo más práctico de conquistar la ciudad, allá arriba. Sin embargo, como no todo es completo en este mundo, ni perfecto, que yo sepa, Celina nunca pudo incluir en su colección un ejemplar de librero, de suerte que para ir formando mi biblioteca de obras de Economía, Economía Política, Sociología y Finanzas, tuve que ahorrar mucho de lo que ella me daba bajo el rubro de «para distraerte un poco». De más está decir que para dar el toque final al frenesí de saber que me había apestado desde que fallé ignominiosamente en el ingreso a la Facultad, me devoré aquella literatura que algún día me llevaría hasta el último piso del Edificio Imperial.

     El año pasó velozmente. Estaba de nuevo inscripto en el cursillo preparatorio para tentar el ingreso a la Facultad, y asistía religiosamente a todas las clases, y aunque parezca mentira, me sentía feliz y en paz con mi conciencia.

     Celina ausente, solo en la casita, viendo la estrellada noche de diciembre a través de la tela antimosquitos de la ventana, con la cabeza reposando sobre la almohada y los oídos ya acostumbrados al croar de las ranas de la laguna, reflexionaba sobre todo y sobre nada, en ese delicioso y poco comprometedor ejercicio de dialogar conmigo mismo que mi soledad, mi falta de amigos, y la mente bastante bruta de Celina, toda una nulidad como interlocutora para un sujeto de mi categoría intelectual, me habían acostumbrado.

     -¿Valió la pena salir de allá, de mi pueblo? Contesta con sinceridad.

     -Valió.

     -¿Dime por qué valió?

     -No es fácil. Hay que volver a Jesús cuando dice que por los frutos lo conoceréis. Y soy el fruto mismo de un árbol nuevo con raíces nuevas. Sé inglés. Sé francés. Conozco las grandezas y las miserias del Capitalismo. He aprendido lo que son las ideologías, cómo nacieron, qué quieren destruir, qué quieren construir y qué caminos toman, y hasta dónde llegaron. Me siento abrumado por las tres cuartas partes de la Humanidad que pasa hambre y por la cuarta parte restante que pasa miedo y guarda su pan y su vino en sus cajas fuertes, y vende sus productos a precio de locura y compra su petróleo a precio de suicidio. O viceversa. Ahora tengo una idea de lo que es este podrido mundo y de lo que hay que saber y aprender para mantenerse lo más lejos posible del hedor.

     -¿Recuerdas tu dolor cuando no pudiste impedir que aquellos caballos fueran al matadero?

     -Lo recuerdo.

     -Lloraste.

     -Claro que lloré.

     -¿Por qué cambiaste?

     -Yo no cambié. Me cambiaron el mundo en que creía iba a vivir.

     -Palabras. Yo diría que aquel niño que puso luto en su corazón porque los pobres eran sacrificados, crecería para luchar porque en el mundo no existiera hedor.

     -Estoy en eso.

     -Mentira. Acabas de decir que todo lo que estudias y todo lo que aprendes no es para evitar que existan hedores, sino para ubicarte donde no los huelas. En algún último piso, por ejemplo. Has cambiado.

     -No. Me han cambiado.

     -¿Quiénes?

     -Ellos. Mi pueblo petrificado en la conformidad, mi Colegio que me mintió. Mi padre que concibe la familia como un casillero. Mi madre anestesiada para el amor.

     -¿Los desprecias?

     -No, pero quiero ser distinto. Quiero pensar distinto.

     -¿Como qué?

     -Como que la vida no es una invitación. Es un desafío, yo lo he aceptado.

     -Lo sé. Volviéndote un ambicioso maníaco.

     -¿Eso soy?

     -Eso, y más que eso, también un amoral.

     -Vamos, no tanto...

     -Sí, amoral, un zángano adherido al costado de una prostituta.

     -No se dice zángano, se dice lapa, o rémora. Y como se diga, al fin, es el camino que me ofrece la Providencia.

     -¡Hipócrita!

     -Está bien. Lo soy. Pero... ¿amoral? Voy descubriendo, hermano, que la moralidad es cosa compleja, tiene muchos matices. Ella lo dijo. Es feliz. Está contenta, terminó de correr, se alcanzó y está gorda de sí misma. Está plena de sí misma. Bienaventurados los pobres de espíritu, dijo Jesús, pero no dijo por dónde debería venir la bienaventuranza, y con eso nos dejó la facultad de elegir, y ella me eligió a mí, y ahora conoce el éxtasis, no el de la carne, sino el del espíritu, hermano. Le miro la cara cuando pasa el plumero sobre mis libros. Parece Santa Teresa frente al altar. No le enseñaron a adorar a Dios ni a temer el pecado y cautelar la salvación de su alma, pero es una santa en bruto, o una santa bruta. Intuye que los libros son objetos sagrados que guardan el Conocimiento, y que el Conocimiento es el Camino. Ha hecho de los libros Su culto, de mi persona el Elegido y de sí misma la fanática, o llámala la beata que ofrenda todo con alegría, su cuerpo, su pan, su dinero, su tiempo y su angustia. Por lo tanto, hermano, te prohíbo que me hables de moral. Sencillamente, no cuenta.

     -Entonces, hablemos de lo amoral.

     -No es tan malo como parece.

     -¿No?

     -No. Porque cuando estamos vacíos de perspectivas es lícito desechar una moral que sólo sirve de lastre y asumir una nueva. Si una vieja moral me condena a ser esclavo y una nueva me permite ser libre, la elección no es difícil.

     -¡No eras esclavo!

     -Lo era de un mostrador, de un pueblo donde me faltaba el aire y estaban tratando de meterme a la fuerza en un casillero. Dios me sacó de allí.

     -¡Ofendes a Dios!

     -¿Por qué? Él me instaló aquí. Me salvó de morir de frío y dio un hijo a una prostituta huera, y a mí me dio en ella...

     -¡Eh! ¡No ofendas a mamá!

     -Está bien. No ofendamos a mamá.

     Lo dicho, en paz con mi conciencia, y feliz, me dormí.


- XVII -

     Una noche, después de que yo había regresado de mi cursillo, y Celina me esperaba en casa, cenábamos a la luz de la lamparita a pila con dos tubitos de neón (made in Hong Kong) que había substituido a la lámpara «mbopí», formando los dos un bello cuadro de vida familiar, Celina se despachó con una nueva ocurrencia. Fue después que yo le contara que practicaba mi inglés con un compañero de cursillo que era profesor y traductor y que éste estaba asombrado de que lo hubiera aprendido solo; y que practicaba mi francés con una pareja de jóvenes increíblemente hermosos e increíblemente sucios que solían venir de siesta a la laguna a pescar ranas, presumiblemente para comérselas, pues yo no le veía otro destino a los pobres batracios ni otros recursos a aquellos hediondos hippies, cuando ella se despachó con la susodicha ocurrencia.

     -Estoy contenta de que vayas a entrar en la Facultá -me dijo-, pero no estás completo.

     -Sé inglés, sé francés, soy dactilógrafo. Si te refieres al portugués...

     -No. Hablo de otra cosa. No estás completo.

     -¿Como qué...?

     -Como hombre.

     Pensé que la vida relativamente casta que llevaba la había inducido a atribuirme algunas carencias ofensivas, y me enojé.

     -Creo que una vez te demostré...

     -No es eso...

     -Y si le preguntás a tu amiga la dentuda flaca...

     -¡No es eso!

     -¿Entonces por qué no estoy completo?

     -Un hombre tiene que estar preparado para no hacer nunca de mirón por donde sea que ande...

     -¿Y...?

     -Tenemos que aprender algunas cosas de hombre.

     -Para no ser mirón -dije sin comprender nada.

     -Y para no ser menos que nadie. En ninguna parte.

     La miré entendiendo a medias. Por una vaga asociación de ideas, imaginé allí mismo una leona madre que le decía al cachorro que bueno hijito ya es hora de que aprendas a cazar y vamos a salir por ahí a empezar con algún conejo viejo, gordo y torpe.

     La cosa no resultó exactamente así, pero bastante parecida. Ocurría que la idea que Celina tenía de «estar preparado para no hacer de mirón por donde sea que ande» y «no ser menos que nadie», era que un hombre que se respete debía tener, aparte de lo que enseñaban los libros, algunas habilidades que en conjunto vendrían a ser algo así como el equipaje para practicar en vivo y en directo eso que los estudiosos llaman relaciones públicas. Hasta había mandado hacer una lista de lo que ese verano me iba a enseñar para ser «un hombre completo». Sacó de las profundidades de su corpiño un papelito doblado que contenía aquella lista, obviamente no redactada por ella, sino posiblemente, por un amigo que se tenía por sabio y de vuelta de todas las cosas. Leí la lista y no dejé de darle cierta razón a aquel obscuro pedagogo, porque contemplaba la solución de situaciones en las que el que no está preparado hace el papel de bobo o de inútil, o de ambos a la vez. En concreto, la lista decía que: 1) aprender a nadar; 2) aprender truco; 3) aprender a manejar un arma de fuego; 4) aprender a bailar; 5) aprender a aguantar la bebida más fuerte, entre paréntesis «muy útil en la campaña»; 6) aprender a montar a caballo y 7) aprender a manejar automóvil. El hecho de que la lista no incluía aprender a jugar fútbol y a tocar el arpa, revelaba por otra parte que Celina creía en un destino superior para mí.

     Me guardé el papelito en el bolsillo con la sonrisita tolerante de quien piensa «me gusta la idea pero vamos a dejarla para después.» Pero había olvidado que cuando Celina decidía algo, del dicho al hecho no hay trecho alguno, tanto que a la mañana siguiente, apenas amanecía, era prácticamente arrancado de la cama por Sócrates, mientras Celina a su lado sonreía de oreja a oreja ofreciéndome un hermoso pantalón de baño color azul eléctrico. De modo que la cosa empezaba con las lecciones de natación que me iba a proporcionar Sócrates. Miré su corpachón redondo y pesado y me pregunté con cierta aprensión si mi profesor sabría nadar. Sabía. Pero como profesor de natación no resultaba muy académico, pues todo su sistema consistía en llevarme al río, en un lugar donde había barranca a pique, pegarme un empujón hacia las aguas profundas, contemplar sonriendo malignamente mis desesperados pataleos y sacarme medio muerto y con diez litros de pestilente agua que había tragado en la barriga. A la cuarta tentativa de homicidio, milagrosamente, jubilosamente, logré flotar. Y a partir de allí todo fue fácil. Aprendí a nadar. Ya podía alguna futura dama millonaria de mi relación invitarme a su mansión con piscina de azulejos y aguas templadas y ya no estaría condenado al papelón de confesar que no sabía nadar, o de meterme torpemente en la zona reservada a los párvulos de la piscina. Así era como funcionaba la mente de Celina, cuando se empeñaba que ninguna situación tomara desprevenido a su precioso hijo adoptivo.

     Los seis aprendizajes restantes me dieron una medida más clara de la variedad del sindicato de ayudadores de Celina. Aunque parezca mentira, el truco me enseñó un viejo profesor de Derecho, de quien sospeché que era el autor del descabellado plan de estudios a que me estaban sometiendo para ser el gran hombre de todas las ocasiones. Con él, no sólo aprendí a jugar pasablemente aquel juego, sino que el juego mismo era como esos viajes largos en avión en que uno se sienta al lado de un desconocido al empezar el viaje, y al terminarlo, es como un amigo de toda la vida, confidencias incluidas. Y justamente una de sus confidencias fue que sus relaciones sexuales con Celina consistían (33) simplemente en mirarla, ya que por la edad ya no estaba para otros trotes. Ahora bien, mirarla cómo y haciendo qué y qué tipo de placer sacaba de su afición de mirón, no se lo pregunté nunca, por pudor y porque al fin de cuentas, todos llegaremos a viejo y la mente y la carne tienen extraños caminos. Todo lo contrario de este provecto amante pasivo, fue el Sargento que me enseñó a manejar un arma, cuyas tendencias empecé a comprender cuando me explicó que él había leído en alguna parte, y lo creyó como un versículo de la Biblia, que el arma era la prolongación simbólica del miembro masculino, de tal manera que aquel varón que mejor manejaba el arma, de ser más varón podía presumir. El Sargento era ayudante de un General que tenía una quinta que tenía a su vez un stand de tiro, y logró permiso de su jefe para usar aquellas instalaciones para «convertir en macho a un civil medio monflórito» según me explicó el General que le había dicho su ayudante, una vez que vino a contemplar cómo yo apuntaba el blanco y acertaba un árbol que estaba diez metros de distancia. De ello, ya se verá que como tirador yo sería un fracaso completo, conclusión a la que arribé yo a las dos semanas de practicar y de tener un zumbido en el oído hasta cuando dormía, y a la que arribó mi instructor después de contar con aire culpable cerca de cuatrocientas cápsulas servidas que había malgastado en mí. De todos modos, se consoló recordando que había prometido a Celina enseñarme a manejar un arma y no a ser un campeón de tiro, y que ya podía darnos por satisfechos con que yo supiera cómo se cargaba un arma, cómo se apuntaba, cómo se liberaba el seguro y cómo se disparaba. En qué dirección ya pertenecía a los misteriosos determinismos del más puro azar. Para siempre.

     Felizmente, en lo referente a montar a caballo, yo ya tenía algunos antecedentes, y toda la lección que necesité para ser un jinete pasable fue pasar dos días de un fin de semana en una estancia del Chaco, donde el capataz me tomó como alumno. En esos dos días, averigüé con tangenciales preguntas que el favor de convertirme en centauro de las praderas no provenía del capataz, sino del dueño de la estancia, quien, cuando lo conocí, me llevó al colmo del asombro, porque se trataba de un anciano caballero sentado en una silla de ruedas que jugueteaba todo el día con su transmisor de aficionado instalado en la estancia, y era permanentemente atendido por una enfermera que lo seguía a todas partes arrastrando una mesita de ruedas atiborrada de medicamentos. Durante la cena (me invitó gentilmente a su mesa) el anciano mostró un inusitado interés en los progresos que yo estaba haciendo en eso de «hacerme hombre». Le expliqué el significado real del pensamiento de Celina al respecto, y me di cuenta que mi explicación lo sumía en una mustia tristeza que no pude explicarme... hasta que llegó su hijo, ya a la hora del postre y conduciendo un polvoriento Alfa Romeo Sport. Él y su auto formaban una absurda combinación, por la poderosa masculinidad de la rugiente máquina y por la lánguida femenidad del sujeto, cuyas largas pestañas trepidaban como alitas de mariposa cuando se fijaba en mi persona. Lo que se dice, un maricón irremediable. En fin, atando cabos y recogiendo indicios sueltos, llegué a la conclusión de que el anciano, que posiblemente en mejores tiempos había gozado de los encantos y habilidades de Celina, alentaba el sueño imposible de movilizar los conocimientos profesionales de mi madre postiza para despertar las dormidas potencias varoniles de aquel hijo único, fuente de su trágico desencanto de viejo. Traté de adivinar a qué medios, a qué terribles amenazas echaría mano el anciano para lograr que el joven consintiera en el honor de entregarse a manipulaciones femeninas, y con muda tristeza, anticipé el completo fracaso del experimento. Se veía que el pobre muchacho vivía alentando un solo sueño dorado: viajar a Dinamarca donde dicen que se hacen operaciones realmente milagrosas.

     Aprendí a bailar con la flaca de los grandes dientes con el simple procedimiento de acompañarla en sus correrías nocturnas por los locales del ramo, y combiné este aprendizaje con el que correspondía a asimilar a lo macho el whisky (34) más puro y la caña más ardiente, con el resultado de que una mañana desperté sentado en un roñoso automóvil abandonado en un gran galpón de un taller mecánico, cuyo personal, y tampoco yo, pudimos explicarnos jamás cómo había venido a parar yo a semejante lugar. Finalmente, un taxista increíblemente gordo y asquerosamente libidinoso me enseñó a manejar, y mientras yo aprendía, por las noches, no paraba de detallarme todas las veces y todas las posiciones en que había hecho el amor con Celina, además de una docena de variantes. El hombre parecía un Kamasutra viviente y practicante. Pero a pesar de todo, aprendí a manejar, y unos días después Celina me pidió dos fotos tipo carnet, que se los conseguí, y a la semana siguiente apareció por la noche un misterioso sujeto que puso en mis manos mi flamante registro de conductor y se llevó a Celina.


- XVIII -

     Un atardecer, fatigado de estudiar mis temas del cursillo, abandoné el rancho, subí la barranca y desemboqué en la ciudad. No quería más que descansar. No pensar, y como eso es imposible, pensar en nada. Me senté en un banco, en una de las plazas de la Costanera, y me dediqué a contemplar el vuelo gracioso de las golondrinas, con ese algo de danza triunfal que tienen los airosos desplazamientos aéreos del pajarillo en cuestión. Borrachera de espacio y de libertad, dominio absoluto del viento, poderosas alas para volar por toda la redondez del planeta huyendo del frío y siguiendo al verano, si tendría que haber un pájaro sagrado, debería ser la golondrina, pero que yo supiera entonces, y ahora tampoco, la golondrina nunca figuró en ninguna mitología, como el Ibis de los egipcios o como las águilas carniceras que están como motivo central, reinas de la heráldica, de los insolentes escudos de los Imperios y de las Naciones que sin ser Imperios, no dejan de ser imperialistas. Sin embargo -me decía en mis abúlicas reflexiones de aquella tarde tranquila-, si la mitología y la heráldica olvidaron a la golondrina, la poesía la ha redimido, y en mi mente fluyeron el recuerdo de tantos poemas hermosos y antiguos, desde Bécquer (35) hasta Amado Nervo, pasando por José Asunción Silva, Darío, Peza, que vieron en el vuelo de la golondrina la parábola del sueño y del ensueño, y la incorporaron a la eternidad de sus poemas vencedores del tiempo.

     Tan sumido estaba en este delicioso divagar, que apenas tuve conciencia de que alguien se sentaba a mi lado en el banco. Y sólo supe que tenía compañía cuando escuché como un murmullo de enojo. Miré al extraño, y allí estaba aquel anciano que gruñía para sí, como mascando algún recóndito rencor personal. Se dio cuenta de que yo le miraba curioso, y me dijo:

     -Ud. jovencito, se está preguntando qué demonios estoy mascullando. Y no se extrañe. Porque le voy a contar un secreto: soy mascullador de oficio.

     -Un oficio bastante raro, señor.

     -¡Nada de raro! ¡Basta llegar a viejo y ya está! Ya verá cuando Ud. sea viejo, aprenderá a mascullar.

     -Pero me parecía que Ud. masculla con rencor.

     -No hay otra forma de mascullar. Con rencor.

     -¿Y contra qué masculla, señor?

     -Mire a su alrededor. ¡Vamos, mire, mire! -me urgía.

     Le complací y eché una mirada circular.

     -¿Qué ve? -preguntó.

     -Nada. Mejor dicho lo de siempre.

     -¿Una ciudad, no?

     -Sí, señor. Una ciudad.

     -Una ciudad ingrata, jovencito.

     -¿Cómo?

     -No sé si me podrá entender, muchachito.

     -Trataré.

     -¿Sabes lo que es la ingratitud? -preguntó.

     -Tengo una idea.

     -Es arrancarnos una parte de nosotros mismos. Esta ciudad es ingrata. Estoy sentado aquí, mascullando, porque me cerraron el café donde antes iba a conversar. Pasé por esa esquina, ¿sabes?, y donde estaba el café está el esqueleto de algo que va a ser, no el esqueleto de algo que fue. Una construcción nueva, para oficinas, tal vez. Un esqueleto sin alma para un edificio sin alma. Han llenado la ciudad de agujeros. Echaron las casas viejas donde moraba la vieja alma de la ciudad, y la han reemplazado por agujeros. ¿No es locura? A veces... tengo miedo de salir de mi casa y al volver no encontrar ya mi casa sino un gran agujero. Ya ni siquiera conozco mi barrio, donde había un vecindario de gente cálida que armaba sin querer una gran confabulación para capturar la felicidad: una felicidad de una cuadra de larga. Compartida, cuyo punto más alto era la amistad del almacenero y el borracho que parecía haber nacido al pie del (36) mostrador y allí estaba destinado a morir. Pero ahora el vecindario ya no es la gran confabulación para la felicidad, porque cada casa se aisló de sus hermanas, y en cada casa hay una conspiración para tener la mejor heladera, la TV más grande o el auto más lindo. Camino hasta la esquina, ¿sabes?, y las piedras gastadas de la acera me dan ganas de llorar, porque ya no están los que allí dejaron sus huellas... ¿Dónde fueron los amigos? Murieron o se fueron detrás del hijo médico a Norteamérica a vivir una vejez de intruso en un barrio gringo. El último de mis amigos vendió la casa y se fue a vivir a un departamento. Nunca le visito porque le tengo terror a los ascensores. Me queda salir a pasear, pero mi vieja me quita el valor cuando me dice que cruzar la avenida es un suicidio... Además... ¿Adónde voy a ir? ¿Al Puerto, a ver cómo parten los barcos de pasajeros y los pañuelos mojados dicen adiós a los viajeros? Ya no hay barcos, ni hay pasajeros. Y si voy al Puerto a pasear y a recordar, corro el peligro de que un güinche (37) me decapite. Además, ya nadie viaja en barco, para ir coleccionando paisajes. Todos viajan en avión, para ahorrar horas inútiles... ¿Te das cuenta?

     -Me doy cuenta, señor -le contesté.

     -Bien. Esta era una ciudad juiciosa. Uno iba al paso que quería empujando su propia vida. Cambió.

     -Le sigo, señor.

     -Ahora es una ciudad ambiciosa. Ya nadie empuja su vida hacia adelante. La vida le empuja a uno. ¿Se da cuenta de la diferencia?

     -Sinceramente no, señor.

     -Es medio duro de coco, jovencito. ¿Ud. estudia?

     -Sí.

     -¿Para qué?

     -Para realizarme.

     -No lo va a conseguir.

     -¿No?

     -No. La ciudad lo va a encasillar. Ya no es el hogar, es la fábrica. Mire a su alrededor. Fiebre de crecer. Los rascacielos brotan como hongos. De repente hay mucho dinero. Y el dinero no se guarda, se invierte que es como decir se muestra. Se muestra con descaro y con insolencia. Todavía no sabemos cuál es el edificio más alto de Asunción, pero cuando lo sepamos va a venir un batallón de ingenieros, una caterva de arquitectos, un malón de financistas dispuestos a levantar el edificio más alto que el más alto. ¿Para qué? Para que la maquinaria siga andando.

     -Vaya, ¿qué maquinaria?

     -¿Pero quién es Ud.? ¿El Bello Durmiente del Bosque que acaba de despertar?

     -Algo parecido.

     -¡Se ve! ¡Qué maquinaria! ¡La que multiplica los bancos señor mío; la que hace brotar como hongos las financieras, las inmobiliarias, las cajas de ahorro y préstamos! ¡La que moviliza a los grandes pescadores que le ponen gordas lombrices a sus anzuelos para que muerdan las multinacionales y nos pongan hoteles de cinco estrellas! ¡Qué maquinaria! Como ingenuo Ud. es el campeón, muchachito.

     -¡Ilústreme!

     -¡No se burle, eh! ¡Qué maquinaria! ¡La maquinaria del gran banquete, muchachito! ¡Con una gran mesa donde el ambigú no alcanza para todos! ¡Para las Consultoras, para las Concisas, Parafrisas, Protofrisas y Putrefrisas! ¡Para cambiar todo, todo! ¿Recuerda los juegos florales?  ¡Qué va a recordar! ¡Los poetas se reunían a leer sus poemas y había una reina rubia que premiaba al mejor con una corona de laureles! ¡Ya no hay juegos florales para la juventud! ¡Hay licitaciones, concursos de precios! ¡Hay adjudicaciones y subadjudicaciones! ¿Sabe Ud. lo que es un Aquelarre?

     -¡Tengo una vaga idea!

     -¡Era una reunión de brujos que invocaban al demonio!

     -¿Y eso qué tiene que ver con lo que me está diciendo, señor?

     -¡Ya no se llama más Aquelarre!

     -¿No?

     -¡Se llama Consorcio!

     -¡De modo que los consorcios son el nuevo culto del demonio!

     -¡Peor! ¡Porque por lo que sé, el demonio fue siempre (38) pobre! ¡Los consorcios son el nuevo culto del Dinero!

     -¡Señor, si me permite, respeto sus puntos de vista, pero está en un error!

     -¡No me diga! Eso sí que está bueno. ¡Yo, en un error! ¿Por qué?

     -Es sencillo. Ud. condena el progreso, señor.

     -¿Le parece?

     -Sí. Y perdóneme la crueldad. Porque es viejo. Y el progreso lo dejó de lado.

     Me miró con esa profunda, tolerante lástima de quien sabe todo frente a uno que no sabe nada, nada de nada.

     -¿De modo que su bendito progreso me dejó de lado por viejo? -preguntó.

     -Así es -repliqué.

     -¿Y a Ud., muchachito?

     -A mí no me va a dejar de lado, señor.

     -Claro que no. No lo va a dejar de lado, pavote. ¡Lo va a digerir!

     Se levantó enojado, y repitiendo para sí que pobre joven destinado a ser deglutido en esta merienda de negros que se llama progreso, y qué progreso, progreso, bah. Y se marchó.

     De pronto, el vuelo de las golondrinas perdió para mí todo su encanto. Aquel viejo amargante me había dejado un sedimento de atemorizadas presunciones. Decidí volver a mi cálido refugio de la laguna, y cuando me dirigía hacia el bajo volví la mirada hacia la ciudad enmarcada por el crepúsculo. Aquellos aislados edificios de altura parecían dedos admonitorios elevados al cielo. Y algo de amenazante había en la poderosa rudeza de los esqueletos de los grandes edificios en construcción.


- XIX -

     Aprobé, no sin ciertas angustias, el examen de ingreso en la Facultad. Y aquella hazaña mereció el festejo de un pantagruélico banquete que compartí con Celina y Sócrates. Sócrates, que no entendía muy bien la razón de aquel jolgorio y la naturaleza de mi triunfo, preguntó si de entonces en más debería llamarme doctor. Yo le dije que no pero Celina le dijo que sí, y agregó para mi beneficio que era bueno que ya fuera acostumbrando mis oídos a tan cortesano tratamiento. Después de todo, sólo faltaban seis años. Una bicoca para un tipo tan inteligente como yo.

     Seguía con regularidad los cursos cuando las cosas empezaron a cambiar. Y el tal cambio empezó cuando una noche Celina me dijo:

     -Él te quiere conocer.

     Entendí que se trataba del Número Uno. Que era el único «Él» en nuestras conversaciones. Los otros eran mencionados solamente por su nombre, pero «Él» era él.

     -No veo para qué -contesté.

     -Te quiere conocer -repitió.

     Yo no sabía que él supiera de mi existencia. Por eso me extrañó un poco.

     -¿Le hablaste de mí?

     -Claro. Sabe todo.

     -¿Qué es todo?

     -Todo. Yo le cuento todo.

     -¿Te interroga?

     -Tiene derecho a saber qué hago de su plata.

     No me gustó mucho la idea de presentarme a aquel caballero con el currículum y la facha de un caficho a medias.

     -Nos espera mañana -dijo ella y terminó con todas mis dudas. La dolce vita tendría necesariamente su lado amargo, y tarde o temprano lo enfrentaría. Simplemente, había llegado el momento. Imaginé la entrevista e imaginé también lo profundo que sería la humillación de esos detenidos de la Gestapo, desnudos frente a sus interrogadores. Algo de eso presentía en mi porvenir inmediato.

     Llegamos al atardecer a la casa. Situada en una avenida silenciosa, apenas se la veía detrás de unos árboles inmensos. No había jardín, sólo árboles, nutridos, verdes, nudosos, eternos. La casa era grande y sombría. Un viejo vestido con un traje de mecánico que tenía en sus grandes bolsillos una tijera de podar nos abrió el portón de hierro. Intuí que algo no cuajaba en el viejo y traté de adivinarlo. Y lo adiviné: la tijera de podar. Allí no había nada que podar, a no ser con una topadora, de manera que llegué a la conclusión de que la tijera de podar era parte del uniforme del portero, o una justificación de su sueldo. Detrás de los viejos árboles cuidados por el viejo portero estaba la vieja casa, cuya vieja puerta hicimos sonar con el viejo llamador de bronce, y como ya me imaginaba, abrió la puerta una vieja mucama que saludó cariñosamente a Celina y luego me miró con esa mirada que dice más o menos de modo que es éste, como si hubieran pasado largas sobremesas hablando de mí. Si me permiten ser demasiado reiterativo, les diré que la casa me pareció por dentro más vieja que por fuera, porque por fuera sólo se veía vejez. Adentro se la respiraba, con esa mezcla de olor a cuero, madera, entierro y encierro que tienen las casas con mucha carga de tiempo, vida, y recuerdos.

     En pos de la mucama subimos una escalera de mármol, ancha y curva, que en algún tiempo perdido habría tenido una alfombra roja por donde bajaba al salón una tímida doncella de blanco vestido de fiesta para bailar en el salón su primer vals con un airoso Capitán con uniforme de gala que después moriría sin pena ni gloria en una revolución inútil.

     La mucama golpeó discretamente una puerta, nadie dijo adelante, pero ella abrió lo mismo, y entré en el vasto despacho del Número Uno. Celina se había quedado afuera y la mucama se retiró silenciosa como un fantasma. El Número Uno estaba de pie, con las manos cruzadas en la espalda, como un General que medita.

     La primera impresión que me causó, forjó en mi mente una frase: un viejo león. Pero un viejo león idealizado, porque un viejo león posiblemente tuviera la melena despellejada, la piel comida por los gusanos, las costillas al aire y los ojos medio ciegos. El Número Uno era un viejo león tallado en mármol por un artista que jamás conoció un viejo león. La blanca y lustrosa melena, el porte majestuoso de su cuerpo viejo pero erguido, la mirada aguda. Si se pusiera una túnica sería idéntico a Charlton Heston haciendo de Moisés.

     -Acérquese, jovencito -rugió.

     Sí, rugió, porque tenía una voz profunda, de barítono, metálica, vibrante. Hubiera jurado que el sonido de esa voz había movido los caireles de la araña que colgaba del techo. Me acerqué preguntándome si debía besarle los zapatos, las manos, o algún grueso anillo del gran-algo, duda de la que me arrancó dándome la espalda y encendiendo la luz de un velador sobre su escritorio. Cuando se volvió a mí, la luz sólo alumbraba la pechera de su camisa blanca y su rostro quedaba en las sombras.

     -Viejo de mierda, tienes un sentido bastante desarrollado de los efectos dramáticos -pensé en lo más recóndito posible.

     Me miró largamente. Dios mío, otro Dr. Quiñónez no, imploré mentalmente. Se desplazó lentamente, separó su silla y se sentó frente a su escritorio, haciendo que la luz le diera de lleno en la cara. Si trataba de impresionarme, y hasta de asustarme o simplemente de ponerme en mi lugar, de caficho a medias, lo consiguió ampliamente. Resulta toda una hazaña tener 23 años, la conciencia emporcada, estar de pie sin saber qué hacer con las manos, y sostener la mirada fría y azul de unos ojos enmarcados bajo unas tumultuosas cejas blancas.

     Me preguntó de pronto mi nombre, pero en inglés. Se lo dije en castellano, porque no había otra manera. Luego mi edad en inglés.

     -Veintitrés -le dije en inglés.

     -Dígame por qué Ud. me parece un tipo raro -preguntó en inglés.

     -Posiblemente porque sale poco de su casa, señor -contesté en inglés y con suicida audacia.

     -Explíqueme eso -me ordenó en francés.

     -El mundo está lleno de tipos raros -repliqué en el mismo idioma-. En realidad, forman mayoría.

     Soltó una risa profunda, y los caireles se movieron, sin duda alguna.

     -Celina tiene razón -sentenció en castellano-. Es Ud. un muchacho inteligente.

     -Gracias -le dije en castellano.

     -Me puede servir -agregó.

     -Gracias.

     -No se apresure en agradecerme, joven. Aún tengo dudas.

     -No le comprendo, señor.

     -Me gustan los jóvenes que luchan y van adelante. Como Ud.

     -Gracias -ya me estaba resultando fatigoso decir gracias a cada instante.

     -Lo que no me gusta es su método.

     -¿Mi método?

     -Ud. explota a una mujer.

     Lo dijo con tanta crudeza que sentí subir la furia. La peor, la de los tímidos.

     -Es la misma que Ud. usa -le dije.

     No se le movió un pelo de la ceja.

     Yo le pago -afirmó tranquilamente.

     -Y yo le hago feliz -repliqué.

     -¿Y en qué trabaja?

     -En hacerla feliz.

     -Trabajo cómodo.

     -No lo crea, señor. Mientras desempeño mi trabajo, debo repetirme veinticuatro veces al día que no soy un corrompido.

     -¿Y se convence de que no es un corrompido?

     -Ni sí ni no. Dejo la respuesta para después. Lo que importa es caminar, ir adelante, como Ud. dice.

     -A muchos caminantes no les importa ir pisando caca de perro.

     -Y todos los que llegaron pueden comprarse un zapato nuevo.

     -¿Piensa que Ud. va a llegar?

     -Pienso.

     -¿Por qué?

     -Ud. lo dijo. Soy inteligente...

     -Y cínico.

     -O inocente.

     -¿Inocente Ud.?

     -Sí. Ud. trata de hacerme creer que hago mal. Yo no veo mal por ningún lado.

     -La incapacidad de ver el mal no es inocencia.

     -Y la propensión de ver el mal donde no existe es paranoia.

     -¿Dónde aprendió eso?

     -Leo mucho.

     A esta altura de este duelo a floretes verbales, yo había madurado una vehemente sospecha. Y pregunté:

     -Señor. ¿Me está probando Ud.?

     -Sí -me respondió.

     -¿Para qué? ¿Qué se propone?

     -Usarlo. ¿No invertí dinero en Ud.?

     -Sí. Pero no me gusta ser usado.

     -Digamos entonces, en beneficio de su delicado sentido del decoro, que va a ser empleado.

     -Eso suena mejor.

     -En el futuro tendrá que acostumbrarse a tragar lo que no le gusta.

     -¿Futuro? ¿Qué futuro?

     -Venga conmigo.

     Se levantó y caminó hacia la puerta. Lo seguí, a dos pasos de distancia, envidiando sus anchos hombros y su cuello musculoso. Salimos al corredor y al extremo del mismo había otra escalera, que subimos en silenciosa procesión. Se detuvo ante una puerta y golpeó. Desde adentro llegó una vocecita tremolante que dijo «Entren». «Entren», en plural, como si estuviera esperándonos. Entramos. Allí estaba la compañera del león, que no era una leona, sino una delicada porcelana china. Si las muñecas envejecieran como los seres humanos, aquella dama sería una muñeca vieja, muy vieja. Me pregunté dónde estaría Celina.

     La quise ver. Tanta vejez junta ya me abrumaba. Cuando miraba alrededor buscando por casualidad algo joven o algo nuevo, escuché lo que pude definir como un berrido. Miré a la vieja dama. No era ella, porque ella no tenía nada de animal sino todo lo contrario, y aquel berrido tenía connotación primitiva, como el primer llanto de un mamut bebé nacido en una caverna, allá en el amanecer del tiempo. El león patriarca me tomó de los hombros y me acercó al sillón donde la dama estaba sentada, frente a la ventana abierta, por donde no veía paisaje alguno, como corresponde, sino el espeso follaje de un umbroso mango cuyas ramas parecían querer meterse en la casa.

     -Es él -dijo el caballero, exhibiéndome a la dama, como un viejo Cruzado que trae prisionero un joven moro que será educado para paje.

     -Es guapo -dijo ella, sonriéndome y mostrando una perfecta dentadura postiza que parecía pegada sólo con saliva, porque sobraba algo.

     -Gracias -dije yo, pensando que la próxima vez traería un cartelito con la palabra «gracias» colgado del cuello.

     -Además, Celina dice que es Ud. un hombrecito muy inteligente.

     ¿Celina? ¿Qué diablos pasaba allí? Como si leyera mi pensamiento (39), ella me tranquilizó.

     -No se escandalice, muchachito. Celina es como de la familia. ¿Comprende?

     -Comprendo.

     -No, muchachito. No comprende nada, y se está preguntando hasta qué punto Celina es como de la familia -se volvió al marido-. Díselo.

     -Entre nosotros no hay secretos -explicó el viejo.

     Existe cierta forma rara de sentir vergüenza. Es la vergüenza que uno siente cuando está con personas que deberían sentir vergüenza y no la sienten. Así me sentí yo. Buscaba algo para decir que lo comprendía y que no estaba yo para moralizar, cuando el silencio fue roto por otro berrido. Y esta vez me di cuenta que aquel sonido de cubil venía de detrás de una gran puerta que no había visto al entrar en la habitación. Marido y mujer notaron mi curiosidad, se miraron y se dijeron con la mirada que ya llegará el momento de explicarle.

     -Somos dos viejos solos -me declaró, sorpresivamente, el dueño de casa.

     El berrido, o lo que sea, volvió a oírse claramente. Espeluznaba. Asustaba.

     -No tan solos -respondió la anciana, mirando aquella puerta que parecía conducir a una era de caos y de nacimiento. Lava, fuego, planeta joven preñado de vida.

     -Quiero decir que no tenemos familia -aclaró el viejo.

     -Él es nuestra familia -le discutió la anciana.

     Hablaban entre ellos, pero con ese curioso tono de quienes hablan para un tercero. Yo. Lo que no comprendía era qué papel me reservaban.

     -Venga -me dijo el anciano, volviendo a aferrarme del hombro y conduciéndome hacia aquella puerta.

     Me dejé llevar con cierto miedo. Él abrió la puerta, y me agredió una bocanada de hedor animal. El viejo león me obligó a entrar.

     El hombre estaba tendido boca abajo en la cama. Acababa de defecarse encima y una enfermera (sí señor, vieja enfermera) le aseaba el traste con una toalla mojada y luego trataba de arrancar la nauseabunda sábana de debajo de aquel hombre, o lo que quedaba de él en piel, hueso y cabellos completamente grises. Como si fuera un niño, la diestra enfermera le vistió un fresco pijama de seda y con habilidad que da la práctica lo tumbaba hacia allá y tendía la sábana que quedaba para acá, y lo giraba por acá y alzaba por allá.

     El viejo león me empujó hacia aquella miseria. Volvió los ojos hacia mí, berreó horriblemente y se metió un pulgar en la boca y empezó a chupárselo.

     Zombie, me dije, recordando un cuento haitiano. Muertos vivos.

     -Tiene 32 años -me informó el viejo león, con una voz sin emoción, como si me estuviera informando la temperatura ambiente. Es terrible como la gente se acostumbra a sus tragedias.

     -¿Su hijo?

     -Lo que queda de él. Le faltaba un año para recibirse de abogado.

     -¿Un accidente?

     -De automóvil. Está descerebrado. Es un vegetal. Para siempre. Vamos.

     Me llevó afuera. Apenas me dio tiempo de ofrecer mis respetos a la vieja dama que contemplaba el follaje del mango y me sacó al corredor. Bajamos la escalera por donde bajara en un tiempo mejor aquella doncella vestida de blanco y llegamos al salón. Allí me detuve y lo encaré francamente.

     -¿Adónde nos conduce todo esto, señor?

     -Todo conduce a la muerte, jovencito.

     -No busco explicaciones macabras, señor.

     -Yo moriré. Mi mujer morirá. Mi hijo seguirá viviendo.

     -¿Y...?

     -Ud. seguirá viviendo.

     Era tremendamente críptico. Pero empecé a comprender. Pero allí terminó la conversación porque con su voz de trueno llamó a Celina, que apareció en el acto, como si estuviera escondida detrás de algunos de los sillones del salón.

     -Está bien por hoy, Celina -dijo el anciano, me miró y continuó-; me lo traes el jueves.

     «Me lo traes el jueves», como si yo fuera un paquete.



- XX -

     Volviendo a casa, caminaba yo delante de Celina. Era una forma de mostrarle (40) que estaba fastidiado. Una forma bastante infantil, por otra parte. En un momento dado ella apretó el paso, me alcanzó y me detuvo del brazo.

     -¿Qué te pasa? -me preguntó.

     -¿Era todo deliberado? -le pregunté a mi vez.

     -No sé qué es «deliberado» -me confesó.

     -Te haré la pregunta de otra forma, Celina -le dije-. ¿Estabas de acuerdo con el Número Uno desde el principio?

     -¿Acuerdo para qué?

     -Para hacer de mí un sujeto apto para ser usado.

     -¿Usado?

     -Él mismo me dijo que yo era su inversión y que podía usarme. Pero eso no es lo importante, Celina. Lo que quiero saber es si yo soy el resultado de tu amor, o el resultado de una conspiración entre Uds. dos.

     -¿Nos sentamos y te cuento?

     Nos sentamos en el banco de una plaza, y me contó. El amor quedaba en pie, impoluto, como su motivación para hacer por mí lo que hiciera. El Número Uno conoció de mi existencia cuando Celina empezó a importunarlo con aquellos sucesivos pedidos de dinero para comprarme las lecciones de inglés y de francés. Se interesó en mi historia, lo preguntó si yo era su amante y ella le confesó que la relación era más bien de madre a hijo. Él quiso saber si yo era inteligente. Ella le dijo que yo era un genio. Y que era ambicioso, y que era luchador cuando me empujaban del modo debido. Entonces, él le había dicho a Celina que yo era un diamante en bruto, que él la ayudaría a tallarme. Y «vamos a hacer de ese muchacho un hombre útil a sí mismo y a los demás».

     Calló Celina, y comprendí entonces que aquello de ser útil «a los demás» se refería a serle útil a él. Yo moriré. Mi mujer morirá. El vegetal que berrea seguirá vivo. Yo seguiría vivo para hacerme cargo de aquel despojo. No supe en aquel momento si admirar el desesperado amor de aquellos padres por el hijo descerebrado, o indignarme por aquella desabrida, cruda manipulación de mi futuro. Futuro. Había apresado al vuelo una palabra clave. Celina se levantó del banco y me invitó a continuar la marcha. Le dije que se fuera. Que quería pensar. Iría más tarde. Se fue diciéndome que encontraría la cena sobre la mesa pero que no la encontraría a ella porque tenía un «compromiso».

     Sentado en el banco, volví a paladear aquella palabra que tenía en la boca con la cautela de quien va a  tragarse una pastilla de desconocido sabor. Futuro. Si las cosas eran como yo pensaba, aquella asfixia alienante de la que había huido al salir de mi pueblo sería un juego de niños comparada con lo que me esperaba. Me echarían encima todo el peso de una casa y de un enfermo irremediable que se hacía caca encima.

     Cuando él muriera, viejo león mortal y cuando ella muriera y fuera una muñequita rota en un ataúd, quedaría yo, el hombre amaestrado por el amor de una prostituta y por la desesperación de unos padres ancianos.

     Quedaría yo.

     Y una fortuna.

     «Quiero decir que no tenemos familia» -había dicho el viejo.

     «Él es nuestra familia» -había respondido la anciana.

     «Ud. seguirá viviendo» -me había dicho el viejo león.

     Con una fortuna.

     Que podía ser un dogal en el cuello.

     Que podía ser la llave que abriera todas las puertas.

     -¿Qué piensas? -me pregunté a mí mismo.

     -No sé qué pensar -me contesté.

     -Racionalicemos. Te ha estado preparando. Usando a Celina.

     -¿Qué esperan de mí?

     -Gratitud. Para que la gratitud se convierta en amor a un pobre diablo desvalido.

     -Y que lo cuide, y le prolongue la vida inútil.

     -Todo por gratitud.

     -Un sentimiento raro en nuestro tiempo.

     -Depende de la capacidad que tengas de sentir gratitud.

     -La tengo, pero hasta cierto límite, como todo mortal. No tengo vocación de santo de leprosario.

     -Te necesitan desesperadamente.

     -Y tienen dinero. Mucho.

     -Ya no hablas de gratitud, ahora.

     -Hablo de codicia.

     Y estaba la cuestión. Gratitud y codicia. La ambivalencia del ser humano. Mi ambivalencia. El ángel y el demonio dentro de mí, sin perder el tiempo en tironear de mi alma inmortal, sino haciendo las paces para sentarse en una mesa cordial y hacerse un banquete con mi conciencia. En ese momento supe que yo era uno de los tantos que llegarían a la muerte, y cuya última postrera sensación consciente sería la duda, aunque muriera confortado por la santa religión y la bendición papal.

     Cuando llegué a casa aparté la fuente de carne fría y ensalada de papas que me había dejado Celina, y me senté a escribir una carta. «Querida mamá. Necesito volver a casa. Quiero llegar allá y ponerme de rodillas y decirte que me ayudes a revalorizar todo, y a empezar de nuevo. A empezar de nuevo yo, y vos, y papá y mis hermanos. Sentados todos en una mesa y hacer la contabilidad de todo lo que no pudo ser en nuestras vidas, y averiguar la causa de por qué lo que no pudo ser, no pudo ser. Y entonces yo pediré la palabra y me levantaré para enseñarles que una familia se realiza cuando es feliz, no cuando es rica. Y entonces papá pegará un puñetazo en la mesa y dirá qué disparate, y yo le diré que me respete, que estoy en el uso de la palabra, y le preguntaré si él conoce a alguien a quien la felicidad le produjo úlceras. Pero saltará un hermano y dirá que no morirá de úlceras pero morirá de hambre. Y no tendré más remedio que sentarme vencido. Como estoy vencido ahora. Sé que no puedo volver a mi casa a rehacer a mi familia, y la alternativa que me resta es quedarme aquí a que me deshagan a mí. Así es la cosa, querida mamá. En un tiempo de inocencia que ya pasó, yo pensaba que el hombre iba adelante caminando. Resulta que no es así: va adelante empujado. Yo no me voy. Me llevan. Me pregunto si soy la excepción a la regla. Me pregunto que nueva definición debo encontrar para esas bellas palabras que dicen «voluntad», «libre albedrío», «empuje». Me pregunto si cuando me piden la definición de la Sociedad, me pondré yo a describir una hembra gorda, perversa y santa, diabólica y tierna, dueña de la voluntad de los sargentos que me enseñan a disparar una pistola y de la inercia de un bruto que me enseña a cruzar ríos a nado y de la esperanza loca de un viejo paralítico y de un chofer libidinoso que me enseña a despertar en un motor de 100 caballos toda la potencia que no tengo yo. Hembra gorda que me ama y me pervierte, se dice de mí esclava por amor y me usa por egoísmo, por un torturado amor y por un santo egoísmo. ¿Comprendes, mamá, por qué quiero volver a casa? ¿Y comprendes por qué ya no podré volver nunca? Tu hijo que quiso quererte y no pudo, porque no le dejaste o porque no supo. Carlos».

     Firmé ceremoniosamente la carta, la doblé, y le arrimé un fósforo encendido. Fui a la cama sin cenar, y pasé la noche sin dormir. Queriendo que la noche durara siempre, porque, por primera vez en mi vida, le tenía miedo a la mañana.


- XXI -

     Han pasado tres años, y vuelvo a ocuparme de mi manuscrito que tenía un poco olvidado. Tres años. En tres años, muchas cosas cambiaron. Yo hacía ya el tercer curso de mi carrera, y nos habíamos mudado, con Celina, a la casa del Número Uno, cuyo nombre es don Baltazar Valenzuela.

     Celina, como ella misma dijera, había «cerrado el negocio», es decir, ya no necesitaba de los hombres que necesitaban a su vez de ella, y se instaló como una modosa y poco conspicua compañera de don Baltazar, ocupando decorosamente la habitación más alejada de la que compartía el matrimonio, lo que no impedía que cuando yo estudiaba hasta altas horas de la noche, siguiera con el oído el sigiloso desplazamiento del viejo hacia aquella habitación donde Celina le daba la manija al mecanismo de rejuvenecimiento que había sido el principio de toda esta historia.

     En honor a la verdad, hay que decir que Celina cumplió con decoro y fidelidad su nuevo papel. Para la  servidumbre, cocinera, la mucama y el jardinero que no tenía jardín que cuidar pero diariamente lavaba el antiguo pero reluciente Dodge de don Baltazar, que apenas salía, Celina era el ama de llaves. Pero con la misma objetividad, hay que decir también que, como toda regla tiene su excepción, la lealtad de Celina hacia don Baltazar, tenía ocasionales violaciones cuando ella iba a visitar a Sócrates, que ahora vivía en la casita de la laguna, llevándole algunas provisiones, y sospecho que quedándose el tiempo suficiente para recordar tiempos mejores, como ellos sabían, es decir, en la cama.

     Con esa conducta, Celina rompía un poco el esquema de su conducta que yo había asimilado tan bien. Sócrates ya no tenía cómo ni para qué ayudarla. Celina ya no tenía obligación de compensarle. Sin embargo, cuando murió el «trato» afloró en la extraña, elemental pareja una nueva forma de unión, una necesidad de estar juntos por estar juntos, que al final de cuentas, quizás sea la definición raigal, y la más legítima del amor, que como se cree es el privilegio exclusivo de Tristán e Isolda, o Romeo y Julieta, sino de todos aquellos que sentimos (me incluyo yo) la necesidad corrosiva de ser importante para alguien.

     Nunca supe si don Baltazar sabía de aquellas escapadas de Celina. O si las sabía y no le importaba. Y alguna vez me sorprendí rogando que no sospechara y la interrogara. En ese caso, sería el desastre, porque no concebía otra Celina que aquella que con honestidad total, diría siempre la verdad, y la verdad golpeando el flanco de un león herido, con seguridad nos mandaría de vuelta a aquella lúgubre casita de la laguna. Felizmente, nada de eso pasó.

     Lo que sí pasó es que en el curso de aquellos tres años yo tuve empleo. Es decir, don Baltazar me pagaba un sueldo para dedicarme al estudio, y manejarle el antiguo Dodge, silencioso y reluciente como nuevo, cuando iba a su control médico, o cuando yo debía traer al médico que atendía a su esposa y echaba una mirada a su hijo, una vez por semana. Y eso era todo. Y en el todo, hay que agregar el detallado informe que yo debía pasarle por escrito, sobre mi asistencia a clases, lo que él llamaba «mi índice de aprovechamiento», y desde luego, las notas que sacaba en las pruebas parciales y en los exámenes en serio.

     Escribía cartas a casa, y recibía respuestas. Respuestas formales a cartas formales. Te manda besos mamá. José se va a casar con la hija de don Rudecindo. Tu viejo amigo el pa-í murió de un ataque al corazón cuando decía misa y justo cuando tragaba el Cuerpo del Señor, hermosa muerte para un cura, después de todo.

     En los primeros tiempos en que trataba de adaptarme a mi nueva vida y a mi nuevo hogar, don Baltazar me llamó a su despacho, y me dijo que era cosa entendida que se hacía cargo de mi educación y de mis necesidades y que también era cosa entendida que yo pasaría a ser algo así como una propiedad suya. Consentí. Gratitud, avaricia, Dios lo sabrá. Creo que ya lo dije.

     -Debes prepararte para manejar el negocio -me informó.

     -Entonces, señor, debo empezar ahora. Conocerlo.

     -¿Conocer qué?

     -El negocio. No sé ni de qué se trata. Dónde están las oficinas. A qué se dedica.

     -El negocio soy yo -me dijo con su desagradable propensión a las frases crípticas.

     -Si Ud. fuera más claro, don Baltazar.

     Sacó una llavecita del bolsillo de su chaleco (a propósito, siempre usaba traje completo, incluido el chaleco, como ropa de entrecasa; la única excepción era que en vez de zapatos, usaba unas cómodas zapatillas acolchadas) y con la mencionada llavecita abrió un cajón de su escritorio, de donde extrajo un manojo de llaves, con una de las cuales abrió la poderosa caja fuerte que reposaba en una esquina de su oficina-salón. No exagero al decir que la gran puerta de acero se abrió con ese ruido que oímos en el cine cuando en la obscuridad se abre lentamente una puerta por donde entrará el terror innombrable a sorprender en pleno sueño a la doncella, o en última instancia, a la novia del detective. Sostuvo la puerta como un maestro de ceremonias, y me dijo que mirara adentro. Miré. Pilas y pilas de expedientes de todos los grosores, pero todos con la marrón impersonalidad de las escrituras públicas.

     -Escrituras de hipotecas -me informó, y cerró su personal versión de la cueva de Alí Babá. Ahí estaba su riqueza.

     Hipotecas, provenientes de préstamos directos, con garantía prendaria. Me condujo de nuevo a su mesa escritorio, guardó el manojo de llaves y cerró el cajón con la llavecita que volvió al bolsillo del chaleco. Abrió otro cajón, y sacó un cuaderno de tapas verdes.

     -Aquí está todo -me dijo, y me permitió mirar el sistema de contabilidad más sencillo del mundo. Fulano de tal. Debe tanto. Intereses mensuales tanto. Saldo. Tres cuotas impagas, a los tribunales. Los préstamos los hacía el mismo escribano que formulaba las escrituras, y un abogado, hermano del escribano, era el encargado de los cobros por vía judicial, o de las negociaciones extrajudiciales que más o menos estaban organizadas como para que el deudor moroso se quedara sin nada, don Baltazar con todo, y otra vez el moroso, con el doble alivio de no pasar por la vergüenza del remate y por la sobrecarga de pagar los costos del juicio. Finalmente, abrió otro cajón con otra llave que sacó del chaleco, y extrajo una libreta de cheques, de aquellas comunes y corrientes para manejar una cuenta corriente.

     -De aquí sale la plata, y aquí entra la plata -me dijo sin abrir la libreta, y volviéndola a meter en el cajón correspondiente-. ¿Quieres saber algo más?

     -Supongo que habrá otro cajón donde se guardan los títulos de las propiedades que no pasaron por la vergüenza del remate.

     -Correcto -dijo-, están en el último cajón. Y eso es todo.

     A esta altura, yo ya había llegado a una conclusión. Don Baltazar resultó ser pura y simplemente un usurero a la antigua, de los que todavía quedan muchos. A la antigua, digo, porque los de los sistemas más modernos están en sus refrigeradas oficinas de sus Financieras y hacen lo mismo, aunque con menos crudeza, pero con  igual resultado, y no hablan como Dios manda, de réditos y de intereses, sino de reajustes, descotizaciones, seguros de cambio y otras elegantes expresiones que de poco consuelo sirven al pobre deudor cuando llega la hora de que le arranquen las entrañas. Sistema por sistema, el resultado final era igual. Los usureros destripan con un machete, las Financieras con un bisturí y hasta con anestesia. Aquella vez fue la única en que me aproximé al (41) borde del pozo de la abundancia de don Baltazar. Para él bastaba con esa información (42). El tiempo haría el resto.

     Y el tiempo intervino cuando subí a la habitación de doña Sara, la esposa de don Baltazar, dispuesto a cumplir el rito de todos los sábados por la tarde: leerle poemas de Amado Nervo o de Rubén Darío, verla sentada en su sillón sumida en el éxtasis o en los recuerdos, y ser premiado finalmente con un salivoso beso en el mejilla y el elogio de que yo tenía una preciosa voz para la lectura de poemas.

     La encontré sentada, como siempre frente a la ventana, pero ya no miraba el follaje del mango: ya no miraría nunca más nada, ni oiría jamás ningún poema. No quisiera decir que murió, sino que se apagó. Cadáver ya, tenía en la carita de porcelana cuarteada esa expresión de quien siente que llega el sueño, y a él se entrega con esa sonrisita de confianza de lo que espera soñar con alegres tiempos, muselina en el vestido, ancha capelina sobre los bucles, toldos rojos y blancos en el jardín, música de violines en el estrado, pasto verde, y una mesa al sol con bocaditos delicados y refresco de frutas. Y gente, mucha  gente alegre y joven de un tiempo también alegre y joven. Requiescat in pace.

     El velatorio fue sencillo, apenas concurrido. La servidumbre (43), el escribano, el abogado, Celina, una señora muy anciana que repetía interminablemente que no somos nada y bebía también interminables tacitas de café; y aunque parezca increíble, Sócrates. Sócrates con traje y corbata. Lloraba, y curioso, le pregunté a Celina si Sócrates había conocido a la difunta. Me contestó que no. Entonces le pregunté por qué lloraba Sócrates, a lo que me contestó Celina con una de sus razones graníticas que Sócrates lloraba porque estaba en un velorio. Al día siguiente, la buena señora fue depositada en su última morada, un suntuoso panteón cuyo importe podría financiar cuatro casitas para matrimonios con un hijo o dos. Y allí podía haber terminado todo, si don Baltazar no hubiera tenido un gesto curioso: cuando bajó a la cripta el catafalco de doña Sara, él personalmente cerró la puerta de hierro forjado que cerraba aquella eternidad maloliente y húmeda, echó llave al grueso candado, se guardó una llave... y me entregó el duplicado. No necesitaba palabras para decirme que el próximo huésped del suntuoso panteón sería él y yo el encargado de depositarlo allí, y ponerle candado a su vida. ¿Y a mi pasado? Pensé en aquello y la única conclusión que saqué se refería a la mierda de vueltas que da la vida.

     Siguieron deslizándose plácidamente los días, los meses, el año. La viudez no trajo los cambios que yo esperaba, es decir, Celina no trepó las escaleras para aposentarse en la habitación matrimonial. Y quizás su receta de rejuvenecimiento ya no daba resultados, porque don Baltazar iba perdiendo su robusta estampa de viejo león. De repente, sus camisas mostraban cuellos demasiado grandes y la melena blanca, que parecía plata pulida, se resecaba como estopa. Los ojos perdían brillo, arrastraba los pies. Se parecía cada vez mas a un viejo león real. Sólo faltaba una mosca comiéndose los jugos espesos de sus ojos apagados. Dejó de visitar a su hijo, el vegetal del piso de arriba, que quedó totalmente a cargo de la enfermera, como desde luego, siempre estuvo. Nuestras visitas al médico fueron cada vez más frecuentes, y de pronto, ya no fueron más visitas al médico, sino visitas del médico, porque don Baltazar ya no tenía ánimos para levantarse. Un día, después que el médico le acribillara las nalgas con inyecciones y se fuera, me llamó junto a su lecho.

     -Falta poco -dijo.

     -No diga tonterías -le contesté, consciente de que quien decía una tontería era yo.

     -Trae mi llavero -ordenó.

     Lo busqué en el bolsillo del saco y lo encontré. Se lo entregué y eligió una llave corta, dorada.

     -Es del quinto cajón de la izquierda, en mi escritorio -me dijo, y agregó-: traeme una carpeta de tapa azul.

     Encontré en el sitio donde me indicara la carpeta con tapa azul, atada con una cinta de seda, en cuyo nudo había un sello de lacre. El eterno sentido dramático de don Baltazar. Se lo llevé. Rompió el sello. Me miró.

     -Levanta la mano derecha -me ordenó.

     -¿Qué objeto...?

     -Vas a jurar por la salvación de tu alma.

     Levanté la mano derecha. Y no me sentí emocionado, sino tonto. Aquella solemnidad no me llegaba. Perdónenme, pero me sabía más a comedia. Y decadente.

     -Repite conmigo.

     Repetí con él:

     -Juro por la salvación de mi alma que cumpliré honestamente, con buena voluntad, compasión, prudencia y gratitud todas las obligaciones que desde hoy asumo ante la Ley, ante mi conciencia y ante Dios, en la proximidad de la muerte de mi amigo y protector, don Baltazar Valenzuela.

     Cuando mi voz se apagó como un eco del suyo, me miró a los ojos, a través de ellos, se asomó a mi alma, y me dijo:

     -Si así no fuera, que te pudras en el Infierno.

     Le quise aclarar que en el Infierno nadie se pudre, sino arde, y que además, se había olvidado de la Biblia, pero lo pensé mejor y callé. Ese era su momento, de desesperación y de esperanza al mismo tiempo, la única fórmula para la tranquilidad de su pobre espíritu. El último gesto de amor por el hijo que estuvo a punto de ser abogado y ahora era apenas una cosa repugnante allá en su cama. Si quería solemnidad, la tendría. Y ponía yo cara solemne.

     Abrió la carpeta, y allí estaba todo. Un diagnóstico médico firmado por una constelación de doctores y conformado por dos escribanos, en el cual se declaraba a Inocencio Valenzuela, su hijo, incapacitado físico y mentalmente en un ciento por ciento. Un documento judicial, acta o sentencia, firmado por un Juez, con el ante mí de un Secretario, y por las dudas, pienso yo, con un «se tomó nota» o algo así de la Corte Suprema, declarando igualmente al tal Inocencio Valenzuela incapacitado legal y jurídicamente en la misma proporción, y finalmente, copia del testamento de don Baltazar Valenzuela, cuyo original estaba depositado en la Escribanía de Sotero Gauto (el de los préstamos) y que debía abrirse el día de su muerte y ser sometido al proceso de la sucesión. Dicha copia decía que el testador designaba en vida y en pleno uso de sus facultades administrador de todos los bienes a don Carlos Salcedo, que debía cuidar del bienestar, tratamientos médicos, y de todo lo necesario para que el incapacitado Inocencio Valenzuela no pasara angustias ni daños ni peligros, y en su caso, recibir los tratamientos médicos que «los futuros adelantos de la ciencia» recomendaran para su restablecimiento parcial o total. Además, que si tal restablecimiento se produjera hasta el punto de que los médicos y los jueces lo declararan capacitado para responsabilizarse del manejo de los bienes, Carlos Salcedo se inhibiría de dichas responsabilidades y recibiría como honorario la quinta parte de los bienes según inventario. Que en caso contrario, falleciera Inocencio Valenzuela, y su muerte fuera atribuida por no menos de tres médicos a causas naturales (¡viejo león desconfiado!) toda la herencia pasaría a constituir patrimonio de Carlos Salcedo, en calidad de honorarios por los servicios prestados a Inocencio Valenzuela. Finalmente que por el papel de Administrador que se atribuía a Carlos Salcedo, le fijaba un sueldo más que decoroso, pero no se le autorizaba a realizar operación alguna, salvo aquellos necesarios al sostenimiento de la casa, los pagos de impuestos y los honorarios médicos, que no fueran autorizados por el Dr. Nemesio Gauto-Abogado, y por el escribano Sotero Gauto, que también recibían generosas asignaciones... mientras Inocencio durara. Otrosí digo: en el caso de que yo heredara tras la muerte de Inocencio, los hermanos Gauto recibirían una octava parte del total, como honorarios. Si yo muriera, o quedara imposibilitado mental o descalificado legalmente de recibir y administrar el caudal, todo pasaría a manos de los hermanos Gauto, que se ocuparían de mi bienestar, del mismo modo que yo me ocupara del de Inocencio. O sea, agrego yo, que la alternativa única para mí era seguir con el negocio de la usura, con la celosa vigilancia de aquellos dos asociados. «No voy, me conducen», le había escrito a mi madre en aquella carta que nunca fue remitida.

     Por lo menos, hasta que Inocencio muriera, carajo de vida que me tocaba vivir. Vivir esperando que otros mueran. Carlos Salcedo -me dije-, ya puedes alzar el vuelo e ir a posarte junto a tus negros y picudos compañeros, allá en ese árbol seco donde esperan con paciencia la muerte de la vaca abandonada por el tropero.

     Terminamos de examinar aquellos documentos. Don Baltazar me miró.

     -¿Tienes algo que decir? -inquirió.

     -Todo correcto, don Baltazar -le respondí.

     -Es lo que esperaba que dijeras.

     Desde luego, para eso fui amaestrado, le repliqué mentalmente.

     Un mes y medio después, don Baltazar murió. Y en una forma que sublimaba su indeclinable propensión a lo dramático, pues apenas el médico le cerraba los ojos y tapaba piadosamente con una sábana su cara crispada por un último intento de rugir una recomendación final y se oían los quedos sollozos de Celina y de la servidumbre congregada en la puerta, sonaban las doce campanadas de un 31 de Diciembre, y atronaba la noche el alegre estallido de cohetes y petardos.

     Año nuevo, vida nueva.


- XXII -

     Han pasado dos años más, y vuelvo a rescatar mis apuntes para continuarlos, desde aquel momento en que subí a la habitación de Inocencio.

     -Muérete -le susurraba yo, y el vegetal me miraba con sus ojos vacíos, atraído sólo por el sonido de mi voz.

     -Muérete -y gorjeaba como un bebé monstruoso (44) y gris. Entonces, me acercaba venciendo aquel repugnante olor a derrota que exhalaba todo él, y le gritaba al oído, queriendo que mi voz fuera como una trompeta de Jericó que derribara sus obscuras murallas y llegara a su conciencia como un mandato terminante y final:

     -¡Muérete!

     Y entonces entró Celina y me miró con espanto.

     -¿Qué le estás diciendo?

     -Que se muera.

     -¡Jesús, María y José!

     Salió corriendo. La llamé. No volvió.

     Yo sabía que no volvería. Antiguos moldes se estaban rompiendo. Paciencia. Los moldes se hacen siempre de materiales quebradizos.

     No sé cuándo empezó. Podría ser cuando me recibí en la Facultad y para el acto de colación invité a mis padres, y no invité a Celina, pero concurrió lo mismo, acompañado por el eterno Sócrates. Cuando los vi de pie contra la pared, sin atreverse a ocupar unas sillas, no le di mucha importancia a la impertinencia. Después de todo, aquel título era también la culminación de su lucha. Merecían satisfacción. Me puse en lugar de ellos y traté de sentirme elemental como ellos y asumir aquel cúmulo inexpresable de sentimientos de júbilo que debía agitarse en sus corazones ante el sorprendente, maravilloso descubrimiento de que así como eran, gente baja, gente del bajo, habían puesto mucho de sí para ayudar a levantar a pulso a un ser humano, e izarlo en aquella tarima para ponerse en la testa una toga y recibir un diploma de doctor. Traté de ser justo con ellos, y me hice la promesa de que no les faltaría nunca nada. Siempre que ocuparan su lugar.

     Siempre que ocuparan su lugar. Esto puede parecer duro. Pero yo no inventé el mundo ni establecí escalones, selectividades ni prioridades. Por supuesto, nunca olvidaría todo lo que debía a aquella estrafalaria pareja, que reconocía me había conducido por un camino de salvación hasta que don Baltazar tomó la bandera como un corredor de postas, pero no podía olvidar que ese camino alumbrado por la generosidad primaria de Celina y de Sócrates estuvo también sembrado de mi resentimiento y mi vergüenza. «Currículum del Dr. Carlos Salcedo: llegó a Asunción con su diploma de Bachiller. Cayó enfermo y fue salvado por una ramera y un deficiente mental, quienes le estimularon a estudiar y a ingresar en la Universidad, recibiendo de la primera decisivo apoyo económico». Por cierto, aquello debía borrarse para siempre.

     Tengo conciencia de que en este largo relato me estoy metiendo en un terreno de contradicciones. Que se justifican. No estoy componiendo una sinfonía ni estoy escribiendo un poema. Estoy relatando mi vida. O la vida, que está hecha de contradicciones, de tal manera que si se dice con razón que el hombre es hijo de su circunstancia, nadie ha dicho que la circunstancia es la más caprichosa de las madres, porque cuando ella cambia, el hijo debe cambiar, o queda marginado. Además, la historia de un hombre no es historia de su vida, sino la historia de sus vidas. De a una por vez, y todas, respuestas a situaciones que nunca son iguales, que hacen que estemos en permanente proceso de adaptación a nuevos requerimientos. Sobre el punto, creo que lo que diferencia a la inteligencia del instinto es que la inteligencia conlleva libertad de elección. El perro elige un amo y vive y muere a su sombra. El hombre no elige a ninguno pero menea el rabo a todos, mientras le sean útiles. Lo malo es que nunca sabremos si cuando meneamos el rabo, lo hacemos con sinceridad absoluta.

     En aquel acto de colación también estaban mis padres, sentados en segunda fila. Mi madre resplandecía de orgullo y mi padre tenía la cara aburrida de quien espera que todo termine para marcharse a casa y despojarse del insoportable zapato y de la asfixiante corbata. Nunca sabré si enviarles el viejo Dodge (mis cancerberos no habían creído necesario ni justificado comprar un auto nuevo) con chofer contratado para la ocasión que los trajera a la ciudad fue un acto de amor o un gesto de insolencia, pero allí estaban. Mi padre para que les comentara a mis hermanos cómo fue la ceremonia, y mi madre para pavonearse por todo el pueblo con una descripción más colorida y entusiasta que la que haría mi padre.

     Algunos compañeros de promoción, con gesto teatral, descendían de la tarima e iban a depositar sus diplomas en el regazo de sus madres. Tal vez tuvieran sus razones para hacerlo, pero cuando yo recibí aquel cilindro atado con una cinta multicolor, lo apreté contra mi pecho. Era simplemente mío. No correspondía al regazo de nadie, y cuando recibí el beso de mi madre y el ceremonioso abrazo de mi padre, lo tenía allí contra mi pecho, mío, fruto de mi duro trajinar por la desesperación, la renuncia, el sacrificio y la vergüenza.

     En aquella ocasión, cuando la gente empezaba a disgregarse, mi madre me preguntó donde sería la fiesta. Le contesté que la fiesta acababa de terminar y no habría otra. Noté el contento en la cara de mi viejo y la decepción en la de mi vieja, que hubiera querido pavonearse entre la gente de la Capital y hacer notar discretamente que el Dr. Carlos Salcedo, el agasajado, era su hijo. Pero se resignó cuando le dije que el auto les esperaba afuera y en cuatro horas podían estar en casa. Se fueron agitando las manos hasta que el vehículo dobló en la primera esquina. De pie en la acera, con mi diploma en la mano, alcé la vista y vi a Celina y a Sócrates en la otra acera. Estaban en actitud de espera, pensando que de acuerdo al antiguo molde, yo debía cruzar la calzada y permitir que Celina acariciara aquella cartulina milagrosa. Pero repito, los antiguos moldes se rompen -o deben romperse-, y agité las manos con un saludo y trepé al automóvil de un compañero que se ofreció a llevarme. Desde el automóvil, los volví a saludar.

     -¿Quiénes son? -preguntó mi compañero.

     -De casa. De la servidumbre -contesté.


- XXIII -

     Ahora que recuerdo, hasta aquel día de la colación, nuestra vida había seguido una rutina más o menos monótona. El negocio continuaba, totalmente manejado por los hermanos Gauto. Yo me limitaba a firmar documentos y cheques, de ir asentando cifras en el cuaderno de contabilidad, y de vez en cuando, abriendo el último cajón de la izquierda para guardar un nuevo título de propiedad que pasaba a engrosar la fortuna de mi administrado. En algún momento hice un rápido balance y comprobé lo que ya sabía. Que don Baltazar murió rico. Y que los caudales crecían. El único cambio que introduje fue despedir al viejo jardinero y asignar a Celina el sueldo, para sus gastos, dinero que creo pasaba automáticamente a los bolsillos de Sócrates, o por lo menos, gran parte de él. Todos los jueves, iba a buscar en el automóvil al médico que controlaba a Inocencio, y me quedaba a contemplar la repetición de lo mismo, es decir, el médico que con gesto aburrido auscultaba al enfermo, susurraba algo con la enfermera permanente, que vivía en la casa, como se supondrá, cerraba el maletín y se iba. En cierta ocasión, le acompañé basta la salida, y allí le planteé una cuestión.

     -Doctor, la última voluntad de don Baltazar expresa que se recurra a cualquier adelanto médico que surja para la recuperación de su hijo.

     -Lo sé -me contestó, y continuó-: pero para recuperar a ese pobre hombre hace falta más un milagro que un adelanto médico. Lo que tiene no es una enfermedad, es una mutilación total, irreversible.

     Lo malo de hablar con los médicos es que andan tan frecuentemente por los límites de la esperanza y del sufrimiento, que aprenden a leer el pensamiento de la gente, o por lo menos a anticipar reacciones. De modo que cuando clavó en mí su mirada clara e inteligente y me disparó: ¿alguna otra pregunta?, me estaba dando a entender que tenía vía libre para hacerla, aunque fuera cruda. Sin embargo, a pesar de sentirme desnudado por aquella mirada penetrante, logré sostener en pie cierta dosis de hipocresía social...

     -No sé a qué se refiere -le dije.

     Sonrió. Con esa sonrisa de «no nos jodamos» del que sabe que el otro sabe que él sabe.

     -Lo que Ud. quiere saber es cuánto tiempo más durará el enfermo antes de reventar -me dijo.

     -Sí -le confesé-, pero mis motivos...

     -Ya los conozco -me cortó.

     -Usted parece saberlo todo.

     -Eso parece. Pero no se preocupe, no antagonicemos.

     -¿Antagonizar?

     -Yo tengo la obligación de mantenerlo con vida. Ud quiere que se muera. Dejemos que Dios decida. O el Diablo, lo mismo da. Pero comprenda una cosa: yo cumpliré mi deber hasta el límite.

     -Le felicito, y le agradezco su sinceridad -le contesté-, pero me gustaría que me ilustrara sobre algunos puntos, puramente teóricos...

     -Ya sé. Ud. me pide un cálculo de probabilidades de vida que tiene mi paciente.

     -Digámosle así.

     -No hay otra manera de decirlo, hombre. Bien, a lo que quiere saber: un hombre postrado en cama, incapaz de moverse, que no se atrofia totalmente porque esa mula de enfermera es experta en masajes, y los hace a conciencia, está expuesto a muchas complicaciones, generalmente pulmonares, que casi siempre resultan fatales. Pulmonía, neumonía... ¡adiós! Su probabilidad de vivir está en relación directa con la responsabilidad de la enfermera, su vigilancia, su cuidado, su celo y hasta su instinto para detectar síntomas... y llamarme.

     -Buenas tarde.

     Se marchó abruptamente, con cierta descortesía, pero si su intención fue la de hacerme ver que me conocía, lo había logrado. Y si fuera darse a conocer, también lo había logrado.

     Aquella conversación tuvo lugar unas semanas antes de la colación en la Facultad, y hasta entonces -repito- la vida había seguido una rutina bastante llevadera. Almorzábamos y cenábamos con Celina, y cada vez más frecuentemente con Sócrates, en la cocina. Cuando terminábamos, Celina subía a vigilar al enfermo, y la enfermera bajaba a la cocina a alimentarse a su vez. Ya parecíamos incrustados en la costumbre, cuando produje el gran cambio, exactamente el día en que regresaba a casa convertido en flamante Doctor en Ciencias Económicas. Ordené a la cocinera que, en adelante, se me sirviera la cena y el almuerzo en el salón-comedor, dicho lo cual, subí a mi pieza, cambié mi traje por otro más liviano, me puse corbata y saco, liberé mis pies de los zapatos y me puse en ellos una cómoda pantufla. Exactamente como don Baltazar.

     Cuando bajé a cenar, la cocinera había dispuesto la mesa del comedor, con tres cubiertos, suponiendo que Celina y Sócrates, que ya habían regresado, serían parte de mi desplazamiento hacia el comedor principal. Traté de corregir aquello de la manera más discreta posible, pero el daño ya estaba hecho, porque la cocinera ya había anunciado a Celina la mudanza, e incluso, le había pedido que la ayudara con los cubiertos.

     Ahora o nunca -me dije, y no vacilé mucho. Llamé a la cocinera y le dije que retirara dos cubiertos, que en adelante Celina y su invitado seguirían en la cocina. No le dije, pero se lo hice pensar, que el Dr. Carlos Salcedo almorzaría y cenaría en adelante, como el Dr. Carlos Salcedo.

     En alguna parte había leído que existen la explosión y la implosión. Explosión, energía liberada locamente para afuera. Implosión, energía furiosamente atraída hacia el centro. Pues bien, la reacción de Celina fue implosión. Si sintió pena, furia, odio, resentimiento, se los tragó íntegros, los cubrió con un manto de torvo silencio, e hizo de su rostro una máscara tan rígida, que si se sintió humillada y herida, no lo demostró en absoluto.

     Lo que sí demostró fue silencioso orgullo, pues mientras yo cenaba, la vi dirigirse tiesa, erguida, obviamente sin cenar, al piso de arriba para relevar a la enfermera y permitir que ella sí bajara a comer algo en la cocina. Al mismo tiempo, por la ventana, vi a Sócrates que se marchaba masticando un enorme sandwich y seguramente sin comprender muy bien lo que pasaba.

     Una semana después, ocurría aquel episodio en que Celina me sorprendía gritándole al oído a Inocencio que por favor se muriera.


- XXIV -

     Los acontecimientos evolucionaron aún más, cuando una tarde se produjo la visita de los hermanos Gauto, y un tercer personaje que portaba un maletín. Los recibí en la sala, donde los cuatro nos sentamos con aire solemne, yo por no saber de qué se trataba y quién era el sujeto del maletín, y ellos, por no saber por dónde empezar. Ofrecí bebidas y las rechazaron cortésmente. Por fin, habló el Escribano Gauto.

     -Doctor -me dijo-, espero que no atribuya a ninguna falta de confianza esta visita.

     Lo miré sin comprender, porque no comprendía.

     -Es que nos hemos permitido traer con nosotros un médico -explicó el Abogado Gauto-. El doctor Sosa, aquí presente.

     El Dr. Sosa me hizo una leve inclinación de cabeza. Yo le hice otra leve inclinación de cabeza.

     -No alcanzo a comprender donde entra la confianza o la desconfianza en esta visita -dije.

     -Se trata de que el Dr. Sosa examine al enfermo.

     -¿Para qué? Ya tiene uno, y a satisfacción de don Baltazar, y a la de Uds. -repliqué.

     -Correcto -dijo el Escribano.

     -Pero lo que abunda no daña -agregó el Abogado, con la risa más falsa del mundo, a la que no acompañó ni su hermano. Hablaban a dúo, pero no tenían el sentido del humor a dúo.

     Perspicaz, o paranoico, como prefieran, noté en todo lo que estaba sucediendo una nota falsa. Una convicción que se abría paso. El objetivo NO era enterarse de lo bien o mal atendido que estaba el enfermo. Era otro. ¿Cuál? Decidí dejarlo correr. A alguna parte conduciría.

     -No me opongo en absoluto -dije, adoptando incluso un aire de honestidad herida, oportuno para el caso.

     Me levanté para acompañarles.

     -Me atrevería a pedirle que no esté presente -solicitó el Abogado.

     Acentué mi gesto de moralidad ofendida, y me senté, haciendo con las manos un elegante gesto que quería decir: Tenéis abierto el camino. Marchad.

     Los tres subieron la escalera, y yo quedé allí, sentado, cavilando sobre qué demonios se traían entre manos los dos hermanos leguleyos y su agregado médico. Tardaron aproximadamente una hora arriba. Cuando por fin bajaron, el médico se acercó a mí, murmuró algo así como un placer, me dio la mano y se fue. Los Gauto se quedaron, en obvia espera de que les invitara a sentarse. Los invité porque la cuestión me estaba resultando sumamente curiosa.

     -Ahora sí le aceptaríamos una copita -dijo el abogado Gauto.

     Serví una ronda de whisky (45). Y los miré. Es increíble como ayuda un vaso de whisky (46) en la mano cuando se tiene algo que decir y se está acopiando ánimos. Los castigué con mi silencio. Recordé al Dr. Quiñónez y casi se me escapa un insolente ¿y bien?

     El Escribano miraba al Abogado como diciéndole suéltalo y el Abogado miraba al Escribano como diciendo tomémonos tiempo. Mientras tanto, yo me daba tiempo para estudiar aquella curiosa pareja de hermanos, insólita alianza de dos seres unidos por la sangre y por el oficio. El uno que daba dinero y el otro que cobraba, o castigaba. Imaginé a su vieja mamá, si aún vivía, arrastrando zapatillas y murmurando orgullosa que sus hijos son unos modelos de hermanos. Finalmente, el Abogado soltó prenda.

     -Presumo que podemos hablar francamente -dijo, que es como decir nada.

     -¿Y bien? -no pude resistir la tentación.

     -No es muy fácil de expresarlo -continuó.

     -Tratándose de un enfermo... -le animé.

     -No se trata del enfermo -manifestó.

     -Se trata de Ud. -agregó el hermano Escribano.

     Me tomaron de sorpresa. Habían traído a un escurridizo médico a ver al enfermo... y se trataba de mí.

     -¿Qué pasa conmigo? -atiné a preguntar.

     -No le estamos haciendo honor a su inteligencia -respondió el hermano Abogado.

     Había detectado un leve matiz cortesano, adulón, en aquella frase.

     A veces, la mente hila con la velocidad del rayo, y con la velocidad del rayo lo comprendí. El médico no había venido a controlar nada, pero sí para dar su opinión sobre una cuestión que angustiaba a los hermanos Gauto: cuánto más viviría Inocencio. Es decir, cuán cerca estaba yo de asumir plenamente la herencia. Y, es decir nuevamente, cuán cerca estaban ellos de quedar separados del negocio, y con su mísera octava parte. Y habían trazado la estrategia para quedarse pegados a mí cuando yo fuera el patrón absoluto. Cuando Inocencio muriera. Ya no me sentía buitre solitario. Ya éramos tres. Les di cuerda.

     -Si fueran un poco más claros...

     -El caso es que hemos llegado a la conclusión de que nos estábamos excediendo en nuestro celo... -dijo el Abogado, y automáticamente miré al Escribano, porque ya me estaba acostumbrando a que hablaran en dúo.

     -...y desperdiciando brillantes opciones de acrecentar los caudales que pueden surgir de su preparación académica y de su inteligencia -agregó pomposamente el Escribano.

     Un buen romance -pensé-, están renunciando a la estricta vigilancia que hacían sobre mi administración, a la veda impuesta a toda actividad que no fuera la usuraria de costumbre, y estaban tratando de comprar mi buena voluntad futura con una mayor libertad de acción posible para mí. Oportunistas de mierda.

     -Les agradezco mucho -cebé el anzuelo-, pero por más ideas brillantes que la pueda tener, hace falta el respaldo de un Capital operativo.

     Mordieron, o mejor dicho, se disputaron la mosca, tan ansiosos estaban, y después ya todo fue fácil. Autorizarían la venta de tres propiedades (es más, ellos mismos se encargarían de hacerlo), el dinero iría a parar a una cuenta corriente que yo manejaría solo, invirtiéndolo según mi criterio en operaciones sobre las cuales se llevaría una contabilidad aparte, obligándome a hacerles una rendición de cuentas trimestral.

     -Sólo a título de formalidad, sólo a título de formalidad -se apresuró a decir el hermano Abogado.

     -Para no salirnos de los términos generales de la última voluntad de don Baltazar -agregó el hermano Escribano.

     -Correcto -dije-, queda pendiente la cuestión de las comisiones para Uds.

     -¡Por favor! -dijo el Abogado, escandalizado. Parecía genuino.

     -Digamos entonces... participación -insistí.

     -¡Ni hablar! -exclamó el hermano Escribano, compitiendo en moralidad con el otro.

     -Nos damos por satisfechos con el honor de ser sus colaboradores -remachó el hermano Abogado-; después de todo, el negocio que nuestro querido don Baltazar dejó en pie seguirá funcionando en la forma corriente... y las actividades que Ud. lleve adelante se integrarán al todo.

     -Por cierto -le tranquilicé, porque aquello sonaba un poco a pregunta.

     Y ahí terminó todo. Se fueron por fin seguramente, comentando felices de que se habían ganado mi buena  voluntad para siempre. Y yo cerré la puerta tras ellos, con la firme decisión de echarlos a puntapiés el mismo día en que enterráramos al bueno de Inocencio.

     Pobre Inocencio. Nunca sabría qué carácter, qué temperamento tendría. Qué cosas le indignarían y qué provocarían su exaltación. Y qué hubiera pensado antes de estrellarse con su automóvil, si alguien le dijera que estaría manejando el destino de tantas personas, desde la sombría profundidad de su vida sin vida.

     Unos treinta días después, se abría una cuenta corriente con mi firma como única libradora, por una suma de ocho cifras.

     En algún poema, supe alguna vez del gozo con algo de borrachera que siente el aguilucho en su primer vuelo, el salto al abismo, el terror innombrable y, de repente, la comprobación del poder y la magia de las alas que sostienen y convierten al viento en esclavo y a las distancias en regocijadas invitaciones de vida y desafío.

     Así me sentí, cuando me lancé a una vorágine de actividad después de dos o tres días de prudente reflexión sobre la naturaleza del terreno que me convenía explotar. Ya está, negocios inmobiliarios. Si existe algo que hace valioso y duradero el dinero, es la propiedad. Y especulé con dinero y propiedades, compré y vendí, invertí en eriales y loteé jardines. Pagué sucesiones muertas de cansancios tribunalicios y me quedé con la parte del León, siempre que fueran en tierras, y sobre esas tierras puse a trabajar a ingenieros y arquitectos que me edificaron barrios donde la gente menuda venía a convertir en realidad sus ilusiones de tener un envase propio, hasta con su pedacito de lirismo que se llamaba jardín y no pasaba de ser un trozo reseco de tierra muerta que el sol castigaba sin piedad.

     No quiero fatigar a nadie con la relación de los exitosos negocios que encaré, aunque sí puedo decir que la cuestión no es tan difícil como parecería. Todo consiste (47) en tener puntos de partida firmes. Conocimientos concretos. Como que hay hombres que ganan y hombres que pierden, ganadores por audacia y perdedores de nacimiento. Que el dinero da valentía y la falta de él angustia; que es mentira que la necesidad aguza el ingenio, porque lo que aguza es el miedo, y una contraparte con miedo es presa fácil; que Napoleón se quedó corto cuando dijo que todo hombre tiene su precio, pero no dijo que cuando el hombre acepta un precio por sí mismo ya barrió con sus defensas y está listo a aceptar el precio que LE pongan.

     Alguna vez, al salir de un Banco escuché que en un grupo de personas alguien susurraba algo así como que ahí va ese joven demonio. Me pareció exagerado, pero me halagó.

     ¿Joven demonio? ¿Por qué? Porque nunca nadie me tomó desprevenido ni me puso a la defensiva. Tenía mi educación académica, tenía mi francés para fanfarronear en la lengua de Molière cuando era necesario, y mi inglés para darme ese toque de hombre seguro de sí mismo, de quien le habla a un yanqui en su propio idioma, sacándole del apuro de tener que farfullar un castellano de guía de turismo.

     Nadando en piscinas de aguas templadas, rodeadas de quitasoles multicolores con gente ociosa y rica que dormitaba en reposeras y con mozos de smoking rojo, que trajinaban con bebidas heladas, hice de amigos, hice de socios e hice de cómplices, alabando en el fondo de mi corazón la sabiduría de Celina que había instruido a Sócrates que me tirara al agua, allá en un tiempo que parecía al otro lado del tiempo.

     Supe de la importancia del aprender a beber, cuando advertí que él saber beber consiste, especialmente en los negocios, en beber más que el otro pero emborracharse menos. Y aunque parezca increíble, fue el hecho de ganarle en el truco a un estanciero panzón el certificado de inteligencia que me valió el respeto del bruto, y la opción de compra de una propiedad suburbana que se disputaban los grandes pulpos del gremio.

     Cuando compré el Mercedes Sport, invité a casa a los hermanos Gauto, los llevé al garaje y les planté frente a las narices aquel airoso monstruo pulido. Se deshicieron en alabanzas. Preguntaron a cuánto corría, cuánto consumía cada cien kilómetros, se deleitaron sentándose al volante, y haciendo que la capota automática subiera y bajara. Fue el Escribano el que llegó al colmo de servilismo de extraer su inmaculado pañuelo y limpiar una manchita de la brillante carrocería. Hijo de...

     Quizás fue en la noche de aquel mismo día que fui a la cocina a buscar hielo, y encontré a Celina.

     -Hola, Celina.

     -Hola.

     -¿Te cuento un chiste?

     -Si querés.

     -Me llamaron joven demonio.

     -¿Si?

     -¿Lo soy?

     -No sé.

     ¿Desde cuándo tan hermética? ¿y por qué? Decidí tocar puntos sensibles.

     -Debes saberlo. ¿No sos más mi madre?

     -Creciste. Y cuando los hijos crecen, se van.

     -¿Me fui yo?

     -Sí. Te fuiste. Ahora somos como dos extraños. Así debe ser.

     -Pero vives en mi casa. Entonces no somos dos extraños.

     -No es tu casa.

     -¿Cómo?

     -Es la casa de Inocencio.

     Me quedé helado. ¿Otro parto simbólico? ¿No se agotaría nunca ese loco manantial de obsesiones maternales de la pobre mujer?

     -¿Inocencio es como tu hijo, acaso?

     -No sé. Pero necesita de una madre.

     -¡Qué locura!

     -Cuando vos me necesitaste no fue locura, porque también te necesitaba a vos.

     -¿Y ahora le necesitás a él, Celina?

     -Sí, porque le cuido y me siento como quiero ser. Me hallo cuando soy como quiero ser.

     Me hallo. Misteriosa síntesis de la plenitud que los paraguayos encontramos en una corrupción feliz del idioma. Me hallo, que equivale a ser feliz. Y a encontrarse consigo mismo.

     Más tarde, muy tarde ya, llamé a mi oficina a la enfermera. Apareció arrastrando sus zapatillas y con la cabeza llena de ruleros. Me pregunté qué clase de almohada usaría para dormir con todo eso.

     -Siéntese -le dije, y ella se sentó, mirándome en silencio-. ¿Cómo anda nuestro enfermo?

     -Como siempre, doctor.

     -¿Difícil cuidarlo?

     -Es mi oficio, doctor.

     -¿Celina ayuda?

     -Es una santa, doctor.

     -¡Vaya!, cuénteme.

     -Bueno, doctor. Antes tenía mi día libre y no podía o no quería salir. Ahora me voy tranquila porque le cuida Celina.

     -¡Pero ella no sabe cuidar enfermos!

     -No es un enfermo, es un bebé.

     -¿Están locas las dos?

     No se le movió un rulero.

     -Quiero decir, doctor, que cuidarlo es lo mismo que cuidar un bebé. Y Celina... es como si gozara cuando lo hace.

     ¡Claro que gozaba!

     -¿Quiere decir que... le quiere al be... a Inocencio?

     -¡Es una santa!

     -¡Ya dijo eso!

     -Perdone, doctor. Pero si es una mujer es una santa, es una santa. Hasta Inocencio lo siente.

     -¿Siente?, ¿dijo «siente»?

     Resplandecía ahora de alegría. Después de todo, también a ella le correspondía el mérito si alguna luz brillaba en el obscuro pozo de la conciencia de Inocencio.

     -Le conoce a Celina. Cuando la ve, está más contento.

     -¿Qué hace?

     -Nada.

     -¿Cómo nada? ¿Ríe, patalea, hace gluglú?

     Me miró con reproche, y sólo entonces me di cuenta de que había una gratuita ira en mi voz.

     -¿Está despierto? -le pregunté entonces.

     -Sí. Duerme muy tarde.

     -Quiero verlo. Y a Celina.

     Me levanté.

     -¡Ella ya habrá dormido!

     -Despiértela.

     Fue a despertar a Celina y yo subí las escaleras hacia la habitación de Inocencio. Al entrar me salió al encuentro el odiado olor a muerte en vida. Un velador de luz tenue estaba encendido en la mesita de luz, sin llegar a alumbrar la astrosa cama de la enfermera, que permanecía en las sombras. Me acerqué al pobre hombre. Tenía los ojos abiertos. Giró hacia mi rostro su mirada, pero había en ella tanta vida como en las arenas del desierto. Oí que se abría la puerta y la voz de Celina que preguntaba con angustia:

     -¿Qué le pasa a Inocencio?

     De la garganta del inválido surgió un gorgoteo. Miré sus ojos. El desierto había florecido. Oía y reconocía la voz de Celina, y esa voz conjuraba una chispa de vida que brillaba en los ojos de Inocencio. Celina pasó a mi lado como un rayo, se sentó en la cama y levantó y acunó en su regazo al tullido, inmenso, desmadejado bebé, que gorgoteaba feliz.

     Miré aquella parodia de maternidad monstruosa a la luz espectral del velador. Y me pareció horrible. Pero más horrible fue para mí al final la mirada que me dirigía Celina, cargada de miedo, de ese desesperado miedo de las madres humanas o bestiales, pero miedo, miedo elemental de perder la cría en las fauces del depredador. «Ahí va ese joven demonio». ¿Quién y cuándo lo había dicho?

     Bajé a mi despacho y llamé por teléfono al médico. Me dijeron que estaba durmiendo. Ordené irritado que lo despertaran, y poco después me atendía con un hola todavía pegoteado de modorra.

     -Doctor, disculpe la hora, pero parece que ha sucedido algo nuevo.

     -¿A qué se refiere?

     -A Inocencio. Ya no es un vegetal.

     -¿Qué dice?

     -Siente.

     -¿Siente qué?

     -¡Qué sé yo! Afectos, placer, contento.

     -¿Y qué?

     -Quiero saber si es progresivo.

     -Ah, ya. Cuénteme de nuevo.

     Le conté lo mejor que pude y con lujo de detalle la clara reacción emocional de Inocencio ante la presencia de Celina. Terminé, y al otro lado de la línea sólo había silencio. Pensé que el maldito se había dormido.

     -¡Doctor! ¿Me escuchó?

     -Sí, y medito.

     -¿No podría meditar en voz alta?

     -Vea, amigo -me dijo-, el cerebro es algo tan complejo que los médicos no sabemos sobre él ni el diez por ciento de lo que debemos saber. Y me refiero a un cerebro normal.

     -¿Qué quiere decir?

     -¿Cómo demonios voy a saber nada de un cerebro que se desparramó sobre el tapizado de un automóvil y fue devuelto a puñados dentro de su caja abierta?

     -Ud. exagera, doctor.

     -Un poquito. Es para que se dé una idea de lo imposible que me resulta responder a su angustiada consulta nocturna. Ud. dice que Inocencio tiene emociones. ¿Y qué? Que le produjo la cercanía de una hembrota que huele y exuda (48) sentimientos maternales. Mire, amigo, soy médico, no brujo, ni mago, pero soy humilde, y le digo no sé. De suerte que puedo perder mi tiempo teorizando con la misma ignorancia que Ud. ¿Qué tal si nos pasamos la noche discutiendo sobre dónde, en qué rincón ignoto se refugió el alma de Inocencio, suponiendo que tal cosa exista? ¿Qué me dice de eso del valor terapéutico de la fe? ¿Y no puede ser también de valor terapéutico el amor, el torrencial amor de esa mujerona que Ud. me describe como una madre obsesiva? ¿Sabe Ud. algo de los santos eremitas esqueléticos y sucios que al morir olían a santidad, es decir a perfume de rosas? ¿Y qué me dice de las santas que murieron y no se pudrieron nunca? ¿Sabe Ud. algo de todo eso?

     -Claro que no.

     -¿Y cómo carajo quiere que yo lo sepa?

     Click. Cortó. Todavía boquiabierto por su caudaloso y soñoliento discurso, sostuve largo tiempo el tubo contra la oreja.

     Cuando lo deposité en la horquilla, vi a Celina en la puerta, y supe que hacía bastante tiempo que estaba allí. Había escuchado todo hasta mi descripción de su obsesión maternal.

     -¿Qué te dijo el doctor? -me preguntó.

     -No fue muy claro, Celina.

     -¿Cree que se va a curar?

     -No sabe.

     -¿No es doctor acaso?

     -Los doctores no lo saben todo -le expliqué con paciencia.

     Con cauta paciencia.

     -¿No me estás mintiendo?

     -¿Y por qué habría de mentirte?

     -Querés que se muera. Le gritaste en el oído que se muera.

     Me levanté, reprimiendo las ganas de golpearla.

     Controlé la voz.

     -Celina. ¿Quieres seguir viviendo en esta casa?

     -Necesito...

     -Muy bien. Entonces te vas a olvidar para siempre de lo que viste.

     -Me voy a callar, sí. Olvidar no puedo.

     -Con un poco de amor se puede, Celina. Amor por mí.

     -Ya no te tengo amor.

     -¿No?

     -Te tengo miedo. Por él.

     Se volvió y salió cerrando suavemente la puerta. «Ahí va ese joven demonio». ¿Por qué lo recordaba a cada instante?


- XXV -

     Iba a escribir que «felizmente» y lo taché. El caso es que el destello de vida que detonó Celina en Inocencio no pasó de aquella lucecita en los ojos y en el sutil cambio de tono de sus berridos. Pero como yo necesitaba seguridad, forcé al médico, ayudado por los hermanos Gauto, a convocar a una consulta médica. Los tres, los Gauto y yo, en la debida pose de quienes se preocupan formalmente por la salud y el bienestar de nuestro protegido. Los cuatro doctores revisaron, palparon, auscultaron, pincharon nervios, músculos, buscaron reflejos, analizaron, discutieron, pidieron nuevas radiografías (49), iluminaban con potentes linternitas las (50) profundidades de los ojos del inválido, discutieron mucho, llegaron a un informe final: no veían perspectivas de recuperación alguna. Se cobraron la noticia pasando una cuenta fabulosa.

     Traté de olvidarme de todo ello y lo logré a medias, porque no podía quitarme de encima la sensación de que Celina me había visto desnudo. Y que Celina sabía de mí más que nadie en el mundo. Era como llevar una cruz, y sentir su peso.

     Volví a mis actividades con mayor brío que nunca, y una mañana, cuando terminaba de desayunar con unos inversionistas suizos en el Hotel de Itá Enramada, y me despedía de ellos, me llamó la atención el esfuerzo que hacían dos caballeros por entenderse, apoyados en el mostrador del Bar inmediato al comedor. Uno de ellos, un anciano, trataba infructuosamente de hacerse entender en inglés al otro, obviamente yanqui o europeo, grandote y atento, que inclinaba cortésmente el oído hacia su interlocutor tratando de captar el significado de lo que éste farfullaba. Parecía el gringo grandote a aquel perro de la Víctor que escucha atentamente en el cornetín de un viejo gramófono. Me acerqué discretamente y pedí un jugo de naranja. Capté lo que el anciano quería decir al extranjero, me volví al primero, le dije me permite señor y traduje al otro lo que pretendía decir el anciano.

     -El caballero -le dije al perro de la Victrola en inglés- le está diciendo que la cita con el señor Director Ejecutivo es mañana a las 11 de la mañana.

     -¡Ouuuu! -dijo el extranjero.

     -Y que le enviaré el automóvil a las 10.30 -agregó feliz el anciano.

     Lo traduje.

     -¡Ouuuu! -volvió a expresar su contento el gringo.

     -Y que por favor, no se olvide de las carpetas con los currículums -me siguió utilizando mi compatriota.

     Volví a traducir. Y el otro dijo otra vez ouuuu y me pidió que le dijera al distinguido amigo que mucho le honraría si aceptara cenar con él, en el Hotel, esa noche. Se lo dije al hispano parlante y este me pidió que dijera a su inapreciable amigo que le ponía en difícil situación, porque era él quien quería invitarle a cenar en su residencia, y que cometiendo un imperdonable desliz había dado por supuesto que aceptaría y todo estaba dispuesto.

     Se lo traduje al angloparlante, que dijo que se sentiría sumamente honrado en acudir a la invitación, y preguntaba a su anfitrión si no cometía una indiscreción si sugería que se extendiera la invitación a este simpático joven que les había sacado de apuros y que (je je je je) podía serle de suma utilidad para pedir la sal o formular un brindis. Gracioso como un pistón, el grandote.

     Traduje al castellano para beneficio de mi compatriota, y sonreí con el debido rubor en la parte en que se sugería que se me invitara.

     Acuerdo completo. El chofer del anciano vendría a las 21.00 a buscar al extranjero. Este se despidió y subió a sus habitaciones, porque quería echar un vistazo a las carpetas o algo por el estilo, y además debía hacer varias llamadas a Miami.

     Nos quedamos solos con mi viejo compatriota, y sólo entonces me fijé en él. No era un viejo león. Y esto de encontrar símiles zoológicos a los seres humanos resulta bastante útil. Cuestión de probar. Este era un viejo halcón, todo él afiliado y afinado. Su cara irradiaba inteligencia. Su ropa prestancia y perfume a caro. Su cara arrugada y sus cabellos color acero parecían mal colocados sobre un cuerpo que daba la sensación de juventud.

     Viejo fanático de la gimnasia, lo catalogué. Y no me equivoqué.

     -Ha sido muy gentil de su parte -dijo.

     -Fue un placer, señor -le respondí, pensando en lo que es capaz de educar a la gente el olor del dinero.

     -Hablando de placeres, joven, no tengo el de conocerlo.

     -Carlos Salcedo, servidor.

     -¿A qué se dedica?

     -Soy economista, señor. Y mi trabajo es independiente. Pequeños negocios inmobiliarios.

     -¡Muy bien, muy bien! -se repitió, con el placer del viejo halcón mirando a un prometedor joven halcón, garantía de la perpetuación de la especie.

     Después dijo que debía marcharse, y extrajo la billetera, y de la billetera una tarjeta personal en relieve. Me la entregó, me dijo que no faltara, que la dirección estaba en la tarjeta, y fue a sentarse al volante de un auto que tenía las líneas deportivas exactamente atenuadas como para ser manejado por un anciano de espíritu juvenil. Arrancó, aceleró y me saludó con la mano.

     Sólo entonces, observé la tarjeta. «Roque Serviliano Del Pozo. Presidente de Directorio. Imperial Sociedad por Acciones. Importaciones. Exportaciones. Marítimas». Luego figuraba su dirección particular.

     ¡...que lo parió!


- XXVI -

     Estábamos los tres en un salón de grandes dimensiones, de estilo europeo, con una inmensa chimenea donde se apilaban troncos que nunca arderían, tomando un aperitivo antes de cenar, y yo sintiéndome algo así como una pelota humana de ping-pong, traduciendo lo que decía el anfitrión para el huésped y el huésped para el anfitrión, cuando conocí a la hija de don Roque Serviliano. Una belleza, y si quienes me leen presumen que inmediatamente empecé a tejer fantasías de novela rosa, dan en (51) el blanco. Esa belleza era el medio más directo y agradable de llegar al piso once del Edificio Imperial.

     Alta, garbosa, morena, de esas que tienen grandes pechos y saben que los tienen y usan escotes atrevidos, el rostro oval bajo su negra cabellera suelta, parecía una aparición. Me la presentó el padre, pero no hubo en sus ojos nada de ese misterioso deslumbramiento que sacude a la mujer cuando por fin encuentra el hombre soñado. Nada. Me pasó la mano y yo se la estrechaba y murmuraba que mucho gusto mientras ella miraba al padre y le  decía que subía a vestirse porque vendría Ricardo a buscarla. El padre le dijo que bien y ella dejó caer mi mano y subió las escaleras con un movimiento de cinturas que era toda una sinfonía. Y si hubo alguien que estuvo tan hipnotizado como yo por aquel contoneo, era el gringo que la miraba irse y masticaba un trozo de hielo con ruido bastante desagradable.

     Poco después llegó Ricardo. Ricardo Valiente. Vicepresidente del Directorio de Imperial Sociedad por Acciones. Importaciones. Exportaciones. Representaciones. Marítimas. Lo odié inmediatamente, porque sentía que me estaba arrebatando algo, y no voy a decir que no sabía qué, porque sabía qué: un lugar en el piso once, y por añadidura, en la cama de la bella Susana del Pozo. Por lo demás, era más atlético que yo, más alto que yo, más apuesto que yo, y tenía una de esas manos que sólo tienen los aviadores y los jugadores de polo, grandota, cuadrada, áspera, dura. Y también era Economista, pero con título de Master en Berkeley, California. Poca cosa.

     Su llegada, y la espera a que se vio obligado mientras la bella se vestía, me trajo algún alivio, porque empezó a hablar animadamente en inglés con el gringo de la Victrola, Mr. Roberts realmente, sobre la caída del dólar y la prudencia de convertir en francos suizos o marcos alemanes o de invertir en oro y propiedades.

     Por fin bajó la bella, y entonces aprendí algo nuevo: que las escaleras y la mujer forman una misteriosa alianza. Cuando la mujer sube por ellas, revela todo de su poder de seducción carnal. Cuando baja, sobre todo como bajó  ella, airosa, majestuosa, parece un ángel que viene del cielo. Dijo hasta luego a papá con un beso, dedicó una generosa sonrisa al visitante y no se dio por enterada de que yo estaba ahí. Por lo demás, para terminar de amargarme la noche, Ricardo me trituró las manos al despedirse, y sonreía con malevolencia al hacerlo, como diciéndome la próxima vez no mire tanto, hijo.

     Ya llegará mi turno, papá -pensé. Pero mi turno nunca llegó, aunque entonces yo ni presentía que todo iba a terminar en fracaso, ni que esa noche empezaba la serie de acontecimientos que parecían elaborados deliberadamente para amargarme la existencia.

     Fue la cena más aburrida que recuerdo, hartándome de detener el tenedor o la cuchara a medio camino para decir a Mr. Roberts lo que le decía don Roque Serviliano y lo que le contestaba aquél a éste. Y cuando terminó y fui a casa, los dos me agradecieron efusivamente, y don Roque Serviliano me pidió mi número de teléfono para «llamarle uno de estos días». Se lo di. Lo anotó y lo perdió o lo tiró. Jamás me llamó.

     Pero no soy de los que claudican sin lucha, y como Mahoma no venía a la montaña, la montaña iría a Mahoma, es decir, decidí a hacerle una visita en su despacho del piso once a don Roque Serviliano.

     Era más difícil de lo que pensaba, y lo comprobé cuando subí al ascensor, pulsé el botón del piso once y el aparato se detuvo en el piso diez. Pensé que había equivocado el botón e insistí con el del piso once... y el ascensor me condujo velozmente, y sin parar en piso alguno, a la planta baja. Milagro de la ingeniería electrónica, aquel ascensor estaba condicionado para poner en su lugar a los impertinentes que tenían la pretensión de subir al piso once.

     Pero una dificultad así no me iría a acobardar. Abordé al portero y le expliqué que había querido subir al piso once y que el ascensor se negaba a pasar del décimo. Me explicó que «ese» ascensor no llegaba al piso once, sino «aquel otro», pero para abordarlo tenía que pasar por encima de su cadáver. Era de uso exclusivo del señor Presidente y de los visitantes que él citaba. Le dije que tenía una cita, y me pidió el nombre y se lo di, y llamó por un teléfono interno por el que habló dos minutos, colgó, me miró moviendo la cabeza como diciéndome muchachito travieso y fue a ocuparse de otra cosa.

     Pensé que un nuevo intento valía la pena. Subí de nuevo al ascensor mentiroso y llegué al piso diez. Y efectivamente, como tenía previsto, del piso diez partía una penumbrosa escalera que no podía conducirme a otra parte que al piso siguiente. Efectivamente, arribé por fin al bendito piso once, anduve por un largo pasillo y enfrenté una puerta que no necesitaba tener un letrero de «Presidencia» porque era una puerta de Presidencia, de pesada madera tallada, con un picaporte dorado y peso aproximado, entre las dos hojas, de una tonelada. Al costado, haciendo ángulo, otra puerta menos lujosa tampoco decía Secretaría, pero debía serlo, porque detrás se oía el rumor de una máquina de escribir. Golpeé discretamente, la máquina de escribir calló y abrió la puerta una dama que podía tener cualquier edad entre 30 y 60 años, tan poco humana parecía en su pulimentada imagen. No me preguntó cortésmente algo así como qué desea señor, sino agriamente:

     -¿Cómo diablos llegó hasta aquí?

     -Subiendo -quise hacerme el gracioso.

     -Entonces ya está bajando -replicó. Mente ágil, la de la mujer sin edad.

     -Es que tengo una cita.

     -Mentira. El patrón me lo hubiera anticipado.

     -Se olvidó. ¿Es humano, no?

     -Mire, joven -dijo, ella sosteniendo la puerta, yo de pie en el pasillo-, si don Roque hubiera sido de los que olvidan citas no hubiera estado donde está.

     Como había un tinte de adoración en su voz, pude encasillarla en mi catálogo de personajes arquetípicos. Vieja secretaria enamorada de su viejo patrón, sublimado amor de solterona, a mil años luz de todo toque sexual. Posiblemente el viejo patrón lo sabía y lo dejaba correr con agrado, porque le ayuda a sentirse joven, como el coche casi sport.

     -Si por lo menos tuviera la gentileza de pasarle mi tarjeta, señorita.

     Creo que lo de «señorita» despertó cierta dosis de buena voluntad. La suficiente para mirar con esforzados ojos miopes la tarjeta que yo sostenía frente a sus narices. Me miró después de leerla:

     -¿Doctor?

     -Sí.

     -¿Médico? -había un poquito de respeto en su voz.

     -Economista.

     -¡Ah! -su tono de respeto descendió unos puntos.

     -Estoy seguro de que don Roque se alegrará de verme.

     -Yo no.

     -¿Probamos?

     -¿Qué tipo de relación tiene Ud. con él?

     Le conté de los apuros que había sacado a su patrón cuando estaban atrapados con Mr. Roberts, por la barrera del idioma. Y de su invitación a cenar. Y de lo amable que fue conmigo Susanita. Y finalmente, de que don Roque Serviliano me había dicho que lo visitara en cualquier momento, sin protocolo. Parece ser que la mención de Mr. Roberts, a quien conocería, y de Susana, la hija del patrón, la convencieron. Atrapó mi tarjeta, me cerró la puerta en la cara y fue a anunciarme. No tardó ni dos minutos. Sonreí ajustándome el nudo de la corbata cuando la oí volver. Pero no me dijo pase adelante doctor. Me devolvió la tarjeta, murmuró que vuelva otro día y cerró la puerta. Vuelva otro día. Lo que se dice a un mendigo cuando no se tiene monedas.

     Bajé por la escalera al piso diez y por el ascensor hasta el piso siete. No me iría sin una satisfacción mínima, como ver a Perla. Entré sin llamar porque ahí seguía el cartelito, y no era Perla. Aunque también era elaboradamente hermosa como Perla.

     -¿Señor?

     -Perdón, buscaba a la secretaria.

     -Soy yo.

     -No. No es Ud. Perdón, quise decir que no es Ud. la persona que busco.

     -¿Trabaja aquí?

     -La última vez estaba sentada en esa misma silla.

     -¡Ah, esa! -había un matiz de desprecio en su voz, y siguió-, se refiere a Anselma, la anterior secretaria.

     -La misma -confirmé, notando que no había acertado en el nombre, pero de igual modo, Anselma también era bonito.

     -¿Qué es Ud. de ella?

     -Es mi novia. Pero ella no lo sabe aún.

     -¿Me está tomando del pelo?

     -No. ¿No oyó hablar de que los hombres tenemos la mujer de nuestros sueños? Ella es la mía.

     Me miró con esa burla que hay en los ojos de las chicas que saben todo, enfrentadas a varones que no saben nada.

     -¡De modo que anda buscando la mujer de sus sueños!

     -Anselma.

     Más burla en aquellos ojos juveniles femeninamente sabios.

     -Le daré la dirección. Pero no diga que yo se la di, ¿eh?

     Sospeché que me estaba utilizando. Bueno, yo también. Me estaba vengando en ella de toda la Firma, de todo el edificio.

     -Edificio Palmar, Departamento B. Piso cinco -informó, y yo anoté.

     -Gracias, es Ud. muy gentil.

     -¡No sabe cuánto! -y otra vez la risa, pero ya abierta. Un poquito crispada, de mujer despechada, tal vez.

     Me estaba tratando como a un chiquillo soñador. En el piso once me habían tratado como a un mendigo. Decidí mostrar que era un hombre de mundo.

     -¿Quién es él? -pregunté por el costado de la boca, como un detective.

     -¿Él? -se sorprendió.

     -Se está burlando de mí, y de mis sueños. Piensa en mí como un cornudo lírico, ¿no?

     -Bueno...

     -No terminé. Y Ud. le tiene rabia a Anselma.

     -Sí. ¡Es una perra!

     -Cuénteme, ¿quién es él?

     -¿Para qué?

     -Para hacer sufrir a los dos.

     -¿De veras? Vamos. ¿Qué tiene que ver Ud. con la firma?

     -Soy el intérprete personal de don Roque.

     -¿Y amigo de Susana?

     -Jugamos tenis todos los jueves.

     -¿Y amigo de Ricardo Valiente?

     Adiviné la razón del rencor.

     -No mucho. No me cae bien.

     -A mí tampoco -dijo.

     -Mentira -repliqué-, Ud. fue secretaria de Ricardo Valiente. Ricardo Valiente vio a Anselma, le gustó y hubo un trueque. Ud. dejó de ser secretaria del Vicepresidente y bajó aquí (52) al piso siete, y Anselma subió al piso once.

     -¡Pero no sabe todo!

     -Sí sé todo. Anselma dejó de ser secretaria porque Ricardo le puso un departamento. ¡Otra materializando su sueño, hijita!

     -¿Es Ud. un brujo?

     -Me falta un poco para recibirme.

     -¿No va a contar que yo...?

     -Soy una tumba para los secretos femeninos. Adiós.

     Esa misma noche, sin necesidad de acechar mucho, comprobé que efectivamente Anselma recibía en su coqueto departamento al afortunado Ricardo Valiente. Llegó manejando su Volvo, le puso llave en el estacionamiento y subió con todo el aire de quien piensa quedarse toda la noche. Fui a cenar a un restaurant del centro, y a la vuelta, pasé de nuevo por ahí. El Volvo todavía estaba a la espera y arriba, en la ventana que correspondía a Anselma, un tenue resplandor hablaba de un velador rosado a cuya luz se ve también todo rosado. Hombre de suerte. Por lo menos, hasta que yo sacudiera un poco la monolítica estructura de Imperial etc. -me dije, y fui a dormir.

     Es decir, fui a acostarme, porque no logré dormir. Había tropezado con una nueva experiencia. Tenía, desde luego, aprendido que el dinero abre todas las puertas, pero no las de los que tienen más dinero. Buena lección para un presuntuoso -reconocí-, pero al mismo tiempo, suficiente motivo para detonar la indignación de un hombre que, como yo, tenía la justa medida de sus grandes méritos. Recordaba que cuando niño, tenía un amigo, Sotero, hijo del Juez de Paz. Tenía pasión por los pájaros. Trataba de cazarlos vivos, pero cuando no lo lograba, los mataba con un rifle de aire comprimido. Algo de ese cazador de pájaros tenía yo: o te pliegas a mi voluntad o mueres. Claro que no iba a matar a nadie, pero no los dejaría tan orondos en su podredumbre. Joven demonio. En buena hora.

     Al otro día, no me costó nada averiguar que Susana tenía una boutique en el centro. Me extrañó un poco. Porque la heredera de aquel leviatán de once pisos no necesitaba ganarse la vida, aunque bien pudiera ser que fuera un carácter independiente y haya obligado a papá a montarle su propio negocio.

     Cuando llegué allí, comprobé que papá había sido generoso. Boutique montada a todo lujo, con estanterías repletas de artículos finos de París, de Berlín, de Barcelona. Nada de Taiwan ni de Hong Kong. Un pequeño mostrador y amplios divanes donde sentarse a conversar sobre las últimas tendencias de la moda. Cuando entré, sonaron unas delicadas varillas de cristal movidas por la puerta. El lugar estuvo desierto, pero no esperé mucho, porque se abrió una cortina que daba a misteriosas dependencias interiores y apareció Susana, abrochándose la blusa y un poquitín despeinada, casi fuera de tono en aquella capilla de la elegancia femenina. Me miró dudando y de repente recordó:

     -¡Ya! -me apuntó con el dedo como una pistola-. ¡Ud. es el intérprete de papá!

     -Oh, aquella vez fue ocasional. Soy Economista.

     -Muy bien. ¿Y a qué se dedica?

     -Negocios inmobiliarios.

     -¿Viene a venderme un lote?

     -No vengo a vender nada.

     -¡A comprar algo para su novia!

     -No tengo novia.

     -No vendo artículos masculinos.

     -Tampoco los necesito.

     -¡Entonces viene a verme a mí!

     -Exacto.

     -¿Para qué carajo?

     Fina. Fina. No era. Más bien brava. Ya apagaría yo esa bravura.

     -Pasando por alto su boca sucia, vine a hacerle un favor.

     -¡No me diga! ¿Y en qué consiste?

     -Primero. En que venero y respeto a su señor padre.

     -Yo no. Es un viejo puñetero.

     -Yo sí. Me siento obligado hacia su familia.

     -¡Yo soy su única familia!

     -Por eso digo. Lo que me preocupa y conturba, se refiere a Ud.

     -¡Vaya!, ¡consiguió ponerme curiosa! ¿Qué es?

     -La engañan.

     -¡No!

     -¡La insultan!

     -¡Jesús!

     Aquel retintín de burla no me gustaba nada.

     -Me refiero a su novio. A Ricardo Valiente.

     -¡Cuénteme! ¡Cuénteme!

     Le conté con lujo de detalles sus amoríos con Anselma. El departamento, la luz rosada. Todo. Suspiró profundamente, y creí que empezaba a derrumbarse. Me equivoqué.

     -¡Oh vida cruel! -dijo-. ¡Tan cierto es aquello de que el que las hace, las paga!

     Tono dramático totalmente falso. Sarah Bernhardt (53) interpretada por una aprendiza.

     -¿Me toma del pelo? -pregunté innecesariamente, porque estaba seguro que sí.

     -Nooo -murmuró-, me siento impelida a decirle la verdad. A Ud. generoso corazón. ¿Se lo digo?

     Miró para todos lados como buscando oídos indiscretos. Estaba gozando creyendo que yo me lo tragaba. Estaba jugando conmigo.

     -Dígame -dije, procurando encontrar la manera de jugar yo con ella.

     -¡Yo-también-le-engaño-a-Ricardo! -dejó caer.

     -¡No! -rugí.

     -¡Sí! -sollozó. Ni eso sabía fingir, la perra.

     -¿Con quién? -pregunté angustiado.

     -¡Está allí! -me señaló las misteriosas dependencias interiores, y luego, llamó-: ¡Amor!, ¡ven aquí!

     A pesar mío, me sentí realmente interesado. Por lo menos conocería al sujeto que le ponía cuernos al rotundo Ricardo Valiente. Pero no salió ningún sujeto, sino una muchachita espigada, rubia y femenina hasta la exageración. Susana la atrajo contra su pecho, le susurró algunas cositas al oído, ella se retorcía gimiendo de cosquillas deliciosas y de repente, Susana sacó una lengua larga como una espada y la muchachita otra lengua larga como otra espada y empezaron a practicar una especie de esgrima, lingual, allí, delante de mí, que no salía de mi asombro, que ellas vieron, sintieron lo ridículo que éramos mi asombro y yo, y soltaron a dúo un par de carcajadas que removieron los humus más escondidos de mi humillación. Riendo a tambor batiente, parecían dos Satanases hembras, mofándose de mi inocencia.

     Salí poco menos que a la disparada, y me detuve en la esquina. ¿Y ahora qué, señor «joven demonio»? ¿Ir a buscar a Ricardo y decirle que su novia es una puerca lesbiana? No, gracias. Podía suceder que el hombre sacara un marinero de su ropero. Me convencí que no podía contra Imperial etcétera.

     De repente, sentí la urgente necesidad de ir a reposar mi cabeza en el ancho regazo de Celina, comparado con todo lo visto, un oasis de pureza y de inocencia. Pero hasta eso ya me estaba vedado.


- XXVII -

     Han pasado casi dos años de mis últimos apuntes, y tratando de continuarlos, trato de aclarar recuerdos, por los cuales concluyo que si algún sedimento dejó en mí la frustrada aproximación al Edificio Imperial, fue en forma de feroz determinación de tener más dinero. Dinero sin límites, fluyendo en caudaloso torrente, no con la espesa seguridad con que fluían los intereses que depositaban los hermanos Gauto, ni el mísero goteo de mi negocio inmobiliario. Dinero, más dinero. Sueño, angustia, ambición, obsesión. Dinero para demostrarme y demostrar que si no tenía cabida en el Edificio Imperial, podía darme el lujo de construirme mi propio edificio. De doce pisos, por añadidura.

     Fue el principio de mi perdición. Sólo contaba con el nada despreciable Capital de los negocios inmobiliarios. Traté de convencer a los hermanos Gauto para que me otorgaran mayor libertad y más bienes que administrar sin trabas. No quisieron, no pudieron o tuvieron miedo de mi arrebatada, galopante ambición. Después de todo, estaban defendiendo la octava parte que les correspondería si yo heredara a don Baltazar, una perspectiva más segura que seguir poniendo más dinero a mi disposición. Argumenté, grité, rogué, halagué, prometí. Se mantuvieron inamovibles.

     -¡Denme una razón! -les grité.

     El Escribano no se inmutó, y me contestó con voz reflexiva.

     -Doctor. En los negocios los impulsos audaces son sanos. La fiebre y temeridad no.

     -¿Pero de dónde sacaron que yo tengo fiebre y temeridad?

     -Tiene los síntomas -aclaró el hermano Abogado, y continuó-: Ha manejado su negocio inmobiliario con inteligencia admirable. Y ha ganado más que lo justo.

     -¿Y bien?

     -Quiere ir más adelante -habló el hermano Abogado-, ya no quiere ganar. Quiere acumular.

     -Y eso ya no es inteligencia, sino pasión -contestó el hermano Escribano.

     -Y no hay nada más dañino a una buena administración, que el temperamento exaltado.

     -Entonces... ¿no?

     -No -dijeron a dúo.

     Decidí jugar la última carta.

     -Pues bien, me llevan a tomar una decisión desagradable. Si por desgracia muriera Inocencio, y se cumpliera la transferencia de los bienes de don Baltazar, no me sentiré obligado a seguir manteniéndolos dentro del negocio.

     -Tenemos la octava parte de la herencia -me recordó el Escribano.

     -Y la octava parte del negocio inmobiliario, cuyo control contable llevamos gracias a sus informes periódicos -agregó el hermano Abogado.

     -Pude haberles mentido.

     -Sabemos que no lo hizo.

     -¿Cómo lo saben?

     -Tenemos otros controles. Lo malo de especular en tierras, es que todo pasa por Registros oficiales.

     Tenían razón. No se puede mover un metro cuadrado sin pasar por una miríada de inscripciones y registros.

     Y los dos hermanos eran hábiles como ratas de transitar por los tenebrosos pasillos burocráticos.

     Tenía pues que dar el gran salto, desde el poco propicio trampolín de los bienes bajo mi administración personal.

     Cuando se fueron, examiné la situación, llevándola a su extremo más simple. Existe una forma lícita de ganar dinero. Poco riesgo... y poco dinero. Existe una forma, mil formas ilícitas de ganar dinero. Mucho riesgo, y mucho dinero. Entonces todo se reducía a tener coraje, creí tenerlo, siempre que no lo estuviera confundiendo con obsesión o desesperación. Y a tener suerte. ¿Era yo un hombre de suerte? Una legión de hadas madrinas me habían acompañado en mi largo itinerario desde el rancho de desechos de la laguna hasta esta mansión que estaba a punto de ser mía.

     La decisión no fue difícil. Hecho, hermano. Juguemos a ser Al Capone. Viajé a Santa Cruz y conocí cierto Hotel de segunda categoría que tenía una extraña clientela de extranjeros altos, curtidos, silenciosos. Pilotos, desechos de vaya a saber qué guerras que se atrevían a tripular feos aviones, también desechos de guerra como sus pilotos, en suicidas viajes sobre el continente obscurecido, sin radio, sin radar, sin nada, con el viejo cascarón trepidando y llevando la muerte blanca que va matando la civilización occidental y cristiana. Drogas. Traté de entablar conversación (54) con ellos, hasta alcanzar el grado suficiente de confianza para decirles que tenía dinero que invertir en el negocio. Me resultaron tan herméticos como la Puerta de Tinhuanaku. Eran hombres con dos oficios: pilotar y callar. Y en frecuentes ocasiones, pilotar, callar y morir.

     Ya me estaba cansando de aquel juego, cuando la casualidad hizo que una noche me encontrara cara a cara en el Hotel aquel, con el mismísimo Mr. Roberts, el gringo de la Victrola. Palideció como si hubiera visto un fantasma, y me hizo una pregunta bastante extraña:

     -¿Me ha seguido?

     ¿Por qué no explorar por los meandros de su incomprensible miedo?

     -Quizás -contesté con la palabra más ambigua que se me ocurrió.

     -Supongo que es una cuestión de que conversemos -dijo.

     -Nada se pierde -murmuré.

     Conversamos. Y saqué inicialmente una conclusión. Me quería comprar. Le di un poco de cuerda para que siguiera hablando y me dijera por qué me quería comprar. Averiguación: creía que yo estaba al servicio de don Roque Serviliano. Y que lo seguía. Y cuando me vio se asustó. Conclusión: le estaba haciendo una perrada a don Roque Serviliano. Decidí jugar esa carta.

     -Debo lealtad a mi patrón -le dije. Y di en el blanco, porque su miedo se acrecentó.

     Por fin, lo supe todo. Don Roque Serviliano le había confiado dinero para adquirir en Amsterdam (55) un buque de ultramar. Ahí estaba lo de «Marítimas» de la pomposa Firma. Mr. Roberts no había ido a Rotterdam, sino a Bolivia. Y estaba tratando de acrecentar para su beneficio el dinero de don Roque Serviliano. El barco podía esperar. Lo malo es que don Roque Serviliano había pedido una garantía a Mr. Roberts para entregarle el dinero, y el hombre había presentado una «certificación de honorabilidad» de un Banco de Nueva York. Quedar como un pirata con don Roque Serviliano no era gran cosa. Pero traicionar la confianza de un Banco de Nueva York, con innumerables sucursales por todo el mundo, era el desastre. Bastaba una carta de Don Roque Serviliano al Banco de marras informando que Mr. Roberts no se encontraba en Holanda donde debía estar, sino en Bolivia, donde no debía estar, para que el mundo se hundiera bajo los grandes pies de Mr. Roberts.

     Me pidió precio por mi silencio. Le dije que no quería su dinero, sino multiplicar el mío. Discutimos, hicimos números en las servilletas de papel del Hotel, y por fin, decidió. Había tres «embarques», yo financiaría la mitad y él la mitad. Ganancias por partes iguales.

     Regresé a Asunción y en 12 días liquidé todo lo que tenía, convirtiéndolo en dólares. Volví a Santa Cruz y puse todo aquello en manos de Mr. Roberts. Nada de documentos ni contratos. Entre honorables hampones basta un apretón de manos. Además, yo era dueño del destino de Mr. Roberts. Al menos eso creía.

     Y me equivoqué. Jamás volví a ver mi dinero ni a Mr. Roberts. Me había hecho su elaborado cuento, incluido el susto que parecía tan genuino, y me dejó en la misma situación del viejo aquel que no me dio su comida y se llevó mi valija, en una fría noche al pie del murallón del Congreso.

     De vuelta a casa, hice cuentas de la situación. Perdido: 30 millones. En caja: cero. Pero yo ya tenía un impulso inicial. No podía detenerme. Debía ir adelante. No voy, me empujan, había escrito una vez. Y seguía siendo igual. Sólo que ahora me empujaban mis propios demonios.

     Inocencio debía morir.

 

- XXVIII -

     Cuando llegó la fecha de pasar el informe periódico a los hermanos Gauto, los llamé y les dije que había convertido en efectivo todos (56) los caudales de la inmobiliaria, y que estaba esperando una ocasión propicia para dar el gran golpe. Se mostraron inquietos, pero callaron, conscientes de que de una u otra manera estaban involucrados en las violaciones que le estábamos haciendo a las cláusulas de la herencia, y que por el momento era prudente cerrar la boca.

     Llegó el mes de junio, desapacible y frío, y yo había inducido algunas novedades en la rutina de nuestros días. Celina, y ocasionalmente Sócrates (57), comían en la cocina. La enfermera almorzaba y cenaba conmigo. No se trataba de generosidad, sino del principio universalmente aceptado de que para conocer a una mujer, hay que compartir con ella dos cosas, la mesa y la cama. Lo último fue descartado y me dediqué a lo primero, es decir, ascenderla a la dignidad de comensal en el salón comedor. Al principio se mostró un poco tímida, tiesa, insegura de sí misma, pero fingí no notarlo, mientras le daba conversación, en tono coloquial, intimista, soltando suaves confidencias que invitaban a respuestas igualmente confidenciales. Y lo logré al cabo de una semana, cuando una noche, durante la cena, me contó que era casada, pero «separada». Que no tenía idea del paradero de su marido que se había ido con otra, y ella sufría mucho por aquel abandono imperdonable, no porque amara al ingrato, sino porque se había marchado con otra enfermera más vieja que ella. La pobre vivía con el insulto pegado como moho a su corazón dolorido. Me enteré además de que habían tenido un hijo, que se había quedado con ella cuando el marido partió, y estudiaba, era un buen hijo y trabajaba como cobrador en una empresa de loteamientos. Le compraron sus patrones una moto para que recaudara más pronto y más dinero, y la moto lo mató.

     Desde la noche siguiente, ordené que cambiaran la bebida en la mesa, y a la acostumbrada gaseosa y agua mineral, hice substituir por una robusta botella de Chablis. Aquella carga de amarguras femeninas y maternales llamaba a gritos la evasión del alcohol. Empezó a beber con cierta vergüenza, pero lo maravilloso del alcohol es que su primer efecto es borrar los pudores, soltar la lengua, recordar con mayor tristeza, odiar con mayor intensidad, y desear tomar más. Al cabo de una semana, consumíamos una botella en el almuerzo y otra en la cena, y llegó la noche en que cuando terminó una botella, hice destapar otra, de la que apenas nos servimos, pero cuando llegó el momento de levantar la mesa, le dije como al  pasar que sería una lástima que el buen vino se agriara en la heladera y por qué no se la llevaba arriba, con ella, porque el vino es bueno para dormir. Se llevó la botella esa noche y le duró tres días. Más tarde, sólo duraba dos, y pronto, el consumo nocturno de la enfermera era de una botella por noche. En una oportunidad sólo por probar, «olvidé» abrir la segunda botella en la mesa, y cuando llegó el momento de que ella se marchaba arriba, me preguntó con cierta timidez si podía llevar «su» botella de vino. Le dije que sí, y desde entonces, se hizo rutina de que antes de subir pasara por la despensa a aprovisionarse de bebida.

     Siempre en tren de comprobaciones, en una ocasión, esperé que el reloj diera la una de la madrugada. Y subí al dormitorio que la enfermera compartía con Inocencio. La buena señora dormía, roncando con la boca abierta. Inocencio olía insoportablemente a caca... y la botella estaba vacía. Su celo enfermeril estaba obviamente vencido, y tuve la impresión de que podía disparar un tiro en la habitación, y la enfermera no se despertaría.

     El primer obstáculo estaba vencido. Pero quedaba Celina. No era lo suficientemente inteligente para adivinar la sutileza de mi proceder. Pero tenía una intuición agudizada por sus obsesiones maternales que le hicieron oler el peligro desde el primer momento. Y cuando creyó llegado el momento, me encaró y fue directamente al grano.

     -¿Por qué le enseñaste a tomar? -preguntó.

     -¿Quién toma?

     -La enfermera.

     -Sólo en la mesa, Celina.

     -Ella lleva una botella arriba.

     Adopté una expresión de furia.

     -¡Cada vez me resulta más molesto tener una loca en casa!

     No se inmutó.

     -¿Comprendés lo que quiero decir? -pregunté-.

     -Sí -contestó-, que podés echarme.

     -Eso mismo.

     -Y no tengo derecho a quedarme si me echás.

     -Correcto.

     -Pero tengo derecho a contarle al Doctor lo que sé.

     Me tenía atrapado. Y lo sabía. Pero no me miraba con aire de triunfo, sino con una inmensa pena. Un cálido sentimiento de nostalgia flotó en mis obscuras aguas interiores. Nostalgia por el tiempo en que podíamos encontrar juntos una verdad, y compartirla con amor, o con el sentimiento más aproximado al amor. Pero ahora, ya somos enemigos, pensé. Y que tampoco podía detenerme.

     Tuvo que ser en Agosto. Nuevamente en Agosto. El mes más mefítico del año casi me había matado. Ahora me ayudaría a matar. Era como si mi destino estuviera ligado al viento sur y al frío.

     Estaba arropado yo bajo las tibias frazadas. El reloj sobre la mesita marcaba un poco más de la medianoche. Afuera, el espeso follaje del mangal siseaba dolorido, castigado por el viento sur, cuyos dedos helados parecían tantear la seguridad de las ventanas, sacudiéndolas con  furia. Noche de perros. Noche de muerte.

     ¿Qué había dicho el Doctor?

     «Un hombre postrado en cama... incapaz de moverse... está expuesto a muchas complicaciones, generalmente pulmonares, que casi siempre resultan fatales. Pulmonía... Neumonía... ¡Adiós!»

     Esperé. Celina se había acostumbrado a velar todas las noches el sueño de Inocencio, y sólo bajaba a dormir, cuando se convencía de que todo estaba bien.

     A la una, escuché que descendía la escalera. Esperé quince minutos y subí. La pieza estaba maloliente y cálida. La enfermera roncaba con ese abandono de los borrachos que ni siquiera se desnudan para dormir. Los dedos helados del frío, dedos de la Muerte, arañaban los cristales, ansiosos de entrar.

     Abrí de par en par las ventanas y Agosto entró con un rugido triunfal, con su gélido aliento que me ponía los pelos de punta y anticipaba frialdades inmemoriales de sepulcros. Peluda bestia blanca de dientes de hielo, se adueñó de todo, desparramó las mustias flores de la mesita sobre el piso, infló las cortinas que parecían debatirse espantadas, saturó todo con la letal amenaza del frío. Afuera, el follaje obscuro del mango se sacudía y gemía como verdes cabelleras de sacerdotisas en éxtasis que convocaban a los silenciosos fantasmas de la Eternidad. Quité las gruesas frazadas que cobijaban a Inocencio y Agosto se abatió sobre su grotesco pijama de seda. Tendí las cobijas de Inocencio sobre la enfermera roncante. Vi que el enfermo se encogía gimiendo. Y salí.

     Regresé a las cuatro de la mañana. Y fue como penetrar en una cámara frigorífica. Cerré las ventanas y puse orden en todo. Recogí las flores y las puse donde debían estar. Volví a cubrir a Inocencio con las cobijas y al hacerlo, toqué su frente, que no estaba helado, sino ardía. Una complicación pulmonar.

     El escándalo estalló recién al mediodía, cuando Celina fue a reemplazar a la enfermera para que ésta bajara a almorzar, y la encontró todavía dormida. Presumo que la despertó; que le reprochó el estado calamitoso en que se encontraba Inocencio, y al ir a asearlo, la enfermera se dio cuenta de que algo andaba mal. Se deslizó a la carrera por la escalera, hacia el teléfono, murmurando algo así que Dios mío, el Inocencio tiene fiebre.

     El médico no tardó en llegar. Tomó temperaturas, escuchó sonidos bronquiales y pulmonares y el ritmo cardíaco. Interrogó a la enfermera si el yacente había tomado frío de «este tiempo de perros» en algún momento, y ésta afirmó rotundamente que no, que incluso su baño era con agua templada.

     Terminó su examen el médico, y me llamó aparte.

     -Hay que internarlo inmediatamente -me dijo.

     Yo no le escuchaba.

     -Voy a disponer que venga inmediatamente una ambulancia y lo llevaremos al Sanatorio Zalazar.

     Yo no le escuchaba.

     -En enfermos como éste el proceso de infección es terriblemente veloz...

     Yo no le escuchaba. Porque miraba a Celina, que sostenía entre los dedos una hoja seca de mango. Y miraba la hoja, miraba la ventana, y me miraba a mí. Y en sus ojos ardía el dolor más viejo del mundo, el dolor que parió todos los dolores que ha venido soportando esta Humanidad suicida, y que en toda Celina-madre se convertía en la silenciosa pregunta que me lanzaba a la cara.

     Caín... ¿qué le has hecho a tu hermano?

     Celina sabía.


 

- XXIX -

     Al tercer día murió Inocencio. Los hermanos Gauto, muy modosos para el caso, convocaron a los tres médicos que debían certificar que había sido muerte natural. No hubo autopsia, como yo pensé que habría. Simplemente una conversación de los tres con el médico de Inocencio, en torno al cadáver. Una conversación de médicos, si me entienden, en ese lenguaje superior en la que la ciencia y la experiencia hacen innecesarias palabras y explicaciones. Hablaron sobre la indefensión del enfermo y asentían sobre la misma conclusión fatalista: que en Inocencio la muerte no sólo era inevitable, sino, si bien se mira, una liberación. Al menos, eso colegí yo, escuchando aquel susurro conformista, y observando los rostros de los médicos.

     Durante el sepelio de Inocencio, se abatió sobre todos ese espeso clima de locura que me hizo temer por mi propia salud mental, y que tuvo su impúdica ráfaga inicial cuando vi que Celina asistía a la ceremonia totalmente vestida de negro, sollozando, histérica, y como si fuera poco, sostenida por un Sócrates que también lloraba, y se había puesto una gruesa banda negra sobre la manga derecha de su mugroso saco.

     Parecían dos afligidos padres reales despidiendo los restos mortales de un hijo también real. Pero aquella grotesca parodia era solamente el elemento definidor de un tiempo de incertidumbre y miedo que empezaba a corroer mis defensas y mis justificaciones.

     Celina sabía. Y yo sabía que sabía. Y ella sabía que yo sabía. Pero entre nosotros (58), hasta entonces, sólo existía el silencio tenebroso, amenazador, un silencio denso que de pronto generaría zarpas que me arañaran hasta las vísceras y abriría bocas que me escupirían fuego.

     Cuando echaba el candado sobre la cripta donde habían vuelto a reunirse la patética familia de don Baltazar, ya para siempre, decidí que lo que cabía en más, era un acto de valor, terminante y brutal, para romper ese silencio de locura.

     Sin embargo, fue Celina quien lo rompió. Porque cuando yo llegué de regreso a casa con los Gauto, ella me estaba esperando. Tomé un café con el Escribano y el Abogado, que se habían vuelto nuevamente serviles y cortesanos, y combinamos un encuentro en la oficina de los dos, a fin de encarar todos los detalles inherentes a la formalización de la herencia.

     Cuando ellos se fueron, Celina entró en la sala, e inició la conversación de la manera más corriente. Era difícil de concebir su serenidad, tan poco tiempo después de los desgarradores gritos con que había despedido a Inocencio.

     -Me voy de esta casa -dijo.

     -¿Adónde, Celina?

     -Al rancho de la laguna.

     -Podés quedarte aquí, Celina.

     -No quiero vivir con un asesino. Y no quiero ver cuando venga la justicia y te lleve con grillo y con cadena...

     -¿Me vas a denunciar?

     -Le mataste a Inocencio.

     -¿Me vas a denunciar?

     -Sí.

     -No te van a creer, Celina.

     Le hablaba con serenidad, con dulzura, como a una niña grande a quien se le recomienda portarse bien. No hacer locuras ni travesuras.

     -Yo creo que me van a creer -replicó con firmeza.

     -¿Por qué estás tan segura?

     -Porque QUIEREN creer.

     Una lucecita de alerta se encendió en mi mente.

     -Quieren creer... ¿Quiénes, Celina?

     -Los Gauto. Y el médico. Me preguntaron.

     -Te preguntaron... ¿qué?

     -Los Gauto me preguntaron por qué tenés miedo...

     -¿Miedo?

     -Se te ve en la cara.

     ¿Sería posible que me estuviera traicionando a mí mismo? Aquella ya no era Celina. Con su ropaje negro, con toda la tensión contenida de su maternidad herida, sentada allí en el sillón, parecía un inmenso pájaro agorero que me estaba anticipando fracasos y derrumbamientos.

     -¿Y el médico también te preguntó por qué tengo miedo?

     -No. ¡Me preguntó por qué estoy despedazada!

     -¿Y qué vas a hacer, Celina?

     -Les voy a contestar. A los Gautos les voy a jurar que te oí cuando le gritabas a Inocencio que se muera. Y les voy a contar que abriste la ventana para que entre la Muerte. Y que le enseñaste a tomar a la enfermera. Sócrates también sabe eso, y la cocinera.

     -¡Todo eso a los Gauto! ¿Y al Doctor?

     -Le voy a decir que estoy despedazada porque mi hijo mató a mi hijo.

     Era la locura. La locura que me llevó de la mano hacia la salvación, la vida y el éxito. Y la locura que ahora me empujaba al abismo. ¿Dónde está la defensa contra la locura? ¿No es la razón acaso? Y traté de ser razonable.

     -Celina -le dije con voz paciente-. Vos querés que se haga justicia conmigo. Pero la justicia no funciona así. No basta decir que una persona mató a otra persona. Es mucho más complicado. ¡Te vas a enfrentar con gente inteligente, con abogados que te van a pasar por encima, que te van a destrozar!

     -¡No me importa!

     Su decisión era firme, y yo tenía conciencia de que, con su testimonio, los hermanos Gauto se aferrarían de una posibilidad y le sacarían el máximo de provecho. Y por lo que yo sabía, el médico no me tenía cariño alguno. Había calado hondo en mi mente, y averiguado que yo deseaba que Inocencio muriera. Me pareció verlo ante el estrado de un Juez, que le preguntaba:

     -¿Puede caber la posibilidad de que la enfermedad que mató a Inocencio fuera provocada deliberadamente?

     -Es posible -contestaría el médico.

     -¿Es necesario tener conocimientos médicos para provocar esa enfermedad?

     -No es necesario. Sólo un mínimo de información médica.

     -¿Y le pidió alguna vez el acusado un «mínimo de información médica»?

     -En cierto modo, sí, señor juez -diría el médico.

     -¿Quiere ser más claro, Doctor?

     -El caso es que una vez el acusado me consultó sobre las posibilidades de vida del enfermo, y yo le detallé los riesgos a que están expuestas las personas en esa condición. Es un hombre inteligente. Pudo haber sacado sus propias conclusiones, si su intención fuera provocar la muerte al enfermo.

     Y con eso podía hundirme.

     Miré a Celina. Una Esfinge negra. Pero no tan Esfinge, porque trascendía. Trascendía sufrimiento. Su sufrimiento. Mi última carta.

     -Está bien, Celina -dije en tono de derrota-. No puedo detenerte. Yo soy tu hechura. Vos me hiciste. Vos me podés deshacer. Así estaba escrito desde el principio.

     -Así lo quisiste vos.

     -¿Por qué no me dejaste morir aquella vez?

     -¿Dejarte morir?

     -Dejarme morir, Celina. Yo tenía derecho a morir.

     Basta de cálculos, basta de deliberaciones -me dije-, ábrete y defiéndete. Defiende lo poco que queda de ti mismo. Lo poco que te queda de esperanza y de perspectiva.

     -¡Tenías que vivir!

     -¿Para qué?

     -¡Para ser algo!

     -Ahora soy algo. Soy todo lo que me enseñó tu egoísmo. ¡Y tu maldad!

     -¡Yo no soy mala!

     -Dios me quería en el Cielo, la fosa me quería en su cuna, o el Diablo en el Infierno, pero allí estabas vos para escupirle al Cielo y burlarse del Infierno. Me parió tu egoísmo, Celina. No me salvaste, me inventaste, me fabricaste y me apretaste contra tu pecho. Yo no era el hijo de tu amor. Era el hijo de tu fracaso. Me usaste, Celina, para vengarte de la partera que te arrancó el útero. Me usaste a mí como usaste a todos tus hombres...

     -¡No digas eso! -lloriqueó, sorprendida, agredida.

     -Yo vine de mi pueblo para conocer la vida, Celina. Para vivir mi vida. Yo quería vivir una vida de inocencia y de conocimiento al mismo tiempo. No pude. Me encerraste en tu locura, en tu poderosa locura de madre frustrada. Y no viví mi vida. Vos viviste mi vida. Tus hombres me alimentaron. Tus hombres me ayudaron. Tus hombres me enseñaron todo.

     -¡No te entiendo nada! -sus lágrimas corrían a torrentes.

     -¡No me importa! -repliqué con furia-. Vos me trajiste a esta casa donde todos no somos sino juguetes de la Muerte. Me trajiste a esta casa donde la Muerte es la dueña. La que fija el tiempo de la felicidad para unos y el tiempo de la desgracia para otros. Yo no maté a Inocencio, Celina. Lo mató la Muerte... con mi mano, porque yo ya no era yo. Yo sólo era el instrumento de la Muerte, el sirviente de la Muerte, y a la Muerte le entregué mi alma y mi conciencia a cambio de poder y de riqueza. Yo no quise venir aquí, Celina. Me gustaba la inocencia de nuestro rancho y la inocencia de nuestras vidas sucias, pero nuestras. Pero vos me trajiste aquí. Vos me diste por ahijado a la Muerte. La Muerte es tu comadre, «mamá».

     Lloraba y se arrancaba los cabellos. Una desesperación elemental como elemental todo el mundo que yo derrumbaba en torno a ella.

     -¡Yo te quería! -dijo en un alarido.

     -¡Me usaste para cambiar el rancho por el palacio! Y ahora me vas a usar de nuevo para convencerte que no sos, nunca fuiste (59) huera ni seca. ¡Que tenés un hijo que llorar y otro hijo que castigar! ¡Mentira, loca de mierda! ¡Nunca fuiste madre! ¡Nunca sentiste como madre! ¡Sos una retrasada mental que jugaste a ser madre! ¡No existe tu amor ni tu dolor! ¡Sólo tu juego! ¡Un muñeco de trapo que debe aprender a respetar a su hermanito!

     -¡Basta, basta! -suplicó.

     -Sí, señora, ¡basta! -seguí machacando sin compasión-. ¡Basta de este juego de locura! ¡Devolveme a mi desesperación y a mi miseria, Celina! ¡Vamos! ¡Fuera, andá corriendo a contarle tus secretos de loca a los Gauto, al Doctor, a todo el mundo! ¡Que vengan y me pongan cadenas que me liberen de vos! ¡Araña, pulpo, basta, basta, señora madre de dos carroñas! ¡Fuera! ¡Fuera!

     Sin darme cuenta, mis gritos resonaban en toda la casa. Me miró con espanto, y salió corriendo.

     Traté de calmarme. Sólo Dios sabe cuánto de verdad y cuánto de manipulación cruel de sentimientos ajenos hubo en todo lo que dije. Yo nunca lo sabré.


 

- XXX -

     ¿Qué fue lo que me llevó aquella noche a la casa de Celina? ¿Curiosidad? ¿Incertidumbre? ¿Miedo? Dos días transcurrieron desde aquella lamentable escena que le hice, y que se marchó desmelenada y llorando a gritos, y nada había ocurrido. Ni el médico se presentó con ojos acusadores ni los hermanos Gauto dejaron de cumplir con diligencia los primeros trámites judiciales.

     ¿Una trampa?

     Contemplé la noche de Setiembre, con su anticipación de Primavera y una mansa luna en el cielo limpio. No era una noche para la tragedia ni para el dolor, sino, más bien, una noche para la reconciliación y la explicación.

     Pero aun esa misma mansedumbre nocturna podía ser parte de la trampa. A veces, la Naturaleza se asocia con los malvados. Amantes infieles han sido descuartizadas a la luz de una luna hecha para enamorados.

     Debía ser cuidadoso. En todo. Porque las trampas pueden ser tan sutiles que sus mecanismos están insertos (60) en nuestras propias debilidades. De ahí que me repetía a mí mismo que mantenerme alerta no era por cierto una forma enfermiza de paranoia. Un hombre tiene que defenderse y defender lo suyo, hasta contra sus propios y mentirosos ángeles interiores.

     El silencio del médico y la diligencia de los hermanos Gauto podían ser más letales que los dedos acusadores y las palabras duras que piden cuentas. ¿Acaso el tigre que acecha en el cañaveral revela su intención sangrienta con un solo rumor de hojas? No. Se agazapa lo mismo en la fronda que en el silencio. Y cuando salta y desgarra, ya es demasiado tarde para la víctima.

     A mí no me engañarían con ese silencio. Porque tenía algo a mi favor. Una inteligencia superior que oponer a la astucia de mis enemigos. Y si estaba armada la trampa, debía desactivarla, dejarla floja e inútil. Por eso fui aquella noche de luna a la casita de la laguna. Necesitaba un punto de partida para trazar la estrategia de mi defensa contra la conspiración de los perversos. Y el punto de partida estaba en qué había hecho Celina con su secreto. Con nuestro secreto.

     Desde lejos, cuando bajaba cuidadosamente los escalones tallados en la tierra dura, vi que en el rancho había luz. Y cuando caminaba por el talud sobre la laguna, también oí que había vida, algo que venía del rancho, que parecía el ulular del viento entre paredes de viejos callejones. Pero no había viento, sino una luna de enamorados, y bajo la luna, el rancho con su ventana iluminada, y aquel ulular que parecía vivo y viscoso, y me lamía la [257] piel a contrapelo, y me erizaba los vellos de la espalda y de la nuca. Me aproximé, el ulular salía de allí. Abrí la puerta. Sócrates, de rodillas, se mecía atrás y adelante, como un creyente de macumba en éxtasis, y aullaba con el manso dolor de un gran perro abandonado. Un gran bulto negro colgaba del techo: era Celina, con los ojos en blanco, el cuello quebrado y burlándose del mundo sacándole una gran lengua morada, monstruosamente larga, monstruosamente hinchada.

     Había comprado mi salvación con su muerte.

     Gracias, mamá.

 

Epílogo

     Debo estar padeciendo algún tipo de fatiga mental. Lo normal es que los acontecimientos ocurren encadenados al tiempo. He releído mi largo manuscrito, y a veces me parece escrito por otro, o por mí sobre cosas y personas que saltan de la realidad a la fantasía, y del recuerdo vivo a la imaginación desbocada. Lo real es la muerte de Celina. Al menos eso creo. Pero no recuerdo si fue ayer, el mes pasado o hace un año. Las cosas son tan confusas...

     Pero en lo que no dudo es que soy objeto de una persecución implacable. Todos conspiran contra mí, y tengo la clara impresión de que detrás de todo esto está la mano de don Roque Serviliano y de su hija, la Lesbiana, Sacerdotisa del Demonio. Han comprado a los hermanos Gauto, y los hermanos Gauto han ido a los Tribunales para anular el Testamento. Dijeron que estoy loco, incapacitado mental e incapacitado legal, y han logrado que tres médicos hayan hurgado en mí con el afán impúdico de desnudar todo, mi alma, mi memoria y mis secretos, pero yo me he cerrado a ellos como una ostra, y me he reído en la cara de los tres con la hilaridad que me produce la torpe pretensión de vencer mis orgullosas fortalezas interiores. Me he reído porque sé más que ellos. He leído literatura hermética, he tenido sueños profundos que me transfirieron a los tiempos puros del Conocimiento y he bebido la fuente de la Gracia mientras la hermandad de la Pirámide cantaba Aleluyas en coro. Me han dado las fórmulas del Secreto y del Poder. La Cábala es mi sirvienta. ¿Loco yo? Todo lo mío es mío. Y Propiedad es Voluntad. Y fue mi Voluntad talar todos los malditos mangos, porque cada hoja que susurra no es una hoja que susurra sino una lengua de Demonio que sisea maldiciones terribles que me impiden dormir, porque un ser normal, cuyo cerebro está llamado a partir y ser parte de la Armonía de las Esferas no puede sustraerse de su mísera envoltura de huesos cuando lo perturba ese coro de maldiciones infernales. Así se lo dije al Juez: talé los mangos en legítima defensa, y en legítima defensa instalé diez, veinte, cien reflectores que iluminan toda la casa. Porque los Demonios temen a la luz como temen a las Alturas que nos aproximan a las Mansiones Celestes. Y es bajo ese Principio que ordené los planos del Edificio del Dedo del Bueno, de 22 pisos. Fíjense bien: de 22 pisos, para instalarme en el doble de la altura en que está el Cubículo del Malo, allá en esa excrecencia (61) del Infierno que es el Edificio Imperial. Veintidós pisos para alejarme de Sócrates, hoy poseído por el Demonio, que me acecha con su gran cuchillo de carnicero para entregar mi esqueleto a los estudiantes de medicina y mi alma al Malo. Pero no le hago concesiones. Soy cauto, vivo alerta. El pobre infeliz cree que no le veo cuando me sigue por las calles. Y no sabe que cuando no le veo, le oigo. Oigo su jadear de bestia de presa, especialmente cuando vela al pie de mi ventana. Estoy protegido, protegido contra todo, gozando de mi gran broma: Celina no está muerta. Vive. Está conmigo. Volvió para traerme su Amor, y su Amor es mi Talismán contra todo mal en este mundo. Estamos de nuevo juntos, devueltos a un principio más sincero y completo: ella Madre, yo Hijo, dispuestos a empezar todo de nuevo.


FIN


NOTAS:

1.       [«quí» en el original. (N. del E.)]


2.       [«puestas» en el original. (N. del E.)]


3.       [«farbullando» en el original. (N. del E.)]


4.       [«preparse» en el original. (N. del E.)]


5.       [«develar» en el original. (N. del E.)]


6.       [«progeso» en el original. (N. del E.)]


7.       [«la» en el original. (N. del E.)]


8.       [«cualquie» en el original. (N. del E.)]


9.       [«sañaló» en el original. (N. del E.)]


10.       [«cuachara» en el original. (N. del E.)]


11.       [«ello» en el original. (N. del E.)]


12.       [«convalescencia» en el original. (N. del E.)]


13.       [«tanía» en el original. (N. del E.)]


14.       [«satre» en el original. (N. del E.)]


15.       [«Pimero» en el original. (N. del E.)]


16.       [«bastantes» en el original. (N. del E.)]


17.       [«hjo» en el original. (N. del E.)]


18.       [«los» en el original. (N. del E.)]


19.       [«pantunflas» en el original. (N. del E.)]


20.       [«se» en el original. (N. del E.)]


21.       [«cassetes» en el original. (N. del E.)]


22.       [«cassetes» en el original. (N. del E.)]


23.       [«cassete» en el original. (N. del E.)]


24.       [«la» en el original. (N. del E.)]


25.       [«la» en el original. (N. del E.)]


26.       [«cassete» en el original. (N. del E.)]


27.       [«preocupaba» en el original. (N. del E.)]


28.       [«beliere» en el original. (N. del E.)]


29.       [«casettes» en el original. (N. del E.)]


30.       [«artimética» en el original. (N. del E.)]


31.       [«docenas» en el original. (N. del E.)]


32.       [«escribiera» en el original. (N. del E.)]


33.       [«consistía» en el original. (N. del E.)]


34.       [«wisky» en el original. (N. del E.)]


35.       [«Bécker» en el original. (N. del E.)]


36.       [«el» en el original. (N. del E.)]


37.       [«guinche» en el original. (N. del E.)]


38.       [«simpre» en el original. (N. del E.)]


39.       [«pensamieto» en el original. (N. del E.)]


40.       [«mostrale» en el original. (N. del E.)]


41.       [«a» en el original. (N. del E.)]


42.       [«infomación» en el original. (N. del E.)]


43.       [«sevidumbre» en el original. (N. del E.)]


44.       [«mostruoso» en el original. (N. del E.)]


45.       [«wisky» en el original. (N. del E.)]


46.       [«wisky» en el original. (N. del E.)]


47.       [«consite» en el original. (N. del E.)]


48.       [«exhuda» en el original. (N. del E.)]


49.       [«radiogafías» en el original. (N. del E.)]


50.       [«la» en el original. (N. del E.)]


51.       [«el» en el original. (N. del E.)]


52.       [«quí» en el original. (N. del E.)]


53.       [«Bernahrd» en el original. (N. del E.)]


54.       [«convesación» en el original. (N. del E.)]


55.       [«Amsterdan» en el original. (N. del E.)]


56.       [«todo» en el original. (N. del E.)]


57.       [«Sácrates» en el original. (N. del E.)]


58.       [«nosostros» en el original. (N. del E.)]


59.       [«fuista» en el original. (N. del E.)]


60.       [«inserto» en el original. (N. del E.)]


61.       [«excrecenia» en el original. (N. del E.)]




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