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MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHÁVEZ (+)
  RÍO LUNADO - MITOS Y COSTUMBRES DEL PARAGUAY - Por MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES


RÍO LUNADO - MITOS Y COSTUMBRES DEL PARAGUAY - Por MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES

RÍO LUNADO

MITOS Y COSTUMBRES DEL PARAGUAY 

Autora MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES

Editorial Servilibro,

www.servilibro.com.py

Asunción-Paraguay,

2007 (228 Páginas)

 

Prólogo: Osvaldo González Real

Dirección editorial: Vidalia Sánchez

 

 
En Río Lunado, podemos apreciar una restauración, de alto nivel literario, de nuestros mitos fundamentales: los de nuestros antepasados indígenas. En una prosa, de gran lirismo y perfección formal, Doña Concepción Leyes de Chaves (autora de las novelas TAVA’I y MADAME LYNCH) narra los aspectos más resaltantes de las leyendas guaraní, esas que han contribuido a formar nuestra identidad y que han inspirados a poetas y escritores nacionales como el Ka’a, el Ñanduti, el Jasy Jatere, la ciudad perdida del Mba’e-Verá-Guasú, las historias de Pai-Sumé y la fuente de Bolaños, se encuentra aquí expuesta para el deleite de lectores exigentes. Esta obra incluye el Romance de la niña Francia y la tragedia de Urutau, escrita en 1941.

El libro, publicado originalmente en 1951, por la editora Peuser de Argentina, estaba agotado. Esta reedición viene a llenar un vació bibliográfico y presentando al lector actual una obra fundamental para comprender los componentes míticos de nuestro imaginario colectivo 
 
 
 
ÍNDICE:
· Kaá;/ Mbae-verá-guasú;/ Irupé. Victoria Regia. Flor acuática;/ Karáu;/ La gruta de Santo Tomás;/ Mandí;/ Sá guasú;/ Muá-muá;/ Zuinaná;/ Ñandutí;/ Ypá-Karaí;/ Acá-hendy;/ Kaure-í;/ Yacy-Yateré;/ Yaguarú;/ Manacá;/ Eí-ré-té;/ La fuente de Bolaños;/ Lucía Miranda;/ Una mujer en el drama de Guido Boggiani;/ Romance de la niña Francia;/ Urutáu;
** Significado de las palabras guaraníes usadas en el texto.
 
 

PRÓLOGO

La obra RÍO LUNADO (1951), que desglosa los mitos y leyendas de nuestro país, es una de las obras más notables de la escritora MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES (1891-1985), inscripta dentro de la corriente nacionalista de revaloración de lo autóctono. Esta tendencia, como muy acertadamente explica Josefina Plá: "halló en períodos posteriores acomodo y justificación en el plano literario al identificarse con las corrientes americanistas que preconizaban con fervor la revaloración de lo propio americano en literatura: indigenismo, nativismo, criollismo".

Este tipo de narrativa, que podemos clasificar como de pos-guerra, va del costumbrismo al nativismo y se propone incursionar en el exotismo en boga, cuyo precursor en nuestro medio fuera Natalicio González, a través de la publicación de la revista Guarania. Según Roque Vallejos en su libro LA LITERATURA PARAGUAYA, esta modalidad estilística está influida por el mondonovismo brasilero y el folclorismo rioplatense. El lenguaje de estas obras, de tipo modernista, era atildado, lujoso, de tipo flaubertiana.

La autora de esta exquisita obra también escribió la novela TAVA-Í en 1941 y MADAME LYNCH en 1957.

Se la cita como dramaturga a raíz de la publicación de la obra teatral Urutaú, impresa en 1941. Todos los críticos coinciden en alabar la prosa deliberadamente poética y alambicada de Doña Concepción Leyes de Chaves, quien se inspiró -seguramente- en modelos franceses y tuvo la influencia de escritores como Goycoechea Menéndez y a otros cultores de la tónica modernista de su época, como Lugones.

Se ha dicho que todas estas obras reflejarían un "narcisismo nacionalista" contrario a una conciencia crítica de la realidad (Josefina Plá), pero quizá, era un momento crucial de nuestra historia que exigía una reconstitución de nuestra identidad y una autoafirmación necesaria después de la guerra.

Estos mitos y leyendas, algunos de los cuales se inspiran en ÑANDE YPY CUERA de NARCISO R. COLMÁN y en las cosmogonías de los guaraníes, se basa en investigaciones exhaustivas y, si se quiere, eruditas. Doña Concepción, prácticamente reconstruye y recrea los tiempos míticos en que se mueven los personajes de estas creencias. Con un lenguaje altamente lírico y utilizando constantemente nombres y frases en guaraní, ella nos sumerge en un mundo mágico, en una geografía adánica, como si estuviéramos en los comienzos del mundo. De esta manera nos describe los orígenes de plantas como el KAÁ, la Victoria Regia (YRUPÉ), la historia del ÑANDUTÍ, las creencias antiguas sobre PAÍ-ZURRÉ (el Santo Tomás autóctono) y se refiere, también, a las creencias apocalípticas de los guaraníes, como es el caso del "tigre azul" (YAGUA-VEVÉ), que vendrá, al final de los tiempos, a destruir el mundo y que está íntimamente relacionado con el mito de los "gemelos".

Hemos dicho que la tersa prosa de Doña Concepción -alabada por HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ, en su HISTORIA DE LA LITERATURA PARAGUAYA- posee el don de transportarnos, como en un sueño maravilloso, al tiempo del origen, al inicio del tiempo, cuando nuestros antepasados (los abuelos primigenios) caminaban sobre la faz del paraíso. Se habla, en RÍO LUNADO, de la TIERRA DONDE NO EXISTE EL MAL, el YVY-MARAẽ’Y de los antiguos chamanes guaraníes. El amor y respeto a la naturaleza, propio de los personajes de estas leyendas, nos recuerda la preocupación ecológica de nuestro tiempo. Los indígenas eran muy conscientes de la necesidad de este equilibrio "Hombre-Naturaleza" y nos han dado un gran ejemplo le sabiduría con su conducta.

Para terminar este breve prólogo, podemos afirmar que este libro constituyó un importante hito dentro de la literatura paraguaya en el momento de su aparición.

Resucita un mundo arquetípico, un modelo que -de alguna manera- constituye la matriz del inconsciente colectivo nacional. Es un intento, literariamente muy bien logrado, de recuperar las raíces de nuestro imaginario colectivo y la restauración de nuestro bagaje ancestral, tan ignorado y abandonado en estos tiempos menesterosos, que apelan -para salvarse- a la potencia de los mitos. 
 
 
 
 
 
 
MANACÁ
 
 
MBARACAYÚ, el audaz guerreo, eximio tirador de flechas y tañedor de mbaracá, cruza sus extensos dominios del litoral a los confines, llevando la guerra con sus huestes indómitas a las tribus enemigas de más allá de las sierras, de más allá de los acantilados.

Descansando de sus luchas persigue a las fieras. Una onza extraordinaria, de soberbia estampa, divisa en la espesura. Le dispara una flecha certera. La bestia huye dando brincos; bravía trata de sacudir la clava que le hiende el flanco. En la furia de la huida su infalible instinto la guía hacia lo más inaccesible de la selva. El cazador va en pos de las huellas sangrientas con tozudez. Típico ejemplar de su nación guaytacá, el joven, con la ligereza de un gamo, puede cubrir distancias sorprendentes; y su destreza intrépida y su bravura audaz no admiten la vacilación ni el miedo.

De noche durmió en un desconocido repliegue de la jungla. Al amanecer retomó la pista ensangrentada hasta alcanzar el matorral donde se guareció la bestia, cuyo bramido de postrera rebelión estremeció la selva. El guerrero despojó a la víctima de los valiosos colmillos y de la espléndida piel, bello manto principesco que luciría con orgullo en justas del valor.

La lluvia que caía a torrentes lo limpió de sangre. Cuando pasó la tormenta quiso volver sobre sus pasos, pero el suelo mojado no tenía memorias de caminantes y por la espesura no se divisaba el sol. El guerrero tomó entonces precauciones infinitas en su marcha.

Dos días lleva en la selva desconocida. Tiene que avanzar de árbol en árbol; suspendido como un cuadrúmano de las ramas enredadas de juncos, sorteando abismos, troncos y ofidios.

Por fin alcanza un vergel donde la voluntad humana parece haber dominado la selva. Fina gramilla cubre el suelo; abunda la caza; gorjean los pájaros y se respira un ambiente de calma y bien estar. Mbaracayú se tiende a descansar bajo un árbol elegido al azar. En sueños siente que le cae un rocío perfumado. Se levanta y reconoce el árbol a cuya sombra se halla. Es el ysapy, árbol de la dicha, cuyas hojas dejan caer una finísima llovizna que aleja a los espíritus del mal. Mbaracayú se siente renovado. Seguro de una dicha inmediata camina con agilidad, optimista y casi alegre.

A la luz de la luna divisa unos montones rojizos que semejan una absurda cordillera de juguete. Toda la cosecha de mandioca se halla acumulada ahí, al alcance de aquellas mujeres morenas, que raspan las raíces con el tapi i yú; las desmenuzan y luego las trituran en sendos morteros de madera, faena que ejecutan sin premura, a modo de diversión. Los hombres caminan de un lado a otro, bromean parcos, o quedan callados, fumando; otros beben caúy, inclinados sobre grandes vasijas que ocultan el rostro. Los niños sacuden las batatas, cocinadas al rescoldo, en espera de la carne asada.

Entre el sordo golpear de los morteros se escucha el ruido que hace el agua cayendo en los cántaros, el del apererá al ser vertido en las bateas, el de las cuerdas ajustándose a las tapas de cuero de las tinajas llenas del líquido para el vino. Guerreros jóvenes untados de achíote, miran de soslayo a las mujeres que se cimbrean al pie de los morteros.

Sendos apycá pucú ostentan profusión de zapallos y pulpas de cocos rociados con miel silvestre, pirámides de frutas y maní, tortas de almidón y de maíz en forma de medialuna, de sol, de serpiente con patas, de armadillos, nidos, aves, peces con cabeza de pájaro. Sobre el césped hay odres de miel, tinajas de chicha, calabazas llenas de vino.

Un súbito encogimiento detiene las tareas. Alguno ha advertido la presencia del forastero, y ha llamado sobre él la atención de los demás. Mbaracayú se aproxima; extiende en el suelo la piel de tigre, se sienta sobre ella y toma el mbaracá de manos de uno de los músicos. Su porte bravío y noble se impone a los hombres; su gracia provoca la admiración de las mujeres. El personaje central de su canto enciende la imaginación de las jóvenes y de las viejas, que siguen pendientes de las hazañas de ese príncipe Chimboí, jefe de los karios, arrogante y perturbador, solitario habitante de un gran palacio blanco, en el cual ambula suspirando por una mujer bella y mará ne y, ideal de perfección humana que encontraría acaso, ahí, entre esa tribu notable por la excelencia de las mujeres. Las muchachas, predispuestas a lo novelesco, inspeccionan la propia belleza, la comparan con la de las otras y, ante la indiferencia de las muy feas, se preguntan si el príncipe solitario sería tan turbador como este tañedor de mbaracá.

La cosecha de mandioca coincidía con las fiestas de la nubilidad. En andas, como diosas, llegaron las que festejaban su mocedad. Ostentaban sendas riscas bermejas en las mejillas, en el pecho y brazos, y el imperceptible hilo rojo de la virginidad en torno de las caderas. Familias enteras las seguían con muestras de regocijo, bailando, cantando, proclamando a gritos las virtudes de la doncella que les pertenecía. Los sonidos de tereropiá, del mbaracá y del peteque peteque levantaban al pináculo la alegría y los ensueños.

Cuando se dio comienzo a la danza multitudinaria, la última raspadora de raíces levantóse para exhibir su arte o su plástica.
-Nde porá jhene potí –Re hespe jhe re mimbí- opá re yeroky roky -Ni yaí yacy ta té (1). Cuando Mbaracayú ofrendó este canto a la joven que venía en brazos de sus dos primos, sintió que el corazan le golpeaba como atabal convocando a la pelea.

La procesión se detuvo. Los rayos lunares destacaron a la muchachita que cruzó los brazos sobre el pecho, ladeó ligeramente la cabeza y evitó el intenso mirar del forastero; parecía una sensitiva plegada al contacto adverso. Los dolorosos sacrificios de la nubilidad, aquellos tres largos meses de escarificaciones, de ayuno, de encierro en la hamaca sin ver la luz, habían hecho de ella una figura casi blanca, delicada, de finura adorable, increíble de que perteneciera a un grupo primitivo y enérgico.

-¡Esta será la esposa de Chimboí! -declaró el forastero, palabras que hicieron aflorar un conato de rebelión en el más joven de los primos. La familia acató la opinión de la anciana Chiró, abuela de cien nietos, entre ellos Coetí, la belleza admirada por Mbaracayú. Chiró recordaba que en la noche del nacimiento de Coetí, brillaron las constelaciones de la dicha. Pronósticos y cábalas estarían a punto de cumplirse. Aquel príncipe poderoso sería la lumbre de felicidad proyectada sobre el porvenir de la niña, y este forastero el enviado providencial de las potencias que sujetan los destinos de los astros. Chiró le pidió que le indicara el camino que conducía al palacio blanco. Mbaracayú se ofreció para guiarla y los tres partieron esa misma noche. A Chiró no le pesaban los años ni sus alforjas, en cambio la joven caminaba con lentitud, se diría que esperaba la ocasión de escaparse y volver al lado de aquel primo que, a una señal de la abuela, había quedado cual planta seca de espinillo, huraño y hostil.

Cerca del mediodía los caminantes, habiendo hecho un largo Trayecto, quedaron a descansar. Chiró sacó una hamaca de su hatillo; la sujetó a las ramas y dejó en ella a su nieta. Mbaracayú anunció que traería un venado para el almuerzo, y se perdió en la arboleda. Cuando Coetí se despertó, el venado se asaba al fuego y Mbaracayú conservaba amistosamente con Chiró. La niña corrió al arroyo y regresó con el cabello mojado; las gotas de agua le rodaban por el cuello cual polvos de cuarzo hialino. El mozo se adelantó a su encuentro y la tomó de la cintura con vehemencia. Intervino Chiró; sirvió al asado y después de comer, preguntó a qué hora se llegaría al palacio blanco.

-Cuando yo quiera -declaró Mbaracayú- Coetí será mía y tú desanda el camino. Cuanto antes mejor.

-Has prometido conducirnos al palacio de Chimboí -repuso Chiró. -¡Yo soy Chimboí! Mbaracayú es solo mi nombre de guerra -replicó el mozo.

-¡Tú, el príncipe! -Chiró no parecía dispuesta a creerlo.

-Entre los karios cualquiera es yeroviá jha ité como el más encumbrado de su casta -la orgullosa frase acrecentó las dudas de Chiró.

Ésta comprendió que vivía el minuto extremo del cual dependía su propio destino y el de su nieta. Afortunadamente las mujeres de su estirpe no cedían ante el primer osado que se les plantara en el camino. Ella había hecho una apuesta con el destino y estaba decidida a ganar.

-Hija mía, te dejo. Mi apresuramiento originó todo esto; sin embargo confío todavía en que serás dichosa y que no tendré por qué arrepentirme de haberte creado esta situación-. Así hablaba la abuela, untando el pecho, la espalda y los párpados de la nieta, con cierta substancia cuyo recipiente traía colgado al cuello.

El mozo contemplaba a las dos mujeres con curiosidad, convencido ya de que la anciana se iría. De repente parpadeó como para librarse de una nube que le cubría los ojos. Sintió un escalofrío en todo el cuerpo. Miró a la anciana y sorprendió en sus pupilas una chispa de astucia, de burla, de inteligencia que le hizo sufrir y temer, a pesar de él mismo. Posó la vista sobre Coetí y sus ojos turbios le mostraron una silueta casi desmaterializada. Quedó inmóvil, mirando fijamente, tontamente a la niña que parecía esfumarse. Por fin salió de su fascinación; maquinalmente tuvo la evidencia de que iba a perderla, de que era necesario hacer algo para detener la obra de esa vieja ensorciladora y ladina, que ahora guardaba sus bálsamos de olor insufrible. Bruscamente inflamado, extendió las manos para asir a la joven y apoderarse de ella. ¿Por qué la encontraba tan ligera, tan singularmente flexible? Tiró nueva-mente pero sin resultado. El corazón le palpitó con más fuerza cuando la sintió fija en el suelo, como si hubiese echado raíces. La sacudió con violencia, semiinconsciente, sin darse cuenta de lo que pasaba. En un esfuerzo total para desprenderla definitivamente del suelo, dio con los pies en las brasas. En una sola impresión se mezclaron el dolor de las quemaduras y el asombro de encontrarse asido al tronco de un arbusto. Quedó oscilante, inútil como un panal vacío en la punta de una rama seca.

Cuando disminuyó su espanto, buscó a Chiró, pero también ella había desaparecido. Miró el árbol para descubrir algún indicio, alguna señal de que la transformación era ficticia. Prestó oídos al murmullo de las hojas, esperando alguna revelación; nada. Peor aún, el hechizo amenazaba penetrarlo a él también. Si no ¿por qué le pesarían tanto los pies? ¿Por qué la voz se le helaba en la garganta? ¿Por qué no podía correr detrás de la vieja y traerla ahí, para hundirle la cara entre las brasas?

Por fin cesó el suplicio de la inmovilidad y de la mudez. Podía moverse, andar, pero ¿hacia dónde? No quería apartarse del árbol; de un momento a otro, Coetí podría reaparecer por cualquier lado. Sorprendióse a sí mismo preguntando al arbolillo qué había sido de ella, si estaba muerta o regresaría viva. Acechó frondas. ¡Ni un ruido humano! Se echó bajo la planta y se recostó en su tronco.

La noche sobrevino silenciosa; cayó como polvo de carbón sobre las cosas, ennegreciendo todo. El mozo quiso dormir pero no pudo; en el tronco del árbol le parecía que latiera un corazón. Además creía que alguien le espiaba desde las sombras y quedó de nuevo inmóvil. No quería moverse; tampoco dormir. Debía permanecer despierto, porque ese alguien que le espiaba desde las sombras podía venir a hacerle algún daño terrible. Con la cabeza entre las manos, miedosamente, fue entrando en los dominios de la sombra.

Despertóse con el alba, invadido por un aroma penetrante. Al ponerse de pie golpeó la cabeza contra las ramas y cayó una lluvia de pétalos blancos. Todo el árbol florecía en esa altura primorosa. Pero él esperaba otro acontecer más extraordinario, y como no sobreviniera, acabó por evocar a la amada cual un fantasma que había ascendido al plano de su imprecisa teogonía. Huyó del lugar como una oscuridad sagrada. Cuando huyó el forastero, Chiró regresó dispuesta a recuperar a su nieta. Sabía cómo hacerlo; pero sin embargo se detuvo vacilante. Con la boca abierta y las manos temblorosas, quedó mirando a un pajarillo rutilante, que aleteaba en giros rumorosos; no se veían sus alas ni plumas, nada más que una ovoidea criatura irisada, de pico largo y fino como espina de coco-tero traspasada de luz. Con fugaces movimientos contráctiles se alejaba, rauda, esquiva, en temerosa apariencia de que lo detuviesen por más tiempo de lo que quisiera. Huía pero retornaba voluble, audaz para el goce, singularmente alerta aun en el instante placentero de libar el néctar. Parecía jactanciosa de su capacidad de mantenerse etérea, lejana, inaprensible. Chiró quedó espantada, pero no se atrevió, como no se atrevieron antes, ni se atreverán después, a darle caza y retorcerle el cuello. El ave se dio cuenta precisamente de la intrusa, y huyó de un solo vuelo rectilíneo, hasta perderse como una hoja entre las hojas.

Las flores violadas aprisa quedaron temblando, empañadas de impreciso tinte que se diría de rubor. Extraño tinte que parecía venir del corazón de la planta, como un reflejo de tristeza, de humillación, que permeaba las corolas, invadía la blancura general con el cromatismo del violado, desde el lila rosado, color de lejanías, matiz de añoranza, hasta el morado intenso, tinte de la carne macerada.

Al principio Chiró rehusó admitir la verdad de sus propios pensamientos; sin embargo era aquello tan claro, demasiado claro, pero también demasiado horrible. La reaparición de la joya alada cortó sus cavilaciones. Volvía el ave luminosa bajo el sol. Aparentemente inmóvil, parecía meditar sobre las corolas manchadas, vivir el recuerdo cercano de sus éxtasis, esos aromados segundos de embriaguez en las flores blancas.

A la proximidad de la maravilla irisada, insolentemente bella, increíblemente cruel es su fragilidad y pequeñez, Chiró vio, sí, vio que las flores se movían temerosas o anhelando acaso otra invasión del rosado pico.
-¡Es él! -gritó la anciana, evocando un impreciso país radiante, Kuajajhy tava, donde habitaba Mbaé í humby, cierto príncipe voluble, condenando por los genios a la perenne e infructuosa búsqueda de su ideal. Este ser inconstante, ave de paso en todos los vergeles, realizaba sus extraordinarias nupcias en el limbo de las flores; y ahí estaba, girando sobre las corolas, ronroneando desafiante, inexorablemente dispuesto a perforar los vasos, pero sin pararse ya en ellos, como si amoratados como estaban hubiesen dejado de atraerlo. Vagaba de un lado a otro, experto, incólume, brillantemente burlón ante sus víctimas.

-¡Manacá! -declaró Chiró, con los ojos llenos de lágrimas. Comprendía que había llegado tarde. Ya no se cumplirían los designios de los astros. La nieta se hallaba imposibilitada para el amor de los hombres de su estirpe, que exigían el mará né yen la elegida; la negación de toda culpa, lo puro, virginal e intacto. La anciana se acusó a sí misma de codicia desmesurada. Suya era la ambición que hizo la desgracia de su nieta. Pero esa desgracia podía ser reparada todavía. No haría nada para recuperarla ahora, ni después. La corola inhibitoria ocultaría lo irreparable. Desde entonces la blancura de la "azucena del bosque" disfraza el manacá. El arbusto, noche a noche, entrega su violado mando al rocío, al milagro de las emanaciones siderales, para recogerlo al amanecer, restaurado, con la aparente blancura del bien perdido.

De este modo se cumplió la revelación de los astros. Prisionera en la planta de manacá. Coetí se siente feliz con las caricias de un príncipe encantado, el picaflor.

1. Tu límpida belleza ilumina rutilante como el lucero de la mañana.
 
 
 

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