LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA – VOLUMEN I
CAUSAS E INICIOS DEL MAYOR CONFLICTO BÉLICO
DE AMÉRICA DEL SUR
Título original: THE PARAGUAYAN WAR/ V. 1. CAUSES AND EARTY CONDUCT
© THOMAS WHIGHAM, 2010
© De esta edición: Santillana S.A., 2010
Avenida Venezuela 276, Asunción
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Cubierta : Interior de la iglesia de Humaitá, bombardeada en 1867. Albúmina, 1868, 13 x 18 cm. Fotografía tomada por Carlos César, comisionado por el ejército brasileño para documentar el estado de Humaitá tras el bombardeo. Pertenece a la Colección Centro de Artes Visuales/Museo del Barro (Legado/Familia de José Antonio Vázquez). Fotografía del original realizada por Jorge Sáenz.
Diseño de cubierta: MARIANA BARRETO CURTINA
Maquetación: JOSÉ MARÍA FERREIRA
Dirección editorial: MARÍA JOSÉ PERALTA
Traducción y edición: ARMANDO RIVAROLA
Corrección: EMILIA PIRIS GALEANO
ISBN 9789995390730
Impreso en Paraguay. Printed in Paraguay.
Primera edición: octubre de 2010
Reimpresión: abril de 2011 (489 páginas)
Una editorial del Grupo Santillana que edita en Argentina- Bolivia - Brasil - Colombia - Costa Rica - Chile - Ecuador- El Salvador - España - Estados Unidos - Guatemala - Honduras - México - Panamá -Paraguay - Perú - Portugal - Puerto Rico - República Dominicana - Uruguay - Venezuela
Quedan prohibidos la reproducción total o parcial, el registro o la transmisión por cualquier medio de recuperación de información, sin permiso previo por escrito de Santillana S.A.
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE: LOS ALBORES DE LA NACIONALIAD
1. AMBIENTE Y SOCIEDAD
2. EL ASCENSO DE LA POLÍTICA
3. GUERRA Y CONSTRUCCIÓN NACIONAL
SEGUNDA PARTE: VECINOS PROBLEMÁTICOS
4. PARAGUAY FRENTE AL IMPERIO
5. LAS DISPUTAS EN LAS MISIONES Y EL CHACO
6. EL EMBROLLO URUGUAYO
TERCERA PARTE: COMIENZA LA GUERRA
7. PREPARACIÓN MILITAR
8. LA CAMPAÑA DE MATO GROSSO
9. NEUTRALIDAD PUESTA A PRUEBA
CUARTA PARTE: LA OFENSIVA PARAGUAYA
10. CORRIENTES BAJO FUEGO
11. LA BATALLA DEL RIACHUELO
12. LA MARCHA A RIO GRANDE
QUINTA PARTE: CAMBIA LA MAREA
13. TRASPIÉS EN EL SUR
14. EL SITIO DE URUGUAIANA
15. RETIRADA A PASO DE LA PATRIA
CONCLUSIÓN PARA LA EDICIÓN EN CASTELLANO
BIBLIOGRAFÍA
INDEX
RECONOCIMIENTOS
Cualquier investigador que tenga la fortuna o la desdicha de trabajar en un tópico complicado durante un lapso de muchos años necesariamente acumula una larga lista de deudas con académicos y amigos. Este es precisamente mi caso. La mayor parte de lo que es profundo y sólido en este volumen se debe a los esfuerzos de otros de cuyos consejos me he beneficiado.
La investigación en Sudamérica y Estados Unidos fue posible gracias a aportes del Fulbright-Hays Program, la American Philosophical Society y el programa University of Georgia Faculty Research.
Estoy agradecido a los directores y el staff de diversos archivos y bibliotecas, incluyendo el Archivo Nacional de Asunción, la Biblioteca Nacional, el Centro Paraguayo de Estudios Sociológicos y el Museo Histórico Militar (Asunción); el Archivo General de la Nación (Buenos Aires), el Archivo del Banco de la Provincia de Buenos Aires, el Museo Mitre, el Archivo General de la Provincia de Corrientes, el Instituto de Investigaciones Geo-Históricas (Resistencia), el Archivo Histórico y Administrativo de Entre Ríos (Paraná); el Instituto Histórico e Geográfico Brasileiro (Rio de Janeiro), la Biblioteca Nacional (Rio), el Arquivo Histórico do Exército (Rio), el Servicio Documental Geral da Marinha (Rio) , el Arquivo Histórico do Rio Grande do Sul (Porto Alegre); la Biblioteca Nacional (Montevideo); la Oliveira Lima Library (Washington), la Nettie Lee Benson Library (University of Texas at Austin), la Spencer Library (University of Kansas), la Tomas Rivera Library (University of California at Riverside) , y la Hispanic Division of the Library of Congress (Washington) .
Académicos en varios países me proporcionaron consejo crítico. Los canadienses Roderick J. Barman, Stephen Bell y Hendrik Kraay fueron especialmente serviciales, al igual que los brasileños Francisco Doratioto, Reginaldo da Silva Bacchi, Adler Hornero Fonseca de Castro, Heraldo Makrakis, Eliane Pérez y Eduardo Ítalo Pesce. Los uruguayos Alicia Barán, Luis Rodolfo González Rissotto y, particularmente, Juan Manuel Casal me alertaron sobre ciertas fuentes inusuales y corrigieron errores y debilidades del manuscrito. También recibí útiles sugerencias de los argentinos Tulio Halperin Donghi, Ariel de la Fuente, Dardo Ramírez Braschi, Alberto Rivera, Miguel Agustín Medrano, Ignacio Telesca y Ernesto J. A. Maeder. La misma deuda la tengo con los paraguayos Milda Rivarola, Alfredo Boccia Romanach, Arnaldo Fernández, Hérib Caballero Campos, Armando Rivarola, Ricardo Scavone Yegros, Guido Rodríguez Alcalá, Marta Fernández Bogado y los siempre recordados «Tito» Duarte y Aníbal Solís; con los británicos Denis Wright, Chris Leuchars y Leslie Bethell; los alemanes Wolf Lustig y Barbara Potthast; el francés Luc Capdevila, el italiano Marco Fano y el ruso Moisés Al'perovich.
En los Estados Unidos, obtuve valiosas recomendaciones de Richard Graham, Jeffrey Needell, Carol Reardon, William McFeely, Erick Langer, Peter Hoffer, Amber Smock, John Chasteen y "Pato" Barr-Melej. Theodore Webb, Kerck Kelsey, Joseph Howell y la finada Billie Gammon compartieron conmigo algunos documentos fascinantes de la familia Washburn. Mi mayor agradecimiento va para John T LaSaine, Jr., Loren «Pat» Patterson, Thomas Davies y Jerry W. Cooney, cada uno de los cuales contribuyeron inconmensurablemente con la realización de este proyecto. Yo simplemente no habría podido llevarlo a cabo sin ellos.
Finalmente, deseo agradecer a los miembros de mi familia, particularmente a mis hijos Alex y Nicholas, quienes me mostraron que ser padre es tan iluminador como ser historiador, y muchas veces más gratificante.
THOMAS WHIGHAM
Watkinsville, Georgia, Estados Unidos, agosto de 2010
POR QUÉ HAY QUE LEER ESTE LIBRO
Este es el primer volumen de un extensivo estudio del profesor estadounidense Thomas Whigham. Abarca desde los orígenes de las incipientes naciones que surgieron con la independencia de España y Portugal en el Río de la Plata hasta el fracaso de la ofensiva lanzada en 1864 por Francisco Solano López en la sangrienta guerra que se desató en la segunda mitad del siglo XIX entre el Paraguay, por un lado, y la alianza de Brasil, Argentina y Uruguay, por el otro. La larga y atroz fase defensiva que se inicia en 1866 y concluye en 1870 se aborda en un segundo volumen inédito, que está en etapa de finalización y saldrá a luz próximamente.
La versión en inglés del presente libro, publicada en 2002 por University of Nebraska Press con el título The Paraguayan War, causes and early conduct, estuvo editorialmente dirigida a un público principalmente académico, por lo cual quedó circunscripta a una comunidad relativamente pequeña de estudiosos. El objetivo de esta edición en castellano es ampliar ese círculo, con el convencimiento de que ello significará un aporte valioso, ya que existe consenso entre destacados especialistas de que esta es una obra fundamental, entre las más sólidas y mejor documentadas que se haya escrito sobre la Guerra de la Triple Alianza.
El profesor Thomas Whigham (55) , doctor en Historia por la Universidad de Stanford y actualmente catedrático de la Universidad de Georgia, autor de más de una docena de libros e incontables ensayos y artículos sobre los períodos colonial y moderno de América Latina, exhibe en este trabajo un impresionante cúmulo de fuentes consultadas, con una completa revisión de la literatura histórica sobre el tema y el aporte de numerosísimos documentos y testimonios en archivos, museos, colecciones y periódicos no solo de los cuatro países involucrados en la contienda, sino también de varios otros de la región, como Chile, Perú y Bolivia, y de las grandes potencias de la época, como Gran Bretaña y Estados Unidos.
Sin embargo, la importancia y la originalidad de este libro no radican simplemente en su indiscutible rigor metodológico y científico, sino en la contextualización de aquellos trágicos hechos desde una perspectiva que excede holgadamente a las partes en conflicto, supera sus visiones particulares, sus intereses, sus prejuicios, y permite hacerse una idea no ya solo de lo que ocurrió, sino, fundamentalmente, de por qué ocurrió.
Por un lado, Whigham ubica a la guerra como el estallido final de tensiones que comenzaron a aflorar en la época colonial y que se acentuaron con la disgregación del Virreinato del Río de la Plata y el coincidente advenimiento del Imperio del Brasil. La Guerra de la Triple Alianza no está aislada de las encarnizadas luchas entre unitarios, federales, riograndenses, cariocas, porteños, orientales, paraguayos, correntinos, del choque entre corrientes modernizadoras y tradiciones coloniales, de antagónicas visiones y ambiciones de las antiguas y las jóvenes élites. Todo lo contrario: fue su episodio más brutal y culminante.
Por otro lado, el autor plantea la idea de que la guerra fue el gran factor catalizador para consolidar las naciones todavía embrionarias surgidas del proceso de independencia. Un parto muy doloroso de lo que hoy son el Brasil, la Argentina, el Uruguay y también el Paraguay, al que le tocó pagar por ello un altísimo precio. Dice Whigham que la Guerra de la Triple Alianza tuvo para América del Sur una significación similar a la que tuvo la Guerra Civil de los Estados Unidos para América del Norte. Esto es algo que los países protagonistas todavía no han comprendido en su justa magnitud.
Con exposición amena y por momentos cautivante, este libro presenta un preciso y detallado relato de los acontecimientos. Pero más que para conocer de la Guerra de la Triple Alianza, de la que ya se ha escrito bastante, este es un libro para entenderla. En ello reside, en mi opinión, su verdadera singularidad.
La traducción y edición fue hecha en permanente consulta y colaboración mutua con el autor, lo que hizo posible dilucidar ambigüedades, corroborar el sentido real de ciertos giros traicioneros del idioma, corregir unos pocos errores que se habían deslizado en la versión en inglés y agregar aspectos que no habían sido tenidos en cuenta o que fueron mejor aclarados por investigaciones posteriores a la primera publicación. Un ejemplo es un cambio en la caracterización de Madame Lynch a partir de la biografía de Michael Lillis y Ronan Fanning (Calumnia. La vida de Elisa Lynch y la Guerra de la Triple Alianza) lanzada en 2009 también por Taurus. En la mayoría de los casos, las citas en castellano están consignadas en su versión original, para lo cual volvimos a recurrir, siempre que fue factible, a archivos y fuentes primarias. Si, pese al cuidado que hemos tenido, se filtró algún error por nuestra parte, nos adelantamos a pedir las disculpas correspondientes a las lectoras y lectores.
Finalmente, en lo personal, quisiera agregar que ha sido un honor y un gran placer trabajar para poner esta extraordinaria obra a disposición del público de habla hispana. Agradezco al profesor Thomas Whigham y al sello Taurus por haberme permitido formar parte de este proyecto.
ARMANDO RIVAROLA,
Asunción, setiembre de 2010
INTRODUCCIÓN
Los axiomas sobre la naturaleza de la guerra son tan viejos como la guerra misma. Tucídides decía que los hombres van a la guerra por una de tres razones: temor, interés u honor. Siglos más tarde, Carl von Clausewitz sostenía que la guerra es la continuación de la política por otros medios, en tanto que William Tecumseh Sherman, sucinta y memorablemente, sentenciaba que la guerra es «nada más que el infierno». Ninguno de ellos tenía en mente al Paraguay, pero sus lecciones en Siracusa, Austerlitz y Kennesaw Mountain son también aplicables a aquella república sudamericana y sus vecinas entre 1864 y 1870. La guerra puede insuflar nueva vida a sistemas políticos moribundos, puede empujar a humildes figuras a posiciones de prominencia, puede redefinir naciones, pero también mata extensiva e indiscriminadamente, por lo general sin distinción entre inocentes y culpables y dejando devastación a su paso. La Guerra del Paraguay o de la Triple Alianza, en todos estos sentidos, no fue diferente a todos los conflictos que la precedieron.
Sin embargo, la Guerra de la Triple Alianza sí fue distinta a todas las que se habían visto en esta parte del mundo. Presentó una notable mezcla entre lo moderno y lo antiguo, con buques acorazados y globos de observación compartiendo el escenario con batallones de soldados descalzos armados con lanzas de tacuara.
La guerra también tuvo amplios efectos políticos. Hizo posible la consolidación final de la Argentina como un estado-nación y abrió un nuevo capítulo en la lucha entre los partidos Colorado y Blanco en el Uruguay; elevó la posición social y política de oficiales militares brasileños, una tendencia que a la larga llevaría al derrocamiento del imperio; y aplastó al Paraguay, aniquilando sus instituciones económicas y sociales y haciendo que su población de 450.000 se encogiera en alrededor del 70 por ciento.
La Guerra de la Triple Alianza conlleva la misma relación con la historia de América del Sur que la Guerra Civil de Estados Unidos con la de América del Norte. Con todo ello, y a pesar del lugar central que ocupa en la experiencia de cuatro países, relativamente pocos académicos la han examinado. Esto es en parte debido a las dificultades en la documentación, la cual se encuentra dispersa en una serie de diferentes archivos, bibliotecas y colecciones privadas distribuidos en muchos países. Consultar incluso una porción de este material constituye una tarea tan formidable que la mayoría de los académicos ha limitado sus investigaciones a fuentes secundarias.
Otro problema que enfrentan los investigadores tiene que ver con las caldeadas polémicas que estallaron durante el conflicto, continuaron posteriormente por varias generaciones y en muchos aspectos persisten hasta nuestros días. Las agendas políticas y la inflexibilidad filosófica ensombrecieron los hechos y pocos intentos se hicieron para entender qué exactamente ocurrió. Ninguna interpretación ha sido íntegramente satisfactoria y esto ha llevado a muchas controversias estériles acerca de las causas iniciales y las motivaciones. Los académicos, por lo general, se han limitado a pequeños análisis reales de la guerra en sí misma. Al ofrecer este primero de dos volúmenes sobre el tópico, espero relatar una historia complicada desde una perspectiva más amplia e integral, de la manera más clara y completa posible.
Creo que la mejor explicación de los orígenes y la gestación de la guerra descansa en el pequeño ámbito de las ambiciones políticas y cómo estas ambiciones se expresaron en la construcción de nuevas naciones. El diccionario define «nación» como una comunidad de personas de una o más nacionalidades con su propio territorio y gobierno. El habitante medio del continente sureño, sin embargo, tenía una multitud de problemas cotidianos que resolver y, por lo tanto, poco interés en cualquier «nación» que no pudiera ver con sus propios ojos. Tenía mínima consideración por otros «ciudadanos» que no conociera o entendiera. ¿Qué podían hacer por él en términos prácticos? Si tenían diferentes costumbres, diferente idioma y diferente visión del mundo, ¿cómo entonces podían ser parte de su realidad política?
Significativamente, el Paraguay era la única «nación» o «cuasinación» en la región, basada como estaba en estrechas tradiciones de paternalismo y solidaridad comunitaria, dentro de un ambiente cultural único. Este ambiente era, en ciertos sentidos, más indio que español en su carácter. Proporcionaba a los paraguayos su propio idioma, el guaraní, y una identidad que aparecía en términos amplios como «nacional» incluso durante la era colonial. Tal vez Chile tenía algún grado de tal sentimiento nacional en el mismo período, pero ni la Argentina ni el Brasil podían exhibir algo que se le asemejara.
La «Argentina» era esencialmente una ciudad -Buenos Aires- con una cultura política típicamente urbana y una élite supuestamente «liberal» y modernizadora que buscaba proyectar su imagen de la nación al atrasado y recalcitrante interior. La gente en el campo tenía poco apego por los porteños, como llamaban a los habitantes de Buenos Aires, y ciertamente ningún interés en vivir bajo su sombra. Para que los provincianos aceptaran una Argentina unida bajo reglas porteñas, necesitaban concebirse a sí mismos como «argentinos» antes que riojanos, entrerrianos o salteños. No tenían preparación histórica para esta perspectiva y les resultaba difícil adoptarla, así como los venecianos o los bávaros encontraban difícil pensarse a sí mismos como italianos o alemanes. A diferencia de la gente del Paraguay, los argentinos necesitaban que la identidad nacional fuera creada para ellos. Este era un proceso muy desigual, puesto que si las provincias rechazaban algún aspecto del libreto, los porteños estaban listos para imponérselo por la fuerza.
Brasil era un país enorme con divisiones sociales complejas. En términos culturales, las regiones del norte y el nordeste eran muy diferentes de las ciudades de Rio de Janeiro y Sáo Paulo, así como de las amplias planicies de Rio Grande do Sul. Es verdad que la lengua portuguesa y un corpus compartido de tradiciones del Viejo Mundo mantenían al Brasil unido en torno a ciertas usanzas. Algunas regiones seguían esas tradiciones mucho más que otras, sin embargo, y un importante grupo social -los esclavos africanos- se adaptaban a ese contexto cultural solamente a través de la coerción. En cuanto a la lengua, las variedades carioca, paulista, gaúcha y sertaneja del portugués, aunque mutuamente inteligibles, diferían sustancialmente en vocabulario y acento. Y, por encima de todo, las provincias del nuevo Imperio brasileño soportaban un agudo aislamiento, una circunstancia que era tan desestabilizadora como inevitable.
Lo que el Brasil carecía en unidad social lo compensaba parcial-mente con la tenacidad de sus élites dirigentes en su dedicación por las instituciones de la esclavitud y la monarquía de Bragança. La «nación» brasileña reflejaba los intereses de la élite, conformada por grandes mercaderes, burócratas, fazendeiros y productores agrícolas, personas de muy buena posición que se casaban entre ellas. Muchos habían obtenido títulos de Derecho o Medicina en universidades europeas. Se vestían del mismo modo y tenían los mismos hábitos. Inter-cambiaban chistes y reflexiones en latín, una práctica que los ayudaba a definirse como grupo mediante la diferenciación con otros brasileños (sin excluir a la mayoría del clero).
Estas élites consideraban la política como su prerrogativa natural a la par de reconocerle una encumbrada posición al emperador. Le dejaban la tarea de proteger a las masas, que ellos juzgaban incapaces de autogobernarse y poco dignas de mucha atención en cualquier caso. El Brasil que deseaban crear explícitamente identificaba el rol de la monarquía con el de la nación, con el propósito de defender mejor sus privilegios tradicionales al tiempo de hacer avanzar al país económicamente. Proclamaban que la monarquía evitaba la descomposición social, mientras que el republicanismo nominal de los estados hispanoamericanos gene-raba nada más que conflictos. El emperador debía estar en el centro de cualquier sistema político moderno, sostenían, debido a que él simbolizaba todo lo que era civilizado, todo a lo que el país podía aspirar.
Cada uno de los países que participaron en la Guerra de la Triple Alianza ofrecía su propia solución a los desafíos de la independencia. La dirigencia paraguaya era claramente más persuasiva en convencer a la población de aceptar su definición de «nación». Esto era en parte una cuestión de escala. Paraguay era un país pequeño, más fácil de controlar y poseía un fuerte sentimiento de comunidad. Pero tanto las élites de la Argentina como del Brasil se sentían también seguras de sus propias interpretaciones de la nacionalidad. ¿Cuál modelo sería más adecuado, el de una pequeña nación con una cultura y una política claramente definidas o el de una nación grande con política y cultura cívica artificiales e importadas? Esta pregunta no se enmarcaba dentro de una simple cuestión de ideas y palabras, sino de acciones. Y estas acciones tendían a ser sangrientas.
La lucha sobre las especificidades de la nacionalidad era obvia en el Uruguay, el cuarto país involucrado en la Guerra de la Triple Alianza. La Banda Oriental, como era llamada comúnmente, había sido testigo de una gran competencia entre españoles y portugueses durante el período colonial. Aun después de obtenida la independencia, la intervención extranjera y las pendencias partidarias entre colorados y blancos mantuvieron al Uruguay al borde del caos hasta mediados de los 1860. Bajo tales circunstancias, su pueblo no podía decidir cuál modelo de nacionalidad elegir. En ello radicó su tragedia y, a la postre, la de toda la región.
Los enfrentamientos entre partidarios de los distintos paradigmas iban desde esfuerzos simplistas de influenciar la opinión de los pobres hasta confrontaciones intermitentes sobre territorios en disputa y acceso a los ríos. Ello inevitablemente llevaría a un conflicto de gran escala que involucraría a cientos de miles de personas. La Guerra de la Triple Alianza fue el resultado más brutal y profundo de un proceso que venía gestándose por generaciones.
Cuatro patrones históricos interrelacionados son distinguibles a lo largo del mismo. Primero, los límites -nacionales y de otro tipo- eran inestables, aun cuando los tratados cuidadosamente los definían. Segundo, la lógica económica alentaba violentos encuentros a través de estas fronteras, en la medida en que los esfuerzos por controlar recursos y rutas comerciales excedían el respeto formal por la soberanía. Tercero, la política era confusa y problemática, con el poder de la autoridad central extendiéndose hacia el interior solo tentativamente. Finalmente, e irónicamente, el rasgo que sí mantenía unida a la gente era una tradición marcial de cierta antigüedad. El pueblo, acostumbrado a pelear pequeñas guerras, estaba preparado para pelear una grande. Cuando esta llegó, fue terrible.
La Guerra de la Triple Alianza fue un conflicto de personas comunes -agricultores, granjeros, peones, zapateros, vendedores ambulantes y muchos otros-, hombres que se reunieron, compartieron muchas noches insomnes, celebraron, sufrieron hambre y privaciones, se embriagaron, penaron y sufrieron cuantas tribulaciones se pueda imaginar. Para tales hombres y mujeres, la guerra no tenía nada que ver con la construcción de una comunidad humana más perfecta. Habrían reaccionado con mezcla de burla y desagrado ante la sugerencia de que sus esfuerzos encajaban dentro de algún modelo superior de desarrollo histórico. Después de todo, era su sangre la que cubría los campos del Paraguay, sus vidas las que nunca serían las mismas. Para ellos, la guerra no era política, sino personal, evidencia horrible del precio que algunos pagan por el sueño de otros.
PRIMERA PARTE
LOS ALBORES DE LA NACIONALIDAD
AMBIENTE Y SOCIEDAD
La Guerra de la Triple Alianza tiene muchas causas. Algunas son particulares de los 1860, mientras otras se remontan a la última parte del período colonial y de los períodos iniciales de la independencia, cuando ciertos parámetros políticos de la época comenzaron a moldearse. Y algunas de las causas de la guerra, específicamente las razones de su ferocidad y duración, pueden ser entendidas solamente mirando muy atrás en el pasado de la región del Plata y observando el comportamiento de su población en su proceso de adaptación a un ambiente radicalmente cambiante.
Miles de años atrás, cuando los seres humanos por primera vez erraron por los confines meridionales de América del Sur, sus necesidades eran del tipo más inmediato. La simple supervivencia era su principal preocupación. En esto tenían alguna suerte, ya que la naturaleza había surcado de ríos el interior del subcontinente, con muchas especies de peces. Asimismo, las selvas y praderas albergaban toda clase de animales, desde vizcachas hasta osos perezosos y los siempre presentes y desafiantes carayás. Poco esfuerzo era necesario, por lo demás, para procurarse las muchas raíces y plantas comestibles que el suelo proporcionaba. El clima era usualmente clemente, aunque en las zonas internas el calor, los veranos húmedos y los cortos, pero helados inviernos no eran infrecuentes.
En la mayoría de los aspectos, la región nutría a sus primeros habitantes con las necesidades de la vida, dejándoles tiempo libre para ocuparse de rituales, las artes decorativas y el hábito de la guerra, que practicaban con excepcional entusiasmo. Así pelearan por gloria, venganza o acceso a mejores áreas de caza, estos primeros pueblos siempre lo hicieron con fiereza. No construyeron ciudades o carreteras. No dejaron pirámides o templos para que sus descendientes los contemplasen y admirasen. Pero forjaron un espíritu marcial y una tradición de coraje físico que se reprodujo en múltiples formas a lo largo de los siglos.
LA DIMENSIÓN GEOGRÁFICA
El sistema de los ríos Paraná y Paraguay domina esta parte de América del Sur, fluyendo de norte a sur en un largo arco a través de una amplia y verde pradera antes de desagotar en el Río de la Plata y el mar. El grueso de sus corrientes se dibujan en la porción este de su cuenca. En el noreste, su curso es alimentado por cientos de arroyos con origen común en los altos brasileños de Minas Gerais, lo que determina un terreno decisivamente húmedo aguas abajo.
El Paraná en sus confines altos es tan turbulento que incluso embarcaciones a vapor debían navegarlo por las costas para eludir la fuerza completa de su corriente. Guando su dirección dobla abruptamente hacia el oeste cerca de Posadas se vuelve ancho y relativamente profundo, pero nuevamente cambia su carácter cerca de los saltos de Apipé. Allí el Paraná se hace menos hondo, hasta unos dos metros en aguas bajas. Algunos kilómetros al oeste se encuentra con el río Paraguay y luego se profundiza y se ensancha una vez más, hasta alrededor de 4 kilómetros de orilla a orilla. Aquí el Paraná se llena de islas y bancos de arena, lo que ofrece pocas posibilidades para la navegación, salvo que los obstáculos más peligrosos sean dragados. En general, la orilla izquierda del río no permite la construcción de puertos; aunque hay lugares -como en Corrientes- con largas barrancas bien definidas, las intermitentes marismas impiden el contacto entre el canal principal del río y las tierras más altas hacia el este. La orilla derecha, por su parte, está regularmente inundada hasta más al sur de Santa Fe. Los pueblos en esa margen del río podían ser erigidos solamente a cierta distancia de la costa.
El río Paraguay, que corre hacia el Paraná desde el norte, es de una tonalidad más oscura que el ocre, parecido al té de yerba mate, o mate cocido, cortado con leche que se bebe en la región. El río fluye a lo largo de una meseta de arenisca en el norte de Mato Grosso hacia una llanura tan plana que el agua habitualmente anega ambas orillas. Debajo de Asunción, inmensos esteros tipifican la región al este del río, algunos de los cuales alcanzan hasta 100 kilómetros tierra adentro. Solamente un tributario de canal profundo, el río Tebicuary, proporciona un pasaje a través de estos pantanos.
Los ríos Paraná y Paraguay se combinan para establecer el ritmo anual del sistema del Plata. Las aguas altas que se acumulan en el Paraná en enero y febrero alcanzan Santa Fe para principios de abril. El Paraguay adquiere su máxima altura en Asunción en mayo. Su mayor caudal llega al Paraná a finales de ese mes, prolongando el período anual de crecidas. Durante la estación de lluvias de noviembre a enero, la aguada del Paraná se junta con la del Paraguay para producir notables riadas hacia el sur.
En el sudeste del Paraná descansa el rojizo río Uruguay, que es más estrecho y menos veloz en la mayor parte de su curso en comparación con el Paraguay y el Paraná. Estos dos son grandes ríos en todo momento, mientras que el Uruguay experimenta importantes fluctuaciones, algunas veces reduciéndose a una fracción de su caudal habitual. Una similitud entre el Uruguay y el Paraná es que el curso de ambos es interrumpido por numerosos rápidos, saltos y cataratas. Pero mientras que en el Paraná los bancos de Apipé interfieren poco con los poblados de las regiones adyacentes en Paraguay y Argentina, la sucesión de cascadas en Mbutui y Santa Rosa en el Uruguay crea un infranqueable problema para la navegación, excepto en las temporadas de lluvias. Como resultado, las zonas norteñas de este último permanecieron poco conocidas y habitadas hasta relativamente tarde en el período colonial.
Aunque los ríos son los rasgos geográficos más salientes de la región del Plata, sus pobladores eran normalmente gente de tierra firme (la excepción eran los indios payaguá del Alto Paraguay, que tenían fama de dominar el río y hasta de vivir en islas de camalotes flotantes). En el sur, los primeros pueblos construían sus campamentos cerca de los arroyos de las praderas de la Pampa, donde podían cazar ñandúes, armadillos y más tarde ganado vacuno. Solo algún ocasional árbol de ombú interrumpía este océano de altas pasturas, que se extendía por miles de kilómetros desde las estribaciones de los Andes hasta la Banda Oriental. Una predilección por los espacios abiertos y una renuencia a acatar cualquier mandato distinto al impuesto por la naturaleza caracterizaban a los pueblos que pasaban sus vidas en estas vastas planicies.
Más al norte, las selvas dominaban la escena en todo el trayecto hasta el cenagoso Pantanal de Mato Grosso. Se esparcían en el monte infinidad de florecidos lapachos, urundey y otros árboles de madera dura integrados con arroyuelos, profundas lagunas y kilómetros y kilómetros de elásticas lianas. Arbustos de yerba mate se abrían camino en las laderas de las fragosas colinas de la Cordillera Central del Paraguay y la Cordillera del Mbaracayú en el extremo noreste. Raramente se veían claros en medio del tupido follaje, pero estos espacios abiertos revelaban un suelo sorprendente por el rojo de su arcilla y la blancura de su arena. El efecto era el de una remota jungla, de una naturaleza que apabullaba todo lo que abrazaba. En medio de aquella barroca superabundancia de vida vegetal y animal, el hombre era un ser muy, muy pequeño.
EL ELEMENTO HUMANO
Cuando los españoles arribaron al Plata a principios de los 1500, encontraron bandas de indios nómadas, cada uno de cuyos grupos parecía dispuesto a resistir sus incursiones. La región ofrecía poco a los recién llegados, que buscaban oro y plata, así como una sociedad indígena asentada a la que pudieran imponer un orden colonial.
Bien arriba, en el Paraguay, los españoles finalmente hallaron a los guaraníes, un pueblo semisedentario, los representantes más sureños de los indios tupí-guaraníes parlantes que poblaban el interior del continente hasta tan lejos como el norte de Venezuela. Cada comunidad guaraní estaba compuesta por varios clanes patrilineales que se apoyaban mutuamente y se podían reunir rápidamente para la guerra. Hombres y mujeres desempeñaban roles específicos conforme su género en la organización de su sociedad guerrera. Las mujeres hacían la mayor parte de las labores diarias para la supervivencia del grupo. Tejían fibras vegetales para vestimenta y hamacas y usaban varas puntiagudas para cultivar calabazas multicolores, que los guaraníes comían con maíz nativo y raíces de mandioca. También fermentaban una poderosa cerveza de miel salvaje mezclada con vainas machacadas de arbustos de algarrobo dulce. Y eran igualmente las mujeres las que se ocupaban de atender a los muy pequeños, los muy viejos y, frecuentemente, los muy enfermos.
En cuanto a los hombres, la primera prioridad era humillar a los enemigos en la batalla. No obstante, también suministraban pescado y carne, que eran tan importantes por su valor nutricional como para fortalecer el poder espiritual. La caza era una misión seria y a menudo peligrosa. Requería gran persistencia, ya que los cazadores tenían que pasar largas horas en busca de presas, exponiéndose a un sol abrasador y hordas de agresivos insectos. Muchos no lograban regresar de estas expediciones, lo que incrementaba el prestigio de aquellos que sí lo hacían. Los hombres fabricaban canoas de troncos caídos y construían amplias chozas (malocas) que servían de albergue hasta para sesenta personas cada una. También mantenían viva la historia de la comunidad como narradores, adivinos e intérpretes de sueños.
Los españoles estaban primordialmente interesados en la capacidad militar de los guaraníes. Este era un grupo numeroso, de tal vez unos cien mil individuos congregados dentro de un área de 100 kilómetros de lo que en 1537 se convirtió en Asunción, la «Madre de Ciudades». Como los españoles descubrieron en algunos choques iniciales, los guaraníes eran luchadores formidables con lanzas, garrotes de madera dura o arco y flecha. Usaban camuflaje, avanzaban furtivamente sobre sus enemigos, perdían sus flechas en el último minuto posible y luego irrumpían con sus garrotes para matar a todos, menos a las mujeres jóvenes y a los niños.
Los indios habían desarrollado un meticuloso sentido de organización para la defensa. Ulrich Schmidl, un soldado mercenario bávaro que acompañaba a los españoles en su primera exploración del área, destacaba las preparaciones defensivas de los guaraníes, especialmente las altas empalizadas de madera que rodeaban sus comunidades cerca de Asunción: «a una distancia de cinco metros del muro del pueblo [de Lambaré, los indios] cavaron fosos de la altura de tres hombres uno sobre el otro y colocaron dentro [...] lanzas hechas de palo duro afiladas como es puntiaguda una aguja. Cubrieron esos fosos con paja y pequeñas ramitas del bosque, volcando encima un poco de tierra y hierba para que, en caso de que nosotros los cristianos los quisiéramos correr o asaltar su aldea, cayéramos en estas trampas».1 A diferencia de sus descendientes durante la Guerra de la Triple Alianza, que raramente preparaban adecuadas rutas de escape, los guaraníes cortaban senderos entre las espesuras para permitir la retirada cuando enfrentaban situaciones que los sobrepasaban. Con número, pericia y conocimiento del terreno, eran la clase de aliados que los españoles apreciaban.
Ambos grupos habían combatido con muchos enemigos. Cruzando el río en el Gran Chaco había miles de salteadores guaicurúes, a quienes los guaraníes tenían por crueles e implacables oponentes. No menos peligrosos eran los mbayás, que habitaban las selvas a cientos de kilómetros al norte, y los guaraníes, aun más cerca, en las colinas del este. Los guaraníes, quedaba claro, vivían en un mundo de enemigos y llevaban cicatrices de innumerables campañas. No importaba cuán organizados y bravíos fueran, nunca podían sentirse seguros. Por lo tanto, veían a los españoles con la expectativa de una fructífera alianza, a pesar de algunos conflictos violentos entre ellos.
Los españoles también se sentían complacidos con la alianza. El que los guaraníes se mostraran generosos y flexibles, y las mujeres amigables, eran incentivos adicionales. La bahía de Asunción, un codo protegido en el río Paraguay, estaba perfectamente situada como posición defensiva; podía servir como base de operaciones para futuras exploraciones río arriba y en el Chaco. Sin el apoyo indígena, los españoles no tenían esperanzas de mantener su presencia allí.
Una mitología considerable se ha desarrollado en torno a estas etapas tempranas de la cooperación hispano-guaraní. Escritores nacionalistas paraguayos mantienen que el mutuo respeto y el afecto caracterizaban los contactos entre los pueblos del Viejo Mundo y el Nuevo. Los beneficios de la alianza, argumentan, sobrepasaban todas las diferencias de cultura entre los españoles y los indios. Estos veían la nueva relación como una extensión de sus prácticas sociales tradicionales, en las cuales los miembros del mismo grupo familiar se debían favores y trabajo recíproco unos a otros. Dado que cada español tomó múltiples esposas indias, los distintos clanes guaraníes gustosamente aceptaron como naturales las demandas por asistencia.
Pese a estas leyendas de inicial armonía, conflictos entre europeos e indios estallaron en muchas ocasiones durante la segunda generación. Ninguno de los bandos confiaba en el otro. La peor violencia llegó en los 1550, cuando los españoles comenzaron a adjudicar concesiones de mano de obra indígena (encomiendas) para compensar a trescientos colonizadores europeos. Estas concesiones asignaban guaraníes a los colonizadores como trabajadores permanentes, en un sistema difícil de distinguir de la esclavitud.
Cuando los indios se rebelaron, la respuesta fue una despiadada represión. Miles murieron. Este ruinoso estado de cosas fue exacerbado por una simultánea epidemia de sarampión. Al final, los españoles controlaron las revueltas con la ayuda de aquellos guaraníes que aceptaron las nuevas estipulaciones coloniales.2 La vieja alianza entre indios y europeos así desapareció. En su lugar creció un nuevo orden social en el que los españoles lideraban y los indios obedecían.
Durante estos años, la colonia permaneció frágil. Los guaicurúes no se mostraban mejor dispuestos que los guaraníes a congeniar con los españoles. Al contrario, protagonizaron incursiones tras incursiones contra las nuevas poblaciones, tomaron muchos cautivos y mataron a aquellos a los que no podían llevar prisioneros.
Paraguay jugó solo un rol menor en la colonización europea de Sudamérica. Los españoles comenzaron su ocupación allí solamente después del fracaso de su afincamiento en Buenos Aires. Para 1580, sin embargo, se reestablecieron en la futura capital argentina, tras llegar a la conclusión de que los ríos internos no ofrecían acceso a la plata del Perú. Los asentamientos paraguayos languidecieron en consecuencia, y esta indiferencia hizo posible una inusual evolución social.
EL DESARROLLO DE LA SOCIEDAD HISPANO-GUARANÍ
Los españoles arribaron al Plata con la actitud de hazte-rico-rápido-y-vuélvete-a-casa que marcó su conquista de las Antillas Occidentales y México. Sin intención de permanecer en la región, trajeron muy pocas mujeres con ellos. Los vínculos con las mujeres guaraníes recibieron la amplia aprobación de los líderes indígenas (Mburuvicha), quienes esperaban forjar una alianza necesaria para su propio poder futuro. Los guaraníes y los españoles de hecho se usaron unos a otros. Como resultado, crearon un prodigioso grupo de mestizos que tomaron los apellidos de sus padres, preservaron muchas de las costumbres de sus madres y construyeron un tipo diferente de sociedad.
El primer gobernador del Paraguay, Domingo Martínez de bala (1509-56), bosquejó la formación de esta nueva sociedad. Desde el principio el gobernador reconoció legalmente a sus hijos nacidos de diferentes mujeres indias. Cada hijo creció sin el estigma social que los descendientes de parejas blanco-indias soportaron en otras áreas del continente. Sus hijos varones gozaron muchos derechos de españoles al tiempo de continuar hablando y pensando en guaraní. A sus hijas les fue casi igual de bien, todas ellas casándose con conquistadores.3
Esto podría sugerir que la sociedad hispano-guaraní se sustentaba en partes cuasi-iguales entre Europa y el Paraguay indígena. Ese no era el caso. De los guaraníes provenía un apetito por ciertas comidas y una preferencia por la melódica y profundamente evocativa lengua guaraní, que aun hoy predomina en el habla de los paraguayos. Los indios también preservaron una sensibilidad hacia lo sobrenatural, una fascinación por los fenómenos naturales vientos, cataratas, rocas que rompen la corriente de los rápidos arroyos- y la creencia en una profusión de taimados personajes mitológicos que viven en las sombras tras los árboles.
Los españoles hicieron sus propias contribuciones a esta nueva sociedad. Inauguraron una economía basada en implementos de hierro, gallinas, animales de tiro y labranza. Organizaron un comercio extra provincial en trigo, tabaco y yerba mate que conectó al Paraguay con consumidores de otras áreas de Sudamérica. También crearon estructuras burocráticas de gobierno que pronto trascendieron el tradicional liderazgo del Mburuvicha. Más importante aún, introdujeron la religión católica romana, la cual proporcionó una nueva dirección. El concepto de un diluvio universal, de un redentor que purificaría a la gente con fuego y de una tierra sin mal (yuy maraney) a la cual todos deberían migrar se convertirían en parte del imaginario paraguayo. Tales innovaciones fueron cruciales. Le dieron a la sociedad paraguaya un corazón orientado a Europa, aunque reteniendo asociaciones perdurables con el pasado indígena.4
La casi ausencia de nuevos inmigrantes de España por los siguientes dos siglos permitió que estas tendencias originales se consolidasen, lo que le dio al Paraguay la semblanza de un lugar sin tiempo, fuera de la historia y alejado del progreso. Pero el estatismo era engañoso. En realidad, se estaba produciendo un cambio casi permanente debido a la presión de los saqueos guaicurúes. Los nuevos paraguayos ya que así deben ahora ser llamados- tenían que resistir una continua amenaza externa. Esto dio lugar al crecimiento de un sentido de identidad y comunidad.
Y había también nuevos enemigos que enfrentar, los llamados mamelucos de São Paulo. Estos conquistadores autónomos se ganaron un lugar especial en la historia del Brasil, ya que fueron ellos los que llevaron la bandera de Portugal por las tierras vecinas de Sudamérica, a miles de kilómetros de la costa, en busca de esclavos indígenas. Antes que portugués, comúnmente hablaban una jerga basada en el tupí llamada lingua peral. Los mamelucos llevaban una vida de privaciones y violencia y había poca profundidad en su existencia de día-adía, a excepción quizás de su fe. Su religión se centraba en una simple e irregular adoración de santos con adopción libre de preceptos africanos e indígenas. Al igual que el pueblo hispano-guaraní del Paraguay, los mamelucos eran culturalmente ambiguos. La mayor diferencia entre ellos era el más fuerte sentimiento de comunidad que mostraban los paraguayos. Ambos eran duros luchadores, acostumbrados a vivir de la tierra. Y por períodos, encarnizados enemigos.
LA INFLUENCIA DE LOS MISIONEROS
La imposición de las instituciones católicas podrían haber mitigado la animosidad entre los mamelucos y los guaraníes, pero la cristiandad afecta a los pueblos de manera diferente. Las menos asentadas poblaciones de las pampas y el Gran Chaco activamente resistieron muchos de los esfuerzos de las órdenes religiosas por convertirlos.5 Los guaraníes, en cambio, generalmente aceptaron de buen grado a los misioneros como aliados adicionales contra los guaicurúes y, luego, los mamelucos. Estos mismos curas a veces protegían a los indios contra los encomenderos españoles locales. La protección venía con muchas derivaciones, sin embargo, ya que los clérigos demandaban a cambio una absoluta obediencia en asuntos temporales a la par de demostraciones convincentes de piedad.
Los franciscanos, que arribaron en los 1560, y los jesuitas, quienes llegaron medio siglo después, fueron las más influyentes de las distintas órdenes que apuntaron al Paraguay como campo misionero. Ambas eran celosas en su objetivo de poner a los guaraníes bajo las reglas eclesiales y en enseñarles los rudimentos de la fe. Lo conseguían adaptando sus homilías a la sensibilidad indígena, ofreciendo a los indios doctrinas que hacían parecer al cristianismo una extensión lógica de creencias precolombinas. Por ejemplo, transformaron a un legendario héroe guaraní, Pa'i Luma, en un equivalente de Santo Tomás. Ya sea por el ejemplo o por la prédica, hicieron más ordenada y regimentada la vida guaraní.
Los guaraníes no estaban acostumbrados a trabajar bajo supervisión. En tiempos previos, su trabajo era intermitente, ejecutado solamente cuando el hambre los compelía a cazar, pescar o cavar en busca de raíces. Producir un superávit no tenía lugar en su pensamiento y se sentían ambivalentes acerca de adoptar esa práctica como forma de vida. También sentían el tener que renunciar a ciertas creencias y costumbres tradicionales, lo que incluía la poligamia, el infanticidio y las borracheras rituales. Pese a algunas dudas en los detalles, los guaraníes aceptaron que el mundo que los sacerdotes ofrecían tenía muchos aspectos positivos, no en menor medida el suministro regular de alimentos. En cuando a los cambios del orden social, los Mburuvicha se vieron desplazados por consejos de indios que regían con consentimiento eclesiástico. Los guaraníes frecuentemente aplaudieron este reordenamiento de responsabilidades, dado que facilitaba la adaptación mutua entre las costumbres indias y europeas. En tiempos de tensión, las misiones jesuíticas y los pueblos franciscanos ofrecían a los guaraníes un valioso sentido de estabilidad. Pero, en última instancia, los indios tenían pocas opciones. El principio de la compulsión siempre permeó el ambiente de la misión o el pueblo. En esto, los clérigos eran similares a los encomenderos.
En otros sentidos, eran decididamente diferentes. En materia de políticas, los jesuitas buscaron evitar los contactos entre las misiones de indios y sus vecinas poblaciones europeas, fueran españolas o portuguesas. Su estrategia ubicaba a los guaraníes en una posición de estricta subordinación al residente jesuita local, dejando a los oficiales seculares, los agentes de la más amplia sociedad española, fuera de escena. Esto generó el nivel de obediencia que los jesuitas demandaban, pero también garantizó que, cuando tales contactos ocurrían, fueran proclives a verse socavados por la desconfianza.
Una serie de desastrosos saqueos mamelucos contra misiones jesuíticas del Guairá en los 1620 ilustra este punto. Guairá estaba localizada bien arriba del río Paranapanema, cerca de las posesiones portuguesas. El virrey de Lima nunca había destinado recursos a defender esta área. Esto llevó al superior jesuita, Antonio Ruiz de Montoya, a organizar una evacuación al sur con unas 1.500 familias. Muchos indios murieron antes de que los sobrevivientes pudieran reconstituirse en treinta nuevas comunidades cerca de la gran curva del Paraná.
Subsecuentemente, los jesuitas peticionaron al Consejo de Indias permitir portar armas a los guaraníes, con el argumento de que España corría el riesgo de perder la totalidad de la región en manos de Portugal. El consejo accedió al requerimiento en 1642, autorizando a Ruiz de Montoya a establecer una milicia bajo el comando de los jesuitas, quienes eran de por sí ex soldados. Los guaraníes procedieron de esa forma a aplastar varias expediciones enviadas contra ellos desde São Paulo. Las depredaciones de los mamelucos rápidamente declinaron.
Desde ese momento, siempre que las autoridades seculares sintieron el peligro de revueltas indígenas, descontento en los asentamientos o invasiones de los portugueses, recurrían a los servicios del ejército guaraní.6 Por más de un siglo, los principales contactos que las misiones de indios experimentaron con el mundo exterior fueron en un contexto militar.
Las cosas se desarrollaron de manera diferente en los pueblos franciscanos. En las áreas densamente pobladas alrededor de Asunción y el más pequeño pueblo de Villarrica, los franciscanos y los curas seculares predominaron y ninguno de los grupos promovió el ideal segregacionista de los jesuitas. Los indios que vivían en los pueblos franciscanos obtenían ingresos para sus comunidades trabajando para patrones con apellidos españoles junto con indios mantenidos en encomienda. Otros indios del pueblo servían en cuadrillas de baquianos y recolectores de yerba, a menudo a gran distancia de sus hogares. Los jesuitas denunciaban tales contactos entre europeos e indios. Era el trabajo, sostenían, de frailes autoindulgentes que, como los fariseos, se preocupaban más por el oro del templo que por el templo mismo.
Ciertamente algunos españoles se mudaron a pueblos franciscanos y vivieron abiertamente con mujeres indias. Ambas prácticas eran ilegales. Sin embargo, estos contactos entre indios y la sociedad secular tuvieron una función social que estaba ausente entre los jesuitas. Las partes centrales de la provincia, mucho más que en territorios jesuitas, experimentaron una mezcla de culturas que moldeó un conjunto hispanoguaraní reconocible. De esta identidad común evolucionó una comunidad distinta de las que se observaban en todo el resto de Sudamérica.
CHOQUE -Y CONNIVENCIA-DE IMPERIOS
A pesar de su aislamiento, el Paraguay colonial era una base de España, una vanguardia de las ambiciones imperiales españolas vis-a-vis con las portuguesas. Asimismo, aunque eran filibusteros en busca de ganancias privadas, los mamelucos encabezaron el expansionismo portugués. Las dos potencias europeas ya habían peleado por la Banda Oriental en el sur, en la boca del Plata. Y volverían a enfrentarse.
Hasta principios del siglo dieciocho, el gobierno de Lisboa no había mostrado nunca mucho interés por el Brasil. El impulso del imperialismo portugués había estado orientado al este, hacia las áreas comerciales libres en India y China. Después de que los holandeses y los ingleses entraron en el comercio de India Oriental a fines de los 1600, sin embargo, los portugueses tuvieron problemas para competir y comenzaron a enfocarse más en el intercambio en el golfo de Guinea y a lo largo de la costa de Angola. También dirigieron otra mirada a sus posesiones brasileñas.
Este nuevo interés se expandió con el descubrimiento de oro en Minas Gerais y Mato Grosso. Someter las operaciones mineras a la efectiva administración de la Corona a principios de los 1700 probó ser un serio desafío para el gobernador general en Bahía. Cuando el oro estaba en juego, los hombres anteponían sus intereses personales, y los mineros, como los mamelucos antes que ellos, tenían un espíritu decididamente independiente. No obstante, al final, gracias a sagaces maquinaciones de burócratas coloniales (y su propensión a negociar con los jefes mineros), la autoridad real ganó una voz de peso en la administración del interior brasileño.
La penetración portuguesa en el sur de Mato Grosso a mediados del siglo dieciocho generó agudos conflictos con España. Las autoridades virreinales de Lima y, más tarde, Buenos Aires se quejaban de que estos intrusos lusófonos no tenían derecho de poner un pie en territorio reservado a los súbditos de España. El Tratado de Tordesillas de 1494 había asignado a Portugal solamente el extremo nororiental del Brasil. Las andanzas de los mamelucos y otros exploradores, sin embargo, expandieron radicalmente el poder portugués de facto a lo largo de la zona alta del Paraná y por encima de los ríos Amazonas, São Francisco y Guaporé.
Los alegatos de efectiva ocupación portuguesa eran suficientemente apropiados en algunos sitios, pero no en todos. Los españoles habían estado décadas en Paraguay sin definir los límites de su control. Cuando comenzaron a prestar atención, se sorprendieron por el número de activos terratenientes, funcionarios oportunistas de bajo rango, violentos indios y reticentes clérigos cuya lealtad a España era cuestionable.
En verdad, el poder efectivo tanto de Portugal como de España fue siempre más tentativo que real en las áreas fronterizas de Paraguay y Brasil. En un sentido, había dos Sudamérica presentes en el mismo espacio geográfico. Una era la Sudamérica de Lima, Buenos Aires y Bahía, donde una administración europea funcionaba más o menos como se pretendía. La otra Sudamérica era más amplia, más amorfa y se mantenía unida por conexiones más laxas que los lazos de un estado colonial.
Los 1700 trajeron los primeros intentos de burócratas europeos -quienes personificaban la Sudamérica de las ciudades- por expandir un orden más racional a lo largo del continente. Su labor en la cuenca del Plata, aunque gradual al comienzo, se volvió directa y efectiva más tarde. Los españoles y portugueses probaron varias formas de aproximación, algunas veces enredando a sus respectivas colonias en confrontación la una contra la otra, y con la misma frecuencia alcanzando cooperación de corto término.
Un ejemplo de esto último ocurrió a mediados del siglo, cuando españoles y portugueses mancomunaron esfuerzos primero para debilitar, luego aniquilar la «república» jesuítica en el Paraguay. Los oficiales de la era de la Ilustración en Portugal y en la España de los Borbones consideraban a la orden misionera un impedimento para construir regímenes modernos y más rentables en América del Sur. Los intereses de ambos imperios demandaban que la Sociedad de Jesús cediera sus propiedades y, sobre todo, su autoridad sobre la fuerza de trabajo de tantos indios.
En 1750, funcionarios españoles y portugueses se encontraron en Madrid y firmaron un amplio tratado basado en el uti possidetis. Todas las tierras jesuitas al este del río Uruguay fueron transferidas a Portugal a cambio del pequeño puerto de Colonia de Sacramento en la boca del Plata. Siete prósperas misiones y tierras ganaderas de varias más cayeron como naranjas en las manos de enemigos tradicionales de los jesuitas.
La transferencia fue dificultosa. Cientos de indios guaraníes huyeron por el río a la supuesta seguridad de los territorios jesuitas en la orilla occidental. Otro grupo permaneció atrás y, al mando de un valiente, pero inexperto oficial indio llamado Sepé Tiarajú, iniciaron una pelea imposible. La lucha de Sepé duró tres años (1753-56) y solo concluyó cuando un ejército combinado hispano-portugués de varios miles aniquiló a los últimos combatientes. Su resistencia resultó ser inútil, ya que aunque las tierras cedidas pronto retornaron al control nominal español, los portugueses habían destruido la mayoría de los galpones y ranchos y se habían llevado el ganado.
Los jesuitas nunca recobraron su previa influencia en el Plata. Trataron de exhibir la Guerra Guaranítica como un hecho aislado, una simple cuestión de indios imprudentes respondiendo a la presión extranjera. El argumento no convenció a los funcionarios borbones, quienes tomaban la guerra como una prueba de la intransigencia y perfidia de los jesuitas. Sea que los Padres inspiraron la guerra o no, su ferocidad convenció a los burócratas españoles de poner de una vez la orden en su lugar.
Los portugueses no necesitaron convencerse. Bajo el anticlerical marqués de Pombal, el gobierno de Lisboa había ya adoptado una política regalista que en 1759 provocó la expulsión de los jesuitas de todos los territorios portugueses. España los siguió ocho años después. Los terratenientes locales se sintieron reivindicados. Lo mismo ocurrió con el gobierno español, que se enriqueció al confiscar miles y miles de cabezas de ganado, ornamentos eclesiales, edificios y, por supuesto, tierra.
Las ramificaciones sociales de la expulsión fueron aun más profundas, especialmente para los guaraníes. Aunque teóricamente continuaron gozando de la protección de la Corona, de hecho los indios sufrieron terriblemente en manos de administradores reales enviados a gobernarlos. Estos oficiales usualmente mostraban más interés en llenarse sus propios bolsillos que en promover el bienestar indígena, como mandaban sus cargos. El sistema de propiedad comunal que habían introducido los jesuitas para asegurar una distribución igualitaria de cosechas ahora servía a los administradores reales como herramienta de explotación. Abrieron las misiones a mercaderes externos, quienes arribaban a cada comunidad con ropa hecha, ornatos y artefactos diversos para exhibirlos ante los crédulos indios, quienes eran obligados a adquirir estos productos debido a que sus administradores tenían que garantizar las ventas a cambio de una porción de los beneficios. Estas compras forzosas de mercancías innecesarias atraparon a los guaraníes en una cruel telaraña de deudas.
Los indios de las misiones soportaron las presiones del trabajo excesivo por un tiempo, pero pronto comenzaron a abandonar la provincia, primero como individuos y luego en pequeños grupos. Algunos fueron al norte junto a sus primos hispano-guaraníes en Paraguay. Otros fueron al sur a acoplarse a los gauchos de la Banda Oriental y Entre Ríos. Al vestir ropa europea por primera vez, comenzaron perceptiblemente a dejar atrás gran parte de su identidad indígena. El colonialismo paralelo de los jesuitas, que era no-mestizo y comunitario por naturaleza, desapareció. La transformación fue notable, aunque no mayor que la que experimentó el Plata en su conjunto en términos sociales, administrativos y económicos.
La «EDAD DORADA»
El Paraguay había cambiado ostensiblemente en los casi doscientos cuarenta años desde que los barcos españoles por primera vez remontaron el río hasta Asunción. Una sociedad hispano-guaraní ahora dominaba la provincia. La Orden Jesuita había llegado y se había ido. Y el estado –a la usanza del monarca absoluto Borbón y sus agentes- expandía su rol.
Previamente, la economía en esa parte de la Sudamérica española se centraba en el vasto complejo de plata de Potosí, bien arriba en las montañas del Alto Perú. Esta empresa involucraba no solamente la extracción y procesamiento del metal, sino también el transporte y el suministro a los mineros. Su demanda por provisiones sostuvo un activo comercio entre Potosí y las provincias vecinas, contactos que crecieron con el tiempo hasta incluir no solo a Lima, sino también a Chile y muchas partes del Plata. Paraguay, que estaba mucho más lejos de lo que sugiere el mapa, enviaba yerba mate, tabaco y mulas a los mineros de Potosí.
Este comercio legal generó grandes ingresos a los empresarios, pese a lo cual los mismos individuos frecuentemente contrabandeaban minerales a través del estuario del Río de la Plata. Esto molestaba enormemente a los oficiales de la Corona, cuyos propios programas en el Plata requerían recursos provenientes de esos metales, que ahora se evadían con el contrabando. Enfrentado con el creciente problema, el gobierno comenzó a autorizar transferencias privadas de moneda a cambio de mercaderías enviadas tierra adentro desde Montevideo y Buenos Aires.
A la luz de este nuevo comercio y con el fin de protegerse de la interferencia portuguesa- la Corona estableció el Virreinato del Río de la Plata en 1776. La creación de esta nueva unidad administrativa evidenció el reconocimiento de España del potencial económico de un área relegada del imperio, así como la voluntad del gobierno de defender la zona de la intrusión extranjera.
También marcó la emergencia de Buenos Aires como el emporio principal del Plata, el foco de modernización de toda la región (a pesar del mayor calado del puerto de Montevideo). Buenos Aires era todavía atrasada y aislada, una aldea rodeada de enormes praderas. Aun así, ya comenzaban a aflorar allí los ideales de la Ilustración europea, especialmente la noción del progreso manifiesto e inevitable.
Dada su ubicación cerca de las desembocaduras de los ríos Uruguay y Paraná, Buenos Aires parecía destinada a controlar las áreas tierra adentro que dependían de los ríos para el comercio y las comunicaciones. Pero solo un puñado de funcionarios reales y oscuros mercaderes captaban la significación de ese hecho, y estos no eran parte precisamente de la mayoría de los porteños que entendía la magnitud de las distancias en juego. En aquella época, a un buque proveniente de Europa le tomaba tal vez tres semanas cruzar el Atlántico hasta Buenos Aires. Pero a una caravana proveniente de Salta le tomaba hasta cuatro meses realizar el viaje terrestre hasta la capital virreinal. Semejante inmensidad no era fácil de superar.
Los porteños eran bastante atípicos del resto de Sudamérica. Los lazos de sangre y el sentido de comunidad que unía a los paraguayos eran menos evidentes en Buenos Aires. En cambio, oscilaba allí un indomable espíritu mercantil. La mayoría de los habitantes era de recién llegados, un grupo diverso que vivía la vida a su arbitrio y percibía poca necesidad de disciplina social.
Pero los porteños podían jactarse de algo que los paraguayos y portugueses carecían: una compacta y relativamente educada élite. En el curso de una década, este grupo desarrolló un inequívoco sentido de su propio rol futuro en el país -y una forma de hacer que su tierra reflejara esa visión.
La administración de los Borbones proporcionó a esa élite muchas oportunidades de expandir su influencia en los alrededores. En 1778 el gobierno adoptó la política del comercio libre como el eje de la economía imperial. Esto fue diseñado para incrementar los ingresos para Madrid mediante la expansión del volumen de transacciones dentro del imperio. El comercio libre ayudó a los mercaderes locales con la apertura de nuevos puertos, la facilitación del régimen impositivo, la relajación de los estrictos sistemas de licencias del pasado y la autorización para el comercio sin restricciones entre diferentes regiones intraimperiales.
Los retornos del incremento comercial eran potencialmente altos, suficientes para que socios jóvenes pronto remontaran el río desde Buenos Aires y establecieran sucursales en Santa Fe, Corrientes y Asunción. Su éxito abrió el camino para una ola de inmigrantes españoles de nacimiento a los confines del virreinato al nordeste. Tales inmigrantes, aunque pocos en número, fueron los primeros en llegar a esa región en dos centurias. Eran un grupo corajudo, seguro de sí mismo, convencido de que en el Paraguay podían encontrarse ganancias como pepitas de oro en el cauce de un arroyo.
Aunque Madrid nunca le dio a la provincia más que una atención somera, pocos en el Plata dudaban de que contenía riquezas ocultas. El éxito de las empresas comerciales jesuíticas había demostrado el valor de sus productos, como las pieles, el tabaco y la yerba mate. Los recién llegados de Europa proporcionaron a la capital conocimientos de negocios y entusiasmo, lo cual tuvo un impacto en Asunción. Los mercaderes recibieron el apoyo de todos los gobernadores provinciales, cada uno de los cuales se mostraba ansioso por superar a los otros en competencia y dedicación por el cambio. Juntos, los mercaderes y los oficiales reales transformaron la economía paraguaya.
El cambio llegó rápidamente. El gobierno declaró un monopolio sobre la producción y venta de tabaco (estanco), lo cual por primera vez reunió a los aislados agricultores paraguayos en torno a un nexo productivo y comercial. La moneda fluyó en la provincia para fines de los 1700. Aunque el trueque era aún la forma más común de intercambio, incluso los trabajadores menos calificados pronto demandaron pagos en plata.7
El arribo de la moneda hizo posible otros emprendimientos de negocios. Estancias de considerable tamaño brotaron en el norte. Se descubrieron y explotaron nuevos yerbales naturales. Flotillas de embarcaciones fluviales pronto transportaron a cientos de yerbateros, abastecidos por los mercaderes y sus agentes locales.8 Nuevos pueblos fueron fundados y varios de los antiguos rejuvenecieron al sacar provecho del creciente tráfico.9
La gente del Paraguay tenía reacciones encontradas frente a estos cambios. La élite local se volvió ávida de lujos importados tales como platería, ropas finas y perfumes. La mayoría de los paraguayos, sin embargo, se mostraba desconfiada. Miraba a los mercaderes con desagrado, los consideraba intrusos y le irritaba que asumieran posiciones de importancia en el cabildo de Asunción. Una economía de exportación significaba otorgar autoridad a estos traficantes extranjeros, hombres que no hablaban una palabra en guaraní y quienes no tenían mucha consideración por las preocupaciones locales. El desarrollo económico extendió además el poder del gobierno en áreas que siempre habían estado en el ámbito privado, y no les quedaba claro a los paraguayos que ello fuera un intercambio favorable.
Esta «Edad Dorada» de abundancia en el alto Plata duró desde los 1780 hasta alrededor de 1816. Durante este tiempo, la región, como el resto del continente, se benefició con la expansión de los mercados. El puerto de Asunción, por ejemplo, registró una exportación de dos millones de arrobas de yerba mate en la década de 1788 a 1798; el retorno solamente de estas exportaciones (sin contar tabaco, madera, muebles y pieles) sumaba unos cien mil pesos anuales -una cifra que habría parecido extraordinaria apenas unos años antes 10
Así fue como el Paraguay y otras áreas interiores de América del Sur se integraron a la más amplia economía colonial. Fue un fenómeno tardío, fuertemente influenciado por los eventos al otro lado del océano. Los mismos eventos tuvieron ramificaciones políticas que en los años que vendrían traerían aun mayores disturbios para la región y su gente.
PIE DE PÁGINA
PRIMERA PARTE
AMBIENTE Y SOCIEDAD
1 Citado en Harris Gaylord Warren, Paraguay: An Informal history (Norman, 1949), p. 22.
2 Florencia Roulet, La resistencia de los guaraní del Paraguay a la conquista española (1537-155 (Posadas, 1993).
3 No fue sino hasta 1604 que los descendientes mestizos de los primeros conquistadores recibieron acceso legal a puestos dentro del Paraguay, aunque en la práctica venían ejercitando tal autoridad desde hacía al menos veinte años antes. Ver Tomás de Garay al Virrey, Asunción, 12 oct. 1598, citado en Efraím Cardozo, El Paraguay colonial las raíces de la nacionalidad (Buenos Aires y Asunción, 1959), pp.155-6. En cuanto a la carrera de Martínez de Irala en Paraguay, ver Rodrigo Lafuente Machaín, El gobernador Domingo Martínez de Irala (Buenos Aires, 1939) .Sobre las experiencias de sus hijos y descendientes, ver Alfredo J. Otarola, Antecedentes históricos y genealógicas: el conquistador don Domingo Martínez de Irala (Buenos Aires, 1967), pp.120-31.
4 Rubén Bareiro Saguier ha sugerido la sugestiva comparación entre el pueblo hispano-guaraní y los Métis de Canadá. Ver su «Le Paraguay, nation des Métis», Revue de Psychologie des Peuples (Caen) 4 (1963):442-63.
5 James Schoefield Saeger, The Chaco Mission Frontier: The Guaicuruan Experience (Tucson, 2000).
6 En 1679, por ejemplo, una expedición portuguesa estableció un fuerte en Colonia de Sacramento sobre la orilla izquierda del Río de la Plata. Tomado completamente por sorpresa por esta incursión, el gobernador de Buenos Aires pidió ayuda a los jesuitas y los padres respondieron enviando una fuerza miliciana de tres mil indios. El ejército jesuita aplastó a los portugueses en un asalto al fuerte, matando a doscientos defensores y tomando prisioneros a los sobrevivientes. Los indios no recibieron ni un real por sus servicios a España y tuvieron que marchar de regreso inmediatamente a sus misiones, no fuera cosa que los residentes españoles de esa zona del Plata comenzaran a inquietarse por su presencia. Ver Warren, Paraguay, pp. 97-8.
7 Ver, por ejemplo, Manuel García de Arce a Cristóbal Aguirre, Villarrica, 18 diciembre 1793, en el Archivo del Banco de la Provincia de Buenos Aires, 031-2-1, n. 4. Debe notarse que los pagos de impuestos eran comúnmente hechos en moneda en ese tiempo. Ver «Actas del Cabildo de Asunción», 22 abril 1793, ANA Actas del Cabildo.
8 Thomas L. Whigham, La yerba mate del Paraguay, 1780-1870 (Asunción, 1991).
9 Ver «Reporte del Gov. Fernando de Pinedo», Asunción, l4 julio 1773, ANA, SHv.139, n. l.
10 Thomas L. Whigham, The Politics of River Trade: Tradition and Development in the Upper Plata, 1780-1870 (Alburquerque, 1991), pp.112-3,118.
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ARCHIVOS, COLECCIONES, MUSEOS:
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Archivo General de la Provincia de Corrientes, Argentina.
Archivo Nacional de Asunción.
Arquivo Grão Pará, Petropolis.
Arquivo Histórico do Itamaraty, Rio de Janeiro.
Arquivo Público do Estado do Mato Grosso do Sul, Campo Grande.
Colección Carlos Pusineri Scala, Casa de la Independencia, Asunción.
Juan Silvano Godoi Collection, Universidad de California, Riverside.
Manuel Gondra Collection, Universidad de Texas, Austin.
Museo Histórico Militar, Asunción..
Museo Histórico Nacional, Montevideo.
Museo Mitre, Archivo Inédito, Buenos Aires.
Natalicio González Collection, Spencer Library, University of Kansas, Lawrence.
National Archives and Records Administration, Washington, D.C.
Public Records Office, Londres.
Serviço Documental Geral da Marinha, Rio de Janeiro.
Washburn-Norlands Library, Livermore Falls, Maine
Yancey, Benjamin C. Papeles de. Duke University Special Collections Library, y Southern Historical Collection, Library of the University of North Carolina at Chapel Hill.
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