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BARTOMEU MELIÀ LLITERES (+)
  LA MADERA DE LAS MISIONES - Y LA UTOPÍA TUVO LUGAR... O LA UTOPÍA EN SU LUGAR (BARTOMEU MELIÀ)


LA MADERA DE LAS MISIONES - Y LA UTOPÍA TUVO LUGAR... O LA UTOPÍA EN SU LUGAR (BARTOMEU MELIÀ)

LA MADERA DE LAS MISIONES

IMÁGENES BARROCAS EN PARAGUAY

Édition du Musée du Pays de Sarrebourg

 

Catalogue publié à l'occasion de l'exposition présentée

au Musée du Pays de Sarrebourg

du 1er Juin au 9 septembre 2007,

au Musée de Tessé du Mans

du 28 septembre 2007 au 27 janvier 2008,

et au Musée d'Art sacré de Fourvière à Lyon

du 4 mars au 1er Juin 2008.

 

Exposition placee sous le haut patronage de

son Excellence Monsieur Denis Véne,

Ambassadeur de France au Paraguay

et sous le haut patronage de

son Excellence Monsieur Luis Fernandos Avalos,

Ambassadeur du Paraguay en France.

 

Commissaires de l'exposition

Pour la France

Dominique Heckenbenner,

Conservateur du Musée du Pays de Sarrebourg

Françoise Chaserant,

Conservateur en Chef des Musées du Mans

Bernard Berthod,

Conservateur du Musée d'Art sacré de Lyon-Fourvière

 

Pour le Paraguay

Ramón Duarte Burró,

Secrétaire exécutif de la Commission nationale

pour les biens culturels de l'Eglise - C.E.P

 

Toutes les photographies sont de Ferrante Ferranti

á l'exclusion de

C 6, C 51 ; Françoise Chaserant

C 28, C 31, C 49 ; Carlos Bedoya

 

Rédaction des notices : Ramón Duarte Burró,

Adaptation : Dominique Heckenbenner

Traductions : Pascal Bergerault (sauf notices et légendes.)

Cartographie : Muriel Rohmer

Création graphique et mise en page : Louise Brody

© Musée du Pays de Sarrebourg

© Ferrante Ferranti

 

Exposition réalisée par la Ville de Sarrebourg, la Ville du Mans et la Fondation Fourvière, avec le concours des DRAC Lorraine et Pays de la Loire et du Conseil general de la Moselle, de l'Ambassade de France au Paraguay et du Couvent-Centre International des Chemins du Baroque.

 

RUINAS DE LA MISIÓN DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD DEL PARANÁ

 

Antes de ser abordado el Paraguay es un nombre más que un país. El nombre de las Reducciones jesuíticas que evoca Voltaire en su obra Candide. Una noción utópica o un paraíso derrumbado, como lo evoca la película MISSION. La Gran Provincia de los primeros Colonos españoles. Luego, al llegar al actual Paraguay, a esa isla rodeada de tierras, según la imagen acuñada por uno de sus más famosos escritores, Augusto Roa Bastos, uno entra de lleno en un mundo asentado sobre su memoria. La de los Franciscanos, los primeros en afincarse en el Paraguay, la de los Jesuitas, la de la Guerra de la Triple Alianza y la del Chaco, como la de la línea aérea Aeropostal.

Es cierto que están desapareciendo los bosques a pesar de la vigente ley de deforestación. Hoy día el escritor saint Exupéry ya no vería el país rosado de los lapachos florecientes. Los grandes cultivos de soja muchas veces transgénica, tienen una gran responsabilidad en esta evolución, así como los ganaderos, que poseen miles de vacas, como también los traficantes de maderas exóticas. Pero el país permanece allí. En seguida uno se topa con las iglesias franciscanas entre las cuales la de Yaguarón, o la de Caarapegua, y acto seguido con las misiones jesuíticas. Las hay cuyos únicos vestigios son sus pequeños museos, luego están las magníficas ruinas de Trinidad y Jesús, clasificadas como patrimonio mundial de la Unesco. Y sobre todo nos encontramos con paraguayos y paraguayas, hospitalarios y apacibles, para quiénes la noción del tiempo no se ha adecuado todavía a los relojes de sol de los jesuitas, los cuales permanecen en su lugar de origen, tan precisos como antaño, desde el siglo XVIII.

Aunque aquí también se dan esas problemáticas propias de las ciudades a las que llegan los campesinos que pierden sus tierras y a quiénes la pobreza y los malos ejemplos venidos desde afuera conllevan a cometer algún tipo de violencia, las raíces guaraníes de ese pueblo abierto a recibir a todos los que vinieron de afuera, son las más fuertes. La lengua guaraní, lengua oficial con el castellano, es una lengua musical y se entiende perfectamente que el barroco haya florecido allí. Uno entiende también que la música desempeñe un papel de primera importancia en ese país, aunque los dictadores trataran de acallar sus influencias subversivas. En dos años de nuestra presencia en el Paraguay, hemos visto multiplicarse a los grupos musicales de niños pobres, a los que un director de orquesta, Luis Szarán, anima brindándoles instrumentos musicales en su programa llamado Sonidos de la Tierra. Y también están los Aché, los Tupi Guarani, los Chamacocos, y otros Indios, que están preocupados todos y dicen igual que el Ministro de asuntos exteriores de Bolivia, que la tierra está ardiendo y que si matamos las raíces, ellos, nosotros todos, tales hojas, moriremos.

El Paraguay posee pues una diversidad y una riqueza cultural muy grandes. Como Francia votó a favor de la resolución de la UNESCO sobre protección de la diversidad cultural. Las exposiciones de las imágenes barrocas del Paraguay, talladas por los guaraníes sobre la inspiración europea, nos brin-dan una oportunidad de dar a conocer en Francia ese atractivo país.

DENIS VÈNE

Ambassadeur de France au Paraguay

 

SAN MIGUEL ARCÁNGEL (DETALLE)

MUSEO MONSEÑOR JUAN SINFORIANO BOGARÍN

 

 ÍNDICE:

 

LAS MISIONES JESUITAS DE PARAGUAY

ÉDOUARD POMMIER

 

Y LA UTOPÍA TUVO LUGAR… O LA UTOPÍA EN SU LUGAR

BARTOMEU MELIÀ

 

EL BARROCO ANTE EL DESAFÍO DEL CINCEL GUARANÍ

TICIO ESCOBAR

 

LA MADERA DE LAS MISIONES, EL ROJO DE LA PASIÓN

FERRANTE FERRANTI

 

CATÁLOGO DE LAS OBRAS

RAMÓN DUARTE BURRÓ

 

NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO (DETALLE)

COLECCIÓN FUNDACIÓN YMAGUARÉ

 

LAS MISIONES JESUITAS DE PARAGUAY

 

            La historia de las misiones de los Jesuitas, llamadas comúnmente las misiones de Paraguay, pero que se extendían en realidad por un inmenso territorio compartido hoy entre dicho país, Bolivia, Brasil y la República de Argentina, es un episodio que, a pesar de su brevedad relativa (150 años), dejó huellas profundas en el imaginario colectivo. Cualquiera que sea su originalidad, que apasiona al investigador y seduce a los artistas, esta historia, para ser apreciada con su verdadera importancia y comprendida con serenidad, debe ser repuesta en el contexto de los problemas políticos y morales, económicos y religiosos, planteados por el descubrimiento y la conquista de América Latina.

 

LA ORGANIZACIÓN DE LA CONQUISTA

 

            Mucho -y a veces complacientemente-, se ha insistido en el fenómeno de violencia que acompaña el descubrimiento y la conquista de América. Una violencia exasperada sin duda por el desequilibrio humano y técnico de las fuerzas en presencia; por la necesidad de ejercer, con medios reducidos y dispersos, el control de inmensos territorios; por la voluntad de imponer un nuevo orden político y religioso; por la tentación de los conquistadores de compensar, con abundantes y rápidos provechos, los riesgos y los sacrificios asumidos y, finalmente, por las dificultades planteadas por la distancia para el respeto de las instrucciones del poder central. Pero más importante aún que la violencia es la reflexión que ella provoca en la conciencia de las dos potencias -espiritual la una y temporal la otra-  estrechamente asociadas en la aventura americana: la Iglesia y España, y que termina en la invención de principios y prácticas que son la base de nuestro derecho de gentes, y en la elaboración de una visión del hombre que permanece en el centro del pensamiento contemporáneo.

            El descubrimiento del Nuevo Mundo plantea muy pronto nuevos problemas complejos y estrechamente imbricados:

            > El problema del fundamento de la soberanía ejercida por la Corona de España, y de los derechos asociados.

            > El problema de los contactos con las poblaciones indias:

            - ¿Es su naturaleza humana?

            - ¿Tienen vocación para recibir el bautizo?

            ¿Y, en consecuencia, convertirse en poblaciones de hombres libres?

            - ¿Cuál es su grado en la escala de la civilización? ¿Tienen la facultad de evolucionar y progresar?

            > Las respuestas a estas cuestiones condicionan otros problemas;

            - ¿Cómo ejercer la soberanía?

            -¿Cómo hacer entrar a los Indios en el seno de la Iglesia?

            - ¿Cómo garantizar, al mismo tiempo, la rentabilidad de la conquista y responder a las pretensiones de los Españoles que se instalan en estas nuevas tierras?

            Las respuestas a estas cuestiones inéditas no son ni inmediatas, ni sistemáticas. En líneas generales, se extienden durante medio siglo; sembradas de contradicciones, acaban formando una doctrina cuyo sentido general es claro y siempre actual.

            Las bulas del papa Alejandro VI, en 1493, reafirmando la soberanía universal del Vicario de Cristo, delegan su ejercicio al rey de España y al rey de Portugal en las tierras recién descubiertas, según un límite fijado por ambos soberanos en el Tratado de Tordesillas, en 1494. Sobre esta base la Corona de España ejerce una soberanía de hecho que se traduce en la conquista y la organización, hacia 1500, de un régimen que somete a los Indios, considerados como seres inferiores al tributo y al trabajo obligatorios. La Corona puede delegar sus derechos a sus súbditos quienes los ejercen para su provecho personal: es el sistema de la «encomienda» que les permite a los colonos disponer de la mano de obra necesaria para la explotación de sus tierras.

            El Dominico Martín de Paz, profesor en la Universidad de Salamanca, interviene vigorosamente para que sea evitada toda confusión entre la «encomienda» y la esclavitud.

            Las Leyes de Burgos, promulgadas el 27 de diciembre de 1512, precisan pues el régimen de la "encomienda» y establecen los deberes del beneficiario, el «encomendero», que tiene que velar por la alimentación, la educación y buen trato de los Indios puestos a su disposición. Este primer texto, que sistematiza las prácticas titubeantes en vigor desde el segundo viaje de Colón, va seguido del «Requerimiento» de 1513 que enuncia la teoría de la «guerra justa». Fija en efecto las condiciones bajo las cuales se establece la soberanía de España: se enuncia en un documento que debe ser traducido y leído a los Indios en su propia lengua. Si se someten, entran en el sistema de la «encomienda»; si se niegan a aceptar dicha soberanía, los Españoles pueden hacerles una «guerra justa» después de la cual los supervivientes pueden ser reducidos en esclavitud. En 1526, Carlos V precisa el «Requerimiento», para que los Indios sean informados exactamente de las cláusulas del documento que se les lee.

            Al mismo tiempo, la monarquía establece las bases jurídicas y morales de su acción en América.

            El documento del 14 de septiembre de 1519 declara que la soberanía de la Corona se ejerce sobre la base de una donación pontificia. Era decir que conquista y misión serían inseparables. En 1530, Carlos V firma un documento que condena explícitamente la práctica de la esclavitud de las personas y la expropiación forzada de los bienes. Por último, las bulas de Pablo III, en 1537, ponen teóricamente fin a las controversias sobre la naturaleza de los Indios, afirmando su humanidad de pleno derecho y la validez del bautizo que se les administra y que excluye jurídicamente su esclavitud. Éste es el primer cuerpo del sistema doctrinal y jurídico aplicado a los nuevos súbditos de España. No cabe duda de que es insuficiente para impedir los abusos inherentes al sistema de la «encomienda», y también para dar a la monarquía la seguridad de que se apliquen escrupulosamente sus instrucciones. La distancia y el tiempo que inducía en las comunicaciones jugaban en favor de una relativa libertad de acción de las autoridades encargadas de representar los intereses de la Corona y de defenderlos ante las exigencias y los comportamientos de los colonos. Y es precisamente ante el abismo de injusticia que se abre entre los principios y su puesta en práctica que la Iglesia va a reaccionar con vigor, a la vez en el terreno del derecho y de la moral, en el terreno de la concepción del Hombre y en él de la experiencia concreta de la colonización.

            Dos hombres, ambos Dominicos, representan este movimiento que tuvo enormes consecuencias: Francisco de Vitoria, jurista, profesor en la Universidad de Salamanca, y Bartolomé de Las Casas, antiguo «encomendero», «convertido» en 1514, y nombrado a partir de 1516, «procurador» de los Indios por el cardenal Cisneros.

            La formal y sólida argumentación de Vitoria y la denuncia apasionada de Las Casas se oponen a la influencia de unos consejeros de la corona, como Juan Ginés de Sepúlveda, para quien, según la tradición aristotélica, la conquista es un deber moral, puesto que se trata de someter a seres inferiores. Terminan por convencer a Carlos V: las «Nuevas Leyes de India» de 1542 suprimen la encomienda. Sin embargo, ante las protestas que despierta esta medida radical, el emperador la restablece en 1545 y 1546, intentando al mismo tiempo no perpetuarla, puesto que se limita a dos generaciones.      Ante la confusión que producen tales vacilaciones, Carlos V decide, el 16 de abril de 1550, convocar una conferencia de juristas y teólogos para debatir el problema del estatuto de las «Indias» y la conducta a adoptar frente a los Indios. Las conferencias que tienen lugar en Valladolid, entre agosto y septiembre de 1550 y entre abril y mayo de 1551, son un gran acontecimiento de la historia cultural y espiritual de la humanidad.

            Ya que Vitoria había muerto poco antes, el principal protagonista fue Las Casas. Pero hay que recordar las tesis del profesor de Salamanca, publicadas en 1539. Allí afirma que los Indios al igual que todos los hombres, tienen derechos civiles y políticos que deben respetarse. Por otra parte, en virtud del principio de la separación de los poderes espiritual y temporal, las burlas pontificias no pueden ser el fundamento de la soberanía española. Por consiguiente, no puede existir la «guerra justa».

            Sin embargo, España puede ejercer derechos legítimos, que son los derechos naturales de todos los hombres: el derecho a la libertad de acceso, comunicación, predicación. Es en el marco de este «derecho natural» que debería ejercerse la acción de España, incluso por medio de la guerra: el derecho natural se opone en efecto al mantenimiento de prácticas bárbaras, como la antropofagia; si la palabra fracasa, se puede luchar contra esas prácticas por la fuerza: entonces, hay «guerra justa».

            Por otra parte Vitoria se opone radicalmente a la tesis de Sepúlveda sobre la inferioridad natural de los Indios: no hay incapacidad permanente sino una situación histórica que ha mantenido a los Indios al margen de la civilización, pero que puede ser corregida por medios pacíficos. Mientras que Vitoria pone los cimientos de nuestro derecho de gentes, Las Casas, siguiendo las exigencias de la conciencia moral, se suma a él pare afirmar que la barbarie es un estado pasajero, que los Indios tienen una cultura y unos dones propios, susceptibles de progresar gracias a la instrucción y en el marco de una asociación con sociedades más avanzadas. Es necesario pues tratarles como iguales y facilitar su evolución, cuyo acceso al cristianismo es una etapa importante, a la que no se puede pasar sino al término de un aprendizaje pacífico. Las conferencias de Valladolid finalizan sin que los consejeros de la Corona adopten una posición clara. Pero las tesis de Vitoria y La Casas terminan por impregnar el pensamiento de los legisladores reales. Las instrucciones de Felipe II a los virreyes de Nueva España y de Perú, en 1566, llevan su marca, aún más manifiesta en las leyes de 13 de julio de 1573 que insisten sobre el carácter pacífico de las nuevas conquistas, el respeto de los derechos de los Indios y el rol emancipador de la cristianización.

            Al afirmar la igualdad de los derechos y deberes de todos los hombres y su vocación a la libertad, Vitoria y Las Casas inventan una doctrina que conduce a la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948 y a los textos del Concilio de Vaticano II. Gran momento de la historia, las conferencias de Valladolid hacen honor a España, cuyos juristas, teólogos y misioneros reaccionaron a las circunstancias creadas por la conquista con la elaboración de un pensamiento lúcido, generoso e innovador.

            Este pensamiento no podía transformar radicalmente la situación. Pero indicaba el derecho y la verdad.

            Y podía servir de referencia a todos los que, sobre la tierra americana, intentarían ahora llevarlo a la práctica.

 

LA OBRA DE LOS MISIONEROS

 

            Es en este momento cuando debemos mencionar la obra del clero y, en particular, de las órdenes regulares. Según modalidades que varían en función de sus tradiciones culturales y su personalidad, los misioneros comparten algunas tendencias comunes:

            La base de su acción es el control de las lenguas indígenas, utilizadas para la predicación y la enseñanza (publicación de diccionarios, gramáticas, catecismo, diversos tratados); la evangelización es un intento de conservación, de fijación y, a veces, de difusión de las principales lenguas indias, como en el caso del nahuatl.

            El dominio de la lengua permite la recogida de una documentación considerable sobre historia, literatura, costumbres, creencias, tradiciones y técnicas de los pueblos indios; se trata a menudo de verdaderos trabajos de antropología que, hasta el día de hoy, constituyen la base de nuestros conocimientos sobre las culturas precolombinas (por ejemplo: los numerosos volúmenes, redactados en nahuatl, por el Agustino Bernardino de Sahagún, en México, en los años 1540-1560). Siendo acompañada de esta obra de conservación lingüística y cultural, la conversión debe ir seguida también de una obra de protección física, de progreso económico y de organización social. Lo esencial es preservar a los Indios de los daños y excesos de la «encomienda». Esta obra puede ser llevada a cabo gracias al agrupamiento de los Indios en torno al monasterio, eventualmente por la sedentarización de las tribus nómadas. Es el llamado principio de la «reducción», transposición del modelo mediterráneo del pueblo, con una organización que permite a los vecinos subsistir, producir, aprender y ser curados. Franciscanos, Dominicos y Agustinos, difunden este sistema en toda la América española (por ejemplo, las fundaciones de Las Casas en Cumana, Venezuela, en 1515, y en La Vera Paz, Guatemala, en 1537). En algunos casos, se detecta en los Franciscanos de Nueva España, herederos de las ideas de Joachim de Flore y de los Espirituales, un espíritu profético, milenarista, como si la conversión de los Indios debiera ser la última etapa de la Historia antes del Juicio Final: el Nuevo Mundo es el final del mundo.

            Esta acción queda posible gracias al apoyo del poder real y a la aplicación del «Real Patronato»: vicario pontifical para el Nuevo Mundo, el rey de España es el tutor directo de las órdenes religiosas que, unidas al Consejo de Indias, pueden obtener para sus fundaciones un régimen especial. Cuando los Jesuitas llegan a América, en 1566 (Perú), se insertan naturalmente en esa organización jurídica y política y en ese sistema de conversión-conservación-protección, que hace del Indio un súbdito de derecho y un hombre libre bajo tutela.

            Se llega así a una especie de dualismo en la sociedad colonial: por un lado, los Indios controlados, al servicio de los colonos, por la «encomienda» que los funcionarios españoles intentan mantener dentro de los límites de una reglamentación protectora; por otro, los Indios, ligados a la red de las fundaciones monásticas cuyos religiosos intentan terminar con la «encomienda». Es de ese último sistema del que los Jesuitas, sin haberlo inventado, se hacen herederos, para después llevarlo a su perfección.

 

LA INVENCIÓN DEL SISTEMA DE LAS REDUCCIONES

 

            Descubierta por Juan Díaz de Solís en 1516 y explorada por Sebastiano Caboto en 1527, la región del Río de la Plata es, en principio, considerada por los Españoles como una vía de comunicación con las regiones mineras del Alto Perú (territorio actual de Bolivia). Fundada el 15 de agosto de 1536, la ciudad de Asunción es también un lugar de etapa importante en esta carretera comercial que tiene también un interés estratégico: las regiones al este y al sureste de Asunción, pobladas por las tribus seminómadas de los Guaraníes y los Tupíes, constituyen una zona de separación y de contacto con el Brasil portugués, sin que se pueda hablar de una verdadera frontera. Los Portugueses fundaron São Paulo en 1553: es el inicio de un movimiento de salida hacia el oeste, al encuentro de la zona española, en forma de colonización, pero sobre todo de expediciones de saqueo (en busca de Indios que reducir en esclavitud), conducidas por elementos portugueses o mestizos llamados paulistas o bandeirantes.

            Los primeros misioneros son Franciscanos: conscientes de la necesidad de dominar las lenguas indígenas, estudian el guaraní, que transcriben con caracteres latinos e inscriben en un orden gramatical, y que se convierte, gracias a ellos, en el principal instrumento de comunicación con los Indios de la región. Se puede hablar de una verdadera política lingüística adoptada por los Franciscanos, con el apoyo de las autoridades españolas. En los años 1580, las autoridades españolas deciden recurrir a los misioneros para convertir y tutelar a los Guaraníes, destinados así a constituir el margen oriental del dominio español frente al Brasil portugués. En 1585, los dos primeros Jesuitas llegan a Perú, donde la orden funda un centro muy importante en Juli, compartiendo directamente con los jefes tradicionales, los «caciques», la administración de la población india y organizando sus actividades económicas. En el territorio que hoy es boliviano, los Jesuitas organizan otros centros entre las tribus Chiquitos. En 1587, tres Jesuitas llegan de Brasil (un Portugués, un Catalán, un Irlandés) e instalan un colegio en Asunción.

            Las dificultades con la población española local y la necesidad de clarificar el problema de la dependencia de los misioneros (¿Perú? ¿Brasil?) llevan a la Orden a retrasar algún tiempo su acción en la región.

            Se da un paso decisivo, cuando el 9 de febrero de 1604, el general de la Orden, Claudio Aquaviva, decide crear una «provincia» del Paraguay, que confía a fray Diego Torres Bollo, un religioso enérgico y experimentado (era superior de la reducción de Juli).

            Esta decisión coincide con la presencia de funcionarios españoles dinámicos, abiertos y muy preocupados por la aplicación generosa de todas las disposiciones de la legislación española que protegen a los Indios, incluso en detrimento de los intereses de los colonos. Hay que recordar la organización administrativa: Paraguay forma una «provincia», administrada por un «gobernador», dependiente del virrey de Perú, y sometido al control judicial de la «Audiencia» de Charcas cuya sede está en Chuquisaca, (hoy Sucre, en Bolivia); las comunidades, españolas o indias, son administradas por un «corregidor» y un consejo: el «cabildo».

            Entre estos funcionarios ilustrados, hay que citar al gobernador Hernando Arias de Saavedra y al inspector de la «Audiencia»: Francisco de Alfaro. Aplicando la legislación en el sentido más favorable a los Indios, Arias toma varias disposiciones para limitar los efectos nocivos de la «encomienda». El poder central y él están de acuerdo en confiar a los Jesuitas la conversión de los Guaraníes, lo que permitiría a España controlar un territorio que podría servir de zona-tapón frente al empuje de los Paulistas.

            Por su parte, los Jesuitas pensaban obtener, a cambio de su compromiso, el régimen del «Real Patronato» con sus privilegios y la exclusión de la «encomienda» privada. Es entre 1608 y 1609 cuando todo se decide.

            El 10 de junio de 1608, el general de la Orden envía sus instrucciones a Diego Torres Bollo: lo esencial es obtener un estricto cumplimiento de todas las disposiciones protectoras de los Indios en la legislación española; por otra parte se recordaba a los hermanos que, según la doctrina de San Ignacio, su papel era antes de todo el de misionero y que no debían transformarse, una vez que las reducciones estuvieran organizadas, en curas de parroquia. De hecho, los Jesuitas desempeñaron hasta el final el rol de párrocos, basándose en las decisiones de su primera congregación provincial de Lima, en 1576, que les autorizaban a «actuar diversamente, si fuera necesario», tendiendo en cuenta las circunstancias (falta de clero secular, etc.). Esta sencilla disposición fue fundamental para el éxito del establecimiento de Juli, en primer lugar, luego de las reducciones de Paraguay. El 4 de abril de 1609, un real decreto confiere el «Real Patronato» a las misiones jesuíticas de la provincia de Paraguay, con exclusión perpetua de todo servicio personal privado para los Indios, sometidos a la autoridad directa del Rey.

            El 26 de noviembre de 1609, el teniente del gobernador de las provincias del Río de la Plata y de Paraguay dicta una ordenanza prohibiendo en adelante a los Españoles acceder al vasto territorio confiado a las misiones jesuitas y reclutar en él a Indios para su servicio personal.

            El dispositivo se completa con dos ordenanzas de Francisco de Alfaro, del 12 de octubre de 1611, limitando aún más los poderes de los «encomenderos», introduciendo en las comunidades fundadas por los Jesuitas el sistema de «cabildo», lo que aseguraba la participación de los Indios en la administración de las reducciones; renovando la prohibición válida tanto para los Españoles como para los mestizos y los negros, de penetrar en el territorio de las reducciones; y eximiendo, por un período inicial, a los Indios de las reducciones del pago del tributo debido a la Corona a cambio de su «patronato».

            Estos son los fundamentos jurídicos sobre los cuales se desarrolla la misión del país guaraní. Son confirmados por un real decreto de 1649, otro de 1654 (que obliga a los Jesuitas a entregar a los Indios la administración civil de las reducciones) y, finalmente, por la «Cédula Grande» de Felipe V, el 28 de diciembre de 1743.

            A finales de 1609, con el apoyo del gobernador de Paraguay, el movimiento de las fundaciones se pone en marcha: la primera reducción es fundada en San Ignazio Guazu, el 29 de diciembre de 1609; la segunda, en julio de 1610, bajo el nombre de Loreto, y poco después la de San Ignacio Miní. En 1627 ya se cuentan catorce reducciones que controlan a una población de cerca de 30.000 Indios. Bajo el impulso del provincial Diego Torres Bollo, dos Padres desempeñan un papel particularmente importante en esta primera fase: Rocco González (nacido en Asunción en 1576, asesinado en 1628 por Indios sublevados por un brujo que no aceptaba la pérdida de sus poderes, tiene una influencia esencial en el desarrollo de una organización económica destinada a garantizar la independencia de las reducciones respecto a los colonos españoles como en la utilización sistemática de la música, la danza y los cantos y en la difusión de la lengua guaraní), y Antonio Ruiz Montoya (Lima, 1581-1652).

            La sublevación de 1628, en la cual muere Rocco González, se reprime en 1629 por los Guaraníes de las reducciones bajo la dirección de su cacique Nicolás Neenguiru. En adelante se puede considerar como definitiva la pacificación de todo el territorio guaraní.

            El peligro debía venir, los años siguientes, del empuje de los «Paulistas», que reclutan a Indios Tupíes, enemigos tradicionales de los Guaraníes, para emprender expediciones destinadas a capturar Indios y llevarlos en esclavitud. Los estragos causados son enormes. Según un informe del gobernador de Buenos Aires, habría habido unas 300.000 víctimas desde 1612 hasta 1639. En 1631, los supervivientes de las misiones de Loreto y San Ignacio Miní, al extremo noreste, marchan bajo el mando de los Padres y después de una «larga marcha» agotadora de 400 kilómetros hacia el sur, los supervivientes vuelven a fundar sus reducciones con el mismo nombre, pero en una zona más segura. Los «Paulistas» siguen sus incursiones. Ante la falta de recursos defensivos y la escasa reacción de las autoridades españolas, el superior de la Provincia toma una audaz iniciativa: infringiendo una disposición general de las «Leyes de Indias» que prohibía a los Indios la posesión de armas de fuego, decide dotar con fusiles a los Guaraníes. Ruiz Montoya es enviado en misión a Madrid en 1638, para obtener una autorización oficial; vacilando, el Rey remite la decisión al virrey de Perú. Pero los Jesuitas ya habían dado el paso. Dotados con armas de fuego, encuadrados por dos Padres que habían sido soldados antes de entrar en la Orden, los Guaraníes impiden por primera vez una incursión de los «Paulistas» en 1640. En 1641, bajo el mando de Nicolas Neenguiru, ellos derrotan, el 11 de marzo en Mbororé, a un verdadero ejército paulista. El acontecimiento es decisivo: las incursiones se espacian en el tiempo hasta que cesan hacia el año 1650. Esta estabilización abre un período pacífico que va a durar hasta 1750.

            Los Jesuitas mantienen una organización militar: el virrey de Perú ha dado en 1645 la autorización oficial para poseer armas de fuego. El desarrollo de las fundaciones se reanuda: en 1707, son ya treinta las reducciones el sistema ha alcanzado su máximo desarrollo.

            Gracias a esta organización militar, los Jesuitas prestan a la administración española un apoyo efectivo: en 1645-1647, sostienen con su contingente armado al gobernador de Asunción en un conflicto con el obispo. Pero, sobre todo, sus milicias intervienen junto con las autoridades legales, para contener y después reprimir un movimiento de contestación del poder español, el cual, desencadenado a partir de 1723 por los Criollos de Asunción, degenera en una verdadera rebelión de 1733 a 1735: es el asunto de los «Comuneros de Asunción».

            Si el papel desempeñado por los Jesuitas y sus Guaraníes, en la victoria del orden legal español, con importantes pérdidas humanas, simboliza el acuerdo fundamental que vincula desde 1609 la Corona y la Misión, esto exaspera a la oposición, y fomenta incluso el odio de los Criollos que, alejados del territorio de las reducciones, terminan por considerarlo como un país enemigo. ¿Serían suficientes los privilegios confirmados en 1743 a los Jesuitas por Felipe V, en reconocimiento de su compromiso honesto al lado de sus funcionarios, para hacer contrapeso a una hostilidad que ya no desarmaría? En cualquier caso, el episodio de los años 1730 confirma el sentido de los textos reglamentarios y la lección de la práctica administrativa: la perfecta integración de la Misión en el sistema colonial español y su sumisión jerárquica a la Monarquía representada por el Virrey y los gobernadores de Asunción y Buenos Aires. El documento de 1743 declara que la soberanía del Rey no se reconoce mejor en ningún otro lugar que entre los Guaraníes.

 

LA ORGANIZACIÓN DE LAS REDUCCIONES DE PARAGUAY

 

            ¿Cuál es, en el momento de su apogeo, entre 1700 y 1750, la organización de las reducciones?

            1. Las 30 reducciones, que tienen cada una entre 1.500 y 7.000 habitantes, pudieron llegar a contar hasta con 150.000 habitantes en total; cada reducción se coloca bajo la autoridad espiritual de dos Padres jesuitas.

            Se trata pues de una autoridad «ligera».

            La administración está garantizada por un «cabildo» elegido para el cargo durante un año, que tiene como superior a un «corregidor» nombrado por el gobernador a propuesta de los Padres y que incluye a un ayudante del corregidor, dos «alcaldes», cuatro consejeros, un administrador de los bienes comunales, uno o dos «alguaciles» (encargados del orden público) y un secretario, todos Indios, todos cargos ocupados por Indios, incluido el «corregidor».

            Junto a este sistema calcado del modelo español, el sistema tradicional se mantiene a través de los «caciques» que tienen un rol honorífico y ciertos privilegios (exención del tributo, derecho a hacer preceder su nombre del título de «Don») y hacen función de jefes militares.

            ¿Cuál es el papel exacto de los Padres? Es obviamente fundamental. La «Audiencia» de Charcas confiere, en 1636, al provincial el título de «protector de los Guaraníes», confirmado por la «Real Cédula» de 1743. El cura es la más alta autoridad de la reducción y es consultado sobre todos los asuntos importantes, en los cuales, además, interviene.

            Los Padres actúan en el marco de una reglamentación precisa: el «Libro de órdenes» de 1649 constituye un código civil y penal, muy avanzado desde el punto de vista humanitario (la pena máxima es la de reclusión por diez años, la pena de muerte no existe, caso único en esta época).

            Desde el punto de vista militar, las reducciones podían movilizar a una milicia, compuesta de compañías de 100 infantes y 50 jinetes. La autorización provisoria de poseer armas de fuego otorgada en 1645 se vuelve definitiva en 1697. Las armas están almacenadas en un arsenal, bajo la custodia de los Padres. Las milicias se entrenan regularmente. Se estima en 70 el número de sus intervenciones junto a los Españoles de 1644 a 1766, entre las que se cuenta su participación en los ataques en 1705 y 1737 contra el fuerte de Sacramento construido por los Portugueses en la orilla izquierda del Río de la Plata.

            2. Los Padres prestan una especial atención a los problemas materiales. La consecución de un nuevo orden económico es la etapa más importante que sigue la conversión. En este plano, también, el cambio es radical. Los Guaraníes vivían en un estado de seminomadismo, encontraban lo esencial de sus recursos en la caza, la pesca y la recolección y no conocían más que la propiedad colectiva del clan.

            Los Padres introducen, con la sedentarización que es fundamental, un sistema mixto:

            - A cada familia se le otorga un terreno, el aba-mba'e (la “propiedad del indio”); y deposita los productos de la tierra en un almacén público de donde los retira a la medida de sus necesidades.

            - La reducción administra la propiedad colectiva llamada tupa-mba'e (la «propiedad de Dios»), en la cual el trabajo es obligatorio, de 18 a 50 años, a ritmo de dos días por semana, y de 4 a 6 horas por día.

            El estatuto de 1743 fija definitivamente la repartición de las cosechas de las tierras colectivas: un tercio como tributo a la Corona; un tercio para el culto, y los edificios, incluido el colegio de Asunción; y otro tercio para las necesidades de la comunidad.

            Los cultivos son, en primer lugar, de plantas alimenticias (yuca, maíz, boniatos, verduras); se cultivan también la caña de azúcar y, sobre todo, el algodón; se practica también la crianza de bueyes (las boyadas adquieren una extensión considerable, en inmensos pastos comunes a todas las reducciones; el número de cabezas de ganado se estima en varios cientos de miles); por último, se cosecha la «yerba», la hierba mate transformada en la bebida corriente de la población criolla y que crece en estado natural, pero cuyo cultivo es introducido por losJesuitas.

            Estas actividades son completadas por una artesanía destinada sobre todo a cubrir las necesidades de la comunidad: carpintería, hornos de alfarería, talleres de hilado y tejido de algodón. Los Guaraníes destinados a estas tareas trabajan una semana de cada dos y reciben su salario en especie.

            La producción agrícola y artesanal daba lugar a cierta forma de comercio (dentro de las reducciones, sólo se practicaba el trueque, según una cuota en «peso hueco» -peso vacío-, fijada por los Jesuitas; pero no hay circulación de dinero). Los productos eran transportados por vía fluvial a Santa Fe y a Buenos Aires, en donde un procurador de los Jesuitas se encargaba de comercializarlos.

            La intervención directa de los Padres en la economía de intercambio provoca protestas interesadas en más de una ocasión, pero fundadas en la transgresión de las reglas canónicas que prohíben las actividades comerciales a los religiosos. En realidad la Corona tolera esta actividad, indispensable para el pago del tributo, limitándose, en 1679, a fijar una cuota máxima de exportación del mate: 12.000 «arrobas» (alrededor de 138 toneladas).

            Dos cuestiones generales se plantean:

            - ¿Cuál es el régimen del dominio familiar, el aba-mba'e? Aparentemente, habría que hablar de «posesión» más que de «propiedad», puesto que no existe la herencia.

            - Por otra parte, ¿qué nivel de riqueza genera este sistema para las reducciones, los Padres y los Indios? Desde el siglo XVII, circulan rumores sobre los tesoros que los Jesuitas habrían extraído de supuestas minas de oro y plata, hasta el punto de provocar una investigación minuciosa, encargada por Jacinto de Lariz, gobernador de Buenos Aires entre 1646 y 1653, que demuestra la inanidad de estas acusaciones: nunca hubo minas de metales preciosos, en el territorio de las reducciones. Por otra parte todos los testimonios contemporáneos concuerdan en subrayar el estilo de vida frugal y casi austero de los Padres y de los Indios. La excelente organización del sistema no estaba, en absoluto, destinada a asegurar altos rendimientos ni beneficios importantes, sino a compensar la indolencia atávica de los Guaraníes respecto a los trabajos agrícolas, y su indiferencia a la acumulación de las riquezas. Por lo tanto, podemos pensar que el sistema procuraba a todos un nivel de vida decente, sin más. Esa es, al menos, la impresión que dan los inventarios elaborados en el momento de la partida de los Jesuitas en 1768. No hay que olvidar que esta economía se mantiene al margen de los circuitos monetarios y que las ventas de excedentes a Santa Fe y Buenos Aires –una vez garantizados el pago del tributo real y los gastos de construcción, de decoración y de mantenimiento de las reducciones y de los establecimientos de los Jesuitas en la provincia de Paraguay-, permiten a las reducciones obtener las herramientas, los equipos y productos que no producen ni fabrican.

            3. La organización social está concebida para asegurar el desarrollo de la vida según la observancia de un cristianismo práctico y razonable.

            La base de este cristianismo es la célula familiar. Los Padres se mostraron intransigentes a la hora de introducir y hacer respetar la monogamia que es la consecuencia inmediata y obligatoria de la conversión. Cada hogar recibe, al momento del matrimonio, generalmente precoz, una casa (de cerca de 30 metros cuadrados) y un terreno para cultivar.

            La educación, naturalmente obligatoria, es impartida por los Padres a niños y a niñas, por separado. Comprende el catecismo (el primer catecismo en guaraní se publica por los Franciscanos ya en 1584); la alfabetización (lectura y escritura) en guaraní; nociones de español y de latín; el aprendizaje de los oficios y de la contabilidad (la numeración entre los Guaraníes iba solamente de 1 a 4), de la música y del canto.

            También se le concedía gran importancia a la vigilancia sanitaria. Cada reducción dispone de algunos enfermeros guaraníes que hacen, cada mañana, una inspección, casa por casa. El conjunto de las reducciones dispone de 3 médicos (Jesuitas) y de dos hospitales. En 1725 se publican manuales de medicina, cirugía, farmacia y botánica, en guaraní y en español. Por razones de higiene, los Jesuitas ubican los cementerios fuera de las iglesias, mostrándose así los precursores de las medidas adoptadas en Europa en la segunda mitad del siglo XVIII. Se vive al ritmo de la práctica religiosa. La asistencia a la misa dominical es obligatoria. Las fiestas religiosas se acompañan con danzas y representaciones teatrales en guaraní; a comienzos del siglo XIX, se recogieron fragmentos, transmitidos oralmente, de una ópera: El Drama de Adán, mientras que, mucho más recientemente, las investigaciones de «Los Caminos del Barroco en el Nuevo Mundo» ("Les Chemins du Baroque dans le Nouveau Monde») debían permitir restaurar otras dos óperas evangelizadores, dedicadas respectivamente a San Ignacio y a San Francisco-Javier.

            La cultura está basada en el mantenimiento y el respeto de la lengua guaraní que los Franciscanos promovieron desde 1575; los Jesuitas les toman el relevo y, en 1639-1640, el Padre Ruiz Montoya, durante su estancia en Madrid, publica dos obras sobre la lengua y los hábitos de los Guaraníes. Esta política tiene como resultado la formación, entre los Guaraníes, de una clase culta. En 1724 y 1727, el cacique Nicolás Yapuguay publica, en guaraní, un comentario del catecismo y una recopilación de sermones.

            El desarrollo de esta cultura se apoya en la introducción, desde 1695, de la imprenta en el territorio de las reducciones (Buenos Aires tendrá que esperar hasta 1780). Teniendo en cuenta el talento y el gusto innato de los Guaraníes para la música, los Jesuitas crean en la reducción de Yapeyu una escuela de música que forma a los instrumentistas. Allí aparece el Jesuita italiano Domenico Zipoli (1688-1726) que, después de haber integrado la Compañía de los Jesuitas en Roma, es enviado al colegio de la Compañía en Córdoba (Argentina); las composiciones que se le atribuyen se considera que fueron ejecutadas en todas las reducciones.

            4. La organización social y cultural de las reducciones se traduce en la organización de su espacio.

            Cada reducción está establecida sobre un plano regular, inspirado por los principios racionalistas del urbanismo del Renacimiento y las Leyes de Indias. Las casas familiares, todas según el mismo esquema, se alinean en filas continuas de alrededor de 60 metros de largo, bordeadas de pórticos que permiten circular al abrigo del sol y de la lluvia. Estas alineaciones forman los tres lados de una extensa plaza en cuyo centro se eleva la cruz y cuyo cuarto lado está ocupado por la iglesia, flanqueada en ambos costados por el cementerio, las casas en donde se alberga a los «sin familia» (viudas) y el «colegio» (habitaciones de los Padres, almacén colectivo, reserva de herramientas y de armas, sala de reunión, etc.).

            Este plano muy claro y muy legible asegura a la iglesia un lugar eminente: domina y protege el espacio central alrededor del cual se organiza la vida de la comunidad; todo parte de la iglesia y todo vuelve a ella.

            Las iglesias cuyas ruinas apreciamos hoy día fueron construidas a comienzos del siglo XVIII, reemplazando construcciones provisionales. Hubo algunos Padres arquitectos, los más notables de ellos fueron italianos: Ángel Petragrassa (1656-1729), José Brasanelli (1659-1728) y Giovanni B. Primoli (1673-1747), sin olvidar al Español

J. A. de Ribera, hijo el gran arquitecto madrileño, Pedro de Ribera. El Padre austríaco Anton Sepp (1655-1733) deja un manual práctico de construcción (1732) que resultó ser de gran utilidad para enseñar a los Guaraníes las reglas de la estereotomía, indispensables para asegurar la estabilidad de los muros y soportales borde contra borde. Las estatuas que sobrevivieron a la destrucción de las iglesias se refieren en gran mayoría a la iconografía del Nuevo Testamento y de los santos de la Compañía. Aunque textos faltan sobre esta materia, podemos suponer que son obra de los Guaraníes, guiados por la enseñanza de los Padres e inspirados por los grabados de obras europeas, que circularon casi por todas partes de la América colonial. La sensibilidad profunda, la emoción contenida, la espiritualidad sincera de las cuales se impregnan, son quizá el mejor testimonio del valor de la obra religiosa y civilizadora realizada por los Jesuitas.           La Real Cédula de Felipe V, en 1743, parece consagrar la estabilidad y la perennidad del pequeño mundo de las reducciones. Los Padres velan cuidadosamente por mantener a los Guaraníes al abrigo de las influencias exteriores. Hasta el final consiguen preservar las reducciones de los inconvenientes de la «encomienda» privada. Los negociantes eran tolerados sólo para estancias muy breves de dos o tres días, hasta que las instrucciones de la Orden, en 1722 y 1724, erigen en principio la prohibición absoluta de penetrar en el territorio de las reducciones, excepto en caso de visitas episcopales o de inspecciones de los funcionarios españoles. La única excepción concernía a las reducciones situadas a lo largo de la carretera de Asunción al Río de la Plata. Los mercaderes de paso debían pernoctar obligatoriamente en posadas llamadas «tambo», en las que no podían permanecer más de tres días.

            Esta política de aislamiento suscitaba naturalmente la hostilidad de los Criollos que veían escapar por completo a su lógica económica un territorio relativamente próspero. Dicha política favorecía también las interrogaciones, incluso las leyendas sobre la naturaleza real de la Misión, sus fuentes de inspiración y sus proyectos. La historia permite hoy juzgar estos misterios inútiles. Nunca existió una «república» jesuita: las reducciones se integraban perfectamente en el orden colonial y se sometían a la legalidad monárquica. Incluso la «segregación» se reconoce de la manera más oficial: el código, conocido bajo el nombre de «Recopilación de las Leyes de Indias», publicado

en 1680, recuerda la prohibición hecha a los Españoles de pasar más de tres días en los «pueblos de Indios». El modelo seguido por los Jesuitas no tenía nada que pudiera preocupar ni a la Corona ni a la Iglesia. No vale la pena ir a buscar una inspiración en la lectura de La República de Platón, de La Utopía de Thomas More o de La Ciudad del Sol de Campanella. ¿Cómo aplicar los sueños de este último autor, enemigo visceral de España que pasó más de veinte años encarcelado en Nápoles? Llevados por su pragmatismo, su voluntad de adaptase a las circunstancias y de comprender al otro, su deseo de universalizar el mensaje del cristianismo haciéndolo asumir todo aquello que pudiera conciliarse con su enseñanza fundamental, los Jesuitas no buscaban otra cosa que fundar una micro sociedad cristiana al abrigo de las tentaciones, de las aventuras y de los peligros del mundo exterior, una especie de «cristianismo feliz» como lo llama el gran erudito italiano L. A. Muratori en el libro que publica en 1743 sobre las reducciones. Sin duda estaban convencidos de buena fe de que esta sociedad podría subsistir solamente mediante la aceptación de una enseñanza, una moral y una disciplina, cuyos principios dispensarían y por cuyo respeto velarían. Conocían bastante bien el Evangelio y la regla de San Ignacio para caer en la tentación de instaurar el totalitarismo de un sistema filosófico o de un idealismo socializante. Es evidente que, al dedicarse con conciencia, método y devoción, al gobierno cotidiano de las misiones, habían dejado de lado, en cierta medida, el sentido de la Misión: el espíritu profético decaía tras la rutina administrativa. Las misiones constituían un universo cerrado, sus responsables sólo tenían como objetivo mantenerlo sin pensar en reproducirlo. Era una forma quizá de sabiduría, en esta América española de mitad del siglo XVIII, integrada en una economía de intercambios a escala planetaria, y en donde el autoritarismo administrativo, reforzado con la llegada de los Borbones al trono de España, chocaba con los intereses y las aspiraciones de las poblaciones criollas, que comenzaban a tomar conciencia de su identidad. ¿Quién podía, entonces, en ese contexto, interesarse por los resultados de una acción perseverante que había terminado por crear un pequeño pueblo nuevo, permitiéndole conservar el tesoro de su lengua, desarrollar sus talentos, garantizándole una vida material acorde con sus necesidades esenciales y dándole, además, su parte de la esperanza cristiana?

 

EL HUNDIMIENTO DEL SISTEMA

 

            En realidad, las misiones permanecían expuestas a una coyuntura política que les era completamente extranjera, y al juego de fuerzas indiferentes tanto a su pérdida como a su supervivencia.

            Por una curiosa vuelta de la Historia, las misiones se encontraron de nuevo implicadas en el centro de las rivalidades entre Españoles y Portugueses que había marcado su origen. Pero esta vez no se trataba de la aparición de una banda de saqueadores, sino de una rivalidad entre Estados. Las autoridades portuguesas de Brasil pretendían, en efecto, tomar el control de la vía del Río de la Plata. La fundación de Colonia del Sacramento en 1680 podía amenazar una comunicación vital para España. En dos ocasiones los Españoles la asaltan, con la ayuda de las milicias de los Guaraníes, pero sin resultado. Finalmente ambos Estados optan por un compromiso político: mediante el Tratado de Madrid, firmado el 13 de enero de 1750, los Españoles, a cambio del abandono por los Portugueses de Colonia del Sacramento, les ceden los territorios al este de los ríos Uruguay e Ibicuy en los cuales se encontraban siete reducciones; el tratado especifica que sus habitantes Guaraníes, como súbditos del rey de España, deberán abandonarlos.

            El general de la Orden, el 21 de enero de 1751 da instrucciones para acatar estas disposiciones y envía a un comisario que llega a Buenos Aires, junto con el enviado del Rey de España, el 20 de enero de 1752. Se constituye una comisión mixta hispano-portuguesa que, tras algunas vacilaciones, conmina a los Guaraníes de las siete reducciones cedidas a Portugal, a abandonar los territorios, sin dejarles tiempo para hacer la cosecha.

            Tres reducciones aceptan; cuatro se rebelan y sus milicias obligan a los comisarios españoles y portugueses a retirarse en marzo de 1753. El gobernador de Buenos Aires decide pasar al ataque en mayo de 1754, pero sus fuerzas son rechazadas por los Guaraníes. Los Españoles y los Portugueses replican entonces con una ofensiva en toda regla, lanzada en el otoño de 1755, que logra aplastar la milicia guaraní, el 10 de febrero de 1756. El 18 de mayo, los rebeldes se someten.

            Se abre entonces una investigación con el fin de aclarar el papel de los Jesuitas en el asunto, que demuestra que éstos se han mantenido al margen de la rebelión. Lo cual resulta bastante probable; incluso si los Jesuitas simpatizaban con la causa de los Guaraníes, el voto de obediencia absoluta les obligaba a inclinarse ante la voluntad de la Orden y de los dos soberanos. La rebelión fue, por lo tanto, un movimiento de autodefensa de los Guaraníes que querían guardar su estatuto en el marco de la monarquía española pero que, sintiéndose abandonados por los Jesuitas, perdían buena parte de su confianza en ellos.

            En realidad, la rebelión resulta ser un drama inútil. Cuando Carlos III sube al trono de España, a fines de 1759, constata que su país ha salido engañado en este asunto: los Portugueses no han devuelto Colonia del Sacramento. Carlos III denuncia el tratado y hace atacar el enclave portugués en 1762, para devolverlo, en 1763, a Portugal que ha obtenido el apoyo de Inglaterra (España no lo recuperará definitivamente sino en 1777). En contrapartida, el rey de España conserva el territorio cedido mediante el Tratado de Madrid, y ordena al gobernador de Buenos Aires que restituya a los Guaraníes las tierras de las que habían sido expulsados en 1756. Los Guaraníes regresan a sus reducciones y comienzan la reconstrucción.

            Todo parece poder recomenzar como antes. Algunos Jesuitas llegan incluso de España para reforzar la Misión.

            No se trataba sino de una engañosa fachada. En Europa, los «filósofos», de París a Madrid y de Lisboa a Nápoles, habían hecho de la Compañía el símbolo de todo aquello que detestaban en el catolicismo y la atacaron con violencia. Este movimiento crítico coincide, al menos parcialmente, con una tendencia fundamental del poder monárquico, cuya voluntad de imponer a la sociedad, a la economía y al pensamiento, la racionalidad de un orden burocrático no podía dejar de chocar con la Iglesia romana y, por lo tanto, con los Jesuitas que pasaban por ser la encarnación de su poder y su universalidad.

            Bajo el impulso del ministro Pombal, el Portugal de José I es el primero en dar ejemplo expulsando a los Jesuitas en 1759. Luego viene el turno de Francia, en cuyo territorio la Compañía es disuelta en 1764. Finalmente, Carlos III manifiesta su voluntad reformadora y su deseo de ahogar toda veleidad opositora, decidiendo el 27 de febrero de 1766 la expulsión de los Jesuitas; la medida se aplica en todo el imperio español. Las órdenes de expulsión llegan a Buenos Aires en junio de 1767. Su ejecución incumbe al gobernador F. de P. Bucareli, un funcionario adicto, hábil y competente (debía ser algunos años más tarde el más brillante virrey de Nueva España, a finales del siglo XVIII). Su primera medida es arrestar a los Jesuitas de los colegios y embarcarles rumbo a Europa. Pero alberga algunas dudas en cuanto al procedimiento a seguir con las misiones de los Guaraníes, pues teme una rebelión de los Indios, como en 1753. Opta finalmente por la vía de la seducción: en septiembre de 1767, los caciques de todas las reducciones son invitados a Buenos Aires donde se los agasaja con una fastuosa recepción; Bucareli les promete liberarlos de la tutela de los Jesuitas, desarrollar la educación y les hace firmar una declaración de fidelidad al rey de España, acompañada de una denuncia de los Jesuitas por abuso de poder. Es legítimo pensar que a Bucareli lo animaba el sincero deseo de ejecutar los órdenes del Rey evitando inútiles derramamientos de sangre y preparar así el relevo de los Jesuitas mediante la implantación de una nueva estructura administrativa. Finalmente, en mayo de 1768, viaja al territorio de las reducciones, con una tropa considerable. Los Jesuitas no fomentan ni oponen resistencia alguna; se dejan arrestar y, en septiembre, todos son conducidos a Buenos Aires. En cuanto a los Guaraníes, cuyos caciques habían sido hábilmente embaucados por Bucareli, aceptan con aparente indiferencia el final de una historia de 150 años.

            El cambio se hace, por lo tanto, sin drama. Los Jesuitas son sustituidos por Franciscanos que no tienen ni la experiencia ni la autoridad de sus predecesores: pero, sobre todo, se nombra a un gobernador español a la cabeza de las reducciones. Su primera medida es reemplazar la universidad prometida por Bucareli a los caciques, por una academia de artes y letras. Aparentemente todo continúa igual. Pero, en el fondo, todo ha cambiado. Es verdad que la organización colectiva se mantiene y que el sistema de cabildo sigue funcionando, pero los Guaraníes quedan sometidos a la arbitrariedad de los funcionarios. Muchos de ellos se marchan y se dispersan por las ciudades en donde encuentran trabajo gracias a los oficios que han aprendido en las reducciones. Asistimos, de esta manera, a una larga decadencia, precipitada por los conflictos que marcan el período de la emancipación de los países del Río de la Plata: la mayoría de las reducciones son destruidas entre 1817 y 1828. Sólo en 1848, el Presidente de Paraguay,

C. López, suprime, en nombre de la ideología liberal, el estatuto especial de aquellas que aún subsistían en su país; el Estado se apropia así de los territorios colectivos. No se puede, por lo tanto, hablar de un final brusco de las reducciones en un ambiente de catástrofe general. Se trataría más bien de una degeneración implacable: el sistema subsiste en teoría después de 1768, pero está minado debido al fin de la segregación; formaba un todo que no podía mantenerse si uno de los elementos venía a desaparecer y, sobre todo, si la inspiración inicial dejaba de animarlo. Las reducciones no podían resistir largo tiempo al vacío creado por la partida de los Jesuitas y al choque del mundo exterior.

            Hoy en día la existencia del guaraní como lengua oficial de Paraguay junto con el español testimonia la perennidad de la obra cultural llevada a cabo por los Jesuitas, quienes contribuyeron verdaderamente a crear un pueblo nuevo.

            Las ruinas, evocadoras de los destrozos de las guerras        o la obra destructora del tiempo, guardan fielmente en esa tierra la huella indeleble del orden impuesto por los Jesuitas a la naturaleza y a los hombres, un orden establecido sin violencia y contra la violencia, raro ejemplo de un éxito de la perseverancia y la persuasión, de la voluntad y la inteligencia, inspiradas por una fe ardiente cuya militancia supo mantenerse siempre al margen de las tentaciones de la fuerza. Se habló frecuentemente del  «humanismo» de los Jesuitas: la historia de las reducciones da un ejemplo que va más allá de las ambigüedades de este término y que le devuelve toda su vitalidad.

ÉDOUARD POMMIER 

 

 

SANTA ANA Y LA VIRGEN NIÑA (DETALLE)

MUSEO JUAN SINFORIANO BOGARÍN 

 

Y LA UTOPIA TUVO LUGAR... O LA UTOPIA EN SU LUGAR

Las reducciones guaraní-jesuíticas del Paraguay - siglos XVII-XVIII

 

            La hipótesis de que las reducciones guaraní-jesuíticas del Paraguay hayan sido una utopía real, ha recogido numerosas pruebas en la historia de los hechos y de las ideas. Pero las reducciones guaraní-jesuíticas son probablemente menos que una utopía, aunque son mucho más que utopía, precisamente porque no pueden ser reducidas a ella. Las reducciones guaraní-jesuíticas tuvieron lugar... Hay que preguntarse también si fueron utopía de jesuitas o fueron más bien el hallazgo por fin de la siempre tan deseada tierra-sin-mal de los Guaraníes.

 

MISIÓN POR REDUCCIÓN

 

            Cuando a fines de 1609 dos jesuitas eran enviados a tierras del cacique Arapysandú, hacia el sur de Asunción, y otros dos a la región conocida como el Guairá, nada deja entrever en la documentación de la época que fueran a implantar cualquier plan utópico. Llevaban, sí, una instrucción de su provincial, el padre Diego de Torres Bollo, que les recordaba su identidad de misioneros, les prescribía ciertas normas de comportamiento personal y les daba oportunas orientaciones en cuanto al modo de hacer el pueblo y reducción de los Indios. Otra instrucción del mismo provincial, del año siguiente, 1610, se mantenía en la misma línea, si bien con observaciones y avisos más detallados (Lozano, 1754-55 II: 137-141; 248-252).

            En su modo de proceder estos jesuitas deben informarse sobre la situación de los Indios, consultar a las personas expertas, contar con la ayuda de los propios caciques, actuar con suavidad y según el agrado de los Indios.

            En lo que toca a la elección del lugar donde hacer la reducción, los mismos Indios darán su parecer.

            Todo se hará, poco a poco, según el gusto de los Indios. La misión de estos jesuitas será, pues, desde el principio, no tanto la aplicación de un modelo cuanto una práctica de discernimiento; no están ahí para construir una utopía, sino para hacer historia.

 

REDUCCIÓN, CIVILIZACIÓN Y COLONIZACIÓN

 

            Para esa época de principios del siglo XVII ya había habido reducciones por casi toda la geografía de América. Desde 1503 se hablaba ya de reducir a los Indios, para remediar la «irracionalidad» de que estén dispersos y desparramados por la selva, «viviendo bestialmente y adorando a sus ídolos» (Konetzke, Colección de documentos..., I, Madrid, 1953: 9; 416). «La necesidad de la reducción se enfoca desde tres puntos de vista, según que se considere al poblado como marco natural del hombre, como una forma de vida civilizada considerada en si misma o como un medio para la civilización» (Borges, 1987:108).

            En realidad debajo de la formulación humanística del proyecto de reducción estaría la voluntad de integrar a los Indios en el sistema colonial, colocar su sistema tribal bajo el control del Estado y concentrar mano de obra para el encomendero. Las preocupaciones de carácter humanitario y religioso se mostraron bastante secundarias en la práctica. De hecho los primeros Indios reducidos en las Antillas acabaron destruidos con los trabajos y enfermedades, y la experiencia fracasó. Solamente en la medida en que las reducciones fueron encomendadas a religiosos, que se sirvieron de ellas como método de misión, alcanzaron éxitos relativos.

 

LAS REDUCCIONES EN EL PARAGUAY

 

            En el Paraguay las reducciones tienen también su propia historia. Cuando los jesuitas fueron a fundar reducciones, los franciscanos ya llevaban treinta años con la práctica del método. Uno de los motivos para hacer reducción habría sido el de juntar a los Indios de varias parcialidades en un lugar protegido contra la invasión de las vacas, cada día más cercanas, porque hacen daño a las rozas y labranzas de los Indios comarcanos de esta ciudad, que es causa que padezcan grandes necesidades y hambres, y desamparen sus asientos y se vayan a partes remotas, apartándose de la doctrina cristiana y servicio de los Españoles a quienes están encomendados» (Ordenanza de Juan de Garay, 1578, cit. por Necker, 1979:64). Fundadas como misión, las reducciones franciscanas de la época aseguraban también la pacificación y el servicio de los Indios a los Españoles, reduciendo la confrontación cada día más viva entre unos y otros (Necker, 1979: 81)       

            La reducciones jesuíticas surgieron en un contexto no muy diferente. El entonces gobernador del Paraguay, Hernandarias propiciaba el envío de jesuitas a las nuevas reducciones porque pensaba que la pacificación de los Guaraníes era más eficaz con la doctrina del Evangelio que con las armas. El padre Torres Bollo y sus jesuitas deseaban la formación del pueblo-reducción fundamental y exclusivamente como misión. Reducir a los Indios para hacerlos buenos cristianos, sin Españoles ni para los Españoles. Pero, ¿no era ésta la mayor de las utopías en un mundo colonial en el que la encomienda era una pieza clave del sistema? La encomienda, por la cual los Indios eran colocados bajo el dominio de un «conquistador» que se comprometía a defenderlos, protegerlos y hacerles enseñar la doctrina cristiana, era de hecho un «disimulado cautiverio», como pronto denunciarían los jesuitas.

           

LA REPÚBLICA GUARANÍ

 

            Recordemos las principales etapas en la formación de las reducciones jesuíticas. Cuando los jesuitas emprendieron sus trabajos de reducción se dirigieron a aquellos territorios o «provincias de Guaraníes» que de hecho estaban más allá de la frontera de ocupación española. Aun dentro de un diseño general, la fundación de cada reducción fue una historia particular, por los personajes -misioneros, caciques y gentes- que en ella intervinieron y por las circunstancias del momento histórico en que cada una de ellas era fundada.

            El ritmo según el cual se sucedieron las fundaciones fue muy variado. San Ignacio Guasú se había fundado en 1609, pero la segunda reducción, Encarnación de Itapúa, en la margen del Paraná, sólo se estableció en 1615. Del Paraná el movimiento reduccional pasó al río Uruguay, donde surgieron nuevos pueblos de Concepción (1619), San Nicolás (1626), San Javier (1626) y Yapeyú (1627). Eran años de gran actividad y hasta prisa por reducir a los Guaraníes. Después hubo un compás de espera. Pero a partir de 1631 y hasta 1633 se formaron otras trece reducciones en el Tape (actual Rio Grande do Sul, Brasil), donde se juntaron unos 60.000 indígenas.

            Otro frente de expansión, o de «conquista espiritual», como gustaban decir los jesuitas, fue hacia el Guairá (actual Estado de Paraná, Brasil). Por varios años la actividad de los jesuitas se limitó a atender las dos reducciones iníciales de Loreto (1610) y San Ignacio (1612), pero con la llegada de nuevos refuerzos misioneros y sobre todo gracias al trabajo y coraje personal del padre Montoya, fueron fundadas entre 1622 y 1629, once reducciones más. En las trece reducciones del Guairá llegó a haber no menos de 42.000 Indios, según cálculos bien documentados.

            La última región que fue reducida por los jesuitas fue la de Itatim, donde fueron organizadas en poco tiempo cinco reducciones más a partir de 1632.

            De este modo en un período de menos de veinticinco años se habían formado unas cuarenta y tres reducciones, que al final, después de la destrucción de muchas de ellas por los bandeirantes paulistas, sobre todo antes de 1641, y diversas reagrupaciones, quedaron en número de treinta.

 

REDUCCIÓN Y UTOPÍA JURÍDICA

 

            Para desarrollar un proyecto de misión, que prescindía de los encomenderos y hasta los contrariaba, los jesuitas contaban con el marco jurídico de la legislación española. La paradójica novedad de las reducciones jesuíticas, que les dio un lugar que en ningún otro lugar tuvo lugar -ésta sería su utopía-, es que pudieron practicar su misión en un marco jurídico español bastante libre de la corrupción y de interferencias interesadas de los colonos y encomenderos. Estaban dentro del orden colonial, pues en él habían nacido y de él no podían salir, pero crearon las condiciones de posibilidad para que el orden jurídico y político fuera respetado y puesto en práctica. Las reducciones jesuíticas fueron la concreción histórica de muchas instituciones españolas, que estaban legisladas pero casi nunca eran cumplidas. Los jesuitas pensaron que el cumplimiento de la ley era posible. En las dificultades y en los conflictos, en medio de los abusos e injusticias, los jesuitas apelaron a la conciencia cristiana de las personas, pero también a la ejecución de la ley y para ello procuraron todos los medios, incluso el uso del poder militar.

            El propio rey Felipe V, en una cédula de 1743, reconocíai que «en ningún lugar de las Indias, se guardó nuestro real derecho y nuestro dominio mejor que en estas misiones guaraníticas, y que ni el Real Patronato ni la jurisdicción eclesiástica en ningún otro lugar estuvo ejercido más santamente» (Peramás, 2004: 159)

            La utopía era que en las reducciones había como un exceso de práctica de la ley. Jurídicamente eran tan españolas que los colonos españoles no las podían soportar ni aceptar.

 

REDUCCIÓN E HISTORIA COLONIAL

 

            Para llegar a todo esto los jesuitas tomaron varias actitudes que hicieron historia. En primer lugar procuraron que su conquista fuera expresamente espiritual. El libro-crónica del padre Antonio Ruiz de Montoya titulado precisamente Conquista Espiritual

(Madrid 1639), cuenta con detalle por qué fue así. Sólo raramente los jesuitas no se dejaron acompañar por los Españoles en sus entradas hacia los territorios indígenas. La cruz no entraba con la espada. «No han entrado Españoles en aquella tierra por haberla conquistado sólo el Evangelio... No ha faltado quien avise a esta corte que nos alzamos con los Indios y que no queremos que entren Españoles a sus pueblos... Que mi intento sea que los Indios no sirvan personalmente, lo confieso, porque en esto miro al bien común de los Indios y Españoles» (Montoya, 1639/1989: 199-201).

            Los jesuitas se distanciaron decididamente de los intereses de los encomenderos cuyas injusticias denunciaron con claridad y decisión. La carta de 1614, del hoy santo, Roque González de Santa Cruz, a su hermano, alto gobernante de alto rango en Asunción, expresa claramente la posición de los jesuitas sobre el servicio personal y la encomienda: «El estar en esta ceguedad tan grande los encomenderos es causa que no los quiere confesar gente que sabe y temerosa de Dios; y de mí di que no confesaré a ninguno por cuanto tiene el mundo, porque han hecho el mal y aún reconocerlo no quieren, cuanto más restituir y enmendarse» (Blanco, 1929: 545).

            Esta no era solamente la actitud del padre Roque, sino que participaban de ella otros muchos padres de la provincia jesuítica del Paraguay, que conocían y hacían suyas muchas de las ideas de fray Bartolomé de Las Casas respecto a los derechos de los indígenas y el mejor modo de evangelizarlos. No sin ironía decía el provincial que en el colegio de Asunción «se predica a los Españoles y se les confiesa (aunque envueltos en sus muchos enredos no ocupan demasiado a los confesores)» (CA I: 448).

            La confrontación con la población criolla de la provincia española del Paraguay y Buenos Aires perduró a lo largo de todo el período de las reducciones jesuíticas, alternando fases de mayor conflicto con otras de relativa calma.

            La historia externa de las reducciones es una historia de lucha y de conflictos, incluso de guerra, contra enemigos «cristianos»; esto es, aventureros y señores coloniales que querían sacar provecho de la reducción.

            En el período fundacional, las reducciones sufrieron devastadores ataques de los bandeirantes de São Paulo, que iban a buscar esclavos indígenas y destruían sus pueblos. Los ataques contra las reducciones del Guayrá, entre 1629 y 1631, obligaron a los jesuitas y a los Indios a abandonar la región; más de treinta mil Indios habían sido capturados para ser vendidos en los ingenios de azúcar del Brasil; los doce mil restantes iniciaron un duro éxodo que causó la muerte de otros ocho mil.

            En el Tape, entre 1636 y 1638, la misma destrucción. Los restantes transmigraron hacia la otra margen del río Uruguay. Frente a esta situación los misioneros abogaron para que los Guaraníes pudieran defenderse con armas de fuego. Con este objetivo, fue el padre Montoya a la corte de Madrid, en 1638. Su Conquista Espiritual, escrita y publicada allí en 1639, así como otros Memoriales, son un alegato en favor de los Indios, donde se expone la gravedad y crueldad de los bandeirantes paulistas. Los Indios de las misiones jesuíticas consiguieron en efecto, licencia para el uso de armas de fuego y, cuando en 1641 una nueva bandeira bajaba por el río Uruguay para atacar de nuevo a las misiones del sur, los Guaraníes derrotaron al invasor en el lugar llamado Mbororé.

            Curiosamente el ejército de las reducciones servirá en el futuro como ejército de frontera contra las pretensiones de los Portugueses que se adentraban en territorio de la Corona española, pero también para dominar las rebeliones y levantamientos de ciertos oligarcas y encomenderos españoles del Paraguay  -los «comuneros» contra la autoridad legítima. De hecho, la oposición de los Españoles del Paraguay -entiéndase por Español, los criollos y mestizos, también- no tuvo la violencia descarada de los bandeirantes y sertanistas paulistas, pero no fue menos agresiva, y fue incluso más constante y continua. Metafóricamente se puede decir que la Colonia no les daba lugar y los colocaba ya entonces en «utopía». Para los propios jesuitas era «utopía» poder crear, como lo crearon, un espacio dentro de la Colonia que era anticolonial a la vez.

 

LOS TREINTA PUEBLOS

 

            Desde 1641 las reducciones que habían tenido que transmigrar, se fueron reubicando y encontraron su instalación definitiva. Este desarrollo tranquilo y sostenido de las reducciones tuvo importantes consecuencias que se reflejaron en el aumento demográfico y en la consolidación de su estructura urbana. En 1682, la población de los Guaraníes en las misiones jesuíticas era de 67.561 personas, lo que representaba el 54 % de toda la población de los provincias rioplatenses, que incluían Buenos Aires, Tucumán, Cuyo y Paraguay. Con los años, algunos pueblos, por su alta densidad demográfica, se dividieron y dieron origen a nuevos pueblos. A principios del siglo XVIII, se contaban en número de treinta. Los Treinta Pueblos de Guaraníes, como serán definitivamente recordados, ocupaban un territorio continuo, extenso, fértil, con abundantes recursos para la agricultura, la cría del ganado y la producción de yerba mate.

            En 1743 la población indígena de los Treinta Pueblos alcanzaba la cifra de 141.182 personas.

 

EL REINO JESUÍTICO

 

            El grado de utopía que pudieran haber alcanzado las reducciones se pone de manifiesto cuando se empieza a designarlas como «Reino Jesuítico», designación que lleva embutida la idea de que se ha formado un Estado dentro del Estado. Rumores, calumnias y denuncias en este sentido surgen ya desde la mitad del siglo XVII y se prolongan por todo el siglo XVIII. El Tratado de Madrid, de 1750, que dio lugar a la llamada Guerra guaranítica (1753-56), fue trabajado bajo la presunción de que había de hecho un «Reino» que había escapado al control del Estado. La expulsión de los jesuitas, en 1767-1768, con los profundos cambios introducidos en el sistema reduccional por los nuevos administradores, puso fin a la experiencia. Ahora, sí, las reducciones entraban de lleno en el mundo colonial y quedaban a su pleno servicio y bajo su dominio.

 

JESUITAS Y GUARANÍES

 

            Aunque una de las grandes glorias de las reducciones fue el haber podido situarse fuera del dominio colonial, esto explica, sin embargo, sus valores intrínsecos más originales. Para el jesuita la reducción es un proyecto global que pretende cristianizar, humanizando. Con la mentalidad propia de la época, los jesuitas juzgan que los Indios deben «humanizarse» en varios aspectos de su modo de ser. Para alabar el proceso de conversión de un antiguo chamán guaraní se dirá de él que «va perdiendo de su ser y se va humanando» (MCDA, I: 302). En fin de cuentas los Guaraníes tienen que dejar su modo de ser antiguo para pasar a uno nuevo. Tienen que dejar su desnudez, dejar de pintase el cuerpo y adornarse con plumas, para simplemente vestirse. Tienen que dejar ante todo la antropofagia, ese «vicio de comer carne humana».

            No necesitan, sin embargo, renunciar a la guerra, con tal que sea contra enemigos infieles, malos cristianos que los quieren esclavizar –los bandeirantes paulistas- o rebeldes contra la autoridad real -los «comuneros» del Paraguay. Deben, sí, dejar sus casas, dispersas y aisladas por el monte, para juntarse en pueblos, donde cada familia nuclear ocupará una casa propia. La modificación más relevante en el sistema de parentesco fue la exclusión absoluta de la poligamia en los pueblos misioneros, pero dado que ésa estaba anteriormente restringida a solos los dirigentes, el sistema total no parece haber entrado en crisis. Los términos de parentesco fueron respetados y la agrupación de las familias por cacicados perduró hasta el final. Podrán continuar cazando, pescando y recolectando miel y frutas silvestres, pero se dedicarán más intensamente a los campos de cultivo, con un trabajo más constante y planificado, si bien plantarán todavía los productos ya tradicionales en la agricultura guaraní: maíz, mandioca, maní, calabazas y zapallos, batata, porotos... Con el tiempo se hará una explotación intensa y ordenada de la yerba mate. Los cantos y danzas rituales ceden el lugar a espectaculares representaciones teatrales y vistosas coreografías de «ballet» al gusto del barroco europeo. A modo de curiosidad, se puede recordar la práctica del juego de pelota con el pie, una especie de fútbol, del que ahora desconocemos las reglas, y que era ya tradicional antes de la llegada de los misioneros, y continuará siendo la gran diversión de los más jóvenes los domingos por la tarde.

            Por supuesto que la reducción está dirigida a la conversión religiosa. La vida religiosa consistirá en adelante en la repetición de la doctrina cristiana, en guaraní, y la participación en los nuevos ritos litúrgicos y ceremonias en espaciosos templos, adornados profusamente con imágenes y pinturas. Es la religión católica con sus ampulosas formas barrocas la que toma cuenta del espacio sagrado en los pueblos. Es introducida en fin la música, en sus formas también barrocas, al modo español primero, y centro-europeo e italiano después. Alguien puede hacerse la pregunta de si eran todavía guaraníes los Guaraníes de los pueblos jesuíticos durante aquel largo siglo y medio de su existencia, y, en el caso de que hubieran sufrido transformaciones profundas y estructurales, por cuánto tiempo continuaron siendo guaraníes. ¿Fueron también ellos mestizos culturales del mismo modo que los mestizos biológicos producidos en la colonia criolla? Y en fin, ¿qué es lo que hace guaraní a un Guaraní?       Probablemente su cultura se construye sobre los tres pilares de la lengua, la familia y la economía. La lengua es por otra parte la que asegura el lenguaje simbólico, del cual la religión es una de las expresiones más altas.

 

LENGUA Y ECONOMÍA

 

            Para conseguir un hombre político y humano parecería necesario implantar la lengua española como más adecuada a la nueva cultura cristiana. No fue, sin embargo así. Los jesuitas desde los comienzos no sólo aceptaron la lengua guaraní por una necesidad sociológica, porque era la lengua de la mayoría, sino que la admiraron por su «artificio», la adoptaron como lengua general y la hicieron objeto de solícito estudio. Desarrollaron su uso escrito, la dotaron de gramática y confeccionaron amplios diccionarios; son éstos los tres grandes recursos con que cuenta una lengua  «civilizada». Los propios Indios usaron la escritura para labrar sus actas de cabildo, para hacer llegar sus informes a las autoridades coloniales, para comunicarse por carta entre sí, para protestar vehementemente cuando fue el caso, como en el injusto Tratado de Madrid, de 1750. Fue su lengua oficial y diplomática.

            Hablando su lengua, los Guaraníes se mantuvieron cerca de su tradición y continuaron siendo los dueños de su palabra, aun a pesar de las repetidas predicaciones y doctrinas enseñadas por los Padres jesuitas. Hay indicios de que buena parte de la doctrina cristiana fue «guaranizada». Uno de los Padres, Antonio Ruiz de Montoya, por ejemplo, fue tenido como reencarnación del famoso chamán Kuarasytín, «Sol resplandeciente». Hasta hoy, la figura del «Ketchuita» designa entre los Mbyá-Guaraní un tipo de chamán.

            Donde la reducción alcanzó, sin embargo, su realización más crítica contra el sistema colonial fue en lo económico. Los jesuitas no indujeron a los Indios a regirse por una economía de mercado en el interior de los pueblos, aunque hubo intenso comercio de productos con el mundo colonial externo. De este modo la economía de reciprocidad que estaba en la base de una sociedad sin Estado como la guaraní, a pesar de sufrir una nueva reformulación, no fue eliminada: en el interior de los pueblos y en las relaciones de unos con otros, la economía de reciprocidad se mantuvo como estructura fundamental. Elementos de la economía de reciprocidad como son el trabajo en común -potyró-, la práctica del don -jopói- y el convite -pepy- para la fiesta y la participación comunitaria de los bienes, continuaron rigiendo la economía de la reducción. Esta forma altamente socializada de la producción, de la distribución y del consumo ha hecho hablar de un socialismo y de un comunismo misionero - La république communiste-chrétienne des Guaranis (1610-1768), de Clovis Lugon (1949) es un referente significativo-, cuando en realidad se trataba de una práctica tradicional indígena, que los jesuitas aceptaron, reinterpretándola a su modo, mientras que los Guaraníes la vivían según la estructura que les era propia.

            Hubo una distinción en los medios de producción que se ha vuelto famosa y se ha tomado frecuentemente como característica de las reducciones. «Al campo común de donde provenía el sustento para las viudas, los enfermos y los niños lo llamaban los Indios Tupamba'e, es decir, 'propiedad de Dios'; y a los campos particulares, Avamba'e, es decir 'propiedad del hombre'», resume Peramás (2004: 171). Esta utilización social y comunitaria de los medios de producción no era tanto creación de los jesuitas, cuanto la prolongación de formas económicas tradicionales de los Guaraníes, que todavía se practican hoy entre los guaraníes que nunca fueron “reducidos”. Con el producto del Tupamba'e, que incluía la yerba mate y los cueros de las vacas de las grandes estancias, así como los tejidos de algodón y algo de tabaco, se pagaba el tributo debido al Rey, se solventaban los gastos administrativos y se adquirían determinados bienes para el culto divino y el esplendor de las fiestas.

            Los antropólogos del siglo XX -entre ellos, Curt Unkel Nimuendajú y Alfred Métraux- han levantado la hipótesis de que las migraciones de los Guaraníes no tuvieron como móvil la guerra sino la «búsqueda de la tierra-sin-mal». Los diccionarios más antiguos de guaraní hablan efectivamente de la «tierra-sin-mal», así como de la «selva-sin-mal» -yvy marane’yn y ka'a marane’yn-, tierra y selva que todavía no han sido explotados y que prometen gran fertilidad, como tierras y selvas vírgenes que prometen buenas cosechas sin demasiado trabajo en las que no faltará maíz ni otros productos para hacer abundante bebida para las fiestas; es el ideal de vida para los Guaraníes como todas las sociedades que viven la economía de reciprocidad.

            Hay que advertir que la búsqueda de la «tierra-sin-mal» no es inquieto nomadismo, sino saludable migración que expande a los Guaraníes por nuevas regiones que ofrecen bienestar y plenitud.

            Para los Guaraníes de la época, ¿habrán sido los pueblos misioneros el encuentro de una especie de «tierra-sin-mal»? En cierta manera es probable que sí, ahí se vieron relativamente libres de la violencia colonial y alcanzaron un nivel y calidad de vida que ciertamente era superior a la de los colonos españoles y mestizos de la región.

 

UN CRISTIANISMO FELIZ

 

            La reducción fue llevada a cabo por los jesuitas sobre todo como una pedagogía destinada a la construcción de un ideal de hombre, que, paradójicamente, suponía al mismo tiempo un Indio todavía «bárbaro» y un indio «buen salvaje». Los Guaraníes se manifestaron buenos y sinceros cristianos, capaces de ser enseñados en todas las artes. «Son en las cosas mecánicas muy hábiles; hay muy buenos carpinteros, herreros, sastres, tejedores y zapateros, y si bien nada de esto tuvieron, la industria de los Padres los ha hecho maestros, y no poco en el cultivo fácil de la tierra con arado; son notablemente aficionados a la música que los Padres enseñan a los hijos de los caciques, y a leer y escribir, ofician las Misas con aparato de música, a dos y tres coros; esméranse en tocar instrumentos, bajones, cornetas, fagotes, arpas, cítaras, vihuelas, rabeles, chirimías y otros instrumentos, que ayuda mucho a traer a los gentiles», decía Montoya en su Conquista Espiritual, ya en 1639 (Montoya, 1989: 198-199).

            Il Cristianesímo felice, escrito por el humanista Ludovico Muratori (Venecia, 1743), contribuyó notablemente a divulgar la visión idílica y entusiasta de la reducciones.

 

CIUDAD DE DIOS

 

            La reducción, toda ella orientada sobre la plaza y ésta mirando a la iglesia, ofrecía la estructura apropiada para lo que podría llamarse una socialización sacralizada.

            La vida toda pareciera moverse como una gran ceremonia y un rito bien ordenado. «En cada pueblo hay uno o dos relojes de ruedas, unos hechos por los Indios, otros comprados en Buenos Aires, por los cuales nos gobernamos en la distribución religiosa», escribe el padre Cardiel, en 1747 (Cardiel, 1953: 134).

            Por la misma época el padre José Insaurralde escribía el libro en guaraní: Ara poru aguiyeyháva (Del buen uso del tiempo) (Madrid, 1759), en el que se enseñaba a los Indios a ordenar las actividades de la vida cotidiana, desde la mañana hasta la noche, con casi ninguna diferencia entre un pueblo y otro.

            Los mismos jesuitas contribuyeron a que se tuviera de las reducciones una idea estereotipada; las actividades y movimientos de los Indios en todos los pueblos y durante todo el tiempo que duró el «santo experimento» habrían estado perfectamente reguladas.

 

LA UTOPÍA EN SU LUGAR

 

            La «utopía» que al final tuvo lugar en el Paraguay no estuvo «pensada» de antemano, aunque no carecieran de presupuestos las leyes e ideas del tiempo. Hubo aprovechamiento de un substrato indígena, hubo distanciamiento del mundo colonial y hubo también una gran fe en la fuerza del Evangelio. El objetivo era la construcción de una sociedad política y cristiana con Indios guaraníes. Se trataba de una misión. Como se ha visto, de la identidad indígena guaraní se aprovecharon tres elementos esenciales:

la agricultura tradicional, la economía de reciprocidad y el espíritu religioso que hacía de la palabra ritualizada su «sacramento».

            Las reducciones continuaron siendo fundamentalmente sociedades agrícolas, cuyos productos circulaban comunitariamente como dádivas, conforme a las necesidades de cada uno. La religión altamente ritualizada y artísticamente vivida, con música, representaciones teatrales y un culto divino magnífico, era el centro de la vida de los Guaraníes reducidos.

            La lengua guaraní, lejos de ser despreciada o tenida en menos, fue objeto de estudio y cultivo literario por parte de los jesuitas y de los Indios.

            Para poder distanciarse de los abusos y explotación del mundo colonial inmediato, los jesuitas buscaron apoyo directo en la legislación española y en las provisiones y decretos del Rey, que protegían a los India y los favorecían. Crearon así una colonia mitigada, un espacio de libertad posible, que por muchas circunstancias difícilmente se daba en otro lugar. Esas reducciones eran, en fin, cristianas. Los jesuitas no tuvieron nunca otro objetivo más explícito que éste, al cual supeditaban los demás. Y pensaron en haberlo logrado, con la gracia de Dios, en un grado notable. Se puede decir que las reducciones del Paraguay son utópicas porque no abandonaron del todo su lugar «natural» que era el de ser más guaraníes que jesuíticas.

            La reducción jesuítica de los Guaraníes no tuvo éxito a pesar de los Guaraníes, sino precisamente por lo que eran estos Guaraníes. Hubo por parte del misionero, aunque no fuera más que por vía de comprensión intuitiva de las estructuras fundamentales del modo de ser guaraní, un aprovechamiento extraordinario de la realidad social y político-religiosa de los guaraníes.

            Curiosamente para llegar a tanto era necesario que se dejase de lado el sistema económico colonial, se mantuviera alejados a los encomenderos y se pudiera practicar con libertad la misión cristiana. Esto era lo que en ninguna parte de América, por lo menos en un grado tan notable, tuvo lugar. Por haber tenido lugar, y concretamente en el Paraguay, la llamaron «utopía»; un lugar fuera de lugar.

                        [Padre] BARTOMEU MELIÁ

 

SAN JUAN EVANGELISTA, SAN FRANCISCO JAVIER,

SAN IGNACIO DE LOYOLA (DETALLE)

MUSEO JUAN SINFORIANO BOGARÍN

 

EL BARROCO ANTE EL DESAFIO DEL CINCEL GUARANI

 

            Este texto se refiere a las esculturas religiosas realizadas por los indígenas en los talleres misioneros del Paraguay, básicamente durante los siglos XVII y XVIII. Al abordar este tema, surge enseguida la pregunta acerca del estatuto artístico de piezas producidas en condiciones de dominación: las imágenes europeas llegan a América como instrumentos de una estrategia de conquista, por la cual los indígenas son forzados a cambiar sus figuras por otras, expresivas éstas de mundos extraños, incompatibles con sus creencias y sus memorias. Y son inducidos u obligados a hacerlo sobre la base de una sensibilidad diferente a la suya y a partir de códigos de representación desconocidos. Si el arte es manifestación espontánea de condiciones propias, ¿cómo puede aplicarse este término a prácticas que suponen una imposición, que se basan en la copia de modelos ajenos, que excluyen sistemáticamente todo principio de creatividad y libertad expresiva? Aunque incómoda, esta pregunta resulta indispensable para considerar el sentido propio de prácticas desarrolladas en la periferia y sujetas, por lo tanto, a los modelos del centro.

            La producción de tallas populares en madera, crecida a partir de la enseñanza en los talleres misioneros, consolidada durante el s. XIX y desarrollada -aunque restringida en sus alcances- hasta hoy, anticipa algunas respuestas y plantea otras cuestiones.

 

EL LUGAR DE LA DIFERENCIA

 

            La colonización europea, básicamente española, recayó sobre los territorios nuevos siguiendo un programa preciso de desmantelamiento de las culturas autóctonas y sustitución de sus imágenes. Pero incluso los más rigurosos procesos de conquista y colonización cultural no alcanzan a cubrir toda el área de la cultura dominada y dejan, a su pesar, una zona vacante.

            En esa franja desierta, los indígenas, y luego los mestiza y los criollos, lograron en muchos casos alterar el sentido de los signos dominantes y ponerlos al servicio de proyectos propios. Apoyados en esos espacios sobrantes, en muchos casos, los indígenas colonizados comenzaron copiando aplicadamente los modelos metropolitanos y terminaron desobedeciéndolos para crear formas nuevas sobre los escombros de sus antiguos signos.

            Obviamente, los reveses del proyecto colonizador derivan también de las concesiones que él mismo debe hacer ante los obstáculos que interpone todo conflicto cultural: por un lado, la imposibilidad de destruir ciertos núcleos duros de la cultura subalterna (vinculados básicamente con la religión); por otro, la necesidad de conservar o, incluso crear zonas de coincidencia en las cuales los indígenas puedan identificarse con ciertos momentos o figuras del proyecto colonial. Sin una mínima aceptación del colonizado, a pura fuerza, no puede crearse un hecho de cultura; menos aún, un producto artístico.

            Estos deslices producidos en la práctica de la colonización cultural abrieron espacios fecundos donde pudo operar la diferencia. Desde ellos, cabe hablar de un arte colonial y, posteriormente, de un arte popular.

 

CONFLICTO EN TRES TIEMPOS

 

            La colonización misionera sobre las culturas indígenas, básicamente guaraníes, generó fenómenos distintos, confundidos entre sí muchas veces, que podrían ser ordenados bajo tres figuras.

            La primera de ellas, la RESISTENCIA indígena, tuvo un carácter auto afirmativo y se expresó a través de diversas estrategias encargadas de preservar la identidad cultural. La porfiada defensa de formas culturales propias no ocurrió solamente entre los indígenas libres del régimen misionero, sino que, aun dentro de las reducciones, los Guaraníes lograron conservar cierto sentido propio de la expresión y una manera particular de concebir la forma y plantear el espacio. Esta persistencia de determinada sensibilidad estética guaraní constituyó la base de lo que sería el arte misionero.

            La segunda figura, que puede ser simplificada bajo el término de ACULTURACIÓN, se basa en diversos mecanismos que reprimen, eliminan o sustituyen momentos importantes de la cultura sometida. Los misioneros comenzaron por desmantelar, o por intentar hacerlo, las formas básicas de la cultura guaraní en cuanto ellas se oponían al proyecto de las reducciones: los ritos, mitos, creencias y valores de los indígenas reducidos. Suprimidos sus contextos, se desmoronaron solas muchas formas esenciales de la cultura guaraní, como el arte plumario, vinculado con el poder de chamanes y guerreros, y la cerámica, cómplice de usos prohibidos (rituales antropofágicos, borracheras colectivas, ceremonias funerarias). En esta escena devastada, los misioneros instalaron las imágenes barrocas, cuyos excesos y opulencia se encontraban en las antípodas de la austera sensibilidad estética guaraní, abstracta y esquemática, geometrizante y sosegada.

            La aculturación, que a través de diversos modelos -y con muy distintos alcances- recayó sobre casi todos los grupos étnicos que habitaban el Paraguay, se desarrolló a lo largo del periodo colonial y continuó durante el siglo XIX en tiempos republicanos y bajo gobiernos independientes. Sus consecuencias negativas continúan, en verdad, prolongándose hasta hoy: promovida por la indolencia estatal (que carece de políticas públicas aplicables a la cuestión indígena) y sostenida por muchas formas modernas de intolerancia que impiden asumir la diversidad cultural. Pero este artículo se refiere sólo a los Guaraníes, los indígenas que sufrieron más sistemáticamente la aculturación colonial misionera.

            El último hecho promovido por el choque intercultural puede ser resumido bajo el concepto de TRANSCULTURACIÓN, que supone los cambios que realiza una cultura para asimilar imágenes diferentes y poder absorberlas vinculándolas con sus experiencias y adaptándolas a necesidades locales y proyectos propios. Estos movimientos de reajuste no sólo garantizan la supervivencia de una cultura; también enriquecen sus patrimonios. Si el concepto de aculturación implica menoscabo y pérdida, él de transculturación supone la creación de nuevos hechos culturales producidos por la diferencia, el choque de culturas y, aun, la colonización. Este concepto permite, así, pensar posiciones complejas que deben negociar en torno al sentido. En el curso de estas maniobras se afirman gestos capaces de asegurar la básica medida de diferencia que requiere el arte.

            Desde esta perspectiva puede comprenderse el hecho de que muchas esculturas producidas en las misiones, aunque destinadas en su origen a constituir meras copias de los modelos europeos, pudieron afirmar un carácter propio y una originalidad particular. Lo artístico del llamado «barroco guaraní» crece, así, refugiado en las zonas residuales que el proyecto colonizador no alcanza a cubrir, y se consolida mediante la defensa de acervos y sensibilidades propias y a través de negociaciones y reacomodos de los repertorios simbólicos tradicionales.

 

ESCENARIOS

 

            Los recién citados fenómenos de resistencia, aculturación y transculturación actuaron en forma trenzada a lo largo de los tiempos coloniales, generando procesos desiguales, no sólo diferenciados por la presencia mayor o menor de alguno de esos componentes, sino por los escenarios distintos donde ocurrieron. Dejando de lado en este artículo el espacio de los llamados avá monteses -los guaraníes no sujetos a reducciones civiles ni religiosas-, cuyo desarrollo cultural amerita un tratamiento diferenciado, cabe sí distinguir entre el ámbito franciscano y el jesuítico. El primero, corresponde a los pueblos, táva, dependientes de curatos franciscanos, constituidos en reducciones o «doctrinas» y estrechamente vinculados con los infortunios y los afanes de la Provincia. El segundo, al de las reducciones jesuíticas, severo en sus pautas y tajantemente desmarcado del Paraguay provincial. Cada uno de estos escenarios acercó condicionamientos propios e imprimió marcas específicas a las esculturas religiosas que estamos considerando. Sin embargo, aunque es indudable que existen diferencias entre las piezas producidas en cada uno de esos lugares, es difícil distinguir de manera definitiva las obras producidas en uno u otro espacio. Incluso resulta problemático determinar de modo concluyente la procedencia de muchas obras, producidas en las postrimerías de la Colonia y fuera ya de los talleres de las reducciones misioneras. La desbandada de muchos artesanos de talleres jesuíticos, luego de la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767, promovió la dispersión de influencias que dificultan aún más las distinciones nítidas. Aun así, resulta pertinente exponer los rasgos diferenciales de los dos escenarios básicos donde sucedió la producción de imágenes religiosas.

 

LA CONQUISTA ESPIRITUAL

 

            La alianza de los conquistadores con los Guaraníes (basada en un sistema de reciprocidades y parentescos) no bastó para contrarrestar los excesos del vasallaje impuesto a través de la sujeción violenta y el régimen explotador de las llamadas «encomiendas». Las sublevaciones indígenas, las violentas represalias y los muchos enfrentamientos redujeron de manera alarmante la población nativa y dificultaron la colonización de las tierras. La política colonizadora requería pues un refuerzo basado en otros principios, en mecanismos culturales y simbólicos, en negociaciones interculturales. Proveer de ese refuerzo «espiritual» fue tarea de las misiones, que no apelaban, en primera instancia, a la dominación violenta, sino a la construcción de un poder hegemónico apoyado en la continuidad de ciertas instituciones de la tradición guaraní, y desarrollado mediante un persuasivo sistema de concertaciones, promesas, dádivas y manipulación de la educación infantil y el liderazgo de los chamanes y los caciques locales. Así, la «conquista espiritual» empleó métodos sutiles de dominación, basados más en seducciones y negociaciones que en la imposición coercitiva del poder. Sin embargo, aunque los programas misioneros hayan continuado con ciertas figuras de la tradición indígena (la identificación del misionero con el chamán, el sistema de reciprocidades económicas, la fuerte espiritualidad guaraní, el idioma, etc.), lo hicieron sobre la eliminación del andamiaje religioso que sostenía esas figuras.

            Por eso los franciscanos, y menos aún los jesuitas, nunca pudieron conseguir la plena adhesión de los Guaraníes a la causa misionera ni suprimir la obstinada diferencia cultural que, a pesar de siglos de adoctrinamiento, siguió marcando la sensibilidad de los indígenas y, luego, la de los mestizos. Es en ese contexto complejo donde debe ser considerado el arte producido en los talleres misioneros.

            Por una parte, los indígenas no terminan de identificarse con las razones de la imagen misionera; por otra, ellos mismos esculpen y pintan con un entusiasmo fluctuante, cuyos vaivenes dependen de las posibilidades que tienen de apropiarse o no de las formas cristianas, de vincularlas con su memoria y sus proyectos, de conciliarlas con su sensibilidad, aunque indudablemente ésta misma haya ido cambiando para adaptarse a las circunstancias nuevas que imponía la Historia. Es decir, la calidad formal y la fuerza expresiva de las esculturas producidas en los talleres misioneros varían según el grado de convicción con que los artesanos santeros (los santo apoháva) las hayan vinculado con sus propios esquemas culturales, puesto que los indígenas nunca asumieron totalmente el sentido de las creencias que impulsaban la producción de las imágenes.

 

LOS LÍMITES DEL ARTE

 

            En los talleres instalados en las reducciones franciscanas y jesuíticas, los indígenas eran instruidos en diversos «artes y oficios», que, en el caso que nos interesa, comprendían básicamente la escultura y, en menor medida, la pintura. Pero lejos de la intención de estos talleres se encontraba el intento de fomentar la creatividad o el talento y la vocación artística de los indígenas. En primer lugar, porque el sistema de trabajo de esos talleres se desarrollaba a partir de la copia literal de los modelos bajo el estricto control de los maestros, que privilegiaban la pura destreza manual para la imitación en detrimento de cualquier valor estético o intención creativa. En segundo lugar, porque las esculturas se encontraban destinadas exclusivamente a promover el esplendor de los templos, con el fin de exaltar la sensibilidad del indígena y facilitar su conversión. En tercer lugar, porque la producción escultórica buscaba no el desarrollo educativo del indígena, sino su constante ocupación para evitar la molicie y la borrachera, vicios asociados a la inacción. De modo que, en todo caso, el valor artístico de la talla llamada «hispano-guaraní» se dio a contrapelo de los programas misioneros. Por otra parte, lo que hoy nosotros llamamos «arte» no corresponde a un ámbito diferenciado como tal por los propios indígenas.

            Las circunstancias recién expuestas obligan a cuestionar la conveniencia de hablar de «artisticidad» con relación a formas impuestas, copiadas y desprovistas de toda intención creativa. Partamos del caso más radical, el jesuítico. La intención de los jesuitas fue no sólo promover una práctica basada en el calco de las obras europeas, sino mantener el sentido original de los modelos, reproducir la sensibilidad y el gusto de las metrópolis, considerados paradigmas universales de lo estético. Los artesanos de las misiones debían adscribirse al ideal de belleza central y, sin intentar producir arte, transcribir los gestos, trazas y proporciones del arte copiado. Las señales de identidad que por descuido, impericia o voluntad de autoafirmación dejare el Indio copista, eran consideradas cifras de un extravío irremediable. Cuando el provincial Luis de la Roca realizó una visita a las misiones jesuíticas a comienzos del s. XVIII, ordenó que se cambiasen muchas de las esculturas y pinturas por obras «decentes». Comentando este hecho, Furlong, S. J. llega a esta conclusión: «Hubo, así, en las reducciones, como fuera de ellas, la imaginería barata y popular». Esta imaginería «no decente» sería aquella marcada por el estigma de la diferencia. Es posible que entre la obra descartada por el provincial se encontraren las piezas más significativas del arte misionero: aquellas capaces de expresar el breve margen de coincidencia o cruce entre lo que siente el Indio y lo que el misionero quiere.

 

LOS LÍMITES DE LAS MISIONES

 

            Entonces, ¿cómo pudo colarse la diferencia en un sistema tan vigilado como él de las reducciones? Porque, aunque poderoso, la orden jesuítica sufría los límites que, naturalmente, condiciones históricas y culturales muy diferentes imponían. Las reducciones no podían permanecer totalmente impermeables a los impedimentos que, derivados de una extraña situación subtropical, constreñían su acción y torcían el sentido de no pocos programas suyos. En primer lugar, los misioneros debían aceptar las restricciones impuestas por la falta de experiencia del indígena en tallar madera, así como debían asumir la sensibilidad propia de los copistas guaraníes: una sensibilidad que les hacía percibir de manera distinta la forma de los modelos y les llevaba a producir distorsiones en la copia que, por forzosas, debían ser toleradas. Hacia finales del periodo reduccional, luego de casi dos siglos de aprendizaje y práctica, la capacidad de reproducir la imagen propuesta por los maestros acercaron al artesano a los modelos. Pero a lo largo de ese mismo tiempo, no sólo habría crecido la destreza, sino la capacidad de expresión y aun el talento: ya se encontraba el artesano en condiciones de reinterpretar la forma impuesta de acuerdo a los códigos de la cultura propia.

            Otros problemas, como la falta de recursos técnicos y materiales, la ausencia de originales que sirviesen de copia y la escasez de maestros, también debieron ser asumidos por los jesuitas, que no podían hacer demasiado con los menguados recursos con que contaban en las remotas tierras coloniales.

            Esas limitaciones y restricciones abrían pequeños resquicios en el compacto bloque jesuítico; por entre ellos pudo filtrarse cierta manera propia de sentir, concebir y esculpir la pieza; cierto «estilo» indígena colado a contramano de las intenciones misioneras. Esas transgresiones del modelo constituyen el argumento de la originalidad del arte misionero. Sin ellas, las esculturas de las misiones no serían más que copias adulteradas de modelos de segunda mano.

 

ESTILOS, DESVÍOS, SÍNTESIS

 

            Los modelos escultóricos aportados por los jesuitas desarrollaban tendencias diferentes, básicamente clásicas, tardorrenacentistas, manieristas y barrocas. Es posible que estas últimas llegaran tardíamente, a fines del XVII o, aun, a comienzos del XVIII, pero constituyen sin duda el componente más definido en la conformación de lo que podríamos llamar un «estilo jesuítico». Ahora bien, la mesurada estética guaraní se encontraba en el extremo opuesto de la excesiva imagen del Barroco, cuya figuración realista y desmesura difícilmente podrían ser integradas por la parca iconografía indígena.

            Los encuentros, negociaciones y síntesis producidos a partir de esa colisión generaron, en el mejor de los casos, una obra nueva cuya originalidad se afirma sobre la brusca interrupción del movimiento barroco. La compleja estructura que sostiene la representación naturalista queda congelada en un gesto que altera composiciones y proporciones, endurece el diseño, disminuye la perspectiva y subraya la línea. La característica escultura jesuítico-guaraní paraliza la convulsión de pliegues, curvas y ondulaciones, que acaban resueltos en ángulos planos y líneas rectas. Si bien no conviene diferenciar de manera tajante las piezas producidas en las reducciones jesuíticas de las realizadas en las misiones franciscanas, en este texto, a efectos ilustrativos, son extremadas las características propias de cada una de ellas.

            Así, a diferencia de lo que sucede con la típica escultura franciscana, cuyo cuerpo entero se esquematiza, se vuelve compacto y se simplifica, la estatuaria jesuítica mantiene la complejidad de su andamiaje interno, aunque lo descompone en diversos segmentos, simplificados uno a uno. Esta segmentación exige que la composición de la pieza busque nuevos principios de equilibrio ajenos a la lógica barroca: los rígidos contrapesos geometrizados que estabilizan la obra niegan radicalmente el dinamismo barroco. El resultado es una obra provista de un nuevo sentido de la forma: no impulsado por el dramatismo realista del barroco, sino por una expresividad quieta y calma, vinculada sin duda con el sosegado ideal de belleza guaraní.

            Sin embargo, ambas se encuentran condicionadas por similares regímenes de talleres y sistemas de copia que, al involucrar la sensibilidad guaraní, generan soluciones afines, indistinguibles en algunos casos.

 

MARCAS

 

            Sobre el mismo modelo reduccional, las misiones jesuíticas se distinguían de las franciscanas, no sólo por su mayor cuantía numérica, autonomía política y poder económico, sino por su centralismo organizativo, su mayor disciplina y su eficaz aislamiento del Paraguay colonial: la creación de un mundo aparte que lograba eximir de las encomiendas a los guaraníes concentrados en sus reducciones.

            Las «doctrinas» franciscanas se caracterizaban por la descentralización y cierta horizontalidad en los vínculos con los indígenas, notas que provenían no sólo del talante propio de la orden, sino del hecho de que los pueblos franciscanos se encontraban sujetos al sistema de las encomiendas (aunque impugnaren sus excesos) y se hallaban integrados, en general, al orden sociocultural, económico y político de la Provincia. Esta integración al sistema colonial determinaba la acción de procesos transculturativos que terminaron conformando cierta cultura popular basada en el mestizaje.

            Aunque se hallaba sujeta a similares restricciones y empleaba básicamente los mismos sistemas de control que los talleres jesuíticos, la producción desarrollada en los de los franciscanos se encontraba marcada por condicionamientos propios, tales como el carácter flexible de los Frailes Menores, la influencia del sistema provincial cercano, el número restringido de los misioneros y el hecho de que sus talleres no funcionaban a tiempo completo como los jesuíticos y no contaban con la especialización y la eficacia de éstos. La falta de un control eficiente amplía el margen de la sensibilidad indígena y mestiza y funda los cimientos de lo que será el arte popular paraguayo.

            Esa sensibilidad se expresa en el estilo franciscano no mediante la parálisis del movimiento barroco (como en el jesuítico), sino en su radical supresión. El estatismo de las figuras, la simplificación extrema del esquema figurativo y el sistemático rechazo del dramatismo barroco y del concepto realista de la representación occidental, constituyen notas características de la estatuaria franciscana. Dispuestos en líneas rectas, los pliegues, ondas, curvaturas y torsiones del vestido barroco pierden el vuelo de sus gestos y quedan convertidos en plisados rígidos que sostienen verticalmente la pieza. Ésta aparece resuelta en un solo cuerpo, cuya composición se dispone de manera centrada a partir de un eje virtual que, simétricamente, la sostiene de la cabeza a los pies.

            Todo expediente expresivo basado en crispaciones y afectaciones patéticas es neutralizado: la sangre de la Pasión de Cristo se convierte en recurso ornamental que decora rítmicamente la imagen; así como el gesto doloroso del Crucificado adquiere un sentido hierático y sosegado, ajeno a las crispaciones del tormento o la agonía.

            La placidez de la imaginería de origen franciscano bien podría deberse, además, a influencias tardorrenacentistas; sin embargo, la austeridad de las piezas manifiesta sobre todo el sentido austero de la estética guaraní, mejor expresado, por otra parte, en el sencillo espíritu franciscano que en refinado temperamento jesuítico.

 

LA DIFERENCIA

 

            Pero, en sentido estricto, una producción estética nueva recién podrá desarrollarse plenamente al margen de los talleres misioneros, tanto franciscanos como jesuíticos. Aunque gestada en estos talleres, lo que se conoce como imaginería o santería popular del Paraguay surge como hecho artístico propio recién a finales del s. XVIII, se consolida durante el XIX y se desarrolla durante gran parte del XX, con estribaciones que llegan hasta hoy. Esta producción tiene ya rasgos particulares, diferentes a los regidos por el canon occidental que está en su origen, ya sea en sus versiones tardoclásicas, barrocas o rococó, primero, ya en sus modalidades modernas, luego.

            Heredera de los talleres de las reducciones, la santería popular mestiza se constituye, así, como hecho artístico genuino, alternativo. No trabaja la forma, ni concibe la belleza en los términos de aquel canon, ni coinciden los rasgos de sus creadores a los del artista ilustrado, marcado por el genio e impulsado por la búsqueda de originalidad. Pero las piezas misioneras-guaraní responden a un concepto particular de la figuración y a un sentido diferente del hacer artístico. En estas obras -paradójicamente paralelas, cuando no opuestas al proyecto misionero- deben buscarse no sólo la continuidad de ese proyecto, sino los mejores argumentos para valorar una práctica que de no haber sido enriquecida por el desvío de la cultura indígena, no hubiese constituido más que el eco de verdades ajenas, el reflejo de un ideal de belleza inalcanzable.

 

            TICIO ESCOBAR, Asunción, enero de 2007.

 

Amparada en una merced real, la «encomienda», instituida ya a partir de 1556, consistía en una institución mediante la cual, en forma periódica y obligatoria, los conquistadores, y luego los colonizadores, disponían para su servicio de cierto número de familias con sus caciques. Como contrapartida, aquellos se encontraban obligados a proteger y promover la «civilización» de sus encomendados.

 

 

SAN ESTANISLAO DE KOSTKA

MUSEO DE SANTA MARÍA DE FÉ

 

LA MADERA DE LAS MISIONES, EL ROJO DE LA PASIÓN

 

            Mi imaginario fue alimentado por las imágenes de la película Misión (Mission) de Roland Joffé, y por las evocaciones épicas del Tigre azul, la novela olvidada de Alfred Döblin. Luego la exposición organizada en París por el museo de la Seita, en 1995, me reveló la magia de las ruinas jesuitas y la poesía de las esculturas realizadas en las misiones del Paraguay. Ciertamente, los vestigios de Jesús y Trinidad, de São Miguel en Brasil o de San Ignacio Miní en Argentina, siguen siendo para el aficionado a las ruinas de los más elocuentes, porque el Espíritu erra allí libremente. Pero fue en Bolivia donde comprendí, al descubrir las reducciones de Chiquitania, que este patrimonio moribundo era agitado por los sobresaltos de la Pasión; viví en Concepción una de las Semanas Santas más fervorosas y, en San Rafael, una de las celebraciones más alegres.

            Junto con el equipo K617 - Les Chemins du Baroque asistí en 1996 al resurgimiento de la ópera jesuita San Ignacio en la iglesia de madera de Concepción. Restaurada recientemente, estaba abarrotada de autóctonos maravillados por este soplo de renacimiento; un festival internacional va animando desde entonces las misiones que parecían destinadas a convertirse en ruina. Cuando diez años más tarde volví a visitar las ruinas de Trinidad, la nave era el teatro de un seminario sobre la protección de los lugares clasificados por la UNESCO. En cierre, se hizo resonar entre las paredes de ocre rojo la música de Domenico Zipoli. Como por encantamiento el espacio volvió a estar vacío y las armonías, un momento contenidas por los ángeles músicos esculpidos en los frisos musgosos, se escaparon hacia la bóveda celeste.

            Mientras tanto, había viajado mucho por Brasil con el fin de hacer el catálogo de cientos de obras religiosas para la exposición «Brasil barroco, entre cielo y tierra» del Petit Palais en París. Habíamos tomado el partido de fotografiar las estatuas, en cuanto ya no se hallaban en su contexto de origen, y eso sobre un fondo neutro. Al margen de las imágenes en luz natural que tanto me gustan, me tocó experimentar un estudio ambulante compuesto de dos focos y de un amplio tejido negro. Aprendí a esculpir con los alumbrados con el fin de anticipar las condiciones que permitirían a las obras animarse dentro de una escenografía muy elaborada.

            Los Profetas y los Cristos de Congonhas do Campo, tallados con genio en la piedra y la madera por el Aleijadinho, no podían abandonar la terraza ni las capillas del famoso Sacro Monte. Captados sobre sus cielos atormentados o sus paredes de colores patinados, entregaron sus miradas achinadas, las sonrisas iluminadas por sus imprecaciones y todas las señales de la más conmovedora Pasión. Sin artificio y sin énfasis, más humanos que nunca, ya que a fuerza de dar vueltas alrededor lleno de compasión, el encuentro había tenido lugar.

            El fotógrafo crea las condiciones de tal encuentro y tiene por reto ir más allá de la representación con el fin de revelar el alma del asunto y, más aún, de invocar al artista que se oculta detrás de estas caras. El ejercicio es aún más embriagador con la escultura hispánica ya que la mayoría de las imágenes -es el nombre que los Españoles dan a sus estatuas religiosas- sólo tienen esculpidas la cara y las manos. El cuerpo se resume a un prosaico maniquí de madera, con los brazos articulados. Como la atención tiene que centrarse, ante una estatua, en su más alta expresión, se adivina el sacrilegio cometido si, una vez examinada con la mirada, se la inmortaliza sin atavíos. Desde luego uno no se imagina a «La Amargura» o a «La Macarena», ambas reinas de Sevilla, en la intimidad de sus camarines durante la Semana Santa, pero reconozco haber sido conmovido por la modernidad de tantos santos de procesiones y de cristos montados en su asno en espera de las prendas de vestir de su entrada en Jerusalén.

            Los Cristos españoles, y muy especialmente los «Cristos de la Columna», ofrecen -para algunos de ellos, con exceso- sus heridas sangrientas a nuestra mirada. En primer lugar porque son pasos destinados a la procesión, pero sobre todo para exaltar el humano sufrimiento de la Pasión. Almacenados en las sacristías de misiones, colocados en los nichos de retablos, expuestos en museos, raramente tenemos ocasión de ver su espalda flagelada. Entonces es cuando al fotógrafo le toca atreverse a enseñarlo, e invitar al espectador al realismo de una visión que el mensaje subsume.

            A través del detalle, el Todo puede ser revelado. ¡Qué alegría la de poder detallar un grupo de la Virgen educada por Santa Ana y la de detenerse en el Libro, en las páginas lisas, que prefigura su historia! Se puede también, de este modo, subrayar la ambición primera de los misioneros, la de evangelizar basándose en las Escrituras. ¡Y qué júbilo se siente al enfocar su cámara - y de ahí su mirada - sobre los infinitos tornasolados de un brocateado - en donde el oro se trasluce detrás de las finas películas de pintura - y sobre los pliegues agitados de drapeados donde la materia aparece transfigurada.

            Un maravilloso encuentro me fue ofrecido en las tierras rojas del Paraguay. Pistas de laterita llevan a la misión perdida de San Joaquín. En la penumbra de la sacristía, bajo una mortaja de polvo, dormitaba un Cristo. Se llamó a un jardinero para que ayudara y se transportó al Cristo, desde su litera hasta el pórtico de la iglesia. Desempolvé pacientemente las partículas que disimulaban los últimos rastros de encarnación y un hilito de sangre apareció a lo largo de los abdominales esculpidos en la madera maciza. Acosté al Cristo en el rayo de sol que se colaba por entre las columnas, sobre una cama de ladrillos musgosos. Y me incliné sobre él para fotografiarlo. Descubierto con las espigas de madera que mantienen sus hombros, pareció entreabrir los párpados y exhalar un soplido. La luz, natural y cruda, esculpió sus facciones y dibujó su cabellera. Vi cómo se encendía la madera, vi a Cristo resucitando ante mis ojos para el más efímero e íntimo cara a cara.

 

            FERRANTE FERRANTI

 

 

 

NOTICIAS SOBRE LAS MISIONES JESUÍTICAS DEL PARAGUAY

 

TRINIDAD DEL PARANÁ (1706)

La última construida de las reducciones jesuíticas del Paraguay, Patrimonio Universal de la Humanidad (UNESCO 1993). A pesar de su estado de conservación, Trinidad es el sito que mejor testimonia de la organización espacial de una reducción (plaza, iglesia, colegio, talleres, casas de indios, cementerio, huerta). La Iglesia, muy elaborada, habría sido comenzada hacia 1715 pero no había sido terminada. La friso de ángeles músicos ofrecen una notable documentación sobre los instrumentos de esta época.

 

SANTA ROSA DE LIMA (1698)

Santa Rosa estaba dedicada a la primera santa del continente americano. Fue destruida por un incendio en 1883 que dejó intactos un campanario, una parte de las casas de los indios y la Capilla dedicada a Nuestra Señora de Loreto, con sus murales únicos en las reducciones.

 

JESÚS DEL TAVARANGUÉ (1685)

Patrimonio Universal de la Humanidad - UNESCO 1993

La iglesia no estaba terminada en el momento de la partida de los Jesuitas. Se la atribuye a D.J.A de Ribera. Con su nave de 70m de largo sobre 24m de ancho, habría sido una de las más grande. Pertenece al tipo más elaborado con sus pilares barrocos y sus arcos trilobulados.

 

SAN IGNACIO GUAZÚ (1609)

Es la primera reducción fundada por los Jesuitas de la Provincia del Paraguay. La iglesia fue probablemente terminada durante los últimos años del siglo XVII. La estructura interna era de madera y los muros exteriores, de ladrillo crudo. Fue destruida entre 1912 y 1921 y las esculturas que sobrevieron pueden ser admiradas en el museo.

 

SANTOS COSME Y DAMIÁN (1632)

La iglesia es de tipo de estructura mixta de madera, con muros exteriores de gres como Santa Rosa. La reducción, una de más pobladas, contaba con un antiguo observatorio astronómico jesuítica.

 

SANTA MARÍA DE FÉ (1647)

Esta reducción fue fundada por un jesuita francés, el padre Emmanuel Berthod y destruida por un incendio en 1889. La reducción sobrevive a través de las esculturas salvadas y presentadas en un museo instalado en las casas indias que fueron restauradas. Estas esculturas evocan particularmente la Natividad, la Pasión, la Resurrección.

 

SANTIAGO (1651)

Santiago posee un centro histórico aún en pleno funcionamiento, donde las casas de indios bordean la plaza. En el museo se conservan las esculturas de la primera Iglesia, y especialmente un magnifico grupo de la Anunciación, un Cristo Resucitado y el Señor de las Palmas.

 

SAN JOAQUÍN DE LOS TOBATINES (1747)

Fue fundada en 1747, por los Jesuitas, como una reducción de indígenas (indios tobatines), con la instalación de un templo, único Templo jesuítico, aún en pie, en función Parroquial en el Paraguay. Las casas están dispuestas alrededor del antiguo Templo, ubicada en medio de una gran plaza. Cuenta con un acervo maravilloso de imágenes, muchas con su policromía original.

 

 

NOTICIAS SOBRE LAS MISIONES FRANCISCANAS DEL PARAGUAY

 

Algunas misiones fundadas por el franciscano andaluz Luis Bolaños:

 

ALTOS (1580)

La primera misión fundada por Luis Bolaños que consigue reunir a más de 1300 indígenas.

 

ITÁ (1585)

 

YAGUARÓN (1586-1587)

Fundada con unos 1700 indios de Acahay.

 

VILLARRICA (1600-1602)

 

CAAZAPÁ (1606)

Fundada con indios rebeldes a la dominación española. Capilla de San Roque (siglo XVIII), único ejemplo de capillas que llegan a la actualidad.

 

YUTY (1611)

 

ALGUNAS MISIONES FRANCISCANAS NO GUARANÍ:

 

SAN FRANCISCO SOLANO DE REMOLINOS (1778) con indios mbocoví,

SAN ANTONIO con indios tobas (1782)

TACUATÍ (1788),

SAN JUAN NEPOMUCENO (1798), la última misión, fundada por fray ANTONIO BOGARÍN.

 

Cuando la expulsión de los Jesuitas, varias de sus reducciones quedaron a cargo de los franciscanos: San Cosme y San Damián, Santa Rosa, Jesús, San Joaquín.





Bibliotecas Virtuales donde se incluyó el Documento:
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