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JOSEFINA PLÁ (+)
  EL ESPEJO Y EL CANASTO, 1981 - Cuentos de JOSEFINA PLÁ


EL ESPEJO Y EL CANASTO, 1981 - Cuentos de JOSEFINA PLÁ

EL ESPEJO Y EL CANASTO

Cuentos de JOSEFINA PLÁ

SEGUNDA EDICIÓN

Tapa e ilustración:

RICARDO MIGLIORISI

Ediciones NAPA

Año 1 - N° 5 - Febrero de 1981

Libro Paraguayo del mes

Asunción - Paraguay (140 páginas)

 

 

I N D I C E

COMENTARIO

PALABRAS DE LA AUTORA

1. EL ESPEJO

2. MANÍ TOSTADO

3. MAÍNA

4. PLATA YVYVY

5. CUÍDATE DEL AGUA

6. CAYETANA

7. LA NIÑERA MÁGICA

8. LA JORNADA DE PACHI ACHI

9. SESENTA LISTAS

10. PROMETEO

11. LA CORONA DE LA VIRGEN

12. LA MISA DEL OGRO

13. EL CANASTO   

 

COMENTARIO

Ejercitemos, antojadizamente, un experimento absurdo. Para ello, vamos a suponer que alguien escribe una historia de la literatura paraguaya y que, por loco o considerarse un personaje borgiano, decide omitir de ella el nombre y la obra de Josefina Plá. No le irá mal hasta poco más o menos la década de los treinta. Pero ¿qué le ocurrirá a este espléndido Cide Hamete Benengeli al emprender el recorrido de las últimas cuatro décadas de su historia? Una de dos: o deletreará una fantástica e incoherente fabulación, o no encontrará modo de armar el rompecabezas, hallándose por doquier con hilos sueltos pero sin jamás dar con la punta del ovillo. Entonces no tendrá más alternativa -en caso de que prosiga con su intento- que inventar al personaje. Inevitablemente, éste asumirá el papel de Josefina Plá, aunque nuestro imaginativo historiador le conceda graciosamente otro nombre.

Es, en efecto, de tal índole -y sin que en ello haya exageración alguna- la capital importancia de esta autora en nuestra literatura contemporánea. Está en el origen de ella y en su desarrollo posterior. Imposible ni ignorarla ni desdeñarla del mismo modo como no es hacedero ignorar o desdeñar alegre o jupiterinamente a Casaccia, a Roa Bastos o a Hérib Campos Cervera, por citar sólo a tres de entre sus pares. Su registro estético es, en todo lo esencial y en gran parte de lo particular, el de nuestra actual literatura, en cuyo contexto su obra destaca enteriza y singular. Vista en conjunto y situándola en su perspectiva histórica, esta obra revela una personalidad densa y polifacética, llena de lucidez y afán de lo profundo, en dialéctica constante con las preocupaciones y ocupaciones de su tiempo. Desde el comienzo, y con monacal constancia, Josefina Plá desarrolló su obra en varias dimensiones, sin que se detuviera jamás en ninguna. Pero dejando en cada una de ellas, siempre, su garra de león. De esta manera su contribución no sólo es importante en la poesía, sino también en el teatro, en la ficción breve, en el ensayo teorético y crítico (literario y de arte) y aún en la lisa y llana historiografía.

Es posible que por simple gusto personal, pero mi apreciación de su obra se contiene en una no disimulada preferencia por su poesía y su ensayo. Lo que no quiere decir que descrea de algún modo del alto valor de su aportación en los otros campos. Sólo que en éstos -aun cuando no en todos ellos- tiene claros y fuertes disputantes, que no nombraré por muy sabidos.

Ya ahora, pero sospecho que mucho más vivamente en el futuro, el nombre de Josefina Plá va (e irá) asociado al de un talento poético de primer orden, en posesión, como es inevitable, de una lucidez crítica estricta y rigurosa. Por completo diferente de la poesía de los de su generación (y de la su grupo, el del 40) y distinta de la de los posteriores, su poesía se yergue solitaria y monolítica, hablando una lengua oscura y alucinada, de sordo son metálico, como de campana sumergida, monotemática y monocorde -"monotonal", la calificó Roa Bastos-, devastadoramente elegíaca, va invariablemente inquiriéndose sobre el secretó existencial del ser -la identidad o la angustia, o lo que fuera esa conciencia aterradoramente herida que hace del hombre una "tristeza -es Josefina Plá quien habla-- nunca satisfecha" por "no poder morir a la medida de un vivir suficiente". Su poesía se configura en un vasto poema unitario y plurimembre. Cualquier poema aislado de esta constelación es sólo un fragmento, de fronteras imprecisas y abiertas, de otro mayor, que es, a su vez, continuación o prolongación de otro, y éste, de otro, y así sucesivamente. Cada poema, por tanto, exige una continuación virtual, que el lector debe agregarle tras la lectura, de manera que ese texto nonato revierta sobre el poema en una inexhausta relación de reciprocidad. Cualquier poema de esta autora se presenta como una entidad reflexiva, una proposición o un cuestionamiento que, si exige continuación virtual, no admite respuesta, sino ahondamiento en la dirección adoptada. Son unas criaturas extrañas y densísimos que monodialogan constantemente de lo mismo y sobre lo mismo, aunque a distintos niveles y en diferentes instancias. Es posible decir acerca de ellas que son estructuras autónomas en tanto que están como vueltas hacia su interior, encerradas en sí. O, dicho de otro modo, en cuanto constituyen un momento que puede ser aislado, pero de un modo indefinible aunque intuible claramente, esos poemas forman parte de una totalidad en la que se articulen como las islas en el archipiélago o las hojas en el árbol. Su lectura exige esta comprensión o jamás se les apreciará su gran calado.

Es esta poesía la que, a partir de El precio de los sueños (1934), abrió las puertas a los aires de la renovación a nuestra literatura en la década del 40. Ella, y la abarcadora, penetrante, sutil y certera jornada crítico-teórica de Josefina Plá, constituyen los fundamentos de nuestro despegue estético hacia la modernidad. Despegue que ya ha alcanzado una cumbre: Yo el supremo, (cuyo autor, justo por grande, se ha declarado siempre discípulo de nuestra autora).

Decenas de ensayos y artículos, junto con algunos libros, contienen la visión crítica de Josefina Plá sobre nuestra literatura y los distintos movimientos estéticos europeos. Lectora acuciosa en varias lenguas, habita no el sótano sino el altillo, y desde ahí otea antes que nadie en nuestro medio -u oteaba, para limar susceptibilidades justas o injustas lo que acontece más allá de nuestros ríos y el mar. Su crítica no es académica -no podía ni puede serio- sino instrumental y comprometida. Esta condición no le cierra a la objetividad ni al agudo discrimen de los valores permanentes que la obra y el autor estudiados encierran. Es preferentemente a través de este tipo de crítica como Josefina Plá ha expuesto su concepción de la literatura y cuál es el repertorio de valores de su gusto estético personal. En conjunto es una aportación importante en más de un sentido tanto por su notable coherencia -a pesar de su dispersión en el tiempo- como por su honestidad intelectual. Su crítica es siempre honesta y siempre lúcida, ciñendo a su objeto con precisión rigurosa. En la interpretación comprensiva de nuestro proceso literario, ha prestado ya grandes servicios en términos de ordenamiento valorativo, así como en la apreciación individual de obras y autores. A este respecto, puede sorprender lo permanentemente válidos que son sus juicios, raramente revisados por otros autores, y de serlo, sólo lo son de detalle. Esta cualidad de ver siempre y solamente lo esencial de un texto o de un autor, me parece el rasgo específico de esta crítica singularmente certera. Por todo ello es lástima no haberse recogido aún en libro esos ensayos y estudios, del modo como ya lo hiciera con parte de su crítica de arte y, en especial, con el barroco hispano-guaraní, al que dedicara uno de sus libros fundamentales.

Pero en compensación, he aquí ahora un conjunto compacto de relatos de la gran escritora. Todos ellos pertenecen a las décadas del 40 al 60, lapso en que nuestra narrativa acogió a algunos de sus más esenciales textos.

La época en que fueron escritos -largos veinte años, desconectados entre sí por motivaciones distintas y distantes- da razón tanto de la elección temática como de la resolución formal de los relatos. Lo que no impide que el lector se sienta atrapado por la fuerza, la viva intensidad de varios de ellos. El contexto estético en que nacieron y la propia idiosincrasia de la autora se conjugan para que se encuentren en estos cuentos ni el alegre juego imaginativo ni la orgía artesanal, ejercicios de la nueva retórica narrativa que a veces más impiden que favorecen el diseño en profundidad de la ficción. A Josefina Plá parece interesarle más esto último que cualquier otro aspecto material del relato. Lo cual no sugiere nada parecido a que los suyos presenten una escritura indecisa o desganada, o que carezcan de una pertinente, adecuada estructuración. Todo lo contrario: ante estos textos, nos encontramos siempre frente a una lúcida conciencia configuradora de los elementos y segmentos significativos de la realidad que enfoca.

Y dado que un prólogo no debe comportarse abusivamente como un instrumento insidioso de substitución o de interferencia en la libertad interpretativa del lector, dejo a su criterio el gusto y la apreciación comprensiva de estos relatos de Josefina Plá.

FRANCISCO PÉREZ MARICEVICH

 

PALABRAS DE LA AUTORA

Hablar del propio trabajo, explicarlo, me resultó siempre incómodo. La razón, hasta donde alcanzo a vislumbrarla, es simple: me resulta incómodo porque es difícil. O para decirlo de una vez: imposible. Como lo es dar la razón de la sustancia de un grito de alegría o de dolor que se nos escapa. Porque cualquier cosa que se escriba, para mí al menos, es como un grito salido de tan adentro como el otro, instantáneo. Claro que un grito en ralenti. Transcurre en darse bastante más que un alarido o una carcajada; y por eso en la labor el dolor o la alegría se diluyen y se hacen soportables.

Claro que cuando me asestan tal o cual pregunta sobre tal o cual detalle de la gestación, nacimiento y bautizo de un engendro propio, no puedo, sin faltar a las reglas, eludir una respuesta. No garantizo, sin embargo, la exactitud de esa respuesta. La obra exige decir la verdad de su autor a través de los hechos: pero no compromete, por ello, una vez nacida, la autenticidad de las apostillas que él pueda ponerle. Y no porque el autor no desee seguir siendo veraz. Es que, ya lo dije, resulta imposible.

La pregunta que con más frecuencia se le hace al escritor es: "¿Cómo se inspira usted?...". Pregunta que provoca ipso facto en él un deseo de citar a declaración al primer berrido, de su vida: ése que dicen que responde a la bienintencionada pero antipedagógica nalgada del médico. Nada más imposible que señalar en el mapa por cuál de los canales llega esa aventurera llamada inspiración, y que yo llamaría mejor, a ratos por lo menos, expiración desintoxicánte. (Si lo supiera!... Iría a buscarla tantas veces!...). Por supuesto, algo tiene que ver con ella la circunstancia. Si Freud anda infaltablemente por esos andurriales creativos, Sartre los ronda siempre poco o mucho. Por eso quizá pudiese decir que muestra preferencia por los motivos de lo circundante paraguayo femenino; simplemente porque vivo en el Paraguay y soy mujer. Pero por otro lado el mundo conoce escritores que vivieron siempre en su propio país y cuya obra no recuerda en nada este hecho. Literatos hombres que se dedican con frenesí a masticar el chicle de la psicología femenina, y viceversa. Por tanto, hay que buscar a la cosa, por lo menos, una razón subsidiaria, o más profunda, que no encuentro. Lo que dije: imposible.

Así es que me remito a hechos concretos:

 

I.- La narrativa es uno de mis modos de expresarme; no una vertiente exclusiva. Escribo cuentos cuando necesito hacerlo (hace diez años que no los escribo). Escribo cuentos por temporadas, como necesito por temporadas escribir versos o hacer cerámica. Podría decirse que tengo fases como la luna, sin por eso ser más lunática que cualquier otro escritor que se respete. Porque creo en realidad que en todo escritor se da esa tendencia cíclica, el que menos, tiene dos fases: la activa y la del dolce far niente. Yo, ésta, por desgracia para mí y para otros, no la conocí nunca.

II.- Escribo desde tiempo inmemorial. Testigos, revistas y diarios locales y de afuera, desde 1927. Pero el motivo paraguayo surge por primera vez en 1943, con TORO PICHADO, inédito. Tampoco la preferencia por los temas femeninos se hace presente hasta 1950. Y sigue hasta 1960, fecha en la cual regresa el predominio del hombre como protagonista. Y también el tema universal, ámbito de mis cuentos en la etapa de 1927-1934.

III.- Me inclino más, en estos cuentos, a lo dramático. Mis héroes y heroínas, pobres, por el solo hecho de entrar en un cuento mío, firman su sentencia de muerte en un porcentaje impresionante. ¿Por qué este exterminio de sus personajes amados, y sobre todo teniendo en cuenta que no soy capaz de matar una mosca?... Podría dar de ello diez explicaciones distintas, con lo cual quedaría probado que ninguna de ellas era la verdadera. Recuerden lo dicho al principio.

Pero debo decir, en mi descargo al menos, que son asuntos tomados todo a lo circundante (y esto no es atribuirles mérito alguno, ya que en literatura no sirve lo que figura, sino lo que transfigura) y que esa realidad no es más compasiva que yo. Ciertamente, hay realidades optimistas; por eso tengo también algunos cuentos humorísticos, y creo que en mis cuentos infantiles, producto de otra fase tardía, no falta el optimismo. Pero es menester resignarse a quedar con la curiosidad y aceptar que en este terreno actúa un mecanismo selector a cuyo funcionamiento soy ajena, aunque yo sea su canal.

IV.- Escribí cuentos (bueno, no muchos; unos treinta, quizá) en tres etapas, durante los años 1945 a 1963, sin publicar ninguno. En este año 1963, ALCOR, la revista de Rubén Bareiro Saguier, publicó mis primeros cuentos de esa serie: cuatro, que luego fueron reunidos, también bajo el sello ALCOR, en un pequeño volumen: LA MANO EN LA TIERRA: los únicos así aparecidos hasta hoy. Simultáneamente, sin embargo, mis cuentos empezaron a publicarse en el exterior: en revistas como AMERICAS, EUROPA y otras; en LA NACION de Buenos Aires, en Antologías; y tres de ellos ganaron los premios del concurso de la TRIBUNA de Asunción en 1967. Otros aparecieron en 1968 en ABC Color. Con todo, quedaban aún irredentos, hasta hoy, una docena de ellos. Algunos han cumplido ya la respetable edad inédita de treinta y cinco años. Son casi solterones.

Ahora NAPA me brinda esta oportunidad magnífica de dar a la luz una colección bastante nutrida de esos cuentos dramáticos, éditos e inéditos; en todo caso no publicados aún en libro. Publicados a su hora esos cuentos se habrían ubicado en su corriente. Hoy, su publicación tiene para mí (¿y cómo no habrían de tenerla para otros?) un valor más bien documental. Son en efecto los documentos de un anhelo de expresión que el silencio circundante, la imposibilidad de comunicación, no consiguieron aplacar. El hecho de su publicación por NAPA, reivindica ese modesto papel histórico; al permitirles hacer acto de presencia testimonial.

JOSEFINA PLA

 

 CUENTOS DE JOSEFINA PLÁ


EL ESPEJO

 

 a AUGUSTO ROA BASTOS

 

Yo mismo he pedido pusieran mi sillón frente a este espejo, el espejo del ropero antiguo que ocupa casi todo un testero de la pieza. Un ropero imponente, de fina y compacta madera, que en una época más desahogada le pareció "demodé" a mi esposa -era de su abuela- y fue cambiado por otro, menos sugestivo de sólido bienestar, pero más moderno y vistoso.

El armario y yo estamos por igual arrinconados. El armario está lleno de trastos diversos, esas cosas heterogéneas que no se tiran porque cuelgan todavía de un pelo de sentimiento o una vaga esperanza de utilidad. Cosas que no se resuelve uno a echar a la basura, pero que a las que no se busca sino cuando es preciso. Como a mí.

El armario está a medio metro de los pies de mi sillón cama; el espejo me enfrenta vertical, inamovible, encuadrado en el oscuro panel cuyo lustre natural no pierde, antes gana, al correr del tiempo. El espejo es del ancho de mi sillón, del alto que yo tenía cuando aún estaba en pie. No se hacen ya espejos de ropero así, ahora. Estoy frente a él desde hace tiempo; desde aquel invierno en que, trasladado a esta pieza más pequeña, en homenaje a los recién casados -ellos tenían que moverse, yo no- quedé más solo que antes, cuando ocupaba la pieza frente al pasillo y sentía circular la vida de la casa en su diario curso, como quien siente correr su sangre en los pulsos. La habitación no tiene ventanas.

-- ¿Te importa mucho que no haya vista afuera? -me preguntó mi esposa al mudarme aquí-.

Y yo dije con la cabeza que no, que no me importaba.

¿Qué iba a contestarle?... Cualquier respuesta habría dado lo mismo. No había en la casa otra pieza disponible. ¿Y cómo decirle que para quien está clavado en su sillón sin remedio y sin indulto, un pedazo de montaña a lo lejos, un retazo de cielo con sus cambios de día a noche, de sol a lucero, de azul a gris, amarillo a rosa, son su único viaje, su paseo único, su sola opción a alejarse de su cepo un instante?

Desde luego, la pareja joven no habría cabido en esta pieza, con su cama doble, sus mesillas y su ropero. Tal vez -por qué no imaginarlo un momento- de haber yo protestado se hubiesen arreglado los novios de otra manera, aunque no imagino cómo. Pero su descontento me hubiese perseguido en cada réplica, en cada mirada; en cada observación, en cada suspiro, en sus mismos silencios. En cada uno de sus cálculos para el futuro hubiese entrada la X de mi definitiva ausencia y subsiguiente vacancia de la pieza. Quizá piensen: El ha visto montañas y cielo durante setenta años. Nosotros sólo hace treinta que los vemos. ¿Y de qué serviría que yo les dijese que por eso mismo, porque a mí me quedan menos años que a ellos para verlos, es injusto que yo esté sentenciado a no mirarlos más?

Sí. Soy yo quien menos derecho tiene a elegir su rincón en esta casa. Aunque yo la haya construido palmo a palmo, visto poner cada hilada de ladrillos, acariciado con mi mirada y probado con mis dedos cada paletada de mezcla. Yo levanté esta casa. Su hall, sus dormitorios y su comedor, su living, su cocina, su baño. La construí poco a poco, añadiendo habitaciones a medida que la familia crecía. Esta pieza donde estoy confinado fue la última. La construí pensando en los objetos más míos que había en la casa y que no quería que nadie tocase; libros, colecciones de diarios, instrumentos profesionales. (Todo desapareció hace tiempo; vendido, regalado, tirado; quizá anden por ahí desgualdramillados, alguna novela de Hugo Wast o algún folleto de O’Leary). Tenía una ventana; se tapió un día, unos meses antes de mi enfermedad, porque en la madera entró cupií, y hubo que sacarla; no teníamos ya plata para pagar una ventana nueva. Yo tapié con mis propias manos la ventana, sin saber que cerraba mis ojos en vida para el cielo y los árboles.

Por eso pedí que pusieran acá este ropero, el ropero arrinconado en el fondo del pasillo y que varias veces ya habían estado a punto de vender; lo hubiesen vendido ya si no fuera que daban por él una miseria. (Lo que decía mi esposa: la luna sola valía mucho más). Lo pusieron aquí, porque no podrían negar también esto a un desterrado. Yo lo soy. Desterrado del sol, que sólo en unos pocos días del invierno, cuando está más bajo, entra por el balcón del comedor y se alarga como un puñal de oro hasta el umbral de esta habitación (torciendo un poco el cuello, puedo verlo). Desterrado del paisaje y del aire que se pasea con las manos en los bolsillos de nada por las calles y plazas de las ciudades, por los valles y montañas del mundo. Quizá, si lo pidiese, me sacaran alguna vez al patio. Pero el sillón cama es pesado y fastidioso de manejar; y luego los enchufes... en fin, ni pensar en esto. Y además, ellos se han acostumbrado ya a creerme acostumbrado.

Mi hija Berta trajo el otro día unas flores recogidas en el campo durante un picnic. No cabían todas en el florero del comedor. Celia le ayudó a arreglarlas.

- Ya son demasiadas, ¿ves?

- ¿Qué hacemos con éstas?

- Ponelas sobre la mesita de papá.

- ¿En ese jarrito desportillado

- ¿Y qué más da? ¿Quién lo va a ver?

Me hace daño oír cosas así. Claro que no lo dicen para mí. Lo dicen entre ellas. Pero no les importa -es decir, no piensan en ello- si oírlo me va a hacer daño o no. Y por otra parte, no estoy tan seguro de que un silencio absoluto como el de mi esposa me satisficiera tampoco. Ella nunca me dice nada. Y su silencio, que quizá sea piedad, me suena unas veces a cruel indiferencia; otras veces a indiferente crueldad. Es como si me dijera:

- Ya estás clavado en ese sillón. ¿Qué es lo que puedes hacer, sino perfeccionarte para el entierro?... Medio muerto ya. Para qué querrías saber de los árboles que florecen, de los arroyos que corren y de los pájaros que cantan?... Mejor te olvidas de todo.

O como si la oyese cuchichear a los otros:

- No le digamos del sol en las hojas, ni de los árboles en flor, ni de las calles llenas de gentes que van y vienen contentas. No veis que los ha olvidado?...

Pero nada de eso es verdad. No es cierto lo que piensa su egoísmo ni lo que quiere creer su piedad. Dos formas de un mismo egoísmo al fin y al cabo. Un egoísmo razonable por otra parte. Porque yo sé que no es posible tener siempre sentado sobre el alma este peso de mi cuerpo paralítico. Les impediría respirar. Como les impidió cantar a mis hijas durante un tiempo. Durante esos meses en que, perdida la esperanza de restablecerme, aún, todo les parecía poco para compensarme de lo que perdía; cuando vendieron muebles y alhajitas para proporcionarme este sillón con enchufes en el respaldo, que puedo encender y apagar con solo aplicar la sien... (Cosa del marido de Berta, que tiene cierta imaginación, aunque por otro lado es un farabuti que no trabaja y cuando gana algo es para comprarse algo para él: un revólver, una grabadora, una motocicleta, pero nunca da un peso para la casa). Sí; durante meses, mis hijas enmudecieron. Eso pasó, sin embargo; el nudo de la garganta se cortó un día de primavera, y Berta y Celia cantaron otra vez.

Oírlas cantar no me desagrada ahora. Más bien me gusta, con ese gusto ácido que toda alegría ajena tiene ahora para mí. Porque eso me da a entender que todavía son dichosas. Todavía pueden cantar y reír y poner un pie delante de otro; ir a donde quieren. Ahí está mi nieto Orlandito. Ahora empieza a caminar. (El es también un paralítico a su modo. Un paralítico que aprende a moverse. Mientras que yo voy aprendiendo despacio a quedarme más quieto). A veces, en el comedor, Berta le enseña a poner sus piernecitas una delante de otra, y yo puedo seguir parte de la lección en el espejo:

- Ahora ésta... Ahora la otra... Así.

Orlandito va hacia el mundo, hacia el cielo azul, la tierra verde, el río fugitivo. Aprende a recordar. Yo vengo de ellos, a aprender el olvido.

Por eso hice poner frente a mí este espejo. Era una manera de no estar tan solo. De acompañarme yo mismo con algo más que este pensamiento que transita por mi cerebro, que no puede ya circular por mi cuerpo, que a veces se precipita angustiosamente, hasta sentir que me golpea y lastima la bóveda del cráneo, como una rata enjaulada. Este pensamiento que no puede salir de mi cuerpo y que no se dice a nadie. Aun suponiendo que yo pudiese humillarme hasta decirlo. Porque hay algo obsceno en el pensamiento que corre dentro de un cuerpo inmóvil, como una serpiente bajo una alfombra. Pero acaso se les ocurre a ellos esto? Para ellos mi pensamiento libre, el pensamiento que traspasa muros y salta semanas y años atrás o adelante, se ha detenido en el mismo instante en que caí fulminado por el derrame en las escaleras de mi casa. No olvidan que puedo necesitar comer, beber, ir de cuerpo. Pero otras ansiedades que pudiera yo sentir no les inquietan; que la cabeza que corona este montón de miembros inútiles pueda pensar, no se les ocurre. No pueden -o no quieren- pensar que este cuerpo inmóvil puede sentir odio, hastío, asco, y hasta -en ocasiones raras y trucidantes como relámpagos abriendo en mí una grieta nauseosa - un ansia inenarrable de vivir. Su imaginación se agotó mucho antes que su pena y su inquietud. Al principio, sí, se preocupaban por mí; les interesaba estar tranquilos, y para eso trataban de conocer mi pensamiento. Era cuando me hacían preguntas. Preguntas reiteradas girando disimuladamente en torno de sus propias inquietudes, no de las mías. Preguntaban cosas que no podía contestar, y mi desgano en responder los llevó a pensar -con qué alivio- que mi pensamiento dormía. Cesaron de interesarse por él.

Lo malo es que al cesar de interesarles mi pensamiento, dejaron de interesarse por mi cuerpo también. Poco a poco -muy poco a poco, es cierto- dejó de atendérseme con la escrupulosidad de antes. A veces me siento sucio, desamparadamente sucio. El pensamiento hiede como mis carnes empaquetadas en una ropa siempre excesiva, como mis axilas insuficientemente higienizadas.

- Quisiera afeitarme, Berta.

- El barbero está enfermo. No viene esta semana, papá. Y luego, queriendo decir una gracia:

- ¿Total, a quién vas a agradar?...

La paciencia se hizo para las esperas largas, pero no para las eternidades; y esta espera se prolonga quizá demasiado. Cada vez se aproximan a mí con menos frecuencia.

Su proximidad forzada, espaciada, a horas fijas, tiene la rigidez del deber y la frialdad del encargo.

- ¿Querés un refresco?

- ¿Tomarías un café?...

- ¿Te agradaría otra almohada?...

- ¿Sentís frío?...

He catalogado sus preguntas. Diez y siete frases que se repiten con rara variante, como cuando me trajeron mi primer nieto; frases que se repiten día a día a lo largo de los trescientos sesenta y cinco del año. Sus sentimientos están fijados ya económicamente en esas frases. Y no conciben que los míos funcionen más allá o más acá de ellas.

Estas diez y siete frases son casi todo mi código de relaciones, y he de conformarme, porque mi aporte es más pobre aun. Un sí. Un no. Un no sé. Muy poca cosa. El resto es silencio. Y mis horas se enlazan unas con otras como una cadena de eslabones arbitrariamente desiguales: largos tramos que son momentos, abreviados eslabones que son horas y horas de un sopor que me transporta de un día al siguiente en un angustiante duermevela como la negra barcaza tapiada de los piratas infantiles.

Al principio tenía la radio. Era cuando estaba en la otra habitación. La pieza grande que da al pasillo. Había lugar, y a menudo, cuando no venían visitas, se reunían mi esposa y las muchachas para escuchar la radio, de sobremesa o de noche, acompañándome. Pero en esta pieza solo quepo yo. Y en el comedor mi esposa no quiere poner la radio. Y así yo estoy sin ella. Desde luego, las voces del aparato -avisos, goles, carcajadas de comedia fácil, gritos de orador de pacotilla-- llegan hasta mí; pero es la radio que ellos disfrutan lejos de mí, sin mí; no es la distracción que yo comparto con ellos y ellos conmigo; yo no participo de ella; al prender la radio no piensan nunca en mí: nunca me preguntan qué desearía escuchar. Al comienzo dijeron de comprar una pequeña radio de transistores, siquiera, para mí; pero nunca pudieron juntar plata para ello - bastante hacen para vivir con los sueldos de Berta y Celia --y no se compró.

En torno a la vieja radio que conserva su voz clara y fiel -la radio que yo compré para la alegría de la casa, y con cuya música inclusive yo bailé el día del compromiso de Berta, hace cinco años - se reúnen todos: mi esposa, Berta y su marido; Celia y su novio; Emilia, mi sobrinita; Luci, la vecinita que llega aquí a afilar porque su madre no tiene radio, y su pretendiente, un mocoso todavía; dos o tres jóvenes vecinas y vecinos. Antes no los invitaban, a causa mía. Por mi presencia. (¿O eran ellos los que no querían verme?). Una vez mi esposa sugirió que podría oír la radio "algunas noches, siquiera". No quise. Aunque todos hubiesen insistido; y nadie, ni aún ella, insistió. Convertirme en espectáculo de esas gentes me resultaba intolerable. Pero además, repito, los programas que a ellos les encantan a mi me resultan horripilantes. Pensar que puedo morirme de pronto y que lo último que resuene en mis oídos sea el frenético bramar de un comentarista deportivo, o las incoherencias a go-go de un mísero melenudo vocalista, una frase de amor rancia de uno de esos radioteatros estúpidos... o una de esas frases de retórica demagógica... Deporte a mí. Novelas de amor a mí. Política a mí!...

¿Cuánto tiempo hace que no recibo visitas? Al principio las recibía. Y tras la horrible depresión de las primeras veces, el sentimiento de inferioridad, el saberme allí, disminuido y amordazado, me divertí contando las variaciones que en la boca de los saludables pueden tener la misma frase hipócrita de consuelo. La promesa de salud. El "se te ve muy bien"... "Te encuentro mejor que la última vez"...

En esas frases falsas como monedas de plomo, retiñen el deseo de huir, su poquito de asco, la sensación de que cada instante allí es perdido para la alegría de vivir. Esto no es sólo de los mayores. Berta me trajo un día a Orlandito.

- Aquí está tu abuelito, Orlandito.

El chico se pone a llorar desesperadamente.

- ¡Orlandito! No sea pues así mi hijo. Es abuelito. Abuelito, ve?

El chico llora más fuerte si cabe. No es para menos. Con mi barba crecida y canosa -el barbero cada vez es menos asiduo- con mis largos brazos flacos saliendo de la camisa remendada y las manos nudosas y amarillas, engarabitadas sobre las piernas, debo parecerle un monstruo. Se suelta de las manos de su madre, sale lo más de prisa que le dan sus piernecitas inexpertas...

...Por eso quise estar frente a este espejo, mi otro yo, mi compañero. De noche cuando todo lo borra la sombra, cuando siento que pierdo en mi quietud de madera la realidad de mi existir, oprimo el botón de la luz con la sien derecha. La luz se prende, y me veo: veo al otro sentado frente a mí, inmóvil y amarillo como yo, insomne como yo, abandonado como yo. Nunca falta a la cita. Nunca tengo que esperarlo interminablemente, torturadamente, como al vaso de agua o el orinal. Está allí, sentado, atento, prisionero amordazado como yo, pero infaltable. Lo miro, él me mira. Y sus ojos son los ojos con que lo miro. (¿Quién dijo eso?... Hace falta estar como yo estoy para saber qué verdad es eso). Son también los ojos con que lo veo. Y dialogamos:

- Gracias por estar ahí.

- No hay por qué.

- Tenés razón. Perdóname.

- No te veo muy animoso.

- Pero te veo todavía.

- ¿Por cuánto tiempo aún?...

- No puedo decírtelo. Decímelo vos a mí.

- ¿No tenés sueño?

- Acá dentro se vive como dentro de un bloque de vidrio. No podés ocultarte. Sólo la oscuridad te disuelve, te borra. Los dos dejamos de existir.

- ¿Vas a descansar?...

- Decímelo vos.

- Estás más flaco y amarillo.

- Pero me ves. Es algo.

- ¿Dónde irás cuando yo no esté aquí?...

- Estaré siempre contigo. Pero ya no seremos dos, sino uno solo.

Apago la luz. Sé que está allí, obediente y sin ausencias. De día, el "otro" tiene otro humor. Un humor tímido. Nos rehusamos a reconocernos, a mirarnos. El vidrio refleja además de cuando en cuando otras figuras. Figuras que se mueven en el comedor, entran y salen en su recuadro; en eso se conoce que están vivas.

Una vez entró en mi pieza el perrito, Ñato. Era el perro de Boni, mi esposa; de Berta luego. Ya era viejo: y al casarse Berta, sintió tal vez que el mundo se enfriaba en torno suyo. Nadie -pensó Ñato- le quería ya; quizá los niños: pero para aguantar a los niños se precisa optimismo y paciencia; y Ñato no los tenía ya. Ñato era sólo eso: un perrito viejo y malhumorado. Siempre al paso de los otros, recibiendo reprimendas. Se sentía de más. Y comprendió - con ese infalible instinto de los perros, que aquel era un lugar propicio al reposo, porque en él no entraba gente a menudo.

- Aquí se podrá descansar.

Y se aposentó en la habitación. Se acostó a mis pies, se durmió. Y allí se acostumbró, maniático. Hay que llamarlo mucho para darle su pitanza. Ama más el sueño que la comida, y duerme, duerme a los pies de mi sillón cama. Como es pequeño, no alcanza a aparecer en el espejo. Sólo cuando sale de la pieza se encuadra un momento en la puerta su cuerpecito despelechado, su cola raída, en retirada.

Ñato me acompañó muchos días. Cada día más tardo y despelechado. Yo no podía ver si estaba o no a mis pies; pero siempre me lo dejaba saber un suspiro profundo salido de cuando en cuando de sus entrañas de perro; perro cansado y viejo para el cual la vida no ofrece ya atractivos. Un suspiro tan humanamente cargado de cansancio y desánimo, de descreimiento en el reposo, que a veces no podría yo estar muy seguro de que aquel suspiro no había salido de mis propias entrañas.

Así muchos días. Meses. ¿Cuántos? De pronto un día noté que Ñato no suspiraba más a los pies del sillón. Cuando Boni entró trayéndome la sopa, la puso sobre la mesa, se sentó para dármela a cucharadas, pregunté:

- ¿Ñato?...

- Lo enterramos hace tres días.

La miré.

- Era ya muy viejo. Estaba enfermo.

Otra mirada mía.

- Belí le pegó un tiro. No sintió nada.

(No, Belí, Ñato no sintió nada. Quien lo sintió fui yo.

En alguna parte de mi cuerpo ajeno, un lento desgarro como una tela que se abre sin ruido). Cerré los ojos.

- ¿_No querés más sopa?...

- No.

- ¿Querés algo más?... Moví otra vez la cabeza.

- ¿Te sentís mal?...

Otra vez denegué.

- ¿Tenés sueño?...

- Sí.

Se fue. Ñato me dolía allí donde tendría que haber entrado con placer la sopa. Su suspiro ausente me dolía y no me dejaba suspirar. No quería mirar al espejo: el cuadro de la puerta por la cual no vería alejarse su cola desilusionada, pura pelecha. Pocos días después sentí la regocijada risa de Orlandito a la par del recién estrenado cómico ladrido de un perrito. Orlandito tiene un cachorro nuevo. Pero el cachorro nunca entrará en mi cuarto. Nunca llegará a ser tan viejo como para eso.

Ayer fue domingo. Mi familia fue al cine. Toda, menos los niños que quedaron dormidos en sus respectivos cuartos. Celia quedó en casa, con Emilia, la sobrinita, para cuidarlos. Fueron mi esposa, Berta, Luci la vecinita con su pretendiente, Ña Damiana la madre. Celia quedó con Emilia, en el comedor. Un leve cuchicheo, a veces; una risita. Hojeaban revistas, y nadie pensaba en mí. Saben ustedes lo que es estar en el mundo y saber que nadie piensa en uno?... A veces sucede que uno tampoco piensa en los otros, y así nadie siente nada. Pero cuando se está en mi condición se piensa en todo el mundo, y entonces es cuando es horrible que nadie piense en uno.

El espejo refleja un rincón del comedor, el ocupado por el largo sofá donde se alinea la gente para conversar y que está un poco alejado de la mesa. Celia y Emilia estaban sentadas a la mesa, yo la oía, pero no las veía. Ya pasado un buen rato, alguien llamó. Era Braulio, el novio de Celia. Tenía permiso para venir a verla una hora ya que estaba Emilia para hacer de tomasita.

Entró y vi su silueta en el espejo al pasar hacia la mesa. Es delgado, un poco encorvado: tiene una carita pequeña, facciones menudas de chiquilín, aparentemente afable y simpático; a mí no me gusta; ¿pero quién me consulta? En casa están locos por él. Es un mitai de suerte: a los veintidós años tiene un puesto bueno, auto, plata siempre en el bolsillo. A mí, repito, no me gusta. Pero Celia está loca por él. Y mi esposa... Berta ve en él el redentor de la casa. Ha prometido puestos a todos. Hasta a mí. (Un puesto en el asilo). Cuando se case. Pero no ha hablado aún de casarse. Se sentó al lado de Celia en el sofá: yo sólo veía a mi hija: él quedaba invisible. Conversaban en voz baja. Emilia seguía al parecer hojeando las revistas. Yo sentía el roce de las hojas.

Luego, éste cesó.

- Emilia!

- Tengo mucho sueño.

- Aguantá un poco. Ya pronto vamos a dormir.

- ¿Por qué no la dejás irse a la cama?

- Mamá se enoja si vuelve y no la encuentra aquí.

- Pero yo me voy antes que tu mamá llegue.

Emilia se fue a dormir. Celia y Braulio quedaron sentados hablando. Ahora yo lo veía más a él: se había acercado más a Celia: sus cabezas estaban juntas. La conversación no me llegaba. Cuchicheaban. Cada vez más bajo. Pero luego vi las manos. Las manos de Braulio, invadiendo todo el rincón visible del espejo; invadiendo, como lepra movible, el cuerpo de Celia. Vi el rostro de mi hija en el espejo, su cabello cayendo hacia atrás. Vi su rostro y también su cuerpo; el cuerpo de mi hija develándose a mis ojos por vez primera desde su ya remota -y tan próxima- infancia (yo he visto a Celia en el Mbiguá pero el traje de baño más audaz no es el desafío a la imaginación que representa las más púdica bombacha de nylon). Y no cerré los ojos. Porque los hijos son nuestra vida misma que sigue sin nosotros, y era la vida también la que en aquellos momentos buscaba sus límites en la imagen del espejo. Vi el cuerpo de mi hija. Vi lo que es amor en una mujer que no es de uno, que está fuera del tiempo y el espacio para uno. Y es, sin embargo prolongación de nuestra carne desintegrada. Una parálisis que no era ya la del cuerpo me mantuvo así, sin gritar, sintiendo que por paralíticos que estemos, podemos estarlo un poco más. Hasta que de pronto el resorte de la voluntad adormecida se disparó sin yo mismo saber cómo, mi sien apretada contra el respaldo prendió la luz en mi habitación. La pareja se separó. A tiempo todavía.

Braulio se puso de pie. Qué largo fue el silencio. Yo veía su izquierda apretada arrugar nerviosa el paño del pantalón al costado. Oí su voz ronca:

- Me voy.

- Quedate un poco más.

- No.

- ¿Estás enojado?

Sin verlo, adiviné su rostro de niño testarudo y mimado, fruncido en el gesto de que ve arrebatársele de la boca el dulce que creía ya suyo. No le importa nada en ese instante: ni el rubor ni el intimo trepidar de Celia; su pudor, hecho trizas ahora no antes; sólo su egoísmo insatisfecho. Braulio es malo; yo lo sé. Se pone su campera, se va. Celia no le acompaña. La puerta de calle se cierra con un chasquido. Celia está sentada, quieta. Sólo veo una mitad de su cuerpo, que hace apenas unos momentos se volcaba ya desnudo sobre el sofá. Un brazo, un hombro sacudido por el lloro.

El noviazgo de Celia se ha roto, al parecer. Después de aquella noche Braulio volvió dos o tres veces, pero ahora hace quince que no se le ve. Y Celia está descompuesta y pálida. Cuando entra a traerme algo, la miro en el espejo: adelgaza. No quiero mirarla a la cara. Me lastiman sus mejillas adelgazadas, sus ojos cargados como cielo con lluvia.

Braulio ha partido para Villarrica sin despedirse. Tiene allá otro empleo, dicen. Celia va y viene por la casa como un fantasma. Me pregunto, en mis largas horas, a oscuras, si aquella luz debió prenderse. Y no prendo la luz. No quiero ver lo que me dice el otro.

Yo he oído primero que nadie los quejidos de Celia. Los otros han tardado un poco más. Las luces se encienden: pies que no tuvieron tiempo de calzarse se apresuran por toda la casa. Voces angustiadas de mi esposa, de Berta. Belí dice algo, enojado. Lloran los chicos. Emilia trata de acallarlos. Siento abrirse y cerrarse la puerta delantera: luego el zumbar de la motocicleta de Belí alejándose. Ahora mi esposa llora y Berta dice cosas incomprensibles, en voz urgente y afligida, mientras Emilia va y viene a la cocina y los ruidos de la vajilla denuncian sus nervios desatados. Celia sigue quejándose desgarradoramente. Yo sigo sin prender mi luz; me oculto en la sombra como un cobarde. Cómo puede en un cuerpo muerto haber tanta amargura desbordando la garganta, oxidando la lengua? Se oye otra vez la motocicleta: un coche detrás: luego, como si un cuerpo enorme se introdujese en la casa desquiciando sin rumor puertas y descuajando tabiques. Breves voces gruesas entran, crecen, regresan, se alejan. Ya no se oyen los quejidos de Celia. El automóvil parte y la motocicleta detrás. Se cierra la puerta de calle. Yo quedo en el centro del silencio. Un silencio que tiene el mismo tamaño de la noche...

Las luces llenas de la mañana me encuentran sólo: siento la casa desvalidamente enorme en torno mío. En el patio ladra el perro de Orlandito, abandonado también. Hasta el otro del espejo me abandona: no quiere verme; yo he cerrado los ojos. ¿Qué podrían decirme los suyos?

Cuando la puerta de la casa se abre de nuevo, los pasos traen una calidad nueva: son desesperanzados, graves y urgentes. Arrastran muebles, dan órdenes recatadas. Una pausa luego: un coche se detiene junto a la puerta de calle. Sin que nadie me lo diga, sé que traen el cuerpo de Celia. Sin que nadie me diga nada, sé que es su cuerpo el que ponen sobre la mesa del comedor, trasladada a la pieza grande, aquella donde antes se reunían junto a mí para escuchar la radio. Sin verlos, veo el resplandor de los blandones. Sin oírlo, escucho el susurro de las cortinas. Sin oírlo, escucho cómo Boni le dice a Berta:

- ¿No se lo diremos a él?

- De ningún modo. Le haría mal.

- ¿Qué estará pensando?

- No se habrá dado cuenta.

Sin verlos ni oírlos veo y escucho la salida del fúnebre cortejo. Estoy abandonado como nunca. Frente a mí, inmóvil, el otro no me mira. No podría soportar mi mirada.

Cierra los ojos. Espera. Espera esa hora definitiva en la que todos los pasos dicen adiós, esa hora que la gente descuenta siempre de su tiempo como la moneda que se da por compromiso. Y la casa se vacía, se vacía de ruidos y de voces. En silencio espera para levantarse la ausencia de Celia, algo que se despega como un vaho de la pieza mortuoria, de la mesa enfaldada de negro; avanza, como un aire pesado, como el relente soso -tierra y vacío- de un viejo cántaro seco, por el pasillo. Está aquí, en la puerta. Penetra, enorme, nauseoso; me toma por la espalda, me sumerge, entra por mis poros, me sube hasta el corazón, me sale por los ojos en lágrimas que el otro no ve, no verá nunca.

Cuando vuelven, ya anochecido, los pasos y las voces son como pisando tierra blanda. No se pone la mesa para cenar. Emilia me trae leche por toda comida y dice al salir, de un tirón, como echando un paquete sobre una silla:

- Celia se fue a Formosa.

Es verdad que Celia hace rato quería irse allí. Yo no pregunto:

- ¿Sin despedirse de mí?

¿Para qué? ¿Para que tengan que seguir mintiendo? Pero escucho sin oír:

- No ha preguntado nada...

- Nada.

- ¿Lo ves? El pobre ya no gobierna.

Cuando se es pobre, pobre, se echa mano, en los apuros, de cuanto se tiene, para remediar. Mi esposa ha vendido seguramente sus joyitas últimas para pagar el entierro. Luego ella y Berta han recorrido la casa buscando por todos los rincones qué es lo que se puede vender. Y han encontrado el ropero. Dan poco por él. Pero lo poco que den viene bien. Lo compra la madre de Luci, la vecinita, que se casa pronto. Lo van a modernizar, dicen, sacándole el horrible cajón de abajo, desmochándole el frontispicio que lo hace parecer un retablo. Se lo llevarán y el espejo se irá con él.

Hoy amanecí sin el ropero. Sin el espejo. Inútilmente prendo la luz de noche. Ya no existo. Nadie me mira cuando yo lo veo. Estoy listo para el entierro. Estoy maduro para la muerte. Esta mañana Berta lo ha dicho. Lo he oído sin escucharlo:

- Papá está muy mal. Fíjense la cara que tiene.

Hay demasiado silencio en la casa. Es cierto que ya no está Celia. Pero tampoco están las criaturas. No sé dónde se los han llevado. Piensan que no deben estar por acá, estos días. Tampoco se oye al perro. No me interesa. Mi esposa y Berta entran más a menudo en el cuarto. Me dirigen rápidas ojeadas. Me hablan. Pero no las oigo. No quiero oírlas. Es otra voz dentro de mí, lo que estoy tratando de escuchar. Una voz que tiene algo para decirme; algo que no sé que es, pero que preciso oír para cerrar los ojos en paz y encontrar en el fondo de ellos algo parecido a un espejo. Un espejo infinitamente vacío donde "él" ya no me espera.

 1962 - 1966

 

 

 

 

 

MANÍ TOSTADO

 

Desde hacía más de una semana corrían por la compañía rumores nada tranquilizadores. Casi todos los pueblos de las cercanías estaban ya alzados y se tenía la seguridad de no llegar al domingo sin que por acá anduviesen también de baile. En Barrero había por lo menos cincuenta hombres en armas: otros tantos se habían sumado a la montonera del caudillo Bautista Barrero; en Santa Rita los revolucionarios habían tomado la comisaría y dejado hecho un colador al comisario; en Valle Porá por lo contrario era el comisario, tipo de agallas, quien había frito él solo a tiros a media docena de los más retobados; y así por el estilo. No había razón ni motivo para que si en todos esos lugares la gente andaba dándole gusto al cuerpo, allí, en San Severo, se quedasen quietos. Era menester que tronase la pólvora, y si corría un poco la sangre, mejor; así nadie podría decir que en San Severo los mitá eran pyá mirí y no hacían revolución como Dios manda cuando les llegaba el turno. Es verdad que en la penumbra desmantelada de los ranchos las viejecitas le daban al rosario encarnizadamente, rogando cada una a su santo preferido que apartase de San Severo tal calamidad. Ellas sabían por qué lo suplicaban; cada una podía señalar una revolución como fecha amarga en su humilde vida. Pero quién hace caso a las viejas? La gente joven, que es la que entiende la vida, sabe que los hombres se hicieron para las revoluciones y las revoluciones para los hombres.

- ¿Para qué entonce tenemo nuestro jefe, tan guapo, si no? Para saber cuándo tenemo que hacer revolución.

Hacía por lo tanto también varios días que los prudentes -es decir, los del otro bando- venían tomando sus precauciones. Se ponían a buen recaudo las cosillas de valor -alhajas y ropas- se escondía en el monte bueyes y chanchos, y sobre todo los caballos, sobre cuyo sufrido lomo se hacen indispensablemente las revoluciones.

Además, se hacia la provista. Es decir, "se rejuntaba" sal, yerba, poroto y azúcar, sin olvidar la galleta -la horrible galleta campesina- y velas. El almacenero despachó en dos días cuanto tenía, cerró luego el boliche y antecogiendo su familia y un par de chanchos, se metió en el monte.

Esto sucedió un martes de tarde. El miércoles de siesta fueron vistos por los alrededores dos o tres forasteros sospechosos, y otro tipo que, aunque no forastero, llevaba ya varios años ausente de la compañía por potísimas razones. Y en la mañana del jueves se corrieron díceres de que el rancho de los Maidana, ya, un poco lejos del camino, había sido asaltado por la noche, después de la lluvia; el padre había sido degollado con mucha limpieza, y la madre y la hija habían desaparecido.

A nadie extrañó pues cuando en la mañana del viernes se oyeron cerquita tiros en rosario.

- Ya está- dijeron.

Y ya estaba.

Los hombres entre diez y siete o diez y ocho y los cincuenta o más salieron todos a caballo o a pie, solos o en grupos, a toda prisa, en distintas direcciones. Cada uno llevaba el sano propósito de dejar seco, a poco que tuviese ocasión, a algún vecino con el cual quizá había compartido el tereré, o por lo menos la conversación, hasta el día anterior. Viejos feudos, resentimientos bien guardados, calladas pero torturantes codicias, alebradas lujurias, reconocían en aquellos tiros su diana. Los que no tenían gana de pelear o temían perder demasiado en el juego, se hacían humo, desapareciendo en el monte, si es que no se habían escondido ya días antes.

Mercedes Frutos no era de los que se esconden.

MERCEDES, a pesar de su nombre suavemente femenino, era hombre, y de los que llevan bien puestos los pantalones. Desde joven se había distinguido en todas las revoluciones llevando un fusil. Era de estatura mediana; pero su ancho tórax y la gruesa vena que plantaba su tronco rojizo en el espeso entrecejo, le hacían respetable de mirar y nunca se había achicado ante nadie. Aunque sabía que en aquellos días los del bando contrario eran más numerosos, Mercedes había estado bajando al boliche como si nada sucediera. Había saludado a todos, y todos le habían saludado. A él, Mercedes Frutos, no lo iban a intimidar.

La gente conocía su foja de servicios como revolucionario, y sabía también que en los días tranquilos era hombre de empuje como pocos para el trabajo; esto hacía que en los tiempos de calma se le respetara y que en los agitados fuera su rancho uno de los primeros en arder. Cuatro veces ya había sido arrasado su campo, carneadas sus reses, incendiada su culata yobái; Mercedes Frutos, impasible, había vuelto a construir éste un poco más acá o un poco más allá y habían vuelto, él a sembrar, Ña Francisca, la mujer, a plantar sus geranios y alelíes.

La familia de Mercedes sin embargo, veterana en tales trances había tomado algunas precauciones en vista a lo que se venía encima. Ña Francisca, había puesto a buen recaudo algunas cosas de valor -los aretes de crisólita suyos y de las chicas, un rosario de oro, tres anillos, dos candeleros de bronce, el mate y la bombilla de plata- y los hijos habían escondido en el cerro los dos bueyes, la carreta y los dos caballos. La chancha no la habían llevado, porque justamente en esos días iba a tener su cría. Ña Francisca rogaba a su patrón fervorosamente que el animal se desobligara antes de que la gresca hubiese empezado. Pero San Francisco, ni ayudado por San Antón, patrón de los del tocino, le había concedido la gracia. Qué mal momento, mi Dios, había elegido la revolución aquella vuelta!... Justo cuando se preparaba a celebrar el santo ara del jefe de la familia; cuando Pascual había viajado hasta Piribebuy con la carreta en busca de una damajuana de caña, y ella, Ña Francisca, ayudada por las dos hijas, había preparado queso en montón para la sopa, un centenar de velas; un enorme tambor, de los de cal, de maní tostado.

- Ese mi maní totado, que tanto me cotó preparar... Como una semana catú, para llenar el tambor...

Ña Francisca comenzaba a encontrar el juego un poco repetido ya, y argel por demás. Era hora de que su marido dejase las revoluciones para los otros.

- Que los mitaruzús peleen... Vos ya hiciste tu parte, de sobra. Ya sos viejo. Tenés que descansar.

Mercedes la miraba, aborrascadas las hirsutas cejas entrecanas.

- ¿Yo viejo?... ¿De dónde sacás eso?... ¿Acaso soy viejo desde anoche?...

- ¡Ná humbré!

La consorte ruborizada no insistía.

Cuando oyó los tiros, Mercedes se aprestó a salir, tomando su fusil. No tuvo tiempo. El hijo mayor, Pascual, entraba corriendo:

- Taitá, ahí llegan, una punta, por el arroyo. Dié, taitá. Con jusile. Uno a caballo.

Y mirando de reojo a Eugenia, la "mayora":

- Timó viene con ellos.

También Ña Francisca miró a Eugenia, que tenía la cabeza gacha. Todos pensaron lo mismo:

- Ese mainumby, como no consiguió nada a las buenas, quiere ver si no puede aprovechar ahora...

Mercedes era valiente, pero también táctico.

- Vamo al cerro.

- No hay tiempo, taitá. Demasiado cerca ya vienen.

- Entonce, adrento todo el mundo.

La familia se apretujó en una de las dos piezas del culata yobái. Mercedes atrancó la puerta llena de rendijas. Pascual se apostó junto a la única ventana cerrada, pero cuyas rendijas eran buen observadero. El otro hijo, Liborio, un mitai de catorce años, esperaba su turno, todo tembloroso de entusiasmo, apretando el viejo revólver todavía servicial. Ña Francisca se sentó en el suelo y a su lado las dos hijas, Eugenia y María. Ellas cargarían las armas. Eugenia mantenía bajos los llorosos ojos; María componía sobre el de la madre el rostro moreno y agraciado; pero miraba de cuando en cuando de reojo a la mayora, de cuyas penas de amor eran confidentes patéticos sus doce años. Ña Francisca, con un puñado de proyectiles en la falda, apretaba los labios oscuros y rezaba a su patrono, que abría unos ingenuos ojos azules, lleno el pecho de pajaritos, en el nicho.

Frente a la tranquera apareció en oscuro y apretado montón, el enemigo. Pascual era mal matemático. Los asaltantes eran catorce, más el de a caballo. Se dividieron en varios grupos, dieron la vuelta al rancho. Este, herméticamente cerrado, era para sus ansias belicosas y predatorias lo que el tatú encerrado en su caparazón es para el tigre: insoportable tentación. Tras la puerta, Mercedes resoplaba, a la vez furibundo y desdeñoso. Se habían juntado quince contra él, Mercedes Frutos... ¡Bien se veía que lo respetaban!...

Varias veces acercó su fusil a la rendija que le servía de aspillera; pero los adversarios se mantenían fuera de la línea de tiro. Sabían que Mercedes estaba dentro: alguien había alcanzado a ver cerrarse la puerta de la pieza. Adentro, era invencible. Había que hacerle salir. Bromeaban excitados, reían. Comenzaron los gritos de provocación. Uno gritó:

- ¡Salí pué, Mercedes!... !Mostró qué color é tu pañuelo!...

- ¡Por acá dicen que se destiñó!...

El griterío se generalizó:

- Salí, re ye animá ramo.

- ¡Dónde está tu... boleadora, Mercede!...

- ¡Mercede pyamirí!...

- ¡Piipu!...

Desde un ángulo del corredor, escudándose tras el tambor lleno de maní, Timó gritó:

- Si vo no queré salir, ni Pascual tampoco ...mandale a Eugenia ... ¡Roñe conformáma!

Le corearon risas obscenas.

La vena en la frente del viejo parecía ir a estallar. Las mujeres evitaban mirarse unas a otras; pero Pascual miró acusadoramente a su hermana, en cuyos ojos la vergüenza quemaba el llanto. Pasaban los instantes sin que los sitiadores se pusiesen a tiro. Callaban ahora; es decir, hablaban bajo entre ellos. La cosa se prolongaba. Liborio, con su navaja empezó cautelosamente a abrir una aspillera a través del estaqueado, en un ángulo de la pieza. Aplicó el oído al agujero. Se volvió alarmado hacia el padre:

- Taitá, van prender juego al rancho y hacer churrasco con nojotro.

La reacción de Mercedes fue tan rápida, que nadie pudo interponerse. De un manotón hizo saltar la tranca de la puerta. Se echó a la cara el fusil:

- Pejhechasépa cómo pelea Mercede Frutos, añamemby !!! ...

La sorpresa le dio ventaja. Disparó y cayó uno. Disparó de nuevo y otro, soltando el fusil, cayó también pero corrió a cuatro patas a esconderse tras los alelíes de Ña Francisca. Por la rendija abierta por Liborio salió un tiro inesperado que no le sentó bien a un tercero que doblaba la esquina. Mercedes, soltando el fusil inútil, sacó su esmigueson y derribó a otro antes de sentir la bala que a su vez, de no sabía dónde, vino a herirle en el muslo. Por la espalda, y desde detrás de la pared del rancho, alguien le apuntó con su fusil: la chancha apareció en aquel momento, gruñendo desesperada, tropezó con el tirador y le hizo caer y desviar la bien calculada puntería. Dando vuelta a la esquina llegaba a su vez al galope el de a caballo: Pascual, cubriendo al padre, disparó y derribó al jinete. Ahora era Timó el que parapetado tras el tambor lleno de maní, apuntaba al viejo, con un rictus maligno en la cara de cóncavas mejillas y achinados ojos. Pero el hombre propone y Dios dispone. Un segundo tiro salió por la aspillera. Timó cayó herido en el estómago. Se oyó el grito rabiosamente jubiloso de Liborio:

- ¡Timó tepotí !! ...

Mercedes, alcanzado en el brazo derecho, soltaba su revólver, tambaleaba: Pascual y Liborio, que abandonaron su puesto en la pieza, acudieron a él. Ya huían los agresores desmoralizados. El galope del caballo sin jinete, rumbo a la querencia, batía sordo tambor a su fuga.

Ña Francisca con sus dos hijas -Eugenia pálida como una muerta- salieron a tiempo para ayudar a los hijos a sostener a Mercedes, que chapoteaba en el charco de su propia sangre. Ña Francisca le curó y vendó la pierna: lo del brazo era un simple rasponazo. El cuerpo moreno de Mercedes aparecía sembrado de blanquecinas manchas de todas las formas y tamaños: cicatrices de revoluciones y de peleas. Mercedes se incorporó, apoyó en el suelo la pierna herida.

- Me jodieron, pero no tanto.

En el claro, Timó gemía, moribundo. Había conseguido arrastrarse unos pasos hacia la tranquera, Eugenia, al volver del pozo con el balde desbordante de agua para lavar las heridas del padre, le dirigió una rápida mirada llorosa. Pero no se acercó. El viejo daba órdenes:

- Yajhá catú; todos al cerro. Pyaé, rápido, van volver.

- Quién sabe, taitá. Quedaron escarmentados.

- Puede que sí, puede que no.

 

Ña Francisca metió en un atadito unos yuyos, el San Francisco, algunas provisiones. La poca platita, envuelta en el pañuelo. Las chicas tomaron las frazadas, los rebozos, la bolsa de galleta. Ña Francisca miró con tristeza su tambor de maní. ¡Tanto trabajo de balde!... Alcanzó a llenar los bolsillos con unos puñados. Los varones cargaron las armas. Mercedes sé apoyaba en la esposa; Pascual, fusil en mano, rompía la marcha. Liborio se rezagó para pegar con su revólver un tiro a la desprevenida chancha, que allí quedó en el suelo, enorme, pura barriga amoratada. Nadie la aprovecharía. Ña Francisca sintió que se le humedecían los ojos pensando en los chanchitos perdidos. Lo menos habrían sido ocho, porque la chancha estaba enorme.

Caminaban lo más de prisa que podían, disimulándose entre los arbustos, rumbo al cerro. Eugenia iba la última. A veces tropezaba, porque llevaba los ojos nublados.

RATO después se acercaban al rancho de Mercedes los parientes de los caídos. Timó había muerto ya. De los difuntos dos resultaron ser forasteros. Era una suerte, no? Otro forastero murió en el corredor del almacén, donde lo llevaron, ya agónico.

Las mujeres de la familia de Timó llenaban el aire con sus gritos desgarradores.

- Ay che memby, ay ete mi hijo tan bueno. El era mi mano y mi pie. ¿Qué picó haré ahora? Me quedo pobre, pobre. Chememby encanto!...

Mientras tanto otras parientas, tías y primas del muerto revisaban el rancho y sus alrededores. Una mitacuñá llenaba una bolsa de azucá ryrucué con el maní del tambor. Era la tercera.

- ¿Qué picó hago, mamá?... Queda mucho todavía.

- Poné en tu sayruguay,

Un mitaí corría tras las pocas gallinas, con gran escándalo de éstas. Su mayora le previno:

- Es de balde, vyro. Ahorita ya es noche, venimos agarrar.

Una mujer salió con una colcha y un vestido nuevo todavía. Otra se alzó con el canasto de las velas. Un viejo sacó la damajuana de caña, y el mitai, lo más contento, dos quesos grandes como sudaderas, y dos cacerolas.

Sobre una perezosa llevaron a Timó. Seguían las mujeres llorosas con sus requechos. Detrás quedaron un par de hombres, y a poco del rancho se levantaba una humosa columna y el olor acre a paja húmeda, quemándose, se diluía en el aire. Los hombres salieron corriendo, porque la avispa colorada cuando se enoja es cosa seria.

- No va arder pronto. Está húmedo todavía.

- Pero va arder, lo mismo.

 

TEMPRANO comenzó el velorio en el rancho de Timó. Casi todos eran mujeres y viejos. Los hombres estaban todos ocupados por ahí. Fue un velorio memorable por el derroche de caña y sopa paraguay, por la profusión de velas y sobre todo la abundancia de maní tostado.

1945

Publicada en la revista AMERICAS,

Washington, en 1965.


 

LA MISA DEL OGRO

 

A la sentida memoria de RUBÉN AGUILAR

 

Me creen ustedes si quieren, y si no quieren no me creen. Y no me extraña si no me creen, porque a veces yo mismo no lo acabo de creer.

Fue en la fiesta de Caacupé. Yo voy a Caacupé cada fiesta de la Virgen: me aficioné de chico a ir, porque mi mamá me llevaba; y luego cuando fui grande ya no pude dejar de ir. Es algo que no puedo remediar. Yo no sé cómo algunos dicen que la fiesta es todos los años lo mismo, y que vista una vez, vista para siempre. Yo cada vez encuentro algo nuevo, algo distinto: verdad que yo no me quedo mirando parado como un poste en una vereda contentándome con lo que pasa, ni me encierro entre cuatro paredes a tomar mate. Yo me mezclo con la gente y me meto por dondequiera y con esta cara dura que Dios me dio pregunto a todo el mundo, y escucho cada historia que es como para no dormir el resto del año; pero a mí me encanta. Y después de escuchar tantas historias diferentes y extraordinarias, parece que debería estar ya curado de espanto; pero esta vez les digo que no sé cómo fue. No puedo olvidarme; y otras veces creo que fue una pesadilla nomás lo que tuve.

Dije que acostumbro meterme en todas partes; una de las cosas que más me agrada y que hago sin falta es ayudar a misa, que lo hago bien; no de balde se ha sido monaguillo hasta los doce años (y no digo nada de mis cinco años de Seminario). No solamente sé ayudar misa como nadie (modestia aparte) y me gusta mucho hacerlo, hasta hoy, frisando en los treinta, doctor en Ciencias Económicas, con mis lentes de cinco aumentos que me hacen parecer como uno de esos bichos raros de pecera china. (Será que nunca me convenzo de que hice bien en no ser cura. Y hay días en los que me parece que tal vez sería mejor volver allí). Sólo que ahora no se me presentan muchas ocasiones de ayudar. Y una de estas pocas oportunidades se me da en la fiesta de Caacupé, donde se dicen tantas misas al cabo del día y siempre anda un Padre buscando por ahí alguien que sepa ayudar a misa. Yo ayudo las que puedo.

Y aquí comienza mi historia.

Fue hace cinco años. Ese ocho de diciembre ya había ayudado cuatro misas y estaba un poco cansado; no me sentía mayormente con ganas de seguir la serie, luego de guardar en el cajón la ropa del Padre a quien acababa de asistir. Estaba por cerrar el cajón porque tenía entendido que había sido la última misa, cuando sentí que me tocaban en el hombro. Me di vuelta y lo vi; en ese instante echaba ya mano a una sotana colgada de un clavo. Me dijo:

- Los ornamentos, pronto.

Parecía traer prisa y mucho mal humor; era fortachón, aunque se le adivinaba ya viejo, doblando de sobra los setenta; pero todavía el pelo sin demasiadas canas; definitivamente quemado de sol, el ceño muy espeso, y en ese momento fruncido; los ojos, o lo que se veía de ellos, era negro y poco amistoso.

- La ropa, pronto - gruñó otra vez.

Quise explicarle que yo no era monaguillo, sino simplemente un ayudante de buena voluntad y que en aquel momento me disponía a dar por terminada mi colaboración. Pero no pareció oírme. Me relampagueó la cara con su mirada de azufre negro agazapada tras cejas y párpados fruncidos, y repitió:

- La ropa, pronto.

Tenía una voz bronca, desagradable. Por educación y no por otra cosa saqué la ropa del cajón y se la ofrecí.

- ¿Qué hacés ahí parado?... Ayudame, pues.

Cada vez más ceñudo y bronco. Yo empezaba a sentirme algo enojado. Pero obedecí, no por temor, sino por no armar escándalo en lugar sagrado; y también por un poco de curiosidad, pues aquel paí se salía del patrón de todos los que yo conocía. Le ayudé a vestirse. Nunca vestí a un paí más torpe; era no como si procurase entrar en las ropas, sino como si quisiese salir de una bolsa; desatentado, daba manotazos, de los cuales alguno me alcanzó; me echó los lentes a dos metros - suerte no se me rompieron-  pero él no parecía darse cuenta de nada. Cuando estuvo vestido, me miró, siempre aborrascado:

- Pronto, tenés que ayudarme.

Yo no me animé a decirle que no. Para entonces, además, había empezado a intrigarme por demás el tipo.

- Sin duda - me dije -, un padre con larga permanencia en el campo, y que se ha contagiado de la rustiquez de aquella vida.

Pero la verdad era que además había en él algo repelente y al mismo tiempo fascinante, que no podía explicarme.

Salimos al altar.

Y comencé a sudar. Desde el principio estuve varias veces a punto de perder el hilo; aquel Padre no sabía siquiera el texto de la misa; o si lo supo alguna vez, lo había olvidado. Se saltaba palabras y frases, o las decía en forma irreconocible. No sé si las feligresas se dieron cuenta de algo; aunque el latín fuese para ellas griego, algo inusitado en el fluir habitual del fraseo - que tantos se saben de memoria - tiene por fuerza que haberles chocado. Mirando por el rabillo del ojo vi más de una cara alzada de sobre el libro de misa, abiertos los ojos desconcertados e interrogantes en tanto otros párpados, gachos, deletreaban y parecían buscar afanosamente en la página algo que no encontraban.

Y el cura seguía moviéndose como un energúmeno de un extremo a otro del altar; confundía el orden de los actos; farfullaba; se detenía a veces un instante; masticaba un vocablo o se lo saltaba.

Cuando llegó el momento de la comunión, le seguí al apiñado comulgatorio, con el alma en un hilo. El padre repartía los fragmentos de hostia como si repartiese entradas

en la boletería de fútbol, un día de encuentro Cerro-Olimpia. Yo le miraba hacer fascinado. Por fin le tocó a una viejita, medio cegatona; como todos, las manos juntas, abría la boca para recibir su parte; pero como tenía los ojos cerrados, de puro fervor, no la abrió a tiempo, o no la abrió bastante, y la forma cayó sobre el rebozo. El paí no se molestó en levantar el pedazo de hostia: con el puño cerrado dio un formidable puñetazo en la frente a la vieja, que cayó de espaldas, sumergida en sus polleras; y pasó al siguiente comulgante. Nos quedamos todos sin resuello; pero, para cuando recuperé la respiración, la recorrida se había completado ya, sin otro trastorno.

Regresamos al altar, y el resto de la misa siguió en la misma tesitura de disparate. Los feligreses, llenos de estupor, pero acostumbrados a respetar a todo paí, creo que pensaban que éste había descubierto en ellos sendos ocultos pecados - y bien sabe Dios que cada uno se los trae bien gordos -, y que los trataba así para hacerles sentir un anticipo de la cólera divina.

Terminó la misa con una palabra que a mí se me antojó así como intermisas y regresamos a la sacristía. El paí se despojó de sus ornamentos a toda prisa, como quien tiene miedo que se le peguen al cuerpo; se sacó la sotana, pero no la colgó del clavo; la dejó tirada en una silla: y se fue sin decirme gracias ni adiós, ni lavarse las manos; desapareció. Por pronto que salí de la sacristía siguiéndole los pasos, curioso, no lo vi más. Fue como si se hubiera hundido en la vaharada cruda, hecha de polvo y de calor, de la mañana ya alta.

Durante el resto del día no perdí ocasión, cada vez que me encontraba con un Padre conocido, de preguntarle si sabía el nombre de ese sacerdote de tan raro pergenio. Invariablemente, fruncían el entrecejo y tras pensar unos instantes me respondían que no. Estas negativas repetidas, en vez en decepcionarme y hacerme olvidar el asunto, exacerbaron mi interés; éste se volvió obsesión.

Aquel día mis amistades debieron encontrarme distraído - argel, dijo más de una - porque en vez de atender la conversación, cada vez que veía pasar un cura, me volvía a observarle para ver si no era aquél; y dos veces dejé a alguien con la palabra en la boca para echar a correr tras un Padre que a la postre resultaba no ser él.

Pasó la tarde y llegó la noche; y con la noche perdí un poco del entusiasmo en la búsqueda, pues me di a entender que no eran esas horas las más apropiadas para el encuentro con un sacerdote, si es que de veras iba a toparme con él otra vez. Paseé con chicas; visité a una vieja amiga de mi madre; tomé el mate con un par de antiguos conocidos, bajo el alero de un corredor no lejos de la iglesia; cené con unas tías, y, finalmente, me di a recorrer boliches, tomando cervezas.

Creo era el tercer boliche que recorría, y vaciaba mi tercera cerveza, cuando de pronto escucho una voz bronca más bronca ahora, como gastada por el día bronco, que junto a mí pedía:

- Una caña, pronto.

Volví la cabeza. Abrí los ojos como platos. Junto a mí, rozándome el codo, estaba el Padre aquél. Pantalón y camisa no más, ahora; las manazas brutas, la cara obscura y cerdosa, los ojos alebrados mostrando sus ivapurús demasiado grandes y maduros bajo la maraña de las fruncidas cejas. Una cara de comeniños. Y con una mezcla de desesperación y de vieja ira en cada rasgo de ella. Sólo que ahora parecía verse un poco más la desesperación que la ira.

No pareció conocerme, de momento.

Bebió su vaso de un golpe y pidió otro. Aprovechando el breve intervalo, le tiré de la manga.

- Disculpe, Padre.

Se volvió hacia mí, y creo que parpadeó un poco. No dijo nada, y sus ojos regresaron al vaso que le servían. Yo le miraba. Se echó otra vez el licor al cuerpo de un solo trago, y se quedó mirando el vaso vacío. Entonces sentí su olor. Olor a humanidad sucia, con algo de salvaje, de montuno, al que se añadía ahora el vaho penetrante del alcohol. Y tanto y tanto lo miré, que volvió de nuevo el rostro hacia mí. Su mirada un poco vaga se detuvo en mi cara.

- Seminarista - preguntó de pronto, sorprendentemente, sin preámbulo, siempre hosco.

- Seminarista-cué, Padre - respondí. Aunque no estoy seguro de no volver un día de estos al redil.

Arrastró su vaso de nuevo lleno sobre el mostrador hasta ponerlo delante de mí, y dijo:

- Bebé vos también.

Con la cabeza hice que no.

Pero él insistió, moviendo el vaso con gesto insistente. Y sin saber por qué, cedí. Mojé los labios en el vaso. Y sin que supiese tampoco muy bien cómo, nos vimos a poco condómines de una botella de cerveza y dos jarritos. Salimos del boliche. Buscamos un rato largo, sin hablar, un rincón donde sentarnos. Por fin él encontró un hueco entre los montones de carne acostada al sereno; quietos los unos, agitados los otros de cuando en cuando bajo las colchas por subterráneos sismos. Se dejó caer al suelo. Yo quedé de pie, indeciso.

- Sentate - me ordenó.

- Pero... - dije, señalando con el gesto en derredor. El se encogió de hombros.

- Están demasiados ocupados con sus pecados, para ocuparse de los pecados de los demás.

Creo que fue esto lo que dijo; porque se hacía muy difícil a trechos entenderle.

Me senté junto a él. Y allí adivinando a veces, otras llenando por mi cuenta los huecos de su relato, supe quién era. O qué era.

Su nombre no me lo dijo, o si me lo dijo, lo olvidé. Era cura, sí. Habíalo hecho cura su madre, una mujer muy piadosa, para la cual todo se resolvía en un dilema inapelable: cielo o infierno, cura o pecador sin remedio. No es que él no creyese. El creía y tenía vocación. Y creyendo y con vocación salió del Seminario. Ya ordenado, lo destinaron a un pueblito perdido de los fondos de la República. Empezó con un prodigioso entusiasmo. Se creía capaz de redimir, con su fervor y capacidad de trabajo, sino a toda la humanidad, sí por lo menos a la parte que le había tocado pastorear. Pronto sin embargo se percató de las dificultades. Comenzó a tener choques con los peces gordos. Los feligreses le respetaban cuando estaba delante; a sus espaldas hacían lo que querían. Una vez el comisario se propuso quedarse con una propiedad. Le fallaron todos los recursos. Terminó haciendo detener al poseedor y llevarlo a la comisaría, acusado de no sé qué falta grave. Advertido, por alguien, de que se le golpeaba, él corrió a la comisaría. Discutió con el comisario. Este, cínico, le dijo:

- Qué tanto joder, Padre. El próximo terreno se lo reservo para usted.

Había ido allí para evitar un pecado capital e incidió en otro. Dio al comisario tal puñetazo, que lo tendió en el suelo. Desafió a todos los milicos, que le apuntaban con el fusil, aunque temblando como hojas. El comisario se levantó del suelo, lo encañonó. El se negó á salir. Saldría con el preso, o no saldría. Se quedaría allí muerto. El comisario no se animó a tocarlo, sin embargo; no ordenó a sus conscriptos disparar. Se limitó a dejarlo allí, de pie, mientras él salía y entraba. El cura no se movió de su lugar en tres días. Sin comer ni beber. Plantado junto a la puerta del local. Al tercer día llegó un emisario:

- Padre, le hacen llamar de Asunción, de la Curia. Tuvo que obedecer. Llegó a la Curia cubierto de polvo, extenuado, para recibir un tremendo sofión. No había que chocar con autoridades que tenían apoyo en las altas esferas. Intentó explicar lo ocurrido: no le quisieron escuchar, los informes previos eran de buena fuente. El exceso de celo era malo; el cura tenía el confesionario; el púlpito y el consejo; éstas eran armas bastantes para la labor apostólica.

Volvió a su pueblo humillado. Todos, peces grandes y chicos, le hacían sentir su derrota. La familia del viejo -ya sin casa-, no quiso verle. No fue por mucho tiempo, pues le enviaron a otro pueblito, más lejos, donde el trabajo en la viña del Señor era igualmente dificultoso; pero, por lo menos no había quien diariamente le hiciese tragar el vaso de hiel.

Pero él no podría resignarse a la injusticia. Volvió a meterse en líos. Una vez dio asilo en la casa cural a una huérfana perseguida por los entusiasmos del cacique. Le ofreció acompañarla para salir del pueblo y escapar. Había que hacer cinco leguas de camino para llegar a donde salía algún vehículo para la capital. No tenía caballo. Tenían que ir a pie. Al salir de la casa cural, los vecinos, tras las puertas, les miraban pasar con caras inexpresivas. Rajaba el sol.

Caminaron un buen trecho. El polvo de la sequía entraba en los zapatos del cura, cuarteaba los pies de la muchacha; mezclado con el sudor, picaba las mejillas. Fue la muchacha la primera en flaquear; se detuvo en mitad del camino retorciendo sobre el pecho los picos del pañuelo de luto.

- Me vuelvo a casa, Paí.

- Vos sabés lo que te espera.

- ¿Para qué se va a preocupar tanto, Paí? Total, aunque sea malo, pronto va pasar.

Y se volvió.

Me contó esto, y mucho más, y cómo, sin darse cuenta, desesperado, solo, sin gesto solidario ni palabra amiga, rodeado de la injusticia y la crueldad por un lado, y la cobardía y la hipocresía por el otro, un día flaqueó. Y cayó en el pecado de la carne. Y cómo se le echaron encima entonces sus enemigos. Y cómo consiguieron que la Curia le quitase las licencias y le arrancase la sotana con la cual se había hecho un segundo pellejo.

Hacía de esto sus buenos cuarenta años.

Cuarenta años durante los cuales había vivido la mayor tiempo en pecado. Había tenido varias mujeres. De dos le habían nacido hijos. Casi todos habían muerto Dos debían estar vivos. Pero nada sabía de ellos; lejos o cerca, hacía años que no los veía. Vivía en un rancho perdido en el monte, con la sola compañía de una vieja mujer, la última de sus compañeras, que había decidido permanecer a su lado. Había tenido con ella tres hijos, todos fallecidos. Ella no quería dejarle; le hacía la comida, le lavaba la ropa; y un perro le ayudaba en la caza. Así vivía, de milagro, socorriéndose con el cultivo - más la mujer que él - de un pequeño cocué. De la caza, reunía pieles que un acopiador le compraba cada año. Apenas si sobrevivía. Lo único que deseaba era comprarse una sotana, una sotana nueva.

- Para que me entierren con ella.

Pero nunca conseguía reunir los pocos pesos para ello. Y cada año en la fiesta de Caacupé, cuando tantas misas se dicen, él venía, porque era la única ocasión en la cual, aunque fuese así, fraudulentamente, podía decir misa.

- Recordar que soy cura. Y tener a Nuestro Señor en las manos. Aunque hacerlo sea pecado. Cuando lo hago, digo: Señor, si estoy de veras pecando contra ti, fulmíname. Hasta ahora no me ha matado, y esto me consuela.

Su voz pareció ablandarse, humedecerse como descendiendo a un pozo oscuro, resonante todavía.

- Tomá tu cerveza, mi hijo. Se está calentando. Y no te hagas nunca cura. Porque es de balde. Cura o no cura, siempre será menos peligroso pecar contra Dios que contrariar a los hombres.

1960

 

 

 

EL CANASTO

para MECO y NENUCHA

 

El micro aquel recogía siempre los últimos pasajeros del mediodía; tal cual demorada compradora del mercado; empleados y, empleadas que se rezagaban aprovechando los minutos últimos antes del cierre de las tiendas para comprar algo, porque no disponían de otra hora. Y este pasaje llenaba el micro siempre de paquetes y de bultos. Atados en los regazos, entre las piernas; canastos y bolsones desbocados en los pasillos. Como consecuencia, rezongos, protestas, un va y viene de indirectas malignas que el chofer capeaba inclinándose más aplicadamente sobre el volante, y el guarda mirando a lo lejos a través del parabrisas. Nadie iba a remediar nada. El vehículo no tenía depósito trasero ni portabultos. Y aquellas mujeres no iban a volver a sus casas a pie, tan lejos, no?...

Pero ese lunes mediodía alguien se había pasado de la raya. Aquel canasto excedía las máximas dimensiones de la paciencia. Un canasto enorme, sin asas, hondo, con las orillas deshechas, desnudas las puntas de mimbre verticales y agresivas, sueltas las cañuelas heridoras, ocupaba la entrada. Dentro, un paquete de yerba, unas sábanas no muy limpias, un poncho viejo, dos o tres bolsas de arpillera. Y una incongruente, huérfana lechuga.

Colocado allí estratégicamente, al borde del escalón, todo el mundo tropezaba con él al entrar o al salir. Los que subían se despellejaban las espinillas; a los que bajaban, quedábasele enganchado siempre algo: el manto, un paraguas, el borde del pantalón o la orilla de la pollera, en aquellos mimbres puestos allí como adrede. Alguien se dejó enganchada la lechuga aquella. Y una señorita muy paqueta había bajado unas cuadras atrás con las medias a la miseria. Culpa de ella, solamente, desde luego. Ponerse media fina para andar en micro. Mejor ponerse para pasear por un caraguatal.

Todo el mundo rezongaba y maldecía del canasto. Pero saltaba a la vista; aquel era el único sitio en donde podía ir. La dueña, repantigada en un asiento cerca del fondo, cerraba los párpados, arrugados como los de un lagarto viejo, y callaba, como si tuviese tanto que ver con aquel canasto como con las tripas del chofer.

...Una cuadra, diez, veinte. El casco urbano quedaba ya atrás. Unos pasajeros bajaban y otros subían: pero eran ya más los que bajaban. El pasaje se había renovado varias veces; la dueña del canasto, negruzca, sebosa e inmóvil continuaba sin embargo su trayecto, y el canasto seguía en su lugar.

El micro llevaba ya varias cuadras sin alzar pasajero alguno. El sol golpeaba el asfalto con un estallido de luz casi sólida. Los plátanos nuevos junto a los cercos saludaban al vehículo al pasar con sus paletas de metal bruñido. El chofer se limpiaba con la manga la frente rezumante, mientras el guarda, flacucho y de rostro picudo, sentado en el asiento más cercano a la estribera, se recostaba en el respaldo y se rascaba la planta del pie en el borde del canasto. El micro aumentaba su velocidad: volaba. Los pasajeros callaban; tanto, que la dueña del canasto se arriesgó a abrir los arrugados ojos de lagarto. Más cuadras sin pasaje. Por fin allá lejos alguien agitó una mano. Paró el micro. Subió primero un chico con un canastito, y tras él una mujer con una criatura de pecho en brazos. El guarda se comidió a tender una mano para ayudarla a subir. Aunque no vieja, la mujer parecía muy cansada. Temerosa del avanzar, ya en marcha de nuevo el micro, la mujer se dejó caer en el asiento delantero. El chico se había sentado ya al otro lado del pasillo, el canastito sobre las rodillas.

El micro recuperaba su velocidad, ahora rebotando un poco, porque se había terminado el asfalto. La mujer se desprendió un poco el manto negro, se abrió la blusa del vestido floreado y desteñido, y sin curarse de la lúbrica mirada del guarda, entregó al hambre de la criatura -una criatura morenucha pero singularmente rolliza y sana- un pezón oscuro y como inflamado, rematando un seno parecido a una orcita de barro. Para acomodarse mejor, la mujer alargó una pierna desnuda; tropezó en el canasto y se arañó la piel. Se inclinó; el borde del manto colgante se enganchó en la deshecha orilla del canasto. En vano la mujer procuró desprenderlo, pugnando penosamente con la mano libre; el fleco no quería soltarse. Un bamboleo del vehículo enganchó otro fleco; el manto se descolgó del todo de los hombros de la mujer y cayó al suelo. El guarda lo recogió, desgarrando un poco los flecos al soltarlo; lo entregó a la mujer.

- Gracias, che membydijo ella.

Y luego, rezongando:

- Cómo se animan, che Dió, traer esta porquería para perjudicar su prójimo.

El guarda miró al paisaje a través del parabrisas.

La dueña del canasto había cerrado de nuevo, prudente, sus párpados de lagarto beatífico. Había además de ella dos muchachas rubias, descoloridas, de luto; un muchachón. Alguien dio el nombre de una calle, a la vez que un brazo hacía señas naufragas al extremo de la cuadra. El micro paró. Bajaron las dos chicas de luto y el muchachón, y subió un señor rubianco, calvo, la camisa pegada a una espalda montañosa, la frente un campo de angustiados rocíos. Con un suspiro de desahogo se dejó caer en un asiento delante de la dueña del canasto. Sacó un enorme pañuelo blanco y se enjugó la cara.

Más y más cuadras sin parar. El mitaí en su asiento inmóvil, el canastito sobre las rodillas, entrecerraba los ojos. La mujer cambió a la criatura de seno. Al hacerlo, el manto resbaló de nuevo, como estirado subrepticia e hipócritamente por los mimbres en acecho. La mujer se inclinó una vez más; pero no quería molestar a la criatura, que chupaba ávida, y así no pudo recogerlo. Volvió la cabeza, miró a la mujer de ojos de lagarto. Sólo ella podía ser la dueña del canasto.

- De quién mi Dios este canasto, quiero saber.

El guarda volvió una vez más la mirada al paisaje lejano. En la esquina próxima un resplandor blanco e inquieto; un grupo de escueleros. Seguramente examinandos, "febreristas". Todos tenían las mejillas arrebatadas por el sol. La mujer seguía comentando, por su cuenta.

- Cómo es que se puede dejar estas criaturas tan tarde así en la calle con este calor.

El micro se tragó a los chicos como un sorbo de espuma. Al subir, dos o tres de ellos pisaron el manto caído. El último, un esmirriado pecoso, tropezó con el canasto y se arañó las rodillas. Al levantarse, pisó su propio guardapolvo, que se le desgarró.

- La pucha. Lo que va decir mi mamá ahora.

Lloraba casi. Los otros rieron. Sentábanse ya con gran algazara en el fondo, porque querían ir juntos. Todos se reían del feo y pecoso. Titito no tenía suerte. Le habían aplazado de nuevo. Y de yapa se había arañado las rodillas y desgarrado el guardapolvo, y su mamá le iba a dar una paliza.

El micro iba ahora disparado. El chofer, recostado en el respaldo, entrecerraba los ojos -o la mujer veía mal?...y parecía dejar al vehículo correr por su cuenta. Seguramente estaba deseando llegar, entregar su turno y descansar. Quizá había ido de juerga la noche anterior, domingo y tenía sueño. Tal vez se había casado hacía poco y le esperaba una mujer joven y cariñosa. Quizá simplemente deseaba llegar porque tenía apetito y pensaba en un buen plato de locro.

La calle se extendía ante el micro con su ligera concavidad de hamaca o de intervalo entre dos olas. Allá lejos a las pocas cuadras, se precipitaba limpiamente en el terrible azul de la siesta.

El nene seguía chupando. Al fondo, los escueleros se divertían de lo lindo tomando el pelo a Titito.

- Sos un chambón. Ni copiar sabés.

- Cómo voy copiar si me está mirando la señorita todo el tiempo.

- Mirá como hice yo para llevar copiado mi tema y que no me vea.

- En el pellejo de tu muslo?... Ayjuelete!!!...

La mujer movió sin darse cuenta la pierna; el mimbre volvió a rozarle la piel. Furiosa, dio un puntapié al canasto, sin moverlo, por supuesto; estaba bien encajado. Miró otra vez por encima del respaldo a la vieja de los ojos de teyú. Cómo se puede traer esas cosas en micro. En tranvía si acaso. Miró luego a su hijo, en el asiento de al lado. Dormitaba. El también estaba cansado, angá; despierto desde la madrugada. El cabello crecido le comía las sienes y la nuca, donde los tendones se destacaban tirantes como dos piolines. Los brazos flacos rodeaban el canastito donde se juntaban las sonseras que la patrona le había dado como siempre que iba a hacer la limpieza de la casa, Un poco de azúcar. Un resto de café, casi sin aroma ya. Una lata de leche para la criatura, que nunca se hartaba. Y, milagro, un buen pedazo de torta de la fiesta de quince de la hija de la patrona. El chico le había pedido un pedacito:

- Quiero probar, mamá. Tengo hambre.

- Cuando lleguemos en casa, che memby. Rosalina angá también ha de querer probar.

El no había protestado. Era obediente. Ahora al verlo tan cansado y flaco, la madre sintió no haberle dado aquel pedazo. Lo miró otra vez. Tenía que enviarle a la peluquería y comprarle una camisa. La ternura silenciosa de los pobres no da para más: para cantos o canciones. Queda en eso. En lo necesario. Un corte de pelo. Una camisa menos vieja que la puesta.

El micro paraba. Titito corría hacia la salida. Trastabilló al tropezar con el canasto. El guardapolvo se le enganchó de nuevo y el desgarrón se hizo imponente. Aterrizó en la vereda con un salto descoyuntado. Los compañeros se morían de risa:

- Titito yetudo!!!

- Titito fúlmine!!!

Titito dobló la esquina lloriqueando, y desapareció con el trozo de guardapolvo descolgándosele sobre la pierna. El micro se alejaba ya hecho una llama bajo el sol.

La mujer pensó que pronto le tocaba bajar, y quiso recoger el manto enganchado y pisoteado. Fracasó. El bebé prendido al pecho -nunca se hartaba, che Dió- le impedía maniobrar. Se enderezó decidida a decir cuatro cosas a la vieja aquella tan desconsiderada. Y en ese punto algo gris, rugiente, le oscureció la vista, ocupó todo el espacio del mundo. Una fuerza prodigiosa la echó atrás, primero, luego hacia delante, descuajándola; los brazos vacíos, la boca abierta en un grito que no alcanzó a sonar; un grito por algo que no supo ya qué era, antes de atravesar aquella parrilla de crueles filos quemándola por dentro. Un trueno opaco y remoto le atropelló la frente. Un montón floreado quedó encajado en la estribera.

En el asiento de atrás los mitaís habían callado, y no se veía ninguna cabeza. La mujer de los ojos de lagarto caída en alguna parte, quizá debajo del hombre gordo, del cual sólo se veía la espalda como un enorme atado de ropa sucia. El mitaí, colgado sobre un respaldo, como puesto a secar, manaba despacio sangre de la cabeza. El volante no se veía; el chofer, doblado hacia delante, boqueaba sin ruido.

…El canasto se había volcado sobre las piernas del guarda, quien con la cabeza desgarrada fuera del parabrisas, parecía haber satisfecho de una vez su curiosidad de paisaje. Pero de debajo de la canasta se levantaba ya un lloro, lloro frenético, indignado de una criatura a la cual han arrancado, sin justificación suficiente, el pecho antes de hora.

 1957


****

DOCUMENTO (ENLACE) RECOMENDADO:


FOLLAJE DEL TIEMPO. Poesías de JOSEFINA PLÁ

Tapa: CARLOS COLOMBINO

Ediciones NAPA, Serie Poesía,

Año 1 – Nº 2 – Julio 1981,

Asunción – Paraguay (51 páginas)




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