HABLA EL RELOJ DEL BISABUELO
MARÍA LUISA BOSIO
Después de asistir seis años al Taller Cuento Breve, en 1993 publica veinticuatro de sus textos que integran la colección Imágenes.
Es miembro del Club del Libro N° 1 y forma parte de la Sociedad de Escritores del Paraguay. Hace cuatro años ingresó a Escritoras Paraguayas Asociadas (EPA).
"AN AMERICAN WRITER", buscando escritoras sudamericanas eligió dos de sus cuentos, titulados La Biblia y La Pesadilla blanca, que fueron publicados por una editorial norteamericana. En 1998 presentó su segundo libro: Lo que deja la vida, con veinte nuevos relatos.
HABLA EL RELOJ DEL BISABUELO
Tic... tac... tic... tac...
En el año 1900 llegué a la Argentina en un barco mercante procedente de Inglaterra, país de origen de mis antepasados.
Entre una numerosa carga nos acondicionaron a veinte relojes de una famosa marca inglesa. Soy hijo del gran Father Clock; pero en tamaño soy la mitad de él. Había salido al mercado con gran éxito, por la llamativa esfera esmaltada con numeración horaria escrita en letras tirias (iguales a las que se encuentran en las tumbas antiguas de Fenicia).
Desembarcamos una semana antes de Navidad. Desde ese día lucí mi estirpe en la vidriera de una renombrada relojería. Yo tuve ese privilegio, pues los otros quedaron dentro del negocio.
EMPIEZA MI VERDADERA VIDA
Navidad, evidentemente, enloquece a la gente. Yo veía desde mi sitial pasar a muchas personas; algunas, apuradas; otras más tranquilas; todas me miraban y me admiraban con interés. Yo lucía mi péndulo broncíneo que brillaba con los rayos de sol, mi forma perfecta y, entre otros atributos, mi puntualidad.
La tarde del 24 de diciembre, me eligió un señor alto, delgado, de grandes bigotes, que no dejaba de hacer comentarios sobre los relojes ingleses.
Me compró como regalo de Navidad para un amigo muy apreciado.
Luego de probar mí maquinaria me pusieron la hora oficial, me acondicionaron en mi caja de cartón, envuelta en papel de regalos y, esa misma tarde, me llevaron a la casa que sería, en adelante, mi propio hogar.
Mi dueño se llamaba Richard Hall y el que me había adquirido, Mr. MacLeo, ambos se conocían y apreciaban.
En el copete que adornaba mi cabeza, sujetaron una tarjeta manuscrita que decía: "Quiero que este reloj sea el compañero de tus próximas horas de trabajo, en la difícil empresa que vas a dirigir en el exterior".
Llegué aquel día a la casa de mi dueño, que me recibió con una exclamación de alegría. Remarcó la hora detenida por el traqueteo, y me acomodó orgullosamente en una de las paredes de su escritorio.
Se sintió inmensamente feliz cuando escuchó el suave toque de mis dos campanas.
Marqué la medianoche de esa Navidad de 1900 y despedí el año viejo en compañía de esa familia bondadosa y bien avenida.
Un mes más tarde, cuando ya me había acostumbrado al ambiente en que vivía, de nuevo me pusieron en mi caja de cartón y viajamos hacia el país donde sería mi verdadero destino.
Pasaron unos días antes de que me desembalaran.
Los trabajos previos a la instalación de la nueva fábrica que debía dirigir mi amo estaban terminados. Dos días antes de la inauguración, me colgaron en la pared de la sala de ventas. Tal vez Mr. Richard hubiera preferido que estuviese en su oficina, pero le pareció mejor que yo luciera como emblema en la entrada de la fábrica.
Todas las mañanas mi dueño me visitaba, controlaba la hora y, cada siete días, la cuerda. Mientras lo hacía susurraba: "Excelente, amigo, excelente; eres el mejor de los relojes". Mientras vivió mi dueño fui exacto. Traía la fama de mis antepasados y debía hacer honor a mi estirpe.
Fui testigo de muchos acontecimientos interesantes: unos divertidos, otros felices y hasta algunos tristes.
Cuando mi amo viajaba, el encargado de atenderme se olvidaba de hacerlo. ¡Cómo sufría yo cuando sentía que la cuerda se iba terminando y los toques de las dos campanas se ponían débiles y quejumbrosos! También la vida se terminaba.
Entre las historias tristes, recuerdo la noche aquella en que, durante una rebelión militar en la ciudad, balearon intensamente la fábrica. Una de las balas alcanzó mi corona. Desde entonces estoy destronado. Mi dueño no tuvo tiempo de que me hicieran una nueva.
Fue gracioso aquel día en que la sirena sonó una hora después. Se olvidaron de mi cuerda. Cuando regresó Mr. Richard tuvo que pagar horas extras a sus empleados. ¡Yo les marcaba las horas y ellos debían vigilarme!
También recuerdo el día de la boda de un funcionario importante de la fábrica, Me paré a las nueve de la mañana y la ceremonia se efectuaría a la diez. El novio y sus testigos hacían tiempo en la oficina. De pronto, les pareció larga la espera y con sorpresa se dieron cuenta de que yo estaba mudo. Eran las once de la mañana...
A la novia la sacaron desmayada de la iglesia, con el convencimiento de que su novio la había dejado plantada. De nada valieron los amigos como testigos: Toda la culpa la tuve yo. Luego de unos días se presentó el novio y me dijo sonriente: "¡Gracias, hermano, sin saberlo salvaste mi soltería". ¡Cosas de la vida!
Lo más trágico para mí fue la muerte de mi amo. Lo velaron en su oficina. La familia, acompañada de amigos y empleados, rezaba y lloraba. Yo, desde mi sitial, acompañé con mi tañido durante la noche, como campanario de iglesia en redoble.
Un silencio de tumba había caído sobre la fábrica. Presentí que mí vida de reloj cambiaría su curso con el fallecimiento de mi dueño. Me llevaron por viejo a un lugar donde se amontonaron las cosas inservibles. ¡A, mí, con mi estirpe de reyes! Otro reloj seguramente habrá ocupado mi puesto... ¿Cuánto tiempo pasé en ese oscuro lugar? No podría precisarlo... ¿Habrán sido años? Creo que sí. Sin corona, sin amo, sin cuerda, había perdido todo. Las arañas tejieron un fino encaje sobre lo que quedaba de mi esmaltada y llamativa esfera y lentamente me fui enmoheciendo.
Un día huelo olor de primavera y escucho voces alegres y juveniles que rondan cerca de mí. "¡Fíjate -dijo Hernán- en este reloj! ¡Qué hermoso es!, a pesar de lo descuidado que está". "Déjalo allí, ya no tiene ningún valor", contestó el otro joven. Pero la voz que sonó tan querida para mí me tomó suavemente en sus brazos y me llevó a la oficina. Me instaló frente a él, llamó a un relojero que, además de ponerme en condiciones, nivelando mi péndulo y haciendo una limpieza general, le dio las características de mi prosapia inglesa.
Mi nuevo dueño, de voz parecida a la del viejo amo que tanto quise, era, sin duda, hijo o nieto de aquél...
Hoy luzco mi corona real con orgullo y en mí pecho brilla mi péndulo de bronce; y vuelvo a adquirir mi hidalguía británica, pero, sobre todo, tengo dueño, y yo soy dueño de las horas. Tic... tac... tic... tac...
Fuente:
(CUENTOS Y POEMAS PARA NIÑOS Y ADOLESCENTES)
Editado con el auspicio del FONDEC
QR Producciones Gráficas S.R.L.,
Diciembre, 2002 (210 páginas).