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CLAUDIA MARÍA GONZÁLEZ
  SANTÍOGO, LA PROFECÍA y PODERES OCULTOS - Por CLAUDIA MARÍA GONZÁLEZ - Año 2007


SANTÍOGO, LA PROFECÍA y PODERES OCULTOS - Por CLAUDIA MARÍA GONZÁLEZ - Año 2007
SANTÍOGO, LA PROFECÍA
y PODERES OCULTOS
 

 .
SANTÍOGO
Al compás de los movimientos del autobús, un chico menudo y simpático vendía con tanto don los dulces caramelos que llevaba en las manos. Todos los pasajeros lo mirabámos atónitos y la brisa del viento alegraba su andar entre los que sin respirar gozábamos de ese trozo de inocencia y humanidad.
¡Caaraameeloo a cieeen.... ! ¡Caaraameeloo a cieeen! Ese era su canto cotidiano y su cruz de antaño.
Vender caramelos en medio de la terminal, correr de un lugar a otro para subir al vuelo a los que un día serían sus carrozas de la muerte ... ése era su santuario, uno muy extraño por cierto.
Mirábale muy entusiasmada siguiendo sus ojitos de esperanza.
- ¡Cuánta vida por delante, niño! -le dije.
- ¡Cuánta vida por detrás, querrá decir mi doña! - afirmó con devoción y siguió cantando alegremente ¡caaraameeloo a cieeen...!
Sus palabras me dejaron pensando en el recóndito mundo que ese niño traía consigo entre los dulces caramelos de leche. ¡Cuánta vida por detrás!, me repetía. ¡Cuánta vida por detrás!
El autobús hacía sus paradas obligatorias para alzar otros pasajeros que se sumaban a ese trajín espectral al que nos conducen nuestras ansias de mejorar el "status" y la categoría social.
Pensando en lo poco que vale mi boleto de vida de ochocientos guaraníes, que me abre el paso seguro hacia una tumba cotidiana y lisonjera, escuché decir a Santíogo, el de los caramelos, con voz potente y picarona: "Oiga, señor chofer...¿Se ha peleado hoy con su mujercita o qué? ¿Y esa cachaca mi señorcito? ¡Bájele una por favor!'
El mundo de gente de ese autobús se echó a reír. El chico tenía gracia ... sin duda alguna. Era especial ... sin duda alguna.
-¡A la orden mi capitán! ¡Usté sabe que es el que manda en este barco! - respondió el chofer con un aire paternal, que no parecía de este valle de lágrimas medianero. Y allí nomás, al son de la cachaca, el niño volvió a su canto y a su fiesta patronal: ¡caaraameeloo a cieeen...!, ¡a endulzar la vida señoras y señores! ... ¡caaraameeloo a cieeen...!
Qué sabor tan dulce adquieren las simples cosas de las cosas simples. ¿Querrán decir Santiago?, pensé. Pero lo volví a escuchar. Es Santíogo, me respondí. El deseo de conocer más de cerca a ese niño ancló en mi corazón.
Me perdí mirando a la muchedumbre. Un crío se amamantaba mansamente y un joven cedía el asiento a una viejecita muy coqueta. Uno, colgado y haciendo equilibrismo, iba leyendo el periódico. Otro, dormido plácidamente en los brazos de Morfeo, era más hijo de la noche que del sueño, y otra, a estirones, convencía a su hijo que también los viernes eran días de escuela.
Un olor a mandarinas inundó el ambiente. Qué maestría la de la naturaleza, pensé, cuando volví a escuchar. “¡caaraameeloo a cieeen...! ¡caaraameeloo a cieeen...!”.
Santíogo. Santíogo. San - tío - go. Qué nombre más extraño. No lo había escuchado antes.
La cachaca se apagó, el chofer de cabezas se daba contra el volante y con las manos en alto gritaba a los cielos lo que no podía creer. La muchedumbre se impacientó y alguien llorando pedía una mano para socorrer. Las noticias, con el periódico, volaron por una ventanilla. El crío dejó de mamar y se apretaba contra el pecho de su madre, buscando un refugio donde entrar. La coqueta sacó un rosario blanco de su bolsillo y empezó a rezar, mientras el dormilón se despertaba en medio de una pesadilla de nunca acabar.
El olor a mandarinas se mezcló con el barullo de la gente que, a empujones, bajaba del autobús estirada por la curiosidad más que por cualquier otro sentimiento. El sonido de las sirenas comenzó a llegar. Algunos abrían paso a las ambulancias y otros a la policía.
El tiempo fue fugaz. Santíogo, tirado en el asfalto, con ojitos de esperanza me susurraba: «Soy un tío santo que se va, mi doña. Le digo la pura verdad. Y con usted me quedo en mi nombre».
Con un blanco sepulcral cubrieron su rostro. A su alrededor muchas personas se estironeaban por los caramelos de leche que yacían esparcidos. Fueron varias las versiones que flotaron en torno al niño de la terminal, el capitán del barco con ruedas que al son de cachaca vendía caramelos de leche para subsistir. La policía siguió indagando y las autoridades dieron la orden de cerrar el caso cuando ni supieron qué hacer ni lo ocurrido fue considerado noticia por los matutinos nacionales. Santíogo. San tío go. San -tío -go. Santíogo.
Nunca olvidé el dulce canto que fue llevándolo hasta el cielo azul donde un coro de ángeles lo aguardaba: ...caaraameeloo a cieeen ... carraaammmellloooo aaa ciüeeeenrnn ... ccaaarraaammeeeloooo a cien ... craameloooo aaaa ciennnn ... meeloo ccccienn ... elooo ceennn ... loocieee ... a ciieenn ... ooaaiieeee ... aaaie ... a ...
 
 
LA PROFECÍA
El lamento de los perros al final del cortijo anunciaba sin pausas un silencio extraño. Las voces del corredor de las comadres ancianas narraban la historia de un niño sin tiempo. Se cumplía... se cumplía la profecía.
Preocupada por los vaivenes de los cazadores del pueblo y por la cantidad de armas que se preparaban con prisa, me dispuse a leer la historia real de una mágica existencia.
Los muebles de la casa se desplazaban sin rumbo y las luces abandonaron sus cajas para huir hacia el abierto campo. Hace un siglo que mis antepasados vivieron algo similar, y muy poco queda escrito sobre el niño sin tiempo del cual se habla en la comarca.
- ¡Mete los caballos en el establo y aliméntalos tranquilamente! Necesitamos que estén bien. La noche será larga -ordenaba mi abuelo al capataz de ancho sombrero.
- Sí, patrón -respondía nervioso y sus movimientos reflejaban un temor difícil de percibir.
- Llena los tarros con agua y asegúrate que en la cocina todo esté listo -decía mi madre a doña Julia, la encargada de las tareas domésticas de la gran casa que albergaba a la familia Márquez.
- Las alacenas están llenas, señora, pero no encontramos el trigo -avisaba la huérfana Enriqueta, a quien la abuela había criado con desdeño.
- ¡El ganado ha escapaaadooo! -corría gritando con potencia Miguel, mi hermano.
- La profecía comenzó, todo está dispuesto. Será larga la noche y la luz del día llegará con fatiga. Los vientos se alzarán con fuerza, los relámpagos danzarán sin compás, y el niño sin tiempo aparecerá envuelto en llamas que encenderán hasta el último rincón de este ancho valle -repetía bajito la anciana indígena Kurusú, envuelta en un coro de ángeles vestidos de rojo que revoloteaban por la casa desierta.
Comprendía muy poco la diversidad de esa angustia por la profecía compartida en la aldea.
Buscaba con ansias, entre las páginas de un libro, los secretos mencionados por Kurusú, mientras una leve brisa fue recorriendo mi cuerpo, jugueteando suavemente entre mis cabellos, dando vueltas las páginas hasta posarse en la que faltaba.
No había nada parecido a lo escuchado. Los peones, los abuelos y mis padres seguían en la faena casera, mientras un grupo de cazadores fue tras Miguel a buscar el ganado que se había escapado.
Al cabo de un rato comentaron que el viejo Cirilo se había olvidado el portón abierto. Esto difícilmente dio crédito al cuento de la profecía; sin embargo Kurusú no volvió en sí hasta que el niño sin tiempo la llevó consigo.
Más tranquila de ánimo seguí hojeando las páginas del libro. Era terrible comprobar las similitudes del valle y la ceguera del sol naciente con lo que me rodeaba.
Contaba la anciana que el corazón de la selva comen-zó a rugir. Que las montañas encumbradas sacudieron la sequía que llevaban encima, y que las nubes bajaron hasta mezclarse con el olor de la tierra dormida.
El todo era de un verde plácido y amarrado a las raí-ces de los árboles. Raíces que, como brazos inhóspitos, se extendían por toda la comarca para devorar a los sobrevivientes de la profecía.
El niño sin tiempo apareció con desprecio y, feroz, cabalgaba uno de los caballos que Miguel había comprado en la última feria.
El final de la historia se hace muy trágico mientras sigo leyendo el libro, y el misterio que la envuelve no me deja percibir la figura soñolienta, parecería ser de una niña, tendida a los pies del olvido sangrando encarnecidamente hasta el último suspiro. Kurusú está allí, la veo envuelta en un coro de ángeles que revolotean sin cesar al compás de los truenos.
El último ganado del grupo, que había salido corrien-do, entró al corral. Se terminó el conteo y se pudo comprobar que no faltaba ningún animal. Mi padre estaba feliz por el trabajo de Miguel. El era un buen campesino. Amante empedernido del campo y de sus ninfas, que lo recorren al atardecer en busca de agua y fuego.
El trigo no apareció, así decía el libro, una recopilación de muchas historias que se entremezclan con lo que estoy viviendo.
Al trigo de mi casa en la comarca lo habían cosechado la semana anterior. Fue una buena cosecha. Nos habría permitido pasar mejor el invierno, que en Costamar es muy serio y ebrio.
De repente, de improviso, un grito espantoso sumergió a la aldea en un atento pánico.
Enriqueta, envuelta en sábanas rojas, pendía colgada de un árbol cercano.
Kurusú no volvió en sí, yo la observaba desde lejos. El libro, en mis manos, temblaba. La peonada lloraba y prendía velas de incienso al dios de la llanura y del valle tendido. Los mulatos iniciaron el ritual de sus danzas y los jóvenes copulaban a orillas del río. Esto no me lo contaba el libro, lo veía yo sin entender lo que pasaba. Quería hablar y no me escuchaban, estaban todos atónitos para darse cuenta de que no me había perdido como lo pensaban.
El clima comenzó a cambiar. Del calor sofocante Costamar sucumbió en un frío eterno. Las llamas brotaban desde las entrañas de la tierra y las montañas rugían con voces de llanto. Cientos de raíces nos abrazaron hasta sofocarnos, muchos perecieron en esos amoríos extraños. Cesó la música de los mulatos y los jóvenes murieron desnudos, copulando. El silencio se rompió y las gargantas esparcieron sus más tímidos gemidos. Yo sentía que la vida se me escapaba por la ventana de mi casa, y al intentar retenerla me veía tendida a los pies del niño sin tiempo, en la página setenta veces siete del libro. Él estaba allí, y Kurusú me informó que estaba buscándome desde hace por lo menos un siglo, escondido en la página arrancada.
El campo reía a carcajadas ante su estupor de antaño. El estaba allí, era un niño muy viejo, me tocó con las manos y no me importó el desatino. Aunque los cuadros del hoy se mezclen sin piedad en mi memoria ya débil, recuerdo el crujido de los pies caídos sobre las hojas amarillas, la visión desnuda de los árboles de fuego, los cazadores sin cabeza que se arrastraban en la oscuridad de la noche, los caballos deshechos y el trigo regado nutriendo sin asco a los moradores del infierno.
Kurusú no volvía en sí, la veía desde lejos. Más ángeles se unieron al vuelo y, en la última lágrima de mis ojos ya dormidos, la voz del niño sin tiempo suavemente me rezaba. Tendida a sus pies sangraba yo hasta el último suspiro, mientras el sol del nuevo día y el trinar de los pajarillos recogían en la memoria el adiós a la profecía.
 
 
PODERES OCULTOS
Se fue sin más recuerdos que el triste llanto de una soledad profunda y desarraigada. Ella lo condenó a sobrevivir en el olvido de las ilusiones, en la imposibilidad de volver atrás y en el amor más sublime que su corazón, adulto y cansado, pudo alguna vez sentir.
Su mundo no se le parecía en nada. É1 era todo lo opuesto a la fastuosidad, a la hipocresía y a la vanidad. Sin embargo, al poco tiempo de su renacer eterno, la estrella fugaz de sus deseos lo volvió a la realidad. Ella ya no existía, quizás no existió nunca. Era la soberana de una guerra absurda entre poderes ocultos, cuyas víctimas inocentes mueren en vida cíclicamente.
La historia casi raya lo inverosímil. Juega entre las luces y las bambalinas de un teatro-mundo que se hace evidencia en la palabra no dicha. Sin embargo, yo estuve allí para hacerla con sangre y pulso atento.
Los teléfonos se controlaron, se montaron guardias de vigilancia, se duplicaron las ofertas de trabajo y el peligro se agudizó. Atentaron contra nuestros hogares, divulgaron las conversaciones, distorsionaron nuestras intimidades, y aniquilaron los últimos vestigios de un destino aun sin rumbo.
Atropellaron las oficinas, hurgaron en los armarios, vaciaron las bodegas y violaron los archivos. De todo eso, no quedamos más que la confusión, yo y la esperanza de aquel tiempo.
Solo hoy, después de cuarenta y cinco días de agonía perenne, en una sala de terapia intensiva de un hospital blancamente aterrador, puedo recordar con lucidez el sentido de mi vida, y escribir en el papel las emociones que me asfixian al revivir la pasión de un amor que no ha encontrado definiciones en la marea de los sinsabores cotidianos.
Cometí los mismos errores que mi madre y no me arrepiento de ello. Te renuevo su historia para que la ames tanto, o más que yo.
Todo comenzó una tarde lluviosa, cuando las ranas y los grillos saltaban en el jardín anunciando buenas noticias. Algo iba a suceder, eso decían en mi pueblo de antepasados. Y efectivamente fue así. Muchas cosas acontecieron, entre ellas Facundo y yo nos conocimos.
Faltaban cinco para las cuatro de la tarde cuando a mi lado se sentó un joven tieso y bien vestido. Se notaba que hacía por lo menos veinte años que había superado la barrera de los treinta. Lucía tan galante su impermeable color café. Me gustó el timbre de su voz y su sonrisa irónica. Me sentí descubierta a través de unos ojos pequeños, de donde emanaba una mirada aguda e impertinente. Me di cuenta que yo le gustaba y eso me hizo sentir bien.
Una mujer siempre desea que la deseen, me decía la abuela, cuando en su lecho de muerte me impartía los últimos consejos para reinar en el mundo de los machos.
El deseo es la voz impaciente del alma que se apresta a sucumbir en los suspiros del abismo humano. Es el regreso imperecedero al universo de los instintos prehistóricos, al manantial originario donde amor y pasión se han fusionado en la honestidad de lo sublime y de lo trascendente, y se han hecho, con el perfeccionamiento del egoísmo y la envidia, el arma mortal de aquellos corazones que han apostado a vivir y a vivir, y a seguir viviendo aun en el silencio de los propios sentimientos. La abuela tenía razón, me decía a mí misma, mientras al ir escuchando las voces del salón escudriñaba los movimientos del galán de al lado.
Me resultó aburrida la reunión. Nos habían convocado para ultimar los detalles de la operación clandestina. La tarea no iba a ser fácil, todos lo sabíamos. La estrategia se armó, se designaron las coordinaciones para los comandos específicos y se repasaron las técnicas operativas. Yo estaba tranquila, sabía quién era, conocía mis habilidades, pero me aterraba constatar que hacía mucho tiempo que había dejado de amar. En la guerra de los poderes ocultos no existe lugar alguno para sentir. Se trabaja y se vence. El enemigo está en ti y en el aire que respiras.
El calendario inició su cuenta regresiva. El reloj acompañó con su tic-tac, tic-tac, el pulso y la adrenalina que nos mantenía vivos en la mísera oscuridad.
- ¿Recuerdas la tarde que nos conocimos? -escuché la voz de Facundo en medio de la desesperación.
- ¿Cómo he de olvidarla? -respondí, amándolo más que nunca.
- Fuiste descortés conmigo -me reprendió.
- ¿Qué esperabas?, fuiste un insolente -le recordé.
- Todo esto va a terminar muy pronto, y cuando eso se dé, nos iremos lejos buscando horizontes nuevos -me dijo tiernamente en un abrazo que duró instantes seculares.
- No creo que te dejen por mucho tiempo en Paraguay, te enviarán a otra misión y seguirás tu camino como siempre lo has hecho -le respondí, atragantándome con la saliva que apenas me goteaba en la garganta.
El miedo a perderlo me paralizó. Sentía que me arrancaban la vida y me la hacían pedazos delante de mis propios ojos, mientras la rabia y la impotencia me sumergían en el infierno más terrible y seductor.
Sabía que no lo iban a dejar aquí. Habían interceptado los teléfonos y los de la vigilancia hicieron un trabajo impecable.
Él se iba a ir sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Y así fue. Su traslado se dio como un evento rutinario, mientras que en la ceguera de mi habitación de terapia intensiva escuchaba con dulzura los motores que subían el avión.
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Fuente:
CUENTOS BREVES DEL OLVIDO
Por CLAUDIA MARÍA GONZÁLEZ
© 2002 Claudia María González
© 2002 Editorial Servilibro
Pabellón Serafina Dávalos
25de Mayo y México - Plaza Uruguaya
TeleFax ( 595 21 ) 444770
E-mail:
servilibro@highway.com.py
www.servilibro.com.py
Asunción - Paraguay
Edición Adriana Almada
Arte Final Patricia Eulerich
Ilustración de Portada :
Claudia María González
(óleo, colección de la autora)
Primera Edición Octubre 2002
Segunda Edición Mayo 2007
ISBN 99925-859-1-9
Tirada de 500 ejemplares
impreso en Asunción - Paraguay
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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