Este es un libro misceláneo. Con todos los riesgos y todas las ventajas de serlo. Riesgo, en cuanto hay en él de heterogeneidad; ventaja, por su propia condición de variado. Saber eludir el riesgo y lograr unos resultados felices es lo que hay que anotar en el haber del escritor Hugo Rodríguez-Alcalá. Rodríguez-Alcalá tiene un puesto bien afirmado en las letras paraguayas, no tanto por ser de un país heroico, sino porque, proyectado al mundo de nuestra lengua, ha sabido dar prez al pegujal de donde ha salido. Trataré de explicar, desde la perspectiva de hoy, cuanto ya sabemos de mucho antes.
Hace algún tiempo reseñé El ojo del bosque. Libro impresionante por la grandeza épica de algunos relatos y por la intimidad lírica de otros. Dije entonces: «A veces pienso en Poe y otras en Valle-Inclán, lo que no son malas evocaciones». Mis palabras no atendían a fijar fuentes -¿Quién podría inferirlo de esa sencilla cita?-, sino al clima que se desprendía de alguno de sus relatos y del mundo entre obsesivo y fantasmal que, en ocasiones, creía encontrar. Pero nada de antecedentes literarios. Ahora me valdrán también estas palabras, pero quisiera antes señalar las partes de La doma del jaguar, para ver cómo se mantiene una línea de coherencia y hasta qué punto son individuales los mundos que constituyen ese todo. Así hemos entrado en el meollo de nuestra cuestión de hoy: ¿Coherencia o no?
El prólogo del autor nos puede dar las claves para entender la taxonomía, aunque podamos pensar en la unidad del hombre que acertó a crear la obra de arte. Porque relatos, memorias o historia tienen mucho de lirismo interior, que es tanto como la cuenda que va enhilando las piedrecillas que van a componer la sarta del collar. Efectivamente, Rodríguez-Alcalá nos dice que unos cuentos (El patriarca y su anatema, Cuadros póstumos) son pura invención, otros son fragmentos de una vida heroica; alguno, relato de la Guerra del Chaco. Estamos, sin embargo, en un concepto unitario: el relato de un suceso real o ficticio puede ser lo que se llama cuento. Así, pues, ese heterogéneo origen no pugna con lo que concebimos desde la teoría literaria; ante bien, estructura una concepción que el autor tiene muy clara. Porque lo que él nos da como producto de su inventiva es criatura de arte, no tanto por lo que tenga de fingido, sino por la capacidad estilística. Es decir, la transformación de un mundo fantástico en producto literario digno de ser tomado en cuenta. Entonces resulta que su validez es lo que da constancia a la presencia de ese personaje Scott, afortunado no por su vida azarosa, sino por haber encontrado el narrador que ha trocado la pura aventura en una criatura capaz de emocionarnos. En cuanto a Las botas del prisionero, nos transporta a alguno de los más bellos momentos de El ojo del bosque, y no quiero reincidir.
La doma del jaguar es un intenso relato. La vida violenta de la selva está enmarcada en un léxico regional que le da vida y colorido. Las palabras son importantes porque dan forma a unos contenidos universales, pero no quisiera soslayar el patetismo de un relato al que Valle-Inclán podría haber llamado de «tierra caliente», donde los hombres se acuñan como los metales y las pasiones se desnudan de la carne que las sustenta.
El patriarca y su anatema es un relato escrito con sagacidad. La vida tensa de otro tipo de tierra caliente lleva a Hugo Rodríguez-Alcalá a un hermoso relato con el que la vida-ficción se entrevera con la historia de los protagonistas del Viejo Testamento, logrando felices (o humanamente infelices) resultados. El «mirá, hay algo que no aprobás en los patriarcas de la Biblia», se convertirá en una especie de antífrasis dramática que aboca en un adulterio burlado.
La voz de la tierra, las voces de los hombres, el espíritu tenso y despiadado, serían otros tantos elementos caracterizadores de estos relatos (y más acaso de los que dedica a Scott). Son los elementos que dan certeza a unas historias que cuentan por cuanto tienen de verdad. Con independencia de lo que el autor inventa, traslada o copia, y es que, por encima de todo y cubriéndolo como un recio manto, está la capacidad para conseguir que las criaturas se muevan vivas en un mundo real.
En busca del tiempo perdido es la segunda parte del libro. El título proustiano ampara a una serie de relatos autobiográficos. Como tantas veces que de autobiografía se trata, lo que el autor nos da son una serie de fotografías que el tiempo detuvo en el recuerdo del narrador. La prosa poética e impresionista de Rodríguez-Alcalá da a sus relatos esta pátina suavemente virada que tienen las viejas fotografías con el anacronismo emocionante que para nosotros poseen los hechos del pasado, con la mirada detenida ahora en lo que fue un instante fugitivo (ya eternizado lo que duró el tic de la máquina fotográfica, pero que reiteramos mil veces hasta salvar la estampa transitoria). Estas páginas son el viejo álbum familiar que hemos encontrado en el cajón de los olvidos y que ahora nos sobresalta con su presencia y con las emociones renovadas. Años veinte y treinta, cuando el ancho cuello azul iba ribeteado de trencilla blanca y los ojos infantiles soñaban, sí, con dársenas quietas (¿sabrían qué eran dársenas?, en las que oscuras goletas (¿y goletas?) se disponían a desamarrar hacia lejanos países. (Sí, lejanos países, a los que nunca llegamos).
Estas dos partes, unidas a Varia (heterogénea desde la historia general a un pedacito de la propia vida), hacen este libro que ahora vemos como si estuviera ahormado en un recipiente que lo conforma y lo hace ser criatura singular y no retazos a los que un duro golpe hubiera despedazado.
Las atrocidades del segundo López durante la guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay, parecen inverosímiles, increíbles. Empleemos estas palabras en su sentido estricto, a saber, lo que no tiene apariencia de verdad, lo que no puede creerse, lo muy difícil de creer.
Ahora bien, antes de la guerra, mucho antes de las atrocidades de San Fernando, Solano López cometió crímenes difíciles de creer, que no tienen apariencia de verdad pero que prefiguran en su procedimiento, en su crueldad vesánica, los horrores infligidos a innumerables compatriotas y extranjeros y aun a miembros de su propia familia, incluyendo a su propia madre Da. Juana Paula Carrillo.
En cuanto al procedimiento criminal he aquí en síntesis el empleado con respecto a Da. María Concepción Ferreira. El hijo de esta señora estudia en la Argentina y ha tenido como condiscípulos, en el Colegio Concepción del Uruguay, nada menos que al futuro general Julio A. Roca, el conquistador de la Patagonia, dos veces presidente de su nación, y al futuro escritor Eduardo Wilde y otros también futuros prohombres.
Los argentinos han padecido su temible tirano Juan Manuel de Rosas (1793-1877) a cuyo régimen de opresión dio fin la batalla de Caseros en 1852; no es de extrañar que las nuevas generaciones rioplatenses fueran fervientes adictas a un ideal de libertad.
Actuaban en el escenario político miembros de la generación argentina de 1837, y las ideas de uno de ellos, de Alberdi, inspiraron al Congreso Constituyente de 1853. Era una época de entusiasmo en lo que mira a la consagración y afirmación de las libertades cívicas. Residían en la Argentina muchos jóvenes paraguayos de familias enemigas de regímenes dictatoriales.
A oídos del amo del Paraguay de aquel entonces llegan informes sobre las críticas de estudiantes paraguayos al Gobierno autoritario de Asunción. Solano López sabe que el hijo de Da. María Concepción Ferreira es uno de los críticos de su régimen. Y entonces inicia el procedimiento que años después adquiriría la plenitud de su eficiencia. Hay que comprometer a la madre del delincuente sepa ella o no sepa que el hijo es o no es culpable. Primeramente la futura víctima es llamada «por la justicia». Un piquete de Policías marcha a Limpio y allí notifica a Da. María Concepción que será interrogada en el Cuartel de Policía de Asunción por razones que ella sabrá cuando al día siguiente comparezca ante la autoridad en dicho cuartel.
Y al día siguiente, en el Cuartel de Policía, se le comunica que está arrestada; su hijo Benigno Ferreira es un traidor que atenta contra el Superior Gobierno. (No estar a favor del Gobierno es ser traidor). Su hijo, oye la dama de Limpio, es un descastado y ella debe firmar una declaración que así condene al estudiante en Buenos Aires. Si ella quiere recobrar su libertad debe firmar una bien explícita declaración de culpabilidad.
Si la detenida no firma esta declaración, será conducida a la cárcel donde alternará con ladrones y prostitutas. (Anote esto el futuro estudioso de las atrocidades del tirano exaltado en el Paraguay, país de tantos héroes auténticos, «como el héroe máximo»). Como se ve, además del castigo, López quiere infamar a sus víctimas. Cuando una de ellas, se niegue a confesar que su esposo es un traidor, después de hacerla sufrir infinitos azotes y tormentos, la hace encerrar una noche con un negro para que éste viole el cuerpo casi enteramente llagado de quien defendió heroicamente, ante los verdugos, el honor de su esposo y el suyo propio. Nos referimos a Juliana Insfrán de Martínez.
Conducida, María Concepción, días después ante Solano López, este le advierte: «Le conviene, señora, renegar de su hijo Benigno, que es un traidor a la Patria». La madre del mozo inculpado contesta altivamente: «Traidor a su Patria, jamás, señor presidente; pero sí enemigo de su Gobierno, que es otra cosa».
López entonces ordena que sea flagelada día y noche hasta que tome una decisión libre y declare a Benigno hijo descastado.
La flagelación se verificó al pie de la letra; luego la víctima es estaqueada y sometida al tormento del cepo de uruguayana, como más tarde lo serán la nombrada Juliana Insfrán y otras preclaras víctimas. (Anote este aspecto del procedimiento el que reaccionando contra la historia distorsionada de la tiranía se prepare para estudiar los testimonios de contemporáneos nacionales y extranjeros del déspota oficialmente glorificado).
Como la citada Juliana Insfrán y otras heroínas, la madre de Benigno Ferreira se muestra irreductible. Y habiendo comparecido una vez más ante el tirano, este le ordena: -«Firme ese papel; declare que su hijo es un descastado y un enemigo de la Patria. Y cesarán todas sus aflicciones».
La respuesta es terminante: -«Antes de firmar ese indigno papel, prefiero que me destrocen la mano derecha». El tirano reacciona incontinenti disponiendo que se labre un acta con el relato del juicio. Y de su puño y letra pone al pie del acta esta providencia: «Aplástesele la mano como se pide. F. S. López».
López no hace fusilar ni alancear a María Concepción Ferreira como después sus Tribunales de Sangre mandaron fusilar o alancear a innumerables víctimas; pero sus esbirros aplastan a martillazos la mano derecha de la impertérrita y hacen de esa mano «una informe masa sanguinolenta».
El resto de lo que fue su mano derecha se le infecta y agusana. Considerada ya como caso perdido, la entregan a una fiel esclava. Y esta la cura y le salva la vida.
Y es más: al hijo que ella se negó a repudiar le toca volver a ver a su madre en escenario de tragedia atroz. Y al producirse el encuentro de madre e hijo, años después del castigo, el abrazo de esta fue dulce y patético: el hijo ve alzarse la mano aplastada de su madre, un guiñapo negruzco, siguiendo el apasionado impulso del abrazo.
AMOR MENDIGO
-Nuestra oficina es grande, de treinta y cuatro empleados competentes, que ganan bien. Tratamos de que se sientan solidarios con nuestra firma -me dijo el Dr. Justo Cienfuegos. Tenía un traje gris oscuro, de muy buena calidad, la corbata de seda natural prolijamente anudada al cuello almidonado de la camisa blanca. Una cadena de oro le colgaba de uno a otro bolsillo del chaleco. Un diamante ostentoso le brillaba en el anular derecho, engarzado en grueso anillo.
El engarce desplegaba numerosas varillas relucientes aferradas a la gema, como patas doradas de insecto. Todo en su atuendo y en su actitud indicaba un refinamiento acaso un poco afectado. Hombre chapado a la antigua, el Dr. Cienfuegos pese a cierta fatuidad mal disimulada, era hombre respetado por su honestidad, sus vinculaciones y su considerable fortuna.
-Nada más cruel que explotar a los débiles, a los miserables -añadió el Dr. Cienfuegos tras una pausa en que me escudriñó la mirada-. Yo tengo mi mesa escritorio al fondo del salón de la oficina. Las treinta y cuatro mesas de mis empleados forman dos filas paralelas a lo largo del salón, hasta poco antes de la puerta de entrada que da a la calle. Un pasillo nada angosto entre las filas de mesas facilita el tránsito de empleados y clientes. Yo, desde mi sillón del fondo, puedo observar todas las treinta y cuatro mesas. Lo puedo ver todo: quién entra, quién sale, quién prolonga demasiado una conversación telefónica. Nuestros clientes suelen acudir desde temprano, entre las siete y media, ocho de la mañana. Me basta un vistazo a derecha e izquierda para barruntar qué quiere el conocido abogado, el ejecutivo próspero, el ingeniero con problemas, el político de manejos no muy escrupulosos. Un muchacho uniformado -un botones- (me explicó con fatuidad) abre y cierra la puerta de calle y a veces se me acerca con el mensaje de alguien a quien yo he fingido no haber visto entrar en la oficina.
El Dr. Cienfuegos guardó silencio un instante, consultó el anticuado reloj de oro que le abultaba el bolsillo izquierdo del chaleco. Yo no decía nada mientras él se daba tono con modales lentos y distinguidos. Al fin siguió hablando:
-Hace unos meses vi que alguien era detenido frente a la puerta de la calle. El botones le cerraba el paso. Ordené al empleado más próximo que me averiguara lo que pasaba.
El empleado fue hasta la puerta y volvió enseguida: -Es una mendiga, doctor -me informó-. Pero una mendiga, este... una mujer, una muchacha joven... deforme.
Por el caminero rojo que cubre el piso del pasillo entre las dos filas de escritorios, ya avanzaba hacia mí la muchacha. Tendría unos veinte años; al caminar, los pies se le entrechocaban y el cuerpo todo se le zarandeaba hacia atrás, hacia adelante, hacia los costados. Todos los oficinistas suspendieron el trabajo; las dactilógrafas dejaron de teclear.
Aunque su manera de andar era muy dificultosa, se daba la mayor prisa posible para llegar hasta mi escritorio. El botones la seguía con cara de susto; quiso más de una vez atajarla; pero ya ella estaba a pocos pasos de mí. Estrábica, la cabeza insegura sobre el pescuezo largo y venoso, hacía esfuerzos para mirarme sin mover demasiado el busto espasmódico, y ya me hablaba con una especie de gorgoteo salivoso en la boca torcida. El brazo derecho era como un muñón que terminara a la altura del codo en una mano que apenas podía llamarse mano, de donde le salían unos dedos, tres o cuatro, cortos, sin uñas, sucios y temblorosos. El brazo izquierdo era por contraste grande y fuerte, y más largo que un brazo normal para su cuerpo.
Le dije al botones: -Déjela, y vuelva a su lugar. -Saqué la billetera y le tendí un billete nuevo. Ella dejó caer un palo que en su mano izquierda le hacía de bastón y se apoderó de los flamantes quinientos guaraníes diciendo algo incoherente pero que sin duda significaba agradecimiento. Llegó hasta mí entonces un fuerte tufo de suciedad y aliento fétido.
Varios empleados, casi todos, los que tenían dinero menudo, me imitaron. Mientras ella se alejaba hacia la puerta de calle, le tendían billetes o monedas.
Desde ese día, a las ocho y media en punto, la tullida llegaba a la oficina de nuestra firma. El botones la dejaba entrar abriéndole la puerta con amplitud suficiente para que no tropezase. Ella, a lo largo del caminero, iba pidiendo a uno y otro empleado, una ayuda -decía- en forma apenas inteligible.
Había algo en la pobre que hacía imposible negarle una limosna, aun en el caso de que sólo hubiera billetes de no bajo valor disponibles: mis empleados se los daban sin vacilar. Nadie se excusaba día tras día hasta que una vez anunció ella que vendría solamente los lunes, los miércoles y los viernes. En esos días, menos que nunca faltaba, de parte de los empleados, una limosna ya de antemano preparada. La mendiga llegó a convertirse en una especie de mascota. Un viernes al mediodía, González, mi secretario, notó que la muchacha parecía menos sucia; que ahora se peinaba el cabello, torpemente, sí, pero se lo peinaba. También González y otros -y yo entre ellos- notamos que había aprendido a sonreír con una mueca aleteante en la boca torcida.
Nuestro mandadero nos informó de que, después de recibir las limosnas en la oficina, se iba a una placita donde, sentada en un banco, comía con la mano izquierda ayudándose con el muñón del brazo deforme, las butifarras y chipas grasientas que le vendían en puestos cercanos.
Su aspecto iba cambiando gradualmente; al principio no sabíamos qué pasaba; pero un día viernes, sí, un viernes, advertimos que le había crecido el vientre y se le abultaban los pechos, cosa que, como últimamente había subido de peso, pasó un tiempo inadvertida. Ahora ya no había ninguna duda: la tullida estaba encinta.
El Dr. Cienfuegos me observó un momento con una expresión en que se mezclaban la compasión, la indignación y el asco.
Ese día todos le dimos limosna como si nada hubiera pasado, sin que nadie se atreviera a formularle una pregunta, aunque ese viernes hubo en la oficina un estupor que fue avanzando de mesa en mesa hasta llegar a la mía.
La Comisaría 8, la de nuestro barrio, queda cerca. El Comisario Pedro Núñez, excelente persona, es hermano de mi empleado más antiguo. El Comisario Núñez es el que me ha asignado el agente que vigila nuestra firma. Este agente, armado de un pesado revólver que le cuelga de un cinto decorado de lustrosos cartuchos, se pasa horas y horas casi sin moverse, frente a la oficina o dentro de ella, a la entrada, si hace frío o demasiado calor. Se llama Juan López.
-Juan López -le dije el viernes aquel del descubrimiento apenas salió la mendiga de la oficina-. Hágame el favor, Juan López de seguir a esa pobre mujer y averiguar dónde vive, qué hace...
Juan López, contento de abandonar su guardia aburrida, miró hacia donde se iba alejando la pordiosera y se fue tras ella sin apurar el paso. Yo le advertí que, a pedido mío, el Comisario autorizaba la pesquisa.
El agente Juan López estuvo de vuelta antes del cierre de la oficina y vino hasta mi escritorio a darme parte: -Doctor, la mujer vive en un rancho de los bajos de la Chacarita. No vive sola. Tiene un compañero de unos treinta años que vive a su costa. El compañero toma mate o tereré todo el día. Cuando ella llega al rancho después de mendigar por los barrios, él cuenta el dinero. Entonces ella tiene que ir a la despensa de un coreano para comprar comida y whisky. Whisky marca Old Parr, nada más que Old Parr. Él no toma otra marca. Él la puso preñada. Una vecina dice que a veces le pega muy fuerte, si está borracho o si ella trae poca plata...
-¿Y la madre de la mujer? -pregunté.
-No tiene madre, doctor. Murió hace dos años; ella se quedó en el rancho. En ese rancho se metió el macho cuando supo que ella conseguía plata todos los días.
-¡Juan López!
-Sí, señor.
-Desde el próximo lunes usted no deja entrar a esa mujer en la oficina. Párela antes de llegar a la puerta y dígale que tiene la entrada prohibida.
-Muy bien, doctor.
El lunes siguiente, el Comisario Pedro Núñez vino a la oficina para decirle algo a su hermano y después se me acercó para comentar lo sucedido el viernes de la pesquisa policial.
-Mi querido Comisario -le expliqué-. Yo no puedo consentir en que esta oficina provea de whisky a ese miserable. Esa mujer tiene ahora prohibido mendigar bajo este techo. No hace una hora que el agente López no la dejó entrar y le ordenó que no volviera nunca más.
-Ya sé, ya sé todo eso doctor, -me contestó el Comisario acariciándose un bigote muy negro recién crecido bajo su nariz aguileña-. Mi señora, doctor, me dijo anoche algo que me dejó pensando. Me dijo que si esa pobre mujer conseguía dinero por caridad, no había caridad en averiguar cómo lo gastaba... Además, doctor, me dijo mi señora que ese es el único hombre que puede tener la mendiga; su único hombre posible.
-¡Comisario Núñez! ¡Pero nuestras limosnas compran el whisky de ese miserable explotador, ese borracho, ese bandido!
-Sin duda -contestó el Comisario-. Sin duda, doctor. Pero ese miserable es también el único hombre que le hace olvidar a ella su horrible miseria y su deformidad. Esa mujer se estaba sintiendo feliz; se mostraba orgullosa de estar gruesa. Hoy voy a conversar con ella. He dado orden de que arresten a ese hombre y lo traigan a la Comisaría, si es que es el que estamos buscando. Yo sospecho que ese hombre tiene cuentas pendientes con la justicia. Me malicio que es un tal Portillo, prófugo de la cárcel de Tacumbú, acusado de doble homicidio y robo a mano armada. De paso, traerán a la mendiga. He despachado cinco agentes a la Chacarita.
Al día siguiente, antes de las ocho vino a verme el Comisario Núñez. Estaba nervioso. Le ofrecí asiento. Se dejó caer en la silla.
-¡Mi señora tenía razón, tenía razón! -comenzó diciendo. El sospechoso resultó ser el prófugo Raúl Portillo. Ahora está de vuelta en Tacumbú a disposición del juez.
-¿Y la mujer esa? -pregunté.
-No pudo aguantar la soledad en el rancho. Se abrió el vientre con el cuchillo de su hombre, hasta que la hoja se le trancó en las costillas. Anoche la encontraron sobre el catre, desangrada