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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  CUENTOS, MICROCUENTOS Y ANTICUENTOS (Obra de MARIO HALLEY MORA )

CUENTOS, MICROCUENTOS Y ANTICUENTOS (Obra de MARIO HALLEY MORA )

 CUENTOS, MICROCUENTOS Y ANTICUENTOS

Obra de MARIO HALLEY MORA
Edición digital:
Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Editorial El Lector, 1987.
 

PRÓLOGO

HALLEY MORA COMO NARRADOR
 
 
** Mario Halley Mora es un escritor fecundo dentro de nuestro ambiente. Ha cultivado el género teatral, y la larga serie de piezas que ha escrito constituye un capítulo aparte en la historia del teatro paraguayo. Pero sus inquietudes han hecho que también se lanzara al campo de la narrativa donde ha llegado a obtener similar suceso, tanto por sus relatos breves como por sus novelas, una de las cuales, Los hombres de Celina, obtuviera el Premio La República en 1981.
** En esta nueva edición de sus cuentos y de sus microcuentos es dable encontrar bien marcada una de las características de este escritor, cual es la del profundo conocimiento que tiene del corazón humano, conocimiento que le ha sido muy valioso para la creación de sus personajes, cada uno de los cuales, a pesar de alguna aparente intrascendencia, es todo un carácter muy bien definido.
** Las situaciones creadas por el escritor constituyen el resultado de una cabal síntesis entre la observación de la realidad y la propia imaginación. Con esta fórmula logra dar realismo a sus relatos, pero también ese casi imperceptible toque de magia y de suspenso. Y así, por citar un ejemplo casi al azar, puede apreciarse en un cuento breve titulado «El perro», donde están dadas tales características que atraen la atención del lector. En ese relato se encierra todo un drama hasta su culminación, todo es verosímil pero, a la vez, fantástico. La linde entre la realidad y la fantasía casi desaparece dentro de un esfuminado juego que contribuye a dar mayor realce a la situación dentro de la cual se debate uno de los personajes -el humano-, ya que el otro, el perro, adquiere un papel casi protagónico.
** Otro tanto puede decirse de muchos de los cuentos que integran este libro. No son de mero entretenimiento, no son simple diversión, sino que cada uno de ellos contiene su propia moraleja no escrita, pero tan latente que es el propio lector quien le da forma.
** En lo que se refiere a la microcuentos, éstos constituyen una variante dentro del género narrativo y son una suerte de juego que se asemeja en mucho a las miniaturas a las que son tan adictos los pueblos orientales y también a esos poemas del mismo origen que deben encerrar todo un mundo con la máxima economía verbal. Halley Mora se muestra un artífice de estas breves narraciones en las cuales se dan sólo los elementos esenciales, el esqueleto del relato para que sea el lector el encargado de cubrirlo con la carne necesaria y hábilmente insinuada por el autor. Estos microcuentos constituyen, en su mayor parte, breves biografías con los hitos principales de una existencia y, a veces, son tan pocos que uno no puede menos que sentirse dolido ante la futilidad de algunas vidas que pasan por el mundo sin dejar huellas ni recuerdos. El juego sutil y bien logrado del escritor consigue esos efectos y son ellos, precisamente, los que marcan los perfiles de los microcuentos y los hacen profundamente complejos dentro de su inicial simplicidad.
** El hecho de que estos relatos conozcan de una nueva edición es suficiente prueba de la recepción que le ha otorgado el público cuando fueron presentados por primera vez y hace que puedan omitirse más comentarios sobre el valor de los mismos.
 
 
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MICROCUENTOS DE MARIO HALLEY MORA
 
 

 Dentro de 20 años

    El muchachito de aspecto saludable y vigoroso montaba una bruñida bicicleta. Pasó pedaleando raudamente junto a un lustrabotas descalzo y flaco que inopinadamente arrojó un palo entre los rayos de las ruedas que produjeron un ominoso ruido de metales rotos. El ciclista se detuvo y con enojo se dispuso a castigar al malhechor. El lustrabotas esgrimió amenazante su cajón, como porra y escudo al mismo tiempo. Un señor que pasaba los separó. La pelea no empezó, pero tampoco terminó. Simplemente estaba postergada.

La diferencia

     El perro lustroso y bien comido contempló a través de las rejas de la mansión al perrillo sin nombre y con pulgas que pasaba trotando con sus costillas a flor de piel. El perro de la mansión era de raza seleccionada. El perrillo era de todas y de ninguna. Y entre los dos perros había una gran diferencia: las rejas.


 El vencedor

    El poderoso Doberman atacó al raquítico perrito callejero y lo dejó maltrecho y sangrante. No lo mató porque apareció el dueño, le colocó el dogal y la cadena, y se lo llevó para atarlo al poste de siempre. Allí cautivo, el Doberman sentía en la boca el gusto de la sangre, y era amargo. El perrito se arrastró hasta el arroyo, dejó que el agua lavara sus heridas, y bebió. Y el agua era dulce, porque tenía el gusto de la libertad.

     

La pandorga

La pandorga quedó preciosa. Los «palitos» de tacuara pulidos y rectos. El armazón redondo y equilibrado. Las «tajaditas cortadas» azules y rojas, perfectas y minuciosamente pegadas. Las largas «piriritas» amarillas rodeaban a la pandorga como una cabellera rumorosa de viento y rubia de sol. Y finalmente, los «barbijos» simétricos, milimétricos, matemáticos. Era toda una pandorga hecha para conquistar todos los cielos y las alturas más azules. Una obra de arte volandera que el padre fabricaba para la admiración del hijo. Salieron a la calle llenos de gozo para asistir al vuelo inaugural de ese nuevo astro de tacuaras y papel de seda. El padre esperó viento, que sopló, tironeó de la pandorga y el padre dio hilo permitiendo que se elevara con un rumor de alegría sedosa. Vino otra ráfaga, y la pandorga la escaló victoriosa, sacudiendo su melena dorada. Ya se hacía pequeña en la altura, cuando de pronto sobrevino el fin del mundo. Aflojó el empuje del viento, que quedó calmo, y luego sopló en ángulo distinto. La armonía se rompió, los barbijos enloquecieron, la larga cola se agitaba buscando apoyo en el viento que había dado la espalda, y de pronto, una ráfaga inesperada, impetuosa, salvaje, y la pandorga cabeza abajo que cae trazando un itinerario de meteoro que se estrella estrepitosamente, con un rasguido de palitos y seda rotos, en los hilos eléctricos. Y allí queda, irremediablemente prisionera. El niño mira al padre, pensando que aquel hacedor de estrellas no es tal genio ni tan infalible como creía.

 

 El patito feo

    El patito feo, después de tanto sufrir, se miró en el espejo de las aguas y se vio convertido en un bello cisne. El hijo del granjero gritaba alborozado que tenían el más hermoso cisne de los contornos. Orgulloso, el expatito feo pensó que sus problemas terminaban. Pero no era así, pues vino el granjero, lo miró ceñudo, murmuró que los cisnes no se comen, y lo echó a patadas del estanque.


Círculo vicioso

     Ella era rica. Él era pobre. Se enamoraron. El padre de ella, oligarca y plutócrata, dijo que no. La mamá de él, humilde y ambiciosa, dijo que sí. Por ambos lados opinaron los parientes, aconsejaron los amigos, sentenciaron los viejos y tomaron banderas los jóvenes. Por dos años permanecieron firmes en su amor, y sucedieron cosas. El padre de ella perdió su fortuna y la madre de él ganó la lotería. Ellos siguen amándose, pero la madre de él dice que no, y el padre de ella que sí, y los parientes opinan y los amigos aconsejan, los viejos sentencian y los jóvenes toman banderas.

 

 El círculo

    Cuando tenía 6 años, fue preso, denunciado por hurtar caramelos. A lo largo de su vida volvió a ir preso por distintas razones. Llevó serenatas sin permiso, conspiró, hizo una que otra estafa, pegó a su mujer y peleó con el vecino. También estuvo preso por «escándalo en la vía pública» y por insultar a la autoridad. La última vez que estuvo preso, era ya un anciano de 85 años, denunciado por hurtar caramelos.

 

 Policial

    La hija del ladrón se enamoró del policía, y fue correspondida. Pero el policía tuvo que arrestar al ladrón. Entonces la hija fue a suplicar a su amado por la libertad de su padre, pero el policía tenía en su despacho un cartelito que decía: «El Deber Ante Todo». Al final, todo resultó bien, porque como era su deber, dejó preso al ladrón, y como era su deber, se casó con la hija para no dejarla desamparada.


 Secreto

    Tenía 18 años y los lucía como si fueran kilates. Vestía con elegancia y distinción, siempre lo de última moda y lo más caro, a pesar de no ser rica. Sus amigas le preguntaban su método, pero ella callaba, porque sencillamente había descubierto que para vestir bien, el secreto era desvestirse bien.

 

 El hijo

    Pecaron. Vino un hijo que ella quiso y él no. «Es tu problema», le dijo, y desapareció. El chico creció, y al aprender a hablar aprendió a preguntar. «¿Dónde está mi papá?» Ella le contestaba que se había ido a un largo viaje, y al decirlo, se preguntaba a sí misma a qué distancia queda el desprecio.

 

 Mujer...

   Él amaba a su gato y ella adoraba a su canario. Un día, el gato se comió al canario y ella estuvo inconsolable. Él fue a la tienda de animales y le trajo un nuevo canario, más hermoso y más cantor que el anterior. Ella devolvió a la tienda de animales el canario y lo cambió por un perro.

 

 Tragedia

    Su esposa salió de compras con el auto y tuvo un accidente, del cual le informó telefónicamente un amigo. Al escuchar la noticia sintió un desfallecimiento de pánico, una sensación de pérdida, una predestinación de tragedia irreparable, y con voz temblorosa, le preguntó al amigo: «¿Qué le paso al auto?»..

 

 El jardinero

    Él tenía 55 años y ella 20. Ella quiso diseñar un nuevo jardín y el esposo consintió. Se dividieron el trabajo y mientras él compraba las semillas, ella contrató al jardinero. Las rosas florecen y resplandecen. Y ella, más.

 

 Defensa

    La viuda joven y la divorciada hermosa iban siempre juntas, pero no eran amigas, sino aliadas, como soldados de infantería que se ponen espalda contra espalda para combatir mejor.

 

 Sexo y H.P.

    Él manejaba un traqueteante 2 CV. Ella lo pasó como una centella al volante del Alfa Romeo Super Sport. Él no tuvo más remedio que sentirse menos masculino, pero se consoló en lo menos femenina que era la chica al volante de aquella bestia mecánica. Y al final, dedujo filosóficamente que la igualdad de sexos también puede ser una cuestión de H. P.

 

Amor y celos

     Fue el primer amor, y como siempre sucede, ella se casó con otro, y él permaneció soltero, un poco por desengaño y otro poco por comodidad. Ella tuvo una hija que era su vivo retrato. Él, maduro ya, conoció a la hija de su antiguo amor, y la amó como había amado a la madre, y la muchacha amó al galán maduro como no lo había amado su madre. La madre siente unos celos ardientes, pero todavía no está segura de quién.

 Locuras

    La loca me miró a través de las rejas y sonrió. Era joven y hermosa y soñé con hacer mía a aquella mujer después de rescatarla de la obscuridad. Volví una y otra vez, pero el médico me dijo: «Es incurable». La miraba y me dolía su hermosura y su sonrisa de niña confiada. Mi sueño de curarla y tenerla se hizo trizas, pues ella nunca sería cuerda. Sin embargo, ahora somos felices. Yo me volví loco, estamos juntos.

 

¿Vivir...?

     Carlos murió a los 76 años. A los 20 había entrado a trabajar de dependiente en un gran almacén, y se jubiló a los 50. Joven aún, volvió a emplearse en otro almacén, y se jubiló a los 75, muriendo un año después, casi sin gozar de su doble jubilación. Por su parte, Raúl murió a los 32 años. A los 15 se había fugado de su hogar y viajó como ayudante de cocinero en un barco de ultramar. Fue mozo en París, músico en Atenas, soldado en África, croupier en Montecarlo y gondolero en Venecia. Cuando tenía 32 años, lo mató un marinero celoso. Carlos vivió mucho, pero vivió poco. Raúl vivió poco, pero vivió mucho.

 

 Ministro

    Se pasaba murmurando «Si yo fuera Ministro». Y un buen día lo fue. Le abrumaron los problemas, tanto que olvidó las fórmulas milagrosas que pensaba cuando quería ser Ministro. Entonces salió a la calle, y encarándose con un ciudadano con aire de infeliz, le preguntó: «¿Qué haría usted si fuera Ministro?»

 

 50 años

    Cuando cumplió 50 años, decidió celebrarlo con los amigos de cuando tenía 25. Eduardo, el bailarín incansable; Federico, el seductor; Arsenio, el infatigable contador de chistes; Juan Carlos, el prodigioso bebedor de cerveza. La idea era rememorar tiempos felices y vinieron todos, pero los recuerdos habían ido quedando a pedazos en el itinerario de los años. Además, el bailarín tenía reuma, y el seductor miraba su reloj con angustia, deseoso de irse a casa, y el contador de chistes se los había olvidado todos, enterrada su alegría bajo los escombros de una jubilación mísera, y el bebedor de cerveza sólo tomaba Coca Cola, por su hígado. Cuando se fueron todos, se dijo desconsolado: «Los 50 años no se cumplen. Se nos vienen encima».

 

Diferencia

     El viejecito estaba sentado en un banco de la plaza. La viejecita en otro. Pasó una jovencita y el viejecito la miró con lujuria. Pasó un jovencito y la viejecita lo miró con ternura. El viejecito soñaba con volver a ser joven, para Vivir. La viejecita estaba contenta de seguir siendo abuela, antes de Morir.

 

 Castigo

    Cuando era niño, cazaba pajaritos con un rifle de aire comprimido. La carne casi inmaterial de los canarios y gorriones se desgarraba al impacto de sus municiones. Plumajes azules, verdes, amarillos, rojos, se manchaban con el púrpura de la sangre. Creció, se hizo hombre y ya no mataba pajarillos sino jabalíes asustados, tapires bonachones, tigres acosados, venados que aun en la muerte tenían en los ojos el pánico y la angustia. Llegó a viejo y murió. En el Infierno inventaron un castigo nuevo para él: pasear por un bosque encantado, iluminado de trinos y lleno de piezas de caza. Y él iba desarmado.

 

 Historia

    Cuando él era niño, su madre enviudó y se casó de nuevo. Su padrastro quería tener familia suya, y lo enviaron a vivir con una tía. Apretó los labios y no se quejó. Se hizo hombre y castigó a su madre en todas las mujeres. No amó a ninguna y usó a todas. Cuando necesitaba compañía femenina, la pagaba. Pagaba a sus amantes, a sus enfermeras, a sus compañeras de excursión, a la que le cuidaba la ropa y a la que limpiaba su departamento. Murió viejo y solo, y en la soledad del gran dormitorio, cuando sentía que se hundía en aquella nada sin nombre, tendió las manos y susurró el llamado tierno y desesperado que postergó desde siempre: ¡Mamá!

 

 Frustración

    Su manía eran los velorios. Gustaba del morboso placer de dar las condolencias. Envidiaba el dolor de los parientes y hasta la triste majestad del cadáver yacente entre maderos lustrosos y raso. Vivía soñando en su propio velorio como el pobre sueña en su casita propia, y se pasaba horas de insomnio imaginando su ataúd, la montaña de coronas y las frases patéticas estampadas en el álbum a la luz de los cirios. Tanto esperó que al fin se cumplió el sueño de su vida: morir. Pero al único velorio al que no pudo asistir fue al suyo, porque murió ahogado y se lo llevó el río.

El fin del mundo

     Todos los observatorios astronómicos del mundo, los científicos y las computadoras, confirmaron que el fin del mundo ocurriría dentro de cien años. Cada habitante del planeta suspiró de alivio porque no vería el cataclismo. Y en realidad, ese día, cien años antes, empezó el fin del mundo.

 

 El río

    Cuando iba río arriba, divisé desde el barco el ranchito que se alzaba en la costa. Una mujer lavaba ropa, dos chiquillos jugaban en la playita, y el hombre pescaba la comida del día. Tiempo después, regresando río abajo, vi que las aguas habían crecido y del ranchito apenas se veía el techo pajizo. Los cuatro se habían marchado a empezar de nuevo. Y entonces pensé que el río es como la vida: nos alimenta de a poco, y nos come de golpe.

49 años

     Cuando cumplí cuarenta y nueve años, miré un álbum y encontré un retrato de mi padre, que murió a los 42. Absurdo y real, allí estaba mi padre, más joven que yo, destruyendo una relación que creía eterna. Entonces me di cuenta que me acababa de recibir de viejo.

 

Nicanor

     Nicanor no sabía qué hacer. Campesino bueno como era, tenía ideas simples y rectas. Y se enfrentaba a un problema, común a muchísimos campesinos como él, encarados de pronto, demasiado rápido para su gusto, a las nuevas exigencias del progreso.

     El camino, que ahora pasaba por su rancho y su capuera, lo había trastornado todo. Desde siempre aquello fue una carretera arenosa y desierta. Ahora era camino, con asfalto, y con un tránsito veloz y rugiente. Como hombre de trabajo, Nicanor se alegró en cierto modo. Vendió la carreta cansina y la yunta de bueyes, con alguna tristeza, porque se había encariñado con «Número» y «Letra», como había bautizado a sus animales de tiro, más que nada para demostrar que él, el dueño, no era analfabeto. Ahora le bastaba sacar su cosecha a la vera del camino y el acopiador venía en camión a llevársela.

     Hasta ahí todo iba bien. Pero quedaba «Guapo», como un problema vivo. «Guapo» era su montado, compañero de largas jornadas hasta el pueblo, paciente, sufrido, caminador, sin caprichos temperamentales aun cuando el peso se sobrecargaba algún domingo de fiesta patronal, y se hacía triple, con María, su esposa, en las ancas, y Niño, el retoño, sobre la cruz. «Guapo» no era simplemente el montado, era un compañero, un alivio en la angustia de la soledad, del aislamiento y la distancia. Pero el camino también había anulado a «Guapo», que había quedado fuera de época, sobre todo cuando Nicanor compró la moto, que devoraba alegremente las distancias, y ponía al pueblo allí cerca, a la vuelta de la primera curva.

     «Guapo» pastaba y engordaba en el potrero, con el aire levemente ofendido de desplazado, ignorante de que varias veces se había detenido frente al rancho el «camión jaulero», enorme como una cárcel rodante, ofertando la compra de «Guapo». Pero Nicanor se había negado. Sabía el destino de aquellos caballitos que iban en la gran jaula rodante. Primero, la humillación de ser despojados de crines y cola, y luego, haciendo figura triste, irían al matadero.

     Semejante destino para «Guapo» no gustaba a Nicanor, aunque en realidad, aquellos guaraníes ofertados por «Guapo» no podía tasarse en dinero, sino en cariño. «Guapo» no significaba tantos kilos de carne y unos cuantos billetes, sino mucho más, el sacrificio callado, la camaradería extraña del hombre con las cosas, vivas o no, que conforman su mundo, su esperanza y sus raíces. Entregar a «Guapo» para que lo mataran, despedazaran y enlataran, era como arrancar sus raíces de la tierra y quedar flotando en un mundo nuevo y más cómodo, pero desconocido. Por tanto decidió conservar a «Guapo», vivo y ágil, engordando en el potrero, con su estampa buena, que recordaba a Nicanor que el progreso, con sus muchos cambios, perfecciona al hombre, pero no cambia su naturaleza, hecha de bondad, de sencillez y de amor.

     Sí. «Guapo» quedaría en paz, y de vez en cuando, cuando la estampa del macho debía lucirse, no sería sobre la maloliente trepidación de la moto, sino en lomos de «Guapo», oloroso de cuero vivo a sudor alegre, que iría devorando distancias hacia la fiesta pueblerina con el júbilo viril de una polka desgranando desafíos, silbada a todo pulmón, y rompiendo el silencio del atardece.


Lo grotesco

     Mucha gente suele preguntarse qué es lo grotesco. El Diccionario, desde luego, lo define, pero se queda corto, porque en lo grotesco hay una sutileza de transfondo, un emerger insidioso de entrelíneas, una sugestión burlona de lo no dicho, pero lo pensado. Lo grotesco no se define, se lo siente, a veces como el cosquilleo de una pluma suave sobre la manzana de Adán, donde suponemos nace la risa; y a veces como una punzada de acero en el corazón, donde nace el llanto.

     En cierto modo, lo grotesco es como esa tenue línea divisoria entre la luz y la sombra, pues está ahí, entre lo que da risa y da pena, las dos cosas al mismo tiempo; y entre lo que no sabemos si mueve nuestra compasión o nuestra hilaridad. Es el fruto híbrido de la unión avergonzada de lo cómico y lo trágico.

     Indefinible como es, lo grotesco exige, más que la explicación, el cómodo expediente del ejemplo. Y a tal ejemplo voy, para dar mi propia versión de lo grotesco, versión tan mía que es mi propia historia. Si el amigo lector se apena por mí, muchas gracias. Si se ríe, no le culpo.

     El caso es que éramos tres hermanos en mi familia. Pero ahí no está lo grotesco, sino en que me tocó en suerte (!) ser el segundo, es decir, más joven que el mayor, pero más viejo que el menor, situación «cronológica» que, en cierto modo, ya me convertía como en ese espacio vacío encerrado entre paréntesis.

     Ya de niño, esa incómoda posición del queso en el sandwich se me insinuaba con visos de tragedia. Mi padre contemplaba orgulloso al mayor, y decía que era el heredero de su responsabilidad y de sus virtudes. Mi madre mimaba al menorcito por la sencilla razón de que, como menorcito, era el depositario de toda su ternura. Entre el mayor endiosado por papá, y el menor idolatrado por mamá, yo flotaba en una especie de limbo sentimental, sin ubicación en el orgullo de mi padre, y sin cabida en el corazón de mi madre.

     La familia, naturalmente, tenía que ahorrar. No éramos ricos. Y se ahorraba en ropa, especialmente de acuerdo a un sistema fijo: yo heredaba la ropa «que le dejaba» a mi hermano mayor, con el resultado de que «mis» pantalones eran hasta las rodillas y con tremendos bolsones por detrás, ahí donde mis escuetas nalgas no tenían capacidad para llenar los espacios vacíos. Ahora que lo recuerdo, caigo en la cuenta del porqué de aquel «marcante» (debería decir «mote», pero «mote» no es, es «marcante») que me adjudicaron y que llevé como Cristo sus espinas: Pandorga.

     Nunca tuve la satisfacción de ver cómo unos pantalones «míos», o una camisa, eran traspasados a mi hermanito menor, en primer lugar, porque mi madre se empeñaba amorosamente en reproducir todos los figurines en él, y en segundo lugar, porque después de haber yo usufructuado en herencia unos pantalones, quedaban en tal estado que sólo servían para lustrar zapatos.

     Cuando mi padre iba a la cancha de fútbol, se llevaba al mayor, «porque era el más entendido». Y cuando mamá iba de visita a casa de algunas de sus amigas, donde posiblemente se repartían caramelos, se llevaba al menor, «porque viajar en tranvías con dos niños es peligroso», y desde luego, «no puedo dejar al chiquilín en casa».

     Pasó el tiempo. Nos hicimos jóvenes los tres, y me acostumbré a salir con mi hermano mayor. Al mismo tiempo conocimos a una linda chica, y nos enamoramos los dos de ella. Como ya el lector supone, ella aceptó a mi hermano porque «yo era demasiado joven». Mi hermano se casó con ella, y naturalmente serví de testigo. Dos o tres años después, mi hermanito menor empezó a salir conmigo. Se repitió la historia de la misma chica, y esta vez fui postergado en beneficio de mi hermano, porque yo era demasiado viejo para ella. El querubín se casó con ella y yo serví de testigo.

     Finalmente, me casé yo también. Tengo tres hijos varones. Verá usted, amigo lector, que al final soy muy afortunado. Tres hijos no son poca cosa, cuando son fuertes y saludables, sobre todo el mayorcito, que lleva mi nombre, y es todo un carácter, y revela una madurez de criterio que me hace mirar feliz el porvenir, porque el chico es todo un hombrecito, lo que se dice un verdadero sustituto del padre cuando la Parca me lleve, sí señor.

     En cuanto al menorcito, es la delicia y el embeleso de mamá, el adorno de la casa, la sonrisa que atenúa mi cansancio, las manecitas que ahuyentan mis preocupaciones.

     Y aquí está la lección, amigo lector. No hay que desesperarse. De lo grotesco uno puede evadirse, como me evadí yo, creándome una familia, con una mujercita cariñosa y dos, perdón, tres hijos saludables, en los que hay tema para rato, pero no puedo seguir escribiendo, pues mi mujer me está llamando para darle la paliza correspondiente al segundo de mis hijos, que esta tarde rompió los pantalones (casi nuevos) que la semana pasada empezaron a quedarle chicos al mayorcito.

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Edición digital: Alicante :
 
 
PRÓLOGO - Halley Mora como narrador
CUENTOS : Perrito// Muerte administrativa// La libreta de almacén// El Luisón// La cita// La trampa// Cinta grabada// El arribeño// Castración// La cajita de música// Cosme Mendoza// Niceto González// Calaíto Sosa// Rosalía// El licenciado// Recuerdo de Reyes// El perro// El entierro// El maniquí// El Ángel de la Guarda// Papá y mamá// El fantasma
MICROCUENTOS : Genealogía// Fúnebre// Comienzo// Mestizaje// En el origen// Dentro de 20 años// La diferencia// El vencedor// La pandorga// El patito feo// Círculo vicioso// El círculo// Policial// Secreto// El hijo// Mujer...// Tragedia// El jardinero// Defensa// Sexo y H. P.// Amor y celos// Locuras// ¿Vivir...?// Ministro// 50 años// Diferencia// Castigo// Historia// Frustración// La vida continúa// Suceso// Encuentro// Extremos// Hombre feliz// El fin del mundo// El río// 49 años// Nicanor// Lo grotesco// El puente// Los dos diarios
ANTICUENTOS : Del miedo// De la furia// Del fuego.
 
 
 
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