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Compilación de Mitos y Leyendas del Paraguay - Bibliografía Recomendada

  CURUZÚ ISABEL - Versión: ANASTASIO ROLÓN MEDINA

CURUZÚ ISABEL - Versión: ANASTASIO ROLÓN MEDINA

CURUZÚ ISABEL

Versión: ANASTASIO ROLÓN MEDINA

 

Al paraguayo no le gusta que la Parca le sorprenda, pasiva y fríamente, en un lecho sin glorias. Raza épica, la muerte heroica le fascina.

Hasta en eso el guaraní no se aparta de su estética. Morir luchando pareciera ser su lema favorito. Y así se juega la vida, toda entera, sin regateos, elegantemente, en cada encrucijada del destino. Su patria, su libertad, su amada: he ahí la trilogía que a menudo le tiraniza hasta el punto de convertirle en un déspota admirable.

Transitando por los caminos primitivos del Paraguay, que a modo de finas arterias trazadas a sepia, se abren y bifurcan de trecho en trecho sobre el fondo zafirino de los prados guaraníes, el transeúnte ha de ver siempre, alzada en medio de la torturante soledad, la presencia asaz sugerente de unas crucecitas de tosco leño.

Esas varitas así entrecruzadas, de remota o imprecisa data, están en esos lugares, precisamente, para indicar un punto de duelo, de lance o de tragedia en que habrá perdido la vida ese heroico hombre del agro. Sus rústicas inscripciones -si es que las tienen- de nada servirán al viandante, a no ser para arrojar mayor cúmulo de sombras en el mundo de sus conjeturas y acuciar aún más su afán de penetrar el misterio turbador que las prestigia.

No obstante, ellas tienen generalmente una historia, larga y puede decirse inédita, sólo conocida por los moradores del lugar. Pero hay, por excepción, otras cuya fama ha adquirido vuelo y extendídose a todo el país, en alas de la fantasía popular, que busca y encuentra siempre su mejor recreo en las narraciones de leyendas hiperbólicas, que predisponen el espíritu de la gente sencilla a la influencia de extrañas sugestiones.

Una de éstas es Curuzú Isabel, ubicada más o menos a diez kilómetros de la ciudad norteña de Concepción, sobre el camino Loreto-Bella Vista.

De ella se dice que es la seña puesta allí para identificar el lugar en que halló la muerte una de las tantas mujeres abnegadas y heroicas de la "Residenta", de esas mismas que, sintiéndose sin fuerzas para defenderse, de la saña del invasor, prefirieron, a igual que los varones, abrirse una amplia fosa antes que verse humilladas.

Tocaba a su término el año 1869. El Mariscal, con el raleado resto de sus ejércitos iba escalando las últimas estribaciones de la Cordillera de los Altos, en su rumbo hacia las montañas del Amambay. Los desiertos cordilleranos miraban el patético desfile de aquel pueblo convertido en espectro, que se lanzaba tras la muerte y que la muerte misma parecía huirle horrorizada.

Las mujeres marchaban adelante, o quedaban rezagadas, envueltas en las redes de la noche, al borde de las lóbregas picadas. De todo el país, por todos los caminos, afluían hacia aquel pináculo sombrío las caravanas vacilantes de almas, ofreciendo la impresión de hallarse despojadas de la mísera envoltura material, acaso para que extrañas fuerzas las impelieran a mayor velocidad.

En la región septentrional del país, al tenerse conocimiento del itinerario que tomaba el ejército, la población que aún quedaba de mujeres y niños de tierna edad, había tomado idéntico rumbo. En el migrante grupo iba una mujer llamada Isabel... El nombre de pila es lo único que de ella se conserva. Pero acaso ni eso sea necesario para que la posteridad recogiera su memoria. Se sabe que era una mujer, mujer de auténtica prosapia paraguaya. Y que era también una madre, madre como la saben ser las mujeres de esta tierra. Eso ya basta, ya sobra para el caso.

Isabel formaba en el éxodo de las mujeres del norte, con una criatura de pecho en los brazos. Hacía dos días que emprendió la marcha, apurando legua tras legua por el camino, calcinada de su migrar incierto, sin que probara bocados, sin que se diera tregua. La fiebre devoraba su extenuado organismo, y una tarde, sintiendo que la vida se le esfumaba, recostóse a un lado del camino, en un lecho de hojas secas, en la picada que hoy lleva su nombre. Y allí expiró.

El tierno copito de carne tibia que la había acompañado, siguió palpitando por espacio de varias horas sobre el pecho inanimado de la muerta. A sus vagidos -dice la tradición-las fieras, como tocadas de ternura, acudieron con sus cachorros a brindarle compañía. Pero el vástago postrer del Infortunio no podría seguir viviendo, y muerto ya también, los carnívoros rondaban en torno a los despojos, celosos y rugientes, sin que intentaran devorarlos.

Cuando la sombra amortajó al desierto aquella noche, el cielo estaba pródigo. Las estrellas, como siderales cirios funerarios, proyectaban sus tenues claridades a través de las altas copas, sobre las livideces del cuadro.

La Naturaleza, como asociándose al duelo, soltaba las notas de sus cascadas cristalinas en un coro sollozante, mientras el tétrico guaimingué desgranaba el requiescat in pace desde las malezas circundantes. ¡Extraño velatorio de dos cuerpos yacentes en la soledad aterradora del desierto!

Posteriormente, manos piadosas echaron sobre los cadáveres algunos puñados de tierra y clavaron en su cabecera el símbolo de la cristiandad, primero que tuvo la tumba de Isabel y con el cual nacieron y se propagaron las más sugerentes leyendas.

Y, créase o no, por ese lugar nadie pasa sin que se detuviese a deponer su ofrenda, oblación que comúnmente consiste en una velita, una moneda o una plegaria... Quien así no lo hace, no pasará. Si es jinete el que intenta el paso, su montado solo quedará como maneado; si es un carretero, sus bueyes se empacarán obstinadamente y no avanzarán un palmo más; si es un peatón, verá espectros, oirá extraños gemidos y terminará por retroceder. Resultaría sumamente interesante que los teorizadores de las ciencias llamadas ocultas, fueran a corroborar este aserto y luego nos hicieran conocer su autorizada opinión respecto al fenómeno. Vendrían a hablarnos, con toda seguridad, de la conocida superstición, de la telepatía, de la trasmisión del pensamiento, del contagio del miedo y de otras teorías por el estilo. Pero la verdad, llana y sencilla, será siempre la misma: tampoco ellos, si dejaron de apearse y de prender sus velitas, habrán pasado. La ley de Curuzú Isabel, en ese sentido, es inexorable.

El prestigio de la Santa Cruz, como llegó a llamársela, es tanto que se ha tornado atentatorio contra la misma integridad del pobre madero. En efecto -y éste sin perjuicio del respeto que inspira y de la veneración que se le tributa- cada transeúnte que por allí llega a pasar, arráncale un fragmento para llevarlo como reliquia inseparable sobre el pecho.

Así había desaparecido la primera cruz, y lo propio aconteció con la segunda y también con las sucesivas. Y todas, convertidas de ese modo en millares de añicos, hállanse diseminadas en forma de amuletos por todo el territorio.

Gentes buenas resolvieron, por fin, poner término a esos abusos de lesa deidad, rodeando a la última de las reposiciones de unos pequeños muros y el cobertizo necesario para protegerla de la incurra del tiempo, por lo menos.

Allí está Curuzú Isabel.

Algún día, en ese lugar habrá de levantarse el monumento a la Mujer de la Residenta.

Fuente: MITOS Y LEYENDAS DEL PARAGUAY. Compilación y selección de FRANCISCO PÉREZ-MARICEVICH. Editorial EL LECTOR - www.ellector.com.py . Tapa: ROBERTO GOIRIZ. Asunción-Paraguay. 1998 (187 páginas)

 

 

 

 

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