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VICTORIO VILLALBA SUÁREZ

  APUNTANDO HACIA EL 900. MODERNISMO Y VANGUARDISMO - Ensayo de VICTORIO SUÁREZ


APUNTANDO HACIA EL 900. MODERNISMO Y VANGUARDISMO - Ensayo de VICTORIO SUÁREZ

APUNTANDO HACIA EL 900.

MODERNISMO Y VANGUARDISMO

Ensayo de VICTORIO SUÁREZ

 

Hasta el final del siglo XIX y los primeros años del siguiente, los reconstructores intelectuales del país dieron mucho énfasis a la educación, cultivándose el ensayo y la poesía con mucho fervor. No así la narrativa, que no logró plasmar un corpus definitorio. Las publicaciones aparecieron de manera fragmentaria en periódicos de la época y muchas obras escritas nunca salieron a luz o pasaron simplemente a engrosar las filas del olvido. El crítico y escritor Hugo Rodríguez Alcalá destacó tres nombres contundentes de la inicial narrativa paraguaya. Ellos son: José Rodríguez Alcalá, Goycochea Menéndez y Rafael Barrett. A esto debe agregarse con posterioridad al insigne polígrafo español Viriato Díaz Pérez. Todos extranjeros que residieron en Paraguay. Rodríguez Alcalá había dado a conocer en 1905 su obra “Ignacia”. Ese mismo año Goycochea publica sus relatos o “Cuentos de los héroes y las selvas guaraníes”, ensalzando a los héroes de la Guerra contra la Triple Alianza. Años más tarde, Barrett impulsa un enfoque más fuerte de la realidad y exhibe en sus obras el dolor paraguayo en los yerbales. El crítico Miguel Ángel Fernández estima que Barrett se inserta en el “Novecientos” rioplatense, al cual contribuye con una labor de particular acento ideológico y valiosos rasgos artísticos. “En ese sentido, Barrett se inserta en la mejor tradición literaria pero, por otra parte, anticipa con el testimonio de su vida y su literatura, los planteamientos del existencialismo contemporáneo, tal como se ofrecen, por ejemplo, en la obra de Albert Camus o Jean Paul Sartre” (1).

En este periodo, estima Peiró Barco, el modernismo se inclina hacia el nativismo y el mundonovismo con los cuentos de Fortunato Toranzos Bardel, amén de los cuentos de Eloy Fariña Núñez reunidos en “Las vértebras del pan” (1914). En 1920 aparece la novela “Hacia la cumbre”, de Juan Stefanich.

Luego publica “Aurora”, donde el autor, asumiendo como postura el compromiso, daba a entender que su obra no estaba disociada de la realidad social y política vivida por el país en aquellos tiempos.

No fue fácil definir la problemática de la literatura paraguaya. No obstante, cabe mencionar algunos materiales que se refieren con precisión a las coyunturas históricas que fueron abriendo los cauces de creatividad de los escritores y poetas paraguayos. Entre esos trabajos podemos encontrar los ensayos de Ignacio A. Pane, José Rodríguez Alcalá, Carlos R. Centurión, Sinforiano Buzó y Natalicio González. Algunos aportes de Augusto Roa Bastos y Josefina Plá aparecieron después para dimensionar apreciaciones sobre el proceso literario paraguayo. Con posterioridad, poetas y críticos de talla, como Francisco Pérez Maricevich, Miguel Ángel Fernández, Hugo Rodríguez Alcalá y Roque Vallejos, promocionaron sustanciales análisis acerca de algunos modernistas.

Vallejos dio a conocer un inteligente ensayo: “La literatura paraguaya como expresión de la realidad nacional”. No olvidemos el excelente aporte de Raúl Amaral y sus investigaciones en el estudio de la cultura, el romanticismo, el novecentismo y el modernismo paraguayo. Las etapas que preceden a la promoción de 1940 nos mantienen en sintonía mediante los trabajos citados, pero los que llegaron después no fueron caracterizados suficientemente a través de sus aportes.

Amaral asegura que entre 1870-1900 predominan toques definidamente posrománticos. Asimismo, recuerda a dos nítidos representantes: Victorino Abente y Lago (1846-1935) y Ramón Zubizarreta (1842-1902). Este último fue maestro indiscutido de varias generaciones y marcó decisiva influencia sobre Delfín Chamorro (1863-1931), Ignacio A. Pane (1880-1920), Juan E. O’Leary (1879-1969) y Cecilio Báez (1862-1941).

Otro digno representante de ese periodo fue el poeta Enrique Parodi (1857-1917), quien publicó sus “Poemas” en 1877. De lograda estética, Parodi nos dejó un bello ejemplo de creatividad y manejo estilístico que se refleja acabadamente en su poema “El medallón”. Su registro poético se profundizó en nostálgicos cantos que memoran la fraternidad y el amor a la patria. Cabe apuntar también el nombre de una de las precursoras de la poesía femenina paraguaya: Ercilia López (1858-1954), sobrina del mariscal López, quien siendo apenas una niña de tres años inicia con su familia un largo peregrinaje que culmina con el abandono de la patria. .

La etapa modernista en Paraguay, según el crítico y poeta Roque Vallejos, tiene un orden cronológico que parte de Francisco Luis Bareiro (1879-1922).

Los temas del citado poeta se circunscriben a la tesitura modernista vigente.

Por otra parte, las promociones modernistas de “Crónica” (1913), “Anales del Gimnasio Paraguayo” (1917), “Pórtico” (1919), “Juventud” (1923) y “Alas” (1926), de predominio costumbrista local, agrupaban a Leopoldo Centurión (Leo Cen, 1893-1922); Pablo Max Insfrán (1894-1972), Guillermo Molinas (1892-1945), Roque Capece Faraone (1894-1928). Asimismo, conforman la lista: Raúl Battilana De Gásperi (1904-1924), Heriberto Fernández (1903-1927), Carlos Zubizarreta (1904-1972), José Concepción Ortiz (1900-1972), Hérib Campos Cervera (p) (1879-1922).

No son menos, Narciso R. Colmán (1876-1954), Gómez Freire Esteves (1886-1970), Ricardo Marrero Marengo (1879-1919) y Paul Casabianca (1865-1960).

Modernistas de talla fueron Eloy Fariña Núñez (1885-1929), Alejandro Guanes (1872-1925) y Manuel Ortiz Guerrero (1894-1933). Fariña Núñez llevaba a la práctica del verso la armonía musical en vertiginosa cadencia, especialmente en su extenso “Canto secular”. De igual manera, impregna aires de perfección en sus sonetos, entre ellos el más conocido: “Pata de gallo” que recibió merecido elogio del crítico y poeta Francisco Pérez Maricevich. Los soportes del modernismo paraguayo hallaron en Eloy Fariña Núñez la fuerza necesaria para compactar eslabones. El poeta, que había nacido en Humaitá en 1885, inició su formación bajo la luz imperecedera de los grandes clásicos griegos y latinos. Esa experiencia o amalgama de rigurosas escuelas le dio el marco apropiado para afinar los acordes de su lenguaje poético. Fariña Núñez fue un creador templado y exquisito, pero fue también un intelectual consecuente que supo interpretar cabalmente el desafío cultural del tiempo que le tocó vivir.

Como hombre y humanista, demostró sus dotes a través de la poesía, la narrativa, la dramaturgia o el notable trabajo periodístico que llevó a cabo en prestigiosos diarios de Buenos Aires, donde conoció el implacable modernismo de Leopoldo Lugones.

Si bien la literatura del 900 paraguayo da apariencias de desencuentros con los conceptos emergentes en ese entonces (si hablamos de novedades o pensadores doctrinarios) no se puede dudar que como promoción marcó su verdadero rostro estético y mostró una postura definida dentro de nuestro quehacer cultural. El grupo adquirió formas ya en las aulas del Colegio Nacional, donde estudió la mayoría novecentista. Las tertulias literarias alimentaron entonces las ideas emergentes. Igualmente, la prensa fue de gran utilidad para la difusión del pensamiento, la poesía, la polémica y los ensayos de la época. La fulgurante aparición de Manuel Gondra (1871-1927) con una serie de publicaciones sobre la poesía de Rubén Darío inició un destape intelectual de relieve para mover el lerdo ambiente de aquellos tiempos. Llévese en cuenta que “Prosas profanas” apareció en 1896. Los ensayos de Gondra ven la luz dos años después con el título “En torno a Darío”. Más allá de su brillante vocación literaria, militó en la política y fue llevado a la presidencia de la República en dos oportunidades, llamativamente tuvo que declinar en ambas ocasiones poco después de ejercer el poder. El mismo Rubén Darío conocía a Gondra y sentía una gran admiración por el intelectual paraguayo.

En realidad, los mentores del 900 emergieron poco antes de 1900 y se foguearon entre 1910-1916. Los que llegaron después tenían todavía el sello palpable de los románticos. Sin embargo, lentamente se dieron ciertas condiciones para el advenimiento de una nueva corriente literaria. En ese sentido, la Generación del 900 abrazó su época y coloreó la epidermis del momento a través de una prosa ensayística donde predominó el interés por la historia. Fue el marco preciso en que surgieron las furibundas polémicas sobre el mariscal Francisco Solano López. Mientras Cecilio Báez (1862-1941) atacaba a través de “El Cívico” los males causados por el lopizmo en Paraguay, Juan E. O’Leary ensalzaba la figura del máximo héroe nacional. El escritor quería devolver a la ciudadanía la fe perdida y curarla de la derrota o del derrotismo. Y no es para menos, el Paraguay (con impresionante cantidad de materiales históricos) no podía sustraerse a la tentación de forjar, a través de sus escritores, copiosas obras más en función literaria que histórica, tal como indica Roque Vallejos. El destacado crítico también señala: “O’Leary, Domínguez y Garay no escribieron ni historia ni literatura, sino una literatura de la historia”. El autor de “La literatura paraguaya como expresión de la realidad nacional” no escatima en afirmar que las obras de aquellos tiempos (el 900) no tenían ningún poder vivificador, de estética sobresaliente, y que Marrero Marengo, José Segundo Decoud, Enrique Parodi, Victorino Abente y Cristóbal Campos estaban lejos de ofrecer el menor tributo literario con una literatura pseudoclasicista y pseudorromántica, “literatura de palabra enferma que sucumbió sin dejar un solo verso a la posteridad, y sin haber consolado a un solo corazón de sus contemporáneos” (2).

No obstante, el crítico de marras cree que la literatura del 900 no se hallará en la poesía, el teatro o en la novela, sino en la prosa. En realidad, todo el proceso novecentista se prolonga hasta la década del 30 con una fuerte pintura nacionalista impregnada de episodios y símbolos que a la larga sirvieron de contención a la expresión literaria. Sin embargo, los modernistas del 900 no estuvieron con los ojos vendados respecto a las corrientes literarias de aquellos tiempos. Se sabe, por ejemplo, que Francisco Luis Bareiro trabó amistad con

Rubén Darío. Gondra, por su parte, conoció al poeta nicaragüense en una conferencia en Río de Janeiro. Por su parte, el precursor del modernismo sabía de Blas Garay, Manuel Domínguez, Fulgencio R. Moreno y de otros intelectuales paraguayos.

No estaría de más recordar que pisaron estas tierras distinguidas personalidades de la literatura como Zorrilla de San Martín, Ramón María Valle Inclán y Blasco Ibáñez. Más allá de estas notables figuras, los novecentistas paraguayos conocían las obras de Miguel de Unamuno, César Vallejo o Antonio Machado. Pero las heridas aún sangrantes del 70 taponaron la eclosión de una sensibilidad acorde al panorama que ofrecía la época. Es posible que el fervor patriótico haya obligado a los escritores al apego riguroso hacia la historia trágica del país. De esa forma se imponía una coyuntura bullente donde se hacían sentir con mucha fuerza las disquisiciones políticas.

El poeta y crítico Rubén Bareiro Saguier apuntó que como estructura corporal la Generación del 900 reúne ciertas características ineludibles que le dan como sello distintivo la coetaneidad y las orientaciones librescas y educativas comunes de sus componentes. Si bien no constituye una vértebra intelectual de perfiles estéticos sólidos, no es menos cierto que cumplieron la penosa función de búsqueda y apertura hacia nuevos modelos estéticos. Teresa Méndez-Faith anota en su “Breve antología de la literatura paraguaya” que la Generación del 900, a través de la creación literaria, se propone –como sus coetáneos españoles, los integrantes de la Generación del 98– ayudar en la reconstrucción espiritual del país. Por un lado, reafirmando los valores nacionales; por otro, reinterpretando y reivindicando ciertos aspectos del pasado histórico paraguayo. La citada autora recuerda con justicia que alrededor de 1915 aparece otro grupo de ensayistas que profundizan la tarea de reinterpretación de la generación de 1900: Justo Pastor Benítez (1895-1963), Arturo Bray (1898-1974), Natalicio González (1897-1966), Pablo Max Insfrán (1894-1972), Julio César Chaves (1907-1989), Efraím Cardozo (1906-1973), Osvaldo Chaves (1918-1991) e Hipólito Sánchez Quell (1907-1986), entre otros. Si bien la narrativa es el género más débil de la literatura paraguaya de esos tiempos, recordemos que casi al final de la década del 20 aparece la primera novela de Gabriel Casaccia “Hombres, mujeres y fantoches”, esto sin dejar de lado los trabajos históricos costumbristas de Natalicio González, Teresa Lamas de Rodríguez Alcalá, Concepción Leyes de Chaves y Carlos Zubizarreta. En 1934 aparece la obra de Arnaldo Valdovinos “Cruces de quebracho”. Por su parte, Santiago Villarejo presenta “Ocho hombres”.

En el libro “El modernismo poético en el Paraguay”, Raúl Amaral expone una serie de notas sobre algunos críticos extranjeros que pasaron por alto el desarrollo de la literatura paraguaya en el periodo modernista. Cita a Max Enrique Ureña, Carlos Romagosa y Enrique Anderson Imbert, quienes lamentaban la ausencia de un vate que cante con elevación estética las glorias del Paraguay. En ese sentido, Amaral nos dice: “Tal atribuido atraso proviene de la carencia de información, del soslayamiento de toda una etapa previa que va de 1889 a 1901 –fecha, esta última, y hasta 1912, en que han de fijarse los inicios de esa evolución afirmativa–, o sea: desde el citado ensayo de Gondra hasta la formación del grupo literario “La colmena” (17 de octubre de 1907), también habrá de imputarse a una causa más: el caos bibliográfico, todavía reinante”.

Vicente Peiró Barco nos recuerda en su “Robinsonismo de la narrativa paraguaya” que el modernismo paraguayo se inclinaba hacia el nativismo y el mundonovismo de los cuentos de Fortunato Toranzos Bardel, que se publicaron en “El alma guaraní”. No olvida que en 1914 Juan Stefanich ofrecía a los lectores su primera novela “Hacia la cumbre” y luego “Aurora”, que reflejaban la situación política vivida en el país.

El modernismo, que se había iniciado en América a finales del siglo XIX, movió a profundos cambios de los temas literarios en general. Surge en cierta forma ante el hartazgo que estaban causando las recurrentes demostraciones literarias de carácter pomposamente nacionalista. Fue en cierta forma un lanzamiento hacia cierto idealismo moral y estético.

Con “Azul”, publicado en 1888, Rubén Darío sentó las bases de la nueva corriente empapada de cierto aire aristocrático con notable exaltación de la belleza sobre la realidad mediocre. Entre los precursores valiosos del modernismo hispanoamericano hay que destacar necesariamente las figuras del cubano José Martí (1853-1895), el colombiano José Asunción Silva (1865- 1896), Amado Nervo (1870-1919), Leopoldo Lugones (1874-1938), José Santos Chocano (1875-1934).

En su “Manual de literatura española” Rodolfo M. Ragucci explica que el modernismo fue una negación de la inmensa producción literaria española del 98, participando de varias características de algunas corrientes literarias que florecieron en Francia durante la segunda mitad del siglo XX, el Parnaso con las huellas frescas de Teófilo Gautier, Teodoro de Banville, Catulo Mendes, quienes reaccionaron ante el desorden del subjetivismo romántico; estaban también con su influencia los simbolistas encabezados por Verlaine, Mallarmé, Moreas, que presentan una reacción contra el imperio de los parnasianos y naturalistas a través de la vaguedad sugestiva del símbolo, la dicción libre de toda traba métrica y gramatical.

No se puede obviar a los decadentistas, quienes pasaron a demostrar que no escribían para el vulgo sino para una aristocracia intelectual. Cuando todas estas expresiones se esfumaban aparece el autor de “Prosas profanas”, quien se traslada a España en 1898, y agrupa luego a los jóvenes poetas que estaban sedientos de abrazar una estética singular. En poesía, por ejemplo, la moda es el soneto alejandrino y la nueva ordenación de las rimas en sus cuartetos. Bajo las premisas marcadas por estos pilares de la literatura de nuestro continente también fueron tocados nuestros escritores del 900. Josefina Plá estima que los novecentistas tenían “vocación y temperamento para la historia y la sociología y que solamente como ‘hobby’ cultivó la literatura, exceptuando a un poeta, Alejandro Guanes; y a otro escritor que, aunque historiador por temperamento, dedicó a la poesía lírica el aliento suficiente para merecer título de poeta: Juan E. O’Leary” (3). Recuérdese que O’Leary publica en 1898 el extenso poema “El alma de la raza”, donde expone todo su fervor nacionalista. Años después dio a conocer “Salvaje”, donde canta al indio guaraní. El éxito acompañó indudablemente a O’Leary que pronto fue llamado “El cantor de las glorias nacionales”.

Un completo estudio sobre el poeta novecentista Alejandro Guanes (seguramente la más alta expresión estética de aquella generación) corresponde a Hugo Rodríguez Alcalá, quien estuvo a cargo de la “Antología Poética” del autor modernista paraguayo. En el citado ensayo, Rodríguez Alcalá expone de manera brillante algunos conceptos muy claros sobre los escritores que vinieron después de la triste hecatombe del 70. Entre otras cosas, el crítico nos dice que la generación de posguerra se divide en aquellos que abrazan un nacionalismo intransigente (O’Leary, Domínguez) y quienes realizan una labor de revisionismo histórico buscando la causa de los males que sufrió el Paraguay, tal el caso, entre otros, de Cecilio Báez, símbolo del liberalismo nacional. Era el tiempo de las encendidas polémicas: el lopizmo (O’Leary) y el antilopizmo (Báez) marcaron la tónica a través de artículos y ensayos históricos que hacían de las suyas en los periódicos de la época. Rodríguez Alcalá nos dice que uno de los máximos representantes del modernismo paraguayo, Alejandro Guanes, se mantuvo alejado de las confrontaciones intelectuales. A Guanes no le atraían las vocinglerías, aún así mereció el respeto de sus coetáneos, especialmente de aquellos que lideraron las corrientes predominantes de su tiempo. “Y esa fue la misión del autor de “Las leyendas”: llorar un viejo dolor, actualizarlo en la magia del verso y dulcificarlo, depurándolo en una atmósfera de belleza” (4).

El poema “Las leyendas” fue escrito en 1909, José Rodríguez Alcalá calificó la obra diciendo que son los versos más hermosos de la lírica paraguaya.

Bajo los aires modernistas también pasean los versos de Manuel Ortiz Guerrero (1894-1933), el poeta más popular, quien se instala en Asunción en 1914, pasando a colaborar en varias publicaciones: “Crónica”, “Letras”, “El Nacional”, “General Caballero” y “El Diario”, entre otras.

En el año de la llegada del poeta guaireño, Leopoldo Ramos Giménez (1891-1988) da a conocer su soneto “La cumbre del Titán”, luego vendría otra obra del mismo autor: “Piras sagradas”, de rasgos sociales dentro de la corriente modernista del Paraguay. En 1921 Ortiz Guerrero publicó en su Guairá natal una comedia en dos actos: “Eirete”. Ya en Asunción dio a conocer “Surgente”.

Los versos del vate hallarían posteriormente gran resonancia a través de la guarania que nace con las melodías de José Asunción Flores en 1925. En el “Diccionario de la música en Paraguay”, Luis Szarán nos dice que la creación de la guarania se constituyó en el fenómeno de mayor significación para la música en Paraguay en el siglo XX.

“Aspiramos a romper la antigua costumbre de aprisionar en moldes estrechos y rutinarios los vuelos del intelectualismo que pugna por abrirse paso”. Estas fueron las palabras grabadas en el primer número de “Crónica”(1913), los precursores modernistas (Max Insfrán, Molinas Rolón, Centurión yCapece Faraone) iniciaban un viaje que insinuaba indefectiblemente la llegadade nuevos vientos para el pensamiento y la literatura paraguaya. Nombres consagradosde nuestro país y Argentina desfilan en las páginas de la novel publicación.

“Las novedades que buscaban nacerían un poco más tarde con Fariña Núñez, a través de la interpretación estética; con Julián de la Herrería, en la renovación del arte; con Agustín Barrios, en la creación musical, reconociéndose en ese proceso una lenta maduración que traspondría el año final de la Guerra del Chaco” (5).

Roque Vallejos resalta que los representantes de “Crónica” crearon el clima propicio para una literatura, difundiendo, a pesar de cierto pintoresquismo decadente, una literatura viva. Indica, asimismo, que la promoción aglutinada a través de “Juventud” sufre idéntico destino, conste que el camino que abre las obras en prosa de Zubizarreta y Natalicio González presenta insospechados logros. Insiste que el modernismo paraguayo se inicia cronológicamente con Francisco Luis Bareiro (1879-1922) y a más de citar a los precursores de “Crónica” y “Juventud” habla de las iniciales apariciones de José Concepción Ortiz, Hérib Campos Cervera y Josefina Plá, modernismo que arranca de los mentores uruguayos de esta corriente y del mismo Rubén Darío.

Aunque también aparecen los rastros indelebles de Lugones y Ricardo Jaimes Freyre (boliviano). La incorporación de la rica amalgama nativa con todo su bagaje de símbolos halla expresión en el modernismo literario paraguayo, revalorizado especialmente en las obras de Natalicio González, quien para entonces dio a conocer sus “Cuentos y Parábolas” (1923).

El crítico José Vicente Peiró Barco nos indica que en la década del 20 la narrativa costumbrista y folclórica adquiere un auge insospechado. Cita la obra “Don Inca”, de Ercilia López, además de otras novelas cortas: “El hombre de la selva” (1920), de Ricardo Santos; “Cuentos nacionales”, de Eudoro Acosta; las primeras narraciones en idioma guaraní de Narciso R. Colmán y la primera novela de Gabriel Casaccia: “Hombres, mujeres y fantoches” (1928). Estas son muestras importantes que van abriendo los cauces para lo que surgirá posteriormente. Se trata de una década denominada por Peiró como de expansión del regionalismo. De cualquier forma, se trata de una década que absorbe algunas publicaciones realizadas especialmente en revistas, una de ellas fue “La Novela Paraguaya”, que reúne los trabajos de Raúl y Lucio Mendonça, quienes tuvieron una aclimatada inclinación hacia Charles Dickens al presentar ese mundo plagado de problemas sociales y seres volteados en medio del espanto.

Entre 1925-1928 Teresa Lamas ofrece sus cuentos no apartados del realismo y del sello sentimental. Recuérdese que en este periodo (1924-1928) se hace cargo, por segunda vez, de la primera magistratura de la Nación el Dr. Eligio Ayala, el único presidente civil que desde 1870 concluyó su mandato constitucional.

 

ESLABONES QUE CONDUCEN AL “POSVANGUARDISMO”

Entre los años 1932-1935 el Paraguay vuelve a sufrir los terribles embates de una guerra, esta vez con Bolivia (la Guerra del Chaco), que en cierta forma tiene una incidencia en la literatura a través de los hechos que llegaron con la confrontación bélica. El Dr. Eusebio Ayala había calificado la contienda del Chaco como “la guerra estúpida”. Alfredo Seiferheld, por su parte, con mayor precisión indicaba en su libro “Economía y petróleo durante la Guerra del Chaco” cuanto sigue: “El humilde agricultor paraguayo, parasitado y sin buena alimentación, se convirtió en soldado trocando sus rudimentos de labranza por el fusil. En Bolivia, el indio quechua y aimará y el minero expoliado secularmente, bajaron a un territorio del cual ninguna noción tenían. Ambos se enfrentaron sin odios, sin conocerse”. (...) “La oligarquía taninero-ganadera del Paraguay y los barones del estaño en Bolivia, empujados ahora por los hallazgos petrolíferos, se vieron enfrentados en una lucha de intereses, sin por ello dejar de desconocer, por lo menos en punto al Paraguay, un verdadero sentido de identificación patriótica con relación al territorio del Chaco, sobre cuya posesión secular venía enseñándose en las escuelas de toda la República”.

Sin lugar a dudas, sobre la siniestra inminencia de la guerra sobrevolaba un importante factor de poder del siglo pasado. Se trata del petróleo, descubierto en Bolivia y cuya exploración y explotación estaba a cargo de la Standard Oil, este hecho despertó notablemente el interés boliviano por una mayor extensión geográfica. De cualquier manera, la Guerra del Chaco marca otro de los recuerdos lamentables de América del Sur. Aquel sangriento episodio de la historia dejó correr ríos de sangre a lo largo de tres años antes de la firma de los protocolos de paz, que se consumó en la ciudad de Buenos Aires el 12 de junio de 1935. ¿Cómo se presentaba el escenario antes de la contienda chaqueña? En Bolivia, Juan Bautista Saavedra ocupaba la presidencia de la República (1920) representando al Partido Republicano que, en cierta forma, provenía del Partido Liberal. A lo largo de ese proceso en Bolivia crecían las inversiones estadounidenses, especialmente en el rubro de la minería y el petróleo. Ya en 1930, a consecuencia de la Gran Depresión en EE.UU., el país del Altiplano se sintió fuertemente sacudido por la crisis. Tras esos años de poder del presidente Hernán Siles Reyes, aparece su sucesor, Daniel Salamanca (1931-1934), para abocarse de lleno al conflicto de límites con Paraguay. Como se sabe, en una etapa anterior, Bolivia venía siguiendo con mucho interés todo lo concerniente al Chaco Boreal. Se trataba del viejo afán de hallar alguna salida al mar. Entonces, nada mejor que conseguirla a través del río Paraguay-Río de la Plata, para llegar al Atlántico. Por otra parte, se sospechaba que el inhóspito desierto chaqueño pudiera tener bajo su manto importantes reservas de petróleo. En realidad, los primeros incidentes se inician en 1926 con la instalación de fortines, sin que la mediación de la República Argentina sea exitosa para sofocar la controversia.

Con el correr de los años, los enfrentamientos fueron sucediéndose y se supone que el presidente Salamanca, con graves problemas con la clase obrera y campesina de su país, desvió la atención popular hacia el conflicto armado con Paraguay.

Asimismo, debemos mencionar que nuestro país estaba aún en un dificultoso proceso de reconstrucción nacional. Los vestigios de la Guerra contra la Triple Alianza y los tortuosos avatares políticos eran ingredientes negativos que marcaban letalmente a la nación. El Paraguay sufría la presencia de gobiernos penosamente inestables, tómese como ejemplo que entre los años 1920-1932 se sucedieron nada menos que diez presidentes. Con el estallido de la Guerra del Chaco, gobernaba el Dr. Eusebio Ayala (1932-1936), quien tuvo que hacer frente a los graves incidentes fronterizos que desembocaron en guerra abierta en

1932. En este escenario, Bolivia exponía una fuerza notoriamente superior a Paraguay por contar con una población casi tres veces mayor y por poseer un ejército bien adiestrado por militares alemanes de alta graduación. Sin embargo, aquella superioridad numérica tropezó con la dificultad de combatir en un centro de operaciones muy diferente al territorio boliviano. Eso motivó que se produjeran grandes deserciones de los soldados bolivianos (en su mayoría de extracción indígena). Lo cierto y concreto de todo esto es que a lo largo de tres años los bolivianos sufrieron alrededor de 60.000 muertos y Paraguay más de treinta mil. La parte culminante de la contienda chaqueña llega el 12 de junio de 1935 con la firma en la ciudad de Buenos Aires de los protocolos que marcan el cese de las hostilidades. De esa forma, se levantaba el telón para iniciarse inmediatamente la segunda parte de aquel prolongado momento que selló definitivamente el Tratado de Paz. Ese hecho ocurrió el 18 de julio de 1938.

La importancia del protocolo de junio de 1935 es que autorizaba al presidente de la República Argentina a convocar una Conferencia de Paz, que inició sus sesiones de manera oficial el 1 de julio de ese mismo año en Buenos Aires, con la participación de representantes de Argentina, Brasil, Chile, EE.UU., Uruguay, Perú y Paraguay, cuya delegación estuvo encabezada por el Dr. Gerónimo Zubizarreta. Otros destacados delegados acompañantes fueron los doctores Higinio Arbo, Vicente Rivarola, Venancio Galeano, César Vasconsellos, Efraím Cardozo, Julio César Chaves. El inicio de las sesiones se produjo mediante una serie de cuestiones protocolares como: la verificación y cumplimiento de los protocolos del 12 de junio del 35, la resolución y prolongación de la tregua acordada, declaración oficial del término de la guerra, determinación de las líneas separatorias de los ejércitos y desmovilización de los mismos, intercambio de prisioneros, entre otros puntos. Pero bien pronto aparece (tanto en Paraguay como en Bolivia) una fuerte ola de desestabilización política.

El 17 de febrero del 36, por ejemplo, estalla en Asunción un movimiento militar, con apoyo de algunos sectores de la civilidad, que depone al gobierno liberal de Eusebio Ayala, quien ganó prestigio como conductor político durante la guerra. El reemplazante fue un connotado héroe de guerra, el coronel Rafael Franco. Ese conflicto interno en Paraguay motivó el cambio total de la delegación paraguaya que buscaba la firma definitiva de paz en la Argentina. Los ya nombrados fueron sustituidos por el Dr. Isidro Ramírez, como presidente, y los doctores Miguel Ángel Soler y Marco Antonio Laconich, como miembros. Posteriormente, el héroe y conductor de las fuerzas paraguayas, mariscal José Félix Estigarribia (1939), llega al poder. Su mandato fue breve, pues en 1940 perece en un accidente de aviación. De ahí en más, se hace dueño de la situación, entre 1940-1948, el general Higinio Morínigo, quien se fortaleció durante la coyuntura que le ofreció la Segunda Guerra Mundial.

En Bolivia también la efervescencia subía los termómetros, pues en 1936 el coronel David Toro expropió nada menos que los yacimientos petrolíferos de la Standard Oil. Entre 1937-1939. Toro fue sustituido por el general Germán Busch, quien promulgó inmediatamente una nueva Constitución, tomando como modelo el mexicano, que daba especial cabida a las relaciones con la clase obrera y la nacionalización de la economía. La muerte de Busch dejó el campo político a los generales Quintanilla y Peñaranda quienes volvieron a reprimir duramente a las fuerzas sociales e inclusive durante la conflagración mundial tomaron partido a favor de los aliados. Conste que el mayor Gualberto Villarroel llegó a la presidencia, impulsado por un brote revolucionario, para intentar nacionalizar el estaño. Aquello le valió su vida, pues fue asesinado en 1946.

En un importante trabajo investigativo que fue presentado en la Universidad de Bielefeld (Alemania) Wolf Lustig se refiere de manera notable a la expresión artística de aquellos años en Paraguay. En su ensayo investigativo “Chacore purahéi, canciones de la guerra. Literatura popular en guaraní e identidad nacional en el Paraguay”, Lustig expone el género popular y patriótico, rescatando la importancia de la literatura en guaraní que da la idea precisa de un pueblo que en un 90% se expresa en lengua nativa. En ese contexto, se refiere a la canción épica que ya tuvo sus raíces en la Guerra del 70 y que se afianzó mucho más durante la contienda del Chaco. Wolf Lustig determina que la misma es una expresión relativamente espontánea y auténtica de un nacionalismo popular mayoritario que, además, forma parte orgánica e inseparable de lo que se reconoce como patrimonio cultural paraguayo y que es actual en el sentido de que hasta hoy pertenece a la cultura viva del pueblo: se oye en la radio, se canta en las fiestas y las reuniones de los partidos políticos, se sigue grabando en discos y casetes y no ha desaparecido de los repertorios de los conjuntos folclóricos. En ese sentido, menciona especialmente a Emiliano R. Fernández (1894-1949), poeta bilingüe (guaraní-español), quien sintonizó con sus versos el modo de ser de los más humildes del Paraguay. Si bien Emiliano R. Fernández no reunió sus poemas en un libro, los mismos están dispersos en revistas y se volvieron inmortales a través de la música. Los versos de Emiliano sirvieron como soporte patriótico a los soldados paraguayos que combatieron en las trincheras. “13 Tuyutí” representa la tónica popular en su más alta expresión. Se trata de la exaltación a quienes combatieron en Nanawa (20- 24 de enero 1933) como muralla viva para contener a las fuerzas bolivianas. Emiliano R. Fernández comienza a escribir en la década del 20 cuando se inician los primeros síntomas de guerra entre Paraguay y Bolivia. De 1927 data “Rojas Silva rekávo”, canción donde hace referencia al teniente Rojas Silva, quien fue muerto por una patrulla boliviana cerca del Fortín Sorpresa. En realidad, el proceso que abarca la Guerra del Chaco ofrece todo un escenario de revalorización de la cultura paraguaya de expresión guaraní, más aún porque un número considerable de poetas y artistas participaron en las luchas como soldados.

En el ensayo “Paraguay: narrativa e historia de una isla sin mar” (1998), Mar Langa Pizarro, de la Universidad de Alicante, nos dice: “La guerra contra Bolivia por la posesión del Chaco (1932-1935) supuso el fortalecimiento del ejército y favoreció la vuelta al nacionalismo. Con la guerra, renacieron los poemas populares en guaraní y los reportajes, crónicas y obras testimoniales y literarias en castellano” (6).

 

NOTAS

(1) Fernández, Miguel Ángel. “Rafael Barret-Germinal-Antología”. El Lector, 1996.

(2) Vallejos, Roque. “La literatura paraguaya como expresión de la realidad nacional”. Segunda edición. Editorial Don Bosco, 1971.

(3) Plá, Josefina. “Españoles en la Cultura del Paraguay”. Editorial Araverá. Serie Ensayos Nº 2. Asunción, Paraguay, 1985.

(4) Guanes, Alejandro. “Antología poética”. Edición y estudio de Hugo Rodríguez Alcalá.

(5) Amaral, Raúl. “Escritos paraguayos”, 1ª parte. Ediciones Mediterráneo, 1984.

(6) Langa Pizarro, Mar. “Paraguay: narrativa e historia de una isla sin mar”. Suplemento Cultural de Noticias el Diario, 7 de junio de 1998.

 

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