en los talleres de Editora Licotolor
Asunción, Paraguay (111 páginas)
ADVERTENCIA
La fraternal invitación de los amigos editores de ALCANDARA para incorporar mi producción en verso a su Colección Poesía, me alegra y al mismo tiempo me pone de nuevo ante una evidencia que habría querido seguir olvidando: el hecho de que en mi actividad de escritor no existió nunca un auténtico trabajo poético digno de tal nombre.
Me alienta la confianza y adhesión de estos amigos en momentos en que ALCANDARA está realizando y consolidando un hecho de cultura de inestimable significación y trascendencia: rescatar y hacer presente la poesía paraguaya actual desde sus raíces a sus horizontes más amplios en un conjunto orgánico de volúmenes, el primero en su género en nuestro país. Esto debe alegramos y por supuesto nos compromete a todos. No podría entonces negar el aporte que se me pide, por ínfimo que sea. Debo sin embargo una explicación a ALCANDARA y a sus lectores.
Después del levantamiento de 1947, que inauguró la lucha actual de liberación de nuestros pueblos latinoamericanos y el mayor éxodo que registra su historia de exilios y destierros, sentía que debía destruir todos los ejercicios líricos anteriores con los que había intentado en vano, desde mi adolescencia, acercarme a la Poesía.
Aquel “auto de fe” no significó de mi parte un adiós y menos un repudio sino el único acto de afirmación y acercamiento esencial a la Poesía, que a la hora de la verdad de un desgarramiento extremo podía brindarle y que esos malos versos estorbaban.
Por motivos distintos se salvaron los originales de El Naranjal Ardiente, un material en carne viva demasiado reciente surgido de aquel descuajamiento individual y colectivo. Esos papeles de proscripto quedaron desde entonces guardados con el “puñado de tierra” que contenían, con las cenizas de un tiempo de sangre y de muerte para nuestra sociedad en lucha por su libertad y que a todos de una manera o de otra nos había lacerado.
En 1960, las ediciones DIALOGO exhumaron parte de ese material: algunos de los Sonetos del Destierro y las elegías en memoria de Hérib Campos Cervera y Roque Molinari Laurín, componentes de nuestro grupo Vy’a Raity, escritas estas últimas en 1953. Con ellas cerraba definitivamente mi etapa poética, según lo expresé en el colofón de aquella edición.
Posteriormente, en 1971, la revista ALCOR, en una edición especial de su segunda época, publicó las versiones libres inspiradas en algunos de los mitos del Génesis de los Apapokuva-Guaraní, recogidos por Curt Nimuendalu Unkel y traducidos por nuestro compatriota Juan Francisco Recalde. Los capítulos correspondientes a Requiem del Fuego y a Ñane Ñe’ẽme han permanecido inéditos en su totalidad.
Consciente pues de sus limitaciones y sólo como testimonio de causa, entrego a ALCANDARA estos terrones carbonizados de una “gran catástrofe de recuerdos”, abono y levadura también de vida nueva y nuevas esperanzas.
Augusto Roa Bastos
Toulouse, 1° de enero 1983
REQUIEM DEL FUEGO
Upei opoko tataupare
ho’ysã jevyma ity
Despues toco el lecho del fuego,
ya etaba frio
Genesis guarani
DE LA MISMA CARNE
Es la tierra imposible
que a tu imagen te hizo para de sí
arrojarte
LUIS CERNUDA
Dejé al poniente
la franja tutelar de la cigarra;
un pueblo como un árbol y su ardiente
madera
que en mi caja de hueso y de memoria
construye su guitarra
doliente
en lo más vivo de mi escoria.
El pecho agujereado
deja ver el latido
tanteando las paredes
del lado más despierto y desvalido.
(Resístele, si puedes)
El tronco empayenado
crece todas las noches en el valle;
gime y se desespera
cuando huele mis pasos
sobre el distante asfalto de la calle
en que vivo.
De obstinada manera
tiembla en voz alta en todos mis pedazos.
Temo que no se calle
si no voy esta noche a la frontera.
Conteniendo el aliento
lo escucho entre el rumor de los hachazos.
(Ni una pausa siquiera)
Su quejido es tan fuerte
que me alumbra la cara
y me oscurece el pensamiento;
tan delgado el temblor que nos separa
y esta pared silvestre tan ligera,
que un latido sangriento
pone de pie mi vida a cada golpe
que destroza a lo lejos su madera.
MADRES DEL PUEBLO
No cayeron tumbadas por las balas,
se inclinaron tan sólo hasta la tierra.
Madres adolescentes, centenarias abuelas,
toscas mujeres, madres suaves,
piedra humana doliente,
leve corteza
germinal.
Madres de estibadores,
rugosas campesinas,
chamuscadas obreras,
demacrada legión con el rayo en los hombros
y la noche en las trenzas;
madres de embarcadizos
con ojos desgastados por los puertos distantes,
chiperas estrujadas como el maíz,
lavanderas como agua de arroyo,
tejedoras que tejen con el hilo nocturno de su entraña,
burreras matinales,
pastorales mujeres,
esposas, hijas, novias populares,
y también hijas sin padres,
madres sin hijos...
En todas, pero en todas
la patria amanecía con profundas ojeras.
Su vientre,
pan de tierra;
su vientre taladrado por el dolor y el hambre;
su vientre, abeja valerosa,
hizo el panal, la vida, su miel
amarga y áspera,
a la luz de una vela de sebo,
en pobre catre,
mirando un techo de hojas,
la noche, el cielo triste
del amor y la muerte.
No caísteis tumbadas por las balas.
Acercásteis tan sólo hasta la tierra
vuestros ojos intensos
para alumbrar la noche de los mártires,
su corazón dormido en vuestros brazos,
en su cuna natal.
LA MANO SOBREVIVIENTE
I
La mano murió despacio,
no quiso morir tan pronto;
la mano del combatiente
sobre el lento cadáver sonoro.
Anudada y desnudada
se vestía de su puño,
desvistiéndose por dentro
de su crepitar maduro.
En el estero y la noche
prohibiéndose morir
pestañeaba a la muerte,
dura junto a su fusil,
la mano del combatiente
sobre el lento cadáver sonoro.
Buscaba un gesto la mano.
No lo supo recordar.
El muerto se puso entonces
a sonreír y a llorar.
II
La mano sobreviviente
no quiso morir del todo;
dijo: “¡No quiero!” y se alzó
sobre el lento cadáver sonoro;
le cerró la boca rota,
puso en orden su descuido
y después veló a su lado
como un ojo endurecido.
III
La muerte llega tenaz
con sus pisadas de hueso,
silenciosa y a compás
de sus palmabas sin ecos.
IV
Poco a poco el puño se abre
y erizada en su furia salvaje
la mano vuelve a bajar
sobre el lento cadáver sonoro
para gritarle al oído:
Compañero destruido,
hoy no te puedes morir,
hoy no podemos morir,
hoy no se puede morir.
NOCTURNO PARAGUAYO
llora, llora urutaú
en las ramas del yatay
C.G. S.
a los que trabajan en el
taller de poesía Manuel
Ortiz Guerrero
I
Mas que la noche pura del recuerdo
en mí la noche con su cola incendiada.
Mas que su planetario panal
o el rutilante peso
de su corona de rumor y rocío,
golpea en mí su rama de enlutado silencio,
su estambre gorjeante de arteriales latidos,
su serpiente sonámbula de azulado metal.
Elitros y pezuñas
callaron sobre el cuero de la luz, arrugado;
calló la miel de fuego
en el tenue tam-tam de los azahares.
Todo cayó en la arena.
Igneo traje empapado de cocuyos, el latiente
esmeril de la noche,
mástiles de las nubes, aguas, serenatas sonando
desde la sangre del amor,
corren, huyen, se apagan velozmente
sin la memoria de mi cuerpo,
borran aquel espacio primaveral
donde mi vida ardió,
donde arde todavía como una sal secreta
molida entre el aroma campesino que sale
cabeceando de florales axilas.
Oh quietud sepulcral
que mides con disparos mis latidos
y ruedas por mis médulas y me tasas la lengua
con ala membranosa,
trapo negro del odio,
murciélago feroz.
Cavo y busco en la sombra,
muerdo un óxido seco de amuletos quemados,
un olor descompuesto de cielo entre las hojas.
Llamo, pregunto y vuelvo sobre mí
pero sólo duplican mi ansiedad y el silencio
mil ecos sigilosos de aquel último grito,
y nada se adelanta a mi encuentro que no sea
aquella noche triste, aquella noche,
su brusco fogonazo
petrificado al fondo de mis ojos
en el más hondo socavón que viaja
en mis huesos.
Suelta la polca lánguida
el hueso melodioso roído por la espuma
del lamento;
rasga el corochiré la retina del bosque
hecho un gran pétalo de vidrio
quebrándose en fragmentos de tinieblas.
Donde ayer, coronada de luceros,
mi tierra galopaba dulcemente en la brisa
con sus poblaciones dormidas
en la noche estival,
sólo quedan los cuerpos yacentes
en su sueño sin sueno,
la más dura tiniebla sin fin.
Una inflamada mecha
untada en sangre, en pólvora, en hiel,
sube desde los pechos destrozados
en los esteros,
arde por todas partes, quema la noche,
toda la noche,
el cuerpo elemental de mi país de madera
hasta hacerlo carbón, hasta hacerlo borrón,
hasta hacerlo silencio...
II
Cómo asir esta espina de fuego
incrustada en el alma.
Cómo decir, contar o responder
a preguntas vacías
entre el exasperado desorden
y el inaudible grito que aún nos hiela
la sangre,
que hubo una vez entre palmares y siglos
y jazmines
un país de rocío, una isla de tierra
rodeada de tierra,
el corazón purpúreo de América
del Sur.
La fiebre de los meses manando
por los poros
mancha con un sudor sangriento los pañuelos
que uno lleva a los ojos.
Cómo sin que se caigan a pedazos los labios,
explicar por ejemplo,
que hay cabelleras blancas sobre cabezas
núbiles
y pulmones que aúllan a la muerte
y ojos adolescentes ya de rescoldo y tierra
tiritando apagados
en el fangoso tremedal de los esteros
o bajo el párpado de piedra de las cárceles
llenas hasta los bordes
de su agua humana hambrienta y sedienta.
Lo que agoniza y sufre tiene letras terribles,
entrañas como dientes
y follajes de nervios,
páginas que nos queman la mano, el ojo,
el ánima.
Cómo escribir entonces un reflejo sombrío,
dibujar una boca
que hable y diga y cuente desde él fondo
del pecho
lo que está allí enterrado
bajo espesas cordilleras
de blasfemia y suspiro.
Nada mas que la luna
sobre los grandes ríos,
sus pómulos cobrizos, sus profundas ojeras
de pantano y de fiebre:
un pueblo entero entre los bosques
y el silencio
su argamasa espectral empañando
los árboles.
Y esta resina fresca de los muertos
que aprenden a beber a sorbos largos
su lenta eternidad de raíces calladas
chupando en nuestras llagas
su vid de vida, su hiel infiel,
nutriendo en nuestros ojos
su mirar necesario
y final.
III
Canta el urutaú,
conozco bien su queja solitaria
que hace entre las maderas su aposento,
en el tímpano denso de la noche,
detrás del tiempo, de espaldas
a la luz.
Pero desde el nocturno campanario
del monte,
no dobla por los muertos
sino por los ausentes en lejanos países,
por los vivos que mueren poco a poco
bajo el madero negro de la ausencia.
Porque en la zona roja del tanino,
o en las comarcas del yerbal profundo,
o entre los cocoteros sepulcrales,
suena el sonido puro
de la guerra.
Desde el silencio atado a tantos hueso
que errabundas centellas
agitan por la casa dormida de la noche,
crece el fragor, el vasto son de fuego,
su redoble triunfal.
Más fuerte que el penacho de humo,
más alta que el recuerdo y las palabras,
la fogata natal centellea a lo lejos
y en la noche sagrada dibuja
su reino melodioso.
Un hálito ancestral anda y recoge labios,
anda y recoge pulsos hundidos en la arena,
cose entre las cortezas meteoros caídos
y sobre el terciopelo de la noche
junta estas joyas,
estos eslabones sagrados
que arman la cegadora certeza del triunfo.
La Cruz del Sur está en su sitio,
sube y decora el cielo
desde su empuñadura de miradas y manos;
la sangre combatiente está en su sitio,
el tiempo está en su sitio
y el espacio que falta a nuestros hombros
se llena ya de nuevas frentes
y claridades.
Porque la patria vive
como una gigantesca mano color de tierra;
porque la tierra vive
como una gigantesca llama color de sangre;
porque la sangre vive
como una gigantesca llama color de aurora.
Y en esta luz un pueblo lázaro se levanta y camina.
SONETOS DEL DESTIERRO
Pasos de un peregrino son, errante...
GONGORA
a Miguel Angel Fernández, quien los hizo
andar por primera vez en sus Cuadernos de la Piririta.
CAMINO
Donde acaba la raíz comienza el viento,
comienza el caminante su ostracismo,
rompe el terrón su tenue paroxismo
y se apaga en las manos, ceniciento.
Con labios, no con pies, ando un violento
paisaje como sombra de mí mismo
dejando un silencioso cataclismo
en cada piedra, en cada pensamiento.
Pie de jaguar y corazón de garza,
cielo enterrado a golpes de raíces
en el ala de arena que lo engarza.
Voy caminando y siento en las matrices
del tiempo arder mi vida como zarza,
y hasta en mi aliento encuentro cicatrices.
LOS HOMBRES
Tan tierra son los hombres de mi tierra
que ya parece que estuvieran muertos,
por afuera dormidos y despiertos
por dentro con el sueño de la guerra.
Tan tierra son que son ellos la tierra
andando con los huesos de sus muertos,
y no hay semblantes, años ni desiertos
que no muestren el paso de la guerra.
De florecer antiguas cicatrices
tienen la piel arada y su barbecho
alumbran desde el fondo las raíces.
Tan hombres son los hombres de mi tierra
que en el color sangriento de su pecho
la paz florida brota de su guerra.
ADIOSES
Acabamos nuestros años
como un pensamiento
SALMOS 90.9
ADIOS A HERIB CAMPOS CERVERA
Un puñado de tierra:
Eso quise de Ti
y eso tengo de Ti.
Entre cuatro paredes de blancura mortal,
al filo del nocturno mediodía de agosto,
te vi dormido al fin, hermano mío,
inmóvil y apacible, ya olvidado de todo,
como un niño de sal
en las rodillas negras de la muerte.
Para tu dulce lodo
transido de agonías y nostalgias crueles,
ese regazo frío
de nuestra madre eterna
era por fin el sitio de descanso
que te negó la vida,
el remanso de un lecho sobre el río
del tiempo, la roca de la paz, la cuna tierna
donde tu corazón de polvo nace
en una estrella pura de diamante y rocío.
Y sin embargo al verte
con tu traje gastado, con tus zapatos viejos
acostado en la muerte,
sentí que me sangraban las costuras del alma
con mi dolor de amigo;
que me sangraba el hombro con el peso
de tu esqueleto hecho de espadas y castigo;
que me sangraba el labio con el beso
que a hurtadillas dejé sobre tu frente
como si profanara una ciudad
dé arcángeles dormidos.
A través de las aguas miserables del llanto
vi tu cadáver vivo
temblar un poco
como si aún pudiera despertarse
de su prisión de mármol sensitivo.
Sentí que el ojo me sangraba al verte
dibujado en el hondo arrabal
de tus cielos difuntos, con el rostro
volcado hacia la luz remota
de tu tierra natal, con las manos en cruz
sobre el abismo de tu sueño.
Tu frente ardía en el silencio
de hielo de tu ser sumergido.
El mediodía se había puesto tan oscuro,
y tu frente había crecido tanto
bajo la llama seca de tu pelo en desorden,
que era como una luna
brillando solitaria sobre altas murallas
en la noche secreta del adiós.
Junto a esas murallas
batidas por mi puño ensangrentado
de golpear tercamente en tu piedra invisible,
como un mendigo ciego
yo imploraba en secreto tu voz, tus alas rotas,
tu vida de soldado destruida,
el resplandor visible de tu fuego
que en el costado izquierdo de la patria,
lejos o cerca de ella
era su antorcha melodiosa,
su combatiente estrella
y el pulso musical de su destino.
Quería verte de pie, de nuevo vivo,
ocupar tu rescoldo,
tu hueco doloroso y fugitivo,
retomar tu presencia, andar a nuestro lado
como si nada hubiera sucedido.
Pero estabas allí, yacente, yerto,
sobre tu propio corazón, caído,
y en el silencio puro, soñando aún con los hombres,
vi tus labios de muerto
conversando con Dios.
¡Qué cosas le dirías al oído,
de tu dolor profundo,
de aquella obstinación desesperada,
de tu esperanza sembrada sobre el mundo
como una rama verde en un desierto!
Yo no lloro por ti,
lloro por mí, por todos
los que en amor y pensamiento
ya no tendremos nunca en nuestras manos
la apasionada y suave
corteza de tu pan corporal.
Sobre el limo sombrío de nuestra pena,
en esta cegadora tiniebla que nos dejas de golpe,
tú creces alto y solo,
quebracho transparente hacia las nubes,
con pie de río y brazos de luciérnagas.
El hacha de tu hachero
no talará tu perfección tranquila.
La muerte ha completado tu hermosura
sobre el vacío enorme de tu ausencia,
camarada nocturno de la aurora,
lucero pensativo.
Tu voz canta y solloza en la distancia
y fulguran celestes tus pupilas
sobre el pavés de los jazmines,
sobre las alas de los pájaros,
sobre los labios que te llaman.
En el libro viviente
del pueblo, en sus rugosas páginas
de Verdad y Justicia
amasadas con dolor, con sudor, con esperanza,
quedó tu testimonio de combate,
tu gesto interrumpido,
una flor chamuscada
y un puñado de tierra.
Repartida en las almas
tu materia sonora, tu sustancia de nube, tu condición de flor,
no has muerto, hermano mío. Sólo ahora
tendrás tu nacimiento innumerable,
soldando con tu pan de comunión terrestre
hombros y corazones en la unión
de una paz fraternal.
Entre los rascacielos te despido
de esta ciudad a orillas del río como mar,
con su pueblo profundo
en cuyo umbral
te inclinaste a dormir alucinado
bajo el cielo del sur.
Aquí dejo mi adiós en estos versos
finales que te escribo,
para callar después, para cerrar la puerta
que me enseñaste a abrir
sobre el resplandeciente jardín de la poesía.
Mi mano de poeta
quede clavada aquí, sobre tu cruz,
por siempre.
La vida nos unió, la muerte quieta
no nos separará. Mi pobre sombra
viva atada a tu luz. Y mi
silencio cuelgue su cencerro de arena
al cuello ardiente de tu melodía.
Entre los grandes ríos
de nuestras dulces patrias enlazadas,
la gente humilde, el pueblo
transportará en sus hombros tu corona de hierro,
tu sueño, tu esperanza,
tu retrato indeleble.
ÑANE ÑE’ÉME
Ama’ẽ y paraguay re
che resa angako iká
EMILIANO R. FERNANDEZ
TETÂ AMBUE GUIVE
a Carlos F. Abente
Hyjuiva ñande juru
ñahenoiro hera mi
ndijaivaicha mbyju’i
omohagéva yvytu.
Jepiguaicha ndaje oiko
ñane retã Paraguay
ñembyasy omboje’o
ha mbegue katunte okai.
Ñane muangekoi haguã
tetã ambuepe oguahẽ
ku omboguahuva jagua
tuguy ryakuã ha pyahé
Ara tiricha hendy
ha oikytĩ ñande resa
oisu’uva tetáygua
maymava amo mombyry.
Ña mañake mitã kuera
aníke ña sapymi
vokointe ikatu porã
ña huã’imbante avei.
Ñande retã porãite
ojajai vaekue yma
ogue ha iñipytũmba,
oiko ichugui tapere.
Ñahenduramo oñe’ẽ
pytumbype ha oheka
ñande korasõ renda
ojeko haguá hese,
ñamohendake ipype
ñane retã mombyry
ñame’ẽ haguã ichupe
ñande angapy pu rendy.
Aniangakena jaity
tesaraipe ku ipepo
oikova hoky hoky
ipehengue omono’õ.
Ko tetã ambue guive
jaipovãne ipore’ỹ,
topa ñande rekove
jaiko rangue tyre’ỹ.
TEKOVE HA’EÑO
Ambojerovia haguã
che kyhyje ha chc kera
aiko añemoakãngyta
che kysepe ha nde rera.
Apay vovente ajuhu
ikusugue che akã guype
kyse chavi ha ijypype
peteĩ yvoty che retü.
TESA PYPUKU PURAHEI
a Rudi Torga
— Mba’e tepa nde, che sy, tesa?
— Ovetã mokõi.
— Ha mava piko oñatõi?
— Mandu’a po mombyry.
— Ko’ẽ resay apytepe
kuarahy ojajaipa,
ku yvaga jahayhuha
ndo guejyi che resa ykepe.
— Ñande resa, che memby,
pyhare vai omo’ã,
ha peamome ichugui kuera
omano vaekue omañá.
KUATIA ÑE’Ẽ CHOKOKUEPE OHOMIVA
Ha’evema nde tindy ha ñembyasype
nde koga heñõi’ỹva remyakỹ,
ha’evema itanimbu nde pyta guype
yvy ombopytuhova temity.
Neike eipyhy hatã pe nde pyapype
ha embovevui nde rekove apy,
reipyty võ haguã ko pytumbype
ara pepo ohekava nde ati’y.
Kirirĩ pireguypema osỹsỹi
py’a mbarete ojupíva nde rapogui
ha po’a jehekápe nde rypyi,
Nde rekove py’a rasy reikojgui
ha’ỹi’o pyréma okui nde pbgui
ha peina ohesapéma nde tapyi.
MBARAKA OKARA
a Sila Godoy
Ñembyasy ha angata mboypyri oĩva
amỹi ha mombyry muangekoi hára,
mbegue katu y’hovyicha ojaho’iva
kuimba’e pyti’a, mbaraka okara.
Ko ñe’ã yvyra nde perẽrĩva
ka’aguy teko ypy mborayhu jara,
kuña porã reteicha terã y gara
pe chokokue poguypente ipotyva.
Ipurõ hína mbaraka okara
vy’a marangatu ha’e ombo’yva
ha iku'agui oveve pytũ ha ara.
Ipupe ha’e omoirü purahei kuera
ha ohekyi ñane ãgui ku hendyva
mainumbyicha oveveva, ñande kera.
ÑEMOMARANDU
a Alcibiades González Delvalle
(Ohecha ha ohendu vaekue ikerape
yvyjara poguasu)
Eguapy ekaru ne año
ne ryvatã peve,
kerambu ko ivai
rejapysaka haguã
tembiguai ñe’ẽ po’íve
Ore roha’arõta nde kera rembe’ype
kirirĩhapemi.
Hendy vera ko nde roga poráite,
Karai mba’e guasuetente oguerekova.
Ani nde pijoha,
tatatinante ko ombojaho’íva
nde o’py reke jave.
Oikema nde kotype ka’aguy,
mba’emeguã ryapu,
mboi otureñe’ẽ nde ava apytepe,
peina ñakurutũ
oporandu pytüme nderehe.
Anikena otytyi nde apytu’ũ,
ne’ĩra gueteri
iñapysé ko’ẽ.
Ekaru potĩ porã,
akointe tapiaguaicha,
hei’u mbeguekatu
ku otykyva nde pope
tembiguai ry’ai repy
ha umi mboriahu eta okara
remoséva nde yvygui,
tera remuñaukava
ka’irãi roga guasupe
oñembo tukumbóva Takumbupe.
Nde rereko yvy ha yvypora,
ha ty’ai ore roguereko.
Nde rereko vaka ha plata ita,
ore ry’ai japopyre.
Nde rereko ysyry ha ka’aguy,
ore, teko asy.
Nde mba’eve nde rerekoi,
opaitembae oíva oremba’e.
Opykotyo nde roga omimbipa,
ha ore pytu omboguema itataindy.
Ani nde py’a tytyi
nde kerape jepente eñemoirũ,
nde kangue morotĩ hatĩaimbava
eñapytí porã,
mbokapema emboty pe ne roké
ha yvagante ehenoi
terã umi poguasu nde javeve.
Ore roha’arõta gueteri,
ara jere omopererĩma teko asy.
Mba’eicha ite rupipa ko che rogape
peike peẽ mondaba!...,
resapukái soro pochy vai
ha rendyvu orerehe.
Repay vove
reñanduta nde rova iñapõvõ
nde resa iñakỹ
ha nde rupa he’õ mbaite
ty ha ty’ai ha tesay jehe’a pype,
karai.
Nde mandu’ake orerehe.
ko’ẽró, ko’ẽroitentema voi
jajohecha jevyta
ñambojoja jevy flande reko
ñañemoi peteĩ ñe’ẽme
tekopyty poráme ko yvy apere
opa yvypora mba’e rekotee.
Nde mandu’ake orerehe
jajohecha jevyta,
karai...
ÑEMYRONDE AMYRỸI REMIMONDO
a Félix Fernández
Yvytu kangy oipejuva
ka’aru pytũ vove
hyakuãgueminte ogueruva
vaicha che pire ojope.
Ndaikatuirõnte jepe
amboty che popytepe
omoheñói che retepe
akánundu perere.
Mba’eicha tamo ra’e
aisambyhy ku ipepo
aikatu haguã aipo’o
ichugui juayjhu pyre.
Rasa itema aha’arõ
ko tape puku ku’ape
che ñuguaitĩ gua’u hapente
jepe ha che oñyrõ.
Che korasõ ma ajokuai
ambohakykue reka,
marãmove ndo topai
ha’e jepeve opyta.
Kuarahy japopyre,
ñane retã ojaho’i
heta mba’asy vai
imberu no’ó hese.
Ho’a jave pyhare
ndohasaveima yvytu
okuera che akanundu
agüe paite mi rire.
YÑYPYRŨ
Ñanderuvusu vino sólo.
En medio de la oscuridad se dejó ver.
Ñanderuvusu tenía el sol
sobre el pecho.
Selección de textos inspirados en algunos de los cantos que componen la Leyenda de la Creación y Juicio Final del Mundo como Fundamento de la Religión de los Apapokuva—Guaraní, recogidos por Curt Nimuendalú Unkel.
EL PRINCIPIO
Ñanderuvusu ogũahẽ ouvo,
Ñanderuvusu...
Le precedía un trueno silencioso.
La oscuridad tapaba los caminos,
pero su diestra relampagueante
apartaba las tinieblas
aproximándose
con un sol sobre el pecho.
Desde mucho antes de aparecer
en medio de los murciélagos eternos
Ñanderuvusu envió signos
de su presencia solitaria.
Ñanderuvusu, el Gran Padre,
dueño de la luz que aún no era la luz,
del viento que aún no era el viento,
del agua que aún no recogía rostros
y montañas
con la punta de su lengua húmeda.
No había caminos
en la gran noche del principio.
Sólo Ñanderuvusu conocía el camino
.......
CASTIGO DE KUÑA
Cuando otra vez la garza del amanecer
con sus alas doradas
quebró el ojo de la lechuza,
Ñanderuvusu empezó a talar los árboles.
Cedros y lapachos, troncos oscuros de timbó
caían sin ruido sobre la tierra perfumada
y en el rozado espeso por el polen
un repentino maizal
tendió al aire sus verdes espigas.
Ñanderuvusu ordenó a Kuña:
- Vete y recoge el maíz.
Kuña venía de la sombra
donde vio convertirse a su lado al primer
hombre, a su hombre,
en un rescoldo de hombre.
Dijo malhumorada:
— ¿Cómo si acabas de talar los árboles
quieres que crezca ya el maíz?
Yo no soy tu mujer, soy la mujer
de Mba’e-Kuaa,
a tu hijo no lo tengo en mi vientre,
tengo el hijo de Mba’e-Kuaa.
Ñanderuvusu
poderoso le habló:
- En tu cuerpo, en tus venas, en tu sueño,
en tu sangre,
separados pero juntos están
los dos brotes
que han de salir de tu vientre,
vete a buscar su alimento.
La mujer obedeció.
Sin volver la cabeza,
con el cesto de mimbre
que Ñanderuvusu le entregó
se alejó hacia el maizal.
Mientras iba marchando,
desde su vientre el hijo le pidió
una flor.
Kuña se dio un pequeño golpe
sobre el ombligo:
— No estás aún en el mundo,
¿para qué quieres una flor?
Dime más vale adonde fue tu padre,
después te daré la flor que me pides,
la flor que está creciendo para ti
en el futuro.
Una avispa picó en el labio a Kuña.
Ella arrancó una flor y echó a correr.
Ñanderuvusu antes de partir
desvió las rutas, los caminos,
todas las direcciones y las vetas
en la roca, en el aire, en el agua,
en los bosques,
para que los vivientes
jamás pudieran alcanzar el término
de sus viajes.
Tendido está en su hamaca
dormitando.
Debajo el tigre azul también dormita
ronroneando
a la luz de la luna.
Desde el lento vaivén de su hamaca
Ñanderuvusu contemplará
la muerte de Kuña bajo las garras
de la Abuela- tigre primigenia,
el nacimiento y las aventuras de los mellizos
que resucitarán a su madre
en su figura hecha de barro
encamando los huesos, la memoria, la vida,
tan parecida a la que fue,
que hasta la picadura de la avispa
dejará ver su aguijón en la mejilla.
El menor de los hermanos
querrá beber la leche de la madre,
se arrojará sediento a mamar
el seno izquierdo.
La figura de la madre se esfumará
nuevamente.
Pero Kuña, la mujer,
la madre, nuestra madre,
ha de volver un día
para anunciar a sus hijos terrestres
la destrucción.
LA DESTRUCCIÓN
Del Naciente al Poniente,
rebotando en las espaldas pétreas de los cerros,
rodando bajo tierra,
desde las nubes y los árboles
volvió a caer como un gran trueno
la voz de Ñanderuvusu
anunciando a la raza del hombre
su perdición.
Guyra-Poty, el jefe aguerrido y amado,
el de nombre de pájaro y corazón de pájaro,
miró a su gente paralizada por el espanto
como cuando entre las takuaras los venados
ven de pronto chispear
la córnea ponzoñosa del tigre.
Guyra-Poty ciñó a su frente
la corona de plumas,
se arrodilló y abatió la cabeza
para escuchar el sordo palpitar
de la tierra.
Luego se irguió
y ante la Casa-de-las-Plegarias
reunió a su pueblo
y le habló con palabras sonoras.
— Ahora debemos caminar hacia el Naciente
hasta donde la tierra se junta
con el agua.
Esta es la Tierra-de-Perdición.
Debemos llegar a la Tierra-sin-Mal
porque la destrucción se está acercando.
— Ahora debemos marchar y danzar
a compás del canto sagrado.
Durante cuatro inviernos, a su luna de hielo,
tendremos que danzar.
— El fuego y el agua caerán sobre nosotros,
el agua y el fuego, la saliva y la furia llameante
del tigre azul eterno
que se apresta a saltar sobre el mundo
desde el regazo de Ñanderuvusu.
— Danzad, danzad sin término,
durante cuatro inviernos tendremos que marchar
y danzar
hasta hacer que nuestros cuerpos se nos tornen
livianos, transparentes, como el plumón
que vuela solo
una vez desprendido del pecho del halcón.
— Danzad, danzad ahora
golpeando la tierra con el ritmo creciente
de nuestros largos arcos.
En medio del gran ruido
Ñanderuvusu hablaba a Guyra-Poty
y éste transmitía el mensaje a su pueblo.
Su vara de mando,
los arcos largos de los guerreros
golpeaban la tierra
a compás del canto sagrado
marchando y danzando sin cesar.
Guyra-Poty y su pueblo
por la noche danzaban
y por el día marchaban
hacia el lejano horizonte
de la Tierra-sin-Mal.
Guyra-Poty tendía los brazos
hacia la voz y la figura invisible
de Ñanderuvusu.
En medio de la neblina
caían los alimentos y las frutitas negras
del yvapũrũ
para las bocas ávidas de todos.
La multitud marchaba rumorosa
en una larga y sola fila serpenteante
con los arcos más largos.
un solo bosque de arcos largos
avanzando hacia el mar.
Con su gacela blanca sobre el pecho
la hija pequeña de Guyra-Poty
marchaba silenciosa entre los hombres
como el lucero del alba entre las brumas.
Cuando la huyen te caravana
llegó hasta los inmensos parapetos
que contienen el mar
la tierra ardía en una vasta hoguera
hacia el Poniente,
y las trombas de agua caían desde el cielo
para enfriar y ablandar el sostén
de los cuatro palos cruzados.
Ayudado por sus hombres
Guyra-Poty con el hacha de piedra
se puso a construir una balsa
entre los remolinos torrenciales
de agua y de fuego y de viento.
Guyra-Poty empezó a entonar
el canto sagrado del final
mientras el pueblo fue subiendo a la balsa.
Todos subieron y la balsa
moviéndose sobre las aguas tumultuosas
comenzó a ascender liviana por los aires
hasta tocar las puertas del cielo.
INDICE
REQUIEM DEL FUEGO
De la misma carne, 13
Voy a decir un día, 15
Presencia, 17
Madres del pueblo, 19
Entre esos paredones, 21
Turno, 25
Invocación al polvo nativo, 27
La mano sobreviviente, 29
Límite, 31
Memoria de la sangre, 33
Crónica y resumen, 35
NOCTURNO PARAGUAYO
I,41
II,44
III,47
SONETOS DEL DESTIERRO
Camino, 51
Tríptico, 52
De norte a norte, 55
Razón de vida, 56
Sombra del fuego, 57
En la pequeña muerte de mi perro, 58
Pan corporal, 59
La tierra, 60
Los hombres, 61
ADIOSES
Donde la guarania crece, 65
Adiós a Hérib Campos Cervera, 67
Ala de sombra, 73
ÑANE ÑE’ẼME
Teta ambue guive, 59
Tekove ha’ẽño, 81
Tesa pypyku purahei, 82
Kuatia ñe‘ẽ chokokuepe ohomiva, 83
Mbaraka okara, 84
Ñemomarandu, 85
Ñemyronde amyrỹi remimondo, 88
YÑỸPYRŨ
El principio, 95
El primer hombre, 100
Nacimiento de kuña, 102
Castigo de Kuña, 104
La destrucción, 108
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