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JOSEFINA PLÁ (+)

  LA NIÑERA MÁGICA - Cuento de JOSEFINA PLÁ


LA NIÑERA MÁGICA - Cuento de JOSEFINA PLÁ

 “LA NIÑERA MÁGICA”

Del libro de cuentos LA MANO EN LA TIERRA

Narrativa de JOSEFINA PLÁ





LA NIÑERA MÁGICA

 

(a Olga Blinder)

 

Cuando hizo su aparición por vez primera en casa del doctor, "Minguela"contaría poco más de catorce años. Era morena, el cabello como alambre herrumbrado, los ojos estrechos, sumisa y túmidala boca. Carapé, en ella las tres medidas, pecho, cintura y cadera, eran exactamente iguales. Era Minguela como un rollizo que se moviera vertical sobre un par de piernas muy anchas y cortas. Vestía algo hecho de una bolsa de lienzo que aún lucía sobre los pechos anchos y pegados al tórax las letras negras de su origen: "Azucarera Tebicuary".

No, no era una belleza, Minguela. Y sin embargo, de su persona tosca, como inacabada, emanaba un atractivo indefinible, una simpatía que se infiltraba sutil. Ese atractivo -tardaba uno en descubrirlo irradiaba de su sonrisa: sonrisa humilde, casi triste, casi alegre, que descubría unos dientes grandes pero no desagradables. Una sonrisa que andando el tiempo alguien se animó a llamar seráfica. Ella iluminaba perennemente la cara de pómulos toscos, que al levantarseescondían los ojos tras sus peñascos oscuros.

La señora del doctor no recordaba haberla visto nunca seria. Y esa sonrisa era toda su elocuencia. Nunca, en todos los años que la tuvo cerca, la vio la señora ni una vez impaciente. Los niños daban vueltas alrededor de ella, tizoneándola el vestido, trepando a sus gruesas rodillas; se le subían a la espalda, y Minguela sonreía. Y cosa notable, las criaturas tan gritonas e insoportables antes de la llegada de Minguela, a partir de entonces apenas si se dejaban oír. La sonrisa de Minguela era algo así como un filtro serenador, que se diluía en sus juegos y travesuras apaciguando querellas y amortiguando discordias, sin por eso restar un ápice a la alegría. Sus modales eran toscos comosu persona, pero jamás un bebé lloró al manejarlo ella, ni en sus manos se rompió vaso o mamadera. Esos dedos en apariencia torpes componían ingeniosamente los jueguetes rotos. Las criaturas nunca habían comido tanto ni con menos dengues. Hasta el pequeñoSilvio, siempre delicaducho, la pesadilla de los padres, pareció encontrar en el cuidado de Minguelanueva vida y se puso más animado y de mejor color.

Y no es que Minguela emplease el mimo o la zalamería. ¿Cómo iba a emplearlos, si apenas hablaba?... Su sonrisa resolvía todas las cuestiones y llenaba todos los vacíos. Muchas veces la señoradel doctor después de haber pasado una hora explicándole algo, quedaba con la impresión de haber conversado con ella sólo un instante, y se hacía un líotratando de recordar qué era lo que le había respondido Minguela. Pero Minguela no había hecho otra cosa que sonreír. Otras veces, tras haber visto a sus hijos rodear inmóviles, boquiabiertos y ojibrillantes, como hechizados, a la muchacha sonriente, llamaba a uno de ellos y le preguntaba:

¿Qué les estaba contando Minguela?...

El niñomiraba asu madre con ojos sorprendidos

-Si no nos contaba nada!...

Las amistades de la señora, tras oírle un tiempo ponderar las excelencias de Minguela,dieron en llamar a ésta "la niñera mágica".

AUNQUE Minguela salía bastante a la calle con los chicos y también sin ellos, a encargos; y aunque más de un desocupado le decía cosas al pasar, tardó más de dos añosen tener cortejo.

Era un tipo pocos añosmayor, de rostro delgado y huidizo: cóncavas mejillas, ojos alebrados y cabello en puñalsobre la frente; un tipo que caminaba corno retorciéndose, y al cual tampoco se le oía la voz.Llegaba al oscurecer, y recostado en el poste de alumbrado más próximo a la puerta, esperaba paciente, hasta que Minguela, acostadas las criaturas, salía. Pegados a la valla hablaban horas.

¿Hablaban?... Se les veía juntos, pegados al muro o sentados en el filo de la vereda, y esto es cuanto se podía asegurar. Porque versación articulada, nadie pudo oírla jamás. Pero algún tiempo después la señora notó en Minguela ciertos cambios. Se puso más gorda, aunque siempre guardando la misma proporción en las medidas. Su paso se hizo aúnmás tácito y blando. Su sonrisa, casi alegre, casi triste, permanecía, pero los ojos ahora miraban de cuando en cuanto a lo lejos con una nueva lucecita.

Sin embargo, fue una sorpresapara todos cuanto Minguela desapareció.

El viaje hasta Itauguá era por entonces un verdadero triunfo, por aquellos caminos de profundas rodadasen las que los vehículos quedaban enviscados hasta que una providencial yunta de bueyes venía asacarlos del lodazal; pero la señoradel doctor hasta Itauguá se fue, y se llegó hasta el rancho de la hermana de Minguela, de cuyas manos la había recibido.

El rancho pululaba de criaturas que parecían todas iguales. Bajo la espesa sombra de unos mangos, en un catre cuyas patas traseras, como las de una hiena, se derrengaban, descansaba el autor presunto de tanta chiquillería. La hermana, una mujeruca flaca y malhumorada, dio la noticia.

-La Minguela va tener hijo.

Y siguió rezongando, porque la Minguela ahora quién sabe en cuántos meses iba a poder trabajar otra vez, y si la señorase la llevaba, ni siquiera la iba a ayudar con tanta criatura. Pero la señoradel doctorno le llevó el apunte. Se trajo a Minguela a Asunción, el doctor la recomendó en el hospital y allí tuvo Minguela una nena morenucha, que a las pocas semanas dejaba ya ver los pómulos gruesos y la tosca arquitectura de la madre.

Minguela se volvió a su valle llevándose unos billetes en el seno y un atado de ropa que la señorale dio para vestirse ella y su criatura, porque Minguela había estado enviando a su hermana su sueldo cada ares, y estaba desnuda.

Cuando la señoradel doctor fue de nuevo a Itauguá, cerca de un añodespués -costaba decidirse a hacer el viaje- esperaba hallar ya caminando ala nena. Llevaba para ella un osito que había sido de Silvio. Pudo ver cómo los chicos de la hermana lucían, bien que irreconocibles, las ropas que ella había dado a Minguela, mientras ésta había vuelto a endosar el vestido de bolsa con las comprometedoras letras rotulándole el seno.

-¿Tu criatura, Minguela?...

Había muerto hacía una semana.

-Má chiquita mi se hacía cada día, y hasta que murió.

Sonreía siempre, mirando lejos.

La señora se llevó a Minguela con ella nuevamente a Asunción.

VOLVIO Minguela a cuidar de los niños, y a instaurarse en la casa aquel ambiente de plenitud feliz. Los niños habían crecido un poco, naturalmente, pero ahora había en cambio en la cuna otra criatura, un varoncito, que, como Silvio, era delicado y difícil de criar. Las manos de Minguela, toscas y de torpes modales, tenían sin embargo el don de acallar y adormecer a la criatura, que empezó a dormir mejor y ganar peso.

Hasta que un mal día vino cayendo de repente otra vez por el barrio el tipo aquel de las mejillas secas y el cabello plantado en puñal sobre la frente; deslucido y descalzo.

La señora del doctor creyó oportuno aleccionar a Minguela sobre los peligros e inconvenientes de hacer demasiado caso a los hombres. Minguela la escuchaba con su perenne sonrisa ahora más triste que alegre, sin decir nada. Pero la señora salió del unilateral palique con la impresión de haber escuchado de labios de Minguela una porción de cosas melancólicas y a la vez llenas de razón. Vagamente desasosegada, cuando al llegar la noche, ya en cama las criaturas, vio a Minguela escurrirse hacia el portón como antes, no abrió la boca.

Y todo se repitió con matemática exactitud.

De nuevo se ensanchó Minguela por todos sus diámetros, mientras su mirada se perdía a lo lejos en una misteriosa dulzura: de nuevo su paso se ablandó hasta hacerse como de algodón, y de nuevo un día desapareció sin previo aviso, dejando en las criaturas un vacío irritable y una quejicosa inquietud.

Esta vez, sin embargo, la señora no fue a buscarla a Itauguá. Fue una época pródiga en preocupaciones para la familia, y hubo que olvidarse un poco de Minguela, aunque varias veces se pensó en ir a verla. No había pasado más de un año, sin embargo, cuando Minguela apareció por su cuenta en casa del doctor.

-Vengo ver si todavía pa me querés para tu niñera, la señora.

-Pero, desde luego, Minguela. Ahorahay otra criatura. Una nena esta vuelta, ¿sabés?... ¿Tu criatura?

-Se murió, la señora. Hace un mes.

Por vez tercera descendió sobre la gente menuda la sosegada alegría. Minguela salía poco a la calle, ahora. Cuando las criaturas no se le estaban subiendo a las rodillas o a la espalda, permanecía sentada o en cuclillas, con su sonrisa aún más humilde, como de vaga súplica, los ojos fijos en la lejanía. Las otras muchachas -había ahora dos más en la casa— la tenían en menos y la dejaban de lado cuanto podían, especialmente a las horas de comer. La señora se enojó mucho cuando lo supo por los niños, y dispuso que Minguela comiese en adelante con ellos. Era muy limpia a pesar de su falta total de coquetería.

POR ENTONCES empezó a verse por el barrio a Ña Conché.

Ña Conché era una anciana huesuda, erguida, de atabacado cutis y de greñas sueltas y blancas, a la cual nadie conocía. Alguien dijo que vivía del lado de Trinidad. Había sido casada y tenido seis hijos varones. El marido había muerto dejándola joven: ella había criado sin ayuda a sus seis hijos. De los seis, cuatro habían muerto en Campo Vía, en una misma semana. El quinto, que había vuelto de la guerra sano, murió tontamente unos meses después en un accidente de tráfico. Y el sexto, que regresó del frente herido, había estado hospitalizado durante más de un año, hasta morir también, poco tiempo hacía. Ña Conché, que ya en los últimos meses, y mientras atendía a su hijo en el hospital estaba un poco trastornada, acabó de perder el juicio. Pero seguía manejándose sola. Durante días se mostraba apacible y tranquila, hablando justo lo preciso para ofrecer sus yuyos y alguna otra cosa, poca cosa siempre.

-¿Batatilla, la señora?

-No, Ña Conché. Yo nunca tomo yuyos.

-¿Mamón?...

-Tengo muchos en mi patio, Ña Conché.

-¿Jha coco?

-No hay criaturas en casa, Ña Conché.

Al día siguiente, apacible y desmemoriada, Ña Conché volvía a ofrecer en el mismo portón los mismos artículos, que la dueña de casa rechazaba paciente. Su porte, digno aún dentro de su aspecto extraviado, y su desgracia le aseguraban el respeto. No es sonsera perder seis hijos y quedarse sola, ya vieja.

Aveces, sin embargo, en mitad de un trato, Ña Conché dejaba caer en el canasto los yuyos liados con esmero en ataditos, o los mamones escuálidos, y sentándose en el escalón, se agarraba la cabeza con ambas manos, lamentándose en un lloriqueo flébil, casi aéreo:

-Che memby, ah, che memby cuéra!...

La gente respetaba esos accesos y reprendía a los chicos que la rodeaban remedándola. De pronto, pasado al parecer su ataque, Ña Conché se levantaba, tomaba el canasto, y sin terminar el trato comenzado ni decir adiós a nadie, se alejaba estantigua y descalza bajo el sol rajante.

Minguela trabó amistad con Ña Conché. Acudía al portón a su llamado -a veces antes de que llamase- se sentaba o se acuclillaba a su lado en el escalón, y de vez en cuando encontraba unos pesos para comprarle algún mamón o unos cocos que luego obsequiaba a las criaturas. Y Ña Conché que con nadie hablaba, conversaba con Minguela, es decir, con la sonrisa de Minguela.

Pero en lavida de esta niñeramágica todas las cosas y sucesos parecían destinados a repetirse, y así fue como un atardecer reapareció en la calle el tipo de las mejillas secas, cada vez más flaco y desastrado. ** La señoradel doctor se puso furiosa.

-¿No hay una ley que meta en la cárcel a estos atorrantes?...

El doctor se encogía de hombros.

-Si una mujer no quiere...

 Minguela desapareció de nuevo. Esta vez la señorala buscó inútilmente en Itauguá.Tal vez supiera algo la vieja Ña Conché: pero ésta había desaparecido del barrio también por la misma época más o menos.

Pasaron dos añoslargos.

UN DIA que la señoradel doctor salía de compra, se topó, lejos de casa, con Minguela, rotosa y flaca, en cuyo rostro demacrado la sonrisa seguía luciendo, aunque ahora parecía no estar en su boca, sino flotar sobre ella.

-¡Minguela! ¿Qué se hizo de vos, mi hija? ¿Dónde estuviste todo este tiempo?

Minguela había tenido su hijo en casa de Ña Conché, un ranchoarruinado en el camino a Trinidad. Casi murió al dar a luz, su hijito apenas había vivido unas horas.

Y los doctores me sacaron todo, la señora. No podré tener máhijo.

Al decirlo, sonreía, mirando lejos.

-¿No querés venir otra vez conmigo, Minguela?

-He de venir, la señora.

Pero como pasaron días y semanas y no apareciera, la señora, a quien este encuentro había impresionado mucho, se empeñóen buscarla. Con los pocos datos que tenía, y preguntando a todo el mundo, llegó por fin al rancho de Ña Conché en Trinidad. El rancho era mucho peor de lo que pudo pensar. Peligrosamente ladeado sobre horcones medio podridos, con enormes lamparones de cielo abierto en el techo. Sin puerta. Era un lindo día de otoño. Bajo la enramada de jazmín de lluvia, en una derrengada yacija que sólo conservabalas dos patas de la cabecera, Ña Conché, más negativo de sí misma que nunca, aún más espectralmente blanquigreñuda, yacía boca arriba, los ojos cerrados. Apenas se movía. Por momentos sin embargo, un espasmo sacudía sus facciones color de tabaco, y su boca se abría en un largo, flébil grito:

-Ah, che memby cuéra!...

El doctor y su señora miraban compasivos.

-¿Siempre está así, Minguela?...

Minguela arrodillada al pie del catre, daba de comer a la anciana. Una y otra vez recogía con la cuchara la sopa de leche que resbalaba por sus comisuras cayéndole sobre el cuello: trataba de forzar una cucharada entre los labios violáceos y arrugados. Una y otra vez, con infinita paciencia.

-Así está siempre, la señora.

El doctor y la señorase miraron. Y despacio, sin hacer ruido, regresaron al coche. La señoralloraba. Cuando el doctor ponía en marcha el auto -un auto nuevo: lo habían estrenado para este viaje-aún llegó a ellos por encima del seto de amapola la voz flébil, aguda, del espectro postrado:

-Ah, che memby, ah, che memby cuéra!!



Fuente: JOSEFINA PLA – CUENTOS COMPLETOS

Edición, introducción y bibliografía de MIGUEL ÁNGEL FERNÁNDEZ

Editorial El Lector, Asunción-Paraguay. 2000 (2ª Edición)

451 páginas

 

 

 

 

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