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SARA KARLIK
  NOCTURNO PARA ERRANTES ETERNOS - Autora:SARA KARLIC - Año 1999


NOCTURNO PARA ERRANTES ETERNOS - Autora:SARA KARLIC - Año 1999

NOCTURNO PARA ERRANTES ETERNOS


Autora: SARA KARLIC


ISBN: 99925-51-35-6

Editorial: EL LECTOR

Páginas: 266

Formato: 21 x 13.5 cm

Año: 1999

Libro paraguayo



«Cada caído se asemeja al que sobrevive y le pide explicaciones»

Cesare Pavese   

 I -

Se me hace difícil tocar esa otra parte de la familia, no sé si por blanda o susceptible, o por razones situadas debajo o encima de otras razones que fueron presionadas para que permaneciesen así, sin causar molestias, sin necesidad de remecerlas y vuelen sus pedazos, levantando cejas o, peor aún, voces condenatorias.

Quisiera recobrar ese tiempo, no precisamente perdido. Porque no lo encuentre a mano no debo considerarlo de ese modo, mirar a través de algún vidrio empañado que me obligue a inclinar los ojos o la mirada y regresar para hacerme cargo de historias o hechos que me fueron narrados, situaciones diversas que ya no pueden ser endilgadas a la leyenda, porque la memoria heredada sufre mermas con el tiempo y las historias corren el riesgo de desaparecer.

Me encuentro desorientada, como si recién pretendiese empezar a caminar, tanteando terrenos movedizos mientras imagino que se levanta una gran pira donde el olvido pretendo quemar nombres. Y yo, moderna Juana de Arco, lucho por rescatarlos y no se pierda de ese modo tan vulgar, no el tiempo, sino la historia, aunque después el tiempo presente excusas y dé la impresión de que sus oscuridades tienen forma de solucionarse, que sus pasillos no son tan angostos como para impedir pasos de cuerpos agrandados por los años.

Las ciudades cuadradas de pronto desatan temores cuadrados. Son ciudades que se cortan, que no dejan que la mirada las ausculte, que se guardan como doncellas púberes. Son esas las irrecuperables. Pero no recuerdo haber vivido en una ciudad comparable. Las actitudes eran cuadradas o tal vez encuadradas en principios que fueron desgastándose con el tiempo. La falta de principios inconcebible en aquélla época, una forma de proteger y protegerse para conservar era el espíritu limpio, abierto, sin recovecos donde pudieran ocultarse segundas intenciones. Se lloraba con lágrimas verdaderas por las   cosas más simples y con la vergüenza a flor de lágrimas, como debía ser.

Quizás remitirse al pasado sea un mal de familia, una forma de vida. Además, está el temor de que el presente no tome represalias por el hecho de ser constantemente nuevo y de que volver al pasado sea un precio para adquirir derechos presentes. El futuro mejor no mencionarlo, pues era un asunto que concernía sólo a los dioses, y todos estaban de acuerdo en que no era aconsejable meterse con los dioses. No en balde los grandes libros atestiguan las supuestas prepotencias de las que habían hecho gala los hombres del pasado y de las consiguientes penas que tuvieron que padecer.

Estar «en familia» también era un modo de vida, y quien carecía de ella debía ampararse en otra. Entonces surgían las familias voluntarias, generalmente las que disponían de suficiente espacio en sus casas, estableciéndose de inmediato una relación que, con el curso de los años, desarrollaba un parentesco a veces más profundo que la misma consanguinidad.

Era mucho lo que había que comprender y aceptar en ese estado de observador pasivo con cargo al futuro que conformaban los años indecisos, esos que se equilibraban entre la edad de no ser y querer ser a la vez, una situación sordamente aceptada por quienes ya habían pasado los años cortos y pretendían haberse convertido en depositarios absolutos de la verdad, un mundo dividido entre niños y adultos sin posibilidad de acercamiento, uno donde la palabra cautiva debía permanecer en ese estado, esperando la liberación del cautiverio que sólo vendría con la edad.

No era fácil aceptar o entender que las abuelas y bisabuelas vistiesen siempre de luto por lo que pudiera pasar, para no toparse con la sorpresa y, el tiempo tuviera que correrse y dejarlas entrar para volver a emerger «de acuerdo con la ocasión y como Dios manda». Entrar en desajustes de opinión, carecía de sentido. Parecían heroínas de tragedias pasadas, herederas de tierras áridas. Oscilaban entre la aceptación de la vida y sus placeres y los cargos morales que se elevaban como vestales en reclamos de juicios pendientes. La vida en sí era un acto culpable. Por lo menos eso traslucía la cara de la abuela a través de sus lunares rubios. El amor era aceptado como ensayo de contrición, sólo disminuido por el nacimiento de una criatura como feliz consecuencia.

La bisabuela, a quien también llamábamos la gran abuela o la abuela vieja, era un tema aparte. Buscaba los «vacíos de la ciudad» para encontrarse. Pero eran vacíos diferentes a los que había dejado atrás, cuando la utopía la obligó a cambiar la suya por otra lejana y diferente, como si los recuerdos con que se nace pudieran ser trasplantados o la nostalgia amarrada de algún modo a cierta raíz especial para que cunda hasta esbozar de memoria la ciudad propia, la extraviada por superposición impuesta.

La travesía de la familia, de uno y otro lado, estuvo plagada de miserias que luego se transformaron en historia. Se recurría a ella para tranquilizar dudas y afirmar la elección de la tierra nueva. Una de las abuelas tenía su propio mirador para atisbar el pasado con esos ojos que manejaba como si fuesen taladros o incubadoras de sentires. Hablaba de aldeas, una palabra que hacía delirar la imaginación con su alcance de otras épocas, de blancos y azules como si fuesen los únicos colores del arco iris. Sólo después, cuando pude relacionar el blanco con intensos inviernos nevados, fui capaz de programar la imaginación para ubicarme en esas tierras altas o bajas, no lo sé, pero sí tan lejanas que su abandono era sin vuelta atrás. El azul quizás representaba la cercanía de una ilusoria escalera de Jacob que la abuela Bea guardaba en algún rincón de su aguante para tiempos no tan aguantables, una escalera que la pudiese suspender del aire y tocar el cielo, «para lo cual tendré que arreglarme las manos», decía, «pues el trabajo las torna duras y pueden arañar la superficie».

Todo lo dicho por ella cobraba características de narración fantástica, capaz de homologar los viajes de Gulliver o cualquier otra historia de aventuras. Aunque viniendo de su boca uno podía tener la seguridad de que era de buena fuente y con poca imaginación, sólo la suficiente para que no se note que era auténtica. Me temo que no pocas mujeres, sin considerar las circunstancias, hacen de pronto uso de algún tipo de escalera similar para compensar situaciones de poca monta.

Mi madre, ya perteneciente a la tierra nueva, se adentraba en el sentir de la abuela para comprenderla, conversar con ella sobre los años pasados, buscando compartir lo no experimentado, situarse en esa tierra de origen para ayudarla a una mejor adaptación. El tiempo era ancho y profundo y en él podían caber pasados antiguos o recientes  hasta hacer con ellos pliegues y repliegues y proyectarlos sin que nada se pierda por el camino. No era tarea fácil. Había que hacer gala del recuerdo, atar la memoria a un mástil y convertirse en una suerte de Ulises multiplicado, pero con una prohibición diferente: no la de desoír a las sirenas, sino la de no caer en olvidos que desatendieran las tradiciones. Porque de eso también se trataba, de mantener el bagaje espiritual y religioso y continuaron la nueva tierra con costumbres que no pudiesen incomodar otras, sino enriquecerlas.

El recuerdo se vuelve selectivo. Hay toda una procesión de seres involucrados con una historia anterior que me ha pertenecido. Tengo que elegir, saber a quién invocar. Me convierto en una suerte de sacerdotisa y manejo los hilos del poder que me concede la memoria y se manifiesta con la palabra. Las historias cuelgan de grandes pancartas que sostienen papá, mamá, tío Jako, tío Berni, la abuela Bea, el abuelo Mauri, y otros que asoman detrás de ellos queriendo intervenir. Siento que me impregno de una fantasía heredada y que seré protagonista o narradora de aventuras. Quizás esté cayendo en una espiral de delirio y, cuando termine de hacerlo, formaré parte de lo que deseo o de quienes trato de rescatar. Tal vez sea una falla del tiempo, que propone y dispone al margen de la más empecinada voluntad.

Temo que tío Jako esté detrás de la mano que escribe, la mía. Un niño, que podría ser él, corre detrás de una pelota, ajeno al desarrollo de lo que me mantiene firme en actitud de pensar. Tengo la convicción de que una gran batalla dejará de librarse si retrocedo, si me alejo del lugar donde estoy, en las mejores condiciones de pelear, lo que considero la batalla decisiva que dejará un resultado aplicable a la instauración de otras hostilidades necesarias para el devenir humano. Aunque no deja de atraerme el niño y su juego, y la pelota que insiste en rodar y alejarse, fomentando la persecución del niño y algún posible peligro. «No te alejes tanto, tío Jako», quiero advertirle, aunque no estoy segura de que no sea tío Berni. Imagino que mi padre, por ser el mayor -aunque de edad también infantil-, tenía horarios de trabajo más intensos en esa fábrica de azúcar a la que los hermanos debían llegar cada día, atravesando una distancia consagrada a la nieve.

El niño de la pelota ha desaparecido y en su lugar está mujer.     Tiene aspecto de espera, de aguante, de querer que algo se concrete para retomar la intimidad y no verse obligada a compartirla públicamente. La abuela Bea era pudorosa. Aunque no sé si es ella la que acaba de entrar en escena. La pelota parece haber retrocedido y se encuentra a sus pies, como representando la fidelidad de un perro. Sin darse cuenta, la mujer la obliga a rodar y perderse. «Eran épocas en que muchas cosas rodaban y se perdían irremediablemente», escucho una voz familiar. Un hombre se acerca. Tiene un rostro que no tiende a la sonrisa. Todo en él parece electrizado por una especie de alambrada que lo envuelve, formando una tierra de nadie. Quiero saber quién es el hombre, pero la mente me juega claroscuros que tintinean en el aire, produciendo apariciones de pequeños círculos transitorios. El hombre es un extraño, aunque puede que no lo sea.

La pelota vuelve a la escena. Ahora está pintada de rojo. Ríe y muestra la falta de dientes. Otro niño pasa y con cuidado la levanta, la apoya sobre su pecho y la acuna.

Siento que me han cambiado la escena, que actores invisibles la han transformado en beneficio propio. Hay olor y atmósfera de tiempo pasado. Una carreta pasa lentamente. Adentro, unos indios hablan un idioma que desconozco. Alguien murmura que son escenas de la tierra nueva. Un grito corta el aire, se inserta en un árbol súbitamente aparecido y el viento tiembla hasta obtener un ulular que es captado por tambores. Un lenguaje nuevo intenta imponerse. La abuela presta todos sus oídos. El niño y la pelota parecen haber desaparecido con la carreta. Temo que si surge un barco y lo llenan de piratas, tendré que recurrir al tío Jako para que salte a cubierta y se bata con ellos con la espada heredada de algunos de los zares. Siempre afirmaba que la tenía escondida en el ropero. Pero el ropero ya ha sido abierto y no guarda ninguna espada. Sólo hay una aguja gruesa con la que la abuela Bea cosía los sacos de papa para una cosecha que siempre se corría, sin dar crédito a la responsabilidad de las estaciones.

La cara de la abuela Bea semejaba a la de Penélope, a pesar de su baja estatura, de usar anteojos y tener el rostro lleno de caminos por recorrer. Los sacos salían de sus manos como panes del horno. Para ajustar el presupuesto cosía fuera de las horas dedicadas al trabajo doméstico, sacándose y poniéndose el sueño como si fuese un sombrero.

Ha regresado el niño con la pelota. Temo que se convierta en una imagen recurrente que ahuyente a otras, o sea el detonante que presione la memoria hasta descargarla de tanto atiborramiento. El absurdo parece posesionarse de mis pensamientos y conducir mi voluntad. Tiempos anteriores entran y salen por una puerta constantemente abierta. El hombre extraño ha dejado de serio a consecuencia de un pestañeo. Tiene los ojos cubiertos de una lluvia vaga y reticente, dando la impresión de que jamás irá a recoger sus tules. Es probable que los necesite para llenarse de humedad y no vaya a sentir de pronto el quiebre aparatoso de su esqueleto. Podría estar detrás de una ventana, llenando el vidrio con el vaho de su respiración para que se piense que está vivo y pueda la gente pasar, sin preocuparse de imaginarlo de otro modo. Pero eso sólo conformaría el deseo de otros para liberar culpas colectivas.

El hombre, aparentemente extraño, que se forma por la gracia del recuerdo, es el abuelo Mauri, el de piel tan dura que dificultaba la entrada. Sospecho, con la libertad que ofrece la distancia, que la suya era solamente una actitud para formar mundos interiores que no pudieron calzar en un solo barco, haciéndolo desdoblarse en una pertenencia geográfica. Esto lo llevó a viajar a su tierra pasada y regresar después, en lo que dura el pensamiento, para no dejar de pertenecer a una y otra, no intuyendo que de ese modo sólo se pertenecía a medias. Y esas medias partes conformaban un todo de características bastante ambiguas, aunque la dualidad de hombre extremo en sus silencios y de desbordes era parte de su apariencia.

Sentado frente a la enorme mesa, ubicada debajo de un parral de uvas lilas, tratando de mantener derecho el frágil espejo equilibrándose sobre un atril, cada mañana iniciaba el doble proceso de rasurarse la barba y después la cabeza.

Siempre lo vi así, con el cabello desaparecido o a punto de prender, mostrando, alternativamente, una cabeza de extremos brillosos y blancos negruscos. Mientras se afeitaba, sus ojos no perdían el control de las compras del mercado que María había puesto sobre la mesa, preguntándole el precio de cada producto o conversando con la abuela Bea, quien permanecía como sombra en la semipenumbra de la cocina, una cocina con varias hornallas a carbón y pobre ventilación. La pálida luz que desprendía el foco de 25 vatios estaba siempre   opacada por el humo y por el vapor de las ollas.

Cuando el abuelo terminaba de afeitarse, María le acercaba una palangana con agua. Bajando apenas la cabeza, recogía el líquido con sus enormes manos, manteniéndolas por un momento en el aire para después introducir su cara en ellas, frotándosela en medio de sonidos extraños con la boca. Era tal su forma de frotarse la piel, que durante mucho tiempo me quedó la impresión de que entre sus manos y el agua debía haber alguna piedra porosa capaz de producir esos sonidos tan rasgantes.

Al finalizar el ritual, tomaba la palangana y con fuerza arrojaba el agua sobre alguna planta. Después, parado ante la puerta de la cocina, continuaba su conversación con la abuela, ambos con tonos de voz que siempre me parecieron como de disputa de un lado y de aceptación del otro, y que la fuerza permanecía siempre del lado más fuerte. Ahora no estoy muy segura.

Pienso que la abuela Bea era poseedora de recursos mágicos que le permitían salvaguardar ese aire ingenuamente débil que la hacía verse como una madona descendida de su pedestal, pero sin perder por eso el aire de madona.

Sin restarle fuerza a la influencia de la canícula en esa ciudad de país subtropical, debo reconocer que la fabulación también hacía lo suyo, hasta el punto de forzarme a programarla para su incorporación a la memoria y transitar por ella hasta convencerme de que, pulsando alguna tecla, sería posible rescatar el recuerdo, casi como si se tratara del archivo de una computadora. Sin embargo, ninguna fantasía deja de tener atisbos de realidad, una realidad receptora que funde elementos absurdos hasta incorporarlos como necesidad imprescindible. Es así que siempre he intentado evitar el alejamiento desmedido de una u otra influencia, ambas necesarias para el desarrollo normal de una adolescencia normal.



- II -

La figura de Emma no podía desaparecer así no más de mi memoria. Los fantasmas acosan y a veces acusan como forma de no abandonar presentes perfectos o imperfectos.

La tienda de porcelanas no estaba lejos de nuestra casa, tampoco al paso. Debía caminar algunas cuadras, haciéndome de ánimo en el trayecto para entrar. Por lo general, nunca tenía el dinero suficiente, ni siquiera para preguntar precios, lo que sin duda Emma sabía. Estaba relacionada con tío Jako de un modo que se trataba de convertirlo en cuchicheo, pero lo oculto sólo conseguía desenvainar alguna espada pronta para el ataque.

Siempre pensé que, de tanto estar en contacto con muñecas, Emma había adquirido un acabado de cutis liso y brillante que la hacía semejarse a uno de porcelana. Sólo al estar frente a ella y observar sus movimientos se cambiaba de opinión. Aún así, no podía evitar un pequeño estremecimiento, no relacionado con el clima o la estación. Tal vez yo era demasiado pequeña y mi mente pasaba por arrebatos propios de la edad. Tal vez.

Pero no era posible tener tal exceso de imaginación. Tampoco hubo intención de mi parte. Sólo que ese día, o más bien esa tarde, por la demora de mi paso -de fácil detención ante cualquier motivo- me distraje más de la cuenta y ya atardecía cuando, desde cierta distancia, vi a Emma que cerraba la tienda. Pensé correr para advertirle, por si no lo hubiera notado, que aún era temprano, que nadie cerraba una tienda a esa hora. Pero ella ya estaba dando vuelta la esquina, perdiéndose en el trajín de la calle. Esa vez me privé de la observación cercana y golosa de las muñecas.

De todos modos, me detuve frente al escaparate y, poniendo mis manos en pantalla para evitar el reflejo, apoyé la cara contra el vidrio. Ahí estaban, resplandecientes de brillo. No era de extrañar, pues   generalmente, con paño en mano, acostumbraba frotarlas mejillas de las muñecas como si quisiera arrancarles rubores ocultos. Muchas veces tuve la sensación de que Emma conversaba con ellas cuando la veía mover sus labios en un monólogo silencioso, aunque mi edad no era suficiente para pensar que la mente se le estaba desbaratando.

Emma tenía una mirada lenta, como de querer aproximarse de a poco, sin otorgar demasiado o pecar de insuficiente. Era una Emma diferente de la otra, una dimensión antes no percibida. Sus ojos daban la sensación de navegar en busca de reposo, de algún puerto, de otros ojos donde terminar tanto vagabundeo. Su mirada, no obstante, parecía independiente de su rostro, de sus gestos, de cualquier cosa que pudiese alterarle el paso. Más bien daba la impresión de que iba abriéndose paso. Algo extraño y comprensible a la vez, lo que no dejaba ajeno a quien estuviese dirigida su mirada, la que en verdad era más que eso: era un rostro completo, atento al comportamiento de la gente, de la atmósfera, de los silencios o ruidos. Sus ojos eran de gato o de tigre, de mirar hacia adentro y hacia afuera, de vestir y desvestir con sólo mover las pestañas.

Me pregunto qué la inclinaba hacía esas criaturas estáticas que parecían en constante complacencia. A veces me entraban ganas de abrirles la cabeza para escudriñar su interior y ver si el relleno era capaz de sentir las ondas del lenguaje mudo de Emma. Conocí gente con cierta manía de comunicarse con las plantas, acariciarlas. Entonces no era de extrañar la inclinación de Emma. Todo lo contrario. Hasta lo encontraba comprensible. Sin embargo, nada de eso sucedía en ese momento.

Una calma impactante recorría el interior de la tienda, deslizándose por los espacios vacíos, tratando de no chocar con los objetos, confundiéndose con las sombras que empezaban a oscurecer un lado de las muñecas, una parte del entorno encerrado produciendo trizaduras de miedo en quien pudiese estar observando. Era yo quien observaba y también la del miedo. Tal vez hubiese sido preferible retirar mi cara de la vitrina, recuperar mi expresión y continuar el camino, deslizando el dedo índice a lo largo de las paredes para dejar huella de mi paso. Pero era mucha la atracción que surgía de adentro. Mi cara parecía haberse adherido al cristal. Aún ahora, recordando, hago gestos de querer despegarla.

Algo extraño me mantenía en posición de observante, de testigo quizás. O era el temor de moverme y dejar de ver lo que era preciso ver. O sólo miedo, nada más que miedo paralizante. Pero no. Algo se movía en el interior, a pesar de la impasibilidad de las criaturas de porcelana. Algo estaba sucediendo sin que ellas pudiesen intervenir, o había sucedido precisamente porque su pasividad lo permitió. Una sombra destacaba sobre las otras, la que bien podría ser de algún animal, Pero Emma no se dedicaba a la venta de sombras o de figuras de animales. Mal podría tenerlos vivos. Tal vez, como en los cuentos, una muñeca de las grandes había cobrado vida. Y empezaba a pasearse con movimientos de inspección, aprovechando las sombras. Nada de eso. La sombra se movía trabajosamente, como si algo le impidiese hacerlo de otro modo, una sombra cojeante, probablemente la de un intruso, un ladrón, alguien que, aprovechando un descuido de Emma, se introdujo en espera de la noche.

Tuve el deseo íntimo y desesperado de que un sortilegio me hiciera desaparecer para no verme en la obligación de rendir cuenta de lo que estaba ocurriendo. Porque eso iría a suceder: me presionarían, porque después de todo es lo que se supone que hacen en estos casos. Me encontraba en un callejón sin salida: la enorme sombra tanteando el negro espacio interior, las muñecas riendo en actitud de superioridad, yo queriendo abandonar el lugar sin poder hacerlo y ellos, los responsables de la ley, sobre todo ellos, esperando para obtener mi declaración, confesión tal vez. «Es a Emma a quien deben interrogar», creí decir. Pero mis labios estaban deformados por la presión contra el vidrio.

La sombra continuaba moviéndose, a pesar del esfuerzo que hacía por enfocar mis ojos y tratar de reconocerla. Caí en cuenta de que si intentaba reconocerla era porque la conocía. De nuevo tuve miedo, un miedo pasmante.

Había llegado al punto sin vuelta atrás, por así decirlo. Tenía que saber qué pasaba adentro, quien o qué se escogía o recogía subiendo y bajando un contorno, arrastrándose imposibilitado de hacerlo de otro modo, «¡Emma!», tuvo ganas de gritar. Recuerdo que me salió un grito mudo que me dejó completamente atorada. Creí que no recuperaría nunca más el sonido de mi voz. Sólo deseaba que el reflejo ocasional de las caras de las muñecas, producido por la luz exterior y    el vidrio, me permitiera ver, soslayar, adivinar si fuese preciso la identidad de la sombra, reconocerla o desconocerla. Me daba igual, con tal de ser capaz de concretar la visión, aplacar el miedo y que por fin un grito enorme, que pudiese ser escuchado a varias cuadras a la redonda, encuentre hueco en mi garganta y salga del modo más atolondrado posible.

Fue en ese momento cuando la sombra se enderezó, buscando tal vez una verticalidad salvadora. Entonces pude distinguirlo, con ojos infantiles que eran capaces de ver hasta en la oscuridad. Pero la sombra no era tanta, sólo suficiente para ocultar lo que se quisiese ocultar.

Sentí, imposibilitada de atajarlos, cómo se me salían los ojos, cómo corrían al encuentro del hombre que hacía esfuerzos desesperados por buscar ayuda, cómo caían con el hombre y se levantaban de nuevo.

Sentí rabia de no poder hacer nada y con esa misma rabia, inconsciente y desesperada, golpeé el cristal con los puños, sin lograr que se rompiera. No obstante, pude despegar los labios con el movimiento, con las lágrimas a punto de borronearme la visión hasta que, dándome vuelta, busqué una piedra y con la desesperación aumentada la arrojé contra la vitrina. Entré como pude, esquivando puntas cortantes, llegando hasta el hombre que yacía en el suelo sin moverse. Era tío Jako. No alcancé, a llorar. Volví a atravesar la vitrina rota y corrí como nunca había corrido. Me detuvo el cansancio, el miedo de encontrarme demasiado lejos de la casa, lugar seguro por excelencia. Me detuvo la confusión, el recuerdo de haber visto muñecas de porcelana también en la tienda impecablemente antigua de tío Jako y tío Berni. Apreté los ojos para hacer desaparecer a Emma de mi retina antes de que mi descordura la culpase de asesina. «De cierto modo, lo mataste», pensé, inconscientemente.

Era ya tarde cuando regresé a la casa. Extrañamente, nadie preguntó dónde había estado. El conjuro parecía general. Sólo la abuela vieja aguzó su ojo derecho, el de águila al acecho, y habló como hablan las herederas de silencios culpables: «es sólo cuestión de espera; se le pasará con el crecimiento; son ocurrencias que carecen de futuro». Palabra de... Sí, palabra de la abuela. Mientras, alejaba de mi mente la idea absurda de que los celos me habían producido ese estado de exaltación con el que regresaba a casa. Después de todo, mis derechos eran más cercanos que los de Emma.

La abuela Bea afirmaba que se debía poner la distancia a salvo del sentimiento y también del olvido. Pienso que era una experta en distancias y en lo que éstas producen, arrastran o encierran. De hecho, tuvo que traspasarlas casi como se hace con el tiempo o fundirlas por el camino para evitar molestias en el desarrollo futuro de los días. Era preciso hacerlo a medida que se cruzaban fronteras, sin la seguridad de que constituirían actos temporales, de que habría posibilidad de regresos o que el avance hacia más fronteras, multiplicadas por la necesidad, se volvería constante. No haber cruzado océanos a la edad irrepetible de las sorpresas, de la claridad de juicios sin manchas, me deja en inferioridad de condiciones frente a esa gente, la mía, que voluntaria u obligadamente cambió paisajes, climas e idiomas, sin dejar de lado la fuerza de la religión.

Como en todo movimiento de masas, a los países de adopción llegaba una mezcla de todo. Fue así que en medio de esa mezcla apareció Perel, un pariente de parientes. Era un hombre grande, muy grande para mis ojos de niña. Tal vez lo que más me impresionó de él fueron sus mejillas, protuberantemente rojas, y también su manera de hablar: acompañaba cada palabra con una llovizna de saliva.

Mi impresión llegó a niveles de calofríos cuando, en una de las visitas familiares a la casa de Perel -quien ya había alcanzado cierta holgura económica, constituyéndose en un adelantado en ese aspecto-, ofreció a mi hermano menor duraznos en almíbar, con una enorme porción de crema encima. Eran duraznos carnosos que venían, y continúan viniendo, en los mismos envases y con la misma etiqueta, en los cuales los duraznos impresos se ven tan apetecibles como el mismo contenido. Mi hermano dijo que quería los duraznos, pero sin la crema. Perel, adoptando una desagradable actitud paternalista, palmeó la pequeña cabeza de mi hermano y dijo «pobrecito, no está acostumbrado», lo que era cierto, pues lujos de esa clase aún no podían incluirse en nuestra dieta.

La escena quedó grabada en mi memoria, la que ya empezaba a elaborar futuros para hacer posible el recuerdo retroactivo. No hubo enojos, porque no había tiempo para eso. Además, el sentimiento de familia exigía la firmeza de la relación para cimentar las bases del asentamiento, la adaptación colectiva a la nueva tierra.

Creo que mi padre temía y al mismo tiempo admiraba a Perel,   aunque sus respectivas reglas de comportamiento eran bastante diferentes. Yo sabía que, ante un mismo juego, cada cual aplicaría las suyas. Las de mi padre eran rígidas, inamovibles, y las de Perel todo lo contrario, lo que le permitió un avance rápido en la escala económica, aumentando más aún nuestras diferencias.

Perel, además, era una persona con facha de atropellador. Adelantaba siempre el pecho antes que el cuerpo, y la desproporción entre el torso y sus cortas extremidades lo hacía risible ante los ojos de los demás, o por lo menos para la población infantil de nuestra familia. Se había hecho muy amigo de tío Berni, una amistad incomprensible que sólo podía encontrar asidero en la admiración de Perel por la rapidez con que Berni había aprendido a dominar el nuevo idioma. El acercamiento de Berni hacia Perel sólo era posible achacarlo al carácter de Berni, a su ilimitada disposición para encontrar siempre el lado bueno de la gente, a su forma ligera de tomar las cosas, lo que le marcaba casi un modo de vida.

Tío Berni era igual a mi padre en muchos sentidos y a la vez diferente. Gozaba cada momento de su existencia, sin mirar hacia atrás o pensar en el futuro. Quizás por eso aprovechó algunas generosidades de Perel, entre ellas Elsa, su esposa: pequeña, vivaz, atractiva, demasiado delicada de estampa al lado de su marido. Tío Berni dio que hablar. Elsa aún más.

La liberación femenina no había sido aún inventada, pero el sentido monolítico de familia era difícil de alterar, hasta casi imposible en esos inicios donde la sobrevivencia era puesta en máxima alerta ante cualquier signo de debilidad. De modo que, según se cuenta, Elsa y tío Berni tuvieron un «affaire», palabra que sonaba dura en esos tiempos. No era cuestión de culpar a uno u otro, pues Berni era de esos tipos de hombres fácilmente asequibles, cuya buena disposición hacia los demás se confundía a veces con debilidad. La negación no figuraba en su vocabulario ni en su voluntad, ni siquiera como medio de autoprotección. Tío Berni no tomaba en cuenta el posible daño que podría causarle la relación con Elsa. Quizás pensaba que el «affaire» era nada más que una prolongación natural de su amistad con Perel.

Así que formaron un trío, del mismo modo que se hubiera podido decir «formaron pareja». Juntos iban a los lugares de entretenimiento que ofrecía la ciudad, pues Berni había heredado -quien sabe de qué  pariente colgado del árbol genealógico- el gusto por pasarlo bien, por gozar días y noches con la misma intensidad, por aprovechar lo que pudiera aprovecharse antes de que surjan «interferencias o descargas extrañas» -como decía-, «pues el hombre es igual a una radio: debe aprovechar los momentos de recepción limpia y directa». Esto no lo entendí en su momento. Después, cuando la vida se le hizo muy corta para continuar aprovechándola como le hubiera gustado, aparecieron esas «interferencias», luego la renuncia del cuerpo y por último la entrega total.

La historia del «affaire» comenzó en uno de los viajes de negocio de Perel, cuando pidió a tío Berni que se ocupase de atenderle la tienda, establecimiento bastante grande de venta de prendas de vestir, telas y accesorios importados. «Sobre todo», le había pedido, «ayuda a Elsa a abrir y cerrar la tienda». Eso no era problema para tío Berni, puesto que su propio negocio podía ser atendido por tío Jako, quien además era su socio. De modo que se comprometió con Perel a ayudar a Elsa.

Una de las noches en que le tocó bajar la enorme cortina metálica para cerrar la tienda, sin darse cuenta accionó la cadena muy rápidamente. Consecuencia, la cortina le cayó sobre un pie. El rumor no tardó en ser fomentado: Berni estaba urgido por cerrar la tienda para quedar adentro con Elsa. Al día siguiente vimos a tío Berni cojeando de un pie y sin su habitual sonrisa, tal vez por el dolor que le causaba el machucón. La falta de sonrisa no le duró mucho y tampoco la ausencia de Perel. Su sola presencia al regreso hizo acallar las murmuraciones. El trío volvió a poblar las calles y también las mentes inquietas.

Mi madre afirmaba que la relación de tío Berni con Elsa podría llegar a dañar a su cuñado, dando con ello una muestra evidente de la defensa de un machismo femenino bastante común antes de que surgiera el movimiento reivindicatorio de los derechos de la mujer. «¿Temes que afecte su virtud?», se burlaba mi padre. Sin embargo, había más que eso: una suerte de celos que mamá sentía por las oportunidades que se le presentaban a Elsa, por su vida sin apremios económicos, por las noches llevadas hasta la madrugada en lugares a los que a mamá le hubiese gustado ir, pero que no conformaban el espíritu de mi padre, quien tampoco era dado al gasto fácil de un dinero  que tardaba en llegar y, cuando llegaba, era por la vía de duros sacrificios. «Las noches de oriente del trío», las llamaba mi madre. Pienso que muchas veces se habría imaginado formando parte de ese trío, reemplazando a Elsa. Pienso también que le habría gustado fundir los caracteres tan disímiles de mi padre y tío Berni y luego repartirlos por igual entre los hermanos para debilitar el carácter enérgico de mi padre, quien enfocaba toda su fuerza hacia el trabajo tesonero, herencia directa del abuelo.

¿Se era feliz en ese entonces con tan rígido y apretado estilo de vida? ¿Había algún parámetro para medirla felicidad? Para mi madre, sus paradigmas eran Perel, Elsa y los excesos que ellos se permitían, sin pensar mucho en dificultades que en el futuro pudiesen revertir la excelente situación alcanzada. La visión de un porvenir negro o desordenado siempre produjo en mi padre un alto grado de temor, lo que fue transferido a un miedo de vivir plenamente, recordando la vida dura llevada en su pueblo natal.

Mi padre no creía en segundas oportunidades. Tampoco en vivir con un estilo que estuviese en desacuerdo con la realidad de sus ingresos, Y si éstos mejoraban, entonces se resistía a cambiar el modo de vida de la familia ante el temor de que, una vez probado algo mejor, su habitual conformismo dejase de ocupar su lugar. A veces daba la impresión de que un nuevo destierro podría estar amenazándole y de ahí su esfuerzo para aferrarse al país de adopción. De modo que la posibilidad de cualquier nuevo destierro estaba fuera de su horizonte. A pesar de su enfermizo respeto por el cumplimiento de las leyes, sobre todo las impositivas y laborales -que no era así en el caso de Perel-, su gran dedicación al trabajo, casi sin horario, lo deparó al final una situación relativamente acomodada, en tanto que Perel y otros inmigrantes habían llegado, en el mismo lapso, a acumular más bienes de los que mi padre mismo imaginaba.

Tampoco era del caso tomar a la ligera el gran olfato comercial de Perel y su capacidad organizativa. De ello dio buena muestra cuando se produjo un incendio en su negocio, bien provisto de mercaderías y donde mis ojos quedaban prendados hasta de los artículos más pequeños o poco útiles. Eran tiempos en los que negocio y vivienda ocupaban la misma propiedad, con mayor preocupación por la parte destinada al comercio. «Quedar en la calle», como se suele  decir, ocurre literalmente en estos casos y desmorona al más pintado. Las llamas me parecieron realmente espectaculares; un verdadero acto circense. Aún me parece ver como iban cayendo partes de la construcción, cómo se alzaban las lenguas de fuego buscando quien sabe qué alturas. La noticia llegó a oídos de los parientes con la velocidad del mismo fuego.

En esa época, eran poco frecuentes los incendios en la ciudad y, por tanto, la institución de los bomberos era prácticamente desconocida. Toda la parentela se unió para formar una cadena humana, llevando y trayendo baldes cargados de agua, con lo cual posiblemente se impidió que el fuego se propagase hacia propiedades vecinas, aunque no ayudó a su extinción en menor tiempo. Con tan primitivo método de combate, el fuego duró lo que tenía que durar, esto es, hasta que el último artículo existente en la tienda fue consumido, incluso los libros de contabilidad y sus comprobantes. Sólo los muros resistieron. Todo el incendio podía ser visto desde gran distancia, así como la gran humareda que lo acompañó.

Eran tiempos de edificaciones de poca altura, un verdadero placer para los ojos, que alcanzaban extensiones que fueron estrechándose con el transcurso de los años. Los ojos también fueron perdiendo cierta capacidad a medida que crecíamos. Esa noche fue una de las pocas ocasiones en que vimos a Elsa con la cara lavada. No parecía distinta por la falta de maquillaje, sino como dos tomas diferentes de una misma fotografía. Todos los miembros de la familia, en comunión de sentimientos, estaban bastante compungidos por la pérdida del lugar de trabajo de Perel, de todo el contenido del negocio y de la vivienda, en ese orden.

En medio de esa escena, de pronto una risa, aparentemente controlada o guardada para el momento propicio, resquebrajó el aire y hasta los mismos restos humeantes de la construcción. Al principio se pensó en alguna humorada del diablo -algo que calzaba muy bien con las convicciones de algunos familiares- o en un castigo a Perel por su conocida afición por recurrir a manejos no muy santos en su insaciable inclinación por obtener beneficios a cualquier costo o a costa de quien fuere. Pero ni el misino diablo podía tener una imaginación como la de Perel, cuya risa -era la suya- desbordaba,    dando a entender que nada lo iba a arredrar y que cualquier momento era bueno para empezar una cuenta nueva.

También nosotros reímos, porque había que acompañar la risa del afectado y, por supuesto, brindar, claro que sí, a modo de exorcismo que evite la repetición del mismo desastre. Así que de algún lado apareció, como por encanto, una botella de un licor oscuro. Aún puedo sentir en el paladar su sabor a grosella. Los vasos vinieron de otro lado, tan oscuros como el mismo licor. En medio de las ruinas, todos comenzaron a cantar y se vio bailando a Perel y Elsa, porque brindis, canto y baile formaban parte de un ritual acostumbrado en sus lejanas tierras para alejar futuros males.

Al día siguiente, con gran habilidad, Perel comenzó a dirigir las labores de limpieza. Poco después, tal vez dos o tres meses, la tienda fue reabierta, pero con un nuevo nombre, De «El Gato Negro», pasó a llamarse «La Piedad». Nada de cábala, por supuesto. Todo se hizo con el asesoramiento de Simón, uno de esos primos que hacían deseables las reuniones familiares. Su mujer, Rosa, no le iba en zaga. Fue en su casa donde Perel y Elsa se alojaron hasta que pudiesen regresar a «la casa nueva», denominación que permaneció vigente por mucho tiempo hasta que su desgaste natural hizo que perdiera esa apariencia. Sin embargo, continuó siendo conocida con ese nombre como forma de no dar paso al olvido.

El tiempo que Perel y Elsa pasaron en la casa de Simón y Rosa fomentó visitas casi cotidianas de los parientes. No me molestaban en absoluto, pues para mí eran como vacaciones continuas por el alargamiento poco usual de los días, por las reuniones armadas o desarmadas, por las mesas largas llenas de comida que cada cual se encargaba de traer, por las luces que permanecían encendidas hasta tarde, reflejando en las paredes sombras que parecían figuras fantasmales, por el alboroto de tantas voces que clamaban por el derecho de ser escuchadas, por enterarse de qué familiar quedaba todavía en esas tierras heladas, pero queridas porque se había nacido en ellas, por ver agregadas a la mesa nuevas caras que habían conseguido emigrar. Eran momentos de fiesta continua, de apoyo sentimental, de poner a prueba el sentimiento, de saberlo a mano y disponible, no importara cuándo o en qué circunstancias.

Ya bien entrada la noche, regresábamos a casa después de que mi madre, con tono de asombro, se preguntaba: ¿en qué momento se hizo tan tarde? El regreso lo hacíamos caminando las pocas cuadras que nos separaban de la casa de Simón, pues hasta eso, la cercanía entre una y otra casa de los parientes, debía ser considerada antes de tomar la decisión de arrendar o comprar una vivienda.

Eso era otra cosa: la compra de la casa. Cada miembro de la familia, cercano o sólo ligado por algún grado de parentesco inespecífico, se sentía en la obligación de opinar al respecto, una forma de asegurar -y asegurarse- que fuese una buena operación, aunque a veces el concurso de tantas opiniones, algunas coincidentes y otras no, hacía postergar la toma de una decisión, con el riesgo de que se perdiera una buena oportunidad.

Las compras de propiedades generalmente no requerían de sumas elevadas, pero cualquier monto era importante porque significaba distraer una suma de dinero que bien podría lograr un mejor rendimiento al invertirla en el negocio. Con todo, quien más o quien menos entre los parientes, por el mismo hecho de no haber tenido la oportunidad o los medios para concretar la aspiración de la casa propia en su pueblo natal, marcaba como objetivo de menor o mayor plazo la compra de una vivienda.

En vísperas de mi nacimiento, mis padres decidieron que ya era hora de independizar la casa del negocio. Posiblemente ese fue el momento apropiado para que se embarcaran en el gran proyecto de la casa propia y no seguir arrendando una cada vez más grande a medida que iban sumándose los hijos. Pero el abuelo, hombre acostumbrado al mando, sentenció con su voz barbuda que cada cosa requería su tiempo y que el tiempo de comprar una casa aún podía esperar. Esa sentencia no fue del agrado de mi madre según pude enterarme en una de esas reuniones donde los temas viejos eran reciclados cuando no había nuevos, aunque eso no era muy frecuente pues raras veces faltaban novedades que alimentasen la conversación. Pero, por otra parte, no dejaba de ser importante repetir los temas viejos como modo de formar algo así como una bitácora terrestre.

Mi nacimiento tuvo lugar en «la casa de la esquina», como se la conoció. Dicen que hubo estruendo de bombos y platillos, pues yo era la primera mujer de la familia nacida en la tierra nueva, ya que la abuela había tenido sólo hombres y el hermano que me antecedía también era hombre. De modo que, como ocurre con los reinos, mi nacimiento fue realmente celebrado, aunque no puedo asegurar que fuese con tanta pompa. Los festejos tampoco duraron una semana, aunque lo mío fue un acontecimiento muy importante en el estrecho mundo en que nos movíamos, narrado en colores todavía antes de que el cine resignara el blanco y negro.



- III -

Me ocurre algo extraño: cada vez que intento cruzar el río y llegar a la otra orilla -la de la otra rama de la familia-, el torrente insiste en devolverme. No sé si debo atribuirlo a la comodidad de una situación emocional estable o al temor de descubrir señales que indiquen lo contrario, que irrumpan con toda la fuerza de lo inesperado y sus consecuencias me impidan la inmersión en zonas claras, oscuras o combinadas, de mi memoria. Pero debo hacerlo a modo de terapia que me desligue de favoritismos o predisposiciones.

De pronto las pesadillas se empecinan en enturbiar mi memoria. O quizás no sean más que sueños que no llegaron a concretarse.

Quisiera imaginarme con los 15 años de la bisabuela entrando en la temprana responsabilidad del matrimonio para luego, con la misma responsabilidad, decidir que un esposo como el que le tocó no valía la pena guardarlo por el resto de sus días. Así que no sé si culpar o no a la bisabuela por haberme privado tan arbitrariamente de un bisabuelo.

Sólo lo conocí a través de una desteñida fotografía que siempre me causó cierta inquietud, no de la buena, sino de la otra, como ocurre con los dos tipos de lípidos que miden el colesterol.

La bisabuela provenía de tierras opuestas a aquellas de donde emigraron los miembros del otro lado de la familia, un motivo más -pienso yo- para resaltar las diferencias que hicieron de plato común cuando, en no pocas ocasiones, pensábamos que justamente esa mezcla de orillas era lo que hacía llegar «el agua al río», como se dice.

La bisabuela vivió gran parte de su vida echando de menos el país que la vio nacer. A pesar de haberlo abandonado muchos años atrás, sufría de nostalgia, con la esperanza de regresar, airear la casa de la que siempre guardó la llave, juntar tiempos y «aquí no ha pasado nada». Pienso que eso habrá creído, por más que la mujer no carecía de sentido común y menos aún de inteligencia. Para ella, recurrir a la nostalgia era una forma de no perder la esperanza de «echar una última mirada antes del gran final», como a veces decía. Sin embargo, las cosas no se dieron como lo hubiera deseado, quizás porque en esos tiempos el deseo no formaba parte del bagaje de una mujer o porque, por falta de deseo, se separó del bisabuelo, prefiriendo las inconveniencias de una vida solitaria y luego el desenraizarse para no quedar atrás cuando los grandes movimientos migratorios sólo esperaban víctimas o héroes para formarse.

No obstante, siempre mantuvo ante mis ojos, su calidad de cacique, probablemente algo prestado de la tierra nueva, pero que le calzaba a la perfección con su apariencia, con la forma de su nariz, con el gran tamaño de su cara y su cuerpo, con la boca ancha y sin dientes. Siempre creí que la dentición no figuraba en los anales de la bisabuela. Su calidez era tan grande como su anatomía y el miedo que lo tenía en mis años cortos también.

Paseaba por la casa, la nuestra, donde sus permanencias eran frecuentes, llevando todo por delante con sus faldas largas y refajos más largos aún de donde asomaban encajes de su hechura. Ni qué decir de sus amenazas, cargadas de los castigos más graves para mi corta edad y la de mis hermanos, que nunca supimos, a ciencia cierta, si las hubiera cumplido en caso de haber mantenido nuestra actitud de rebeldía y de deseos de dar guerra.

Su aspecto, mezcla de divinidad y hechicera, ayudaba a desatar nuestras más negras fantasías. El tiempo del verdadero conocimiento del alma humana no nos había alcanzado aún. A veces la conciencia empieza a ser moldeada tardíamente, sobre todo cuando alguna de sus partes es absorbida por el recuerdo o deliberadamente enviada a cuarteles de invierno para luego recuperar esa parte, o bucear por el todo o esperar una ocasión en la que el espíritu se encuentre mejor dispuesto.



- IV -

Cambiar de casa era una forma de renovarse, de ir de la mano con el avance del progreso, además de la posibilidad de más habitaciones que aliviasen la falta de espacio, especialmente a medida que aumentaba el número de moradores. Vivimos en varias después de independizarnos del negocio y todas fueron adquiriendo su propia historia. La independencia de vivienda y negocio fue una necesidad insinuada por los mismos dueños de la propiedad, dado el estado de deterioro en que se encontraba la parte destinada a vivienda, compuesta de dos plantas ubicadas en la parte posterior de la tienda. A ella se accedía después de atravesar el depósito del negocio -un cuarto oscuro cubierto de piezas de tela apiladas una sobre otra que incitaban fantasías también oscuras- y un patio interior.

Días después de la mudanza, el baño de lo que había sido la vivienda se hundió. Esa parte de la construcción nunca más pudo ser habitable, ni siquiera para guardar desperdicios, Quedó convertida en memoria fantasmal, invadida por duendes a los que poníamos nombres para no tentar deseos obtusos de hacer de ella un lugar de juego. Recuerdo que cada noche, antes de cerrar la puerta principal del negocio para ir a la nueva casa, mi padre acostumbraba controlar la del depósito, una gran puerta de madera sólida que la separaba de la tienda. Hubo que instalarla ante la posibilidad de que algún infiltrado pudiese encontrar la forma de entrar en el local. Desde entonces, la parte desda al comercio terminó en «la gran puerta», como se nos dio por llamarla.

La tienda era el pulmón que oxigenaba las energías de padre. La mantuvo abierta hasta que... Bueno, hasta que la mantuvo. Entrar a detallar el motivo que lo llevó a venderla tan repentinamente sigue siendo doloroso para el recuerdo pasado y presente, un recuerdo sin  remedio, sin vueltas, de proyección permanente que sólo irá a retirarse con la desaparición de los que todavía lo retienen en la memoria.

Mi padre insistió, eso sí, en que debía quedar en manos de alguien de la familia, pues era una fuente segura de ingresos, una fuente segura de vida. Fue así como tío Julio compró la tienda, con la ayuda financiera de tío Isidro para el pago inicial, ya que, a pesar de su aparente dureza, mi padre lo había otorgado amplias facilidades para que pudiese pagar cómodamente las cuotas posteriores.

No fue buena su decisión de vender el negocio. Ante la imposibilidad de abandonar de un día para otro lo que durante tantos años había sido suyo, mi padre continuó yendo con cierta regularidad al negocio, con la excusa de ayudar a tío Julio a manejarlo, ponerle en conocimiento de la cartera de clientes y presentárselos personalmente para que la nueva relación comercial fuese con tío Julio tan estrecha y personal como lo había sido con él.

Pero llegó un momento en que la presencia de mi padre comenzó a molestar a tío Julio, porque sentía que él aún conservaba la autoridad que durante tanto tiempo había monopolizado como propietario, la cual, por derecho, era ahora su privilegio. Sin embargo, tío Julio nunca llegó a «sentir el negocio» como fue en el caso de mi padre, a dedicarlo toda su energía tanto física como de alma, a trabajar duro hasta el mismo desgano de la voluntad o hasta que el cansancio se impusiese y no hubiera más salida que declararse vencido hasta la jornada siguiente. Él quería hacer las cosas «a su manera».

«En el comercio hay una sola forma: trabajar con tesón», insistía mi padre. Y siguió insistiendo hasta que tuvo que retirarse de a poco para no perturbar las relaciones familiares, para no seguir luchando «guerras perdidas», como dijo. La tozudez de tío Julio sobrepasaba incluso a la suya. Y eso era mucho decir.

Después de habitar en la primera casa independiente -donde yo nací-, la presión del tiempo hizo necesario un nuevo traslado. Nos mudamos a otra, más larga que ancha, cerca de una escuela donde mi hermano mayor y yo empezamos a cursar los primeros años básicos. Rememoro esta casa con todas sus partes perfectas e imperfectas, con cada diseño de las baldosas de distinto color de los pisos de las habitaciones, con su fondo y contrafondo, con el patio de tierra donde     crecían algunos árboles frutales fantasmas, y era así porque nadie los había plantado. Surgieron de restos de frutas arrojadas al descuido para no darnos el trabajo de llegar hasta el recipiente de basura. Así de fértil era la tierra.

Con el tiempo se convirtieron en árboles frondosos y nosotros en tarzanes de pacotilla. Muchas caídas nos hicieron protagonistas nada heroicos, cuyo impacto estaba en proporción directa con los gritos desesperados de mamá y de la bisabuela, los que se acallaban como por encanto cuando veían que nos levantábamos para volver a subir a los árboles como si nada hubiese ocurrido.

En esa casa aprendí lo que es una relación de barrio, la intimidad con otras casas, otras costumbres, otros horarios. Además, empezamos a tomar conciencia de que existía otra religión aparte de la que nosotros profesábamos, lo que nos hizo sentir un deseo íntimo de pertenecer a esa otra religión, por la imagen equivocada que tienen los niños de que lo de otro es mejor que lo de uno.

Fue una casa en la que se vivía un clima de regocijo y los acontecimientos se celebraban sin dejar pasar uno. La relación familiar había llegado a un punto culminante, imperando la tranquilidad de espíritu originada por el mejoramiento de nuestra situación económica. La vida libre de sobresaltos que auguraba el porvenir no se debió al azar, sino a una programación casi obsesiva de parte de mis padres. Había un sentimiento generalizado de que el aumento de los ingresos sólo fue posible gracias al empeño tenaz y perseverante puesto por ellos desde un principio.

Muchos nombres suenan o resuenan en la memoria como un todo difícil de disociar, y cada casa, vivida a plenitud, es fuente de historias como forma de alargar épocas dejadas atrás e impedir que sufran una agresión obligada por la falta de actualidad o por el desgaste de lo que se ha repetido con miras a su permanencia. El rescate se hacía obligatorio y la mirada al pasado el camino que pavimenta la continuidad, lo cual se tomaba tan naturalmente que el ejercicio no se volvía trabajoso, sino buscado como forma de afianzar la cultura arrastrada para que no quede a medio camino.

No había forma de indisponer la audición cuando la lengua iniciaba la senda comunicante que se traducía en cuentos, recuentos, relatos y fantasías incubadas sobre la marcha, y todos los duendes    abandonaban sus escondites para posesionarse de los activos o pasivos de la mente. Se luchaba por el menor resquicio de espacio para introducir la palabra como una cuña, y los deseos velaban turnos, obligando a estar alerta al descuido o respiro prolongado del narrador.

Tío Jako era el más rápido para detectar el momento preciso cuando hacer su entrada. Y tal vez el fabulador más prolífico. Siempre tenía a mano el nombre de alguien emparentado, o a punto de emparentar, a quien endilgaba hechos o deshechos hasta redondear la más acabada historia. Mi madre no le iba en zaga. Había noches en que una suerte de competencia abstracta colmaba la atmósfera y algunas historias eran tan reales que pasaban a los anales de la familia como verdaderas, sin que en realidad se conociese un origen que le diesen validez.

De modo que lo de la prima Rita fue escuchado con la debida atención, como era de esperar. «Rita tenía la cara marcada como si hubiese grabado en ella los límites de su aldea. Le gustaba husmear en la cocina, destapar ollas, encontrar defectos, comparar mis guisos con los que alguna vez ella había hecho, y hablaba y hablaba hasta que era imposible acallarla».

Ya entonces, cuando yo era niña, eran antiguas las historias que mi madre contaba, historias de carencias, de reemplazos de una tierra por otra, de armar y desarmar habitaciones para encontrar que siempre había algún cuarto extraviado. Yo no lo podía entender, pues aún no había acumulado residuos que lo hicieran posible. Eran épocas de sonidos que buscaban la profundidad de mis oídos como si éstos fuesen caracolas donde los peces jugaban a las escondidas con el mar. No sé si mi madre era capaz de entender o no, o si el deseo de hablar era tan impostergable que sólo necesitaba, frente a sí, de algún cuerpo con apariencia de persona.

El riesgo de sentirme atrapada, de caer en la historia y formar parte de ella, era una amenaza invisible que podía saltar de las mismas sombras que jugaban inofensivamente en las paredes. Con mi madre «al habla», por así decir, daba la impresión de que un telón se descorría desde el momento en que sus palabras iban tomando peso para que la obra fuese representada.

Personajes familiares, y de otros que por asociación de algún tipo estaban vinculados con la familia, se entrelazaban en narraciones que   tenían origen en algún hecho común y ya pasado: el de haber llegado de otras tierras, de otros escenarios, para continuar actuando en un palpar miedoso que hacía trastabillar el cuerpo y a veces hasta las mismas creencias. De pronto me asaltaba el pensamiento de que las madres deberían tener hijos de edad próxima a las suyas para estable cer un contacto más estrecho, causándome una especie de culpa por no ser capaz de crecer más rápidamente.

En esa casa antigua que le tocó a mi madre habitar de recién casada, la intimidad estaba compartida con otros protagonistas, en medio de diferentes modos de convivencia o de falta de percepción para llegar a ella. Eran épocas en que las casas se construían largas y anchas, con muchas divisiones y, generalmente, un corredor que comunicaba con el patio por donde desfilaban los ocupantes en dirección al único servicio, corriéndose el riesgo de la coincidencia de las necesidades y de los horarios. Era una forma obligada de vida. Los que habían llegado antes al país se consideraban afortunados, y era de rigor que ayudasen a los que aún quedaban atrás, en un camino que fue cerrándose paulatinamente hasta que las fronteras tomaron la apariencia de trincheras.

Mi madre insistía en su condición de recién casada, lo que quizás para los otros era solamente un hecho más, de menor importancia frente a otros hechos. Pienso que mi padre no debió permitir, o por lo menos detener, el aprovechamiento verbal y espacial de Rita, «la prima», como la llamaba mi madre, con un tono muy especial para evitar nombrarla. Era su forma de no acceder a ninguna clase de acercamiento o entregar su confianza a los entremetimientos de la mujer. Yo no la conocí. El recuerdo, basado en descripciones, muchas veces se altera por no haber sido grabado en la retina.

A menudo, cuando la lejanía del tiempo hace difuso el recuerdo, me sobreviene la duda de si era tanta la necesidad de mi madre de evadirse de la comprensión de un tiempo y de un espacio ajenos a ella que simplemente opto por crear el personaje de la prima Rita. Pero no, no puede ser. Hay características que se resisten a la creación porque no cuadran con modelos establecidos. Así parecía ser la prima Rita. Con la fuerza de su nombre, ella no necesitaba de apellido. Eran tiempos en que hasta los pensamientos eran compartidos y analizados  como forma de aprendizaje, porque la premura de la vida no permitía otras opciones. Por no haberla conocido, sólo puedo hablar por boca de mi madre.

«A Rita le gustaba aprovecharse de mi juventud, de mi falta de decisión para formular un no o un sí rotundo durante las ausencias de tu padre en gran parte del día. «No has limpiado el corredor», decía, como si yo estuviera a su servicio. Tu papá sostenía que una casa para una sola pareja era un desperdicio de espacio y que el subarriendo era una forma de ayuda mutua. De modo que Rita ocupó una de las tres habitaciones de la casa. Pero había otro cuarto en los fondos, pequeño y con poca ventilación, donde se instaló el señor Sarfán -lo llamábamos «el chocolatinero», porque era vendedor ambulante de golosinas-, quien no interfería mayormente con el desarrollo doméstico. Usaba el servicio común para las necesidades más urgentes. Para el baño total, el de «limpieza de cuerpo que repercute en el alma» -al decir de Rita, quien a veces lograba aciertos con la lengua-, siempre encontraba motivos para una postergación.

«Lo del cuarto de baño era otro problema de convivencia con Rita. Siempre lo dejaban mojado después de usarlo, afirmando que restregarse tantas partes la dejaba sin fuerzas. No olvides que se trataba de un baño con las mínimas comodidades. 'Tu eres más joven', insistía. Llegué a pensar que ser joven me traía problemas, que era una razón para que ella continuara aprovechándose. Creo que, íntimamente, estaba celosa. A pesar de ser mayor que tu padre, pienso que, al llegar del pueblo donde eran casi vecinos, no imaginó que lo encontraría casado. A lo mejor traía alguna esperanza y hasta ciertos derechos almacenados en su estrecha mente. Yo también tenía celos y, de cierto modo, explotaba para mi beneficio el hecho de ser más joven cuando la veía deseosa de atraer las miradas de tu padre. Había fricciones, malentendidos, y también la resistencia de tu padre a escuchar mis quejas. El sentido de parentesco, para él, debía dejar de lado cualquier otra consideración. Llegué a decirle que no me molestaría intercambiar papeles, que yo trabajaría en su lugar para que comprobase en el terreno el mal carácter y los abusos de su prima. Pero después lo pensé mejor. No era aconsejable dejarlo en manos de esa mujer.

«Cuando un día expresó su molestia por tener que compartir la casa con el señor Sarfán, por fin tu padre dio indicios de alterarse. En su condición de dueño de casa, convocó, como era la costumbre en su pueblo, a una reunión general para tratar el tema 'cara a cara', como dijo. El señor Sarfán no era muy cuidadoso con su higiene personal, lo que compensaba con su ternura o el deseo de ayudar, o con el chocolate que cada día reservaba para que las jornadas 'sean más blandas para usted'. Así decía, ofreciéndomelo.

«Esa noche -la de la reunión-, para apoyar sus reclamos y sin calcular el alcance de la acusación, Rita dijo a tu padre que el chocolate que me obsequiaba el señor Sarfán tenía un significado que iba más allá de su intención, que había observado la forma en que me miraba y que, de no estar ella de por medio, quien sabe qué habría ocurrido. Tu padre se mantuvo tranquilo y el señor Sarfán también. Yo rugía por dentro, pues esperaba una reacción violenta de parte de tu padre. Pero él, sorbiendo lentamente el licor de anís, dijo: 'Rita, necesitas casarte'. Rita 'rechinó los ojos y lloró de boca', al decir del señor Sarfán cuando quería calificar de grave alguna situación.

«Rita soltó los labios en una confusión de sonidos. El señor Sarfán se limitó a asentir con la cabeza, pues no era hombre de desacuerdos. Luego, tu padre, dirigiéndose a Sarfán, le dijo llanamente: 'Rita es una buena mujer; usted también debería casarse'. El señor Sarfán continuó asintiendo. No hubo más que hablar.

«Rita se encargó de cambiar los hábitos de limpieza del señor Sarfán, quien, a su vez, le transmitió algo de su natural bonhomía. Una vez realizada la boda, quedó libre el cuarto del fondo para su eventual arriendo. Eso sí, tu padre cobró sus servicios, 'porque servicio que no se cobra no se valora', dijo, y aumentó el alquiler, pues no era justo que dos pagaran lo mismo que uno. Era sabio tu padre».

No era fácil apreciar si las historias de mi madre calzaban o no con la realidad. En todo caso, nunca las contaba del mismo modo. A veces le sobraba algún personaje o bien se lo escapaba por esos senderos que se le iban angostando en la mente. Ahora, a la distancia, pienso y creo no haber aprovechado sus relatos en su total dimensión, pues los tiempos cambian las historias, los espacios, las formas de vida y también los nombres. Afortunadamente, aún contamos con la  memoria, ya que a quién se le ocurriría, como a Rita y al señor Sarfán, aceptar la decisión de un árbitro simple o encontrar la conformidad de la vida diaria en las desavenencias buenas, o no tan buenas, de la convivencia.

Debería pedir a mi madre que desempolve otras historias. Las cuenta de tal forma que hasta parecen reales. Pero temo que no será posible. Ella ya forma parte de la historia.



- V -

Quisiera recordar el momento en que, abriendo el libro de sus obras completas, tropecé con el texto de una carta dirigida a Borges por un lector entusiasta a propósito de la publicación del cuento «El desafío». No fue el cuento en cuestión lo que desató el nudo de mis recuerdos, trayendo del más allá nombres que habían pertenecido a personas, sino el encabezamiento con el nombre del lugar: Chivilcoy.

El tío Jako lo había inventado. Estaba segura. No obstante, me encuentro de pronto con que tal vez era una invención compartida, aunque de uno y de otro nunca era posible saber cuánto de realidad o de ficción podían alcanzar nombres o lugares, o quizás ambos tenían la costumbre de repasarlos y repetirlos hasta que elaboraban sus propias realidades. No lo sé. Están muy lejos, o por lo menos así se dice cuando ya no están y el lugar es desconocido, y por el momento inaccesible, para pedirles cuenta o clarificar algunos sucesos.

El tercero en cuestión, el hombre que escribió la carta a Borges, no es un fabulador, sino un provinciano que no necesita hacer trabajar lo imaginario porque habita lugares que forman su cuerpo. O puede ocurrir al revés: que el cuerpo vaya formando el paisaje y que, de tanto mimetizarse uno con otro, el inicio, la continuación, el retorno o el orden pierden sentido y sólo los machucones del tiempo o los poderes de la naturaleza son empastados en la historia personal. Es el origen del provinciano lo que desenreda hilos y más hilos.

Chivilcoy suena a agua que corre, porque no sabe detenerse, porque el destino sometió su lecho formando un declive inatajable, vertiginoso, imposible de abstraerse de la atracción. El sonido se ajusta a la boca de tío Jako. Es una boca desencadenante de ilusiones. Claro que no quedaría bien si dijese que es una boca ilusionista. Pero me suena tan bien como «Chivilcoy» puesta en ella. Corro las páginas   del libro para ver si aparece otro topónimo: Calamuchita, pero tal vez Borges no tenía lectores en ese lugar.

Muchas veces estuve tentada de tomar una nave semejante al Arca y llenarla de nombres olvidados por la costumbre, dejar que decanten dentro del Arca y luego, cuando acabe la memoria como lo hizo el diluvio, salgan los recuperadores de memorias -que se habrían multiplicado en el tiempo de guarda- para fertilizar lugares, plantarles nombres y poco a poco surjan interesados en habitarlos.

Escribió la tal carta un hombre preocupado por hacer partícipe a Borges de historias tan vividas y ajetreadas que pudiesen servir para permitir su descanso imaginario y el aterrizaje forzoso en tierras inimaginables, «y usted es capaz de escribirla mejor que yo», le decía.

Es la generosidad de un hombre que no busca protagonismo, sino que lo obsequia, porque piensa que el protagonismo de otro también puede ser el suyo. Su acción restituye la fe que flaquea y hace ondear la esperanza donde debe, después de haberla visto a media asta por algún tiempo.

El hombre, el provinciano, cuenta la historia. El tío Jako hubiera dicho que se pasó de listo, que las historias están plantadas en esos lugares y sólo hay que cosecharlas cuando llega la época, echando por tierra el intento de contador del hombre, no por envidia o celos, sino porque hacía de la duda un instrumento de suspenso y la manejaba igual que un lacón, esperando el momento justo para desenvainarlo, casi como podría hacerse con un fruto maduro.

Será por eso que ambos se me confunden en un solo personaje y los veo vestidos de igual modo, aunque tío Jako, a pesar de su ropaje de gaucho, no puede disfrazar ese aire de coterráneo de Tolstoi ni transformarse en persona dispuesta a actuar al menor impulso, un ser que calce con recuentos de pampas o se inserte en pulperías para probar pulseadas y poner de manifiesto y sobre la mesa su calidad de hombre.

Me dan ganas de ponerme el unicornio azul, el que alguien extravió y está esperando una mano que lo rescate, aunque para ello tenga que disfrazarme también, ponerme a tono, calzar la cara apropiada y medirme con Borges, tío Jako y el provinciano, en medio de la pampa donde los cielos se rompen contra el horizonte y los escapes son tantos que producen mareo.

Tengo también ganas de volver a sentir la solidez del mundo en las rodillas de tío Jako, sentarme sobre ellas como lo hacía antes y que la rueda de la fantasía vaya creando mundos sin necesidad de que se mueva de lugar, ni siquiera de una rodilla a otra. Tal vez mi memoria esté rodada como esos tornillos que ya no ajustan lo que deben ajustar, Es una sensación que, no obstante, produce bienestar, resbala hechos presentes y sólo es capaz de hilvanar lo que ya fue, insertando pequeñas cuentas de realidad para que no se crea que el desvarío ya hizo lecho.

Vuelvo la mirada hacia el libro abierto donde el provinciano clama por ser escrito por Borges. Parece un saltarín que se empeña por no resbalar de la cuerda floja. Resbala de una palabra a otra, pierde pie así como yo pierdo la memoria, cree que por fin se inserta en un significado más o menos aceptable y de nuevo se entrega, con la frustración marcando sesgos oscuros en su rostro. Puedo ver como se hunde en sus propios sesgos y adquiero la tonalidad reservada a los que están por ausentarse por tiempo indefinido. «¿Por qué por tiempo indefinido?», me pregunta con los ojos inundados de interrogación.

«Siempre habrá una vuelta, un regreso, un pispar lo que ocurre por estos pagos, supongo», pienso que le digo, pero ni él ni yo estamos seguros.

Entonces, con un trozo de tiza imaginario, trazo una raya en el suelo para delimitar terrenos, advertir que yo no formo parte del juego, que solamente fue una evasión fantasiosa provocada por un personaje, quizás también fantasioso, que empezó a desperezarse en las páginas del libro hasta que me vi obligada a abrirlo.

«A veces es saludable mantener los libros cerrados», pienso, sintiendo cómo revolotean las ideas en busca de un espacio blanco donde formarse y seguir captando incautos. Cierro el libro y trato de recordar cómo se llama el protagonista de la historia contada por el provinciano para que Borges la desarrolle a su imagen y semejanza, pero sólo me surge el ejercicio personal que ocupa cada día mi conciencia y produce esos estados lindantes con la fantasía que luego se traducen en historias que sirven de consuelo para otros.

No he hecho más que lucubrar sobre una escritura ajena o acaso sea la mía que no quiero reconocer porque, si lo hago, podría desencadenar un nuevo atropello de memoria, el mismo que me hizo  seguir la pista de un personaje que no me pertenece. Trato de convencerme que nadie es propietario de sus personajes, que éstos tienen el derecho de deambular, cambiar de nombre, buscar otras mentes capaces de desarrollarlos. Trato de pensar que en verdad no existe más que un solo protagonista por el que nos trabamos en lucha constante por el premio de la mejor tajada, la mejor introspección posible, la más precisa delineación del personaje que justifique la labor del contador de historias.

No me queda más que vagar por alguna pampa que Borges ha olvidado, un resto no contabilizado en su obra, un triángulo por el cual pueda observar el interior liso y llano donde se mueven seres que tuercen ojos, pierden una pierna sin necesidad de ser piratas, enlazan animales con la pura mirada, disparan balas de ilusión y tientan a la misma tierra hasta que ésta responde. En una de esas, hasta podría ver a tío Jako columpiándose en ese triángulo.

No sé por qué abro los distintos pliegues que me cubren la conciencia, como si alguien estuviese haciendo un trasvasije de ella, una resta y suma para obtener el punto exacto del equilibrio y proveer conciencias que no produzcan sobresaltos, que no den problemas, que no ofrezcan sorpresas, una especie de lobotomía de la conciencia para apagar estados efervescentes.

Me ha acosado el insomnio como pájaro de mal agüero, como guardián cuya tarea consiste en estudiar cada uno de mis movimientos y evitar que los párpados se encuentren, copulen engañando a los ojos, manteniendo el secreto de la argucia. «Los sueños no existen o tal vez están agotados», me digo, aunque más bien pienso que están haciendo un acaparamiento de ellos. Todo se desarrolla de acuerdo con la época. Hubo algunas en que soñar era prohibido, y a quienes sorprendían en el pecaminoso acto le volaban los sueños para que sirviese de escarmiento a los demás.

Temo que mueran mis sueños y que un gran funeral los conduzca al punto definitivo de la noche. Temo que me ronden sueños muertos y mi necesidad los distorsione y llegue a creer que la verdadera naturaleza de los sueños es que estén muertos. Pero todo lo pasado forma la materia de la cual se nutren los sueños. Temo que me hagan un lavado mental y me convenzan de que todas las historias son iguales, que las propias se convierten en ajenas y lo contrario también,    por polinización, porque se mimetizan, porque es preciso que así sea para que adquieran un término medio aceptable y no se transformen en terribles, desesperanzadoras.

¿Qué piensas tú, tío Berni? ¿O prefieres que me dirija a tío Jako o a papá? Me dirán que a veces los pensamientos, que incluyen los sueños, deben ponerse en reposo hasta que la maceración les dé una nueva oportunidad. Creo sentir el zarpazo inesperado de un tigre acechante, el absurdo que obliga a la memoria a detenerse, el deseo inédito y humano de continuar resistiendo, de ir más allá de esa largura impuesta por caballos negros precipitados por el afán de mostrar o demostrar que lo contrario a la progresión de noches es sólo una fantasía mal interpretada.

En el intento por comunicarme con los ausentes a través de la palabra, sin recurrir a espiritistas, he hurgado en el terreno onírico con tal fuerza que he quedado colgada de una tela de araña que amenaza soltarse en cualquier momento. En ese momento quizás tendré la sensación de que me sostengo sobre una tierra movediza que nada tiene que ver con la rotación de la tierra. He buscado desesperadamente el «sendero donde los caminos se bifurcan» para encontrarme con que los sueños son los que se bifurcan y forman senderos donde vuelven a repetir la acción. Y el camino, que podría ser el recurso para la reunificación y el hallazgo final, se aleja hasta convertirse en ilusión, en utopía, en alucinación.

Necesito saber si es cierto que el cielo no es más que la tierra al revés, pero en otra dimensión. Eso me lo contaron cuando era vieja, es decir, hace mucho tiempo, antes de que iniciara el proceso hacia esta juventud que me tiene alterada. Debo admitir que sólo soy una aprendiz de sueños y me detengo en estaciones dolorosas para revivir historias que, así como los sueños, tienden a morir cada día porque cada cual tiene una concepción diferente de lo que es un sueño. Los especialistas se han empeñado por desentrañar sueños, por tejerlos y desatarlos, por inventar puntos para que su estructura cuadre de modo que nadie tenga dudas sobre su trascendencia, sobre su altura o bajura, sobre el campo donde deben ser diseñados sus contornos o defendidos sus límites. Después de todo y a pesar de toda la lucubración, sólo me ha sido posible arañar soledades llenas de reminiscencias. Sueño  que... Nada de eso. Debo esperar que me sueñen para lograr el engranaje del tiempo.

«¿Qué es un sueño?», me pregunto. Chivilcoy, Calamuchita, Jashevato, el unicornio azul, el tigre también azul, las caras carnavalescamente mágicas que aparecen en la parte de atrás de la mente como soporte existencial, el horizonte, el arco iris que tiene peldaños de colores y llevan a tierras de Nunca Jamás, Caperucita Roja y Pulgarcito, las botas de siete leguas, la vuelta al día en ochenta sueños, el eterno retorno. ¿Qué más puede pedirse a los sueños? Creo que empezaré por Chivilcoy. «Negativo», responde una voz interior. Tiene razón. Debo comenzar por Jashevato.



- VI -

Tendría 12 o 13 años cuando me enviaron a la casa de Teresa para entregarle nuestro regalo de matrimonio.

Teresa y Mila habían llegado al país como 'residuos de guerra', según escuché decir. Las trajo una hermana, inmigrante de una ola anterior. Mila estuvo casada alguna vez y Teresa contraía matrimonio esa noche. No formaban parte de nuestra familia directa, aunque siempre tuve la impresión de que sucesivas líneas de entronque nos emparentaba en algún punto. O tal vez el sentimiento reemplazaba las desuniones de esa línea.

Quizás no debieron enviarme como mandadera, porque fue el origen del primer impacto que recibí acerca de la realidad de una guerra desatada en lugares que hasta entonces sólo eran, para mí, partes de un mapamundi. Nunca imaginé que alguna vez sería testigo de las consecuencias de esa guerra, ya que la distancia nos separaba como un ancho y profundo precipicio o una inmensa barrera, sin caer en cuenta de que, pese a esos mismos obstáculos, los iniciadores de nuestra familia llegaron a su nueva tierra.

Pienso que antes de ese momento jamás vi tal delgadez en una persona adulta, una delgadez que contrastaba notoriamente con las modelos de revistas de moda cuyos cuerpos insinuaban redondeces, sin sobrepasar límites. Observé a Teresa con un desenfado exento del mínimo criterio.

El impacto me dejó atónita tanto de mente como de palabra, lo que se prolongó por varios días y fue atribuido al «cambio de edad». Eran épocas en que la gente grande se empecinaba en usar códigos o santos y señas en su conversación como modo de proteger a los niños -y a los adolescentes- por medio de la ignorancia, postergando así el conocimiento de la llamada «cruda realidad de la vida». Pese a todo, el ocultamiento sólo lograba desatar la curiosidad, llevarla a situaciones    muchas veces idealizadas o fabuladas, y las respuestas se buscaban afanosamente en interlocutores no muy idóneos, ya que general mente el acceso a ciertos libros estaba vedado a los jóvenes, precisamente para mantenerlos en cómoda ignorancia.

El capítulo de Teresa se agregó de modo indeleble a mi sentir interior, sobre todo por el recibimiento que tuvo de su parte. Probablemente por esas faltas que nunca serían compensadas en su totalidad, Teresa me ofreció un trozo de torta. No dejó de observarme fijamente mientras la saboreaba. Con mi tendencia a engrosar partes que me hacían perder la curva de la cintura, «tendré que privarme de dulces por el resto de la semana», dije sonriendo. «Nunca te prives de nada, especialmente de comida», señaló Teresa, nerviosamente. Cuando extendió la mano, los números grabados en su antebrazo acabaron por asestarme el golpe de gracia.

Entre esos residuos de guerra llegó también el «abuelo» Minze. Nada hacía que se arrogase el derecho de abuelo, más que el de su edad, la que posiblemente no era tanta en cifras como en apariencia. Esto me hizo pensar que tal vez podría ser la solución para deshacernos de la bisabuela. Pero mi cálculo de adolescente sobre el concepto de vejez era tan flexible que alejaba la posibilidad de que Minze, por más abuelo que quisiera hacer de él -falso o verdadero-, tuviera ni por asomo la intención de querer interesarse en la bisabuela, a pesar de las cualidades que pudiera encontrar en ella o por agradecimiento a sus extremadas atenciones. La diferencia de edad era notoria.

La casa era grande y ya se encontraría lugar para uno más. «Por último, dos niños pueden compartir el mismo cuarto», dijo mi madre, lo cual era un modo poco elegante de restar independencia a quienes considerábamos un derecho adquirido la ampliación del espacio lograda en la nueva casa.

Mi madre alojó a Minze en un cuarto situado entre el fondo y el trasfondo de la casa, el que fue remozado para ofrecerle algunas comodidades mínimas. La habitación estaba en la «línea de fuego», por así decirlo, esto es, mirando la de la bisabuela, quien, con su «ojo de buey» -como llamábamos a su mirada condensada que era capaz de traspasar hasta una piedra- no dejaría escapar el menor movimiento que hiciera el hombre.

Minze se las manejaba para entrar y salir de la casa sin que la    bisabuela se diera cuenta, lo que la hacía dudar de su calidad de terrícola. Era preferible que así lo pensase, pues lo contrario podría significar que algunas percepciones se le estaban alterando. Mi madre, con un sentido moralista casi absurdo, estaba arrepentida de haber puesto a Minze tan cerca del cuarto de la bisabuela, ambos tan retirados del resto de la casa. «Las noches son largas y el sueño pesado, y no se sabe hasta dónde puedan llegar las dotes de caballero de Minze. Después de todo, ¿qué sabemos de su pasado?». Mi padre, riendo, comentó que «la bisabuela hace tiempo que perdió sus siete velos, y eso Minze lo sabe».

Minze era una excelente persona. Pienso que si hubiera hecho una propuesta seria a la bisabuela, habría sido muy bueno para todos, particularmente para nosotros, pues dejaría de estar tan pendiente de cualquier acción nuestra. Pero -siempre hay un pero- Minze tenía cierta inclinación por la bebida. Decía, para justificarse, que el alcohol no era otra cosa que un gran limpiador de culpas tanto propias como ajenas y que él era el vínculo. En otras palabras, el elegido para equilibrar las culpas y los remordimientos. A veces le preguntábamos quién lo había elegido, sin obtener una respuesta precisa. Sólo se limitaba a levantar la cabeza hacia las alturas, para después bajar los ojos hasta tocar nuestros sentimientos más íntimos. María, la doméstica, insistía en que la bisabuela no tenía las manos muy limpias en eso de la afición de Minze por la bebida, pues en una de las ausencias del abuelo la había sorprendido en camino hacia su habitación con una botella bajo el brazo. «Lo ayuda a destruirse», dijo María, acentuando las facciones de su rostro de tierra amasada. La bisabuela, por supuesto, negó toda participación en el asunto.

El asunto de la bebida tuvo una noche alcances de tragedia griega. Los gritos de la bisabuela sonaban como campanadas llamando al orden, a muerte, a nacimiento, a cualquier cosa. María, parada en el patio en medio de una noche excepcionalmente cerrada, murmuró: «Son gritos de mujer desilusionada». Una aparición espiritual o cósmica no habría hecho mejor juego a las sombras. En estado de total alteración, la bisabuela salió de su cuarto en ropas de dormir. Todos nos congregamos en el patio. Nuestra sorpresa fue inmensa: la  bisabuela no era tan grande ni tan gorda como aparentaba con esos vestidos de gran vuelo que siempre la envolvían, su modo antiguo de cubrirse las formas como un medio de resguardar virtudes o pudores.

En medio del alboroto y de las caras estupefactas -las nuevas más que otras-, Minze salió del cuarto de la abuela, totalmente vestido. No es que hubiera abandonado el suyo a horas indecentes para poner a prueba los principios de la bisabuela. Nada de eso. Era sólo que se había confundido de habitación a consecuencia del estado de embriaguez en que había regresado luego de una de sus salidas habituales. ¿Cuán tarde era? Cerca de medianoche, lo que para las costumbres de entonces era ya muy tarde. Para las andanzas nocturnas de un hombre solo, emigrado de otro continente donde los espíritus malignos se habían arrogado derechos, haciendo de la muerte un objetivo colectivo, su afición por la bebida no era más que un modo de ahogar lo mucho que había padecido, además de la pena de su soledad. Bebido hasta las últimas consecuencias, Minze sólo atinaba a murmurar: «Si no hubiera sucedido, si no hubiera sucedido...». En total abstracción de lo que estaba ocurriendo a su alrededor, Minze se dirigió a su cuarto. Todos hicimos lo mismo al sentir cerrarse la puerta.

Esa noche nadie durmió con los dos ojos. Al día siguiente, Minze aseguró que había dormido como de costumbre. «¿Y los gritos de la bisabuela? ¿Y el alboroto en el patio?», preguntamos a medias, pues los derechos infantiles sufrían divisiones que nadie reivindicaba.

«¿Gritos?, ¿alboroto?», preguntó Minze a su vez, sorprendido. «Ustedes sueñan demasiado, yo sólo duermo». Mi padre comentó que Minze sufría de insomnio, que nunca iría a curarse de esa especie de enfermedad que devenía en tortura según el estado de su mente. Y si él lo decía, era para creer.

El episodio de esa noche no fue motivo para que Minze dejase de vivir en nuestra casa, sino todo lo contrario. «Los niños tienen mucho que aprender de él, escuchamos decir a mi padre desde su dormitorio, supuestamente hermético para posibles entradas intempestivas, vientos de paso o escapes de voces, o para cualquier otra cosa que pudiese afectarles la intimidad. Sin embargo, pienso, en evocación retroactiva, que sólo la tranquilidad de la noche y el sueño profundo del resto de la casa podía otorgarles cierta intimidad.

«Algún día me voy a jubilar», dijo Minze durante un almuerzo,   como si fuese una amenaza. Era difícil entrar en discusiones semánticas con él, porque, hasta donde sabíamos, nunca lo vimos abocarse a trabajo alguno. «¿Jubilarse de qué, abuelo Minze?», pregunté con voz llena y en pleno acto de masticar un trozo de carne. Mi madre casi perdió la cuchara o el tenedor o el cuchillo, no recuerdo muy bien, la abuela se atragantó y mi padre se puso pálido, pero sólo Minze mantuvo la compostura.

«Bueno, uno puede jubilarse de no hacer nada, cuando el no hacer nada ha tomado el tiempo suficiente para pensar en una jubilación», dijo, envolviendo hebras de tabaco en un papel de cigarrillo. «Los filósofos no trabajan, sin embargo también se jubilan», agregó. «¿Los filósofos?», pregunté.

Minze continuó ocupado en la tarea de preparar el cigarrillo. Cuando lo tuvo listo, con gran parsimonia lo encendió. Después de la primera bocanada, siguió hablando. «Filósofos son los que piensan y hablan y hablan, y vuelven a pensar en lo que dicen porque buscan que las palabras entreguen significados no siempre iguales, aunque sí nuevos. Los filósofos de antaño vestían túnicas, hábito propio de hombres que se dedicaban a la meditación íntima o a conversar consigo mismos. A veces se juntaban dos para discutir algún tema, corrigiéndose mutuamente o prestándose palabras. Muchos los consideraban locos».

«Y tú ¿qué eres?», le pregunté. «¿Loco o filósofo? ¿O se puede ser las dos cosas al mismo tiempo?»

Sorprendido, Minze lanzó una estruendosa carcajada, sin sacarse el cigarrillo de la boca. Y sucedió lo previsible. El cigarrillo salió disparado como bólido, yendo a caer en el plato de la bisabuela, quien lo recogió para ser pasado de mano en mano hasta que llegó de nuevo a poder de Minze.

El hombre no respondió a mi pregunta, lo que no era de extrañar, pues a menudo tenía la costumbre de dejar las respuestas en el aire. En cambio, dijo: «Creo que te estás convirtiendo en filósofa». «¿Había también mujeres entre ellos?» «No, los locos siempre fueron hombres», respondió Minze. Todos rieron y yo también, para no ser menos, si bien no me era fácil entender al abuelo cuando se metía a doblar y desdoblar palabras hasta convertirlas en un verdadero acordeón.

Además de la bebida, Minze tenía afición por la pesca. Claro que a veces hacía todos los preparativos y después era imposible sacarlo de la cama a la hora convenida, generalmente porque la noche anterior había abusado del trago en total olvido de lo programado conmigo. Claro que no me importaba mucho postergar el paseo para otra oportunidad, porque era a mí a quien Minze había preferido. Cuando anunciaba «esta noche no saldré», lo tomaba por seguro de que él vendría a despertarme. «¿Ya es la hora?», preguntaba, viendo que la noche aún se extendía afuera, sin llegar siquiera a la madrugada. «Sí, ya es».

Cuando estaba sobrio, Minze era otra persona. Hasta parecía más joven. La distancia hasta el río que bordeaba la ciudad no era mucha, de modo que la recorríamos caminando. El silencio formaba parte de la caminata. Las calles, solitarias a esa hora, se prestaban para respetar el silencio. Minze, con el balde para los pescados, el tarro con el cebo y la caña de pescar en la mano, balanceaba su cuerpo para mantener la estabilidad a medida que íbamos bajando por la calle en pendiente que conducía directamente hacia la orilla del río. Otros madrugadores ya estaban en sus puestos de vigilia. Había que armarse de paciencia durante el par de horas que aún faltaba para que despunte el sol. «Estas son las horas más aprovechables, cuando los peces están desprevenidos y muerden el anzuelo con facilidad porque las embarcaciones están quietas y el agua también, lo que les hace creer que no hay peligro», comentaba Minze.

Yo era la responsable de armar la carnada, aunque me producía repugnancia tomar las lombrices con los dedos para insertarlas en el anzuelo. Sin embargo, no me quedaba otra alternativa, porque si no le prestaba ayuda él bien sabría cómo manejárselas solo. Pero compañía o no compañía daba igual, porque durante todo el tiempo casi no hablábamos. «El silencio es importante. Ellos escuchan todo», me decía, moviendo la barbilla en dirección al agua.

El momento culminante llegaba, tarde o temprano, cuando se sentía un tirón en la caña de pescar. Minze, supuestamente sin fuerzas para tirar por sí solo del lado contrario, me pedía que lo ayudase. Era la emoción máxima. Entonces, como si hubiese atrapado un pez grande, jadeaba un esfuerzo inexistente. Siempre pensé que Minze pudo haber sido un excelente actor, por su condición natural de saber   fabular hasta con las cosas más pequeñas, de atribuir a los peces una grandeza que nada tenía que ver con esa orilla llena de desperdicios donde otros actores como él ensayaban obras que tal vez no llegarían a ser representadas. Así lo entendía yo en esos momentos, y no me lo hubiera perdido por nada en el mundo.

Los peces muy pequeños eran devueltos al río. «Avísame cuando llegues a grande», les decía al lanzarlos al agua, «Y después, cuando llegan a grandes, ¿no es igualmente grave pescarlos?», preguntaba. «Cuando llegan a grandes, siempre hay un pez más grande que se los come. Lo ideal, por tanto, es pescar siempre el más grande de todos». «Pero da lo mismo, porque también mueren».

«Es una forma de control de la natalidad, ya que se reproducen muy rápidamente. Además, si no ayudáramos a descargar la población de peces, estaríamos restando un medio de alimentación para mucha gente. O los peces o nosotros, o las aves o nosotros, o las vacas, cerdos, ovejas o nosotros. Es tan simple como eso. Por último, si no nos sirvieran de alimento, no habría lugar suficiente en la tierra para todos ellos. El Supremo Hacedor lo sabe muy bien». «¿El Supremo Hacedor?». De nuevo su respuesta silenciosa: la mirada hacia arriba, mostrando así que no podía haber otra respuesta. Había que aceptarla. La comprensión vendría después.

El camino de regreso era cuesta arriba, lento por las subidas y bajadas que caracterizaban las calles de la pequeña ciudad. Era bueno que así fuese, como una forma de alargar un tiempo que yo aún lo veía extenso, pero que cambiaba al levantar la cabeza para mirar a Minze.

Estábamos ubicados en bandos de tiempos diferentes. Sin embargo, en momentos como ese prefería no pensar más que en apretar su mano callosa y hacerlo con fuerza para sentir su respuesta, aunque más me hubiera gustado poder dar una mirada a sus pensamientos y ver si tenían las mismas callosidades que las manos.

Siempre volvíamos con algún pescado en el fondo del balde, al menos para justificar que anduvimos de pesca. Pero creo que Minze se ponía más contento cuando mostraba a mi madre el balde vacío, no por molestarla, sino porque de ese modo precisaba mejor su decir de «pescar por pescar», sin que la presencia de algún pez fuera de su ambiente le restase el goce que había experimentado con la faena. Era un tipo muy especial ese Minze.

Mensualmente recibía un sobre, el que abría en su cuarto con cuidado sigilo. No obstante, mis padres sabían muy bien de qué se trataba. «Es la compensación por su sufrimiento», decían, utilizando un vocabulario que tantos dolores de cabeza me daba comprenderlo. No recuerdo si el hecho de comprenderlo o no tenía mucha importan cia, al igual que tantas otras cosas que sucedían durante esos años tan pequeños como nosotros y que hacían, justamente por nuestra pequeñez, que no los tomásemos con la debida seriedad. Para eso estaban los grandes, depositarios temporales de todas las responsabilidades.

Sabía, sin embargo, que después de la llegada del sobre Minze nos ofrecería también su propia compensación. Los helados que nos compraba tenían otro gusto. Además, eran helados «sin apuro», como decíamos, porque para Minze el tiempo sólo era necesario para anunciar horas de levantarse, cambios de estación y «alguna que otra cosa más», afirmaba. Lo hacía con tal seguridad que durante mucho, mucho tiempo, esa definición tan peculiar fue la correcta para mí, quizás porque se ajustaba a la irresponsabilidad natural de esos años que restaban importancia a la presión del tiempo.

Nos sentábamos en un banco de la plaza, ubicada justo o estratégicamente a la vuelta de la heladería. Era una plaza grande, con una avenida costanera que hacía agradable caminarla, sobre todo después de alguna lluvia que la dejaba libre de residuos abandonados por inconscientes. Desde ahí observábamos el río. Entre la costanera y la orilla del río, como descarga de quien sabe qué abandono bíblico o descuido del Arca de Noé, se alzaban casuchas armadas de cualquier forma y con los más diversos materiales ligeros. El lugar tenía más pobladores de los que podía albergar.

«Si tuviese medios, haría desaparecer todo esto», dijo Minze un día, desplazando sus brazos por todo el contorno. «¿Y a dónde irían?». «Donde puedan vivir decentemente. Cuando vienen las lluvias, esto se inunda y tienen que abandonar las chozas y sus enseres, porque todo lo come el río con la subida. Se pasan abandonándolas y regresando de acuerdo con el humor de las aguas. Pero prefieren estos terrenos, porque están cerca de sus lugares de trabajo. Por lo general, trabajan como obreros de la construcción o en la limpieza de calles».

Era agradable escucharle hablar. Empleaba santos y señas sencillos para conversar en clave conmigo. De tanto en tanto ideaba  alguno para impresionarlo. Entonces aplaudía con sus manos callosas, sacando un sonido muy especial, seco, cortante, mientras decía «eres una buena alumna, eres una buena alumna», con esa costumbre muy suya de repetir las frases para asegurarse de que le habían escuchado o tal vez de haberlas dicho.

Todo en él era atrayente. Hasta la pequeña caja que contenía tabletas de distinto color en sus tres reparticiones. «Es para que no me confunda, especialmente cuando no tengo puestos los anteojos. Cada color me recuerda que sirve para un mal diferente. Son invento de los médicos, porque muchas veces los dolores pasan con sólo masajear la parte afectada. Por ejemplo, de tanto en tanto el latido del corazón se pone tan estruendoso que hay que acallarlo. Yo lo entiendo. ¿Puedes imaginarte lo aburrido que debe de ser para el corazón estar en un encierro constante y con la obligación de palpitar todo el tiempo? A veces pienso que se le exige demasiado. Debiéramos tener una pequeña puerta que permita meter la mano y dar cuerda al corazón, igual que con los relojes».

«No te confundas, abuelo Minze», decía yo. «Los relojes sirven para marcar el tiempo».

«¿Y qué crees que hace el corazón? Marca nuestro tiempo, sólo eso, y hay que ayudarlo en su faena. Como no puedo meter la mano y, además, a veces el masaje no me resulta, tomo esta pastilla, la blanca, imaginando que doy a un caballo un terrón de azúcar para que me responda. La blanca es la más importante. La rosada sirve para que no me duelan las junturas; es una especie de lubricante para los huesos. La celeste es la que más me gusta, porque ayuda a levantar el ánimo. La tomo cuando los fantasmas insisten en invadirme y se pasean por el cuarto, amenazando atacarme. El efecto no es inmediato. Lo mismo siento miedo, pero me convenzo de que voy a sentir menos después de un rato. También sirve para alejar las pesadillas».

«¿De qué tienes miedo?» «De cosas pasadas». «Siempre pensé que solamente los niños tenemos miedo». «Son miedos diferentes. El más grande es el que una persona provoca a otra. No debiera ser así. De tan increíble se transforma en grande y de ahí en monstruo». «¿Y no es posible defenderse de la otra persona?». «No cuando son muchas y tienen armas». «¿Las guerras?». «Eso mismo. Las guerras y las persecuciones, y lo que llevan y traen». «¿Qué quieres decir?», «Que  obligan a gente como yo a abandonar sus tierras. Las echan del lugar que les pertenece por derecho de nacimiento y deben amoldarse a otros lugares, otras costumbres, otros idiomas. Las persecuciones nos fueron separando. Cada cual partió hacia cualquier lado, lo más rápidamente posible. Para que tú veas, ni siquiera he llegado a este país en compañía de algún pariente. Pero yo tuve suerte, ¿no lo crees?». «¿Por qué?». «Porque sobreviví».

Entonces pregunté a Minze si conocía a Teresa y a Mila. Respondió que sí, con la cabeza. Su mudez me indicó que era preferible no continuar la conversación.



- VII -

Una noche Perel invitó a cenar a toda la familia, incluso a Minze, quien fue no de muy buena gana.

La casa era larga como la nuestra, pero bastante más amplia.

Recuerdo que empecé a recorrer los pasillos, abriendo cautelosamente las puertas. Me parecía imposible que hubiera tantos ambientes. Ese día aprendí que no sólo sirven para dormir, comer o simplemente estar. La casa de Perel tenía, además de esos ambientes, un lugar de lectura, otro para el juego y un tercero para esperar el almuerzo o la cena, así como un lugar especial para el lavado y planchado y otro para guardar los comestibles. No sé por qué después de concluir el recorrido quedé con una duda. Minze decía que quedarse con dudas era la mejor forma de convertirse en ignorante, algo muy lejos de lo que yo deseaba ser. De modo que, en medio de la tertulia, antes de cenar pregunté tímidamente a Perel por qué no había una pieza que sirviese para pensar, un lugar especial para el lavado y planchado y otro para guardar los comestibles. No sé por qué después de concluir el recorrido quedé con una duda. Minze decía que quedarse con dudas era la mejor forma de convertirse en ignorante, algo muy lejos de lo que yo deseaba ser. De modo que, en medio de la tertulia, antes de cenar pregunté tímidamente a Perel por qué no había una pieza que sirviese para pensar.

«¿Para pensar?», preguntó Perel, sorprendido, aunque me dejó la impresión de que lo hizo para ganar tiempo. «Bueno», dijo, «la verdad es que me has dado una idea. Me ocuparé de destinar un lugar para pensar». Todos rieron, con excepción de Minze. Más tarde le pregunté por qué el no había reído como todos, a lo que respondió que no era precisamente de su agrado ser comparsa y que, además, no le había gustado el comentario de Perel. «Hubiera preferido que dijese: 'me es suficiente lo que tengo', o 'para pensar no se necesita un lugar especial'. Evidentemente le falta esto», concluyó, apuntando con su índice un lado de la sien.

Había que reconocer, no obstante, que Elsa era una excelente cocinera. Preparaba los platos al estilo del país de donde habían venido. Nos sirvieron antes de la cena una bebida muy extraña de tres colores. «¿Cómo hacen para que no se mezclen?», pregunté. Pero todo   era motivo de risa cuando los niños preguntaban. Minze me hizo una seña con la mano como significando «ten paciencia, ya te lo voy a contar».

Fue una velada agradable, pese a que mi padre no participó mucho de la conversación, contestando con monosílabos cuando Perel le dirigía la palabra o le insistía que repitiese el plato. Durante la cena mantuvo una actitud ausente. Después supe que unos días antes Perel había interferido en una operación comercial que mi padre estaba intentando concretar, lo que no le perdonaba. Aceptó la invitación, a regañadientes, porque mi madre insistió en que el sentido de familia debía estar por encima de cosas secundarias. «¿Cosas secundarias? Se apropió de un negocio que yo había concertado, y por supuesto con toda la ganancia. ¿Te parece secundario eso?».

En camino a casa, dijo que la comida se le había quedado atragantada, a pesar del intento de Perel para agradarle. Pienso que mi padre tuvo un comportamiento de caballero al aceptar ir a la casa de Perel. Sin embargo, y no sabía por qué, Perel no visitaba la nuestra. «La diferencia de las diferencias», dijo Minze. «Estás hablando en difícil como hacen los demás», le advertí, con la intención de que en el futuro fuese más claro. Minze entendió mi mensaje, aunque de tanto en tanto, quizás para burlarse un poco de los otros, volvía a las andadas.

Después de la siesta de días invernables, a veces tío Berni llegaba con Perel a nuestra casa, ya que nunca Perel lo hacía solo. Era la escala casi obligada de Berni en camino a su negocio. En esas breves visitas, de pronto mi madre se pasaba la mano por una mejilla, y no era para menos. Perel tenía la costumbre de hablar literalmente «cara a cara», lo que la obligaba a cubrirse de «la llovizna», expresión que fue incorporada en nuestro léxico para emplearla en la intimidad cuando nos referíamos a los disparos de saliva de Perel. «Hay que saber tener dinero. Si no viene acompañado con señorío, no se merece tenerlo», comentó mi padre cuando se fueron Berni y Perel, «filosofando» al estilo de Minze.

Pese a que la actividad de mi padre se limitaba a su tienda y que sus proveedores eran otros comerciantes como él, a veces hacía viajes de compras al exterior. Durante los pocos días de ausencia, dejaba a Minze al mando de la casa como hombre de confianza. Tomaba tan seriamente su responsabilidad que en todo ese tiempo se abstenía de la bebida, me imagino que con gran esfuerzo. Era él quien se encargaba de controlar de noche que la puerta de calle estuviese bien cerrada. También quien, silenciosa y sabiamente, imponía las reglas domésticas. Por lo general, eran reglas que tenían la posibilidad de ser trasgredidas mediante acuerdo previo con Minze, lo que tratábamos de dejar como último recurso o pensando más bien no tener que recurrir a esos acuerdos, o romperlos, para no dar problemas a Minze. Le teníamos un respeto natural. Si nos hubieran obligado a respetarlo, tal vez el resultado no habría sido el mismo.

La bisabuela aceptaba a regañadientes esa situación de hecho, porque en las decisiones personales ella siempre había llevado la batuta, a pesar de tener plena conciencia de que mi padre era el amo de la casa. Pero no le era fácil someterse. Creo que en esas ocasiones debía hacer un gran esfuerzo para mantener su lugar y no invadir territorios que no sólo no le pertenecían, sino que temporalmente estaban bajo el dominio de Minze.

En uno de esos viajes sucedió algo insólito: Minze desapareció de la casa, sin previo aviso. La angustia se extendió en la familia como si alguien se hubiera empeñado en provocar esa ausencia. «No se puede culpar a nadie de antemano», dijo la bisabuela, saliendo en defensa anticipada de Minze. Fueron momentos de gran inquietud. Hasta María, ya acostumbrada a los rezongos de Minze a propósito de su afán por la limpieza, mostró preocupación, ennegreciendo aún más sus ojos.

La atmósfera que se respiraba en la casa era de sala de espera. A pesar de que éstas, sean del médico o el dentista, generalmente albergan el preludio de algún dolor, yo habría aceptado cualquier cosa con tal de verlo reaparecer, sobrio o no, pero de vuelta con nosotros.

«Debemos dejar que se torno su tiempo. Tal vez esté en alguna parte, filosofando o recapacitando sobre sus excesos», dijo la bisabuela para aliviar la tensión. «Son cosas que deben arreglarse en familia, sin necesidad de llamar a extraños, ¿Avisar a la policía? Ni siquiera se limpian los zapatos cuando entran en una casa. Debemos esperar». Había captado muy bien, sin duda, el comportamiento no siempre    equilibrado de Minze.

Nunca se me hizo tan plano el horizonte, tan hurgada la calle en la que mantenía la mirada con la esperanza de verlo asomar en algún recodo. Al anochecer, cerramos la puerta, encargándose la abuela de poner la tranca. Pasaron días, no recuerdo cuántos. Una noche me desperté, sobresaltada, y fui al dormitorio de mi madre. «Creo que golpean la puerta de calle», le dije. «Duerme, es sólo tu imaginación».

Pensé que mi madre había olvidado el asunto de Minze. Pero nada de eso. Sólo que después de tantas noches de medio sueño, esa vez había quedado profundamente dormida. Ante mi insistencia, saltó de la cama y juntas, tratando de no hacer ruido para no despertar a los demás -a quienes creíamos dormidos- nos acercamos a la puerta de calle. Mi madre pegó el oído, sin atreverse a hablar. En ese momento ambas escuchamos claramente unos tímidos golpes. «¿Quién es?», preguntó con un hilo de voz. «¿Quién otro puede ser?», respondió la voz, identificándose.

Abrimos la puerta y Minze entró. Entonces nos dimos cuenta de que todo el resto de la casa estaba detrás de nosotros, incluso María. No se lo veía cansado, aunque su voz sonaba como si se le fuese a acabar el sonido. Lo acompañamos hasta su cuarto en medio de un atropello de preguntas. «Después, después», dijo, antes de quedar dormido. «¡Se acostó vestido!», exclamó María, como si eso fuese pecado.

A la mañana siguiente Minze dijo que cuando un hombre tiene algún problema necesita estar solo. «Las alegrías se comparten, pero el dolor hay que callarlo para que no tenga eco». Luego supimos que había fallecido un primo suyo, el último pariente que aún le quedaba.

La noticia le había llegado junto con el sobre de «compensación» que recibía mensualmente. «Uno también puede enfermarse de alejamiento; eso le habrá pasado», dijo Minze. «Ha de ser terrible no poder disminuir la distancia de alguna forma para posibilitar el encuentro de los parientes. Siempre pensé que por lo menos él alcanzaría a emigrar».

No volvió a hablar más del asunto. Mantuvo un mes de luto riguroso durante el cual no dejó de vestir de traje y corbata como forma de honrar la memoria del primo. Era el único traje completo que tenía.

Cuando pasó el mes, Minze dejó de usarlo y, con gran ceremonia, lo  guardó en el baúl. «Ojalá que la próxima vez lo tenga que sacar para celebraciones gratas, como un nacimiento o una boda. A la muerte debiera suceder siempre un nacimiento. Además, los períodos de dolor debieran ser cortos, porque amargan la vida si duran demasiado, y estar amargado no es bueno para la convivencia».

Al día siguiente regresó mi padre. Cuando estaba en casa, los problemas no parecían tan graves. Nunca logré explicarme por qué las cosas malas sucedían siempre de noche. Tal vez Minze podría darme una respuesta, aunque a menudo él sacaba más de una para un mismo asunto. «¿No puedes elegir una sola, abuelo Minze?», solía preguntar le. «Nunca hay una sola respuesta», me respondía. «¿Te imaginas qué pasaría si no existiesen varios caminos para elegir y uno tuviese que tomar siempre el mismo para ir a un mismo lugar? Eso es muy aburrido». Era un experto en respuestas, sin duda.

La venta del negocio transformó a mi padre en comisionista de comercio. El buen nombre, adquirido a lo largo de tantos años de prueba, le permitió contar con la confianza de los comerciantes mayoristas de la ciudad. En esos tiempos, un poco detenidos por la falta de prisa, yo no podía concebir cómo era posible que de lugares tan lejanos, como China o Japón, llegaran tantos artículos al pequeño y único puerto de la ciudad.

Siempre tenía consigo muestrarios de telas que llevaba en un portafolio de fuelle. Las muestras estaban clasificadas por cada importador de los cuales mi padre era el intermediario. A veces, era tal el peso del portafolio que un lado del hombro se le inclinaba, dándole una apariencia cómica cuando se lo veía transitando por las calles en sus visitas a los clientes.

No sabía si a mi madre le parecía bien que mi padre pasase tantas horas fuera de la casa y del círculo familiar para dedicarse a un trabajo sin horario, sobre todo después de tantos años de quehacer continuo. Una vez le escuché decir: «no hay alternativa; debo tener alguna actividad que nos asegure ingresos». Eso fue después que el residuo de gente venida de Europa desembarcara en ese puerto que servía para todo: importaciones y exportaciones, llegadas y partidas de gente, para reunión y separación de familias, o para atracar barcos o alejarse como si lo hiciesen para siempre. Eso tal vez era lo que sentíamos quienes aún no contábamos con derechos propios. Todo era para siempre. Nos parecía que nunca llegaríamos a ser grandes.

Tío Julio no prosperaba con el negocio que había comprado de mi padre. Era cada vez menor la afluencia de los clientes que estaban acostumbrados a ser atendidos por mi padre, pese a que él iba a la tienda todos los días para presentarlos a tío Julio, usando las mejores palabras de un vocabulario no muy amplio.

El problema era tío Julio. «Tengo mi propia forma de trabajar», sostenía. Su relación con los clientes no llegó a tener la misma intimidad a la que les había habituado mi padre. Respetaba un horario, pero sin adecuarlo a la disponibilidad de tiempo de los pequeños comerciantes que llegaban del interior del país para hacer sus compras. Al no coincidir con las horas establecidas por tío Julio para abrir y cerrar el negocio, comenzaron a buscar otros proveedores que se ajustasen mejor a sus necesidades. Ese capricho de tío Julio por cerrar el negocio a una hora rígidamente establecida, fue causando reiterados atrasos en el despacho oportuno de los pedidos, especialmente de las ventas al por mayor. Esas eran las que habían aportado a mi padre buenas utilidades, estimulándolo a quedarse en la tienda aún después de la hora habitual de cierre. Alumbrado por un débil foco, todavía puedo verlo armando fardos de arpillera que desprendían un polvillo que iba asentándose lentamente en el suelo. Y esas fueron las ventas que fueron disminuyendo hasta casi desaparecer, manteniéndose sólo las ventas al detalle que apenas rindieron lo suficiente para solventar los gastos de tío Julio.

A pesar de la reconocida dureza en sus tratos comerciales, Perel no se portó mal con tío Julio. Un día vino a la tienda y, al ver los estantes medio vacíos, le dijo: «una tienda que no está rebosante de mercaderías no atrae clientes». Seguidamente ofreció llenárselos para incentivar las ventas. Pero Perel no era de los que lanzaban así no más una red sin la posibilidad de que se llenara de peces. Las pérdidas podían tenerlas otros, pero no él. Su costumbre de trabajar intensa y desmedidamente lo habían acostumbrado a ganancias proporcionales a su esfuerzo.

De nuevo mi padre apareció en escena. Esta vez para ofrecerse a firmar los documentos que garantizasen a Perel el pago de su «generosidad». Aunque su intención no era la de lucrar, quería asegurarse el pago de las mercaderías o por lo menos su devolución   en caso de que no se vendiesen en el plazo estipulado. Con la firma de los documentos, mi padre se convirtió en codeudor solidario de Perel, una situación que no fue muy de su agrado. Sin embargo, lo hizo por ese sentido de familia que siempre estuvo tan enquistado en él. Al final, mi padre tuvo que responder por el pago. Sin embargo, antes de que la tienda fuera acabándose de a poco y llegara el momento en que no había más remedio que cerrarla, tío Julio canceló su deuda con mi padre.

Pero no podía achacarse toda la culpa a tío Julio. Aunque gritón hasta que le saltaban las venas, tomando su cara una tonalidad rojiza preocupante, su bondad era inmensa, igual que su honestidad. Y eso, para Minze, valía más que su poca habilidad para mantener próspero un negocio de por sí bastante floreciente cuando lo compró de mi padre.

Tío Julio siempre fue el de carácter impulsivo de la familia, no la oveja negra, aunque algo tirada a gris. Le gustaba cortejar la suerte, fracasando más de una vez en su intento por conquistarla. «Eso es», dijo Minze. «Una mala distribución de la suerte. Algunos la tienen en exceso y otros la persiguen y persiguen sin llegar a encontrarla jamás».

Pero los dichos de Minze, supuestamente irrefutables, a veces se resquebrajaban en alguna parte. Nadie pensó que la suerte le iba a jugar una mala pasada a Perel. El incendio de su negocio, lejos de desmoronarlo anímicamente, pareció darle más energía para continuar. Pero sí le desmoronó lo otro.

Desde un primer momento, Minze insistió en que el incendio ocurrió porque Perel no había tomado las mínimas medidas de seguridad. «Fue glotonería, pura glotonería», dijo, como imaginando a Perel abalazándose sobre la mesa de algún banquete. «Si ya tienes bastante, ¿para qué quieres más?», le preguntó en cierta oportunidad, recibiendo por respuesta una mirada fulminante. Fue como si Minze lo hubiera vaticinado: atraparon a Perel con un contrabando de mercadería por un monto nada despreciable. No era una práctica habitual, al menos no en gente con principios. Pero tampoco podía desconocerse que algunos la cultivaban como forma de hacer dinero rápido.

Cuando en el ámbito comercial empezó a murmurarse sobre su relación con ciertas personas de antecedentes no muy santos, Perel  cayó en un estado depresivo, Minze insistió en que había mucho de comedia en esa depresión, pues quien busca al diablo termina por encontrarlo y nadie mejor que Perel podía saber que entre tantos sobornados siempre hay alguno a quien no satisface el monto del soborno. Y eso fue lo que ocurrió.

En reunión familiar -con verdadero alcance de clandestinidad-, en la sala que daba a la calle, Minze opinó de que Perel debería poner a trabajar su cabeza para pensar en negocios que no le ocasionen semejantes trastornos. Y así fue. Perel decidió instalar una sucursal de su establecimiento comercial en una localidad situada al otro lado de la frontera, separada por un río. Su cercanía facilitaba el comercio recíproco y también el «contrabando hormiga», como llamaban a esa forma casi artesanal en que era llevado a cabo, generalmente por mujeres.

A esa localidad también era posible viajar por tierra, pero el trayecto se hacia dificultoso por la falta de una buena ruta, la cual se volvía intransitable en época de lluvia. El río, en cambio, era un medio rápido, seguro y sin impedimentos durante todo el año.

Elsa inició sus cruces fluviales, desde esa localidad, llevando mercancías de poco bulto y mucha monta, ocultas entre ropa confeccionada de forma amplia para ese único propósito. Se especializaba en el contrabando de perfumes porque eran fáciles de ocultar, además de dejar un buen margen de utilidad. Podíamos imaginar su cuerpo, menudo y flaco, transformado en amplias redondeces de las que se desprendía después de pasar el control aduanero, un tanto relajado en las horas nocturnas, que eran las más aprovechadas por Elsa.

Lo hizo durante mucho tiempo, hasta que otras mujeres, igualmente avispadas, entraron a competir. Sin embargo, la competencia no tardó en causar la saturación del mercado y la consiguiente reducción de los márgenes de utilidad. En otras palabras, dejó de ser un buen negocio para Elsa, agregado a que el tiempo y el cansancio ya estaba dejando su marca para una «empresa» que le demandaba mucha energía y salud.



 


- VIII -

A menudo siento como si alguien estuviese accionando uno de esos artefactos usados en tiempos de antes para avivar el fuego, produciendo un viento artificial, el que me insufla corrientes recordatorias o trata de desinsuflarlas para que al atiborramiento no me cause problemas de tránsitos internos. No lo sé. A veces pienso que todo es pasado y ellos, los que conforman o deforman historias que de pronto desestabilizan mi razón, ya no están.

La niebla parece tullida, cayendo de medio cuerpo acá o allá, zambulléndome en la atmósfera hasta opacarme los ojos y dejarlos desvencijados. Tal vez no sea más que la condición natural de los ojos, el estar cerca uno del otro, pero solos, sosteniendo desde esa dimensión la fatalidad humana que hace cuerpo en la soledad absoluta. De ahí a la meditación que revuelca pasado y presente, con consecuencias futuras, no media más que un pestañeo. O puede que sólo sea el confinamiento al que lleva la niebla, marca flotante que deshace realidades y convierte a uno en presa de su embrujo.

Pero es su avance lo que remece el temor, el encierro que amenaza sus velos con el deseo de ocultar algo o soltar dudas enjauladas. Sin embargo, no es una neblina impenetrable, sino secreta, una red que es preciso recoger para observar qué parte del mar ha quedado adentro. Algo se perfila entre tanta bruma. Dan ganas de abrirse paso y escarbar en ella, ahuyentarla como se hace con los insectos voladores, Pero entonces no es bruma, sino el recuerdo que se obstina por levantar humaredas para confundir el pasado. «Deja atrás esas fuerzas oscuras», previene un susurro, también pasado o vencido, que enturbia el pensamiento, que impide su aclaración oponiendo más turbiedad hasta que la sensación de vacío anuncia caídas, resbalones, deslices de la conciencia, una lucha sombra a sombra en la persecución de la imagen.

Es una neblina que parece no tener un adentro o un afuera, o un límite para precisarla. Será necesario traspasarla o bordearla lateralmente para llegar al contorno que intuyen los ojos, o acaso uno de ellos solamente, buscando la antimemoria para torcerle el brazo. Es como si se hubiese decretado la desaparición de las luciérnagas que permiten atravesar neblinas para llegar a esas tierras de Nunca Jamás que aseguran la existencia de fantasías saludables. Podría tratarse también de una neblina con ojos y haya sufrido un desprendimiento de neblina. Me atrae y atemoriza, al mismo tiempo, esa decadencia que supone el borroneo de la atmósfera, cortina que tienden manos secretas para impedir el paso de la realidad. Será preciso el envío de duendes diestros que puedan comunicarse con el aire empañado, aunque quizás no sea necesario.

Se alcanza a vislumbrar que alguien sostiene un espejo, produciendo espejismos brumosos. Es la guerra, el más allá, un precipicio sin fin, cualquier cosa que pueda caber dentro del absurdo. O son ellos, los personajes reales de una historia que parece inventada, quienes se ocultan detrás de la neblina para ir desapareciendo de a poco, para borrarse de mi recuerdo, de mi sentimiento, y yo lucho por no quedar en la indefensión del abandono.

Mi memoria está llena de moretones como si el día estuviese azulado, o son golpes recordatorios de quienes insisten en continuar formando parte de ella. Siento que el desatino es culpable de lo que ocurre, que las palabras tienen goteras por donde se escurre su significado, convirtiéndose en viles contrabandistas del sentido. De pronto pierde importancia el que se trate del más allá o del más acá, aunque la condición neblinosa que me aqueja sea el resultado de ambos elementos, de la imposibilidad de ubicar hechos o sopesar situaciones. «Pero todo eso ha sucedido. No sería capaz de inventar tanta realidad», me defiendo.

El tiempo sólo ha logrado acallar el trajín que hace de la rabia un vehículo insoportable. Si únicamente pudiese separar el sentimiento de cualquier otra cosa, marginarlo hasta que nuevos tiempos auguren nuevas esperanzas. Sin embargo, nada hará cambiar archivos, deshacer identidades que alguna vez fueron. Me aqueja el inconformismo ante ausencias definitivas, algo así como si el destino se empeñara en pasarme malas jugadas.

Me han puesto un caleidoscopio en las manos, pero es nada más que un engaño, un límite para que los ojos no sigan tropezando con esas neblinas o incursionando en el pasado. «¿Cuándo comenzaron?», alguien pregunta. «¿Cuándo comenzaron qué?», pregunto a mi vez. «Las neblinas», llega una respuesta, «Nadie ha hablado de neblinas», digo, levantando un escudo, porque es posible que quien haya formulado la pregunta busque apropiarse de mi neblina. «Es una ilusión, una fantasía, un recurso artero para no enfrentar realidades», debe pensar el experto en preguntas.

Hay una sensación de crisis de ser, de estar, de respirar o dejar de hacerlo, como si el desarreglo de los sentidos se hubiese convertido en una enfermedad. El pasado se abre como un banco de respuestas, pero es imposible introducir una pregunta. «Es la farsa llevada hasta sus últimas consecuencias», digo, pienso o sueño. Más bien quisiera soñar, y lo del sueño que pretendo también semeja una farsa.

La existencia ha dejado de tener el alcance antiguo que impregnaba de calidez la atmósfera, lo que ha hecho que se produzca un enfriamiento de la corteza terrestre y, por consiguiente, de la corteza humana. Todo parece ser pasado y quienes detentan las respuestas no están. El tiempo corcovea como si tuviese vergüenza por haber fallado.

Ha fallado el tiempo, la paciencia, el arrastre doloroso que fue produciendo costras, superponiéndolas para evitar saneamientos u olvidos. Lo aceptaría como documento necesario para ratificar hechos y no se crea que la locura ha hecho presa de la mano del escribiente, de su necesidad de fabular. Con todo, un temor me asalta: ¿Quién quedará para continuar indagando en ese pasado? ¿A quién le importará? ¿Continuará constituyendo el antecedente intransable de toda existencia presente? Por último, pienso -con esa proyección cósmica, científica o parte de la ciencia ficción que parece convertirse en lo único deseable- que la participación humana en el devenir universal desciende cada vez más hacia cifras ínfimas, las que estarán representadas por cabezas de alfileres sin identidad alguna. «Esperemos el próximo diluvio», diría tío Jako como forma de minimizar cualquier peligro. Y agregaría: «Debemos estar preparados para tomar la primera arca que pase. No será necesario que sea pilotada por Noé».

No me quedará otra salida que reconciliarme con pasados,    presentes o futuros como forma de asegurarme la condescendencia del destino.

El tío Jako habló de la gran reunión familiar como si quisiera alejar con eso las consecuencias migratorias. Aún estaban casi todos, y el gran deseo de volver a juntarnos parecía que iba a ser la clave para consumarlo. Pero el tío Jako, incontrolable en sus dichos y sus acciones, pocas veces consultaba posibilidades reales. Sin embargo, a insistencia suya se llegó a discutir lo de la gran reunión familiar como algo que sólo esperaba el momento justo para su concreción. La familia había expandido sus lazos, lanzado cuerdas, extremado la ramificación de un árbol genealógico buscador de nuevos suelos y subsuelos. Era el sino impuesto por situaciones anteriores que dejaban su marca ineludible.

La idea lúe macerándose con largura de tiempo, como si todos los miembros de la familia fuesen a aguantar la espera por el compromiso implícito en la idea. «Los primos se conocen poco y los hijos de los primos empiezan a mirarse como extraños», dijo tío Jako para dar fuerza a su iniciativa. Nadie oteaba el horizonte para detectar cambios en la jerarquía familiar. Parecía prevalecer el convencimiento de que los malos tiempos habían quedado suspendidos de una distancia que hacía imposible que algo fuese a suceder.

«Será necesario tomar varias habitaciones en algún hotel y comenzar con un gran encuentro inicial antes de programar las actividades», dijo. «Lo importante es estar juntos el mayor tiempo para establecer la comunicación entre los más jóvenes, ayudarles a sentir el significado de pertenencia tanto a la familia como a nuestras tradiciones». Todos estuvieron de acuerdo, grandes y no tan grandes, aunque los pequeños no hicimos más que repetir la actitud ancestral de seguir el dictado de los mayores.

Entonces, como sombras que nadie se atrevía a soslayar, comenzaron a producirse postergaciones debido a la falta de acuerdo en una fecha determinada -quizás pretexto de algunos para no poner en evidencia su magra situación económica-, lo que podría hacer fracasar la empresa.

El tío Jako, quien estaba pasando por la parte buena de una de sus   tantas vueltas y revueltas de fortuna, con esa forma tan suya de dejarse llevar por la espontaneidad -lo que acarreaba a veces otros problemas- ofreció tomar a su cargo los gastos de quienes no pudiesen solventarlos. Eso desató algunas susceptibilidades, propias de gente acostumbrada a valerse por sí misma y a no aceptar dádivas. Si bien la oferta de tío Jako estaba muy lejos de esta connotación, algunos la consideraron desproporcionada y el gasto excesivo. Una postergación condujo a otra y después a una tercera hasta que se empezó a hablar del asunto en tiempo pasado y a lucubrar sobre lo bueno que hubiese podido ser.

Después aparecieron trizaduras impuestas por un destino insospechado y la muerte entró en un descuido de la mente. Se hizo difícil aceptar la tragedia, sobre todo por tratarse de un miembro joven de la familia que cercenó futuras expansiones y trasgredió la naturalidad de turnos. Lo inaceptable se volvió tema de todos los días y la conversación, que por lo general acostumbraba tomar rumbos anteriores, dio un giro completo, convirtiéndose en punto de partida de otra etapa de la familia.

La desaparición de Beno, el sobrino mayor, marcó expresiones, dejó la risa en suspenso y el llanto marcó el inicio de cualquier conversación en el seno de la familia. Duró mucho tiempo, uno largo durante el cual ocurrieron otras cosas, pero sin que el velo oscuro que se llevaba como muestra del desamparo impuesto por la fatalidad diera muestra de aclararse.

El tío Berni trató de continuar siendo el mismo, pero el entusiasmo con que envolvía los hechos más insignificantes quedó sostenido de una media sonrisa que sólo revelaba su tristeza interior. Ya no se habló más de algún futuro encuentro colectivo de familia, dejándose al azar el que pudiese ocurrir o no. De todos modos, algo fue perdiéndose y las reuniones fragmentadas sólo sirvieron para poner en evidencia a los ausentes y centrar en ellos la conversación en un retroceso al pasado quizás saludable, un pasado largo y ancho que comprendía estados de ánimo y aceleraba pulsos y mentes.

El tren del recuerdo continúa su carrera humeante. Veo pasar escenas por mi memoria, casi de la misma forma como va corriéndose el panorama a través de alguna ventanilla de la máquina. Sólo que no desaparecen tan rápidamente, aunque se borronean de cierto modo  para dar lugar a otras. Algunas son verdes, como si aún no hubiesen alcanzado su punto de maduración.

En el recuerdo está ella, mi madre, en un último intento por aferrarse al hilo invisible que conecta con la existencia, respirando hasta dar la impresión de querer explotar de cuerpo y de espíritu. Tuve miedo de mi memoria futura, de que no me fuese posible librarme de esa imagen que con los años seguramente buscaría cuerpo en el mío para corroborar condiciones hereditarias. Es posible que yo ya esté en la mira del destino y sólo trato de encontrar una puerta, aunque sea falsa, para ensayar escapes que conforman el capricho, pero sin ofrecer solución.

Alguien está tratando de iluminar una escena que está en la parte de atrás de una mente que no es la mía, seres mudos y tristes sentados alrededor de una mesa que tampoco es la mía. La que me pertenece, la mesa larga, ya ha iniciado su paso por el tiempo y se mantiene inalterable en conciencia.

Una memoria lejana se empeña en formar imágenes de efecto presente, como queriendo anular cualquier asomo contrario. Es una memoria herida que intenta levantar alas. La ternura busca resquicios donde poner nombres, identificarse para llegar a ser. Es una memoria con partes deprimidas, como terrenos no abonados a tiempo o pasados de largo por lluvias que siempre llevan otra dirección. Puede tratarse de un doblaje bíblico, renovado para volver a poner pruebas al ser humano y tentar su capacidad de aguante.

Es la muerte que acecha en ese cuarto blanco que huele a desinfectante, donde cada movimiento es captado para armar la escena final. El trinar de un pájaro desconocido atraviesa la atmósfera exterior y se inserta en el cuarto, pasando por distintos niveles de sonido. En reflejo involuntario, levanto los brazos para ahuyentarlo. Pero ya no estoy en el gallinero del fondo de la casa de la abuela Bea, donde jugaba a situaciones de superioridad persiguiendo a las indefensas aves. Se levantan velos invisibles y las llamas titubean en el espacio. Tengo los ojos brumosos. Es el esfuerzo por atraer lo que ya no existe, lo que fue pasando tan rápidamente que me dejó la sensación de no haber sido.

Son años pintados de distintos colores que pestañean el deseo de no borronearse. Sin embargo, uno que otro se impone a veces y desata   la crueldad del recuerdo. La mesa llena de la mesa larga ha quedado como imagen detenida. Los desertores aún no tenían ideas rebeldes.

Mi madre, debatiéndose en esa línea frágil entre ser o dejar de ser parece querer indicar que nada puede ser cambiado. La dama de negro, desde una esquina, asiente. Desde otra, tío Jako tuerce un ojo, como acostumbraba hacer cuando quería mostrar su desacuerdo. «¿Cómo puedes hacerlo, tío Jako, si ya te has sometido a su requerimiento?», pienso que digo. Pero es sólo el andar divagante de una mente en estado de sublevación. Mi sentido pacifista se desmorona y una capacidad desconocida me mueve a luchar contra esa imagen concebida imaginariamente que, sin embargo, es superior a cualquier frente que se te quiera oponer.

Estoy sola ante una situación de la que me quieren hacer cómplice. Me resisto y apelo a juicios finales, o en proceso de serio, para que ya todo acabe o un vuelco extraordinario me la devuelva de ese estado en el cual prefiero no verla. De pronto tengo la sensación de que estoy del lado de la mujer que espera en la esquina y me pregunto por qué, si quién soy yo para decidirlo o por qué me han dejado en esa confrontación triangular en la que soy la única que muestra movimiento. La atmósfera parece inmersa en suspenso, uno que se mueve de una a otra, tal vez acechando o decidiendo a quién apoyar.

«¡Que todo termine o comience!», quiero gritar con voz oprimida por el llanto interno. Pero temo que mi madre crea que he hecho causa común con la mujer de negro que espera en una esquina. Es ese instante eterno que decide el adelanto o el retroceso, el abrir o cerrarse de la cortina que establece límites.

Quisiera contar con la presencia verdadera de tío Jako. La indefensión juega en mi contra, ganando un terreno que me resisto a entregar, «¡Qué caigan los límites y yo con ellos!», de nuevo quiero hacerme oír. Siento que la mujer de la esquina mueve negativamente la cabeza. «Cada cosa a su tiempo», parece que dice. Busco al tiempo para interrogarlo. No quiero estar sola. La abuela Bea se acerca con el candelabro de mil brazos, pero la habitación está cada vez más en penumbra. Mi apelación no repercute del modo que quiero. Son fantasmas que están del lado que atrae a mi madre. La mesa larga lanza un grito, luego otro, y se quiebra en la parte que le corresponde. Oculto    la cara en mis manos, como lo hacía la abuela frente a las velas. No sé qué espero con ese gesto. Retiro las manos y percibo un respirar alterado. Es el mío, el único que se afana en medio del irrevocable silencio. De nuevo oculto la cara. Pero esta vez sólo invoco.

Agazapada en la neblina, el aire parece haber optado por la huida. Sin embargo, algo se desprendo de esa capa que hace encoger los ojos, achicarlos al máximo para traspasar lo invisible y llegar al otro lado, donde sigue proyectándose hasta que la misericordia presione mi sentir como si todo girase alrededor de eso: sentirse o no sentirse. Pienso que pasará lo mismo con otros que, por imitación o por ver más allá con la ilusión de un tercer ojo, se agazapan como yo y de modo animal acechan posibilidades misteriosas o escondidas. Estoy mentalmente del otro lado, sin embargo experimento una sensación rara de logro anticipado, de haber alcanzado algo suspendido en mis sentidos y que obliga a la persecución ciega. Quizás sea la eterna lucha por adentrarse en mundos que no están tan herméticamente cerrados y permiten aberturas de quienes se atreven.

Con todo, algo hay detrás de esa neblina que me preocupa, acaso un hombre lobo, el monstruo del lago Ness, la cara oculta de la luna, la caja de Pandora que míticamente fue abierta, aunque aún permanece cerrada y con sus misterios inalterados. Algo ha de haber. No puede ser sólo el deseo azuzado por la necesidad. Puede que sean ojos que inician descensos luminosos y yo imagino lo inimaginable, o miedo, nada más que miedo de avanzar, que se transe con la indecisión, pretendiendo estar apernado a la seguridad de un espacio. Son rostros los que oculta la neblina. Se forman, conforman o deforman de acuerdo con la profundidad de la mirada. También pueden ser huellas de rostros que han perdido la calidad de tales e insisten en insinuarse como residuos pasados para ayudar a la memoria a no ser objeto del desrecuerdo.

Hay un polvillo que insiste en caer incesantemente, formando una cortina etérea. Ella asoma como parte del polvillo, primero el rubio de sus cabellos y luego la media sonrisa que amenaza explotar al menor toque. La boca se le abre y los dientes aprietan un hilo que no alcanzo a identificar, tan tenue como el polvillo o la neblina, un hilo     que aprehende con fuerza, con pasión, que juega con ella, la tienta con desaparecer para siempre en un error de boca o de dientes, que amenaza con aprovechar cualquier debilidad y busca tomarla con la guardia baja. Ella canta mientras sujeta el hilo, hilando su canto con él, abriendo el piano apenas insinuado detrás de la neblina el un intento por guardar su canto, resguardarlo de falsos ecos.

Mi madre tocaba el piano y también cantaba. Dentro del piano está su universo. Cuando lo abre, el universo se desparrama y ella corre por la habitación para juntar los pedazos que buscan escapar, y volverlos a poner dentro del piano. Luego cierra con fuerza la tapa, produciendo un sonido estruendoso, apretado, largo, hasta que el silencio se apiada. «¿Por qué escapan si sólo quiero guardarlos, ponerlos en el sitio donde creo que deben estar?», se pregunta. Cierra sus ojos de color triste, aprieta los pómulos y escucha la música que imagina flotante, Sus labios se mueven como si cantase para adentro. Me pregunto cómo puede cantar para adentro con esa voz que la desborda, que la lleva a cimas desde donde cae en tropel de caballos alados. Quisiera que dejase de cantar, porque tal vez sea su canto lo que mantiene la neblina, afina el polvillo, forma imágenes anteriores que perturban olores, sabores, momentos.

El viento corre dislocadamente por las colinas que circundan la casa, alejada del diario pánico ruidoso que forma el trajín. Ella sube de un brinco hasta instalarse en la cima, desde donde desciende de golpe hacia el río para mezclarse con el murmullo del agua hasta que se vuelve acuoso. Más allá, casi colgando de un barranco, un atisbo de otra casa. Son cuatro paredes que se levantan y prometen transformarse en algo especial, un atelier quizás, porque es probable que algún artista esté en camino o ya se encuentre adentro. Las casas se funden y me confunden. Son como casas sorpresa que se insertan unas dentro de otras, la proyección que lleva cuenta de sus ocupantes.

Un talismán cuelga en el interior de la casa, de la otra, la grande. Tiene siete cabezas, siete agujeros, siete direcciones. Es un amuleto contrario a los designios de la suerte, quizás por exceso de sietes. Ella lo muestra, sonriente, como si la clave de futuros no configurados estuviese ahí, o tal vez los orígenes y términos de migraciones antiguas. Hay fugacidad en el tono del día, en los olores mezclados que se tropiezan entre sí por su afán de preponderar. Hay una lucha      invisible entre cuerpo y espíritu, pasos largos y pesados que hacen sonar la atmósfera y quieren sujetar el recuerdo para que vaya adquiriendo visos de eterno.

No sé si continuar en esa posición de agazapada. Mi voz está cautiva dentro de una garganta insonora. «¿Por qué sólo se puede recibir mensajes y no hacerlos llegar?», me pregunto. «¿Qué mecanismo impide su libre tránsito?».

Ella levanta el dedo índice y lo coloca trasversalmente sobre sus labios. Probablemente sea una clave, un gesto cabalístico o sólo una advertencia para que yo no indague en territorios que se mantienen misteriosos, prohibidos, hasta el momento decisivo. Temo dejarla sola en medio de otras soledades, que no sienta el calor de mi proximidad. Hace un gesto con la cara como diciendo que no debo preocuparme, que todo está bien, que ella debe permanecer donde está y yo... Aún así, sigo agazapada, acechando como cazador furtivo cualquier claro que disipe mis miedos.

Mi madre tocaba el piano y también cantaba. Corre la neblina como telón de algún escenario. Es de noche, es invierno y yo un transeúnte atajado de un poste de alumbrado cuya luz decreciente parece contener respuestas. Es una luz que pone en evidencia la neblina y la separa para que nadie, nadie dude del lado en que debe mantenerse.



- IX -

Las largas caminatas con el abuelo Minze, calle arriba o calle abajo, muchas veces nos llevaba hasta el muelle del puerto de río de la ciudad. Era tal vez mi paseo favorito. Siempre me subyugaron la mezcla de los olores de desperdicios que flotaban alrededor de los barcos, los gritos de los estibadores, los tripulantes moviéndose de una cubierta a otra. El puerto, modesto y pequeño, sin embargo era el primer paso hacia esas lejanías que apreciaba en los libros de Salgari y de otros aficionados a relatar viajes de fantasía. Eran capaces de remecer mis sentimientos más íntimos. Parada junto a Minze, casi sentía como una parte de ser se desdoblaba para partir en uno de esos buques, mientras la otra permanecía firmemente tomada de su mano.

«¿En qué piensas?», me preguntó de pronto, observando mi cara, la que trataba que fuese lo más inexpresiva posible. «En cómo será el mar. El río me parece tan ancho, tan difícil de atravesar». «El mar puede ser terrible cuando uno está obligado a verlo cada día, lo primero en la mañana y lo último antes de cerrar los ojos. Si no lo sabré. El deseo de divisar tierra, de asomarse a alguna orilla apenas detectada en el horizonte, se vuelve casi una necesidad como la de comer o dormir. El continuo flotar da la sensación de inseguridad. A eso hay que agregarle vómitos, marcos, enfermedades y hasta muertes».

«¿¿Muertos?». «Sí. Era el precio que a menudo se pagaba al viajar en esas islas flotantes que para muchos se transformaban en alfombras mágicas, porque era necesario escapar para salvarse. Los viajes eran largos, casi eternos, y bastante miserables las condiciones a bordo debido al hacinamiento. Había que ser fuerte, muy fuerte, como en toda aventura humana. Sólo sobrevivían los más fuertes». «Menos mal que tú lo eras», Minze sonrió, mudamente.

«¿Nunca tuviste una familia propia?». No era fácil llegar basta las honduras del pasado de Minze, su propiedad inalienable, incuestionable, inconversable. Pero yo era niña y mis límites naturales de comprensión no me permitían saber hasta dónde se puede llegar en un rastreo cariñoso. No conocía los altibajos del criterio ni el respeto por las soledades de cada persona.

Minze acostumbraba contestar con monosílabos. No eludía una respuesta, aunque tampoco iba más allá. En esos momentos, con el egoísmo propio de los años inconscientes, me alegraba de que pudiera tener a Minze para mí sola, si bien a veces no había más remedio que compartirlo con mis hermanos.

El panorama empezó a mostrar nubarrones en una de nuestras visitas al puerto. Era una de esas tardes en que el goce me parecía tan ancho como el río, en que no me molestaba ser una niña, aunque esa niñez se mantuviese eternamente o se detuviese en ese preciso momento. El placer de nuestra mutua compañía, de sabernos el uno próximo al otro sin interferencias de terceros, se vio alterado de cierto modo. Fue un día en que el puerto no estaba tan azotado por la afluencia de gente o de buques. Había mucha tranquilidad a nuestro alrededor, una calma excesiva para que pudiese ser duradera.

Una mujer, quieta y silenciosa como nosotros, apareció casi mágicamente, compartiendo la observación del panorama como si buscase imitarnos o reducir de algún modo nuestro monopolio del puerto, el cual habíamos establecido sin pensar en otros visitantes. Raras veces advertíamos la presencia de otras personas en el lugar, porque nos bastaba la nuestra. Fue Minze quien notó a la mujer. Al comienzo no me pareció peligrosa, o es lo que deseaba creer. Eso fue sólo al comienzo, cuando vi que su soledad se marcaba en el horizonte en momentos en que la tarde iniciaba el descenso.

Minze la miraba de reojo. Pudo ser nada más que curiosidad. Tuve ganas de acercarme a la mujer y decirle que estaba ocupando un lugar que prácticamente nos pertenecía. Sin embargo, temí que dijera «no es nuestro, ya que no lo hemos comprado», como era su costumbre cuando buscaba huecos donde insertar palabras que tuviesen sentido, pero que prefería no exteriorizarlas. Por más esfuerzo que hacía para que mi pensar igualara al de Minze, el pensamiento chocaba con diferencias de tamaño que algún día «sólo la experiencia podrá hacerlo crecer», por decirlo en las palabras de Minze cuando un día le reproché que nuestra avenencia y comprensión no llegaba a balancear el modo de ver las mismas cosas. Así y todo, era un hecho que la mujer se había metido en nuestro espacio mientras observábamos plácidamente el horizonte, las nubes y los barcos, totalmente abstraídos de la gente anónima a nuestro alrededor, la cual no contaba para nosotros, precisamente por ser anónima.

Todo habría continuado igual si no hubiésemos vuelto a ver a la mujer. Pero no fue así. Un día la divisamos de nuevo en el muelle, paseando con un perrito sujeto por una correa. Lo primero que hice, para atajarme de algo en caso de que las cosas se pusieran difíciles para mí, fue recorrer con la vista paredes y lugares con la esperanza de encontrar el cartel salvador: «Prohibido entrar con perros». Pero nada. De modo que no me quedó más que encomendarme a las circunstancias, al cielo, a cualquier cosa que evitase poner en riesgo nuestra relación, nuestros diálogos mudos. «Eso es egoísmo», casi podía escuchar el reproche de Minze. No obstante, era algo que yo no podía evitar.

El sentido de derecho era llevado por mi condición de niña hasta límites casi irracionales. El de propiedad también. Tal vez formaba parte del egoísmo contra el cual luchaba Minze, no sé si exitosamente, pero por lo menos nos hacía pensar sólo de modo fugaz, pues enseguida reemplazábamos cualquier pensamiento indeseable por otro que no nos comprometiese.

Nuestros paseos no siempre incluían el puerto, aunque desde que Minze avisto a la mujer sus pasos parecían querer llevarnos solamente en esa dirección. A veces, con alguna insistencia, lo convencía de que fuésemos al zoológico, pero como quedaba en las afueras de la ciudad, nuestras visitas a ese lugar eran bastante esporádicas. Así que, dadas las pocas posibilidades de recreación que ofrecía nuestra pequeña ciudad, no podía dejar de coincidir con Minze de que el paseo al puerto era la mejor alternativa.

Los problemas comenzaron realmente con la aparición del perrito. Estoy segura que la mujer lo dejó suelto para atraer la atención de Minze y que el acto fue programado con antelación como si ella estuviese poniendo en escena una obra teatral.

La vista de un perrito corriendo alocadamente por el muelle sólo  podía significar una cosa: un animal exponiéndose a caer al agua, a no ser que hubiera sido amaestrado para esas andanzas. Nada era descartable. La alerta cundió en Minze, quien se puso a correr, a su manera, detrás del perrito para evitarle una posible desgracia y -esto era lo que más me preocupaba- restituirlo sano y salvo a su atribulada dueña.

Yo también corrí detrás de Minze, pero la mujer no hizo el menor movimiento. Tal vez era otra maniobra suya para atraer la atención de Minze. Sólo después supe que había quedado paralizada por el temor de que algo grave pudiese ocurrir al animal, ya que le servía de apoyo, de bastón, de mano que sostener como Minze lo hacía con la mía.

Una vez rescatado, Minze puso al perrito en brazos de la mujer. Noté que estaba bien cuidado y que no olía como otros. A media voz, o quizás con un tono aún entrecortado por la angustia, agradeció efusivamente a Minze e, inclinándose, me besó en la mejilla. Sin darme cuenta -como lo hacía cada vez que a Perel se le ocurría besarme-, me la limpié con el dorso de la mano. Afortunadamente, ni Minze ni la mujer se dieron cuenta.

Ambos comenzaron a conversar sobre el tiempo, las actividades en el puerto, la tranquilidad de las aguas, los barcos, en fin, una conversación sin mayor fuerza. Por lo menos así lo pensaba yo.

Iniciamos el regreso juntos. Por coincidencia, tomamos el mismo camino, el que se prolongó casi hasta llegar a la casa, pues para mayor coincidencia la mujer vivía a pocas cuadras de la nuestra. Esto no era de extrañar en una ciudad pequeña, con casas desparramadas como naipes sobre una mesa, que no había alcanzado aún la etapa de edificación en altura.

Cuando quedamos libres de la mujer, respiré aliviada, pensando que sería el final de la aventura, que no la volveríamos a ver. No obstante, por esa falta de «propiedad propia» que nos obligaba a compartir el puerto con otros, el muelle se convirtió en un lugar de encuentros ocasionales, lo que parecía no disgustar a la mujer y aún menos a Minze.

No recuerdo cuánto luché por alejar el egoísmo que me envolvía como manto perverso. Si no podía tener la propiedad del puerto, ¿por qué me iban a arrebatar la de Minze?, se me ocurrió, buscando una salida que llegó a carcomer el borde de mis sentimientos. También se     me ocurrió, en uno de esos destellos de inteligencia que ocasionalmente cruzaban mi cerebro como meteoritos, que si mis hermanos y yo compartíamos a nuestros padres, era normal que yo compartiese a Minze con otros. En eso sí que mis hermanos no contaban, pues en lo más profundo de mi interior sentía que era la preferida de Minze. A regañadientes, tuve que aceptar que, en vez de dos, fuéramos tres los paseantes.

Su nombre era Pola y el del perro Can, si bien en un comienzo no me faltaron ganas de llamarlo Caín. Me lo impidieron algunas enseñanzas que no pensé hubieran hecho eco en mi sensibilidad, el recuerdo de lo que mi madre siempre decía «siembra, siembra que algo irá a crecer».

Pola era diferente a los miembros femeninos de nuestra familia: alta, de poco hablar, hasta un poco distante para mi gusto. Sin embargo, ¿qué importancia podría tener que fuese de mi gusto o no? Can se integró como un acompañante más de nuestros paseos. La verdad es que si no hubiera tenido la apariencia de perro hasta se habría pensado, por su buen comportamiento y cuidado, de que era un ser como cualquier otro que se hacía pasar por perro, tomándose el tiempo para observar el trajín humano desde una perspectiva animal.

Poco a poco fui acostumbrándome a la nueva situación, a la idea de que nadie pertenece a nadie y a la convicción de que vamos pasando por distintos períodos de libertad, controlada al principio, cuando las edades son aún inestables, hasta alcanzar la edad adulta, que perdura tanto como la vida misma.

Pola parecía estar necesitada de compañía. Pienso que si ella no hubiera iniciado la conversación con nosotros de esa forma tan accidental, otros ocuparían nuestro lugar, lo que no dejó de causarme celos.

Después de varios encuentros, empecé a darme cuenta de que no era difícil acostumbrarse a su compañía y que íbamos cayendo en un mutuo conocimiento «de a tres», porque algo extraño ocurría en nuestros paseos: nos sentíamos cómodos tanto en el silencio como en la conversación. Lo primero no necesitaba ser interrumpido, mientras que lo segundo se deslizaba lenta y tranquilamente hasta que algún vuelco ocasional nos hacía retomar el silencio.

Minze dejó de oponer pretextos a los paseos largos. Se dio cuenta    de que no había por qué hacer una larga caminata hasta el zoológico, ya que bastaba tomar un autobús que pasaba por la vecindad o hacer uso del viejo tren que, aunque más lento, nos dejaba frente al lugar, en una estación necesitada de mejoras, igual que sus alrededores. Después de descender, cruzábamos al otro lado de las vías para alcanzar el zoológico, que también era jardín botánico. En vista que Can se ponía histérico ante los animales enjaulados, lo dejábamos en custodia con algún guardián.

Una vez terminado nuestro recorrido, recuperábamos a Can y compartíamos un picnic en algún lugar abierto donde el pasto fuese más tupido. Ese momento, que se enmarcaba en las declinaciones de colores del atardecer, era el más esperado por mí. Pola preparaba unos sandwiches que casi podían competir con los de mamá. Luego emprendíamos el regreso. Cruzando de nuevo las vías, había que esperar pacientemente la llegada del tren, a menudo bien alejada de cualquier horario establecido. Pero esos eran tiempos sin horarios, de relojes lentos y de gente conformada con los adelantos, también lentos, de una vida de tránsito que se aprovechaba hasta en sus ofrecimientos mínimos.

Minze parecía haber rejuvenecido de una edad que nunca la tuve muy clara ni él se tomó el trabajo de aclarar. Minze era Minze, una persona ajena a los problemas de la edad, o más bien sin edad en mi mente benévola o deseosa de que continuara de ese modo por tiempo indefinido.

Era notoria la forma en que últimamente se preocupaba por mejorar su aspecto. Después de todo, Pola era una mujer relativamente joven y, además, atractiva. O por lo menos eso creía en mi forma de apreciación infantil: la comparación con mamá, quien terminaba bastante bien parada, aunque, para no faltar a la verdad, debía conceder que ambas eran lindas, pero diferentes. Yo me entendía, esperando que también fuese así de simple para los demás.

La bisabuela no miró con buenos ojos la incorporación de una extraña en mis paseos con Minze. «Quién sabe de quién puede tratarse. Hasta podría ser un mal ejemplo», dijo en una ocasión, mirándome de lleno a los ojos. Temí que no me dejasen continuar con las salidas, que  Minze lo hiciese sólo con Pola y Can, que tuviese que sufrir desde mi balcón viendo cómo Minze se alejaba.

Ya en ese entonces mi imaginación era tan desbocada como el caballo más brioso. Con la aparición de Pola en escena, las relaciones entre Minze y la bisabuela mejoraron notablemente. Dejó de verlo como un invasor nocturno capaz de cualquier atropello cuando regresaba a la casa bastante achispado por la bebida. Tampoco era posible que le achacase defectos de uno u otro lado de la familia, sobre todo del otro lado, pues Minze formaba parte de lo que bien podría llamarse «territorio neutral» dada su falta de parentesco con cualquiera de los lados. La verdad es que, sin abandonar del todo la bebida como medio de solución de sus angustias -o para «medicación», como afirmaba- Minze dejó de beber hasta el límite de la resistencia. O de la inconsciencia a la que a veces llegaba como forma de poner en blanco ciertos episodios dolorosos de su vida.

Cuando Perel se enteró que Minze había reemplazado en parte su afición por la bebida por otra más humana, se empecinó en que quería conocer a Pola. Le gustaba arrogarse el derecho de inmiscuirse en los asuntos de familia, fuese cercano el parentesco o no tanto, y de expresar su opinión con fuerza. Pero Minze se opuso tenazmente a los intentos de Perel.

Como si estuviese frente a un tribunal calificador, en una de las reuniones familiares dijo que aún no había llegado el momento, que recién estaba en proceso de conocer a Pola -«en período de descubrimiento», dijo-, dando a entender que el aprecio era mutuo. Ambos traían encima un lastre que necesitaba ser equilibrado, neutralizado, antes de dar un viso diferente a su relación. Por de pronto, se trataba de una relación de apoyo emocional, de intercambio de nombres y experiencias que formaban parte de sus pasados como modo de establecer puntos de contacto que con el tiempo pudieran establecer lazos más estrechos.

Sin embargo, nada era capaz de conformar así no más a Perel. Por más que tío Berni le aconsejó que dejara las cosas como estaban, que no faltaría la oportunidad «en breve» -como siempre afirmaba para restar importancia a la espera o dificultar cálculos-, Perel no cedió en su empecinamiento.

Minze empezó a sentirse acosado, a buscar cada vez más la   compañía de Pola, cambiando constantemente los lugares de cita para despistar a Perel, a quien su obsesión lo llevó a desplegar una verdadera actividad detectivesca, Elsa se mantuvo al margen. Sus razones tendría. Muchas veces no era fácil contener a Perel cuando la fuerza de la sangre lo enceguecía hasta enrojecerle el rostro de modo peligroso.

Mi madre consideró que las cosas habían llegado a un punto muerto y que era preciso organizar algo que distendiera los ánimos, sin indisponer a los afectados. Fue cuando decidió festejar un supuesto cumpleaños. Era el segundo o tercero en el año. Pero quién podía contradecirle si de todas maneras, cuando llegaba el momento de encender las velas, plantaba en la torta una sola, enorme, evadiendo así las preguntas sobre cuántos cumplía.

Pola fue formalmente invitada. Iba a ser su presentación a la familia. También se invitó a Teresa y Mila. Como ocurre en lugares de veranos muy calurosos y húmedos, todo se armó a pleno cielo, bajo la enorme parralera cuyas uvas de color morado eran muy especiales para el licor que preparaba la bisabuela. Hacia el atardecer, el panorama se volvió amenazador. Grandes nubarrones empezaron a recorrer el cielo en una migración tan rápida que causaba marcos al observarlos fijamente.

Poco antes de llegar los invitados, el olor a lluvia invadió la atmósfera. Mi madre conservaba la esperanza de que algunas nubes claras persiguiesen a las otras para limpiar nuestra parte del cielo, eligiendo otros lugares donde descargar la lluvia. Sin embargo, bien se sabía que una puesta en escena como la que estábamos presenciando sólo podía terminar en truenos y relámpagos, seguidos de grandes goterones, ralos en un comienzo, como preparándose para el ataque antes de caer con peso torrencial. Así que, justo cuando un golpe en la puerta de entrada anunció a los primeros invitados, la lluvia comenzó a desmoronarse, alcanzando una fuerza tal que desató una corrida generalizada para entrar mesas, sillas, manteles y decoraciones y distribuir todo entre la sala, el comedor y los dormitorios.

Los enormes raudales que se formaron de vereda a vereda, imposibilitaban no sólo el cruce de la gente, sino también la circulación de los vehículos, algo nada nuevo. Había veces en que no era aconsejable arriesgarse a cruzar ciertas calles por el peligro de la fuerza de los raudales, verdaderos ríos que en algunas arterias arrastraban lo que se pusiera en su camino, sea vehículos o gente. En más de una oportunidad hubo que lamentar pérdidas de vidas a consecuencia de esos inimaginables diluvios.

En retrospectiva, pienso que ni siquiera la fantasía puede describirlos. Eran lluvias que había que vivirlas para poder apreciar en toda su magnitud los graves perjuicios que causaban las inundaciones, sobre todo las que afectaban a las zonas aledañas a la bahía del río.

De más está decir que la fiesta de «cumpleaños», tan generosamente concebida por mi madre, no pudo realizarse de la forma programada. Pola fue una de las primeras en llegar, junto con el inseparable Can. Mila y Teresa también alcanzaron a hacerlo antes de que se descargase la tormenta. Perel no vino. Quizás la lluvia fue un acto de la providencia, porque a veces el destino trata de componer o compensar otras cosas también atribuidas al destino. En todo caso, la celebración tuvo lugar en el interior de los dormitorios y de la sala en medio del buen ánimo de todos, lo que ayudó para que la reunión fuese memorable.

La bisabuela sirvió su famoso licor de uva, con el cual se brindó después de que mamá apagase la enorme vela. Tanta fue la comida sobrante, que alcanzó para alimentarnos durante dos días. Pola fue bien recibida por la familia, lo que hizo perder a Minze la aprensión que le causaba el constante acoso de Perel.

Después de la lluvia, todo quedó en orden, limpio, dispuesto para «nuevas siembras», como decía tío Berni. «¡Y qué hay de las cosechas?», solía preguntarle, nada más para que repitiese esa respuesta que tanto me gustaba: «el tiempo llega cuando lo considera oportuno, no antes ni después».

Su razonamiento me dejaba un gusto a incertidumbre, a espera, a desear que las cosas sucedan, pero sin caer en dudas futuras que yo trataba de alejar como, por ejemplo, si más adelante todos continuaríamos reunidos alrededor de la mesa larga, si los lugares seguirían siendo ocupados por las mismas personas, si yo me mantendría niña de algún modo o en algún sentido para ayudar a formar las distintas etapas del recuerdo. Como muchas otras cosas que acostumbraba consultar con tío Berni, en momentos así levantaba la cabeza y le preguntaba: «¿No es cierto, tío Berni?», para que me contestara:  «¡Claro que sí!», con tanta seguridad que hacía casi imposible pensar que cualquier cosa en su mente o en la mía no fuese a resultar.

La edad de Minze no dejaba de preocuparme. Era un tema que muchas veces estuve a punto de tocar, de revolver, de hacerlo caer cuando en las conversaciones se mencionaban las edades de otros.

Varias veces busqué la oportunidad para que se deslizara en ella, casi sin darse cuenta. No era una preocupación por conocer exactamente qué edad tenía. Nada de eso. Sólo deseaba saber si era demasiado viejo para calcular qué tiempo podía aún restarle para pasarlo juntos. A veces me parecía un signo de egoísmo sólo pensar que yo sería la parte más afectada en caso de que algo le ocurriese. De otro lado, también era fácil tomarlo como síntoma de aprensión por el gran cariño que le tenía.

Minze decía no recordar su fecha de nacimiento, especulando que pudo haber ocurrido a comienzos de siglo, lo que daba inicio a un juego de números en el que participaba como si no hubiese entendido muy bien lo que había querido decir. «¿A qué te refieres con eso de comienzos de siglo? Bien puede ser 1901, 1905 y hasta 1910?», pregunté, tratando de ponerme seria. Minze quedó pensando como si la cuenta no le cuadrase o tuviese que adecuarla para no dar pie a otras preguntas. Al final, regresando de algún sueño «¿qué importancia tiene eso?», dijo, mirándome cara a cara como si lo hiciera por primera vez.

En verdad, nada podía importar cuando estábamos juntos, ni siquiera su edad. Sólo reflejaba mi preocupación por las consecuencias de la edad, las limitaciones que a menudo imponen para justificar su paso. Cuando estos pensamientos nublaban la realidad de jornadas que se escurrían livianamente, rogaba que Minze no fuese tocado por alguno de esos males que someten a dependencias difíciles de aceptar. En esos momentos, la edad dejaba de presionarme la mente, desplazando el pensamiento hacia los imponderables que pudieran presentarse y, sin traducirlo en palabras, con el idioma de los ojos lo decía: «No te preocupes, yo estaré a tu lado», confiando en que él llegara a interpretar mi mensaje.

El episodio del ladrón fue memorable. Ocurrió alrededor de medianoche. La casa dormía y sus habitantes también. Hasta podía  sentirse la respiración de cada uno en sus habitaciones, identificarlas, ponerles nombre, lo cual era facilitado por la costumbre de dormir a puertas abiertas.

De pronto se escuchó un golpe en la puerta de calle. Los más adultos, sobre todo los varones, se asomaron a las puertas de sus cuartos, preguntándose unos a otros si habían escuchado algo. Minze dijo que sí y papá también. Mamá no se pronunció, pues dijo que bien pudo haber sido soñado. Era una creyente firme del mundo de los sueños. Papá lideró el camino hacia la puerta de la calle. Desde adentro, preguntó quién era. «Damián, el vecino», respondió una voz desde afuera.

Mi padre abrió la puerta. Don Damián se excusó por la molestia que significaba despertarnos a esa hora, agregando que había visto a alguien sobre el tejado de su casa, quien habría alcanzado la muralla divisoria para saltar a la nuestra. Visiblemente preocupado, le pidió que le permitiese entrar en la casa para que juntos buscaran al supuesto intruso. Al verlos recorrer sigilosamente cada cuarto, papá, don Damián y Minze me hicieron recordar esos dibujos animados en los que el gato Silvestre se mueve de manera furtiva en su intento por cazar al canario Tweety. La búsqueda estaba resultando infructuosa.

«En mi cuarto no puede estar, pues acabo de salir», dijo Minze.

«Hay que asegurarse, de todos modos», insistió don Damián. Entraron en puntas de pie, como si se encontraran en territorio enemigo.

Tampoco había nadie. De pronto, un fuerte olor a alcohol hizo fruncir la nariz de Minze. «No me digas que has vuelto a las andadas», le espetó mi padre. Minze lo negó con la cabeza, molesto por la pregunta. «¿Entonces?», preguntó mi padre. «Tal vez algo se desparramó», respondió ingenuamente. Habituada a esconderme en lugares insólitos, en plena participación del inusitado evento me agaché y descubrí a un hombre tirado en el suelo, debajo de la cama de Minze. «Aquí hay alguien», dije. «¿Y quién te dio permiso para levantarte? Estas son cosas de grandes». Me encogí de hombros, sabiendo que, a pesar de haberlo hecho, ya no era del caso reprenderme. Mi padre y don Damián sacaron al hombre de su lugar.

«¡José! ¿Qué haces aquí?», se sorprendió Minze. José tenía la cara roja. Sollozaba. No era posible saber si estaba lleno de alcohol o  si lo habían rociado con la bebida. «Es culpa de mí mujer», dijo. «Cerró la puerta de calle y no me deja entrar por estar nuevamente bebido. No tenía adónde ir». «Ya arreglaremos eso», dijo mi padre, mientras acompañaba a don Damián hasta la puerta. Nos enviaron de regreso a la cama, pero sentí que no era el momento para retomar el sueño porque deseaba ser partícipe de todo lo que vendría después. Desde mi cuarto, escuché correr el agua de la ducha. Fue una larga. No podía ser mi padre. Tampoco Minze, ya que los moradores de la casa teníamos horas prefijadas para programar debidamente el uso del único cuarto de baño de la casa.

A la mañana siguiente, me enteré que estuvieron duchando a José. También supe que había dormido sobre el piso del cuarto de Minze. Cuando desperté, José ya se había ido.

Durante el almuerzo, mi padre preguntó a Minze si había alguna posibilidad de ayudar a José a sobrepasar su problema de bebida.

Minze sonrió. «En verdad, él no es mi amigo. Uno llama 'amigo' a alguien, porque decir 'conocido' suena a algo muy distinto. A José lo conocí en un bar. Bebe porque no es capaz de enfrentar sus problemas. O no sabe cómo hacerlo o no quiere. Tiene una mujer rígida, muy dura. Es un buen hombre, pero va a terminar mal».

Hubo un silencio contagioso, extraño, alrededor de una mesa con niños. «No puedes llevar sobre tus hombros los problemas ajenos», dijo mi padre. Minze hizo un gesto de comprensión. «Lo he hecho siempre. Es una forma de vida. Quizás por eso no me he casado. Así tengo más libertad». «Minze comprende hasta a los pájaros», dije de pronto, sin pensarlo, sólo porque tenía que decirlo.



 


- X -

Elsa decidió reanudar sus viajes entre fronteras en esas pequeñas embarcaciones que unían orillas y transportaban personas y mercaderías en un intercambio constante. Para ella no había diferencia entre días de semana y festivos. Tampoco para Perel. Tantos viajes evadiendo el pago de impuestos, hicieron crecer el negocio de Perel hasta el punto de pensar en abrir una sucursal. «Si no se va hacia adelante, uno se estanca», comentaba con cara riente.

De modo que, con la ayuda de Berni -quien, a semejanza de Minze, sí comprendía a Perel podía comprender también hasta el lenguaje de los pájaros-, encontró un lugar apropiado para instalar la sucursal. En un comienzo insistió en que Berni estuviese a cargo de la sucursal, compartiendo la responsabilidad con Elsa mientras él permanecería en el local principal. Berni dijo que no, que no tendría inconveniente en darle una mano de tanto en tanto, pero que él también era propietario de un negocio en sociedad con tío Jako y que «negocio que no se vigila con ojos de dueño se termina por perderlo», afirmó.

En vista de la negativa de Berni, Perel instaló a Elsa en la sucursal, la cual desde un comienzo marchó viento en popa. A pesar de la ayuda de varios empleados, Perel continuó barajando nombres de miembros de la familia, insistiendo en que necesitaba una persona de su entera confianza para vigilar el movimiento de gente con el fin de evitar robos. Fue así como de nuevo puso sus ojos en Minze.

«¿Qué me contesta, Minze?», le preguntó un día, con esa dureza de voz tan suya que obligaba a otros a usar un tono más alto aún para lograr que él prestase atención. Incapaz de negarse de entrada, Minze pidió un tiempo para pensarlo. «No lo piense tanto», le aconsejó Perel. «Puede surgir algún competidor», agregó, soltando una risotada. «Si el trabajo es para mí, no surgirá competencia. Si no es así, sólo habré invertido unos días en pensar».

Había que armarse de paciencia cuando Minze se tomaba su tiempo, porque éste era enteramente suyo, único e irrepetible, y él lo manejaba con entera libertad -como lo hacían los filósofos de antaño- hasta llenarlo con alguna reflexión o, en este caso, pensar una respuesta.

Perel sabía que le era preciso tener paciencia, ya que el sentido de familia era importante hasta para él, por más que trataba de disimularlo. A la distancia, pienso que si papá hubiese hecho un mínimo esfuerzo por conocerlo mejor, si no hubiera sido tan inflexible en lo que consideraba correcto o incorrecto, sin aceptar niveles intermedios, posiblemente la relación con Perel y Elsa habrían sido más estrechas tanto familiar como socialmente. Y por ahí tal vez mamá también hubiese podido participar, y gozar con ellos, de esas salidas a fiestas que siempre le parecieron tan espectaculares, aunque sólo las conocía de oídas.

A Minze no le era fácil adoptar una decisión, pues llevaba encima muchos años de ocio bien aprovechado. «Un ocio merecido», le escuché decir alguna vez. Tío Berni no perdía una sola oportunidad para señalarle que todos, sin excepción, tienen derecho al ocio, pero también trabajan duro para mejorar su nivel de vida y gozar de una tranquilidad económica que les permita darse sus gustos.

«Algunos merecen el ocio más que otros», dijo Minze en una oportunidad. Tío Berni sólo se limitó a asentir con la cabeza, ya que no era del caso entrar en la complejidad de cuestionamientos. Además, sabía que Minze fue el único sobreviviente del Holocausto que incluyó a toda su familia.

«No tengo incentivos para trabajar», dijo. «Con lo que recibo mensualmente me alcanza. Hay cosas que ningún dinero puede comprar o restituir». Pienso que a Minze le causaba un inmenso goce íntimo ser tentado con ofertas de trabajo, necesitado en cierta medida, y reservarse un derecho que le hacía sentir importante: el de negarse.

Con el sentido de solidaridad que caracterizaba a quienes se habían juntado de nuevo en tierras extrañas, convencidos de que con el tiempo dejarían de serlas, tío Berni y tío Jako estimaron que tal vez Minze necesitaba que le ayudasen a pensar. De modo que en una de esas noches que parecen estar recién comenzando porque se presentan con visos de aliento largo, Berni le dijo: «Es aún temprano. ¿Para qué   quiere tanto tiempo para dormir, para qué?», siguiendo su arraigada costumbre de repetir al final las palabras iniciales. «Es cierto», dijo Minze. «¿De qué quiere hablar?». «¿Acaso no lo sabe?». «De saber lo sé; sólo que todavía no lo he decidido».

Siempre me extrañó que, a pesar de la convivencia diaria, a Minze le trataban invariablemente de usted, tal vez por respeto o debido a las diferencias de edad. Al no tener al día siguiente la obligación de levantarnos temprano para ir a la escuela, esa noche - al igual que todos los viernes- nos quedamos con los demás durante la habitual conversación de sobremesa.

«No sé si trabajar para Perel será un acierto o un desacierto. De pronto pienso que debo hacer algo para que mis días no estén tan vacíos, aunque también me pregunto para qué hacer algo cuando ya no es mucho lo que me va quedando de tiempo», dijo esa noche. «Somos tan diferentes que tanta diferencia puede echarlo todo a perder». «Pero Perel dio un paso importante al solicitar su ayuda, lo que quiere decir que lo necesita», comentó Berni. «Claro, seguramente me necesita porque calcula que el provecho va a ser mayor para él que para mí», repuso. «Estamos todos en el mismo, barco», dijo tío Jako. «Lo que pasa es que Perel tiene su propio barco, y lo demuestra», río Minze.

«Es su forma de ser, nada más», dijo Jako. «La guerra no marcó a todos con el mismo hierro, a pesar de que éramos parte del mismo rebaño. Algunos quisieron olvidar lo pasado, amasando una fortuna que les permitiera vivir sin ningún tipo de renuncia. Perel es uno de ellos. Usted forma parte del otro grupo, el que quedó tan gastado que ya no hubo energía para desarrollar grandes empresas. Pienso que ahora se le presenta la oportunidad que usted no buscó, pero no por eso deja de ser una oportunidad. Debe aprovecharla, Minze. Las cosas no suceden porque sí». Señalando con el dedo índice, agregó: «a lo mejor el de arriba tiene algo que ver».

«A veces Perel se sobrepasa con sus desbordes, pero en el fondo es un buen hombre», dijo Berni. «Además, cuando se encariña con alguien, hasta puede ser generoso», río.

«Cuando se llega a cierta edad, es difícil cambiar lo primero que se piensa. Es casi como pretender borrar lo que se ha escrito con tinta. Siempre queda alguna marca. Por eso creo que me voy a quedar con  lo que pensé en un principio: no tengo ganas de trabajar, menos aún con Perel. Prefiero tenerlo como amigo, si así puedo llamarlo, y no como patrón. Como amigo, yo puedo poner las reglas, mientras que como patrón tendré que aceptar las suyas, y ya no tengo edad para como patrón tendré que aceptar las suyas, y ya no tengo edad para ser dirigido», dijo Minze, con su habitual tono conciliador, pero decidido.

«¿No desea ningún cambio en su vida?», preguntó tío Berni, irónicamente.

«Eso es otra cosa», respondió Minze, tomando al vuelo la ironía.

«A veces se necesita a alguien del otro sexo con quien se pueda hablar el mismo lenguaje. Con Pola no tengo que hacer esfuerzos para aparentar lo que no soy. Si quiero hablar, hablo, de lo contrario la escucho, sin necesidad de pasar exámenes ni poner en juego mi mayor o menor capacidad de razonamiento. Es sólo la necesidad de dejar salir el recuerdo para que no perturbe tanto la memoria. Ya no tengo tiempo para seguir cargando más a la memoria. Tampoco quiero acumular recuerdos ni hacer daño o ser dañado. Creo que se me ha dado por 'dejarme vivir', si me entiende, dejar que pase cada día, sin esfuerzo, como venga, y sólo tratar de que el día no sea demasiado largo o pesado. No. Perel deberá arreglárselas sin mi ayuda. ¿Acaso le soy tan imprescindible?», concluyó, levantando la barbilla.

Yo hubiese querido intervenir en la discusión, decirle que sí, que para mí lo era porque aún estaba en edad de ir formando el recuerdo, al revés de lo que a él le sucedía. Sin embargo, no era fácil intervenir en la conversación de los mayores o «romperla para poder entrar», como decíamos con mis hermanos, Minze no era hombre de dejarse convencer así no más cuando ya tenía arraigado su propio convencimiento. Para cualquier otra cosa, conservaba siempre «el oído abierto», como solía decir. Su desacuerdo con la forma de trabajar de Perel, con las tretas en que incurría para burlar el pago de impuestos, era motivo suficiente para que se plantara en su decisión de no participar, «porque de lo contrario me convertiría en cómplice», dijo a modo de cierro de la discusión.

La decisión de Minze me produjo contento y tranquilidad, no sólo porque lo tendríamos más tiempo en la casa, sino también porque yo iba a aprovechar más ese tiempo.



- XI -

Debía acostumbrarme a considerar que el tiempo no podía ser enteramente mío y entregar a Pola su parte. Lo que yo pudiese brindar a Minze no era equivalente a la complacencia que Pola era capaz de ofrecerle. Poco a poco fui conociéndola mejor, limando las asperezas ocasionadas por mis celos. Era preciso hacerlo para conservar el cariño de Minze. De todos modos, yo estaba en superioridad de condiciones porque Minze vivía en nuestra casa, algo que al parecer nunca iría a variar. En cambio, Pola debía conformarse solamente con un par de días a la semana, y eso en ocasiones que pudieran presentarse según fuese el estado de ánimo de Minze o de ella misma.

Al vernos paseando juntos -Minze, Pola, Can y yo-, pensaba que la gente tendría la impresión de que formábamos una familia, lo cual, lejos de disgustarme, me daba la sensación de estar engañándolos con un secreto que era sólo nuestro. Sin embargo, cierto temor, tal vez propio del comienzo de la adolescencia, fue apoderándose de mí al asentárseme la idea de que todo tiempo bueno siempre tiene una determinada duración y que es inevitable la llegada de tiempos no tan buenos. Las constantes alusiones de la familia a las épocas de vacas gordas y flacas habían hecho mella en mi entendimiento. No obstante, no se me ocurría pensar qué hacer, de qué modo vivir los días para que siguiesen siendo buenos o qué no hacer para evitar la tentación de posibles duendes malignos.

Quizás los tiempos no tan buenos comenzaron con la partida de tío Jako, el miembro más inquieto de la familia, hacia otras tierras, La familia ayudó a hacer los preparativos del viaje. La bisabuela o gran abuela -la llamábamos de las dos maneras- se ocupó de preparar las maletas con bastante antelación.

«No hay por qué preocuparse tanto», dijo Jako mientras todos, reunidos en su habitación, mirábamos cómo la gran abuela, en su    calidad de mujer anticipatoria de sucesos, descargaba del ropero la ropa del tío para cargarla en dos maletas. Durante todo el tiempo, Jako no dejaba de insistir en que su ausencia sería breve, «sólo un tiempo angosto para conocer lo que ocurre del otro lado del río», dijo, con esa forma tan suya de hablar, entre seria y no tan seria, lo que generalmente desparramaba dudas de las que uno se aferraba para que siguieran siendo sólo eso.

Tío Jako partió en uno de los tantos días brillantes, plenos de sol, que abundan en nuestra ciudad. Todos los parientes, sin excepción, se dieron cita en el muelle del puerto, una costumbre adquirida probablemente en tiempos anteriores como si con ello se quisiese reafirmar que ninguna distancia podía tener la fuerza suficiente para mermar los lazos familiares.

El barco y Jako fueron alejándose desde ese puerto de río que para mí tenía olor a mar. Contuve mi emoción para no llorar, porque ya estaba entrando en una edad que me alejaba de la niñez y de los llantos, precipitados muchas veces sin motivo. No pude evitar, sin embargo, un nudo en la garganta que amenazó con estrangularme y acabar con la posibilidad de sobrevivir.

La vida familiar dejó de ser la misma con la ausencia de tío Jako y las tertulias fueron menos entusiastas. La gran abuela fue perdiendo la fragilidad emocional que la hacía caer en temblores de risa o de llanto. Fue poniéndose blanda de piel y sensible de mirada y ojos.

Presentí, sin tener una idea precisa de situaciones o significados, que esa podría ser su forma de vaticinar una ausencia que sí sería larga, muy larga, porque a la edad no hay cómo torcerle la mano.

Aun así, su carácter de domadora de dificultades le permitió reponerse con el tiempo, a lo que ayudó su gran experiencia para gozar de venturas o sortear desventuras. Pude percibir, sin embargo, que las tres líneas que se formaban o deshacían con gran facilidad en su frente habían quedado fijas de un día para otro.

La atención de la familia se centró en la frecuencia del recibo de cartas de tío Jako. Cuando el cartero -siempre apurado y con el bolso de correspondencia colgado del hombro- detenía su sombra en la   puerta de la calle, era fijo de que esa noche habría reunión general en nuestra casa, puesto que las cartas de Jako eran leídas tantas veces como miembros de la familia estuvieran presentes, de las cercanas y de las no tanto. En todo caso, tío Jako no dejaba pasar semana sin proporcionarnos noticias. En esas ocasiones, tío Berni, en su afán por tomar livianamente la angustia que nos causaba la separación, comentaba: «parece que no tiene otra cosa que hacer, parece».

Como testimonio de que había encontrado la forma de emprender negocios que le permitiesen llevar una vida desahogada en el nuevo país, con un conocido de la familia Jako envió a la gran abuela un reloj de oro que causó admiración en el círculo íntimo. El desfile, sobre todo de los miembros femeninos, se hizo obligatorio para admirar la joya. Pero el regalo no logró alterarle el ánimo, pues bien conocía los frecuentes altibajos de Jako en cualquier operación comercial que decidiese emprender.

Según la gran abuela, tío Jako había nacido con la tendencia de barajar tiempos buenos y malos como estilo de vida. Así era él y así había que aceptarlo. Tal vez su partida inició el desmembramiento de la familia, porque después le siguió tío Berni, quien también cruzó el río, pero hacia otro país vecino. Me pareció que un montón de líneas iban abriéndose para indicar a cada quien qué camino tomar, siempre en busca de un futuro mejor.

«Yo creí que éste era el futuro», dijo en cierta ocasión la gran abuela. Muchos años atrás, a ella le había bastado el largo desplaza miento desde su pueblo natal hasta el país de adopción. O tal vez ya no estaba en edad de pensar en otras tierras.

Con la partida doble de Jako y Berni, comencé a atajarme más estrechamente de Minze por el temor de que acabase un pasado que pensé iría a extenderse por siempre jamás, como en los cuentos de hadas. Pero no era posible pensar que los deseos íntimos o bien intencionados llegarían a pasar la barrera de un tiempo demarcado por cosas del destino o de la fatalidad», como tantas veces escuché decir.

No sabía de qué modo prepararme para futuras ausencias, o si habría alguna forma de hacerlo sin que me produjesen heridas de cicatrización lenta. En breve tiempo, las cosas empezaron a cambiar con la velocidad de una estrella fugaz. O posiblemente ya estaban en proceso de cambio y yo no quería darme cuenta. Veía a la gran abuela cada vez más inclinada de cuerpo, como si no pudiera resistirse ala atracción del suelo, y también escuchaba toser a Minze casi sin horario, con más insistencia durante la noche.

La abuela vieja le hacía fricciones en el pecho con alcohol alcanforado, lo que, según ella, curaba enfermedades de cualquier tipo. Con todo, el tratamiento no fue suficiente para poner alivio a su mal. Pola lo visitaba con frecuencia y a cualquier hora, generalmente acompañada de Can para que su bulla rompiera el clima de intranquilidad y preocupación que se vivía en la casa y que a diario tomaba mayor vuelo. Cocinaba platos especiales que Minze rechazaba. «Por algún lado se me escapó el apetito», decía para no ofender a Pola. Pero ella no era de las que se molestaba sin razón. Y no había razón para ello.

Yo contaba no muchos años. «Es una adolescente», dijeron. Quizás mi edad no tenía la fuerza necesaria para detener el tiempo, para que no siguiera su marcha de manera de retener lo que aún quedaba de él.

Imagino que la bisabuela no pudo resistir la ausencia doble de Jako y Berni, que eran el alma de esas reuniones de familia que hacían temblar el samovar, pulcramente pulido, en el centro de la mesa. A la gran abuela se le estaba escapando el pasado y el presente, de un solo manotazo. Era una mujer de dos tiempos, de varios, de muchos, y todos sabíamos que no podría conformarse fácilmente con la pobreza de un porvenir subrayado por el silencio de sillas desocupadas en la mesa larga del comedor.

Se fue tranquilamente, casi en susurros, retirando el arrastrar de sus pies del diario trajín, subiendo quizás -o no quizás- por una escalera hacia alturas cósmicas para que no la viesen en el momento de su entrega final, una treta, estoy segura, para que no cundiera la tristeza entre nosotros. Tuve la impresión de que mis manos estaban manejando una pizarra para realizar operaciones de resta. Hubiera deseado que sólo fuese el producto de mi imaginación, pero me di cuenta de que hasta ésta podía tener sus límites.

Perel fue alejándose del círculo íntimo de la familia, porque el dinero marca distancias que no son fáciles de traspasar. Se lo veía de tanto en tanto y siempre con apuro, sea porque tenía algún negocio en  vista o a punto de finiquitar. Sin embargo, las visitas de Elsa se hicieron más frecuentes. Al fin de cuentas, era ella quien estaba ligada en parentesco directo con nosotros. Lo hacía un poco a escondidas de Perel, para quien todo tiempo sustraído a su negocio le significaba la posibilidad de menores ingresos. Después de la partida de la gran abuela, la salud de Minze comenzó a deteriorarse cada día más.

Yo estaba en estado de total confusión. Tenía ganas de llorar para que nada sucediera, una forma de autoaflicción que tal vez pudiese lograr resultados alentadores, o evitar el llanto porque podría ser el anuncio de algún dolor todavía mayor. Me aferré a Pola, a Can, a quien pudiera mantenerse firme y así obligarme a serlo. No obstante, era visible que ningún preparativo anticipado sería capaz de disminuir el impacto de un gran dolor.

Me di cuenta de muchas cosas al mismo tiempo, Eché de menos los días de fiesta en casa de Simón y Rosa, fiestas de «largo sostenuto» que podían prolongarse a voluntad de los ejecutantes. Eché de menos una época que ya no iría a regresar, porque sentí en mi interior la puesta en marcha de responsabilidades que iban de la mano con la progresión de la edad. Tuve ganas de resistirme a crecer, de luchar como fuese y contra quien fuera preciso para retener la ingenuidad que me había permitido gozar de tiempos infantilmente felices.

Recuerdo que Pola dijo «no mires», cubriéndome los ojos con sus manos como se hace cuando se quiere sorprender gratamente a alguien. Las separé, porque Minze no podía irse así no más, sin despedirse, sin que yo le hiciera alguna promesa para que en su viaje final no llevase consigo algún motivo de preocupación.

Pero ¿qué promesa podía hacerle? Sin embargo, escarbando en la bolsa de promesas aún incumplidas, lo hice en el momento en que «quizás o no quizás», como él mismo solía decir, pensé que aún era capaz de escucharme. Minze era dueño de tantos recursos que muy probablemente me había escuchado. Le prometí... No. Las promesas son secretas. Tal vez en algún momento de necesidad se lo cuente a Can, aunque él es capaz de repetírselo a Pola y ella a... Mejor me quedo con ese «quizás o no quizás» de Minze.



 


- XII -

Los antecedentes comunes tienden a formar hilos comunicantes. A veces sólo basta observar las características físicas de una persona para darse cuenta de orígenes semejantes. Entonces el sentimiento se sensibiliza hasta provocar el deseo de la comunicación. Jashevato, sea como palabra o significado de núcleo formante de una descendencia que involucró a la mía, no dejaba de pesar.

La señora -que intuí rusa- se sentó frente a mí a la hora del desayuno y me deseó buen día en un idioma que no era ni el suyo ni el mío, pero que por casualidad resultó acertado para el entendimiento mutuo. Probablemente mis ancestros me inclinaron a mostrar cierta condescendencia y alertaron mi sensibilidad. Aunque también pudo ser su voz suave, modulando con esfuerzo las palabras extrañas para hacerlas más comprensivas. O su edad, entrada en la pendiente que marca en el rostro un tiempo detenido pero inexorable. O el leve parecido con mi madre, quien acostumbraba estrechar fuertemente mi pecho con el riesgo de producirme una erosión. Ella había fallecido no hacía mucho.

Después de desearme buen día, hablamos del café con leche que nos estábamos sirviendo en el comedor del hotel. Coincidimos en que, para nuestro gusto, no estaba suficientemente caliente, pero le aseguré que, por mi experiencia del día anterior, la segunda taza la servían en el punto esperado.

Una vez que terminó la primera taza, llamó cortésmente a la camarera y le pidió una segunda. Cafetera en mano, le llenó la taza. Mi compañera ocasional sonrió con agradecimiento, pero la mujer no pareció gratificada con la sonrisa. En actitud agresiva, se sentó frente a nosotras, con la cafetera a modo de arma o de escudo y en su idioma, extraño a ambas, pero comprensible, aunque no tanto por la velocidad verbal, increpó duramente a la señora, dirigiéndose a las dos. «¡Nada  la conforma. Esta ha sido su actitud desde que llegó, siempre alegando que el café está frío o demasiado caliente! ¿No ve toda la gente a la que debo atender yo sola? ¿O usted cree ser alguien especial?».

Mi vecina de mesa quedó tan turbada por esa agresión verbal que sólo atinó a sonreír, En ella veía yo una conjunción de madre y abuela, además de un refinamiento que se reflejaba en su porte y en sus modales. Traté de apaciguar a la mujer, pero mi intervención estaba condenada al fracaso aún antes de comenzar. La camarera, una vez lanzado su sermón, se alejó con la furia aún marcada en el rostro.

«Parecía muy molesta», comentó la señora. «Seguramente tiene problemas personales que la hacen reaccionar con quien le interrumpa su ritmo o interfiera con sus pensamientos», dije.

La señora rusa iba traduciendo lo acontecido a una compañera de viaje que estaba a su lado. Después se volvió hacia mí y, con señales de preocupación, me dijo: «¿se enteró de lo que ha ocurrido en mi país? Aún no lo podemos creer. En pocos días se ha puesto fin a un proceso que llevaba tanto tiempo, casi una vida entera. Esto es muy preocupante, porque no podemos asegurar si será para mejor o si es el inicio de otro proceso que puede durar hasta que surja alguien que imponga una nueva transformación. En mi país todos quieren ser líderes y escribir su propia historia. Escuchamos la noticia esta mañana en la radio. Uno se toma unos días de vacaciones, porque ahora es permitido cruzar la frontera -lo que nos da la posibilidad de saber qué ocurre en otros lugares- y se encuentra con que al regreso tendremos que acostumbrarnos a una situación política diferente. ¿Seremos capaces de afrontarla? ¿Usted qué cree?».

Le aseguré que a menudo la distancia distorsiona los hechos y que los noticieros buscan magnificarlos para vender la noticia, «¿En verdad así lo cree?», me preguntó. Había perdido la sonrisa y las líneas de su rostro parecían haberse acentuado aún más.

A la mañana siguiente, ella ya estaba en la mesa cuando entré en el comedor. Tomé el mismo asiento que había ocupado el día antes, como deferencia hacia ella o sencillamente para continuar una conversación entrecortada, aunque agradable, confiando que la noticia acerca de los cambios en su país no surgiera en la conversación, «No puedo acostumbrarme a las bebidas con temperatura intermedia. Para mí, lo caliente debe ser caliente y lo frío, frío». La vista    fugaz del samovar en medio de la mesa larga del comedor de la casa familiar me produjo un tintineo en la memoria. Quedamos de acuerdo en que esperaríamos a que la camarera sirviese la primera ronda y pedir el café cuando la viéramos llenar de nuevo la cafetera. Fue una buena estrategia. Esa mañana nos servimos dos tazas de café caliente.

La tercera mañana, de nuevo la señora rusa llegó antes al comedor. «Fíjese que me es difícil esperar. Una vez que me siento a desayunar, necesito mi primera taza de café. Pero no me gusta crear problemas. Eso sí, si dominara su idioma, pienso que la dejaría bien puesta en su lugar. A veces se inician de esta manera los problemas de frontera. Alguien pone un pie más allá de la línea divisoria y otro quiere hacer lo mismo. Entonces suenan los cañones, responden otros y la guerra se abre como solución de un conflicto que nadie buscó, Así que le diré a la camarera que me sirva el café como a ella le guste».

Después de servírselo, me dijo que el café estaba tan caliente que casi se quemó la boca, «Tal vez lo hizo a propósito porque ya me tiene en la mira, como los que disparan con la seguridad de que no pueden fallar». Me alegré que no hubiera llevado la conversación hacia los acontecimientos registrados en su país. Me entró la sospecha de que algunas luces internas de la mujer ya no estaban respondiendo a los desafíos de su memoria, lo que asocié, dolorosamente, con algunos casos de mis familiares.

Esperé. Junto con caer en un juego incitado por quien sabe qué duendes malignos, esa mañana pedí chocolate en vez de café. Quería saber hasta dónde podía presionar a la camarera. Me lo sirvió, sin mediar palabra y a la temperatura justa. La señora rusa dijo que, como ya no tenía nada que perder, en vez de una segunda taza de café, pediría chocolate.

«¡Mais non!», bramó la camarera, usando seguidamente su metralleta de palabras que no tuvieron el poder de alcanzar a la señora rusa, quien sólo se limitó a sonreír porque en verdad, la velocidad con que las lanzaba no le permitía entenderlo bien. «¡Ah!, ahora quiere que acepte su cinismo. ¿De qué se ríe, dígame, de qué?». «¿Es cierto que me río?», me preguntó. «Esta buena mujer parece no saber que los años acumulados a veces hacen de la cara una mueca de llanto o de risa». Entonces sonreí yo. «¿Usted también?», se sulfuró la camarera. Traté de convencerla de lo contrario y que todo se debía a un malentendido,  a un conocimiento rudimentario de su idioma. Con un gesto como indicando «¡qué podemos hacer con el primitivismo de cierta gente!», la mujer optó por retirarse.

Yo partía al día siguiente, así que permanecí un rato más en la mesa para proseguir la conversación, orientando a la señora rusa sobre los lugares que aún le faltaba visitar en la ciudad. Nos despedimos como si una gran amistad se hubiese desarrollado en el curso de varios desayunos compartidos.

«Si se renuncia a los derechos más simples, uno termina aplastado por tanques», me dijo. Esta vez no sonreía. Llevaba la cara oxidada por muchos otoños no muy bien vividos. Me habría gustado saber más de ella, alcanzar algún posible parentesco recóndito que tal vez pudo haber sido el motivo de nuestra mutua búsqueda de acercamiento.

«Las búsquedas a veces deparan sorpresas», dijo de pronto. Me sorprendí. Tuve la sensación de que ella era capaz de leer mis pensamientos. O sólo dejaba salir por turno pensamientos acumulados para que no continuasen surcando su rostro, aunque en verdad ya no tenía sitio para más hendiduras. «Mi padre vino de allá, de su misma tierra», le dije, queriendo llegar más íntimamente a ella. «Entonces habla mi lengua», se alegró. Hice un gesto negativo. Lamenté que no hubiese agregado a la herencia el conocimiento del idioma.

A veces, cuando el café está demasiado caliente, produce evasiones fugaces. Sobre todo cuando la borra se resiste a quedar tranquila, se agita, y por ahí guiña un ojo en total complicidad. Hasta tengo la impresión de que me habla y dice que no hay mejor forma de salvaguardar derechos, aunque me parece un poco ingenuo. Pero por algún lado hay que comenzar, pues una punta bien puede ser el inicio de un ovillo. Quién sabe. Sonrío, sin que todavía mi sonrisa parezca llanto.

La memoria ha dado una voltereta en un intento deshonesto por confundirme.

No. Ya no estoy «en el tribunal de mi padre». Más bien él está en el mío. Son esos arreglos que la muerte tiene con los que quedan, de modo que éstos puedan recurrir a los ausentes cuando no resta alternativa, cuando la angustia de la nostalgia no puede borrarse con un viaje rápido de ida y retorno. Es una situación difícil que alcanza una dimensión casi imposible, aunque los expertos puedan demostrar que las dimensiones se vuelven flexibles y lo imposible puede ser lijado hasta que desaparecen las dos primeras letras.

Quizás no debí imaginarme al hombre de la mesa de al lado más allá de su verdadera imagen: un hombre corriente, solo, tomando café, sorbiendo lentamente cada cucharadita con un ruido goloso. Esperé que en algún momento, como mandaba el recuerdo, el hombre iría a sacar de su bolsillo un terrón de azúcar para ponerlo en la boca y derretirlo gradualmente con cada sorbo hasta terminar el café.

Pero era sólo el fruto de mi imaginación o el deseo de ver en esa persona -con quien no me ligaba ninguna relación- el parentesco que buscaba, invocando dioses de cualquier laya que hiciera posible la transformación para tener a mi padre de nuevo frente a mí y volver a costumbres por las que él luchaba, justamente para no perderlas. Es decir, la confrontación de un diálogo irritado por quien sabe qué rezagos o enconos, un diálogo cruzado como en las mejores hostilidades que, sin embargo, no llegaba a producir guerras, pero necesario para limpiar de sarro el recuerdo futuro.

De haberme acercado al hombre e interferido con su forma de sorber el café, posiblemente habría pensado que se trataba de alguien con sus cuerdas mentales cedidas o excedidas en sus atribuciones. Quizás era necesaria la distancia para disimular mi intención, la que no pretendía más que volver a mi padre a la realidad visible.

No había transcurrido todavía un tiempo suficiente desde su desaparición como para que hiciera esfuerzos por mantener sus rasgos. Seguía viéndolo con total claridad. Sus facciones mantenían la actitud de acecho constante, consecuencia de la vida y sus trajines, una forma de no dar pie al tendido de trampas y la consiguiente caída en ellas. A veces, envuelta en la bruma del recuerdo, no dejo de preguntarme dónde estaría yo si mi padre no hubiera decidido el cruce de mares y la adopción de una tierra tan extraña a la de nacimiento. Entonces la nacionalidad adquiere visos circunstanciales y la duda sobre la mía se fija a esas circunstancias.

El hombre de la mesa de al lado es mi padre, ha de serlo. Tiene los mismos ojos abrillantados por la edad y veo que le tiemblan las placas en la boca. «Siempre ocurre cuando tomo algo frío o demasiado caliente», creo escuchar. Entonces no tengo más que cruzar los dos o    tres pasos que nos separan y decirle «aquí estoy, continuemos», y ponerle mis condiciones, por supuesto, asegurarle que el tiempo produce cambios, que su posición es ahora la del escucha y que no le queda más que aceptarla.

El hombre ha dejado la cucharita al costado de la taza. Limpia con la servilleta los restos de café que su boca no ha podido controlar. Mira a su alrededor con mirada alerta, como queriendo evitar ser sorprendido en falta o quizás buscando alguna comparsa fantasmal que disminuya su condición de hombre solo. Tal vez sea mi fantasía la que de nuevo juega conmigo y el hombre sólo quiere que lo dejen tranquilo para gozar su café y la galleta con que lo acompaña.

Siento que la insistencia de mi mirada ha provocado su interés porque ahora también él me observa. Pienso que su edad sólo le permite la observación pasiva, libre de cualquier dejo fabulatorio. Puedo mirarlo de frente, casi traspasarlo con los ojos o adentrarme en los suyos sin tropezar con límites. Su boca ostenta frunces resultantes de masticar pasados. O sólo es boca de recuerdo de pasión acabada. Me duele su imagen, pues me remito a un pasado del que huyo porque no lo quiero igual, porque deseo transformarlo y busco como si algo hubiera quedado extraviado, el nudo, el meollo de lo que no logró ser.

No sé si es posible tapiar el pasado y formar otro que se adecue al deseo presente. El hombre se ajusta la corbata y luego alisa sus cabellos que se levantan, ralos, como si estuvieran electrizados. Temo que en cualquier momento decida marcharse. Debo apurar mis pensamientos, decidir qué hacer, cómo entablar una conversación con el extraño que, de buenas a primeras, mediante quien sabe qué recurso de suplantación se ha convertido en mi padre. Es preciso que me acerque y le diga que no continúe detentando el poder de la voluntad absoluta, asegurarle que me he convertido en adulta, que tengo mi propia voluntad y sé como manejarla, que es inútil que siga controlando mis movimientos, mi tiempo, mis salidas o entradas. Tengo que hacerlo, pues el hombre está haciendo movimientos de retirada: recoge las migajas que han quedado sobre la mesa, toma su sombrero de fieltro, lo alisa y con la mano vuelve a formar el pliegue del centro para después colocárselo y dar un pequeño toque en el ala.

Me levanto con temor de ser rechazada, de que el hombre levante   la voz o grite frente a la insolencia de una extraña, pero ya he ido demasiado lejos en la memoria ficticia o real para retroceder. Es como si hubiese recuperado el derecho de comportarme de acuerdo con mi edad, mi razonamiento. O mi rebeldía, si así pudiera llamarla. Levanto la mano para acariciarle la cabeza y sólo palpo el aire. Nadie hay en la mesa de al lado, aunque escucho, claramente, «una voluntad siempre depende de otra, en cierta medida. El problema comienza cuando la voluntad se independiza. La propia, exige una gran responsabilidad».

Tuve ganas de replicarle «ahora estás en mi tribunal», pero no me dio tiempo.

Temo que soy víctima de una invasión de sueños. Por lo tanto, para justificar mi posición debo buscar un culpable, uno que haga contrapeso a tanta lucubración y permita desacelerar la vorágine en la que caigo. Y me levanto y vuelvo a caer porque es preciso que me sostenga de esos hilos invisibles, hilos de araña que, sin embargo, posibilitan el arraigo de la imaginación.

Veo cuadros y recuerdos, ojos oscilantes que logran un acomodo temporal, cicatrices internas, rostros que prometen dilucidar misterios, una máquina que intenta pulir el tiempo, aumentarlo o disminuirlo, o mantenerlo en un límite constante para que no sea trasgredido por ilusiones. Es un tren que corre a mi lado y yo trato de alcanzarlo o no perderlo, o por lo menos llevar el mismo tranco para que nada escape, para que nada se pierda, para que ninguna velocidad pueda hacer desaparecer el encanto del recuerdo o hunda mi memoria en terrones movibles.

Quizás sea suficiente con abrir y cerrar días y no entregarse a la pasividad de la inacción, dejar que las cosas sucedan y no luchar, no porque uno se ha acostumbrado a hacerlo, sino para priorizar situaciones y evaluar el tipo de lucha.

El ejemplo de don Erman aún repercute en alguno de mis sentidos. Los golpes todavía resuenan en mi cabeza, golpes de martillo amenguados por la suavidad del plástico. Era la novedad en esos años posteriores a la gran guerra, el invento que conformaba frente a la inalcanzabilidad del cuero. Era también una cuestión de moda, el brillo necesario para opacar el ruido sordo que seguía    remeciendo tierras lejanas, exportando seres que debían iniciar nuevos aprendizajes en un intento por retomar características a punto de ser extraviadas.

Llegaban en oleadas, con ruidos de guerra, con expresiones alteradas, con cuerpos transformados por la lucha constante para no convertirse en fantasmas anticipados. Por aquellos años no conocía cabalmente el significado doloroso de «inmigrante».

Era muy niña para comprender, muy niña para interesarme en historias de ultramar, de ultratumba, de enfrentamientos con las fuerzas del mal, poderosas en su capacidad numérica, que dejaban sin posibilidad de acercamiento a las otras. Aún así, la proximidad con gente que llegaba, precedida de historias de miedo, fue acercándome a protagonistas que luego formarían parte de ella con el correr de la historia, llenando libros que pusieran de manifiesto la locura colectiva, el compromiso humano débil de la no repetición como forma de sobrevivencia, el desconocimiento del manejo voluble de voluntades inclinadas a la lucha en nombre de defensas indefendibles.

Así conocí a don Erman, un hombre que no había hipotecado el deseo inalienable de vivir, la apertura de días mejores, la posibilidad de conciliar el negro y el blanco para obtener una mezcla ajena a extremismos. Se convirtió en el despertador diario con su canto que llevaba el ritmo de los golpes del martillo para obtener cinturones y carteras que colgaban de ganchos donde los colores eran ordenados, de más claros a más oscuros, en un alineamiento comparable con espejismos pintados o anticipo de arco iris.

Yo tenía el íntimo convencimiento de que don Erman cantaba también en colores, alternando subidas y bajadas de tono según el tinte del material que estuviese moldeando. Doña Mane, su mujer, era inclinada al llanto como forma de mantener la memoria. Desde el corredor de la segunda planta de su casa le era posible ver el patio interior de la nuestra y, cada vez que necesitaba a don Erman, quien tenía su taller en la planta baja, lanzaba frases aéreas que inevitablemente eran compartidas por nosotros.

Don Erman, aún cantando, subía de dos en dos los tramos de la escalera. Después de un breve intercambio de palabras con su esposa, regresaba del mismo modo al taller para continuar con lo suyo. Entonces, desde su atalaya, doña Mane llamaba a mi madre para  quejarse de la falta de comprensión de su marido. «Más tiempo con usted significa menos carteras y menos cinturones», aseveraba mi madre. «Además, ¿para qué lo necesita? Puede llamarme cuando le parezca, si siempre estoy aquí, en la cocina». Lo cual era cierto.

La intimidad de nuestra casa era algo muy relativo, ya que casi todos nuestros movimientos podían ser registrados desde el segundo piso de los vecinos, además de escucharse nuestras conversaciones y detectar lo que se cocinaba por el olor de la comida. Llegué a pensar que, en verdad, formábamos una familia doble, separada accidentalmente por una muralla.

El golpeteo acompasado del martillo de don Erman, desde horas tempranas, hacía innecesario el uso del despertador. Además, por una cuestión de clima, la hora de amanecida se fijaba más bien por los vaivenes del calor. Eran días en los cuales los problemas entre vecinos, por la misma forma de comunicación estrecha, eran asumidos como parte de los de uno. Casi una forma de tribunal público donde se ventilaba el curso bondadoso, o no tanto, del acontecer humano. Aunque más de alguna vez deseé que la muralla divisoria fuese más alta, las voces menos estridentes y el acontecer interno de cada familia más íntimo.

Pero también era una cuestión de época, en la cual había un alto grado de solidaridad -en cierta medida culposa- por no haber pasado las mismas penurias. Los sobrevivientes originaron un caudal migratorio tan poderoso que bien podría ser calificado como un «big bang» humano. Y tal vez fue así, pues muchos núcleos familiares, disueltos a consecuencia del desbande, nunca más volvieron a conformarse del mismo modo.

La señora Mane era una mujer muy especial. No podía hacer mejor contrapunto al carácter indomable de don Erman. Ella, decidida a no congraciarse con la vida, él deseoso de buscar la más mínima oportunidad para soltar su efervescencia y equilibrarse, sin perder pie, como un violinista sobre el tejado. El día en que, a través de la muralla y con posibilidad de rebotar en otras murallas, le dijo a mi madre que la diferencia de diez años menos que se llevaba con mi padre no era notoria, mi madre estuvo a punto de quitarle el saludo y acabar con la rutina de la conversación diaria, levantando un muro de silencio.

Mi madre no vio el lado bueno del comentario de doña Mane,  tomándolo como que los años se hubiesen encaprichado más con ella que con papá. Sin embargo, después de pensarlo bien consideró que ella era un apoyo necesario para doña Mane y, si bien el reinicio de la relación tuvo un arrastre dificultoso en su comienzo, al final la mutua necesidad estableció el puente.

Una madrugada, antes de que cualquier amanecer tempranero levantase trinos de pájaros o sonidos de voces, mamá escuchó un llanto que llegaba de algún lado. Era quedo, llorado desde adentro, como deseoso de permanecer así, pero sin poder remediarlo: Con su inclinación detectivesca y su oído supersónico, mi madre se levanto y fue recorriendo una a una las habitaciones. Una voz constatada la tranquilidad interior, salió al patio. «¿Es usted, doña Mane?», escuché a mi madre preguntar. Un «sí» apenas audible atravesó la penumbra. «¿Qué sucede?», volví a escuchar. «Es muy largo de contar». Mi madre no podía quedar satisfecha así no más con una respuesta tan vaga. De modo que, luego de una pausa cautelosa, «pero por lo menos dígame algo», insistió.

Lo que doña Mane buscaba que sonase a drama, tuvo una reacción contraria, pues a mi madre le causó risa. «Estoy embarazada», le dijo, y soltó por fin el llanto contenido, tan abiertamente que le hizo desequilibrar la risa. A pesar de la hora tan temprana, «voy para allá», le anunció. Sentí mover con cautela el pesado pasador de la puerta de calle y a mi madre salir sigilosamente para no interrumpir sueños no consumados del todo. No sé cuánto duró su ausencia, pues el sueño volvió a alzarse con su característica de nubes y tufos envolventes.

Mi madre era una mujer capaz de escuchar con toda atención los problemas de la gente y de buscarles una solución, aunque muchas veces no quedaba muy convencida de sus propios consejos. Y este era uno de esos casos. Un embarazo no esperado producía en esos tiempos una reacción como la de doña Mane, pues el control de la natalidad estaba en manos de la naturaleza. Sospecho que, en algún momento de vida fértil, a mamá le habría gustado recibir el apoyo de terceros en una situación similar.

A la hora del desayuno, mi padre, como de costumbre ajeno a los problemas de barrio, apuraba una taza de té antes de partir al trabajo. Pero como mi madre no era de esas personas que demoran en  descargar el peso de lo que llevan encima. entre sorbo y sorbo de té le fue contando el problema de doña Mane.

«Puede que no le falte razón», dijo. «Tiene miedo. Aún le persiguen las pesadillas y no deseaba otro hijo. ¿Sabes qué me dijo? 'Para qué seguir trayendo hijos al mundo si en la vida puede que sufran las mismas penurias por las que nosotros hemos pasado'?» Le señalé que no todo se repite del mismo modo, que las cosas cambian y la gente aprende de las experiencias pasadas. Bueno, no estoy muy segura. Me contestó que un hijo era suficiente y que el que tienen tal vez ya había sido un error». Con los brazos apoyados en la mesa para dar mayor fuerza a sus palabras, «¡eso sí que no lo pude aguantar!», exclamó.

«Imagínate, llamar error a esa hermosa niña es como demasiado. Así que la puse en su lugar. Ya estaba más calmada cuando salió don Erman de la habitación. ¡Qué hombre! ¡Que forma de consolarla! Como si buscase expurgar alguna culpa».

Doña Mane tuvo un varón y mi madre fue la primera en visitarla en la clínica. Después nos llevó, por turno, para que conociéramos al recién nacido. Recuerdo que tuvimos una gran decepción. Con mis hermanos pensamos que lo único que podría salvar a esa especie de renacuajo -que hacía contorsiones circenses en medio de un llanto inaguantable- era que algún día llegara a parecerse a nosotros. Nos pareció qué podría ser, sin ahondar en antecedentes que nos indicase si qué aspecto teníamos nosotros al nacer. De todos modos, estábamos absolutamente convencidos de que mamá había exagerado al alabar la belleza del crío.

Don Erman dedicó varios años a trabajar sin horario, en el pequeño salón de la planta baja que servía de taller y lugar de ventas a la vez. Con el tiempo fue progresando y, como para contradecir cualquier cálculo aritmético, en una división irreal de ese espacio fue ubicando unas máquinas para trabajar el cuero, además de tres ayudantes. Más tarde, nuevas necesidades de espacio fueron superando su deseo de continuar en el mismo lugar. Por entonces, «ya había hecho dinero», como se decía deo alguien ante el menor asomo de progreso.

El silencio se instaló sobre la muralla divisoria. Muchas veces, olvidando que don Erman y doña Mane ya no estaban del otro lado, escuché a mi madre hablando en voz alta desde la cocina.

Los nuevos vecinos no supieron apreciar las bondades de la comunicación a través del tráfico aéreo de palabras. Mi madre sintió entonces que la muralla había crecido hasta llegar a atorarla. Pero como no era mujer de quedar en silencio cuando se encontraba en medio de ollas, guisos y cocidos, empezó a desempolvar tangos y boleros y a calzarlos en el aire, en el cuerpo, en las ansias por alivianar el inmenso bagaje comunicativo con el que había nacido.



 


- XIII -

«Fue una travesía plagada de miseria que después se transformó en historia. Recurríamos a ella para tranquilizar dudas y asentar la elección del nuevo lugar». La abuela Bea tenía su propio mirador para atisbar el pasado con ojos que manejaba como si fuesen taladros o incubadoras de sentires. Hablaba de aldeas, una palabra que hacía delirar nuestra imaginación con su alcance de otras épocas.

«Eran muchas, a lo largo de caminos de paso, enlazadas por parentesco o amistad, o al menos por las veces en que esos pasos fueron necesarios. Eran aldeas con alma, cuerpos, caras, y con gustos y aromas que obligaban al desgarramiento lento. Había que lanzar la imaginación al mar y confiar en su capacidad de flotar, porque también los barcos eran imaginarios por esa levedad que los hacía parecer imposibilitados de atravesar tanta agua extendida en la que nuestros ojos edificaban islas, verdaderas tablas de salvación que eran rotas por el atropello del horizonte. Padecíamos el hacinamiento de tercera clase, de sótano, de subterráneo. También había enfermedades y muerte. Se jugaba todo el día a los dados para matar el tedio. Era la influencia presente y directa del Arca de Noé, la unión de lo cotidiano heroico y lo sublime cosmológico. El Génesis se hacía día a día y los escribas se volvían lentos para tanto acontecer».

Era difícil saber de dónde la abuela sacaba tanto discurso. Teníamos la sensación de que lo llevaba escrito en alguna parte de su interior y que sólo le bastaba leerlo hacia adentro para asombrarnos, Con ella, hasta las historias de piratas se volvían innecesarias. Puede que haya sido el ojo que no necesitaba ser de buey o tener una nave para filtrar combates marinos que mecían y remecían nuestros años cortos, entre expectativas que en algún momento irían a concretarse y los terribles miedos que, con su ayuda, podían prolongarse durante toda la noche para enfrentar el amanecer en la duda de si habían sido capitulación de sueños, o los mismos sueños, pero contados por ella.

Cuando la notaba friccionándose las sienes, me decía que masajeaba la memoria para ponerla en su lugar. «Abuela, la memoria no es la cabeza», asegurábamos, con risas apretadas para no ofenderla. Entonces, traspasando el aire e hincando la punta de sus ojos en los nuestros, replicaba: «Quién sabe; todo esta tan junto y al mismo tiempo tan desparramado».

Al llegar la noche nos castigaba con el abandono, subiendo pasada y pausadamente la escalera que conducía a su cuarto en el altillo. No nos atrevíamos a seguirlo a la «palomera» -como siempre la llamamos-, desde donde pasaba por «estados de observación», sin saber nosotros si era a solas o con los espíritus de ocupantes anteriores. Nada podía afirmarse o desafirmarse con ella. A veces, el temor de que la puerta no pudiera abrirse y quedase aprisionada, hacía callar la estridencia de nuestras voces. Cuando iniciaba su ascenso a la palomera, daba la sensación de que lo hacía de a poco, como esas ramas que buscan ventanas para torcer su dirección en un ensayo súbito. En la palomera no dejaba que hubiese espejos, porque son «reflejos móviles para reír o llorar». Cuando hacíamos algún comentario sobre su cutis de porcelana, afirmaba que «las porcelanas envejecen, se ponen opacas y unas venas azules forman dibujos a rayas».

Durante sus encierros reflexivos sólo se alimentaba de líquidos «para no abusar de las bondades del cuerpo». Cuando ponía término a la reclusión, su voluminosa envoltura emergía con un adelgazamiento notorio. «Estoy limpia», anunciaba entonces. «Ahora puedo continuar andando». En esos momentos se rodeaba de misterio, y el suspenso que provocaba la espera de ser favorecidos con quien sabe qué anécdotas agitaba nuestro ritmo cardíaco.

Pero debíamos aguantar pacientemente para darle tiempo a que su pensamiento se esclarezca.

Esa vez su clausura duró más de lo acostumbrado. Nadie se atrevió a interrumpirle. Eran sus instrucciones. El temor de que algún cataclismo cósmico fuera a producirse de no respetar su voluntad, nos mantenía en estado de alerta, sin atrevernos a tomar alguna acción que pudiese molestarla. «Hay que esperar, decía María, la doméstica de tantos años, torciendo los ojos, llevándolos hacia adentro para devolverlos con cierto cambio de color.

Parecía haber, entre María y la abuela, una suerte de confabulación, o tal vez ambas eran igual de excéntricas. O quizás no era así, sino su cualidad de sobrepasar condiciones terrenales y atisbar latitudes sólo reservadas a espíritus elegidos. También pudo ser la misma casa, capaz de cobijar a varias generaciones juntas, donde el sentido de maternidad o paternidad era compartido, donde era posible experimentar la sensación tribal heredada de épocas que no irían a repetirse.

El tío Jako era quien mejor comprendía a la abuela Bea y también el encargado de que no le faltase líquido suficiente durante su «exilio». Cuando con la espontaneidad propia de la palabra ligera y suelta de años infantiles se me ocurrió aventurar de que la abuela no era «verdaderamente real», el tío Jako adelantó un ojo en extensión de mirada, dando la impresión de que el ojo iría a descender por la mejilla. El otro lo torció hacia el fondo hasta dejarlo perdido en la oscuridad de su órbita y, sonándose la boca -tronando como si en verdad se tratase de la nariz- y moviendo la oreja izquierda en total independencia de la otra, preguntó: «Y yo, ¿tampoco soy real?».

No cabía una respuesta, pues faltaba la aproximación que establecía niveles, a veces insalvables, entre los de arriba y los de abajo, además de la ignorancia atribuida a los de poca estatura, una ignorancia que los de arriba la equiparaban con moralidad saludable. Por tanto, sólo cabía esperar que el correr de los años nos nivelase para poder llegar a la incursión profunda de la palabra que se encarga de abrir arcanos llenos de misterio. A veces, adoptando posturas de poder alcanzado a lo largo de sus largos años de convivencia con la abuela. María soltaba alguna pista que sólo llevaba a laberintos de ojos desorbitados. Conseguido su propósito, se retiraba a su cuarto, obligándonos a otro tipo de espera.

En medio del asentamiento de esperas y de falta de respuestas apropiadas, vimos un día la abuela ayudada por las ramas más resistentes del árbol próximo a la palomera descender por una gruesa cuerda, deslizándose al estilo de Tarzán. O al menos fue lo que pensamos, pues asociarla con Jane la habría puesto en la situación absurda, aunque todo el espectáculo pasaba por distintas fases de lo increíblemente absurdo o disparatado.

El tío Jako dijo que había sido su culpa por no haber cumplido    cabalmente los horarios, que un problema en la puerta impidió que la abuela pudiese abrirla y por tanto no tuvo más remedio que tomar esa medida extrema para no sufrir un ataque de claustrofobia. Cuando le preguntamos el significado de claustrofobia, el golpe de su mirada nos hizo retroceder. Quedamos convencidos de que se trataba de una de esas enfermedades infecciosas y terriblemente contagiosas que podían ser transmitidas a través de inflexiones de la voz. La abuela, en todo caso, aterrizó con su fuselaje intacto.

Las jornadas eran largas y profundas. Yo tenía la certeza de que podrían ser capaces de envolver cualquier cosa, ensanchándose a voluntad para poder cargarlas y después ir sacando pequeños paquetes de sorpresas que, al abrirlos, mostrarían una ristra de recuerdos, resbaladizos en extremo, lo que obligaría a grandes esfuerzos para ser rescatados. La niñez, siempre en estado de fabulación ininterrumpida, se transformaba en umbral de resplandores o sombras, con el resultado de una realidad de cuadratura difícil o más bien extraña. «Para que sean interesantes, las historias de familia deben tener cierto alcance de locura», solía decir tío Jako.

La voz y los dichos de tío Jako vienen de antes, como eco retroactivo, pero al mismo tiempo con cobro al presente. Algo bien extraño, porque me hace sonar cuerdas y sentires cuando el recuerdo no puede sino funcionar en pasado y, referirme a él como si aún continuase cumpliendo deberes, le hace parecer muy próximo para rememorarlo en su verdadera dimensión.

¡Qué tipo este Jako! Más bien ¡qué personaje!, por mi imposibilidad de calzar de modo certero sus facciones. Su cara era un desparramo de nariz, boca, ojos y cejas en misión de provocar la risa o de reír como si toda su fisonomía estuviese hecha de goma. El mero recuerdo me hace soltar la mandíbula, en imitación imposible de repetir, y me obliga a sorber restos de risa, o tal vez de llanto, cuando me presiona el convencimiento de que no es mucho lo que aún puede dar la cuerda.

Cuando ese día azul, con tendencia a desteñirse y optar por el gris más solitario de la tierra, dijo muy seriamente que «bigamia es tener una esposa de más y monogamia es lo mismo», me pregunté cuál sería el origen de tantos dichos propios que sacaba la luz para cada oportunidad, sin equivocarse al elegir el que no correspondiese.   Aunque de pronto era extraño escuchar a este experto en aventuras del más claro absurdo hablar de ese modo, como si el pensamiento estuviera recién presentándose o hubiese hecho contacto quien sabe con qué parte de su interior. Sin embargo, él no era hombre de arrepentimientos, y lo había demostrado mucho antes de que la Piaff hiciese del arrepentimiento un punto de partida, sin remiendos ni lastre.

«Fue de mal augurio que la gallina se pusiese a dormir con un solo ojo», dijo un día, cuando ya no compartíamos la misma casa. Lo hizo sin mirar a tía Lola, su esposa, o tal vez mirándola porque de lo contrario no se habría desencadenado tal tempestad doméstica, con la tía clamando -así como así, desde lo alto de una ventana- por su madre y su abuela, con todo el largo de nombres propios y adquiridos como si por algún artilugio fuese posible traerlas raudamente desde esa ciudad allende el río, donde, pese a la distancia, parcelan no perderse nada de la vida matrimonial de tía Lola, siempre preparadas para intervenir cuando se las requiriese.

Después de tanto tiempo de conocimiento, alejado o cercano, daba para percatarse de que tío Jako no era un hombre como los demás. Había que tomarlo o dejarlo, con sus virtudes y defectos, sin buscar cambiarlo o idear alguna estrategia para hacerlo, simplemente porque no era el camino más acertado. Era sabido que ninguna fantasía podía superar a las que él tenía almacenadas, las que a veces lo llevaban a la búsqueda de otras «gallinas» para hacer comparaciones o cerciorarse de si el mal augurio estaba dirigido a él, o si un fenómeno atmosférico le había hecho su partícipe por una cuestión de turno.

De modo que su inveterada curiosidad le impulsó a incursionar en otros gallineros para alivianar el peso del problema. Fueron incursiones, sin duración precisa de tiempo, que en su momento lo tuvieron al borde de que la tía Lola lo demandase por abandono de hogar. Sin embargo, fue sólo un borde amenazante, puesto que no logró culminar ante el temor de que la demanda llegase a airear algunos trapos, como su prolongada soltería que la había dejado con el humor sexual alterado, algo que daba para susurrar a puertas cerradas para no poner en boca de otros el buen nombre de la familia del tío. Con todo, la inclinación de Jako por los ojos abiertos o cerrados de algunas «gallinas» no le hacían olvidar sus dotes de caballero. Cada   reintegro a la vida conyugal, con los ojos ablandados por la falta de sueño, lo acompañaba con cajas de chocolates y la palabra apropiada para calmar a la tía Lola, quien afirmaba que las «incursiones» de Jako no eran tales, sino sólo parte de su fantasía.

La situación doméstica fue tomando colores oscuros cuando, casi sin darse cuenta, el tío murmuró que siempre hay tiempo para estar mal, no recordando que tía Lola era capaz de escuchar hasta el sonido del viento antes de que iniciase su vuelo. Las sales aromáticas no fueron suficientes y hubo que llamar de urgencia al doctor Méndez. En su afán por calmar de golpe a la tía, hizo preparar una poción, mezcla de belladona y genciana, que la tuvo dormida de ambos ojos por varios días, durante los cuales no dejó de comer, pues abría la boca a las horas acostumbradas, sin saltarse un solo reparto. Cuando por fin despertó del todo, había aumentado sus buenos kilos, lo que dio pie a alguna gente -alerta a su problema sexual, aunque no exenta de celos- a comentar sobre la posibilidad de un embarazo.

Con tal de quedar bien, la tía Lola era capaz de cualquier sacrificio cuando se trataba de seguir el juego. De modo que fue redondeándose a medida que pasaban los meses hasta el punto de desorientar al doctor Méndez, quien dijo que ni siquiera era necesario revisarla porque «la cosa está a la vista». Además, no lo hubiese sido fácil hacerlo por la insoportable timidez que aducía Lola para alargar el engaño. Cuando los nueve meses dejaron de correr y la tensión llegó a su término, Lola aseguro, con tono de desesperanza, que un tumor de descomunal tamaño era el causante de su sobrepeso. Tío Jako no se pronunció. Sólo abrió la puerta y desapareció con el primer tranvía de paso. En ese entonces estos transportes circulaban sin paradas fijas; bastaba un gesto de mano para que se detuvieran.

Una semana después, tío Jako regreso. Lo hizo en compañía de una mujer que hablaba con acento extranjero y con facciones también extranjeras, ante cuya vista Lola no tuvo más remedio que desmayarse. Tío Jako, muy caballero, corrió en busca del vinagre aromático. Con teatral estremecimiento, Lola se recuperó del «desmayo». No pregunto quién era la mujer, pues eran épocas de parentescos sin límite, de inmigraciones que a veces causaban desbarajustes domésticos, los cuales eran aceptados en un intento por lograr acomodamientos que hiciesen menos dolorosa la situación de esa gente.

Así que la prima Nina se instaló en la casa con derechos de parentesco, aunque sin identificación alguna que lo ratificase. Lola estuvo a punto de decir «ella o yo», con el mismo ímpetu de aquella vez en que al tío se le ocurrió traer dos caballos a la casa -su afición por la hípica-, cuando le dijo: «Los caballos o yo». Pero en ese momento logró frenar a tiempo su impulso por temor a que tío Jako le replicara nuevamente con el silencio.

La prima Nina mostró ser todo lo que no era Lola, y la diferencia fue desatando cada vez más el interés del tío por ella.

De nuevo la cuestión climática los afectó. La prima Nina venía de un país frío, y eso de encontrarse de pronto con la amplitud de días de sol brillante que sólo se permitían una tregua durante la noche, tuvo en ella un efecto cuya consecuencia pareció calzar de medida a tío Jako: dejar muda a Lola. Para aprovechar al máximo esos días, Nina tomó la costumbre de tenderse al sol en el fondo del patio. Comenzó por hacerlo desnuda de cintura para arriba y luego de cintura para abajo para lograr un bronceado homogéneo. «Nada como dejarse estar», fue el comentario de tío Jako ante esa vista, girando teatralmente la cabeza con la ayuda de sus dos manos para evitar cualquier torcedura «involuntaria». Al preguntarle tía Lola si no se había equivocado en eso de «dejarse estar», Jako se limitó a mirarla de la forma como siempre lo hacía cuando no deseaba desperdiciar palabra.

Los baños diarios de sol atrajeron no pocas miradas de los vecinos -mujeres inquietas y varones al borde de un salto de muralla-, lo que produjo en el vecindario un estado de efervescencia como no se recordaba en mucho tiempo. Cuando Jako salía en las mañanas para atender su negocio, un coro de cabezas masculinas lo seguía con admiración antes de desmembrarse en sus propias obligaciones.

Jako empezó a respetar horarios de llegada y a descuidar los de salida. Un aire de enfermedad romántica lo fue envolviendo al tiempo que ojeras de color indefinido se le marcaban notoriamente, dándole un aspecto cansado, o sufriente, que los vecinos atribuyeron al reparto obligatorio que habría de hacer con su cuerpo para conformar a dos mujeres. Se preguntaban qué ocurriría en la casa al cerrarse la jornada y también la puerta grande de calle.

El misterio fue agrandándose con el correr de los días. No faltó   quien, preocupado por la salud de Jako, se ofreciera como voluntario para equilibrar sus supuestas obligaciones. Detrás del primero surgieron otros en reclamo de los mismos derechos para «acometer la empresa». Alguien propuso llevar a cabo un sorteo. «Nada como la democracia para dirimir situaciones», dijo José, el vecino más cercano, quien nada tenía de casto y era conocido como hombre de suerte para los juegos de azar.

José se aprontó como correspondía: vestido con elegancia y bien perfumado para presentarse a una hora apropiada, no muy temprano ni demasiado tarde. Lo hizo con dos golpes secos y fuertes en la puerta de calle, seguido de uno tímido, algo como entre querer y no querer, pero con el derecho otorgado por consenso vecinal. Después de un momento, apareció tío Jako en calzoncillos, seguido de Lola, vestida de odalisca. Más atrás, como manteniendo un orden de precedencia, Nina, con una balalaika en sus manos. «Una orgía, una bacanal», pensó José, sin adentrarse demasiado en el pensamiento, pues de haberlo hecho habría sabido que todo contaba para Jako: el día y la noche, las declinaciones o exuberancias del clima, el cuerpo descubierto a medias para «insinuar intimidades» -como le gustaba decir-, la risa y la pena, el enganche amoroso porque sí y el otro obligado por el compromiso, Era, sin duda, un gozador de situaciones, un pescador encaprichado en enlazar lo que le ayudase a gozar del encanto de la vida. «Todo cuenta, hasta la descuenta», aseguraba en su inveterado afán fantasioso por moldear frases para que alguien, algún día, las volviese a repetir.

Así que tío Jako no se sorprendió ante la mirada de boca abierta de José; sólo le dijo que dejase la visita para otra ocasión. Su desengaño fue tal que la efervescencia, que ya había hecho estación en el barrio, aumentó con agregados resultantes de la experiencia del hombre. Se necesitó nada más que la confluencia de bocas y conversaciones de interior y exterior para que en esa ciudad, de cuenta constantemente prolongada, donde el punto final era corrido por la presión de otro punto aparentemente final, cundiese el rumor de que Jako había comenzado a operar en el barrio «una de esas casas», ofrendándose como primer cliente.

Cuando otros, tentados por la suerte de Jako se presentaron a horas extemporáneas «para ayudarle a desarrollar el negocio», nadie   hizo caso a los golpes nocturnos en la puerta de calle, la cual se mantuvo cerrada durante mucho tiempo. Los ojos hicieron turnos y la expectativa aumentó deseos concentrados de detractores y de los otros, pero la puerta permaneció cerrada.

Fue así como la conciencia arremangada empezó a soltarse. Surgieron voces de alabanza para tío Jako, de afirmación de la sospecha de lo que había presenciado José, de deseos de terminar con la puerta cerrada y devolver al barrio su tranquilidad. Entonces la atención se desvió hacia la amenaza de la tormenta que antes, mucho antes, había originado una plaga de langostas. Fue una tormenta huracanada que abrió cofres y puertas e hizo volar por los aires historias escritas y heredadas, la misma que permitió aberturas o entreaberturas de puertas. Jako, Lola y Nina tal vez aprovecharon el temporal o los raudales, o el descuido de la gente, para instalarse en la otra orilla del río, donde con la madre y la abuela de Lola inauguraron... No, no fue inauguración, porque el negocio ya estaba en marcha. La luz roja podía verse desde la orilla opuesta. De hecho, la veían quienes no se animaban a cruzar el río y se agotaban de deseos no consumados.

Todo continuó igual en el barrio. Sólo la imaginación se permitió alguna extravagancia, como la de llamar «Nina» al huracán siguiente o «Jako» al que cambió de rumbo a último momento.


 


- XIV -

El regreso al pasado siempre me produjo cierto rechazo, pues pasado y estancamiento parecían entrelazarse peligrosamente, algo que era necesario respetar para no caer en la ofensa gratuita, lo que no era difícil que sucediese porque la falta de estudios formales de los mayores aumentaba las susceptibilidades. Las diferencias de edad también eran respetadas. Los años acumulados les otorgaba un aire doctoral que ningún aprendizaje joven podía igualar.

A veces no se me ocurre qué hacer con el recuerdo o en qué punto preciso tomarlo o dejarlo. Entonces lo bordeo, igual que gallo de riña dando vueltas en el ruedo para estudiar al rival antes de propinarlo el picotazo. Quizás ese punto preciso no debiera ser molestado, por ser el que más duele, y el dolor sólo puede generar más dolor y el resultado no sería otro que una continuación que forma sufrientes a ambos lados de la línea, en este caso el escritor y el lector. Aparece entonces la posibilidad de la opción y se hurga hasta localizarla, porque la opción constituye la etapa final y la búsqueda el preludio. La música, que siempre me ha acompañado en sus distintos géneros, surge involuntariamente como telón de fondo, con distintas estridencias y en diferentes momentos. Pero no había que tomarla en cuenta como elemento aglutinante, preciso, para redondear asuntos de familia o su amistad, con choque de vasos para brindar por lo que fuese. Esa era otra forma de buscar cambios venideros: el brindis constante como incitación para que esos cambios ocurran. Era necesario chocar los vasos de determinada forma para que el cambio fuese propicio y las mentes se pongan en blanco para dar lugar al pensamiento que iría a azuzar el futuro hacia la dirección correcta, como se hace al apagar las velas que adornan las tortas de cumpleaños.

Y me decido, claro, y quiero volver a narrar esas historias que ni papá ni esos tíos que fueron sus hermanos llegaron a contar, porque en    el umbral de una edad indefinida que es la adolescencia creíamos saberlo todo.

Y qué más podría esperarse o qué más agregar de esos tres mosqueteros que abandonaron el país del frío -en épocas que otros también lo hicieron-, cuyas anécdotas eran similares y por tanto sin algo demasiado especial. Lo que entonces no sabía era que justamente ese algo lo ponían mi padre y sus hermanos, además de los abuelos y la abuela vieja a quienes nunca pude imaginar de otro modo.

Al hacer comparaciones en un presente que me hace requerir los misterios del pasado, puedo apreciar la riqueza de lo poco que me fue narrado y continuar maravillándome de todo lo que no conocí, haciendo asociaciones fantasiosas o atando cabos, juntando las fichas del juego de dominó que estrechaba las sombras de largas noches de invierno en la casa de los abuelos.

A veces siento la mente fragmentada, hilos que se entrecruzan interfiriendo con terminaciones nerviosas, un actuar o desactuar interno que amenaza develar misterios o intrigas. Es así que, buscando una dirección o un determinado papel, mis dedos se detienen en otros papeles y la curiosidad del olvido, de la acumulación involuntaria, hace que la detención me contagie los ojos y, lo que se previó como acción rápida y resultado inmediato, se posterga por la necesidad de revivir ciertas cosas, de volver a experimentar sorpresa por lo que en un determinado momento ya sorprendió. A lo mejor se trata de un ejercicio buscado para evitar el rápido desarrollo del presente, un escape, por así decirlo, y el asidero constituye la marca dejada intencionalmente. Quiero creer que es así. Son pistas que recrean el tiempo, produciendo nuevos espacios que permitan seguir siendo llenado.

Fue una pista falsa la mía, seguramente para llegar a la carta. Está doblada en cuatro, bien doblada como si aún guardase el misterio de su mensaje. La escritura, de rasgos largos y verticales, me remeció el conocimiento a través del papel transparente. «Las cartas, viejas o nuevas, deben ser abiertas», me dije, por más que en ese momento sentí algo sobrecargados los espacios de doble fondo aparente.

Muchas veces me prometí, en gimnasia de salud mental, no volver sobre huellas que permitiesen la apertura de puertas atascadas por uso exagerado. Como extremos de cualquier situación, podría ser todo un desafío. Traté de recordar lo escrito, lo cual no me causó   esfuerzo porque estaba consciente de cada palabra de esa única carta que alguna vez recibiera de tío Berni. No era afecto a la palabra escrita, sino más bien al prototipo del hacedor de leyendas, el fabulador innato que precisa moldear las letras, insuflarles significado, formar las palabras y dejar que otro fabulador las recoja y se convierta en seguidor. Pienso si tío Berni en verdad existió o si fue tragado por sus propias historias hasta desaparecer en un remolino de viento, semejante al caballo blanco con el cual una tía de esa familia «un poco loca» -como él mismo afirmaba- atravesó el aire, elevándose y aprovechando tío Berni ese viaje involuntario para llevársela consigo.

Presiento un desajuste emocional, un temor que me recorre entera, un deseo contrariado por mi propio deseo porque creí haber sobrepasado la fragilidad de la memoria.

La carta está en mis manos, amenazante. Temo que se trate de una caja de Pandora o de una conjura de duendes y caiga yo como víctima indefensa. El temor de que el recuerdo se desencadene arbitrariamente, sin respeto por mis zonas más o menos sensibles, detiene mis manos. Siento una desnudez interior, un punto que no escapa para no ser escrutado. Deslizo un ojo, nada más que uno, por el borde doblado. Hay palabras sueltas, cortadas como si fuese época de poda: cheque, viaje, jubilación, familia, hermano... Me detengo en esta palabra. Sí, el hermano de tío Berni era mi padre. Pero ¿porqué habla del hermano si mi padre ya no está? No, no habla, porque la voz de tío Berni tampoco ya está. Quizás él no se habrá enterado o sea su forma de comunicación entre difuntos, o la alucinación del pasado hace que se le olviden algunas cosas.

Descubro la parte superior de la carta para mirar la fecha: agosto de 1983. Abro un poco más el doblez del papel y alcanzo a leer una frase: «me has enviado un cheque, sin especificar en concepto de qué». Aparto la carta. No tengo edad para regresar a un tiempo que pueda desmoronar mi fortaleza. «Deja atrás lo que ya ha quedado atrás, tío Berni», quiero decirle. «Ten paciencia, espérame para el balance final». Cierro y abro la carta como si se tratara de esos juegos infantiles donde numerábamos ilusiones y elegíamos el número para después accionar los dobleces del papel con la esperanza de haber acertado. Vuelvo a apartar la carta. Está borroneada. Debe de ser un defecto de  calidad de la tinta, una que aún se mantiene húmeda... Es preciso esperar que se seque para continuar leyéndola.

Me pregunto por qué ese día tropecé con la carta. Trato de recordar la fecha. Hay días en que los números se me invierten y forman cifras sin futuro. Sí, le habíamos enviado un cheque, a través de terceros, con la intención de que fuese anónimo, como tantas veces tío Berni lo hiciera en su afán por aliviar necesidades de otros. Pero no era posible engañarlo. «No recuerdo nada que merezca una recompensa monetaria, salvo que quisieron hacerlo por el inmenso cariño que siento por ustedes. En verdad, debiera ser al revés, pues con los sobrinos me entrené para ser padre, algo que después fue muy agradecido por mis propias hijas», decía otro párrafo.

He recibido otra carta, que no es de tío Berni, sino del otro, tío Jako, el de los caballos y actitudes de ilusionista, el de la vida en broma, el único que aún quedaba de los tres hermanos, los que una vez armaron un trineo en su país de nacimiento, heladamente lejano, para no dejar pasar la niñez sin los desatinos de la niñez. «Tengo problemas de escritura», cuenta en su carta. Agrega que le tiemblan las manos, pero no espera que se le pase con el tiempo. ¿Qué tiempo, tío Jako?

«Hablando en serio», continúa la carta de tío Berni, «creo que circula un falso rumor sobre mi situación económica». Sin embargo, a pesar del tono liviano de sus palabras, no lo desmiente. «Usaré el importe para visitar a mis hermanos una vez que se despejen los caminos afectados por las inundaciones. Saben que prefiero viajar por tierra, porque así se prolonga el gusto y el inicio y regreso llegan a caber dentro de la misma fantasía». Tío Berni realizó el viaje. Fue el último, casi un recorrido de despedida. Años atrás había emigrado en busca de nuevos vientos, igual que esas aves que cambian de lugar como si pretendieran desafiar marcas de vuelo. No le fue bien. Era mucha la confianza de ciudad pequeña que llevaba consigo para medirse en un medio más grande, sin antes haber calculado el riesgo. Fue cuando le enviamos el cheque.

De nuevo pienso en los números, como si estuviese relacionado con la precisión matemática. Es mucha la coincidencia: la carta de tío Jako está fechada un día 13 y la de tío Berni es de 1983, ambos terminando en un número cabalístico. Tal vez sea una señal para que indague el significado, me aboque a estudios de  donde pueda seguir alguna clave. «Hay formas y formas de comunicación», decía tío Jako. Pero ¿quién podía tomarlo en serio? La mudez de la escritura a veces otorga el silencio tan deseado, la ausencia de voces que no perturben la imaginación, pienso. De pronto siento que el doble fondo, que a menudo se produce en mis espacios interiores, cede, se rompe y tiende a confundir épocas. Me convierto en muñeca japonesa, me adorno con collares, abro vitrinas mágicas de donde salen figuras de porcelana en esa tienda antigua, propiedad de Jako y Berni, donde me dejaban probar a ser grande. Entra la abuela Bea y «deja el apuro para más adelante», me dice. Tiene los cabellos grises y quebrada la piel de la cara. Aún así, habla de «más adelante». Cierro la vitrina. La abuela ha quedado adentro. Es de porcelana y está rota. Escapo por el último espacio abierto de la cortina metálica de enrollar antes de que sienta el golpe de cierre.

Doblo la carta, tratando de no formar nuevos pliegues, y la guardo donde estaba, en el mismo cajón, pero más abajo para engañar dedos, ojos o deseos. Salgo. He heredado algunas inclinaciones azarosas de tío Jako. Llego al kiosco de la esquina y pido un billete de lotería, «¡Tiene que terminar en tres!», pregunta el vendedor. «Únicamente en tres», respondo, al tiempo que me cubro los ojos para protegerlos del polvo que ha levantado un extraño viento repentino.

Era un hombre con tantas rodillas que uno podía elegir donde sentarse. Eran años cortos, tanto que el solo acto de sentarse sobre sus rodillas tenía un sabor a aventura comparable con el de trepar árboles en busca de la rama adecuada para descansar. Aún siento el ángulo que lo hacía posible, el que tal vez tuvo algo que ver para hacer más blando mi aprendizaje de geometría.

Lo llamaban «el coronel». Pero eso fue mucho después, cuando tuve que desprenderme poco a poco de él, ceder el derecho de pertenencia total, porque las leyes naturales hacen de seres más próximos los verdaderos herederos. Cuando el tiempo fue asociándose a la distancia hasta conspirar contra el pasado, cuando esos herederos le empezaron a llamar «coronel» en una apropiación nada ilícita que, sin embargo, chocaba con mi profundo sentido de pertenencia   personal, tuve que cortar ramas y podar sobrantes para separar hechos, seres, momentos.

Pero el tiempo ya había hecho lo suyo, actuando a su manera, y la adultez evitaba retrocesos hacia comportamientos anteriores. Desde la última vez que lo vi, han pasado varios años. Un día, empezando a sentir el peso de esos años, le llamé por teléfono a la ciudad que él había elegido como otra de las tantas residencias temporales en las que siempre ponía «pie de paso», como aseguraba. Los mismos años hicieron de esa ciudad su albergue definitivo.

«Estoy bien», contesto, «sólo que me ha atacado de modo duro la nostalgia». Del otro lado de la línea, a cubierto de cualquier expresión, lo tomé a la risa. «Son cosas de viejo en las que no puedes caer, no tú», dije. Al colgar el teléfono, sentí un sonido negro. Lo alejé, con toda la fuerza del rechazo, para que el sonido no se insertase en mi oído ni diese lugar a pensamientos adelantados.

De pronto me sentí débil para poder resistir tanta avalancha de recuerdos. Necesito atajarme de algo, apoyar mi mente fragmentada para lograr uniones comunicantes. El espejo está en el camino. Puede que sea una ayuda. Lo miro, insistente y profundamente. La respuesta viene de inmediato; es un espejo capaz de recordar, lo cual me da cierta tranquilidad. No tendré más que traspasar sus aguas para sentirme en pasado. Sin embargo, hay algo que no funciona en él, semejante a lo que ocurre con las computadoras cuando se niegan a dejarse incursionar.

Trato de buscar el código apropiado, lanzando cifras cabalísticas, números de suerte, pero el espejo sigue obcecado, como si le doliesen mis requerimientos. Recurro a la mímica, al canto, a la interpretación de algún instrumento musical para cortar la frialdad que amenaza con romperse tanto vertical como horizontalmente, negando su calidad de irrompible. No hay caso, pues refleja mis actos como si no supiera hacer otra cosa en imitación exenta de creatividad.

Busco el álbum de familia y lo muestro al espejo, señalando a cada uno de los sonrientes modelos mientras voy indicando el grado de parentesco. Marco con un círculo la figura del «coronel», quien no es otro que tío Berni. Las aguas del espejo tiemblan, lo que me produce un malestar pues no deja de ser una respuesta, una forma de pronunciamiento. Paso la mano por el espejo para mostrar mi gratitud, pero sólo veo que acaricia mi propia cara. Quiero buscar alguna forma de   orientación, olfatear el espejo para encontrar la distensión de mi espíritu, pero el espejo parece no tener alma o haber perdido el sentimiento. Aún así, me perturba su frialdad quebradiza. Quizás yo sienta temor de ahondar en sus aguas y llegar a alguna orilla donde el cartel «cerrado por olvido» se levante como dedo acusador. «¿Cuál olvido?», me pregunto. «¿El que consiguió la rapidez del tiempo o el de la memoria?».

Una sombra parece envejecer súbitamente al espejo. Temo que vaya tomando cuerpo hasta hacer aparecer a tío Berni. A pesar que era un burlador innato, no sería capaz de abandonarme sin algún atisbo de culpa. Debo dejar el espejo, buscar otro lugar donde abandonarme, una fuente que permita continuar nutriendo mi tribulación. Tal vez sea un espejo de siete leguas que extravió sus botas, igual que el gato del cuento, una pista insinuante de tío Berni para obligarme a tomar caminos, sin importar que sean de tierra o agua. Sin embargo, de nuevo me detiene el temor de enredarme con cualquier cosa que impida mi avance.

El recuerdo de su boca sonriente, burlona, se abre ante mí como pozo mágico. Me pregunto -o a lo mejor ya pregunté al espejo- en qué momento una persona se hace presente, si cuando vive o cuando muere. Pero yo no soy Cenicienta y el espejo no tiene la capacidad de hablar. Pienso que si me desdoblo podría lograrlo. Sin embargo, ¿cómo saber de qué parte desprenderme? Me invade el temor de que el recuerdo cargue mi sueño hasta volverlo recurrente, aunque cierre herméticamente ojos y ventanas para impedir la intrusión de duendes.

Estoy cayendo en la atracción del espejo. O es un caso de hipnosis mutua que sólo terminará con la rotura del espejo. Me sobrecoge un nuevo temor: que a través de las aberturas quebradas del vidrio salga mi cuerpo desmembrado, o el de tío Berni pidiendo que lo dejen en paz. «No soy yo, sino mi memoria que no termina de acusar recibo de recuerdos o de lo contrario», digo, confiando en que se escuche, que se manifieste de alguna manera. «¿De qué color quieres que sea el día?», escucho su voz de antes, que no es la suya, sino la mía queriendo recuperar ese tiempo lejano apenas entre dormido. Pero no puedo volver hacia atrás, porque entonces se abrirán espacios que los deseo cerrados definitivamente.

«Todo o nada, Las cosas no pueden entregarse por partes», siento    claramente que habla el espejo. Lo muevo, como se hace con las muñecas hablantes para que repitan la frase. Mi imagen tiembla.

Siento que pierdo estabilidad, que la perspectiva del espejo cambia de lugar, haciéndose eco en el suelo, y una fuerza extraña me proyecta hacia las profundidades de la tierra. Puede que sea la señal para que escarbe hasta encontrar espejos enterrados, guardianes de trozos de imágenes que deberán armarse como un rompecabezas para formar historias. Un miedo ondulatorio me produce un frío también ondulatorio. Debo ordenar mis pensamientos, separarlos en buenos y de los otros, recuperar el pasado sin que gravite sobre el presente. «Sólo somos pasado», se introduce la frase en mis oídos. «No puedo regresar; ya estoy aquí», me defiendo, me excuso por haber perturbado... Pero él, tío Berni, ya no está... No puedo usar la palabra, por temor a premoniciones que puedan volverse realidad.

Entonces recuerdo, sí, recuerdo haber recibido la noticia de su muerte, pero fue ayer, o un poco antes, o la semana anterior. Hace muy poco. De todos modos, era una noticia muy fresca aún para incorporarla a la memoria.


 



- XV -

Por azar, como los conejos en sus saltos naturales y quizás reflejos, surgió el apellido de la señora Nimerowsky. Nunca supe su nombre, el cual probablemente no lo necesitaba pues parecía bastarle que la nombraran sólo por el apellido, uno que la enmarcaba como si no hubiese sido posible designarla de otro modo.

Era una mujer que en una conversación nunca terminaba de decir lo mucho que guardaba adentro, como esas obras clásicas que requieren una segunda lectura para absorber acabadamente la esencia de lo no escrito. Daba la impresión de que no quería agotar un toma de una sola vez, dejando generalmente en suspenso sus relatos hasta el encuentro siguiente. Era una antecesora de los embrollos de la pantalla chica, una actriz hecha a fuerza de vivencias, de traslados, de barcos que atracaban en puertos o, arrepentidos, seguían rumbos decididos sobre la marcha.

Los significados no tenían importancia para ella. «Sólo la fabulación del futuro merece que pasemos por el presente», decía esa mujer sin nombre, a quien debo bautizar para acercarla y no mencionarla por el apellido, que tampoco era propio. Busco un nombre que le haga juego o que juegue con su forma de ser, de moverse, de gesticular, de redondear o ampliar los ojos para que el azul sea más impactante, de mover nerviosamente su mano para acomodar un mechón de cabellos que no se ha movido de lugar. La llamaré Rina, aunque pienso que suena superficial y demasiado rápido para calzarla. Emma me parece mejor, con doble «eme» para arrastrar el nombre y obligue a la boca a una reflexión correcta. Sí, definitivamente Emma le viene bien.

Mencionaba siempre muchos nombres, todos masculinos, dando la impresión de que los recogía como setas surgidas después de las lluvias. Cuando incluyó el de tío Jako en su lista de setas, me pareció un agravio para la familia. Además, estaba adentrándose en terrenos que consideraba sólo míos. No en balde, teniendo apenas 12 o 13 años, había afirmado, con total convicción, que me casaría con él cuando fuese grande. Aunque tal vez anidaba demasiadas expectativas, por que llegado el momento podría no ser tomada en cuenta por él.

Era tanta mi subyugación por Emma, por su pelo rubio oxigenadamente maravilloso, por su estampa de actriz de cine mudo con labios pintados en forma de corazón, que empecé a considerar seriamente la idea de compartirla con tío Jako, al menos hasta cuando llegara a grande y pudiese mirarla directamente a los ojos, sin necesidad de levantar la cabeza. Era una mujer de apariencia frágil, a pesar de sus senos voluminosos, la cintura alta, la cadera recortada como si le faltara una parte y las piernas semiarqueadas, pero de marcar con fuerza el paso y su pisar con eco.

Quizás estaba tomando demasiado en serio mi secreto amor por tío Jako. La idea absurda de que algo pudiese suceder verdaderamente en el momento en que dejara de hacerlo, desordenaba mis pensamientos. Sin embargo, no podía alejar mi temor de caer en el desamparo, sólo porque tío Jako no era capaz de verme o porque Emma había tenido la oportunidad de nacer antes y todo se le ofrecía en presente.

Pensé que la llegada del carnaval sería una ocasión que no podía desperdiciar. Con máscara, disfraz, tacos altos -zancos tal vez-, podría ponerme a la altura de Emma. Disfrazarme de seta era una posibilidad, pero entonces sería detectada por Emma. Y esa no era mi intención.

De pronto me entran ganas de volver a referirme a ella como la señora Nimerowsky y recordarle que un hombre le ha dado ese apellido, que no necesita otro, que se conforme con el que tiene o se consuele si así lo quiere y deje en paz a tío Jako para que pueda esperar mi crecimiento, tranquilo y sin interferencias.

Me pregunto por qué los hombres no se fijan en una mujer de 13 años, porque en verdad yo lo era ya. Podía demostrarlo levantando bandera roja regularmente todos los meses en un anuncio silencioso de estar lista para lo que fuese. Pero ¿estar lista para qué? ¿Qué puertas serían abiertas o qué misterios podrían ser develados con el pase otorgado por la naturaleza? Quizás, vestida para la ocasión, era preciso que tuviese una larga y esclarecedora conversación con Emma. Pero ella, por presencia o ausencia, me producía una especie   de temor, de miedo de enfrentarla, de no saber qué lenguaje emplear o por último qué decirle.

Podía escuchar, con cierta anticipación, la resonancia inacabable de su carcajada, proyectada a octavas agudas que acabarían por destrozar mis tímpanos, mis laberintos, quedando para siempre atrapada en mi eco interior. Hasta el tiempo semejaba un enemigo en suspenso, sin ganas de avanzar y darme la oportunidad de llegar a grande, de desarrollar pechos semejantes a los de ella o los mismos ojos transparentes, por más que la diaria convivencia con el espejo sostenía lo contrario. Al parecer, estaba condenada a un pasado indefinido por el solo hecho de tener 13 años, a pesar de mi lucha por rescatarlo, por traerlo a la luz y, con un golpe bien dado, volverlo presente con posibilidad de otros cambios.

Debía hacer lo que fuese preciso para incorporarme al mundo externo y abandonar ese calabozo que me aprisionaba, atorando mis sueños. Pero Emma me llevaba ventaja al poder decidir por sí sola, al no estar sometida a la dominación de mayores. La fuga, como modo de llamar la atención, me tentó durante varios días. Sin embargo, a pesar de mi espíritu aventurero me detenía la falta de comodidades y el miedo de soslayar situaciones peligrosas o amedrentadoras. El suicidio lo dejé de lado, como último recurso, en caso de no alcanzar un avance en el tiempo o mi deseo de lograr algún parecido con Emma para que tío Jako mude el sujeto de su admiración o enamoramiento.

Me dispuse, en cambio, a observar detenidamente a Emma, a analizarla con mis 13 años asentados, llegando a la conclusión aritmética de que cada día ella tenía un día menos y yo uno más en mi marcha hacia el ideal femenino. Entonces, ¿en qué residía el gran atractivo de Emma? ¿Por qué tío Jako pasaba tantas horas a su lado, compartiéndola con su marido?

«No hay forma de tomarla por sorpresa, de pescarla en el desconocimiento», dijo tío Jako un día, sin dirigirse a nadie en particular. Pero yo lo escuché, porque buscaba estar donde él estuviese, como araña que cambia constantemente de rincón para evitar ser detectada. Entonces supe lo que debía hacer: fui a ver a Emma.

Apenas abrió la puerta, le dije «enséñame». «¿Enseñarte qué?», preguntó, sorprendida. «Todo». Pensé que me daría unas galletas, acompañadas de una sonrisa, y después cerraría la puerta, obligándome   a regresar con la cabeza gacha. En cambio, me observó detenidamente, como se hace con un animal asustado para hacerle la desconfianza. Después me tomó de los hombros y me hizo entrar. Me convertí en su alumna. Vi desfilar pueblos y puertos de embarque y atraque a través de sus palabras. Conocí la forma de identificar países y ciudades en los mapas, subiendo o bajando por paralelos y meridianos. Las tardes de poesía eran las más esperadas cuando, ajustando su voz, era capaz de figurar o transfigurar situaciones hasta desdoblar las palabras, convirtiéndolas en vehículos mágicos.

El tiempo empezó a pasar, un tiempo único y justo para todos. Pasó, sin que fuese necesario verlo o tocarlo, con todos sus cortes divididos en estaciones, con todos los cambios asignados a cada una de ellas, demasiado rápido tal vez, porque de sopetón, como ocurre cuando la mente deja de desordenarse, pude mirarme en un espejo diferente. Era y no era yo. Había adoptado ciertos gestos que me acercaban a Emma. No sé si fui desenamorándome de tío Jako a medida que conocía a Emma o ya no necesitaba sentirme enamorada de él para afirmar mi tiempo, mis años, deteniendo esas revoluciones mentales causadas por desequilibrios propios de la edad. O la pérdida gradual del cabello de tío Jako fue otra medida de tiempo con la que tuve que lidiar. No lo sé. Comprendí su apego a Emma, una mujer que hacía una aventura de lo cotidiano en esa ciudad a la que había llegado traída por los vientos y cuyos límites empezaban a ahogarla.

Presentí que Emma era una mujer de paso, que su mundo interior la sobrepasaba hasta el punto de no permitirle el arraigo. Casi me arrepiento de haber llegado a grande, pues empecé a ver como utopía no realizada el tiempo de antes. Pero ahora era tarde, como siempre lo es cuando se quiere aprehender las cosas que buscan escapar. Y Emma se me escapaba. Mi enamoramiento de tío Jako había tocado fondo. ¿Qué podía hacer? Nada, absolutamente nada. Con sus tacos altos y el traje sastre imprescindible para ocasiones serias, la vi partir junto con su marido. Tío Jako tomó una fotografía del barco, con ambos apoyados en la baranda. Luego me tomó una a mí.

Ahora miro la fotografía y me veo en pasado, uno lejano y joven.

Emma ya no está. ¿O debería llamarla señora Nimerowsky? La dejaré como Emma, pues ninguna distancia, terrena o espacial, conocida o desconocida, podrá alejarla de mi sentimiento. Después de todo ¿qué   importancia tienen los nombres? Sin embargo, Emma es un nombre con fuerza. Me hubiese gustado tener uno igual, pues a veces el nombre hasta puede cambiar la vida de una mujer.

De pronto pienso lo contrario, sobre todo cuando la otra abuela emerge de atrás del mostrador del almacén con su anatomía rubia e imponente capaz de despintar al más pintado. Pero de ahí a que se saque un pecho, lo envuelva en papel de estraza doble para evitar que la grasa traspase y lo entregue al cliente, era difícil de aceptar. «La fantasía es la gran hacedora de milagros», solía decir. Claro que hoy por hoy, con eso de los trasplantes y de que los órganos sean frescos, lo del pecho debiera parecer natural.

Pero vuelvo atrás para pensar y eso no me parece posible o aceptable mientras estoy parada en la puerta de otro almacén, imposibilitada de moverme para correr y olvidarme del asunto, o de entrar a comprar lo que me encargaron. Quizás se deba al recuerdo colgante de las delanteras impúdicas de la abuela, quien trataba de ocultarlas con sostenes de costura casera, lo cual servía sólo para evitar los saltos de esos excesos carnosos con repercusión en la espalda, en la garganta, en el cuello, y la queja callada -pienso- de haber amamantado siete hijos hasta después de los dos años «con el maná del cuerpo», como decía.

Con todo, la abuela terminó sus días con las dos luminarias puestas, o brújulas más bien, ya que de niños estábamos convencidos de que en verdad le servían para señalarle el camino. Y lo de haber terminado sus días entera es de la más pura verdad, pues a través de la puerta entornada donde le daban los últimos cuidados de acuerdo con el rito, lavándola por partes en la cama, los ojos se nos hacían pequeños para captar en su totalidad esas enormes piezas enjabonadas que escapaban de las manos de las limpiadoras para deslizarse impúdicamente a los costados, cayendo con todo su peso sobre el colchón.

Era una pena que no fuese época de trasplantes, porque la abuela hubiera podido hacerse de unos pesos parcelando tanta abundancia para complacer más de una necesidad. Por años me quedó la obsesión alucinada, el despertar seguro, de que una de esas prominencias colgaba del techo -como esas bolsas de arena que sirven para evitar que algunos techos frágiles emprendan vuelo al menor viento-,  cayendo sorpresivamente sin darme la oportunidad de desviar el golpe. Son cosas que marcan mi memoria de modo indeleble, sobre todo por eso de «la ninguna diferencia entre frente y perfil», constatada en cada reflejo de paso, que ha ido encorvando mi espalda, formando una joroba que no equilibra la falta de lo otro ni la esconde.

Pero la mujer del almacén, mi abuela, excede cualquier fabulación. Hasta la he imaginado mercando uno de sus pechos como si se tratase de un trozo de bife y esta imagen me ha perseguido, poniendo mi exigüidad más en evidencia, A la mujer se le cae de vergüenza el otro pecho, no la cara. Nadie más que yo parece afectada por lo que, de inaudito, pasa a ser grotesco, un cuadro de Botero donde un enorme pecho único, central -posible herencia de cíclope trasnochado-, defiende su derecho a la independencia en el centro de una mujer observada por otras que no han podido pasar por la mutación voluntaria, demasiado tradicionales para decisiones que dejan huérfana a medias la maternidad andante.



 


- XVI -

El grito largo y agudamente sostenido de mi madre, proveniente de la habitación donde junto con la bisabuela, a quien llamábamos también la abuela vieja o la gran abuela, estaba la partera -una presencia prescindible, según ella-, era la señal inequívoca de que un nuevo número se había agregado al censo familiar. La reacción de mi padre estaba siempre en relación directa con el resultado cualitativo del grito, porque hacía una clara diferencia entre el nacimiento de un varón y «lo contrario».

Los pasos de la abuela vieja en la habitación, que podíamos escuchar desde afuera, acercándose a la puerta para lanzar la noticia, eran también acordes con el resultado del parto. Siempre tuvimos la impresión, dada su marcada preferencia por los varones, de que la bisabuela no era totalmente mujer y que los bigotes que le asomaban con timidez no eran sino el resultado de una indefinición sexual sabiamente ocultada. Quizás por eso parecía tener un acuerdo con papá acerca de preferencias: si los pasos eran de acercamiento rápido y enérgico, contaríamos en adelante con un nuevo hermano. En el caso opuesto, podíamos tener la seguridad de que se trataba de «lo contrario». Esa vez se escuchó una aproximación lenta de pasos pesados, seguidos por la apertura indecisa de la puerta, apenas lo suficiente para el informe escueto: «es mujer».

La reacción de mi padre con el advenimiento de un varón se reflejaba en un grito semejante al de mi madre, aunque no completamente, al tiempo que se restregaba las manos como si el mérito fuese unilateral. Olvidándose de la doliente madre, la bisabuela sacaba una botella estrictamente reservada para esas ocasiones y juntos cortaban el aire con un choque de cristales. Juntos también encendían un cigarrillo y se sentaban a conversar sobre el futuro del ser aún anónimo. En cambio, las cejas enmarcadas al punto de formar un  triángulo sin calificación especial y un pequeño gesto de la cabeza significando aceptación, sin manifestaciones de regocijo, era todo cuanto mi padre demostraba ante el anuncio de «lo contrario». Yo ya había pasado por eso, y seguramente desde entonces me quedó el gusto por el llanto. En cambio, mi hermana no lloró. Hubo que arrancarle el llanto a palmadas. En este oficio la bisabuela sí que era experta.

Luego del anuncio, cerró la puerta para finalizar las labores del posparto. La demora en hacer su reaparición nos empezó a preocupar. Parada junto a mi padre, desde mi estatura a la suya nos observamos con una mirada vertical. «¿Por qué tienen la puerta cerrada, por qué?», preguntó mi padre, con esa forma un poco suya y de sus hermanos de repetir al final las mismas palabras iniciales. Recuerdo que sólo me encogí de hombros, lo que podía traducirse como «qué se yo» o «qué me importa», porque también, como regla matemática, era posible prever que a mayor población infantil habría menos distribución de cariño, llevando a ciertas marginaciones o preferencias.

De pronto escuchamos otro grito. Esta vez era la bisabuela. Sin esperar más, mi padre abrió la puerta. Mi hermana, a quien le pondrían Camila por nombre, estaba siendo examinada por la bisabuela. Con tono frustrado o quizás de culpa por no haberlo podido evitar, dijo «esta niña nació con la menstruación; es la primera vez que me ocurre. Hay que llamar a Miguel de inmediato».

Miguel, médico y hermano de mi madre, era quien siempre daba la primera opinión en situaciones de emergencia o de cualquier otra naturaleza. A él lo escuchábamos a ojos cerrados, pero también había que hacerlo a oídos abiertos porque estaba segura de que la bisabuela, excitada al máximo por el nacimiento de un varón, en vez de darle la palmada en el lugar indicado lo había hecho en la boca, produciéndole no precisamente un tartamudeo, sino más bien un problema de dicción que fue en adelante su marca de fábrica, obligando al interlocutor a leer sus labios en un intento, no siempre éxitos, por entenderle. Lo mismo ocurría con su escritura, a pesar de que la bisabuela siempre negó que hubiera recurrido a una segunda palmada. «La primera siempre me resulta», decía.

Así que, en comisión de servicio, me enviaron a buscar a Miguel lo más rápidamente posible. Por fortuna, las distancias eran caminables   en esos días. Aún así, después de subir corriendo las gradas de la entrada de la casa de tío Miguel, que también era su consultorio, y golpear acaloradamente la puerta cancel, tuve que apretarme el pecho para recuperar el aliento. A través del vidrio, adelantando sin apuro su cuerpo cadencioso, pude ver a Presentación, la muchacha, a quien algunos encontraban un parecido con Ingrid Bergman, a pesar de que para mí era idéntica a Pastora, la novia eterna de Patoruzú, o a Ramona, la de las tiras cómicas. Abrió la puerta y dijo: «el doctor está tomando su siesta». Estuve a punto de irrumpir en su habitación y despabilarlo con un grito de socorro. Pero mi imaginación dio algunas vueltas tortuosas y lo vislumbré, alterado por mi entrada intempestiva, con su lenguaje más confuso e inentendible aún, al punto de enredar también el mío con el riesgo de fracasar en la entrega del mensaje. Me senté en la sala de espera, levantándome de tanto en tanto para salir al patio y pasearme delante de la habitación dormida.

Debió ser el eco de mis pasos o tal vez la magia de la bisabuela, guardada en algún tambor cuyo repique cruzaba el aire para asegurarse de la entrega del mensaje, lo que hizo abrir la puerta como si hubiese sido empujada por un repentino viento, Miguel, terminando de vestirse, «me pareció escuchar tu voz y algo me dijo que tenía que levantarme», explicó. Entonces no tuve duda: fue obra de la bisabuela.

Le conté lo que estaba pasando. «Iremos en el coche», dijo. Hice el cálculo de que sería más rápido caminar con apuro las pocas cuadras que mediaban hasta mi casa. Además, viajar en el coche de Miguel siempre tuvo otro significado para mí: acompañarlo, sólo por el paseo, en sus visitas domiciliarias, una verdadera aventura cuando aún era novedad poseer un vehículo.

Miguel era muy especial en su forma de subir las gradas: movía sólo las piernas, manteniendo el resto del cuerpo erguido e independiente de las extremidades. Ya en la habitación, tomó a Camila por los hombros e intentó pararla sobre la cama para después acostarla e iniciar el examen. «Sí», dijo. «A veces ocurre, no frecuentemente, pero ocurre. Puede durar sólo hoy o prolongarse hasta mañana; después se le pasará». En la habitación se escuchó un suspiro a varias voces. Al abrirle la boca, «tiene una lengua geográfica», dictaminó. Pienso que todas las migraciones juntas descendieron sobre esa lengua geográfica, indicando quien sabe qué destino de nunca acabar. Miré a mi   madre. Creo que estaba demasiado agotada para tomar el peso de las palabras de Miguel, aunque tal vez no existía tal peso. Agregó una explicación susurrante que entendimos sólo a medias. No valía la pena pedir a Miguel que aclarase lo dicho, porque la respuesta corría el riesgo de ser también entendible a medias. Había silencio, espera, temor, sospecha, un atado que, si bien repartido entre los presentes, continuaba pesando. Cuando al final dijo «no es nada, se le pasará pronto, aunque es probable que le dificulte la alimentación durante unos días hasta que se le alise la lengua», retornó la calma.

Mi padre fue aceptando «otra mujer», como esta vez se refirió a Camila, con miradas esquivas como si ellas pudieran depararle la sorpresa de que esa otra mujer se convierta en un varón, sea por deseo o por desesperanza. «Las mujeres nacen más feas que los varones», dijo, a la distancia, como intimidado para acercarse a la recién nacida.

Busqué un espejo para mirarme, temerosa de que aún no se me hubiera pasado la fealdad de nacimiento. Después saqué la lengua y la observé con cuidado, No encontré ningún mapa. En cuanto a lo otro, lo de la menstruación, era evidente que Camila me llevaba ventaja. De todos modos, una visita al baño, ajena a toda necesidad, se hizo imprescindible, no obstante que en ese momento no sabía a ciencia cierta qué buscaba o si algo iría a encontrar.

Parada sobre el inodoro, con la parte inferior desnuda, me miré en el espejo colocado sobre el lavatorio. Todo parecía normal. Podría preguntar directamente a mamá o a la bisabuela. Me puse roja de solo pensarlo. El diccionario se abrió como alternativa, pero había olvidado la palabra. Me prometí estar alerta para retenerla cuando mamá o la bisabuela la pronunciaran de nuevo. Pero eran épocas de susurros y murmuraciones, lo que mantuve mi inquietud en la punta de la lengua, de las ganas, de las preguntas retenidas a fuerza de aguante.

Mantuve también la ignorancia del conocimiento del cuerpo, de mi propio cuerpo, con la certeza de que había partes innombrables, oscuras, feas, que debían ser aceptadas por el ignominioso y terrible hecho de haber nacido mujer.

Cuando ya no necesité del inodoro para alcanzar el espejo, me busqué en mi reflejo, examinando las mejoras que el tiempo me había consentido. Pese a que aún era temprano para cambios muy radicales, pude notar que el contorno de mi cuerpo iba asentándose y los rasgos  del rostro se alejaban de las características de los años infantiles. Ahora era yo quien llevaba ventaja a Camila.

Fueron años rápidos, Un día mi padre dijo «nacen feas, pero con posibilidad de cambio». No podía abandonar sus convicciones, pero las fue limando con el tiempo. Después tal cambio fue notado por terceros, varones a quienes mi padre quiso espantar como si fuesen pájaros atentando contra la estabilidad de su nido.

El alejamiento que impone la ausencia definitiva del otro probablemente permite la liberación de algunas ataduras. Y pienso, queriendo visualizar de otro modo las diferentes reacciones de papá frente al advenimiento de hijos o hijas, que ellas se debían al deseo íntimo de proteger, a su manera, el futuro descalificador de cualidades igualitarias entre los sexos, no deseando aumentar la entrada de mujeres a la arena de las probabilidades. Eran, quizás, residuos heredados de tiempos cuando la mujer estaba subordinada a ser el centro del encuadre doméstico, una figura míticamente necesaria para la continuación de los mitos.


 


- XVII -

A veces lamento que el tiempo no hubiese sido condescendiente conmigo para permitirme un mayor acercamiento, un diálogo que no fuese basado sólo en la relación marcadamente diferenciada entre padres e hijos, la que no admitía la trasgresión de espacios. De ahí la necesidad de regresar al pasado, cuantas veces fuesen necesarias, para ensayar cambios o salvatajes que sólo quedan suspendidos por intentos sin resultados. O tal vez sea preciso para ratificar presentes que de pronto tambalean. Admito que todo lo pasado se vuelca en puntos de apoyo que están ahí para su uso en momentos de apuro, aunque a menudo siento que el intervalo con el presente está agrandado por la distancia, lo que me produce capas superpuestas en los ojos como nubes cargadas que al llegar al límite del aguante se transforman en una verdadera «lluvia de ojos», una frase habitual de la bisabuela.

En todo caso, el pasado está ahí, irremediable y sólidamente. Por lo general, los temblores de tierra o de sentimientos ocurren sólo en presente. Es el orden de las cosas al que cuesta acostumbrarse. Más de una vez hubiese querido guardar tiempos en una gran bolsa, sacudirla y luego extraer alguna mezcla mágica. Pero no soy maga, aunque sí soñadora. Por eso me preguntaba cuáles podrían ser los límites del insomnio o si éstos eran sólo nubes forjadoras de metáforas a las que había que prestar atención y permanecer alertas por ser anunciadoras de los límites del individuo, del acecho de la dualidad bien-mal que obliga al ojo a mantenerse abierto.

Eran puertos que se abrían con la boca ancha de alguna ballena. Era necesario, por tanto, prepararse ante la inseguridad de atracar o no en otros puertos o de verse trasponiendo, de súbito, mares y más mares como si se hubiera caído en alguna órbita marina. La corriente migratoria insertada en la sanguínea era, sin duda, la culpable de mis necesidades de evasión y el sueño, el resquicio cómodo para caer en  estados imaginarios. En medio de cada pestañeo se producían zonas ficticias o verdaderas y la necesidad imperiosa de la opción. Semejaban misterios circulares independientes en los que había que internarse y marcar asistencia, o algo parecido, para facilitar su continuación.

El acto de dormir se volvía una forma facilista de concretar sueños o de llegar a ellos a través de la más absurda fantasía. Estaba en edad de búsqueda, de preguntarme cuál es la diferencia entro lo ficticio y lo imaginario, si uno u otro estado es preferible para encontrar, por fin, el vagabundeo onírico. El asedio del sueño era irresistible y el deseo de vivirlo también. De cierto modo, envidiaba a la bisabuela porque ya había pasado por lo que me estaba tocando pasar.

El momento del baño, la intimidad carnal con el agua, el refugio solitario no siempre conseguido, me causaban calofríos, temblores, asociaciones mentales de pronto inmanejables. Todo parecía posible por el simple hecho de insertarlo en la imaginación, donde las cosas más absurdas eran capaces de ser incubadas con la ayuda de la «matriz mental», una frase resultante del enjuague de muchas substancias. Por tanto, no es fácil hacer el amor mientras soplan vientos atrevidos, o corren más bien, y el vello del pubis se eriza y la piel también, y un cosquilleo va apagando el deseo como si alguien hubiese arrojado un puñado de hormigas.

Y hay algo que me duele, porque no puedo continuar. Tengo frío o simplemente no quiero que ningún viento se relacione conmigo y luego salga por ahí a contar lo que hizo, sin que fuese una experiencia fuera de lo común porque, después de todo, como viento puede introducirse en cualquier parte. Es un viento inventado por mi deseo de búsqueda. Podría tratarse de un viento coleccionista de relaciones sexuales o un «voyeur» de lo que pueda ocasionar su intrusión.

No, no ocurrió mientras escribía «Tres variaciones para un cañón sin carga» y tampoco fue consecuencia de mi afición por desprenderme de la ropa interior para que nada interfiriera con el momento mágico de la creación. Además, ¿de qué otra manera uno puede bañarse? En ese momento todo se suelta por culpa del jabón y la imaginación se sulfura, se desboca, se encabrita, se detiene, pulsa y compulsa el ánimo, las ganas, y la mente trae a colación la imagen de la pecera y los peces se encuentran en copulación maratónica, ruidosa,    formando burbujas que molestan a los ojos y uno echa de menos el silencio de los peces, ese momento mágico en que se dejan observar y, por saberse observados, se lanzan en contorsiones de circo y uno se maravilla de que sean capaces de hacerlo sin necesidad de trapecios.

En medio del «bel canto» -mi afición de baño-, acompasado por el agua y sin semejanza con óperas consagradas, experimentaba un despertar súbito de monstruos interiores, de rabias, quizás o también, además de un deseo insistente, presionante, de que suene algún tambor, un teléfono, un timbre, cualquier cosa, y alguien me pida una cita, aunque olvide ponerle fecha, para un día sin día y yo, entre ducha y viento, sienta cómo me duele el alma o el corazón, el vello azul de ese unicornio que no tengo y que sirve para fabricar ilusiones. Sólo eso ya habría sido bastante.

El ruido de la ducha me impedía escuchar el susurro entablado entre mi cuerpo y el agua, una conversación balbuceante y resbaladiza que terminaba escurriéndose por el sumidero. En esos momentos podía imaginarme en escenarios grandiosos, con el pecho en alto y las palmas batiendo en testimonio del goce de los oídos. Pero el «bel canto» mojado no suena igual y las palmas escamotean batidos. La Traviata se me atoraba mientras hacía esfuerzos por no dejar mal a Verdi, pero sin lograrlo. Es la guerra interior, impúdica, que arremetía contra mis sentidos produciendo vientos que me azotaban hasta hacer irremediable la revuelta del vello púbico. Es la influencia de esas «Tres variaciones...» que continuaban remeciéndome como si el ansia creativa no estuviese agotada.

El vello se me encrespaba como si todas las abejas del mundo estuviesen trabajando entremedio para formar su colmena. Es parte de ese deseo que pretendía un encuentro con quien también siente lo mismo y pueda producirse el asesinato o el revivir de una pasión aún no experimentada. Necesitaba un detector de deseos, un instrumento que sacase a la luz las luchas interiores, el vaivén íntimo que sacude vellos y lanza llamados que puedan ser escuchados. La Sinfonía Pastoral y su clamor ovejuno me hostigaban sin piedad. Eran las trompetas de fin de siglo. No debo escucharlas. Del silencio de los peces puedo pasar al de los inocentes, terminando por el de los culpables.

Me pregunto si habrá algún mercader de deseos que vaya de casa  en casa ofreciendo su mercancía con el grito de «¡deseos grandes y chicos vendo, de diversos diseños, negros y blancos y también de otros colores vendo!». Y yo, con la boca llena de «bel canto» y el cuerpo de espuma, y el agua batiendo la espuma hasta enrojecer la piel con la boca en el corazón, toda yo a punto de brotar, saltar y deshacerme con tanto ajetreo de la sangre, saldría corriendo de la ducha para alcanzar al vendedor de deseos antes de que agote su mercancía o desaparezca en una vuelta de esquina y no me atreva a seguirle con el cuerpo desnudo.

Necesito un rompecabezas con figura de hombre para armarlo cuantas veces se me ocurra, mover sus miembros, cambiarlos de lugar, volverlo a armar y convertirme en insecto para que sepa que ha llegado el verano o se aproxima la primavera y que el resto no me interesa. A lo mejor será necesario que el rompecabezas tome una ducha para que se dé cuenta del efecto del agua sobre la piel, del agua sobre la voz, y sea capaz de entrar en comunión con temas, sólo temas, y las variaciones se desprendan por la incontinencia causada por los temas. Quiero sentir susurros en mis entrañas, susurros trepadores que busquen salidas sin poder encontrarlas y estén condenados a habitarme íntimamente para siempre.

Es la ignorancia, enseñada como método protector, lo que ha llevado de la mano mi lucubración. Reconozco que soy una fabuladora innata, que reacciono ante la lluvia, los truenos, los relámpagos, como cualquier niña púber que quiere dejar de serlo. Escucho todos los sonidos nocturnos: los llamados amorosos de las aves, las frotaciones de las cigarras, los aleteos de las luciérnagas que avisan su paso para que los amantes busquen refugio, se oculten de las claridades delatoras. Temo volverme coleccionista de insectos o de deseos que no me pertenecen, que pasan de largo, que me duelen porque son extraños, que me atacan día y noche de modo obsesivo. Veo cómo las figuras hacen el amor dentro del caleidoscopio, vértice con vértice, ángulo con ángulo, recta con recta. Forman figuras bellas.

Me pregunto, en medio de la ducha, en medio de mi propio medio al que he intentado incorporar al otro género que abulta un deseo hasta hacerlo estallar, por qué siento lo que siento, por qué deseo lo que deseo, por qué escucho lo que escucho, por qué la finura de mis sentidos ha alcanzado grados tan inalcanzables. Por último, me pregunto por qué me han dejado tan a la deriva y qué sucederá -¿qué sucederá, bisabuela?- cuando llegue por fin a puerto. Después de todo, son ustedes los conocedores de experiencias migratorias.

Estaba sentada en la mesa, junto con los demás, la misma mesa larga que poseía cualidades mágicas porque sentaba números pares o impares según la ocasión, según la obra que iría a representarse. Era María, la inefable y solidaria María, la que manejaba un idioma propio que acomodaba a cada situación. María, la de los años chicos y los de transición, esos que pensábamos que nos darían derechos más allá de lo aconsejable, que se proyectaron hacia otros años en que verdaderamente empezamos a sentir las obligaciones que acompañan derechos hasta hacer de ambos una regla indisoluble.

Desde uno de los extremos, en línea recta, la observaba, preguntándome cuál es el motivo que pulsa el deseo de observar a otra persona. Podría ser la forma de inclinarse, el contorno, la línea de los rasgos, la protuberancia de la nariz, el corte profundo en medio de la frente, la hondonada donde se sumergen los ojos. Pero ella no era alguien especial en esa mesa. Era sólo María, la que criaba hijos de otros a su imagen y semejanza por no conocer otras maneras, sin escuchar el «no te extralimites, María» por desconocer medidas ni saber cómo aplicarlas. Tenía algo que para otros no es fácil aprender de un día para otro: el instinto, una cualidad selvática, agreste, autóctona, innata.

Está sentada con la incomodidad de la mesa extraña, de la costumbre no aprendida, del lugar que no le corresponde, de las palabras que llevan un orden de bocas y nombres como peldaños más altos o más bajos situados por derechos diferentes. Es algo que se le escapa por divisiones que tampoco entiende. Hay una atmósfera de término, de despedida, de camino cercado por intereses o desintereses. Le dicen que hay que tomar medidas y ella siente que no le enseñaron a crecer con el centímetro a cuestas. Apenas redondea su nombre, con letras desiguales, cuando tiene necesidad de hacerlo.

La miro inclinarse igual que un junco ablandado, envejecido por la terquedad del agua. La observo desde mis adentros y algo duele, sin ubicación, sin nombre. Es una mezcla de días metidos en hormas más grandes, una corrida inconsciente de números que se ajustan a velas de colores que después crecen blancas y grandes, desteñidas, y los  años chicos se pierden porque los otros están apurados y corren en sentido contrario hasta derrocar al ejército pequeño. De «enano se pasa a gigante», al decir de María. Estaba convencida de que nos agrandábamos de ese modo hasta exorbitar sus propios ojos.

Está sentada, con las manos gruesas y rayadas de líneas oscuras en un juego inquieto, un sobar de una y otra para acompañarme, para sentirse. «Todo por una caída tonta», habla a sus manos. «Te desmayas te, María», la corrigen. «Es el calor de la cocina, el frío del agua, el diablo entre las cenizas», dice.

La sigo observando. Tiene el miedo colgado del brillo de los ojos.

Quisiera abrazarla, decirle que no se preocupe, que todo seguirá igual, pero no manejo las decisiones. Quisiera tener una vara mágica y tocarla en lugares estratégicos para deshacer años, derretir el tiempo y todo continúe siendo como siempre. «No es por nosotros, sino por ti, María. Se te nublan los ojos y las fechas se te pierden en días que no han pasado, según dices tú misma». María calla. Son muchos los que arguyen para tan poca defensa. «No sé si podré hallarme en otro lugar», murmura, luego de un silencio. «Antes...». «Lo de antes ya pasó, María. No hay que encapricharse». María sube la cabeza y la vuelve a bajar. «Tal vez cuando te mejores. Necesitas descanso». «El descanso mata». «No seas exagerada, María».

Tengo la boca seca, las palabras metidas en una garganta que no se anima, la pena calando lo más profundo, el nudo íntimo de donde salen los sentimientos. «Vamos juntas», quiero decirle. «Ahora me toca a mí cuidarte», pero la decisión ya está tomada. «Te llevaremos a tu pueblo», la sentencian. «Era muy joven cuando me vine. Capaz que no me acostumbre», aún intenta María. «Allá todos te esperan». «Ya no están todos». «Vamos, no te pongas así. Juntemos tus cosas». «Puedo hacerlo yo sola».

Entonces me levanto y salgo con ella. «Iré contigo», por fin me sale. «Sí, anda con ella para ayudarla», consienten, pensando en el trayecto hasta su cuarto. «No, me voy con ella a su pueblo». «No, no se le ocurra», reacciona María. «Me quedaré contigo hasta verte recuperada». «¿Y después regresaremos juntas?», pregunta. «Eso no lo sé, María, no lo sé».

Y es verdad, pese a que más bien parece una evasiva, una forma de no enfrentar una nueva separación, un modo de continuar pretendiendoque las cosas no cambian, no tienen porqué cambiar, que basta la fuerza del deseo para retroceder en el tiempo. Le doy el brazo como apoyo para su cansancio, aunque no sé si es ella la que se apoya en mí o si aún sigo apoyada en ella.

María regresó para observar cómo estaban las cosas antes de emprender el viaje por noches y más noches. Quería asegurarse de mantener la memoria durante el camino. «No te lleves las noches», le dijimos. «Están cargadas de historias». «Todo es prestado, hasta las historias, pero durarán hasta que crean que ya no son necesarias. Entonces, sólo entonces, regresaré para que se den cuenta de la necesidad que se las cuente de nuevo».

Creo que María nunca se fue del todo. No, no se fue del todo. Dejó olores, frases que no llegó a terminar, sentidos y contrasentidos que presionaban continuamente el recuerdo. Era tan mágica como la abuela Bea. Sólo que cada cual tuvo una manera diferente de envejecer. A veces miro a mi alrededor y me parece detectar características suyas en otras personas. Me pregunto cuántas veces habrá regresado María. Me respondo también, pero prefiero pensar que no es conveniente manosear los números, A veces actúan como duendes.

Toda manifestación de la vida parece venir acompañada de una línea divisoria: antes y después, como dos fotografías que se comparan entre sí para visualizar el resultado de una cirugía plástica. Pero ¿qué es lo de antes y de dónde su importancia? Quizás sea la mirada utópica en sentido contrario, la idealización de un pasado aún presente en la memoria, pero irrecuperable y, por lo mismo, visto como modelo difícil de reproducir, sobre todo frente a la inconsistencia del futuro, a lo imprevisible del tiempo que aún falta recorrer.

En todo caso, no me es posible, ni pretendo, dejar de lado esa división por ser un hito que marca épocas, una anterioridad que forma historias personales, únicas. Recrear el antes es asentarse como individuo, como componente de la carrera de postas que constituye el devenir humano. Joyce no habría sido el que conocemos sin el recuento que hace de los dublinenses, de la cuna de historias que lo mecían y remecía. Mis padres y mis abuelos no eran parecidos a los suyos -por fortuna-, lo que aseguró a nuestra familia una diversidad de personajes que fueron formando parte de retratos que no se conformaron con colgar de paredes para adornar pasillos y producir más de un sobresalto, sino más bien se convirtieron en personajes literarios transformados en modelos, facilitando la búsqueda, muchas veces ociosa, del creador. Estaban ahí, al alcance de una mirada larga hacia atrás, un plato listo para servirse, un desafío para corrientes interiores o exteriores.

El antes fue uno anticipatorio, la forja en la que personajes de acero daban forma firme y segura a los que irían a reemplazarlos, la visión futura en la que se empeñaban para que los moldes fuesen conservados porque alguna vez podrían preguntarles de qué molde provienen. Entonces era preciso anticipar respuestas, estar preparado para una eventualidad que, de no saber enfrentarla, podría conducir a otras más complejas. Así mirado el antes, es posible meditar sobre la sabiduría de gente que había sufrido carencias en su desarrollo intelectual por la falta de oportunidades, de medios, quedando con el resquemor de no haber podido realizarlo y el deseo intransable de que los descendientes accedan, sin importar esfuerzos, a la educación superior.

No comprendía muy bien a mi padre cuando se empeñaba en que mi hermano mayor no estuviera en la tienda, echándolo a menudo del lugar para que no acariciase algún entusiasmo por el comercio. Durante años no se cansó de machacarnos la palabra «estudio». Tal vez la obligación de estudiar nos provocaba cierta rebeldía, pero por más que nos rebelásemos nos respondía siempre con la misma palabra.

Para ellos era muy importante que los hijos disfrutasen de una posición que condujese, «Dios mediante» -porque era importante invocar la indulgencia del Altísimo-, a un mejor nivel económico y social. O eso se esperaba. Para el trabajo duro de cada día estaban ellos, los de antes, los llegados de tierras lejanas y diferentes que traían sobre sus hombros el peso de una vida dura y pesada. Era gente agradecida de cualquier mejora, por insignificante que fuese. Lo poco se hacía mucho después de lo poco que tuvieron antes de emigrar.

Me hubiera gustado conocer ese pueblo, Jashevato, del que muchas veces hasta llegué a dudar que figurase en el mapa. Mi padre, sus hermanos, mis abuelos, lo mencionaban con reminiscencia, porque era el antes que habían tenido. No era nostalgia, y si la había era en relación con quienes no habían podido emigrar de esas tierras y no  con la tierra misma, tan escasa en sus ofrecimientos. Me pregunto cómo hicieron para abandonar su lugar de nacimiento a sabiendas que la partida era definitiva, que no sería fácil volver a descruzar mares y continentes, que lo que dejaban atrás era para siempre. Sea como fuese, ese antes, sufrido y resentido, cumplió su objetivo: construir un cimiento en la tierra de adopción.

Cuando a veces protestábamos por alguna comida, o por los zapatos o la ropa que nos compraban, no se hacia esperar el «¿cómo puede no gustarte?», con asombro. Tal vez la repetición constante de esa pregunta me impidió, por mucho tiempo, desarrollar un gusto definido. Así, cuando pensaba estar segura o convencida de querer comprarme un vestido color verde, al no encontrarlo me parecía bien uno azul o cuanto más tirando a verde. El reemplazo de una cosa por otra para satisfacer necesidades era muy común y a menudo obligatorio para calzar el presupuesto familiar, aunque no fácilmente comprensible para los de corta edad, más aún cuando se hacían comparaciones con algunos amigos -porque nunca faltaba quien no estuviese un poco mejor que uno- a quienes les fue más fácil la ambientación en el nuevo medio y más rápido el ascenso económico.

Pero también eso formaba costumbre y las costumbres parte de herencias, convencidos de que su arrastre iba a ser infinito. Hasta que surgía quien no aceptaba portar ese estandarte tan celosamente cuidado, propinando un corte a la costumbre con el resultado de derrumbes emocionales. Sin embargo, no llegaba a importar tanto la rebelión contra las costumbres, sino contra las tradiciones, porque estas eran una forma de mantener vivos el origen, la religión y el mismo pueblo, que llevaba tantos siglos a cuestas sin que se le encorvara la espalda.

Con todo, era menester no ser diferente y buscar la igualdad en otros que no se consideraban iguales. Para lograrlo, había que traspasar las vallas impuestas por las tradiciones, y saltaban las reacciones airadas de quienes queríamos ser semejantes y las discusiones llevaban a enojos. «Todos somos iguales», decíamos, ingenuamente, sin pensar que otros no pensaban así, que sólo agachando la cabeza era posible cruzar la valla, dejando a la familia sufriente de un lado para alcanzar el opuesto con la ilusión de que no había diferencia, de que eso sólo era producto de la mente. Los golpes emocionales resultantes de esa búsqueda iban formando un sedimento autodefensivo, compuesto de rabia y rebeldía, una acumulación que el crecimiento fue limando, sin que por eso desaparezca del todo. Daban ganas de desdoblarse y enviar al desdoblado para que reciba los golpes, un poco por no seguir poniéndose en evidencia y otro tanto por haber nacido diferente.

Cómo envidiaba a María Justina, mi compañera de escuela, quien apenas despuntaba el día iba a la primera misa. Luego llegaba a la escuela con aura de santidad y el uniforme blanco impregnado de incienso. Representaba para mí lo que yo hubiese querido ser para parecerme a las demás. Menos mal que los años acomodan la conciencia y muestran que lo cotidiano siempre tiene un lado oscuro o absurdo. Y esa misma conciencia -que se agranda con el crecimiento- permite equilibrar lados y empezar a ver las bondades de lo que se supuso, en algún momento, una arbitrariedad del destino, poniendo de manifiesto la falta de elección del individuo y su subordinación a esa realidad. Llega un momento en que las aprensiones decantan y se produce, serenamente, la plena aceptación. No obstante, el lastre queda sujeto a los sentidos y cualquier señal de agresión activa la alarma.

Ese antes me permitió, no pocas veces, sopesar situaciones. «Las cosas se repiten en distintos niveles. No hay nada nuevo. A veces los niveles alcanzan grados de locura y sobrevienen las guerras. Es cuestión de mantener la entereza», decía tío Berni, con esa voz asentada por la paciencia, sin admitir réplica, que escuchábamos como signo esperanzador porque estaba marcada por la inteligencia y la cordura.

A pesar de carencias y prejuicios, se llevaba una vida casi plena, casi entera, porque de todos modos había nuevas expectativas y eran mejores que las dejadas atrás. La memoria, a veces oscilante, era un buen recurso para lograr la total intimidad y celebrar el pasado con agregados y sustracciones para hacerlo más cercano, o lo contrario, o para evitar ataques de vejez que tiendan a borronearlo. La radio era otro elemento de unión, especialmente cuando el invierno arreciaba. El samovar hirviente se encargaba de mitigar el frío y aliviar el recuerdo de otros fríos más intensos, más terribles, más dolorosos, en lugares donde había que pasarlos sin los elementos necesarios para ser contrarrestado.

Pero había algo que subrayaba nuestra vida, en todos sus altibajos: la magia, esa que se achaca a grupos étnicos, a isleños de lugares colindantes con el fin del mundo, propia de quienes deben compensar realidades no muy fantásticas o quizás demasiado reales. La magia estaba ahí y se desprendía de cualquier acto como elemento de autodefensa. Cuando la abuela Bea encendía las velas para celebrar el viernes, todos los duendes se daban cita en el comedor, donde ella llevaba a cabo la ceremonia. Luego se desplazaban al patio, a las otras habitaciones, al interior de los muebles, a los ojos que titilaban reflejos diferentes a los otros días, al contento que significaba haber llegado a otro viernes y poder celebrarlo.

Por gracia de esa magia, la abuela se transformaba, perdiendo años a medida que la llama de las velas se contoneaban en busca de más aire para agrandar su movimiento. También por obra de magia la otra abuela, Dina, reproducía lo que tuviese que reproducir para alimentar a un ejército de siete hijos. Nadie podría dudar de esa magia.

Nunca vi a la abuela Bea tan bella ni tan joven a través de la cortina de las llamas movedizas, a pesar de los dibujos que el tiempo había trazado en su rostro. Todo estaba suspendido de la atemporalidad. Su baja estatura se alzaba igual que la llama de las velas y yo, en ese momento, tenía una sola ilusión: parecerme a ella. Ese deseo ha sido recogido por el tiempo como guante que provoca un duelo.



- XVIII -

Mi madre era una feminista a su manera: enarbolaba un paño de limpieza, en vez de un sostén, mientras sus represiones eran descargadas, en batalla persecutoria, contra la menor mota de polvo. Dejaba el sostén a buen resguardo, insistiendo en que la compresión le restaba libertad. De modo que, dando cuenta de herencias imposibles de rechazar -muestra, posiblemente, de intentos subversivos truncos- se pasaba «balanceando los faroles», como murmurábamos en calidad de testigos de sus constantes descensos para probar quien sabe qué ley de gravedad, en una atracción pechos-suelo que los llevó a situarse sobre el vientre, en la línea que media entre «la parte de arriba y la parte de abajo», como ella solía referirse al norte o sur del cuerpo. De ahí en adelante, los pechos parecieron encontrar su ajuste debajo de esa línea divisoria, y se detuvieron ahí porque pienso que la elasticidad de su piel fue insuficiente para seguir intentando nuevos descensos.

Al término de la jornada, después de expiar pecados fantasmas que nunca llegaron a manifestarse realmente, se calzaba de nuevo el sostén como parte de una rutina que debía ser considerada dentro del marco de las buenas costumbres. Desde posiciones ocultas, observábamos cómo iba cargando las copas, admitiendo algún desborde natural que quedaba disimulado por el vestido. Pienso que las sucesivas mutaciones, iniciadas en tiempos sujetos por cifras para evitar su desmoronamiento, nos han privado de la magnificencia que caracterizaba la anatomía femenina. La comparación me hace sonrojar y la turbación encorva mi espalda como buscando encubrir presencias magras que mal podrían calificarse de «faroles». La inquietud de que la prolongación de este fenómeno traiga consigo una nueva concepción del torso femenino y que la plenitud consista en la visión más plana que pueda conseguirse en esa parte, me lleva a lucubraciones posmodernistas que más bien podrían ubicarse en terrenos posfuturistas.

La imaginación, y sus excesos, se hace estrecha para enfrentar    situaciones que escapan a normas establecidas por madonas. Debiera remitirme a quienes fueron poblando la historia familiar, mujeres ajustadas a sus papeles -o misiones más bien- con un cabal conocimiento de lo que debía hacerse impostergablemente, lo que era mejor abstraerse de hacer y lo que, en definitiva, era conveniente cargarlo a la imaginación, algo que, después de todo, ayudaba a su buen cumplimiento. Por tanto, pensando y considerando, puede decirse que mi madre tuvo buena escuela y, además, fue fiel a ella.

Me imagino que más de una vez se le habrá cruzado por la cabeza, como alternativa no desdeñable, separarse de papá para así emular a la abuela vieja, quien, «por mandato de mi conciencia», como aseguraba, se divorció muy tempranamente de su marido, obligándonos al conocimiento del bisabuelo sólo por una desteñida fotografía. Pero sin duda primaba en mi madre la obligación de lo que debía hacerse o no, y el paño de sacudir se convertía en el vehículo para descargar cualquier sentimiento contrario. Para ella, siempre era tarde, al margen de cualquier horario tempranero. Los modelos estipulados por quienes ella consideraba heroínas de batallas que obligaban a un constante pie de guerra, eran la justificación de estados que la tenían al borde de la explosión, si bien cuidando de no llegar a ella, lo que lo generaba una vitalidad rayana en el frenesí. Tal vez por eso yo idealizaba el aparatoso silencio que imperaba en la casa de María Justina, mi amiga y compañera de pugnas por las mejores calificaciones en los exámenes escolares.

Fue en casa de María Justina donde intenté ser igual a otros, partiendo por parecerme a ella y alcanzar ese aire etéreo que casi llegaba a levitarla. Con ella aprendí formas distintas de acercamiento a un Dios también distinto, las que me parecieron menos cargadas de fatalidad, contrariamente al de la dureza de un Ser Supremo que no admite el más mínimo alejamiento de las pautas que conforman enseñanzas ancestrales, donde no tiene lugar la confesión ni el consuelo de penas mínimas para pecados elementales.

Saber que estaba haciendo algo castigado por la costumbre de ser diferente, durante un tiempo me produjo un temor que cargó mi conciencia con una culpa que me parecía, entonces, inexpurgable. La incursión en los misterios de otros lo tomé como necesidad de conocimiento, asegurándome de que nada me separaría de mi religión.    Eso no obstó para que durante un período impreciso me mantuviese sonrojada por el peso de mis pensamientos, por la lucha interior que se desarrollaba de modo involuntario. Era una lucha de fuerzas que pugnaban por apoderarse de mis mejores partes, mientras yo me debatía entre la entrega y la desesperación, entre la autoprotección y la necesidad de desprenderme de lo que fuese con tal de obtener la benevolencia del dios que fuere.

Se había establecido una situación paralela que me permitía estar de un lado y del otro. Y era feliz, aunque también inquieta al saberme entre dos puentes. La ingenuidad infantil me otorgaba resquicios por los que me deslizaba en busca de lo prohibido. Así, antes de dormirme en la noche, con ocho o diez años a cuestas, cantaba, a viva voz: «Viva María, rataplán, la triunfadora, rataplán, la...». El sueño iba reduciendo el canto hasta apagarlo. No sé si mi madre prefería que algunos excesos fueran aliviándose de esa forma tan inocua, confiando en que los años se encargarían de poner las cosas en su lugar, o si era una cuestión de comodidad.

De otro lado, las festividades heredadas desde los inicios bíblicos me colmaban de una sensación íntima de bienestar, más aún sabiendo que no me alejaba del camino justo. No obstante, cómo hubiese deseado combinar las dos corrientes y dejarme llevar por ellas, determinar días para una y para otra como hacíamos con los vestidos: unos para la semana y otros para los días de fiestas, Con todo, me molestaba que María Justina no sintiese curiosidad por nada fuera de su marco religioso, no experimentar dudas o no poner en tela de juicio lo que estaba atormentando mi conciencia.

«Nosotros somos descendientes de españoles», dijo un día, arrastrando las eses para poner mayor énfasis a su afirmación.

«¿Cómo estás tan segura de que los españoles no pasaron primero por Jashevato?», le espeté, desesperada por encontrar algo que sonase más contundente que su aseveración.

«No sabes nada de geografía, de las subidas o bajadas de los mares, de cómo se comportan los vientos. Además, era una cuestión de descubrir lo que aún no se había descubierto», dijo, con ese tono tan propio de ella que la hacía, indiscutiblemente, la mejor alumna del curso.

«Entonces nosotros somos más antiguos», argumenté, escarbando en cualquier cosa que pudiera salvarme. «¿Acaso no sabes que lo antiguo tiene mayor valor?», concluí. María Justina me miró como si estuviera enfrentando a una momia.




 - XIX -

Hay olores que todavía continúo sintiendo, olores provocados por la necesidad de épocas en las que el uso de ciertos productos químicos no estaba generalizado aún. De modo que al menos una vez al mes había que pasarle fuego a los bastidores de las camas como forma de eliminar los parásitos adheridos. Eran «días de antorcha», como los llamábamos, en los que mi madre semejaba una portadora de la llama olímpica. Eran días de olores extraños, amortiguados por el derrame abundante de agua herviente para asegurar no sólo la desaparición de los parásitos, sino también alejar cualquier posibilidad de incendio. Los pisos quedaban inundados y los pies se sumergían en el agua, que ya había perdido sus buenos grados de calor al contacto con las baldosas. Una vez arrastrada el agua por escobas y otros elementos, los pisos reflejaban lo que estuviera sobre ellos. Mi madre sentía la tranquilidad del trabajo concluido, registrando en su cabeza la siguiente labor doméstica, sin necesidad de calendario.

El olor de esa desinfección artesanal, ajena a cualquier influencia, química, se prolongaba por varios días, sin más molestia que algún escozor en la nariz. El mismo olor se desprendía de casas vecinas, no precisamente de forma paralela, lo que aseguraba su continuación en la atmósfera, algo que sólo el tiempo, obligado por nuevas formas de lucha contra los parásitos, iría a traer.

El recuerdo logra producir la magia necesaria para aproximar sucesos e incentivar los sentidos, hasta el punto de hacerlos parecer recientes en una inmediatez temporal sólo lograda por la presión de un pasado que se resiste a ser absuelto y puja por juicios presentes como forma de mantenerse. Tal vez la calidad de prestidigitador sea consecuencia irremediable de herencias propias de gente venida de lugares donde la ilusión hacía posible el desarrollo más o menos normal de los días. Hay nombres de aldeas remotas, mencionados por abuelas o  padres de esos abuelos, que resultan difíciles de asociar con un idioma diferente, pues hay que pronunciarlos con una inflexión que pertenece a otro lenguaje y acostumbrar la garganta a diferentes emisiones. Quizás eso sea un coadyuvante para impedir el colapso de la magia.

El constante debatir entre el mantenimiento de un pasado que desbordaba de ojos acusatorios y la absorción de una realidad en vías de convertirse en pasado, a menudo era responsable de deseos frustrados, de dudas, de ubicaciones y reubicaciones en el tiempo, los que formaban espacios estrechos donde la conjunción de cuerpo y espíritu luchaba por encontrar su mejor modo de inserción. Entonces sobrevenían los desajustes, las ganas de cortar amarras y dejarse mecer por vientos locales en una ruptura idealizada por la presión del presente, sin percatarse del hecho de estar marcados por características indelebles.

El lenguaje migratorio se empinaba sobre otros para conjugar un único vínculo al que podían incorporarse quienes demostrasen derechos de propiedad. Como decía Nerval, «el sueño es una segunda vida, la locura el derramamiento del sueño en la vida real». El romanticismo se hacía imprescindible para la sobrevivencia. Eran, entonces, días de memoria. Con cada amanecer era preciso iniciar el ejercicio recordatorio.

Ya no son tiempos de antes, no hay que utilizar plumas para escribir, pero aún así hay que abundar en el recuerdo para no matar la posibilidad de dejarlo en herencia y se cumpla la transmisión obligada que moldea caracteres y delinea conciencias. No es una forma de complacerse con la distancia, porque se la puede observar desde una proyección que no ofrece peligro. Es un modo de desprenderse de máscaras o disfraces, o un desdoblamiento constante para llegar a la médula del propio ser. Es la búsqueda de relaciones afectivas que garanticen su permanencia, el hostigamiento buscado que reivindique el pasado a través del sueño o la ensoñación, o de cualquier otro medio para que nadie lo ponga en duda como hecho no acontecido.

Las historias, los recuentos, son parte inalienable de un acontecer a veces, sólo a veces, obstruido por la desinformación, cuando la palabra queda en suspenso o postergada porque quizás se ha hecho un  uso excesivo de ella, pues es preciso recordar que todo acto liberador está subrayado de miedo y que la justa medida hace a los de antaño seguidores incondicionales de los enciclopedistas.

Lo llamaban Berel, «el de las hemorroides» -según contaba mi padre-, allá en Jashevato donde su pequeño número de habitantes hacía que cada cual fuese conocido por algún defecto o cualidad, o por su labor habitual o profesión. No había maldad en ello, sino una forma más de acercar a la persona y sentir próxima la amistad. Pudo ser también un punto de partida o de referencia para empezar a escribir la historia, una anticipada que más tarde se la recordaría como «la de antes» por los mismos protagonistas.

Muchas veces la expresión era reemplazada por otra de significado aún más intenso: «donde nosotros». Alejada de cualquier sentimiento de posesión, más bien designaba la afinidad con un lugar en particular que nada tenía que ver con el país, sino con la existencia misma. «Donde nosotros» era generalmente el prólogo de historias, hechos, momentos, que me fueron entregadas en transmisión oral, las que temí que irían a extraviarse en el laberinto del oído hasta encontrar sepultura. Sin embargo, los vericuetos del mismo laberinto me ayudaron a retener pedazos, algo semejante a lo que ocurre con las rocas que cortan el fluir normal de ríos.

Jashevato se mueve en mi memoria, mi imaginación, mudando de lugar como si quisiera ajustarse a fronteras flotantes para que, con un golpe de distancia, lo ubique, fije, y deje de producirme marcos confusos.

«¿Cómo era Jashevato?». Con un gesto de «cómo podría describirlo», mi padre tiraba la cabeza un poco hacia atrás, abriendo los ojos para que el recuerdo fluya hasta marcarse, pero sin llegar a un pronunciamiento. «¿Pero dónde queda?», insistía, con premura infantil, obteniendo sólo una repetición del gesto. Jashevato se convirtió para mi en el pueblo de los pueblos, el centro misterioso al que alguna vez habría de llegar por esos cambios de marea que dependen de conductas humanas a menudo inexplicables, pensando que el sentido migratorio pueda revertirse y permitir el retorno para no defraudar el ciclo eterno.

El silencio se expandía, semejando al que deja un trino de pájaro moviendo el aire hasta que se desprende por gravedad o para producir estremecimientos invisibles mientras las voces respetan treguas para que el trino se repita, el estado de gracia que hace posible la ausencia del silencio. Eran momentos mágicos. Las explicaciones se escurrían para no restar fuerza a la fantasía.

Así que Jashevato quedó inconcluso en mi memoria, con agregados y sustracciones en el momento de su evocación. Esa aldea era un hecho que no admitía cuestionamientos. Pienso que quizás el regreso evocativo se hacía extenuante porque, de cierta forma, era necesario cubrirlo de olvido para ayudar al proceso de incorporación de la familia a la tierra nueva.

Esperábamos las horas altas que llegaban a quebrarse contra el horizonte, tornándolo rojizo como cubierto por un baño de sangre. Eran horas sagradas como si algún rito o sacrificio estuviera a punto de iniciarse. La piel se erizaba, había espera en el aire pues alguien iría a tomar la palabra para que no se pierda, para que no se sumerja en silencios que produzcan evasiones dolorosas donde la razón podría llegar a desaparecer. Entonces una voz preguntaba, como si necesitase apoyo, «¿dónde habíamos quedado ayer?», y la palabra volvía a llenarse de sentido, de fuerza, de ganas de recuperar historias, hasta que los grandes pretextaban que ya era hora de acostarse, porque el peso de la emoción era excesivo para una sola noche, y los niños temían que no quedasen más anécdotas para la siguiente. La vida misma se levantaba y acostaba al amparo del tiempo de antes.

La luz sonaba temprano para quienes sabían que la menor cesión de tiempo se iba a traducir en una menor oportunidad. No era gente de estudio y menos aún de títulos. Era preciso que la razón estuviese calibrada al máximo, casi como el equilibrio de una balanza. Era menester mantener la intuición como vehículo anticipatorio de situaciones. La jornada debía rendir las horas claras, configurando el mundo de afuera, la noche convertirse en horas de familia, el recuerdo el motivo de explosiones volcánicas que calentaban la memoria hasta hacerla eruptar.

Había urgencia por sobrepasar un tiempo que, de alguna medida, tuvo un alcance de imposición del que era menester desprenderse, igual que ciertas aves de su plumaje en época de cambio para iniciar una suerte de vientos nuevos. El respeto y el temor, el reconocimiento y el deseo de liberarse rozaban entre sí, alcanzando muchas veces    niveles peligrosos, aunque sin llegar a producir desgarrones o heridas. Sólo el alejamiento que otorga la edad y la madurez sería el elemento para salvaguardar el timbre, siempre pronto a sonar, de tradiciones e historia comunes, una verdadera naturaleza viva e imposible de transformarla en lo contrario.

Tempranamente me di cuenta de que ninguna nube iba a borronear la magnitud de muros alzados contra cualquier fuerza que pudiera oponérsele. La toma de conciencia se incorporaba junto con la misma leche materna. Después, sólo era cosa de saber dirigirla, adaptarla, y aún así no era fácil asimilarla en su totalidad sin que produjese reacciones. De todos modos, era una conciencia implacable, originada en una vertiente de mil y una bocas, cada una acechando cualquier atisbo de renuncia, de debilidad, para saltar de sus escondites y enderezar caminos o pensamientos. Y eso también formaba costumbre. Hasta podría decirse que el acecho doméstico era más fuerte que el externo y, en medio, el sujeto, cuya voluntad era puesta a prueba a sabiendas de que el peso de la conciencia iría a obrar en favor de lo esperado.

Soy heredera de esos vaivenes que tantas veces me provocaron rebeldía, una que no puede ser fácilmente calificada si era con causa o desprovista de ella, pero por la que había que pasar para que la tradición se asiente, algo así como un examen personal para probar la pertenencia. Llega un momento en que no es posible afirmar si la costumbre es establecida por olores o sabores, o por formas de doblar o desdoblar días, de pertenecer a la misma mesa, de hablar o de mantener silencio, o por determinadas normas de existencia o corrientes migratorias. El orden deja de tener importancia en tanto se lo mantenga. Al fin de cuentas, cada cual no es más que un sostenedor de muros, un intermediario que asegura su estabilidad y proyección.

Mi madre siempre temía a los «por si acaso», aquellas deserciones de la tradición que se presentaban con toques temporales como si no arrojaran peligro y fueran a deshacerse porque iban acompañados de dudas. Por eso había que ser implacable. El recuerdo también se vuelve implacable y todo forma residuos y costras, y cuanto más se las frote, más duras se vuelven, semejando un muro de contención. Y aparecen los de uno y los de ellos, y no se necesita de la opción porque el sentido de pertenencia cala muy hondo. Los que ya no están se han    preocupado por no llevarse nada de lo que pueda constituir la tradición. A veces pienso que una buena lluvia podría lavar el recuerdo para permitir nuevos inicios, por más que creo que las lluvias tienen algún acuerdo con la memoria. Lo mismo ocurre con el fuego o con el éxtasis que produce la perfección de la naturaleza: fertilizan la memoria. De pronto no necesito más que un paño de limpieza. Cada mueble se transforma en lámpara de Aladino. Los magos no descansan.

He escuchado tantas historias sobre Berel, «el de las hemorroides», que hasta llegué a caracterizarlo con la imaginación, pensando que el mote pudo haberse originado en algún desliz de la lengua del mismo Berel, una confesión ocasional y única que dio pie a atajarse de ella para endilgárselo al hombre a falta de algún otro atributo o desatributo que lo identificara de modo distinto. Pero la verdad era otra, y fue saliendo a luz -siempre con el prólogo «donde nosotros»- en una de las noches de reunión familiar alrededor de la mesa larga. No sé, a ciencia cierta, si esas noches fueron mil o menos, o si la cifra sólo era capaz de resumir fantasías que de lo contrario podrían alcanzar algún grado de descreencia.

En todo caso, Berel, aparte de sufrir del problema -que también puede calificarse como un problema de sillas, pues no había una que se acomodara a sus asentaderas para hacer más fácil el reposo de esa parte-, era algo así como un escriba del pueblo, un historiador que prefería registrar hechos de desarrollo presente en vez de pasados remotos que le exigirían sumergirse en oscuridades a veces estériles. La afición de Berel marcaba una especie de límite para los excesos o insuficiencias de la gente del pueblo, y quien más o quien menos se cuidaba para evitar ser descarnadamente anotado en su cuaderno.

A Berel lo fui formando a pedazos, entresacando su figura de narraciones donde él era el narrador, aprovechando lo dicho o no dicho por mi padre y tenerlo por fin convertido en persona, para lo cual tuve que echar mano a mi propio «árbol de las fantasías». Lo imaginé con actitud de excusa y ojos sumergidos en la timidez profunda de sentimientos que deseaban ser pulsados. Su nariz debió tener alguna semejanza con la de mi padre o sus hermanos, pues la convivencia en lugares estrechos suele igualar facciones. Era una nariz recta, con un pequeño gancho al final, pómulos enrojecidos por largas temporadas frías     y, por supuesto, una barba para continuar ocultándose, el cabello tirando a negro y la piel clara por pasar tanto tiempo guardada. Son sus manos las que escapan a una descripción. Pude verlas pequeñas, calzando un lápiz de siete leguas para describir lo visto o lo sólo percibido por él para recorrer distancias detenidas.

El tiempo era lento en Jashevato, las necesidades todavía royendo inicios y mantenidas en suspenso. El espacio era compartido en las casas, porque el exceso aún no se conocía, y la amistad desarrollada tanto en la calle como en interiores, sin que la invitación fuese el pase necesario para llegar a la intimidad de la palabra. Oficios había muchos, algunos menos rentables que otros que, de todos modos, apenas sobrepasaban el límite que supone una satisfacción adecuada de las necesidades. La queja sólo se escuchaba al hablar de enfermedades y la concreción de un día más o menos aceptable, con la esperanza de alcanzar otro en las mismas condiciones, era una aspiración, aunque no ligada necesariamente con la falta de iniciativa o deseos de mejora. Ese era el espíritu de la época en el pueblo.

Berel se obligaba a cumplir su trabajo de vendedor ambulante de lo que fuese, apurando sus largas piernas que eran capaces de consumir tiempo y distancia para lograr un mayor rendimiento. Pero también era afecto a la palabra escrita.

A media tarde o media mañana, o en parte de la noche, dependiendo de horarios establecidos por él mismo, buscaba la silla que tuviese un almohadón no demasiado exprimido y, en la posición más cómoda para su problema, se disponía a escribir.

Algunos personajes voluntarios se presentaban a la puerta de su casa para servir de modelo ocasional o contarle anécdotas que pudieran ser aprovechadas. Era un pueblo cuya historia tenía caras y caminaba calles. Y cuando eso no era suficiente, se recurría al «árbol de las fantasías», otra frase que gustaban de mencionar para no referirse simplemente a la imaginación.

Berel no rehuía la ayuda de quienes aspiraban convertirse en parte de sus historias y saborear después el placer de ser leídos e identificados. Pero tuvo que reducir la afluencia de voluntarios frente a su casa, ya que saberlos esperando afuera no lo permitía concentrarse en su función de escriba. Así que impuso turnos, mediante sorteos, para que en ningún momento fuesen más de dos los esperantes.

Sin embargo, lo que motivaba el desahogo escrito de Berel no eran los problemas cotidianos de la gente ni el lazo casi fraternal que la unía por convivencia o proximidad. Su modelo era Natya, la prostituta del pueblo, quien podría ser una fuente inagotable de intimidades y secretos, aunque no estaba muy inclinada a formar parte de los deseosos de ser escuchados. Hubiese sido fácil recurrir al árbol de las fantasías y hacer de Natya la mayor de ellas, pero bien sabía Berel que esa era una opción extrema porque frenaba el gusto del relato originado en la fuente misma, no comparable con el acto de arañar la tierra para descubrir desechos de cosechas anteriores.

Era también cuestión de carácter: su timidez le impedía un acercamiento directo a Natya. Tampoco deseaba reducir su interés al mero pago de sus servicios y aprovecharse después para obtener algún tema que sirviera a sus relatos. Por lo menos quería convencerse de que era leal a ciertos principios, aunque corría la murmuración de que Berel no se acercaba a Natya por el asunto de las hemorroides, algo que le intimidaba hasta el punto de forjar fantasías esperpénticas, sin necesidad de recurrir al árbol.

Berel fue perdiendo interés en las historias que le contaban los voluntarios, algunas tan cotidianas y sin interés para sus oídos o para el lápiz, tanto que en medio de las narraciones a veces quedaba dormido. Temió perder la mano al no fomentar la escritura y que cuando pudiera llegar a Natya -o, preferentemente, ella a él- no fuese capaz de escribir o retener en su memoria lo que ella contase, porque el hecho en sí, de tan irreal, lo inhibiría del todo. Pero lo grave fue que el hombre empezó a descuidar su trabajo de vendedor ambulante, a volver lentas sus piernas, a llamar a las puertas sin su habitual entusiasmo.

Era un pueblo proveedor de historias y también testigo de aconteceres, de actitudes, de cambios detectados de sus pobladores, de ayuda inmediata y desinteresada para detener esos cambios o fomentarlos si fuese preciso. Era un pueblo de voluntarios, entre ellos Jana, la abuela ancestral, quien ofreció sus servicios para acercar a Berel y Natya. También lo hizo Kosta, su amigo de ruta. Había cosas que Berel podía contar a Jana y otras solamente a Kosta, pero no a ambos a la vez.

«Jana y Kosta parecían nacidos de la misma madre», contaba mi padre. «Ambos eran amplios de estructura, llenos en sus detalles,   propensos a tomar responsabilidades aunque supusiesen algunos riesgos, satisfechos cuando los resultados hacían olvidar lo anterior. Hasta podría decirse que Jana era el hermano nato de Kosta, pues el vello sobre su labio superior y en la barbilla la dejaban con cierta indefinición sexual. Se diferenciaban, eso sí, en sus papeles dentro de la comunidad, y el respeto mutuo de sus labores hacía que intercambiasen reflexiones si el caso presentaba dificultades».

Se organizaron reuniones separadas entre Berel y Jana y entre Berel y Kosta, con la posibilidad de juntar a Jana y Kosta -furtivamente o con la aprobación de Berel- en caso de que las conversaciones no tuvieran resultados satisfactorios. Jana fue a hablar con Natya y Kosta lo hizo después, demorándose más tiempo que Jana, lo que de cierto modo obstaculizó una solución rápida del problema. Pero Kosta afirmó que no era suficiente hablar sólo con Natya, sino también asegurar otras cosas para que todo el conjunto favoreciese a Berel.

Jana era de las que siempre gustaban de empezar por el principio. Así que insistió en conocer, antes que nada, los antecedentes familiares de Berel, sosteniendo que había conocido a un tío suyo de comportamiento similar. Lo observó detenidamente, parte por parte, deteniendo la mirada durante un tiempo en el medio mismo de sus entrepiernas. Luego lo miró, no cara a cara, sino ojo a ojo hasta que Berel desvió la mirada. «Estás enfermo», sentenció. Berel movió negativamente la cabeza. «¿Es por el asunto de las hemorroides?», le preguntó Jana. Berel hizo un gesto con la mano que podía significar «en parte».

Jana percibió que estaba llegando a terrenos que no eran los suyos, pues, como ella siempre decía, «yo me especializo en problemas de cintura para arriba». Entonces decidió delegar a Kosta el resto de la conversación. Pero no fue posible ubicarlo de inmediato, pues, aduciendo su gran preocupación por Berel, había permanecido encerrado con Natya durante tres días y sus respectivas noches.

Al término de su encierro, tampoco le fue posible continuar la conversación con Berel. Según alegó, necesitaba de algún tiempo para aclarar su mente. Por fortuna, gracias a la mediación de Jana -respetada por veterana-, Berel y Kosta se encontraron en la intimidad de una esquina, a ventanas y puertas cerradas de las casas que, por  

   razones estimadas normales, tenían postigos movedizos que servían de miradores. Fue en esa esquina donde Berel confesó a Kosta la otra mitad de su problema: era virgen.

«¿Llevas todo este tiempo así, sin buscarle una solución?», le preguntó Kosta, asombrado, moviendo la cabeza de lado a lado y con la palma de la mano derecha en el lado correspondiente de su cara Berel asintió.

Las puertas y ventanas permanecieron cerradas al paso de Berel y Kosta, pero todos observando, a través de las mirillas, la dirección que ambos llevaban. Parecía como si Berel estuviese siendo conducido hacia la consumación de algún acto de fe, de contrición, de «mea culpa». La rigidez de las facciones de Kosta, en cambio, reflejaban una cara de habérsele concedido un honor.

Todo el pueblo esperó el regreso por la misma calle, la única que llevaba a lugares importantes y traía de regreso, la de penas y alegrías, la de encuentros largos y desencuentros ocasionales. Calcularon el tiempo. Fue uno justo, aceptable para iniciados. Los vieron pasar en sentido contrario. Berel había perdido su cara de expiador de culpas y la de Kosta reflejaba un deber cumplido. Entonces se abrieron puertas y ventanas. A su paso, los varones preguntaban mudamente, con cejas levantadas, «¿y?», demostrando satisfacción con la respuesta, también muda, de movimiento de cabeza de Kosta. Cuentan que Berel ya no volvió a sufrir de hemorroides.

Mucho después, cuando ya estuve en edad de ser inquisitiva, pregunté a mi padre si esa historia, la de antes, en verdad había sucedido donde nosotros o si todo no fue más que el resultado del árbol de las fantasías. «Algo debió de tener Berel», respondió mi padre, «pues Natya se convirtió en su voluntaria principal, la de las mil y una historias. Claro que, por costumbre, a Berel le fue difícil abandonar del todo el árbol de las fantasías».

Quise seguir preguntando. Pude sentir el acoso de mi lengua, pero había un cierto temor en ella, un temblor causado por la última frase de mi padre, un deseo de protección tal vez, aunque en nuestro encuentro de ojos quedó el final de su narración: «quien más quien menos emigraba con su propia historia como forma de sobrevivencia». Claro, pensé, en comprensión íntima.

Me quedó el deseo de seguir indagando en ese pasado que parecía tan lleno, tan proclive a explotar a la menor presión. Al «no me    arrepiento de nada», muchas veces limitado como una forma se sobrevivencia posterior a otras semejantes, siguió el «me arrepiento de no haber pulsado suficientemente cuerdas que más adelante pudiesen servir, no de explicación, sino de garantía de hechos consumados». Por eso quizás temo la porfía del olvido y la memoria. Pienso que ambos son tan indisolubles como la causa y el efecto. Insisto en la memoria como lo haría un agricultor con el resultado de su cosecha. Es preciso, pues de eso depende la magia nuestra de cada día.

A veces el recuerdo se tiñe de morado y levanto los brazos para alcanzarlo. Las manos tocan las hojas, después las uvas que cuelgan del parral extendido a lo largo del patio a modo de división del espacio, de evitar que los ojos traspasen latitudes inalcanzables o se pierdan en el azul diáfano que ofrece misterio, pero no la proximidad dulce de las uvas. Sin duda, eran también días de uva. Bastaba ver a la abuela Bea en plena recolección y a las damajuanas limpias y transparentes aguardando ser llenadas. Luego vendría la espera, cuidada y paciente, para evitar apuros que sólo podrían contribuir a un resultado poco acorde con la experiencia.

Me gustaba ser partícipe de esas cosechas. Los racimos nunca llegaban completos a destino, porque éramos muchos los interesados -toda la población joven de la familia- y la abuela pestañeaba varias veces para cerciorarse de que no era un problema de memoria o de ojos ver los racimos raleados. Debíamos cuidar que los granos no caigan al suelo para evitar ser pisoteados y los pisos con señales de vendimia, la que también olía a morado, a fresco, a ganas de detener el verano para que tanto color no se escurra. Se hacía fácil levantar las copas de vino y brindar por cualquier hecho que, aunque irrelevante, nos otorgaba la oportunidad de hacerlo.

Los desbordes naturales nos mantenía al acecho detrás de postigos y ventanas. Si bien la fiesta que proporcionaban las frecuentes y demenciales lluvias tropicales y el granizo golpeando los vidrios conseguía distraernos, íntimamente deseábamos que acabase pronto para que la parralera no sufriese daños que redujeran la cosecha. Muchas veces pensé que el color morado que fue tomando la abuela con los años era debido a su afición por el destilado de licores.   

Cuando, después de pasado un tiempo, abría una de las damajuanas para sentir el aroma o probar el gusto del licor, mojando apenas un dedo, nos transformábamos en duendes para atisbar cualquier descuido suyo, confiando en que alguna obligación repentina la alejase, olvidando cerrar el recipiente. Nuestros pies se volvían esponjosos, los pasos leves y el acercamiento fugaz, apenas lo necesario para no perder el desarrollo del proceso y recordar después en qué punto el licor era más gustoso. Pero había que aguantar el tiempo, dejando que la fermentación se produzca del modo más artesanal posible y el licor pueda tener «olor a casa», como ella decía. Según el movimiento de sus labios, de los ojos o de la cabeza, sabíamos que se iniciaba una nueva fase: trasvasar el licor a botellas. Entonces, como gracia otorgada por su benevolencia, nos poníamos en fila -por orden de edad y cada cual con su vaso en la mano- para que la abuela fuese vertiendo una cantidad que no pudiera ser objetada, ya que los derechos no tocaban en la misma medida a los chicos y a los grandes.



 


- XX -

El abuelo Mauri, en sus largos años de vida americana y al amparo de la soledad impuesta por la separación de la familia, dio muestras de su virilidad al fertilizar a una mujer nativa, lo cual posiblemente supuso que era una gracia personal y única, sin caer en cuenta que colonizadores anteriores, sumidos en una soledad similar y sometidos a las mismas necesidades, disminuían culpas, convencidos de la temporalidad de sus actos, sin pensar en el carácter definitivo de los resultados.

A lo mejor la culpa fue el elemento que impidió a muchas familias lograr su reunificación. O quizás, a medida que el tiempo se afincaba, las imágenes sufrían transformaciones hasta quedar en un recuerdo brumoso. Lo pasado va formando, de cierto modo, parte de ese quizás por la imposibilidad de rescatar lo que no ha sido relatado o vivido, o lo que acusa algún deterioro de la memoria.

Catorce años es una extensión significativa en la vida de cualquier persona, aunque en el caso de la abuela Bea tiendo a creer que las circunstancias del diario vivir la alejaban de cualquier devaneo fantasioso. Su figura se anima y casi puedo verla abocada al trabajo doméstico, con la preocupación de no saber qué dar de comer a los hijos al final del día. Además, las mujeres de antes parecían no tener sexo o éste permanecía tan oculto que en resumen era más o menos lo mismo, lo cual no significaba que no fuesen cabalmente cumplidoras de su misión de madres y esposas. Recuerdo que una mujer de la familia comentaba que en «esos momentos» apelaba al Altísimo con un «¡ay, Dios mío, ay Dios mío!» para rebajar cualquier posible culpa.

La familia se mantuvo como bloque indestructible desde mis tempranos años de conciencia. Conocí los de atrás sólo de oídas, dándome la impresión de que se mantenían del mismo modo. Cuando esa conciencia tomó el camino de la meditación, me di cuenta de que   catorce años pesaban mucho en la soledad de un hombre, a no ser que se hubieran tomando votos inamovibles. Sólo que me tomó más tiempo pensar, o llegar a saber, de qué forma podía ser disminuida. Mi reacción fue muy lenta y la caída en el conocimiento de que no todo se traduce en blanco o negro, sino que hay pequeñas aberturas que ofrecen un gris prometedor, fue torpemente dolorosa. Tuve la sensación de que mi propio muro de Berlín se derrumbaba y con él todas mis utopías familiares.

En determinado momento, un miedo absurdo centró mi desencanto en nadie más que en el abuelo Mauri para no extender dudas que pudiesen afectar a tío Berni o tío Jako. Mi padre, por razones sólo comprensibles por mí y tal vez irracionales, quedaban al margen. «¿Quién eres?», pregunto a esa mujer que se presenta enarbolando derechos. «Una hija de Mauri», contesta. «Él no tuvo hijas», replico, protegiendo el recuerdo. «¿Eso crees?», pregunta, con ironía conductora de un efecto. Callo para que no crea que he sido alcanzada por la duda.

Formulo y reformulo un diálogo imaginario para no dejarme alcanzar por el eco de otras voces que han dado vuelta el pasado, trayendo al presente un hecho que hubiera podido ser absorbido por la desmemoria. «No ha lugar», dictamino, para librarme de la imagen que no tiene cara. «¿Quién permitió que el asunto saliese a la luz?», interpelo a esas voces ocultas por las sombras. «Se supo en su momento. Sólo que se trató de acallarlo para no dañar a la abuela Bea, para que no diese marcha atrás después de haber hecho el esfuerzo de hacerlo hacia adelante», susurran esas voces. «Tu padre tenía aún el negocio», acusa una de ellas.

Visualizo la tienda. Los olores se revuelcan en el piso humedecido de baldosas gastadas y porosas. Una escoba arrastra el polvo, las hilachas desprendidas de las telas, la suciedad causada por la constante entrada y salida de gente. «Hay que rociar el piso con agua para evitar que se levante el polvo», escucho a Rebeca, empleada tan antigua como el mismo negocio. La herradura de siete agujeros tiembla en el clavo que la sostiene de uno de los estantes. El temblor repercute en mí. «Te escucho», digo, mentalmente.

«Fue una tarde, cuando pareció que el día iba a terminar como otros y la puerta cerraría la jornada. Apenas entró, supe que no se  trataba de una cliente cualquiera, pues su cara no era de compra. Preguntó por tu padre. Con la atribución que me otorgaban tantos años de trabajo y sospechando que la mujer podría causar algún tipo de problema, le dije que no se encontraba en ese momento. Tu padre estaba en la trastienda, midiendo piezas de tela. La mujer insistió. Dijo que era importante. Mencionó al abuelo Mauri, a su propia madre. Insistí en la negación. La mujer se fue, pero dijo que regresaría».

«¿Por qué no llamaste a mi padre? ¿Con qué derecho lo hiciste?», traspaso el tiempo con la pregunta. «Quise protegerlo», dijo, con un tono que no me quedó claro, un tono demasiado íntimo. «¿Regresó la mujer?». «Lo hizo, días después. Nadie la había visto la vez anterior. Sólo yo sabía como era. Salí a su encuentro, la tomé del brazo y la llevé hasta la esquina. Le dije que no debía insistir, que tu padre era un hombre enfermo y que cualquier impresión podría afectarle seriamente». «¿Cómo nadie se dio cuenta?». «Sabían que acostumbraba tomar me cierta licencia cuando alguna amiga pasaba a verme. No resultó extraño». «¿Por qué lo hiciste?». «Ya te lo dije. Protegí a tu padre. Le debía lealtad». «¿Acaso la mujer amenazó o dijo algo ofensivo?». «No, era una mujer de voz apagada, hasta casi temerosa. Eso recuerdo». «Me privaste de otro recuerdo», le digo, a la distancia. «Era un asunto de familia», me replica.

Estuve a punto de enrostrarle su error, diciéndole que no era de la familia, que nunca lo fue, que se tomó derechos que no le correspondían. Estuve a punto. Me detuvo saber que nada iba a cambiar lo que no fue. Me abstuve de la ofensa mental. Después de todo, la acción era netamente mental. ¿Cuántos padrenuestros corresponden a ese tipo de ofensa, María Justina?

Los abuelos cumplieron su tiempo, uno que no terminó en la tierra de nacimiento como hubiese podido ser para cerrar un círculo, siguiendo los puntos que lo componen. En mi concepción infantil e ingenua, creí que se irían juntos, de a dos, como una forma de llenar otra Arca de Noé. No fue así. La abuela tomó la delantera, a pesar de haber sido mujer de tres pasos detrás del hombre, un concepto muy particular que ella tenía de su calidad de reina. Para mí, lo era.

Llevaba encima todos los olores de la casa, lo que la hacía refugio  de los pequeños y grandes males por los que tantas veces pasábamos y que nos parecían sin solución. Creo que sus cabellos fueron siempre largos y blancos. Así la conocí y así continúo viéndola, o quizás imaginándomela, para evitar el trastorno que produce la ausencia, la falta de reflejo en una retina que se agranda y donde los años superponen tantas imágenes que pareciera como si manos fantásticas se encargasen de ir sepultándolas para dar lugar a otras por venir. El tiempo desanda hechos e imágenes en un juego eterno que tapiza el camino, del recuerdo.

Era una vida llena de asombros para ojos que se ofrecían frescos y flexibles, asombros extranjeros y locales en una composición que entonces no teníamos conciencia de que situaba en un plano superior a quienes debían conformarse sólo con el local. Cuando mi padre contaba cómo había sido su vida de niño y las andanzas a las que obligaban la falta de suficiente alimento, nos parecía que su fabulación superaba la de cualquier cuento, haciéndonos rechinar los dientes en un alcance helado para redondear la historia.

¡A quién se le hubiese ocurrido hurgar la nieve en busca de restos de cosechas! Sonaba extraño, por esa imposición de tiempo y espacio que aleja imágenes hasta hacerlas parecer pura ficción. No obstante, bastaba que la historia fuese refrendada por la abuela Bea para que tuviese fuerza de verdad. «Eran papas que ya habían perdido su sabor, pero continuaban siendo alimento. Utilizábamos las cáscaras para una buena sopa y la pulpa como comida principal, imaginando que nos servíamos dos platos», reía.

No recuerdo joven a la abuela. Mi inexistencia en ese tiempo me impide el regreso largo en la memoria. Me pregunto por qué no es posible disponer de antecedentes que se remonten a períodos anteriores al nacimiento como forma de ir incubando el alma hasta hacerla nacer. La hondura que se busca tropieza con zonas pantanosas que hacen necesaria la intervención de terceros, verdaderos intermediarios del tiempo que permiten situar hitos. Y los hubo. Los nombres saltan de esos lugares oscuros desde donde reclaman puestos en el recuerdo, haciendo innecesarios los ayuda memoria tradicionales.

Tío Jako fue siempre un hombre de aventuras. Tuvo propias y ajenas de las que se servía según la ocasión, haciendo de las últimas tan verdaderas como las otras. Contaba de atrás hacia adelante. Luego,  por magia inefable, terminaba la historia haciendo del inicio un final redondo. La historia del ladrón de mariposas no nos tomó de sorpresa. Su forma de contar llegaba a formar alas en sus ojos, volviéndolos tan transparentes que uno se sumergía en ellos como si fuesen la entrada al mundo de Nunca Jamás.

«Sucedió en Jashevato», contó, «donde no teníamos dinero para comprar juguetes. Entonces Berni inventó una mariposa, la situó en el aire y todos la vimos. Como la mariposa estaba triste porque se hallaba sola, Berni inventó otra, pero con la condición de que debían mantenerse en determinado círculo y no alejarse para que podamos controlarlas».

«Pero, tío Jako, si eran inventadas entonces no existían. Daba igual donde estuviesen», dijimos a coro de voces indefinidas, aunque conscientes de que era parte del juego«Claro que eran inventadas, pero era más fácil verlas si permanecían cerca nuestro, al alcance de las manos para cazarlas si queríamos y ponerlas en redes que colgábamos de la espalda. Otros niños, que sí tenían con qué jugar, se acercaron curiosamente para preguntar para qué teníamos esas redes. '¿Acaso no ven las mariposas?', contestamos, dejándolos boquiabiertos. Cuando uno insistió en que no veía nada, fingiendo sorpresa exclamamos: '¡nos han atacado los ladrones de mariposas, nos han atacado!'. Al afirmar a coro que no existen los ladrones de mariposas, también a coro replicamos, riendo: '¿cómo van a robar lo que tampoco existe? Son los mismos que roban sueños', concluimos. 'Pero los sueños sí existen?', aseveraron. 'Sólo para algunos', respondimos antes de alejarnos con las redes moviéndose como si fueran mariposas».

Después de terminar su historia, tío Jako quedó con la mirada cautiva, quien sabe porqué sueños o mariposas tomados al vuelo para que sigamos confiando en su calidad de contador de historias, o de fábulas. Algunas eran tan descabelladas que, cuando por fin narraba algo con cierta base sustentable, también pensábamos que estaba haciendo uso de su fantasía.

La verruga de la abuela Bea era conocida por todos, como una marca de fábrica evidenciada en la espalda, cerca del hombro izquierdo.   Pero poco había que fabular sobre ella. La conservó hasta sus últimos días porque, según afirmaba, era bueno irse del mismo modo que se había llegado «para no dar que pensar a los duendes que aguardan posesionarse de nuestros cuerpos». No eran épocas para pensar en que esos «sobrantes de fábrica» -como llamaba a la verruga- pudieran convertirse con el tiempo en desechos malignos. De modo que, con excepción de algunos enganches con las uñas o con el peine, que la dejaba colgando por espacio de varios días hasta que de nuevo se prendía del nudo central, la verruga no le daba mayores problemas. Tanto así que, para no abandonarla al arbitrio de su propia muerte, la traspasó a mi padre, quien la ostentó en el mismo lugar y de igual tamaño.

Creo que escapé por poco de tal muestra de cariño. Aún así, la sospecha de que en cualquier momento podría aflorar alguna verruga, casi por inducción mágica, me tuvo durante un tiempo al acecho hasta convencerme de que, en verdad y al margen de cualquier eventualidad posterior, algunas cosas estaban relacionadas con el solo acto de nacer. En todo caso, y para no desatender responsabilidades hereditarias, un remedo de verruga dejó huella en cierta parte íntima de mi anatomía, lo que me permitió el manejo, también íntimo, de la situación. En todo caso, era preciso capitalizar la memoria para no caer en el desconocimiento de signos hereditarios.

La casa familiar, a pesar del deterioro y de otras más fácilmente achacables al tiempo, permanece más o menos intacta en mi memoria. Tal vez sea una memoria benévola que se empecina por rescatarla para evitar su desmoronamiento total. No podría ser, no lo iba a permitir, porque entonces significaría la entrega de lo acumulado en el «disco duro» -por decirlo de algún modo- del que es posible sacar cuantas copias se desee, una reserva que deviene en historia que puede ser contada también con copias, corregidas de acuerdo con el narrador y con la nostalgia que supone la consagración del recuerdo. Es la memoria apretada y la lucha de su contenido por salir.

Aún no sé cuál será el destino de mi memoria o si alguien, pulsando sus cuadrículas, encontrará un modelo ideal para su análisis o su investigación utilizable. El entorno oscuro de la inconsistencia   martillea, en tanto, alguna parte de mi mente, de mis sienes o mis manos, haciéndome dudar del lugar exacto de su ubicación. Es un martilleo pesado y doloroso que mantiene un sueño atribulado, a punto de conservarse como tal o huir por alguna puerta mágicamente abierta por uno de los sentidos. Sin embargo, el sueño es más de lo que la conciencia puede soportar, un sueño final, último, donde yo, la protagonista, me debato entre los múltiples destellos u opacidades de la realidad, o tal vez el delirio, en espera del despertar del alma.

Pero realidad y delirio parecen ajustarse, ensamblarse, para conseguir mi desesperación. No recuerdo cuán tarde en la noche se presentó el sueño, puesto que estaba dormida. De otro modo, no hubiese podido soportar el peso maligno que deshacía las inconmovibles fibras buenas que estaba segura de tener, a las que podía recurrir en cualquier momento porque eran tantas que pujaban por salir, hacerse presentes, por alinearse como soldados para que yo eligiera la más adecuada. «Una fibra mala mata un ejército de buenas», alguien levanta una pancarta somnolienta, queriendo conducirme a estados sonámbulos.

Es un sueño propio que se ha iniciado justo después de la visita de tío Berni y tío Jako. La confusión me inclina a querer incorporarlos al sueño, a hacerme pensar por qué vinieron juntos y desde dónde. El antes, como período de tiempo, ha dejado de funcionar. No soy yo y mi circunstancia, sino yo y mi sueño o mi vigilia los que no puedo esperar. Bien puede ser que haya perdido la capacidad de hacerlo y tendré que vivir largas temporadas de sueño y otras de vigilia, igual que los animales en período de hibernación. Pero ¿quién se encargará de mi realidad cuando yo esté en lo otro, o al revés? Tengo la sensación de que fuerzas extrañas, de esas que cuelgan como telas de araña hasta que caen como trampas sobre el sujeto, se han apoderado de mí, sin anticiparme lo que irá a suceder. Temo estar tan embarcada en el tiempo de antes que llegará el momento en que quedaré prisionera de él, que los recuerdos me tomarán como rehén y me obligarán al olvido y la renuncia para liberarme.

Tío Jako y tío Berni forman parte de esa conciencia anterior al sueño, que no es muerte ni un agonizar lento. Es nada más que sueño alterado por células que se han desprendido del núcleo central y quieren actuar por su cuenta, independientes de obligaciones que sólo  yo puedo flexibilizar. Es la noche entera, con todos sus bosques interiores, lo que asoma con característica fantasmal. Ellos eran parte de mi sueño. Quizás el propósito fue ese: presentarse con la intención de doblegarme, de hacerme caer en cuestionamientos dormidos a los que no me hubiera animado de otro modo. «Sólo queremos ayudarte», parecen decirme con actitud de paso temporal. No estaba cansada. Ellos me incitaron al sueño.

Será necesario que haga un estudio minucioso de la indefensión en que puede caer una persona cuando es obligada a tomar el camino del sueño. Debiera haber interventores de sueños, capacitados para detenerlos cuando equivocan el camino, cuando confunden barcos con trenes y les da igual el desplazamiento acuoso o la quebrazón de la tierra que sucumbe al ruido que produce la locomotora, un ruido removedor de entrañas que se resisten a ser auscultadas.

Las historias leídas vuelven a aparecer en la memoria con mayor fuerza, con deseo de dejar de ser historias. Podría ser el peligro en que se cae por culpa del recuerdo. Pero Jako y Berni no pertenecen a anécdotas de papel, a letras encerradas en las tapas de un libro. Son de carne y hueso y yo parte de una borrachera común. Sólo que no recuerdo cuándo o en qué momento nos hemos ligado tanto, haciendo difícil o peligroso cualquier desprendimiento. Que afuera esté saliendo el sol, con toda la fuerza de sus rayos, no alivia el peso de mis sueños. Los he tratado de sobornar, de pagarles un pasaje sin retorno. No obstante, regresan cada noche como si quisieran ratificar acuerdos que no he firmado, aunque el nombre surja con letra clara y una rúbrica que creo reconocer. Es una rúbrica que usaba antes, cuando mi nombre era aún joven y yo también, cuando los sueños no se ensañaban conmigo y al día siguiente era capaz de abandonarlos, aprovechando mi fuerza también joven.

«Es inútil resistirse», parece decir Jako o Berni, o ambos a la vez. De pronto quisiera preguntar, a viva voz, por qué se han posesionado de mi mente. La luz abierta de mis ojos los borra. He llegado a hacer esfuerzos para no dormirme, para evitar su entrada que remueve tiempos anteriores, ciudades pasadas, migraciones eternas. Siento un temor extraño de dejar de pertenecer a mi tiempo por haber incursionado exhaustivamente en uno que no me corresponde, por no dejar descansar a quienes ya han logrado la tranquilidad.

Una confusión de tiempos amenaza invadirme, algo semejante a lo que ocurre cuando uno está de viaje y pierde la noción del paso de los días. Los números se vuelven hacia atrás o van hacia adelante, sin que la voluntad los limite. Pero es sólo un estado temporal y uno sabe que es así y no le da importancia, ya que después de todo podrá ser recuperado, la razón puesta en su lugar y la división del tiempo controlada por el reloj interno que marca adelantos y retrocesos.

Un carnaval se desarrolla en alguna parte, las máscaras cubren los rostros y el baile terminará con la revelación de identidades, pasado y presente juntos, yo en Jashevato remontándome a un pasado ilustrado por otros, imposibilitada de recuperar el presente. No, no me estoy pasando una película, sino siendo parte de ella. Dicen que los sueños tienen una habilidad especial para reproducirse y, una vez que lo hacen, se apoderan de partes de la atmósfera, reduciéndola hasta que es difícil respirar o imposible hacerlo probablemente. No debí dejar que se introduzcan en mi cuarto, o en mi noche, en los requiebros que angustian mis momentos irracionales justo cuando creo que los recupero y me vuelvo capaz de comenzar todo desde foja cero.

Los sueños debieran ser únicos, indivisibles, propios, inalienables. Pero las palabras no logran interrumpir el gran derrame nocturno que me impide el buen dormir. A través del sueño quiero recuperar a quienes ya no pueden soñar. Es miedo, puro miedo de que resulte o no, un miedo que parece sembrado por manos invisibles. «Los miedos no pueden ser sembrados; existen porque descienden de otros miedos», parece decir una voz con nombre, disfrazada de pesadilla.

Me he metido en una bolsa de gatos y tendré que bucear en ella hasta que la conjunción de arañazos me vuelva a la realidad. A lo mejor inconscientemente la estoy rechazando y busco ocultarla, imaginando estados paralelos que no son tomados en cuenta por ser precisamente paralelos. Nadie parece entender que he cruzado un río, un precipicio, una barrera, un límite, y me encuentro del otro lado, donde prima lo otro, la demencia fabulada o real, el estado onírico que envuelve con siete velos y hace posible la continuación, la entrega a entornos blandos donde la conciencia pueda encontrar un reposo también blando.

Jako y Berni han venido a rescatarme. «Deja el pasado como está», dice uno de ellos. «Te olvidaste de repetir la primera palabra al final, como es tu costumbre», digo en sueños. «Las costumbres dejan    de ser tales cuando no es posible seguir manteniéndolas», afirma tío Berni.

Me pregunto si la costumbre de llenar sueños, hasta producir vigilias soñadas, alterará en alguna medida mi memoria. «De ninguna manera», afirma tío Jako, como si hubiera escuchado mi pensamiento. Río en sueños. Una carcajada silenciosa me impulsa a despertar. Es sólo un impulso momentáneo. De nuevo caigo en un estado de obligación que persigue el deseo de desprenderme de fantasmas, de liberarme de ellos y continuar el camino limpio que supone la vida de un ser independiente. Aunque me pregunto si lo soy. El solo hecho de ser el resultado de corrientes migratorias genera dependencias que pueden aliviarse con el correr del tiempo, pero que permanecen, instigadas por el temor del olvido.

Quizás fue ese temor lo que me llevó a ese lugar santo, o santificado por la mudez de sus protagonistas. De pronto nada es seguro o cierto y la memoria se tambalea como queriendo ajustarse a las circunstancias y dejar sentado lo que deba para dar tranquilidad a generaciones pasadas. La sensación de que todo funciona en relación con el pasado traspasa cualquier entendimiento. Se forma una especie de pozo mágico en cuyo borde se instala el pescador de ilusiones, quien lanza sus redes y se atiene a las consecuencias.

El lugar no es precisamente un pozo mágico, sino de muertos que viven a pesar de haber sido obligados a morir. Estuve ahí. Lo visité en calidad de agradecida, pues mi familia se había librado, por alguna fuerza del destino, de participar en ese enorme bloque de metal que se alza como monumento a los caídos por culpa de la demencia humana, una demencia contagiosa que se extendió sin que los especialistas se esforzaran por encontrar cura al mal. Es un monumento a la demencia de un hombre, uno solo que no fue frenado a tiempo. Trato de imaginarlo con otra cara, pero su fisonomía sólo se transforma, dando lugar a un número inimaginable de sufrientes, torturados sin escapatoria, condenados al purgatorio terrenal provisto por su extravío. Y me duele el alma, el cuerpo, y mis sentidos se desestabilizan hasta el punto del descalabro mental. Circundé la laguna donde algunos nenúfares, semiabiertos o   semicerrados, miran de reojo, igual que yo, como sin atreverse o tratando de ocultar la vergüenza de posible complicidad. En el centro de su superficie irregular, un brazo esculpido verticalmente en metal verde, a cuyo alrededor seres humanos, también irregulares, reflejan expresiones de asombro, de dolor, de angustia impotente, esforzándose por trepar hacia la mano para después continuar por cada dedo hasta llegar al que apunta más alto, el más alejado de la tierra, donde quedan los infortunados que no han logrado iniciar el ascenso. Arriba está el cielo y la mano es el peldaño más próximo para alcanzarlo. En los rostros se refleja un ansia de ser sepultados en las alturas como si buscasen evitar la saturación de las profundidades terrestres. Una madre carga a un niño mientras el padre, desde el pie del monumento, alza a otro para que también pueda ser rescatado. Es una caravana de sufrientes, aferrados al instinto primigenio de sobrevivencia.

Me pregunto qué deseo morboso me había llevado hasta ese lugar, qué masoquismo histórico me impulsa a seguir el mandato de no olvidar.

No hay firma en el monumento, o tal vez trepan quienes, clavando uñas, pies, manos, están emergiendo del anonimato para participar de una gran obra conjunta. La laguna refleja el monumento, aunque no es esa la idea porque la duplicación de tanto dolor no podría ser absorbida ni siquiera por la mente más tenebrosa. Es más bien un reposo para los ojos, la necesidad de despegar la vista para que el alma no quede también esculpida. Hacía un calor cargado de humedad, tanto que no tardaron en caer pesadas gotas que enturbiaron el reflejo, haciendo blanco momentáneo en los mudos seres desesperados mientras un ruido de ráfagas trizaba el aire en recordatorio. Sentí, con la mirada fija en el monumento o perdida entre seres detenidos anticipadamente, que el tiempo se me extraviaba en recovecos de la memoria, en angustias recordatorias. El llanto campeaba en el aire, o era la lluvia en competencia con la rebeldía de mi alma. Me debatí entre el deseo de alejarme y el de permanecer, anulando cualquier acto racional.

Era mucha pena para un solo lugar, mucho metal verde para tanta naturaleza verde. Un silencio excesivo se desprendía por capas, formando nuevos silencios que iban cayendo al suelo y la lluvia los sepultaba para que no siguieran levantándose. Daba vergüenza estar vivo. Fui alejándome de la escena, dejando atrás ojos y sentimiento.    Di una vuelta a su alrededor como si quisiera verificar tanta desolación. Un grillo inició su canto. Parecía haber cambiado el tono, transformándose en un lamento agudo que fue martillando mi cabeza hasta provocar dolor.

Una mano de algún ser atribulado pareció desprenderse del monumento y golpear mi pecho en gesto de «mea culpa». Era la mía, aunque no recordaba haberla levantado. Quise llorar, pero sentí mis lágrimas endurecidas como si se hubiesen convertido en piedra. Entonces corrí hasta guarecerme en el pasillo que rodea el monumento. Es un pasillo vivo, con nombres grabados en los muros, listas asociadas con seres que habían sido, emparentados tal vez con quienes los visitan. Hay fechas y nombres de lugares y fotografías de alambradas con animales encerrados en ellas. No, no son animales, sino hombres, mujeres y niños que han perdido sus características humanas. Quise gritar, pero tuve miedo de mi propio grito, del eco que seguiría gritando. Por donde miraba, saltaban nombres y fotografías negras con blancos deshumanizados. Me pregunté hasta dónde puede ser posible sufrir como observador y también si los que observaban el sufrimiento provocado por su condición de observadores, levantando consignas de poder con pretensiones de superioridad, habrían pasado por procesos de neutralización del sentimiento. Me pregunté cuál es el límite que divide a los seres entre sensibles o lo contrario y si la eternidad sería suficiente para penar culpas o, igual que la reencarnación de cuerpos, habrá que apelar a la reencarnación de culpas como seguro contra futuras atrocidades.

El susurro de pies fantasmas, pequeños y grandes, seguía mis pasos. No me atreví a dar vuelta la cabeza. Al llegar a la salida del pasillo, un haz de luz la inundó hasta enceguecerme. Eran guiños de sol que suceden a las lluvias de verano. Ya afuera, me enfrenté con el otro lado del monumento, como si fuese necesario volver a pasar por lo ya pasado para cerrar un círculo.

«Algunos círculos no se cierran», imaginé escuchar. «Sólo juntan sus extremos. Siempre es posible abrirse paso para formar parte de ellos, pero hay que hacerlo rápido porque son círculos en constante movimiento», concluyó la voz, tan fantasma como los pies que habían seguido mis pasos. Sin embargo, debía escucharla porque era preciso abandonar el lugar sin que el recuerdo alcance etapas de olvido. Eso  decía la voz, mi propia voz que salía del desgarro interior.

Caminé cuadras y más cuadras, sin darme cuenta de que lo hacía en dirección contraria a la que debía tomar. Deshice el camino. Quedé pensando si no era una forma de abrir o cerrar círculos, de escapar al deseo de acariciar las figuras del monumento para transmitirles algo de calor, de huir de la ficción torturante que ningún gesto podía cambiar. Eso hubiese querido, que fuese una ficción o una pesadilla. Pensé que toda pesadilla tiene su cuota de realidad, algo semejante a «cuando el río suena es porque piedras trae». Me sacudí como hacen los perros, aunque sin lograr aliviar la sobrecarga. Me remití de nuevo al recuerdo, recurriendo al lado bueno de la memoria.


 



- XXI -

Mi padre llegó en 1924 y ya traía persecuciones y guerras a cuestas. Por ser el mayor de los hermanos, fue el más perjudicado en la formación de su carácter por esos hechos alienantes. Para él, el uso del tiempo debía ser absoluto y el ocio una enfermedad de la que era imprescindible huir porque podría significar la vuelta a experiencias anteriores. Sin embargo, las noches de juego de dominó no eran consideradas de ocio, sino una necesidad para restaurar los sentidos a través de la meditación reflexiva o del hechizo de la conjunción blanco-negro, oposiciones en las que se veía el reflejo de los contrastes de la existencia. Era un juego restaurador, parte de la magia que hacía valorar lo invaluable: haber podido sobrevivir. ¿Eramos, de cierto modo, protagonistas inconscientes de las Mil y una Noches? Podría ser. La duda sobre la seguridad del futuro era la conductora de la aventura, el violinista empeñado en columpiarse sobre el tejado.

Eran días de familia, de reuniones buscadas para reforzar sentidos y éstos no sufran alteraciones que acechaban, también como duendes, porque era imposible el encierro total. Eran tiempos en que sólo bastaba el empeño de la palabra o, cuando más, la artesanía de la letra -encuadrada en un trozo de papel, a veces sin la proyección de rayas o puntos donde se estampa el acuerdo del deudor- con el monto del préstamo, que siempre tenía un alcance temporal corto, rápido, la obligación contraída por imponderables que dejaban de ser tales, casi mágicamente, porque mediaba la voluntad de que así fuese.

Mi padre era de los que creían firmemente en el honor de las personas, en el nombre que había que mantener limpio de implicaciones morbosas por generaciones, más aún cuando los nombres estaban ligados al parentesco. Entonces, el sentido del honor se volvía sagrado.

Quizás el primo Oleg no era muy explícito. Bastaba que dijese   «Monchi, necesito...», para que mi padre, sin indagar motivos ni sopesar riesgos, sólo preguntara «cuánto». Entonces el primo Oleg sacaba un talonario de pagarés -que siempre tenía a mano- y con su lapicera de oro escribía la cantidad en cifras y letras en los espacios correspondientes. Con ese runrún característico que hacen algunos para dar más peso o importancia a su firma, la rubricaba pomposamente.

Recuerdo que una vez pregunté a mi padre, con el alcance de mis 10 o 12 años, qué estaba escribiendo el primo Oleg. «Un pagaré», me contestó con solemnidad, como requería el momento. Me quedó la sensación de que era un acto merecedor de respeto, pues en ese momento un silencio grande, o tal vez sospechoso, se instalaba en la tienda. Creo que hasta los clientes lo sabían, porque durante el acto nadie entraba a comprar.

El mostrador viejo sobre el que mi padre medía las telas fue protagonista silencioso de muchas visitas interesadas del primo Oleg. «No le prestes de nuevo antes de que te devuelva el préstamo anterior», le pedía mi madre, preocupada por la excesiva confianza de mi padre. Era suficiente para levantar una acalorada discusión acerca de la lealtad y de cómo ésta había mantenido la unidad familiar.

Los tiempos no eran muy diferentes a los de ahora. Tampoco la gente. Al margen de cualquier época, siempre se la dividió en buena y de la otra e, igualmente, toda época pasaba por tiempos buenos y de los otros. La de antes era tal vez de encuentros más íntimos, de sentimientos ajenos al valor del dinero, del deseo de mantenerlos al margen de ese valor. Creo que mi padre fue un pionero involuntario en el arte de ser engañado. Para él, un familiar no podía comportarse como uno que no lo era. Suponía la honestidad como calidad intrínseca de quienes se acercaban, en algún grado, a una relación de parentesco. Podría decirse que eran días de confianza.

«Las cosas se dan de a pares», afirmaba. «Si uno es honesto, los demás también deben serlo. Y al revés se presume del mismo modo».

Fue así como quedó con varios de esos pagarés sin cobrar. Los guardó durante toda su vida, sin pensar en que algunos valores monetarios se alteran cuando se los somete al encierro. Pero no por eso Oleg perdió su calidad de primo ante mi padre. La calidad de honesto quedó en suspenso, pues mi padre aseguraba que sólo el tiempo puede variarla o reafirmarla, un tiempo que nunca llegó. Quedó registrado en  una fecha tan anterior, tan pasada, que hasta el mismo papel, con sus letras y cifras, tomó un color apagado como si no se atreviera a enfrentar el daño que le causó la lapicera de oro. ¿Era en verdad de oro? Muchos aspectos de la vida del primo Oleg de pronto no resisten mi análisis.

La confianza funcionaba de emisor a receptor con un mensaje inequívoco. Ponerla en duda no encontraba espacio en mentes acostumbradas a lo contrario. Era un modo de dejar bien sentadas y en buen pie las relaciones tanto comerciales como familiares, lo que llevaba tranquilidad a los espíritus.

Mi padre no podía quejarse. El negocio marchaba bien, no por casualidad, sino por el empeño y perseverancia con los que parecía haber nacido. Daba la sensación de que ya había aplastado el ayer, dejándolo confinado a la memoria y al incentivo del recuerdo. Cerraba la tienda viendo aumentar diariamente las ventas. Cuando lo veía partir al trabajo con las primeras horas de la mañana, me preguntaba si alguna vez yo también tendría que enfrentar una obligación diaria que me sustraiga horas de sueño. Despertar con el sol de la forma de establecer una disciplina que fue adentrándose de a poco en los hábitos de la familia. Los ruidos tempraneros fueron conformando un estilo de vida que más tarde, con la tranquilidad que trae el bienestar económico, no fue posible cambiar ni revertir para adecuarlo a edades ya no muy jóvenes. El horario parecía haber hecho mella en el cuerpo, en la piel, en la conjunción de astros y en la formación de horóscopos.

Pienso que se estaba convenciendo de que demasiada holgura de tiempo era capaz de pervertir conductas, llevándolas a estados de ocio que podrían transformarse en permanentes. Era preciso horadar el tiempo, extraerle cuanto fuese posible para que después, en años por venir, se considerase el descanso como premio.

Había una confianza que se entregaba con alcances profundos en el ámbito familiar y otra que servía para fortalecer las relaciones con el entorno exterior. Ambas marchaban de forma paralela y era conveniente no confundirlas. De hacerlo, acaso habría sido necesario convocar al tribunal familiar para poner un límite a lo que hubiese que delimitar. Eran modos de vida, quizás obligados por la misma situación  de inmigrantes. «Y no se refiere precisamente a la confianza», insistía mi padre. «Siempre hay que reservar algo, sea en el lenguaje, en las actitudes, en el comportamiento. No entregar en exceso, porque después algunas cosas importantes pueden ser irrecuperables y ocasionar grandes decepciones». Sin embargo, de cierto modo él mismo se contradecía al no saber trazar territorios que le permitiera mantenerse firme en sus actos.

El primo Vanchek estaba dentro de esa confianza que confería el lazo familiar, pocas veces puesta en duda. Había alcanzado una sólida posición y para demostrarlo -o no dejar de lado su espíritu de inmigrante- comenzó a hablar de mudarse a una ciudad más grande. Había que extenderse, conocer otros lugares sin estar hostigados por la necesidad o la premura. De modo que, para hacer un «reconocimiento en terreno», ya había cruzado varias veces el río en dirección al sur. Hablar de la ciudad grande alentó en mi padre un deseo que prefería mantenerlo oculto, porque desear demasiado podría minar su espíritu y convertirlo en insatisfecho, con todas sus consecuencias. Ver al primo Vanchek dándose aires de suficiencia, ya traídos de otras partes, estimuló sus ganas de imitarlo, no precisamente con respecto a los grandes cambios, sino al estilo de vida que llevaba, estrechamente acompañado por Fronia, su mujer.

De modo que cuando el primo Vanchek regresó de una de sus incursiones, asegurando que era el momento para invertir en propiedades por estar valorizándose día a día, mi padre lo tomó muy en serio «Él sabe», le dijo a mi madre. «Siempre viaja de ida y vuelta y luego repito otras idas y otras vueltas. ¡Cómo no va a saber!». Cuando se ofreció de intermediario para realizar uno de esos negocios, mi padre no dudó un momento, porque quien se ofrecía era un miembro de la familia.

El primo Vanchek le contó dónde, más o menos, estaba ubicada la propiedad en venta, aunque si lo hubiese sabido con exactitud habría sido lo mismo para mi padre, pues, a pesar de haber vivido durante un tiempo en esa ciudad grande antes de asentarse al otro lado del río, muy poco conocía de sus calles o de las zonas de menor o mayor valor. De todos modos, tampoco el primo Vanchek lo mostró algún plano de la ciudad en el cual pudiera ubicar, aunque más no fuese sobre el papel, la propiedad en cuestión.

No se le hubiera ocurrido decirlo que lo acompañaría en su próximo viaje para apreciar en el terreno si le era conveniente o no realizar la operación, sea por si alguna vez decidiera ocuparla o ponerla en arrendamiento. Nada de eso. Fue suficiente que el primo Vanchek se ofreciese. Si bien, de cierto modo, comenzó a dedicarse a la compraventa de propiedades como negocio adicional, en ningún momento dijo que cobraría por su intermediación, lo que mi padre consideró un acto de altruismo. «Lo hace de buena voluntad», le comentó a mi madre, quien tampoco podía dudar de un pariente de mi padre. En eso los límites eran infranqueables.

El primo Vanchek le avisó a mi padre de la fecha en que iba a viajar de nuevo, insistiendo en que esta era la ocasión para comprar la propiedad. Una orden no hubiese dado mejor resultado. Mi padre juntó todo el dinero de que disponía. No eran épocas en que se necesitaban grandes sumas para ese tipo de transacción. Al día siguiente, antes de abrir el negocio, fue a la casa del primo Vanchek para entregarle el dinero y otorgarle un poder. Mi madre lo acompañó. «¿Para qué?», preguntó mi padre. «Para que no vayas solo», dijo ella como respuesta lógica. Eran palabras que encerraban todo una forma de vida. A ninguno se le habría ocurrido pedir al primo Vanchek un recibo y tampoco él ofreció darlo. La duda no podía tener cabida, pues para eso eran parientes. Además, cualquier falta cometida por un familiar siempre daba la esperanza de que con el tiempo sería remediada de algún modo, precisamente por el lazo consanguíneo.

El viaje del primo Vanchek duró lo de siempre, no más de una semana. Regresó con la operación hecha. «Fue una buena compra», dijo, entregando detalles sobre la propiedad de dos plantas, su distribución interior y el lugar donde estaba. Mi padre admitió que era una buena ubicación, cerca de un importante centro comercial, lo que aseguraba una renta razonable en caso de no decidir, en algún momento, ocuparla él mismo para instalar una tienda en la planta baja. El estar de paso parecía haberse incorporado a la idiosincracia de los inmigrantes. Siempre se pensaba sobre la posibilidad de trasladarse a un lugar más grande, a alguna ciudad que ofreciese mejores oportunidades. No se podía abandonar así no más una inquietud que a veces llegaba a remecer interiores. Con el cambio de continente, lo lejano había perdido buena parte de su significado. Cualquier país estaba a la mano, más aún cuando en ese caso sólo bastaba atravesar un río.    Después de algunos meses, la curiosidad no dio alivio a mi padre. Necesitaba ver con sus propios ojos el inmueble que el primo Vanchek había comprado para él. Mi madre estuvo de acuerdo. Hicieron los arreglos para que, en su ausencia, mi madre estuviera en el negocio con un horario más descansado. Cerrarlo sólo se justificaba en épocas de vacaciones o por causas irremediables. Como era habitual cuando algún pariente viajaba, todos fuimos al puerto a despedirlo y también a recibirlo de vuelta. Regresó solo, pues aparentemente el primo Vanchek tenía más asuntos que resolver que los acostumbrados.

Nunca lo habíamos visto con el rostro tan demacrado, como si en los pocos días de ausencia no hubiera podido dormir. Las ojeras le daban un aire de mago listo para una función, rodeándolo aún más de misterio. Pero no era costumbre de mi padre aparentar o transformarse en alguien diferente, como lo hacía tío Jako. Pensamos que estaba enfermo. Hicimos todo tipo de lucubración en el trayecto entre el puerto y nuestra casa, puesto que mi padre no soltaba palabra.

Después de sentarnos en la sala, donde se conversaba de lo bueno y lo malo, de lo importante y no tanto, mi padre sólo dijo: «la propiedad está frente a la morgue». Mi madre, para restarle gravedad a su preocupación, dijo: «¿y eso es tan importante?». Mi padre la miró con todo el peso de sus ojeras, el azul más negro que yo recuerde, diciendo que era preciso venderla. El tono de su voz no admitía réplica.

Mi madre se puso pálida. «Cuando se compra una propiedad es para conservarla». Pero a mi padre sólo se le había grabado lo dicho por él. Si bien su perseverancia siempre impulsó a mi madre a luchar por las causas más remotas o perdidas, a veces no le quedaba otra que deponer las armas ante el peso de la realidad. «Por lo menos conservémosla durante un tiempo, que alcance a dar algo de renta para compensar los gastos», dijo, como para convencerse a sí misma. Mi padre, sin poder salir del laberinto en donde vislumbraba la propiedad convertida en bastión de fantasmas tanto de día como de noche, insistió en que era preciso desprenderse de ella, «aunque ocasione pérdida», dijo, ya sin alterarse, sólo deseando que la venta se hiciese cuanto antes.

Los días siguientes fueron de pesadilla. Los telegramas iban y venían de papá al primo Vanchek y de éste a mi padre. Uno de ellos rezaba: «No te apures, ten paciencia, espera un mejor precio». Pero  cuando a mi padre se le trenzaba algo en la mente, los pensamientos le resultaban dislocados. De modo que, ni bien consiguió un precio más o menos razonable, instruyó al primo Vanchek que se deshiciera de la propiedad. Nunca llegamos a saber cómo era su aspecto, cuántas habitaciones tenía o si los balcones eran aptos para simulacros de Romeo y Julieta, siempre pensando en que alguna vez, por esas persecuciones del destino, nuestra familia recogería bártulos y se pondría de nuevo en movimiento para no frustrar el sino milenario.

Cuando se recibió el telegrama del primo Vanchek que rezaba «propiedad vendida con leve diferencia a favor», mi padre sintió que la mano divina no le había abandonado. Hasta tuvo la intención de compensar de algún modo al primo Vanchek, a lo que mi madre se opuso con palabras lapidarias: «el que te lleva a un problema, tiene la obligación de sacártelo de él».

Mi padre volvió a respirar normalmente, sin esas subidas y bajadas de intensidad que en cierto momento nos hizo temer que alguna enfermedad seria se le había desencadenado por el asunto de la compra de la propiedad. Con la tranquilidad de saber su dinero a buen recaudo en el antiguo ropero de tres cuerpos, reanudó la actividad casi frenética de costumbre, la que lo embarcaba en horarios fuera de horario, con mi madre siguiéndole el ritmo. Ese era el modo como se reconocía la devoción y dedicación de una esposa, quien, pasados los años, sería condecorada no con una jubilación compensatoria, sino con el adjetivo de «buena».

Eran tiempos que corrían sin el ajuste de grupos feministas, y las pocas rebeldías que de tanto en tanto surgían se acallaban dentro del ámbito doméstico. Si alguna vez sobrepasaban los límites impuestos por puertas, ventanas o paredes, la mujer era considerada poco comprensiva, poco cooperadora, alegando sus congéneres «no se conforma con nada. ¿Qué más puede pretender?».

El asunto de la compra poco afortunada se convirtió, como generalmente ocurre en grupos humanos sometidos a los avatares del azar, en tema de anécdotas que fueron creciendo o deformándose hasta que formaron parte del universo familiar.

Años después, en uno de los viajes de vacaciones que anualmente realizábamos a la ciudad grande -las que se reducían a visitar parientes para fomentar el recuerdo pasado-, mi padre se animó a   llevarnos para ver el inmueble del que se había desprendido «gracias a Dios». Todos quedamos pasmados. Era una linda propiedad de dos plantas, sólida. La habían remozado y lucía con todo el esplendor de una fachada no muy antigua. En la planta baja, un salón de ventas de telas hizo decir a mi madre: «hubiéramos podido ser nosotros». Mi padre no se pronunció. Más tarde, como sucede con algunas inversiones cuando pasa algún tiempo, la propiedad adquirió mucho valor, a pesar de su cercanía a la morgue. Mi padre nunca lo admitió, pero esa propiedad hubiese sido la mejor carta de crédito para cualquier operación comercial que se le hubiera ocurrido emprender.



- XXII -

En una de esas noches de mesa larga, donde la calistenia de la palabra se daba en tantos matices que podían formar un arco iris sin necesidad de lluvia, escuché mencionar al señor Grotowsky. No puedo afirmar si los nombres eran inventados o sólo el producto de la imaginación acelerada de alguno de los tíos. Más bien pienso que la atmósfera era apropiada para cualquier desborde y que la historia del señor Grotowsky fue contada recurriendo a un nombre supuesto, acaso para disfrazar a algún miembro de la familia y no se piense que lo imaginario era la única forma de agrupar tiempos, convirtiéndolos en unidad indisoluble.

Según tío Berni -el de historias con arranques más terrestres que las de tío Jako-, el señor Grotowsky miraba a los pájaros con ojos de ningún color donde, sin embargo, era posible ver reflejada la bandada acercándose a la enredadera de su casa hasta perderse entre la maraña de hojas, dando la sensación de que el bullicio era producido por el denso entramado. El piar no era continuo. Más bien parecía seguir una pauta y respetar intervalos para retornar luego el salto de tonos y semitonos, o lo contrario, luchando por detenerse en unos u otros, sin lograrlo.

«Podría decirse que el señor Grotowsky era un encantador de pájaros, un hombre con poderes que se originaban en sus ojos, profundizando la mirada hasta hacer imposible cualquier escape. Era capaz de quedarse en la inmovilidad más extrema y parecer una estatua con dimensiones humanas, semejando haber pasado por un intenso entrenamiento para alcanzar el punto deseado. Nadie recordaba si había llegado de algún lugar o si parte de su encantamiento provenía de su increíble capacidad de observación estática. Hablaba de un modo muy especial: sacudía los gruesos labios sin abandonar el cigarro sujeto firmemente en la comisura, el que se pegaba al labio superior o interior según la inflexión que daba a sus palabras.

  «No era cuestión de conocerlo a través de presentaciones formales, sino simplemente intuirlo por su notable percepción de las cosas, lo que le hacía levantar una oreja o mover el cabello, o apenas incorporarse como dando a entender que se había entrado en su campo magnético. Una vez que eso ocurría, entonces era posible participar de la atmósfera creada por su silencio, sus reflexiones calladas, una atmósfera que rastreaba todo lo que él encontrase a su paso, con un soplo de características casi mágicas. Recién en ese momento hablaba, inventando tiempos en futuro, abriendo puertas o caminos. Cuanto más se posesionaba de la palabra, más se le alumbraba el cigarro, sin que por ello se desprendiera la gruesa ceniza cada vez más larga.

«Miraba pasar a la gente a través de un claro entre las ramas formado por la constante sustracción de hojas que hacían los pájaros para construir nidos que pudiesen evitar el deseo migratorio. «Sin embargo, no pueden evitarlo», aseguraba el señor Grotowsky, 'aunque no les falta razón porque así el regreso se les hace más fácil. Y si están muy viejos para volver sobre rutas ya andadas, llegan sus descendientes a reclamar herencias. Cuido los nidos para no quedarme sin pájaros. A veces, algunas aves desorientadas o quizás perezosas intentan aprovecharse: revolotean deseos invasores que combato, alzando brazos en señal de que deben alejarse para no entrar en disputas de límites o posesiones. He aprendido a manejarlos con la mirada, como si los hipnotizara, aunque a veces se vuelven obsesivos en sus pretensiones y temo no tener suficiente fuerza en los brazos o en los ojos y se les ablande el terreno hasta acomodarse a sus formas. Aunque son más grandes que los otros, me tranquiliza saber que no pueden caber en esos nidos pequeños. Me gustan los pájaros pequeños, pues sus necesidades se adaptan a su tamaño y se conforman con el poco alimento que les pueda dar, que no es mucho. A veces se me ocurre que apenas les alcanza para sobrevivir. Entonces los miro fijamente hasta que mi mirada los amansa tanto que terminan por quedar dormidos'.

«Él también caía dormido en medio de cualquier relato. No era de extrañar. Entonces se acercaba Gertrudis, la doméstica, y le sacaba el cigarro de la boca, sacudía la ceniza y le guardaba el pucho en el bolsillo de la camisa, al tiempo que cortaba la humedad rebasaba de sus ojos con la punta del delantal. Pero daba igual, porque el señor     Grotowsky era capaz de hablar hasta cuando dormía. Echaba de menos el cigarro, eso sí, como podía apreciarse por las pasadas de mano que recorrían sus labios, buscándolo, o quizás necesitaba del calor del humo para seguir dando cuerda a ese momento de inconsciencia o enredarse en sus vericuetos hasta retomar el hilo de la historia.

«Al despertar, invariablemente preguntaba la hora, aunque sin esperar una respuesta pues sólo le bastaba estirar el brazo para sentir el paso del tiempo. Por lo general, acertaba con un error de pocos minutos. 'Son cosas que aprendí de joven, cuando aún temía no llegar a viejo', recordaba él. 'Me la enseñaron los pájaros. Tenían envidia de mi experiencia joven y, a la vez, el temor de que dejase de serlo y no alcanzase a transmitirles lo que ellos no sabían. Es extraño. Pero aquí estoy, a pesar de temores compartidos, cuidando nidos por si ocurre algún cambio de viento'. Gertrudis, con paso de pluma, le alcanzaba la merienda. Tanto ella como el señor Grotowsky parecían haber sucumbido al acoso del tiempo, como si el cambio fuese necesario para formar esos futuros en los que él se encaprichaba para afianza retornos.

«Cuando el cambio de estación acercaba lluvias, el señor Grotowsky se refería a ellas como «gotas intrusas que levantan polvo y borran huellas». Entonces su mirada se tornaba oscura y el aguante hacía esfuerzos por permanecer, por derrotar a la lluvia para abrirse paso hacia la estación siguiente, más suave y comprensiva, más abierta a la observación de los cielos, a la conservación de los nidos.

«Gertrudis acostumbraba guardar al señor Grotowsky en el interior de la casa durante la 'estación mojada', como solía llamarla. 'La lluvia no es buena para sus ojos; le nubla la mirada hasta que imagina ver pájaros descendiendo por las líneas que forman la descarga', afirmó esa vez. 'No eres experta en nidos, Gertrudis, por eso hablas así. Tú no puedes ver lo que yo veo', protestaba el señor Grotowsky. 'Todavía se cree encantador de pájaros', rezongó la mujer. 'Tengo que hacerlo. No puedo ver a los nidos vacíos columpiándose. Temo que algún viento encolerizado los haga caer. Entonces ya no habrá motivo para que regresen', dijo él. 'Sólo se toman su tiempo, un tiempo que pasa más rápido para ellos porque son más veloces', murmuró la mujer. 'No sé si prefiero que me contestes o que  calles. Podrías alejarlos con tu forma de hablar. ¿Quién te ha dado derechos, mujer?'. 'Se le está aflojando la sesera. ¿Acaso ¡lo recuerda cómo le ayudaba a cuidar los nidos?'. '¿Cuándo?'. 'Antes' 'No me hables de antes. Lo que esperamos es que algo suceda, que regresen los pájaros y eso sólo puede ocurrir mañana o después de mañana, pero no antes. Dices que los conoces y los cuidaste, pero no pueblan tus ojos como lo hacen con los míos hasta derretirlos y formar imágenes movedizas'.

«Gertrudis le secó los ojos con la punta del delantal, como de costumbre», prosigue tío Berni. '¿No será tiempo de que me lleves afuera?', preguntó entonces el señor Grotowsky. 'Aún caen algunas gotas, como si no quisieran irse del todo', dijo ella, mirando a través de la ventana.

Fue a la mañana siguiente de ese después que el señor Grotowsky esperaba, cuando Gertrudis dijo que afuera estaba seco, pero que uno de los nidos no había podido resistirla fuerza de la lluvia. 'Debes estar equivocada. Están bien afirmados. Puede que se haya soltado algún punto, alguna esquina. Habrá que reacomodarlo, no sea que el regreso nos tome desprevenidos', dijo desde el corredor donde se había instalado para esperar. Vio el despliegue de una bandada, intuyendo una falta. Estuvo a punto de decir a Gertrudis que tenía razón, pero no era su costumbre dársela así como así.

«El aire empezaba a traer olor a pájaros. Los veía pasar como algo lejano. Cerró los ojos para no imaginar futuros que ya no le pertenecían, para no volverlos a abrir, para dejar libre al resto de la bandada», concluyó tío Berni.

Puedo imaginar que en ese momento, aún sin haber conocido al señor Grotowsky, habría en sus ojos la misma humedad. O probablemente eran alas que lo daban un aire volador. «¡No lo hagas!», exclamé impulsivamente, tal vez para evitar cualquier intento descabellado.



 


- XXIII -

El ropero siempre estuvo en el mismo cuarto. Ahí lo sigo viendo y ahí se funde y confunde con el recuerdo. Era el lugar preferido de mi madre para jugar a lo oculto, al manipuleo de un poder -que siempre estaba de su lado- para el cual tenía un talento casi congénito. Era sabido que lo que no pudiese ser hallado en la casa después de un minucioso recorrido, debía estar, por descarte, en el ropero. Así fuesen objetos sin valor, guardados celosamente en la convicción de que sí lo tenían, o de barras de chocolate con las que mis hermanos y yo éramos premiados luego de fraccionarlas equitativamente.

Algo que no recibió el impacto del tiempo, envejeciendo como mi madre y llenándose de rayas que luego se convirtieron en cuadrículas, fue ese antiguo ropero de tres cuerpos. Era tal su importancia en el devenir cotidiano, que no me había causado sorpresa si alguien hubiese tenido la ocurrencia de ponerle nombre.

Era un ropero egoísta si se quiere, ya que siempre permanecía cerrado con llave, incentivando nuestras más aladas fantasías. Siempre tuve la impresión de que a mamá le era útil hasta para guardar ciertos días y así ponerlos a cubierto de un uso desmedido. Porque todo lo guardaba «para después», haciendo una postergación del tiempo de alcance delictuoso. Los porqués no cabían entonces en la comunicación entre padres o hijos, quizás por esa inclinación hacia tiempos más propicios que pudiesen proveer el arraigo de la postergación.

«Viaje al interior de un ropero» se perfilaba como un título atractivo con el cual tal vez tropiece en alguna venta de libros viejos o forme parte de un diario de vida que nunca tuve el ánimo de escribir, precisamente por la aptitud detectivesca de mi madre que hacía imposible hasta la misma propiedad de nuestra conciencia. Eran épocas en que lo bueno había que probarlo, porque todo era malo mientras no fuese posible el pase hacia lo contrario, una labor que empequeñecía a los ya empequeñecidos por la levedad de los años. La sensación de ser partícipes de algo misterioso, que podría ser develado en cualquier momento de debilidad, nos mantenía en un estado de curiosidad que se exacerbaba con la menor presión.

Guardaba la llave encima del ropero, de modo que su alcance debía pasar por una serie de equilibrios con la ayuda de sillas y gruesos libros. Esto hacía de nuestra empresa un verdadero atentado contra su voluntad, con el riesgo de ser descubiertos, penados y mantenidos en un estado de culpa, sin posibilidad de caer dentro de las consabidas postergaciones de mi madre.

El mueble también servía para guardar el dinero de las ventas del día, según fuimos sabiendo. Después, sólo después, se me ocurrió asociarlo con la virginidad de las hijas mujeres, la que ellos trataban de preservar. A lo mejor desconocían que ya no se estilaban los botines de guerra de ese tipo. Además, pienso que las conflagraciones del futuro no se irán a conformar con tan magro botín.

Nadie nos quitaba el convencimiento de que todo, tanto el comienzo como el fin del día con sus contenidos y agregados, estaba oculto en el ropero. Creo que fue el mejor libro de cuentos que tuvimos; mantenía vivas todas nuestras sospechas, con una acumulación de verdades y mentiras difíciles de olvidar. Cuando mi madre, después de cerrar las puertas comunicantes con otras habitaciones levantando su brazo para alcanzar el alto del ropero -todo imaginado al sentir desde afuera la palpación de la llave-, nuestra fantasía se desbordaba hasta el punto de visualizar barcos piratas cargados con cofres repletos de joyas y oro, lo que de pronto nos presionaba el deseo de abrir intempestivamente la puerta con el pretexto de algún accidente. Pero hasta en nuestras evasiones mi madre intervenía con total conocimiento, cercenando nuestro desborde.

A veces temíamos que una explosión lo deje con su interior a la vista, casi como un cuerpo humano sorprendido en la intimidad de sus órganos. El enorme espejo, que parecía flanquear la hoja principal, era sólo un vertedero de imágenes. Pero a pesar de todas las maravillas aprendidas en el país de Alicia, se hacía imposible traspasarlo. Todo intento se quebraba en el reflejo de la propia imagen y la vergüenza nos impedía cualquier violación.

Una vez, quizás anticipándose a futuros que no podría continuar dominando, mi madre sacó del ropero su estuche de joyas y, abriéndolo con parsimonia, iluminó nuestros ojos con reflejos de fantasía que creíamos reales, porque ella también lo creía. El sueño de que una parte del contenido del estuche alguna vez me iba a pertenecer, hizo temblar el sueño de muchas noches. No pensé, entonces, que el verdadero valor se hallaba en la caja misma, la que ahora continúo llenando con brillos a ojo y paciencia de los demás.

Cuando mi padre pensó en una ocasión que manos extrañas habían abierto el ropero, apropiándose de parte del dinero guardado en distintos rincones -precisamente para confundir a terceros nos mantuvimos casi en estado de duelo mientras sus dedos contaban el dinero, anotando cifras en un cuaderno y haciendo y rehaciendo cuentas en un intento por cuadrarlas. Mi madre, en un alcance de memoria, recordó una compra no contabilizada. La calma retornó, para nuestra tranquilidad. Así y todo, lo guardado con tantas llaves enfermaba nuestra imaginación.

Fue durante una noche de ausencia de cine o de fiesta familiar de mis padres cuando decidimos convertirnos en bandoleros. Toyo se calzó la cartuchera con el revólver de juguete que el tío Jako le había regalado en su último cumpleaños y Cayo, subido sobre sus hombros, se encargó de alcanzar la llave mientras yo hacía de centinela. La gran puerta central se abrió luego de varias vueltas de llave, el espejo se deshizo de imágenes acusatorias y el interior del ropero pareció avanzar para tragarnos como ocurre en los cuentos.

Adentro había lo que normalmente acumulan los roperos: ropa de vestir, de cama, ropa colgada y acostada. Abajo, en una esquina, el estuche. Parecía indefenso. Lo abrimos para justificar nuestra acción delictuosa. Estaba vacío. Quedamos más impresionados que si lo hubiéramos encontrado lleno de las joyas que suponíamos. «Han de tener otro escondite», dijo uno de nosotros. Pero la carga de conciencia y la culpa asomando con todas sus vestiduras impidió que abriéramos los otros dos cuerpos del mueble. La llave era la misma. Cayo volvió a ponerla en su lugar y la curiosidad, no gratificada, nos dejó en cierto desamparo. Creo que la trasgresión quedó impresa en nuestros rostros, así como nos pareció que las caras de papá y mamá, al día siguiente, ostentaban un atisbo de victoria.

El ropero, no obstante, mantuvo su atracción. Ya de grandes, con las supuestas arcas mermadas por el desarrollo del tiempo y el crecimiento de una razón que ya no miraba con ojos desmedidos de la niñez el «tesoro» escondido, no hubo necesidad de mantener el ropero cerrado con llave. Eso sí, había que cuidar que la hoja central estuviese bien cerrada para evitar que el peso del espejo la desajuste. Llevaba, en verdad, mucha gente colgada de su interior. Pese a todo, continuó teniendo para nosotros la atracción mitificada por los años cortos.

Cuando nos llegó el turno de convertirnos en decididores de lo que se iría a hacer con su contenido, quise quedarme con el estuche. Era de laca pintada, aunque de su interior poco podía ser rescatado. Mi madre ya había repartido en vida los objetos de algún valor «para evitar lo que es preferible evitar», su modo de decir las cosas de forma indirecta, sin abordar el roce de la palabra justa. Entre las ropas desordenadas asomó un pequeño fajo de billetes, con sus valores añejados por denominaciones que ya no estaban vigentes. Lo de mayor valor era el ropero mismo, una verdadera pieza de artesanía, demasiado grande para moverlo de lugar o aspirar a espacio en alguna vivienda moderna. Quedó ahí, contra la pared del dormitorio principal, oliendo a historias que empiezan a ser recuperadas.

Nunca me gustó el silencio de las tardes de sábado, un silencio de no tener qué hacer, de calle golpeada por tacos ajenos a la costumbre que atraen miradas incrédulas asomadas a balcones apenas entreabiertos para pescar al presente en plena osadía. No todos los sábados eran iguales. Los había demasiado secos, trepando nervios hasta cuartearlos, y también mojados de vereda a vereda, haciendo correr ojos y deseos en esos verdaderos ríos improvisados por las lluvias.

En esa época se era experto en dejar transcurrir el tiempo, sin intervenir para nada, y también en ver pasar gente para ubicarla en familias, ponerle apellidos e ir formando historias para luego acomodarlas en el recuerdo. Era mejor que leer un libro; las imágenes se hacían difíciles de copiar o dibujar, con la leyenda al lado o debajo. Ni siquiera había trabajo para la imaginación. Todo un teatro de representación continua.

Es probable que de ese modo espontáneo e imperceptible me haya ido inclinando hacia la evasión que provoca el teatro en lo que dura el agasajo de los sentidos. O tal vez llevaba adentro deseos representados por la imposibilidad de verbalizarlos. De modo que, para disminuir el riesgo que el silencio pudiese ocasionarme, convirtiéndolo en pase hacia una mudez ya incipiente -obligada por la costumbre-, lo figuraba de colores y a cada color proveía de un escenario diferente. Algo así como ser espectador de una obra ubicada en distintos planos. Claro que de pronto se superponían, obligándome a una labor de desenredo que hacía correr el sábado y distraer mi mente hasta dejarla confundida. La protagonista principal generalmente era yo, la calle el escenario y la gente la necesidad secundaria para el buen desarrollo de la obra.

A veces caía en vertientes no programadas como resultado del pulsar constante de una imaginación predispuesta. Entonces Gustavo aparecía en toda la dimensión de su estampa agrandada por mi deseo adolescente. A la distancia, con la claridad ruda a la que nos someten los años, la dimensión de Gustavo se descompone y adquiere grados nada comparables con la fantasía anterior. Ya no es tan alto ni tiene mirada de taladro y sus manos nada tienen que ver con la malicia, también imaginada, con que recorría mi cuerpo en toda su extensión, desoyendo las advertencias de mi madre de la separación saludable -a su modo de ver- de «la parte de arriba y la parte de abajo».

Ahora pienso que toda la lucubración de los sábados de tarde era, de cierta medida, forzada como forma de rebelarme secreta y silenciosamente a los principios que, según ella, formaban el mejor atuendo de una mujer, proporcionándole ese aire puro y virginal que -también según ella- era el mejor anzuelo para atraer a un buen candidato. En todo caso, mi enamoramiento, al margen o a consecuencia de la largura homogénea del sábado de tarde, no podría ser más real. Las limitaciones impuestas por la edad lo hacían aún más real. Hasta doloroso, lejano, inaccesible.

No sé con qué color pintaba el romance para hacerlo más próximo, pese a que no era un problema de distancia, sino más bien de oportunidad. No podía compararme con Blanca -prima en algún grado-, quien, por alguno de esos vientos que se achacan a influencias inespecíficas, parecía haber nacido con la pollera levantada. No  dejaba escapar ocasión para hacerlo evidente, sobre todo cuando Gustavo, oculto detrás del pilar del cobertizo, la observaba, consciente ella de la provocación de su acto. La voz estridente de algún adulto volvía a poner orden. Pero bien se las manejaba Blanca para que él percibiese que era capaz de repetir su premeditado acto.

Los sorprendí en pleno estudio corporal. Blanca, levantando la cabeza como hacen los caballos cuando cruzan un río, «¿qué, nos has visto nada igual? Pues empieza a aprender», dijo al verme. Después siguió en el ejercicio como si estuviera preparándose para algún examen.

Es bueno que el tiempo tiente en presente sin ofrecer, ni siquiera de soslayo, un compromiso a futuro, sino dejando que el azar obre por su cuenta. Muchas cosas, para bien o para mal, no se habrían resuelto o tal vez sí de contar con un catalejo mágico. A lo mejor yo ya poseía el indicado para el despliegue imaginario y Blanca no era más que la proyección deseosa de mí misma. Creo que hubiera dado cualquier cosa por encontrarme en su lugar.

Pero mi catalejo particular chocaba siempre con la delimitación irremediable de «lo de arriba y lo de abajo», lo que me sumía en un estado nostálgico y melancólico que, agregado a la influencia del silencio, me transformaba en un ser sin mucho atractivo, hasta casi asexuada, lo que para algunos era comparable con la pureza máxima y, mirado en retrospectiva, ciertamente con la estupidez más radiante.



- XXIV -

La recuperación de momentos considerados opacos se encarna en personajes capaces de dialogar con uno, a pesar de diferencias de caracteres y oposición de pensamientos, formando comparsas que rondan el recuerdo, filosofía sobre lo que no puede cambiarse y se empeñan en alterar el sueño. Me pregunto si es bueno convertirse en mendigo del pasado para no dejarlo en estado de reposo o letargo que a los postres conduce al olvido.

Pongo a prueba todas las cuerdas de mis instrumentos mentales. Es una suerte de obsesión, morbosidad o sólo deseo de rescate para que la historia sea posible. Cuando ocurre, el silencio titila y los colores toman su lugar de acuerdo con la situación. Así, lo tierno, lo maduro, lo pasional, se engarza en las tonalidades que corresponden, facilitando la relación nostálgica, abriendo las puertas mentales precisas que no ocasionarán esfuerzos extremos ni a tocamientos. Es un juego que ofrece tiempos diferenciados para completarlo, donde las ganancias no excluyen las pérdidas y el resultado está previsto por ese destino que también pongo en juego, aunque ataca con fuerza mortal desde el instante mismo del nacimiento. Y los matices del lugar de origen van tiñendo comportamientos posteriores, sin posibilidad de cambios profundos. Sólo la duda, como forma de suspenso, subsiste y tiende a la lucubración condicionada.

Todavía experimento cierta hostilidad cuando la memoria insiste en desbarrancarse. Trato de ampararme en la objetividad que otorga la distancia y limar las salientes que atentan con desestabilizarme. Aún permanezco como sujeto de una historia consumada y la aceptación pasa por períodos de ajuste. De pronto, algún agente patógeno o endógeno inicia cuentas regresivas y no queda más que dejarse llevar. Semejan temporales que parecen recordar que el diluvio universal podría repetirse y que tal vez haya un número excesivo de postulantes  para acceder al Arca de Noé. No obstante, los invoco, pues complementan mis tormentas interiores.

A veces agrego un bosque, inserto animales, me visto de Caperucita Roja o de Bella Durmiente y vuelvo a embestidas fantasiosas a las que achaco las fallas de la realidad, todo un ejercicio que permite muertes temporales y sobrevivencias ajenas a las veleidades del tiempo. Son sombras a las que no puedo poner nombre y que, sin embargo, insisten en aparecer, armando pesadillas que arremeten como batallones. No las busco, quizás porque estoy en época de paz o en vías de alcanzarla, de cese o rechazo de hostilidades por ese cansancio que trae el tiempo y convierte motivos en falacias, verdades en meros asomos de historias relatadas con sesgos personales.

En el centro, no como resultado de protagonismos vanos, yo, siempre yo y el que me sigue en crecimiento, quien nada tiene que ver con estadísticas o signos de progreso. Es sólo un campo minado que atenta contra pasos desmedidos, contra la palabra suelta que puede resucitar sucesos aparentemente tapiados por la desmemoria. Pero ¿qué hacer cuando persiguen a la conciencia, o inconsciencia, con derecho de nacimiento? Me convierto en cazadora. Necesito un caballo alado para ver las cosas desde una dimensión que no afecte a los que aún flirtean con la vida. Es probable que ya esté galopando sobre ese lomo extraterrestre y no sea más parte de lo que observo, sino yo misma, tiempo pasado queriendo incorporar a quienes todavía gozan del presente. La confusión me acosa y hace que pierda la delimitación de bandos.

Me encuentro lejos de todo cuando las sombras no se identifican. Es tierra de nadie, y de todos a la vez, que se convierte en pestañeo y conduce al sueño o al insomnio.

Tío Jako no era blanco ni negro, ni inclinado a que se le incorpore a determinados grupos. Él era de colores, de todos juntos, y despedía tantos brillos como esas joyas -«todas verdaderas», decía, queriendo convencerse y convenciendo a través de sus dudas- que llenaban su tienda y destacaban entre otros objetos de mayor valor. «Eso siempre ocurre, pues la gente se encandila con juegos fatuos que hacen vivir mundos alucinados». Era difícil entenderlo, pero no tenía importancia. Bastaba su fantasía para llenar barriles y más barriles, agujerearlos y rodarlos para que las siete maravillas del mundo se desparramen y lleguen a todos.

Eran gestas a las que uno podía acomodar cualquier adjetivo y, por tanto, siempre nuevas, recién hechas, como si su capacidad careciera de límites. No sé si, debido a su influencia, los años cortos me convirtieron en adulta anticipadamente o si continúo arrastrando signos infantiles a pesar del espacio que cada vez los aleja más, haciendo del tiempo un elemento implacable. A veces quisiera acusarle de haber abusado de mis sentimientos, provocando un futuro anticipado desde el que no tendría más remedio que recurrir a la nostalgia. «Todo futuro es pasado, y el pasado hay que colarlo hasta que sólo quede la parte dura que lo haga palpable», afirmaba.

El día en que se le ocurrió regalar a la abuela Bea un hábito de monja, creo que hasta los mismos ángeles se sintieron incómodos. Era su forma de reconocer las bondades de la abuela. Pero también de ponerla en el aprieto de la diferencia religiosa. La abuela, sopesando convencimientos y el deseo de no ofenderlo, «me lo pondré para la fiesta de Ester», dijo. Según la abuela, no era necesario aclarar quién era Ester, aunque podría tratarse de algún familiar del mismo nombre, pero ella se refería a la de la biblia y la festividad correspondiente. «No en balde las mujeres bíblicas parecen saltar de las páginas del Libro. Eran fuertes, decididas, capaces de salvar pueblos con un mero frunce de nariz. Conocían la mejor estrategia, sin llegar al desatino de guerras»

Tío Jako sabía muy bien a cuál Ester se refería la abuela. Aún así, sin poder desprenderse de su humor congénito, «¿cuál?», preguntó, «¿la alta o la baja?» aunque también había una coja en la familia». La abuela, dándose vuelta, tomó el hábito y lo guardó en un cajón del ropero. No quería que su hijo la sorprendiera dando rienda suelta a la risa. Con él nunca se estaba seguro de querer firmar el libro de la existencia o de lo contrario. Posiblemente daba más para lo segundo y, por lo mismo, conservaba en uno la sensación de trance en suspenso que hacía de los días, fuesen nublados o lluviosos, vehículos de constante aventura.

A veces pienso que la falta de mar a la que nos sometió la circunstancia geográfica fue providencial, pues de lo contrario, con su arte para convencer y fabular, habríamos atravesado océanos, respondiendo a un eventual abracadabra, incluso apurándonos para alcanzar la otra orilla, que no sería más que el regreso a un paraíso que se convertiría en permanente.

Tío Jako tenía alma de golondrina. Se me ocurre que, desafiando reglas como siempre lo hizo, con éxitos y fracasos, aún debe de estar en el camino de las migraciones constantes. ¿O transmigraciones? Nada era muy seguro en él, lo que lo convertía en personaje de sueños, acaso su logro más acabado. Brotaba de afirmaciones y negociaciones, dejándolo a caballo entre la realidad y el disparate.

Justina, mi «alter ego» inalcanzable tanto religiosa como socialmente, contaba que en el colegio de monjas donde estaba interna no se les permitía bañarse desnudas, sino vistiendo una especie de saya para que, con la frotación, las manos no desaten estados de ebullición que pudiesen atentar contra lo que precisamente se quería evitar.

«¿Qué sientes cuando restriegas la tela en vez de la piel? Se me ocurre que de ese modo sólo lavas la tela, sin limpiar el cuerpo. Imagínate las capas de suciedad que deben de tener encima», le dije un día. Me observó con expresión de no comprender. «También puede que ocurra al revés, que toda la mugre quede adherida a la tela», replicó, mirándome fijamente con sus ojos azul-grisáceos. Sólo atiné a callar, pues sus afirmaciones generalmente no daban lugar a la menor duda. Durante un tiempo, como me ocurría con muchas cosas relacionado con Justina, idealicé esta forma de bañarse, llegando incluso a imitarla más de una vez.

Pienso que el destino, tantas veces rechazado por mí en su concepción fatalista, nos puso en bandos opuestos. Desde el mío, nunca se me ocurrió pensar que ella pudiese considerar cambios, como en cualquier juego, para evitar las ventajas o desventajas que otorga el campo de observación conocido y, por tanto, desprovisto de elementos objetivos.



 

- XXV -

La percepción de que atmósferas enrarecidas irían a extenderse con el tiempo, dejando en zonas de olvido tantas historias, fue parte de un dolor anticipado que era bueno sentir, para contrarrestar o equilibrar momentos de extrema felicidad. Hasta la familia tomaba, de pronto, tintes detenidos en sepia, una coloración que ningún futuro era capaz de avalar.

Entonces pensé que lo mejor era hacer esfuerzos máximos para abrir partes aún vírgenes de mi cerebro y llenarlas con todo lo bueno o importante para tener una suerte de «base de recuerdos» que facilite la vuelta atrás. Deseaba atajarme de alguna regla que condicionara comportamientos, que diese al menos una pauta de conducta. Podría decirse que en ese momento crucial de la existencia donde todos los elementos vivos se confunden y posibilitan países maravillosos, haciendo de cada ser un protagonista, el temor de sucesos futuros los opacaba hasta poner en vilo mis estados sentimentales.

Jashevato debió de ser maravilloso, una enorme extensión fácil de caminar, con pequeñas casas iluminadas a semejanza de faroles que marcaban el camino a la fábrica de azúcar donde mi padre y sus hermanos jugaban a obreros juveniles. Sólo que la fantasía, para ellos, era una realidad sumida en la obligación diaria.

Hubiese deseado tener la fortaleza de la abuela Bea. Alguna vez pensé que, para llegar a ella, quizás debiera igualar su figura, volverme tan gruesa que todas las formas de presentes puedan ser asumidas. De pronto su obesidad se me aparece entre sombras superpuestas, y creo que era así, porque pensando en la importancia que tenía la gordura como un signo de bienestar y salud, se envolvió en sombras. O la vislumbro de ese modo por la necesidad de mantenerla etérea y frágil como siempre pienso que la vi, a pesar de todo. El «estar», como sentido de permanencia de cada miembro de la familia, pensé que iba a ser para siempre. La disgregación sólo podía ocurrirle a otros.

Quiero colgarme de personajes que puedan convertirse en imágenes por la insolvencia a la que condena el tiempo. La revelación de muchas verdades aún permanece en reposo, una que cada día, a cada momento, pugna por desatar la explosión de los sentidos que irremediablemente ocurre como consecuencia de la temporalidad humana. Cuanto más esfuerzos hago mentalmente para que nada vaya a cambiar por esa necesidad íntima que tengo de que el tiempo respete mis deseos, éste se escurre sin vueltas.

Creo que entonces la muerte empezó a diseñarse con un miedo que iría a marcar situaciones posteriores. La vejez, como paso conductor, perdió de cierto modo su peso. A lo mejor pensaba en que llegaría una época donde el paso del tiempo podría ser detenido, sin que significase la detención misma de la existencia. ¿Cómo es posible imaginar un futuro sin tío Berni, sin tío Jako, sin mi padre, sin la mesa larga y las cargas prontas a la risa o lo contrario, o a la búsqueda de consuelo para volver a la risa?

En algún recodo de algún atajo se ha extraviado la mesa larga. Pero alguien la ha puesto a salvo de pasos y traspasos, de demoliciones que buscan la novedad arquitectónica. Para ellos debo perforar la imaginación, hacer una especie de laberinto a través del cual pueda recuperarla.

La memoria se transforma en gran jugadora y ofrece claroscuros que la manipula, produciendo espejismos, Casi puedo tocarlos. Es la vida arrastrada como río, en su nacimiento y su desembocadura. En el trayecto, naves de distinto porte, gente, familias, pueblos enteros que llevan la misma dirección. Cada grupo está marcado por la diferencia. Los une el eco del agua que promete puertos, detenciones, exilios, el migrar constante en busca de lo que siempre se piensa que está en otra parte.

La atracción de la herradura era algo difícil de explicar. Es probable que el eco de caballos lentos, agobiados por el calor, haya tenido algo que ver, o las siestas recogidas en ambientes húmedos que hacía más temible el exterior, más fantasiosa la imaginación hasta proveer de elementos casi humanos a esas bestias, viéndolas, sintiéndolas  sentirse hasta levantar una pata para constatar la permanencia de la protección. El empedrado de las calles ponía sonidos a cualquier fabulación.

Después, mucho después, cuando vi a todos los varones de la familia y cercanos a la familia sentados en el suelo en formación de herradura, en vigilia de muerte, pensé que la fatalidad podía tener dos caras, una alegre y otra sufriente. No sé por qué me pareció ver una mujer danzando en el centro del semicírculo. Vestía una túnica negra y su rostro reflejaba la madurez última, con un blanco muy blanco, inimitable.

De nuevo las costumbres presionaban los sentidos, los preceptos religiosos, la voluntad de mantenerlos para que el aprendizaje de la generación nueva fuese por imitación primero y luego por convicción. Había que sentarse en el piso durante ocho días, en señal de duelo, sin zapatos, sin pensar en la apariencia física o el arreglo personal. Sólo honrar al muerto, tener la mente puesta en él, asimilar el dolor para sentirlo y forme parte de los demás dolores y, con el tiempo, se arrime al recuerdo para grabar la memoria del que había traspasado el umbral último.

No había temblor en la atmósfera, pero la sensación de espera ya concretada devolvía a la respiración la tranquilidad de haber sido pasado por alto, algo semejante a lo sucedido en los tiempos bíblicos para proteger al primogénito, de saberse en el grupo de la herradura, de que el centro dejaría de estar habitado por una sombra y, en su lugar, iba a estar la representación tangible de la muerte. Hubiera deseado que la herradura reflejase espacios fácilmente transformables en puertas y el escape estuviese al alcance de la decisión rápida de las piernas.

La pertenencia al semicírculo era sólo para los grandes. Con todo, rezumaba subpertenencias a las que había que dar lugar como parte del sentido de familia. No era cosa de nada más asistir a la representación, sino de experimentar la herida que hace partícipe doloroso del hecho, un dolor que afecta sin retaceos de edad y puede prolongarse sin tiempo o a pesar de él. Sólo formando parte de la herradura es posible comprender el largo y ancho de una pena familiar, la complicidad de días no precisamente nublados, el sarcasmo de los años insistentes en su atrevimiento, de seguir pasando sin aportar alivio.

Esa costumbre de expresar el dolor marca características especiales en los rostros y, en ofrenda máxima, se transmite a la generación siguiente para evitar el desrecuerdo, convirtiéndola en su custodio. Se traduce en labor de años y el resultado es palpable, hasta el punto de responder casi físicamente al menor toque. Basta una presión de dedos en la piel para recuperar dolores anteriores y fomentar el miedo natural que transmite el momento decisivo, más aún por la incertidumbre de su arribo. Cualquier confesión, distinta o contraria, se resiste a pasar la prueba de la verdad.

Tempranamente sentí la fuerza inexorable de la ausencia de mi hermano Benito, del punzón de la curiosidad, la respuesta amparada en la sospecha, la pregunta socavada en ella. Ningún juego creativo podía ofrecer salida alguna. Sin embargo, paseando la mirada por los centinelas de la herradura, haciéndola rebotar de uno a otro como si buscase el personaje ideal donde detenerme, me afloró la sensación de que no todo estaba perdido como si los poros hubieran reaccionado por fin, levantándose en actitud de vida.

El tío Jako, en uno de los agujeros de la herradura, intentaba no perder la expresión burlona de sus ojos. Me pregunté si osaba burlarse de un contrincante de tal altura o si era parte de un llanto que no podía evitar la burla inherente. Más allá, el tío Berni pasaba por temblores y treguas. Parecía querer sacudirse de algún peso, alterado por su carácter insólito, repentino.

Me pregunté también si algún día, de los muchos que irían a tapizar el tiempo del después, volveríamos a reír, a festejar lo que se presentase como forma de respetar esas dos caras que teatralizan la existencia. Si la soledad sería adiestrada día a día hasta domarla y dejar de sumirnos en su desgarro. Si el silencio formaría parte del lenguaje hasta hacer de la mirada la única forma de comunicación. Tal vez me preguntaba demasiado para aplacar las dudas acumuladas en mis sólo 17 años o si en adelante no quedaría nada más por indagar, por haber sido elegidos tan anticipadamente para llegar al borde de lo desconocido, pisarlo y, sin embargo, tener que retroceder en espera del momento justo. Sólo me pregunté por qué. Tío Berni a veces decidía que era mejor el silencio y otras se trasladaba al pasado infantil en un intento por rescatar historias que pudiesen servir en el rearme del   presente. Entonces era posible conservar cierta esperanza y azuzarla al máximo para que se fuese proyectando y repitiendo y tanto ejercicio produzca cambios favorables.

Sin cabal fundamento, empecé a temer que no iría a recuperar la capacidad de asombro, que con 17 años ya lo había experimentado todo y, por tanto, sólo quedaba el aislamiento como salida o solución. Estaba equivocada. La escalera que parecía tener gradas que sólo llevaban hacia abajo, empezó a darse vuelta, probablemente en esa misma hamaca que, entre movimiento y movimiento, revolvía el pasado para sanar el presente.



- XXVI -

Cuando tío Berni contó lo del puente sobre el río seco, pensé que su memoria habría sufrido un cierto deterioro a causa de una mente temporalmente perturbada. Pero no era fantasía, sino el rebusque infantil necesario para que más adelante se tuviese algo que contar.

«El río seco nos servía de lecho», dijo, con voz ausente. «Estaba cerca de la casa, al otro lado de una colina desde la cual lo observábamos antes de descender, casi en picada, y apoderarnos del puente e invadir el resto. Pero ¿quién más podría estar interesado en algo sin ningún atractivo? Sólo Jako, tu padre y yo. Se convirtió en el lugar donde guardábamos nuestras ilusiones. A veces Jako insistía en enterrarlas, confiando en que las lluvias las abonen y podamos cosechar nuevas ilusiones». «¿Cuáles, tío Berni?». «La de tener una casa mejor, la de un trabajo menos pesado, mejores alimentos... Qué sé yo, lo que se le ocurre a uno cuando no está conforme con lo que tiene». «¿Y qué cosecharon?»

Tío Berni quedó callado por un momento. «Un día, cuando fuimos al puente, vimos que la tierra había sido removida. Alguien había descubierto nuestro escondite. Eso nos pasó por creer que solamente nosotros teníamos ilusiones. Sin embargo, otros estaban en lo mismo y con los mismos derechos».

«Pero nadie más conocía el lugar».

«Cuando uno va a donde nadie más lo hace, otros empiezan a sospechar que debe de haber algún motivo importante. Era parte de lo que se hacía para no dejarse vencer por la falta de ilusiones, una forma de engañarse para poder creer. ¿Me entiendes?»

En ese momento supe que no había perdido mi capacidad de asombro.

Algunas de las historias que formaban parte de la vida familiar podían ser ciertas y otras sólo necesarias para el pasar de los días, la ubicación de hechos o para mantener la agilidad de la lengua, o nada más que para entretener. Todos o casi todos los de la familia, los amigos cercanos y los agregados a éstos, hicieron del comercio detallista su modo de vida, la fuente de trabajo y de posibilidad de subsistencia. Los nombres fueron quedando en mi memoria, sin ordenarlos por grupo. Tampoco era preciso. Bastaba que el recuerdo los hiciese sobrevivir.

Don Camilo era uno de esos personajes. Pienso que estaba ligado a la familia por lazos de inmigración. Su tienda tenía un cierto atractivo, tal vez por su ubicación, justo en el ángulo de una esquina tironeada entre dos calles -como si cada una se disputase derechos de pertenencia-, con casas ausentes de numeración y un cartel con letras gastadas que el conocimiento largo hacía que todavía pudiera leerse. Así, la tienda «La Ocasión» era el punto de apoyo cuando alguna dirección mal dada o mal entendida hacía perder los pasos en confusiones esporádicas.

Don Camilo hablaba de su pueblo natal como un lugar inventado por memorias siempre dispuestas, agregando o restando detalles hasta hacerlas semejantes a oasis que se encuentran o desencuentran por necesidad de vida o acoso de muerte, aunque lo último era descartado de su vocabulario como un forma de no provocar acercamientos tú tentar su furia. Cuando era estrictamente obligatorio, se refería a la muerte como «el último sosiego». Había que entender a don Camilo, buscarlo detrás de sus ojos grisáceos y de la transparencia de la piel, de la palabra inquieta o no dicha, de la aparente sordera que lo elevaba a niveles de abstracción y le confería una apariencia de hombre de cera.

La apertura de una tienda no pasaba previamente por una etapa de elección. Era la única e implacable alternativa que ratificaba la falta de un oficio para ganarse la vida. De una profesión, ni hablar. Abrió la tienda, consciente de su falta de entusiasmo, de entrega, de deseo de convertirse en comerciante al menudeo. Con los años y la presión de su soledad, doña Sabina apareció, de medio cuerpo, detrás del mismo mostrador. Algún tiempo después, sentado en lo que podía parecer un coche de niño, Bernardo. Doña Sabina completaba la transparencia de don Camilo, en un juego de luces y sombras que semejaban la repetición de un mismo cuerpo, pero con agregados femeninos.

Bernardo fue criándose en esa atmósfera de polvo y cera y de futuro más o menos predecible. El aguante y el desencanto fueron torciendo la cara de don Camilo, llevándola hacia la dirección del viento que soplaba en días de frío repentino y subía por una de las calles hasta hacer ondear las prendas colgadas de ganchos suspendidos de un fino alambre que cruzaba la entrada de la tienda de un extremo a otro hasta golpear su rostro, distorsionándolo.

Las visitas periódicas de don Rubén, el vendedor de billetes de lotería, quebraban la monotonía de una actividad casi sin cambios. Eran visitas «para hablar», como las llamaba don Rubén, quien, al entrar en la tienda y al salir acariciaba invariablemente una de las mejillas de Bernardo, siempre la derecha, con dedos oscurecidos por la tinta de los billetes. Bernardo llegó a odiar las caricias de don Rubén, acumuladas durante su crecimiento. Pero la rebelión no estaba entonces dentro de las atribuciones de la niñez. Don Rubén, sin embargo, no lo hacía con malicia. Era más bien un gesto maquinal, como el de palpar una tela para apreciar su calidad.

Entretenidos, como acostumbraban estar en el idioma común y en recuerdos con un mismo punto de partida, muchas veces algún cliente impaciente se retiraba sin ser atendido. Tampoco importaba, porque la ambición no había calado aún en las honduras del espíritu de la gente. La diaria sobrevivencia, sumada a la posibilidad de un pequeño ahorro para «dar alivio al mañana», eran alcances que igualaban a quienes llegaron al país en condiciones similares.

Para don Rubén, don Camilo era un cliente difícil o acaso poco interesado en los vaivenes del azar. Cuando al despedirse le preguntaba cuándo le iba a comprar un billete, invariablemente le respondía: «Sé lo que tengo, lo que gano, lo que gasto, lo que me queda. El juego es un engaño. ¿Acaso se puede ganar dinero si no es con el trabajo? De lo contrario todos seríamos millonarios». Don Rubén, sin embargo, no cejaba en su intento. «Nada puedes perder más que lo que inviertas en el billete», le decía.

Don Camilo era consciente de que cada vez se alargaban más las visitas de don Rubén y que, entre charla y charla, las ventas de la tienda disminuían. Para no quebrar la amistad y, al mismo tiempo, aliviarse   de la distracción a la que lo obligaba don Rubén, decidió un día comprarle un billete de lotería. Lo guardó, como sólo él podía guardar algo importante. «Quien sabe», se dijo en la intimidad de sus pensamientos. No pensó que la ilusión de salir favorecido en el sorteo se convertiría en pesadilla. Por la noche se levantaba más de una vez para asegurarse de que el billete seguía donde lo había puesto y que el número era el elegido, un número que se mantenía legible hasta en su subconsciente. Ahí estaba, con sus cinco cifras grabadas en negro.

A medida que se aproximaba el día del sorteo, la aprensión de don Camilo iba en aumento. Las noches eran repartidas entre sueño y pesadillas hasta que sólo quedaban las pesadillas, apenas permitiéndole alcanzar el alba en medio de profusas sudoraciones y jadeos que llegaron a inquietar a doña Sabina. «Mejor hubiera sido no comprarlo», se lamentaba. Sin embargo, a ella también le perturbaba el boleto y más aún el número, pues recordaba haberlo visto en algún lugar.

Como mujer creyente que era y, además, cumplidora de obligaciones, ese domingo, como lo hacía cada semana, doña Sabina fue al cementerio donde, en meditación silenciosa o no tanto ante la tumba de su suegra, entre preguntas sin respuestas a veces lograba aquietar su mente. Además, su suegra siempre la había querido. De otra parte, una visita era para doña Sabina sólo eso, sin importarlo las condiciones en que pudiera realizarse. Con el velo cubriéndole los ojos y la cabeza gacha, doña Sabina invocó la sabiduría de su suegra para lograr la tranquilidad de espíritu. Al terminar, levantó la cabeza al tiempo que se desprendía de un suspiro. Fue en ese instante que fijó los ojos en el número que identificaba la tumba. Se llevó las manos a la boca para atajar el grito. Era el mismo del billete de lotería. No supo si alegrarse o llorar, pero era evidente que alguna influencia celestial había ayudado a don Camilo en la elección del número. También podría ser un mal augurio, una forma de enviar algún mensaje, detener la ambición, hacerles aterrizar y dar las gracias por lo ya ganado con el trabajo. Se preguntó si no sería más saludable romper el billete y terminar con la angustia de la espera, más aún pensando que últimamente don Camilo se había estado quejando de dolores en el pecho, en las costillas, en la espalda. Era posible que la madre estuviese descontenta con la compra del billete, preguntándose desde cuándo su hijo se había vuelto jugador. Pero también podría ser que estuviese intentando ayudarlo desde arriba, conociendo lo distraído que siempre era para recordar cifras así como así.

Caminó de regreso, lentamente para dar alivio a su agitación. No comentó el episodio con su marido para no alterarlo todavía más. Con el concepto de fatalidad heredado y su transformación en destino irremediable, doña Sabina logró olvidar el asunto. «Dios sabe lo que hace», se convenció.

La noticia que trajo Bernardo la sorprendió inmersa en los trajines de la casa: encontraron a don Camilo caído detrás del mostrador, aparentemente a causa de un ataque al corazón. Una vecina, que había entrado a la tienda para comprar unas madejas de hilo, se extrañó de no ver a don Camilo. Lo llamó varias veces por su nombre hasta que, mirando, lo divisó tirado en el piso. «Es un castigo de Dios por haber comprado el billete», lloraba doña Sabina. «No debimos ser tan ambiciosos».

Todo el barrio concurrió al funeral, Don Rubén se acercó a doña Sabina para consolarla, pero ella no quería nada con él por considerar que había sido el iniciador de la desgracia. Intentó hablarle, nuevamente sin resultado, Doña Sabina lo alejó, con un gesto tan definitivo que el hombre optó por retirarse a un rincón. Al regreso a la casa después del sepelio, don Rubén volvió a acercársele. «Ahora no», lo despidió doña Sabina.

La tienda permaneció cerrada durante los días de duelo. Don Rubén resolvió esperar, no importunar a doña Sabina en la casa. Cuando ella levantó la cortina para abrir el negocio, decidió que ya no podía seguir esperando. Sin poder controlarse, tartamudeando dijo: «el billete, el billete». «¿Qué billete?», preguntó doña Sabina, ajena a todo lo que no fuese su dolor. «¡Salió premiado!», exclamó don Rubén. Doña Sabina se atajó los pechos, la boca, la nariz, cambiando de posición las manos como si estuviera a punto de sufrir algún desmoronamiento de sus miembros. «¿Cómo no me lo dijo antes? ¿Dónde está el boleto? Sé que mi esposo lo guardaba muy bien, pero no me dijo dónde».

Doña Sabina estaba más alterada aún que con la misma muerte del marido. Preguntó a Bernardo. Tampoco sabía. Con un despliegue de energía poco habitual, comenzó a buscar el billete en todos los rincones de la tienda, detrás de las piezas de tela, en el cajón del dinero,  en las estanterías, mientras pensaba que con el dinero del premio podría dejar la tienda y ser vista, por fin, de cuerpo entero.

«Hay que encontrar el billete», sentenció don Rubén. «No basta la palabra para avalar la propiedad». Acompañó a doña Sabina y a Bernardo hasta la casa para proseguirla búsqueda del boleto premiado. La tarde caía cuando doña Sabina, agotada, se desplomó sobre un sofá de la sala. Presidiendo, con postura categórica en color sepia, estaba el retrato de don Camilo. Doña Sabina, mirándolo fijamente entre resentida y dolorida, de repente lanzó un grito, excitada: «¡el traje, el traje de matrimonio con que fue enterrado, ahí debe estar!». Bernardo y don Rubén reconocieron que bien podría ser. «Habrá que exhumarlo», dijeron a dos voces.

Los días siguientes fueron de recorrido por varias oficinas del municipio para obtener el permiso de exhumación. «La razón es atendible», dijo un funcionario, estampando firma y sello en el trámite final.

Doña Sabina no tuvo el ánimo suficiente para ir al cementerio. De haberlo hecho, no habría podido evitar su acostumbrado monólogo con la suegra. Además, pensaba que ya no tenía qué contarle. Don Rubén fue comisionado para representarla. Cuando regresó con el billete millonario en la mano, aconsejó a doña Sabina que hiciese pintar de nuevo el número de la tumba de la suegra, pues al parecer las últimas lluvias lo habían desteñido. «¿Qué lluvias?», se sorprendió doña Sabina. En ese instante don Rubén cayó en cuenta de que no era la época de lluvias. En previsión de cualquier otro desajuste climático o emocional, se alejó rápidamente como perseguido por algún espíritu en suspenso.


 


- XXVII -

«Es extraño lo que pasa en una familia: siempre hay alguien que nace y alguien que se prepara para morir», dijo la abuela Bea. Luego quedó pensativa para después preguntarse «¿se prepara?» como buscando la mirada tranquilizante de cualquier oyente. Se demoró unos minutos entre uno y otro pensamiento, dando lugar a conjeturas aún impensables, pues ella estaba lejos de extravíos y su demora le permitía un mayor efecto, aunque de pronto uno se preguntaba si lo hacía por ella o por los otros.

Con la abuela Bea uno podía ser joven y viejo a la vez con sólo dejarse llevar por sus pasados, que eran varios y de acuerdo con su estado de ánimo. O por los futuros que manejaba en distintos planos como si tuviese en sus manos la responsabilidad de manejar marionetas. No era precisamente de edad indefinida, sino que pocas veces podía encontrarse en una misma persona características que la hiciesen ajenos al tiempo, el cual parecía no importarle. Solamente daba muestras de lo contrario cuando en una sola frase oponía los cabos de la existencia. Sus palabras eran cortas, como un deseo de no importunar desmedidamente la atención del interlocutor. Las prefería rápidas «con la medida justa para que no tengan que apartar el exceso», decía. Pienso que pudo haber sido consecuencia de su falta de dominio del nuevo idioma. De otro lado, creo que debió conocer íntimamente el lenguaje para ser capaz de cercenar el olvido.

No es fácil ubicarla en modelos o caer en comparaciones para hacer más ajustada su descripción. Con ella siempre se tenía la sensación de que su charla era la prolongación de la del día anterior, en una continuidad que la hacía tan atractiva como pasar ávidamente las páginas de un libro «ojo por hoja» -como decía-, con la diferencia de que lo que contaba surgía con imágenes diferentes, haciendo posible de cada una de ellas una fabulación personal. Pienso  que su constante sonrisa fue culpable de que se creyera que la broma rellenaba parte de las interrupciones de su conversación, aunque más bien tiendo a pensar que su inteligencia no adiestrada recurría a esos subterfugios para que las historias fuesen menos pesadas. Las tinieblas no parecían tan amenazadoras cuando su voz aflojaba el acecho de fantasmas dispuestos a atacar sueños juveniles.

La señora E. era su gran amiga. Cuando llegaba a la casa para una de sus largas visitas, parecía querer apoderarse de todo el abecedario en un desborde casi irracional de palabras, Era un poco más joven que la abuela, pero no tanto. No obstante, apenas entraba en la casa, para halagarla le preguntaba si cómo hacía para verse tan joven, desconcertándola de tal modo que, entre pequeños gestos con las manos y risas, quedaba algo confusa. Sentía que ella me privaba de mis momentos de exclusividad con la abuela. No dejaba de aprovechar la menor brecha en la conversación para retomar la palabra, sin casi largarla hasta que «señora Bea, qué de cosas me ha contado», decía con un resoplido, levantándose y dando por concluida su visita.

La abuela quedaba, por un rato, como si se le hubieran agotado las fuerzas hasta que, costurero en mano, se ponía a estirar hilos, buscar agujas, elegir colores y adentrarse en alguna costura. Entonces yo la azuzaba como si se tratase de un pozo que hubiese cortado repentinamente el suministro de agua, hasta que la anécdota prendía y el olvido relegaba a la señora E. a una sana distancia. Cuando contó que en cierta oportunidad le pidieron el documento de identidad para entrar a una función de cine, ella espetó al controlador «¿soy muy joven para lo que van a mostrar o muy vieja para entender? Pasé fronteras con uno falso. ¿Cuál quiere? ¿El de entonces o el nuevo?». Había que tomarla en la dimensión de su aprendizaje experimental, sin buscar razones que expliquen su forma de comportarse. Cuando quise enseñarle los rudimentos de la escritura del idioma adoptado, me preguntó qué puede agregar eso a lo que pueda expresarse hablando.

El tío Berni se preocupaba, a veces sin motivo, de que su madre, por carencias propias de quien no ha sido parte desde un comienzo de la idiosincracia del nuevo continente, pudiese ser objeto de engaños o maquinaciones. Nada más alejado de la realidad, pues la abuela Bea jamás perdió su atractivo de conquistadora nata. Cualquiera que intentare tomar provecho de su candidez era tan atrapado por la profundidad inacabable de sus ojos que llegaba a desbaratar el intento más simple o más complejo. Es muy posible que uno de sus atractivos residiese en la mezcla de idiomas de su vocabulario, lo que provocaba admiración en quienes, alejados de la posibilidad de conocer otras tierras, podían sentir su embrujo con la aproximación que ella hacía a través del lenguaje. Nunca tuvo vocación de soledad. Su calidad de sacerdotisa del silencio contrastaba con la búsqueda continua y diaria de dar conversación a cuanta vendedora de productos de chacra llamaba a la puerta de su casa en una época en la que aún no se habían inventado los supermercados. Se enteraba así de los problemas familiares de esa gente de campo y no pocas veces se convertía en consejera circunstancial. Sus palabras eran escuchadas con atención, a menudo compensándola con el obsequio de alguna fruta o verdura.

A veces muerdo los dientes como si buscase constatar de que son propios, un gesto maquinal para apartar el fantasma que me ronda: que algún día llegue a parecerme a la abuela Bea hasta en eso. Ese día sus placas dentales quedaron olvidadas en un vaso sobre la mesa de noche. Nunca antes le había ocurrido. Ni siquiera eran placas completas, sino sólo un sextillo y el armazón «las plicas», como hubiera dicho un músico.

Fue accidental. A lo mejor tuvo un sueño o la obsesión de un sueño y ella se sacó las placas, inconscientemente, en un intento de rebeldía. Quizás fraguó toda la escena y ésta se volvió manía persecutoria hasta quedar dibujada, haciendo guiños de colores como en una lámina de Doré. Juré que nunca me pasaría algo igual. La tonalidad rosada de las placas me producía una mezcla de repugnancia y temor hasta convertirlas en fantasmas flotantes, dibujo animado sin posibilidad de olvido.

Lo de la abuela Bea era diferente, sin relación con el desgaste natural de la edad. De niña se estiraba el cabello en vez de llorar o gritar, arrancándolo en manojos, por lo que era fácil seguirle los pasos. De pronto quedaba pelada y sus dedos pequeños iban buscando restos para continuar con la rebeldía dolorosa, la búsqueda de atención, el atentado contra sí misma como forma de flagelación por pecados que serían anunciados. Después hubo un período de sombras, oscuridades extrañas que tomaron formas geométricas y telarañas de miedo para  envolverla. El tiempo corrió atolondrado a su alrededor, en el contorno de su cuerpo, en largos y anchos que le fueron perteneciendo para su gusto o disgusto como una forma de empecinamiento para obligarla a crecer, optar, decidir, envolverse más tarde en una maraña de responsabilidades que la irían ahogando.

«Después de cierta edad se hace difícil», escuchaba, sin llegar a comprender cuáles eran las dificultades que acompañaban cierta edad. Más tarde lo supo. De nuevo el peso abstracto de responsabilidades, el sentido del debe y el haber que no sólo figura en libros de contabilidad, sino también es recuento, balance, marca que delinea cifras que se van agregando hasta hacer incomprensible la cantidad. Llegó a pasar la «edad difícil», sin el lastre que significa el no asumir o el rechazo del hecho. Se convirtió en mujer casada. Entonces dejó de ser ella misma. Pudo mantener el nombre, sólo el primero, y el resto fue cambiado en el momento en que se dictaminó «hasta que la muerte los separe».

Hubiese querido ser Quijote y embarcarse en empresas aéreas para luchar contra vientos ajenos a molinos, lucubrar aventuras y lanzarse a la conquista de terrenos de alturas ya conquistadas que, sin embargo, para ella serían nuevas, por ser hallazgos aún no registrados en su historia. Pero sus ojos siempre limitaron con barrotes y la lejanía, el horizonte, todo lo que pudiera haber detrás, aparecía cercenada. Empezó a comprender las rayas de la cebra y a verlas como deseo de libertad puestas para que las bestias, en ataques efímeros de conciencia, no reincidan en su capricho. La abuela Bea aparecía y desaparecía, haciendo gestos, articulando sus brazos cortos en actitud desesperada para que no volvieran a repetirse. Eran gestos de ultratumba, ensoñaciones que se prendían o apagaban como fuegos fatuos.

Ella era joven, ridículamente joven, con la edad suspendida de hilos sin resistencia y la mente circulando sin rumbo fijo, sólo dando vueltas como si fuese a emprender un viaje alrededor del mundo en ochenta vueltas. Pero las vueltas eran muchas más, todo un remolino, un carrusel mareador con subidas y bajadas de caballos mientras ella hacía lo mismo en la imposibilidad de poner términos, límites, dejar de ser arrastrada.

Nadie dio importancia a los manojos de cabello dejados al pasar, hitos para que la encontrasen, astucia animal. Quizás alguien enunció   otra frase y el olvido la fue desgastando, pero algo acerca del tiempo y su peso de horca, péndulo de movimiento continuo, vibraba en alguna parte de su mente. Llegó a creer que la normalidad de una relación matrimonial requería el equilibrio de otra mujer. Creyó verlo en las sonrisas comprensivas. No pudo evitar la asociación lícita o ilícita de lo sucedido. Sólo medió la espera, y ella atisbando desde algún rincón o saliendo a la luz para no continuar en el engaño, en la falsedad del rostro oculto. Se tocaba la cabeza, buscando los huecos de su niñez. La sensación de abandono la fue tensando. Fue cuando se le ocurrió probar la resistencia de sus dientes. Colgó dos dedos de uno de ellos y la mano inició el movimiento lento, sólo para consumir la espera, la soledad obligada por la tardanza del otro. Era como morderse las uñas o pelar nerviosamente la piel que las rodea. El diente demostró ser firme, caprichoso. Pensó en la gota de agua, en la roca, en la perseverancia de las mujeres que la habían precedido, en las amazonas ofrendando parte de su naturaleza, y le pareció mínimo su desprendimiento. Con todo, lo suyo no era ofrenda, sino una forma de flagelamiento. Debió de tomar los hábitos, hacerlo por una causa. Quería matar el tiempo, medirlo, contar sus ofensas o sus reemplazos, o como quisiera catalogarlos.

El diente se desprendió. Tardó un tiempo en lograrlo. Los demás se entregaron después, como adhiriéndose a la causa. «¿Qué causa?», se preguntó un día, cuando la ausencia de seis dientes la obligaron a cubrirse la boca con la mano al menor intento de risa. Él nunca creyó que los había perdido, encabezando una manifestación de protesta, recibiendo golpes vanguardistas. Su ironía remeció las formas de encierro de la abuela.

Se sintió ofendida, estafada, antes de barajar la palabra «culpable», moviéndola de un lado a otro, subiendo y bajando el tobogán incierto. Se apropió de la palabra en otra espera. El espejo fue cambiando la acepción hasta que la rabia desmanteló su imagen, socavando fondos y fundamentos, creencias, esperas, treguas, batallas no peleadas, aceptaciones, entregas, y la puerta cerrándose y volviéndose a cerrar mientras ella se rebelaba, convencida de una tercera dentición. Entonces tomó el «arma de desagüe» y sacudió la ausencia, la de él y sus dientes, hasta que el cuerpo recobró su estabilidad y los ojos dejaron de conmoverse. No midió el tiempo. Se  dirigió hacia la puerta. Era común de dos. La atravesó, mirando hacia adentro y hacia afuera como si su propio movimiento no fuese suficiente para la salida de todo el cuerpo. Traspasó el umbral. No fue igual que otras veces. La separación de espacios repercutió en uno de sus latidos.

La abuela Bea partió y regresó varias veces, convencida, pienso, de que eran migraciones necesarias para mantener un matrimonio toda la vida. El abuelo Mauri hizo algo semejante, pero sus ausencias duraban más que las de la abuela. Con cada regreso de la abuela, notaba que me iba pareciendo cada vez más a ella. Sólo la permanencia de mis dientes todavía marca la diferencia.


 



- XXVIII -

Aún puedo verlo presidiendo la mesa pascual, la misma de todos los años, siempre en la cabecera. Además, era el lugar más cercano al primer dormitorio a través del cual se llegaba al baño, pues las «presiones de la vejiga» le obligaban a vaciamientos frecuentes. Es el abuelo Mauri. Con su imponente anatomía, no dejó de inspirar respeto -o tal vez temor- a lo largo de su vida, el mismo abuelo que después de catorce años de separación decidió, presionado por un miembro de la familia, acercar a la suya, rezagada hasta entonces en otro continente. Después de todo, «a América» la hacían los hombres y por la atracción de esa América muchos olvidaron hijos y también esposas, a quienes no era difícil suplantar, partiendo con relaciones nuevas que desarrollaban sentimientos nuevos hasta que los otros quedaban remitidos a un pasado inevitable e irremediable.

Sea como fuere, convertido nuevamente en marido por derecho propio -porque no se esperaba otra cosa y, además, esos catorce años no eran motivo suficiente para rupturas matrimoniales-, el abuelo Mauri presidió la cena pascual, año tras año, mientras la familia se mantuvo como tal en la casa de la calle de los jacarandaes que todavía se alzaba sin grietas materiales ni humanas.

No sé por qué la memoria se ensaña conmigo. Quizás porque la época es la misma y el recuerdo ha fijado la imagen de la mesa larga, con todos sentados a su alrededor y el candelabro de siete brazos encandilándome. La abuela Bea, quien a pesar de los catorce años de abandono nunca ocupó ese lado de la cabecera, sin embargo era capaz de manejar el desarrollo de lo que pudiese acontecer con sólo fijar los ojos o aplicar la astucia aprendida como método de sobrevivencia, igual que animal frente al peligro.

Con el paso de los años, el mismo ritual pareció tomar más tiempo al abuelo Mauri. O tal vez era nuestra paciencia la que se volvió   escasa para tanta espera. Había que ayudarlo a sentarse mientras la abuela, con sus manos etéreas, prendía las velas del candelabro, con alguna que todos los años se resistía. El tiempo estaba ahí, sin intención de ser, ansiosamente esperante, cautivando con su acecho. Era un tiempo con tiempo, como sólo experimenté en esa época donde el detenimiento se volvía natural hasta convertirse en constante por esas necesidades que dejaban atrás premuras. El encendido de las velas alcanzaba visos de ritual, donde el orden secuencial era observado rigurosamente, tal vez para no desatar quien sabe qué furias divinas. Debido al clima de la estación, el comedor, con sus puertas cerradas para mantenerlo fresco, conservaba un olor a encierro. En ocasiones como las de la cena pascual, era abierto de par en par para el ingreso de toda la familia y el olor de la comida que se afianzaba en las fosas nasales para formar el recuerdo futuro.

Siempre había algún miembro ausente, temporal o definitivamente, quien era mencionado por la abuela mientras pasaba levemente las manos sobre la llama de las velas durante el rezo. La presencia de algo superior cargaba la atmósfera y la conversación se mantenía en un tono neutro para no molestar la magia del momento. La espera era un elemento palpitante, una sensación o forma de conducta impuesta por la solemnidad del festejo, aunque nunca supe de qué espera se trataba, o posiblemente era otra de las magias de la abuela para dar un cariz más espectacular a la celebración. Era increíble lo que ella podía hacer con el movimiento de las manos. Las llamas de las velas respondían a su invocación, inclinándose hacia donde las llevaba con la punta de los dedos o con el murmullo del rezo, invocante de benevolencia para los hijos y los hijos de sus hijos, y para quienes viniesen después.

La parte leve correspondía a la abuela Bea. La otra, la de fuerza y decisión de horarios y acomodos alrededor de la mesa, al abuelo Mauri. Había que calmar de pronto al tío Jako, quien, olvidando por un momento la trascendencia de la celebración, intentaba desencadenar las risas infantiles que colgaban de ojos, de bocas entreabiertas, de gestos apretados de las caras. Bastaba una sola mirada cortante del abuelo para volver las cosas a su lugar. Entonces Jako hacía gestos ocultos para dar a entender que no todo estaba perdido, que aún   tendríamos la oportunidad de dar rienda suelta a la risa retenida. Y así sucedía después de traspasar la parte seria de la celebración: el rezo y los pedidos de perdón que no debían faltar.

Era el momento de hacer un balance familiar, donde cada uno informaba al abuelo sobre el estado de sus negocios y sometía a su juicio cualquier empresa que se estuviese considerando. Era el momento de recreo para los niños, de libertad plena para revolotear por toda la casa, sin impedimentos. En la euforia del desatino, abríamos el antiguo arcón de la abuela -traído de Jashevato, por supuesto- para hurgar en sus pasadas elegancias que, sin tiempo ni preocupación de modas, épocas o estado de conservación, continuaban en uso «porque la tela la traje de allá», decía. Y era razón suficiente para no desprenderse de la prenda, sin importar si estaba fuera de moda o no. El día de la cena pascual no íbamos a la escuela, lo que marcaba el inicio de la celebración para nosotros. Al día siguiente venían las explicaciones a los profesores del porqué de nuestra ausencia, con cierta timidez, ya que no se trataba de una celebración generalizada. La diferencia, marcada solapadamente por los compañeros de clase, quedaba al descubierto aún más y el gusto de la alegría del día anterior era consumido, de cierta medida, por nuestro deseo de no ser diferentes, de no resaltar entre los compañeros. No obstante, la noche anterior nos quedaba adherida a la memoria, al sentimiento, a las ganas de que pudieran sucederse muchas más como esa y no tuviésemos que esperar todo un año para volverla a gozar.

Se cenaba temprano, apenas el sol desaparecía de los techos y continuaba bajando hasta caer con todo el peso del anochecer. Ni bien se insinuaban las sombras, la abuela buscaba presurosamente su mantilla, también traída de allá, para cubrirse la cabeza y los hombros durante el rezo. Al verla así, cualquier otra cosa perdía importancia para nosotros. Y envidiábamos su capacidad de entrega pudorosa, ocultando la cara en sus manos y manteniendo en un susurro el diálogo íntimo con el Hacedor. De pronto, uno de nuestros nombres escapaba del idioma materno y al reconocerlo nos llenaba de orgullo. Se sentía más importante quien había sido nombrado primero, un asunto difícil de cambiar porque estaba basado en las declinaciones de la edad.

Sin embargo, no todo quedaba ahí, pues esa noche era una de misterios y cada acto suponía un desprendimiento de alguno de ellos.  Pensábamos, con el pensamiento inexperto de años cortos, que al final de tanta entrega la noche quedaría delgada, demasiado delgada para dormirla, y no habría más remedio que acabar con ella, confiando en que el amanecer no se demore en exceso. Cuando el abuelo Mauri levantaba la copa de vino -una especial, de plata, sólo usada para esa ocasión y que luego se la guardaba en el aparador hasta el siguiente año-, un temblor nos recorría, pues algo sobrenatural podía ser detectado en la gravedad de su rostro, en su forma de mirar la copa y sentir en sus labios el vino que acababa de bendecir. Era, sin duda, una noche muy especial, quebrada de pronto por algún llanto intempestivo de seres demasiado pequeños para mantener el decoro adecuado.

A veces la ceremonia de bendición del vino se extendía más de la cuenta cuando el abuelo Mauri se entusiasmaba, incluyendo rezos adicionales. Entonces había que esperar, pacientemente. Nos hubiese gustado alargar una mano atolondrada, confiando en no ser sorprendida en su adelanto antes del inicio formal de la cena, a pesar de que los platos tradicionales ya estaban puestos sobre la mesa y de la penumbra cómplice que reinaba en el comedor. Cuando el abuelo depositaba por fin la copa sobre la mesa, sabíamos que era la señal de inicio de la cena, aunque nada era posible asegurar en esa primera noche pascual. Muchas veces hemos debido esperar que ocurra lo que el abuelo solía decir: que se debe esperar que alguien, extraño a la familia, entre de pronto para compartir nuestra cena. Ante esa eventualidad, al sentarnos a la mesa el abuelo se aseguraba que la puerta de calle estuviese abierta, «Nadie debe quedar sin cena pascual», sostenía, con esa voz gruesa que conocimos y que mantuvo siempre.

Al final de la cena, la abuela iba discretamente hacia la puerta de calle y la cerraba. Cuando nuestros ojos de pregunta, que no osaban llegar a la palabra, se prendían de los suyos, muy tranquilamente contestaba: «todos saben a qué hora se cena; el que se atrasa, queda sin comer».

La medianoche era el momento que marcaba el fin de la primera noche y también cuando muchas cabezas pequeñas, apoyadas sobre la mesa, formaban un cerco cerrado que era necesario remover. Entre quejas de cansancio y el desgano de caminar las pocas cuadras que entonces formaban las distancias -épocas en que el coche era un lujo fácilmente postergable-, cada familia tomaba la dirección de su   propia casa, llevando consigo el reparto que había hecho la abuela del sobrante para que el día siguiente continuase teniendo el gusto de la noche anterior.

Ahora, a la distancia, me pregunto qué cualidad especial tenían esas mesas de antes para dar cabida a tantas familias juntas, o cómo los espacios eran tan fácilmente extensibles. Tendrían que estar los abuelos para preguntarles, aunque no me cabe duda de que responderían que no eran solamente las mesas o los espacios, sino también el misterio y la magia de esas llamas que se retorcían sobre las velas, sin ánimo de consumirlas, los aromas y el gusto inigualable de la cena de esas noches que iban encogiéndose paulatinamente hasta volverse una raya y colgar con suavidad sobre nuestros sueños. Y lo sé, porque la abuela abriría su libro de respuestas, ordenadas por abecedario, para sellar hasta la boca más inquisitiva. Muchas veces pensamos que algo, guardado celosamente bajo su mantilla, le daba ese aire de maga que desataba la imaginación más obstinada. Debo buscar su libro de respuestas, que probablemente estará guardado en el segundo cajón del ropero de luna o detrás de sus vestidos, o encima del ropero, fuera del alcance de manos inquietas, o... Me temo, sin embargo, que lo ha llevado consigo cuando se fue. Claro, era parte de sus mañas, de su forma de obligarnos a elaborar nuestras propias respuestas. Pero de cierto modo la engañé, pues muchas las recuerdo de memoria. ¿Habrá sido otra de sus mañas?

«Hay que continuar», susurra una fotografía inclinada por algún peso que todavía no ha alcanzado el estado de ingravidez. Creo estar de acuerdo. Sobre todo porque la imagen es la del tío Berni, el mismo que ensayaba existencias o inexistencias postergando la decisión para sopesar riesgos y optar por la que menos pudiese dañar a quienes lo rodeaban. «Ya no hay personas de esa clase», pienso, con la presión que obliga toda recuperación del pasado.

Temo que la bondad de ese pasado me obligue a vagar de pensamiento en pensamiento, de pasar de la realidad a la fantasía y también lo contrario, porque me habré impuesto el ridículo juego, el intento salvador por hacer presente lo que no puede ser, de detener lo   que ya es fuga sin preludio, lo que mañana... Pero ¿quién me puede ayudar a que sea mañana? Temo que al sueño pasajero se le haya olvidado desaparecer. El tiempo, «esa farsa siniestra», según Breton. No obstante, sigo abriendo huecos en él, pero son huecos con cavidades interminables. De alguna manera tendré que llegar al fondo de ellos para desdecir a Breton. Pero ¿qué sentido tendría? ¿Qué tiempo es ése?

El enigma se abre y desabre, convirtiéndose en un guiño cósmico. O es una trampa, la misma que acecha milenariamente haciendo creer que son ofrecimientos salvadores. O lucubraciones infinitas que llevan al desenlace fatal: el recuerdo y la memoria antes de que lo contrario suceda y nada, nada sea rescatado. Será preciso que me apoye en el borde áspero del ojo de buey, frotarlo y esperar que ocurra lo que deba ocurrir. Después de todo, quién asegura que un ojo de buey no pueda comportarse como una lámpara de Aladino. Sólo hay que saber en qué dirección frotarlo y con qué fuerza para no provocar un desborde de hechos y situaciones o no molestar a quienes ya no desean ser molestados. Pero el recuerdo obliga cuando el silencio no puede continuar siendo silencio, cuando la fantasía está ahí, al alcance de un manotazo, sin que la realidad deba ser alterada.

Una pertinaz vigilia se complace en hacerme extraviar ovejas. ¿Es normal eso, tío Berni? He probado con iguanas, caracoles, pero parece haber capricho en esos bichos, deseos de no convertirse en pretexto de mi problema. Entonces escribo cartas extensas que terminan absorbidas por el aire. Quedo dormida en medio de una de ellas. Opto por el sueño para continuar comunicándome. Al día siguiente, la angustia me hace correr al teléfono para constatar presencias y evitar la lentitud del mensaje escrito, aunque dejándome la sensación de que sólo lo pueril, lo rápido, lo intrascendente, fue confesado al aparato negro, al hilo que cruza fronteras.

Pienso que más adelante, cuando otras memorias inicien la cuenta regresiva, únicamente las palabras suspendidas en el viento serán difíciles de atrapar. Se agregarán o restarán para formar el mensaje desaparecido y sólo podrá ser rescatado parcialmente lo que sea posible retener en la memoria. Sí, creo que tendré que escribir más cartas. Voy al teléfono, disco un número y, casi a la velocidad del sonido, escribo y recibo una carta. Las otras dejaré para mañana. De   cierta medida, nos volvemos héroes o heroínas de lo que el viento se lleva con la complicidad del tiempo.

«Creo que cuando me casé ni siquiera sabía dónde estaban los puntos cardinales», contó mi madre. «Tampoco me advirtieron que eran bastante díscolos y variaban de posición, ni se tomaron el trabajo de hacerme notar que las recién casadas pasaban parte del tiempo de cúbito dorsal. Aunque, si lo hubieran hecho, nada podría haber ganado, pues no hace mucho que relacioné ese cúbito con el estar acostada y, por supuesto, en esa posición no había puntos que se mantuviesen cardinales. Me di cuenta, entonces, de que mi educación dejaba mucho que desear, por más que la abuela vieja, con su sabiduría también vieja, me dijo seriamente cuando, con 17 entrados años, me dirigía al altar: 'cierra los ojos, habla poco, pregunta menos y todo marchará bien; está en el Libro'.

«Desde ese tiempo, el gallo de hojalata sobre el techo de la casa se mueve, cambia de posición, se detiene y luego da vueltas y más vueltas, imagino que buscando el norte. Es tal su indecisión que ha hecho del problema de mis puntos cardinales un asunto sin salida, lo que agrava mi sensibilidad cuando me encuentro en alguna ciudad desconocida donde, con toda parsimonia, me indican: 'camine media cuadra hacia el norte, dé vuelta hacia el sur unos veinte pasos, luego encontrará una pila de agua; párese al lado y calcule el este, pero no lo tome, pues justo en el lado opuesto está la dirección que busca'. En casos así, me limito a mirar a los ojos de la persona de buena voluntad y agradecerle el tiempo que se tomó en explicármelo. Después camino en dirección oblicua o directa, a mi manera, y llego.

«Pienso que alguna corriente oscurantista aún soplaba en mi época y, como todavía la contaminación atmosférica no era conocida, se la respiraba a pulmón lleno. De todos modos, éstos se ponían negros. La falta de conocimiento de los famosos puntos cardinales nunca me permitió aprender el alfabeto Morse. Una pobre coordinación me hacía parecer el peor de los espantapájaros. No es que fuese tonta, sino que en ese tiempo las mujeres sólo aprendían de los libros, sobre la marcha y como viniese. No tardé en darme cuenta de que la vida estaba escrita en los tangos. Eran una fuente inacabable de  sorpresas. Cualquier puente que quisiera cruzar como adelantada, era fatalmente roto por gestos que no necesitaban de explicación.

«Vestida de novia, me pasearon por el pueblo, tal vez como muestra de algún tipo de calidad. Al día siguiente, teñida de vergüenza, invoqué la ayuda de alguna diosa para que bajase con un velo y pudiese ocultarme y ocultar lo que ya era de conocimiento general. En el mismo año de mis 17 dejé de pertenecer a la adolescencia inocente. No recuerdo en qué punto atravesé la línea demarcatoria o qué apuro me impulsó a hacerlo como si estuviese corriendo para alcanzar el último tren, cuando en verdad el pueblo no contaba aún con ferrocarril.

«Una timidez extrema me atacó por varios frentes y se me hicieron pocas las penumbras para esconder ese mal. Mis ojos descendieron en actitud de entrega mientras las demás partes del cuerpo pugnaban por sobresalir, causándome problemas no experimentados con anterioridad. Pensé en recurrir a la abuela vieja, pero el temor de poner de manifiesto mis ignorancias, supuestamente superadas, me mantuvo estoica.

«Una amiga, con toda la fuerza del agravio, dictaminó: 'estás esperando'. Me hubiera gustado ser como ella, saber lo que había que saber. Su dictamen sonó a sentencia. '¿Cómo pudo pasarte?', agregó. Sólo me encogí de hombros, aunque estuve a punto de recitarle una clase de geografía con el mapa acostado, los puntos cardinales donde podía reconocerlos y los ríos cruzando y descruzando zonas, regando tierras.

«Así pasó, quise decirle, pero estaba llena de dudas. Me sentía de este lado de la línea, formando fila con la abuela vieja, con mi madre, toda una comparsa en carrera de postas. La abuela vieja iba adelante, con su Decálogo de la Mujer en mano, enarbolándolo como Estatua de la Libertad en movimiento. Cada mandato del decálogo se iniciaba con un «NO», con mayúscula. Del otro lado de la línea estaba mi amiga. Nunca pude traspasarla. Era mucha carga la que llevaba encima. Además, quién era yo para trasgredir una línea impuesta por la abuela vieja y quien sabe por qué otras en proyección pasada».

Así escuché contar a mi madre alguna vez. Fue antes de que ingresase a esa sala de espera a la que llaman «casa de reposo». Creo que hasta me ofreció sus puntos cardinales. «Ya no los necesitaré», dijo. Preferí... No sé qué preferí. Sólo apuré el paso para alejarme.


 


- XXIX -

De nuevo los barcos azuzan mi conciencia. No sé si son varios o el mismo que sortea olas y aparece proyectado innumerables veces en el horizonte. Tampoco sé si éste es uno solo o, por una suerte de orgullo, se desdobla para dar cabida a tantas naves. Siento de pronto que un barco ladra o ronronea, o llora para recordarme que está ahí para que le acomode el lastre o le lance el cable que le permita el acercamiento. Podría tratarse de la nave del amor. O de la muerte. O de desahuciados puestos a deambular hasta que consigan la benevolencia de algún puerto.

Algunas sombras son alcanzadas por el reflejo del agua e iluminan seres. Son reflejos que se resisten a develar identidades. Dan ganas de cortar el horizonte para que deje de atraer naves y las fagocite, alterando el empuje de la visión. Puede que sea un problema de ojos atestados de imágenes que ya no son capaces de priorizar una selección. «Mis ojos están viejos», murmuro para que sueños y pesadillas busquen el remanso de otros lagos. «Viejos o recién paridos, no hay forma de combinarlos», responde el agua, el cielo o las sombras anónimas. Tal vez se han desprendido de esta característica y pugnan por desatar hilos enmarañados de mi memoria.

Sufro. Hago esfuerzos por develar misterios que nadie me ha pedido que devele. Es la fijación a la que llevan deseos de prolongar vidas desprovistas de vida en una búsqueda de lo eterno inexistente. Grito. Son esfuerzos guturales que retumban en la inmensidad de cielo y tierra, y se quiebran sin posibilidad de rescate. Hasta el eco parece haber hecho mutis por el horizonte.

Juego con un mechón de cabello, como cuando era niña y el tiempo esperaba su turno junto a ese acto maquinal hasta que la idea encontraba salida. ¿Dónde habré dejado el libro de ideas? Forma parte de la sucesión de extravíos y descubrimientos que hicieron posible el desarrollo de los años. Toco mi cuerpo para detectar posibles escondites.      No es el mismo de antes y las ideas ya no se originan en un tirabuzón de cabello. Han abandonado mi mente y forman el mundo exterior, el que se ha convertido en culpable de la desaparición de mis pudores. Quizás la salvación esté en el barco imaginado por mis ojos con la complicidad de todo el entorno.

No quiero deshacerme de la fabulación que posibilita la existencia, del enfrentamiento constante realidad-fantasía que constituye el alma y amerita el complemento corporal. Acaso todo sea consecuencia de haberme levantado con la parte izquierda de la conciencia. Recuerdo que anoche apagué la luz del hemisferio derecho. Algunos actos son maquinales porque no hay un compromiso formal de la voluntad.

«Cuando el cuerpo pesa, la mente calla», dicen mis voces interiores. Es la dicotomía a la que me someto cuando alguna falla amenaza mi desenvolvimiento existencial. Entonces trato de atajarme de barcos, de radios antiguas, de guerras y peces descritas en idioma de abuelos, de aventuras de las que sólo participo pasivamente, de intentos de fuga o de arribo, hasta que siento la ilusión de un pasado que se revierte y condiciona el presente. «Quiero vivir el futuro», susurro. «Primero tendrás que dejar de ser», contesta la voz conocida de un antepasado. «¿Cómo se llega a eso?», pregunto, esperando que me surjan caminos distintos a los tradicionales. La voz calla.

Un silencio ampuloso se expande con peligro de explosión atmosférica, sideral, acústica o cualquier otra vía imaginable. Temo la profundidad de algunos silencios. «El silencio es un estado mental», sugiere mi interior. Apelo a ruidos anteriores, a las secuelas que han formado huellas por las que se desliza un trinco. Necesita que lo lubriquen. «No dejes que el trineo se detenga», gritan mis silencios. Cuando quiero gritar que no se alejen los barcos ni las sombras que los habitan, veo cómo van cayendo en el horizonte. Me prometo despertar al día siguiente con la otra parte de mi hemisferio mental. Sólo que no sé si habrá alguna diferencia.

El asedio de mi propio cuerpo decanta el cúmulo de consecuencias. O es el buceo de la mente para acabar con pretéritos perfectos. O la conciencia vistiéndose de colores que permitan una enajenación carnavalesca. Divago. «El caballo y el hombre hacen el desierto», pienso, sintiendo que me extravío en medio del arenal. «Es el desierto del que provengo», me digo. Creo que imagino al hombre   y al caballo. Imagino imaginándolos hasta que pienso que el sonido de un galope se precipita en mis oídos y no tengo más que agregar al hombre para cerrar la escena, consagrada a las cosas vistas y continúe divagando en busca de nuevas composiciones.

Es increíble la disposición de la mente a lucubrar lo desconocido. «Si no son barcos, han de ser caballos», medito. Es posible que esté siendo atacada por duendes malignos que insertan postes en mi mente como hitos que irán marcando grados ascendentes o descendentes de locura. Temo que el hombre no pueda domar al caballo y su carrera lo acerque cada vez más hacia mi. No sé si temo más al hombre o al caballo, o se trate de un emisario del Apocalipsis buscando presa o lugar donde aposentarse.

Me pena la ausencia de mar, extensión que no depara más que una nueva extensión de lo mismo, sin posibilidad de que la tierra, incinerada hasta el punto de producir espejismos, no sea capaz de ofrecer una posibilidad húmeda que corte la sequedad adentrada en mi garganta, causante de un remezón de tierra. Es extraño que el cuerpo pueda experimentar tal remazón. Tal vez el hombre tenga algo que ver con eso. O el caballo. O los sentidos que se obnubilan cuando la razón cabalga y el caballo y el hombre se convierten en nada más que pretexto. Mi imaginación ha desbocado algunos instintos primigenios y el contorno del animal, en su movimiento esforzado, hace resaltar venas y músculos y produce cierta inquietud que me altera.

De pronto, el panorama se vuelve rojo como si anunciara, catástrofes por venir. O es sólo la catástrofe interna que se prepara para hacer frente a una nueva forma de sentir. Casi podría prescindir del hombre, tal es la fuerza del caballo, su forma de arremeter contra arena y viento manteniendo su postura de colonizador de tiempos, de desiertos, de extensiones, de personas que lo observan con la esperanza de que no deje de avanzar. Son reflejos calcinados que inclinan a la alucinación. No es un sueño. Los desiertos no fueron hechos para ser soñados, sino para que atenten, con su magnificencia, contra estados de razón que esperan un quiebre y pueda producirse la chispa que inspire la incorporación irremediable e impostergable de cualquier observador. O es la necesidad de animal que hace imprescindible el desierto como elemento transportador que durará un trayecto ininterrumpido durante el cual sucederá lo que deba suceder. Y aparecerán sirena del desierto, mitad mujer y mitad equino, para hacer contrapunto a las otras.

Tal vez la aproximación imaginaria de desiertos, mares o dunas, sea el ejercicio necesario para recuperar mi identidad perdida. Perder el Paraíso no es lo mismo que perder la identidad. ¿O sí, tío Berni? Puede que esa sea la razón por la que trato de identificarme con el hombre o con el caballo. La inmensidad del espacio distorsiona la percepción de ojos con mirada sin práctica suficiente para llegar tan lejos o posarse en el camino para descansar antes de seguir cabalgando sobre los ojos, fustigando las pupilas.

Nada es muy claro cuando el entorno se funde con su contenido, cuando uno cree que está observando y tal vez suceda lo contrario, y de tan fija que mantengo la mirada he caído en la atracción de un espejismo que cambia de lugar. Puede que me esté enamorando del caballo, el que aprovecha un claro dejado por el paso rápido de la arena suspendida en el aire para hipnotizarme. Es mi voluntad la que falla cuando trato de instigar la memoria hasta que la transformo en caballo y sitúo a un hombre en el lomo para que sea protagonista de sucesos aún desconocidos. Hay días en que uno no debiera internarse así no más en desiertos para no tentar las imágenes que contienen. Es la aventura lo que me presiona con su garra, e inclina a irrealidades que podrían dejar de serlo con el inicio de la tormenta, con el suspiro del cielo, con las formas más misteriosas que toma la noche para obligar la aventura. Y me sumerjo en ambas, noche y aventura juntas, tratando de no asustar al caballo o al centauro en que se ha transformado por la dimensión distinta que va tomando el objeto observad a medida que más se lo observa. No sé con cuál parte quedarme. ¡Como si pudiese elegir! Se me parte el sentimiento entre lomo y cola, entre cuerpo y anca.

La inmensidad del espacio hace de cualquier movimiento vehículos sensuales. El caballo, o centauro, ha dejado de galopar y se empeña en jugar en la tierra con la pata derecha. Lo imito. Son actos maquinales que transmiten deseos. ¿Qué deseo, tío Berni? ¿Ser hombre o ser caballo y disponer de la libertad de espacios abiertos, intensos, cortados a la medida de uno con la complacencia de la atmósfera? Ningún deseo puede ser gritado o escuchado. Nadie puede oír a nadie cuando el viento silba pura tierra y las huellas son comidas por otras hasta que se tiene la sensación de que nadie las ha marcado. La soledad es indescriptible. Duele como cuerpo colgado de  un gancho. El aire está detenido y cuesta respirar. Entra a tropezones, produciendo quiebres en la boca, en la lengua, en la garganta. Sobre todo en la garganta. Pienso que en la necesidad de tragar algo tragaré mi propia lengua. Siento ganas de romper con las tiranías impuestas por generaciones anteriores, cortar la distancia, correr hacia el hombre y su caballo. O que en galope desbocado sea alzada al vuelo, caiga sobre la grupa del caballo y sienta el susurro anhelante de mi cuerpo contra el del hombre en un cosquilleo íntimo formando un tirabuzón semejante al que dibuja el aire en su arrastre de arena. Siento ganas de que se acalle mi imaginación y se restablezca el equilibrio y ya no me hormiguee el interior con anuncios.

Me fui llenando de hombre, de caballo y desierto, Quizás no me he comportado fielmente con mares y naves que siempre han apoyado mis evasiones. Cada vez me cuesta más formar seres inexistentes, animales animados. Cada vez se me dificulta más la voladura o tengo que optar por nuevas, porque las que conozco me son insuficientes. Con lápices mágicos ubico desiertos donde no existen, los incinero hasta que brotan cortinas de calor tembloroso que traspaso, sin quemarme, por esa gracia de herencia ancestrales que obligan a la mujer a la espera y transforman el punto iniciado por la mirada con vorágine arrolladora. Cada vez me cuesta más.

Deliro. Nada de eso. Es la forma antigua de sentir, avergonzada, el asedio del propio cuerpo. No he llegado a conocer el arrebato real, el que no necesita de la fábula continua para lograr el convencimiento. Sin embargo, me he puesto tan roja como el horizonte. No sé si es suficiente. Llueve en el desierto y es más de lo que puedo soportar. Cierro la puerta y me cobijo entre las paredes. Mañana tal vez amanezcan pobladas por otras visiones y no tenga más que empujarlas para entrar en cuevas mágicas. No siempre tendré que recurrir a desiertos. Pero eso recién lo sabré mañana.


 


- XXX -

El alcance de la memoria puede llegar a tener plumas, ser representada en alguien vivo y capaz de producir una sensación de vergüenza agrandada por la vergüenza natural que afecta los años cortos y sensibles por la incapacidad de expresar algunas cosas. O hacerlo y no contar con un interlocutor interesado.

Cuando mi madre -en esos tiempos en los que todo era vendible o comprable en plena calle y ofrecido a voz en cuello quería aliviarse de la preocupación de la comida del día siguiente, lo más probable era que regresásemos a la casa cargando un par de pollos vivos, con la misma satisfacción que ella sentía portando un ramo de flores.

De modo que, en camino a casa por la calle principal donde gran parte de las puertas ostentaba caras conocidas, de una mano de mi madre colgaba yo y de la otra la yunta de pollos, previamente revisados frente a la vendedora para asegurarse que el exceso de plumas no disfrazara una carne magra. Además preguntaba, también para asegurarse, si eran tiernos. La respuesta no podía ser otra que afirmativa. Así que, sintiéndose como galardonada por su preocupación doméstica, mi madre caminaba con la cabeza en alto, a lo mejor convencida de que, a su paso la gente comentaba lo buena que era como dueña de casa. Yo, en cambio, sólo rogaba no tropezar con alguna compañera de colegio para no tener que buscar la forma de ocultarme de su mirada o de convertirme en ave y emigrar amparada por alguna nube salvadora.

Pero mi madre era irreductible en sus hábitos domésticos. No era fácil pretender cambiarlos cuando se encontraba frente a un par de pollos, supuestamente en las mejores condiciones de cuidado y alimentación. Si nos cruzábamos con alguna «compañera de faena», el apuro se detenía y ambas se tomaban su tiempo para intercambiar recetas sobre la mejor forma de cocinar el par de víctimas. Si otra  casualidad nos ponía también frente al encargado de faenar las aves de acuerdo con los ritos de nuestra religión, la detención era mayor aún.

Ante la insistencia del hombre de que sólo él sabía matar esos plumíferos de la manera prescrita, mi madre alegaba que ella también podía hacerlo y que, además, la forma de morir le daba igual a las aves, «ni más ni menos que para cualquier mortal», agregaba, moviendo de un lado a otro sus ojos celeste-verdosos.

Las salidas con mi madre siempre iban más allá de lo que teníamos previsto. Así, si nuestro destino era el puerto, no dejábamos de pasar a saludar a parientes o amigos que viviesen en nuestro trayecto, lo que a menudo postergaba nuestra llegada a la meta final. Pienso que no fueron precisamente las hormigas las que establecieron formas de contacto entre sí para estrechar la relación y orientar a otras en el encuentro. Más bien mi madre y otros miembros de la familia y sus amistades fueron los pioneros en el arte del encuentro callejero.

El día en que, cargando una yunta de pollos «fuera de toda proporción», como mi madre aseguró durante todo el camino, tropezamos con la señora E., ésta dijo que olían a rancio, aún antes de muertos. Mi madre sintió que se le caían encima, a un mismo tiempo, la torre de Babel y la escalera de Jacob. Apretó más fuertemente mi mano y, levantando la otra con la pareja de aves para examinar lo que se le hubiera podido escapar «¿está segura?», preguntó, con tal tono de preocupación que a cualquiera habría inspirado lástima o al menos una rectificación a medias. Sin embargo, «como que tengo dos ojos», reafirmó la señora E.

Mi madre bajó la cabeza. Nunca antes la habían pescado en tal falta. Conocía bien a fondo el negocio de los pollos, sabía cómo revisarlos porque, después de todo, había recibido sus buenas lecciones de la abuela vieja. De modo que resolvió cerciorarse de la veracidad de lo afirmado por la señora E., más aún después de que ella ratificase su dictamen con una subida y bajada ceremoniosa de cabeza. Emprendimos el regreso al lugar donde estaba la vendedora. Se sentía tan abatida que -pensé- cualquier cambio la iba a satisfacer, aunque los pollos no fuesen tan perfectos como los que llevaba en la mano. Pero la mujer ya los había vendido todos. Recibió sin chistar los pollos de vuelta y le devolvió el dinero. «Cuando se pierde el orgullo, por lo menos hay que tratar de recuperarlo», dijo mi madre apenas nos alejamos.

Ya habíamos hecho buena parte del trayecto de regreso a casa cuando mi madre se detuvo bruscamente, quedando por un instante como suspendida en el lugar, sin decir palabra. «¿Qué pasa?», pregunté, sospechando que el incidente le hubiera provocado una de sus frecuentes jaquecas. «No lo sé, pero algo me sube y me baja por la cabeza. Si no me lo quito, no me dejará dormir esta noche».

De nuevo dimos vuelta para regresar donde la vendedora. Yo empezaba a sentir el cansancio de la tarde, el tedio de recorrer una y otra vez la misma calle en sus dos direcciones, el deseo intenso de encontrarme en casa y olvidarme de la «cacería». «¡Ya me lo imaginaba!», exclamó cuando estábamos a cierta distancia del lugar. «Allá está, ¿la ves?». Y claro que la veía. Era la señora E. quien estaba comprando los mismos pollos devueltos un momento antes. Cuando nos acercamos, puso su conocida cara «de filo de cuchillo» -como a veces decía la abuela Bea- y, haciendo gestos como que en verdad no estaba interesada en ellos, dijo que lo hacía por lástima hacia la vendedora. «Me los dejó tan baratos que veré qué puedo hacer con ellos», se excusó, no sin antes hacer sentir a mi madre que la había salvado de una buena.

«No es tan mala como parece», dijo mi madre, tratando de evitar que yo tuviese ojeriza hacia la señora E. Pero con la ingenuidad de mis años inconscientes -o tal vez la maldad en perspectiva-, dije, según me lo recordó mucho después: «ojalá que se le atragante una pluma». «¿Por qué una?», preguntó mi madre, riendo. «¿Te has tragado alguna vez un pelo? Yo sí; es asqueroso. Una pluma es como un manojo de pelos y puede tardar bastante en pasar por la garganta».

Pero el asunto no estaba terminado, no podía terminar así como así. Al día siguiente, tomándome de la mano como siempre lo hacía -pienso que tal vez me usaba de cayado-, fuimos a la casa de la señora E. «Vengo a ver a la señora», dijo mamá a la doméstica que salió a recibirnos. «Está enferma», habló la mujer, con voz apesadumbrada. «Se ha pasado vomitando toda la noche. Dijo algo de mal de ojo, pero yo no encuentro que tenga nada en el ojo». «Déjame verla», pidió mi madre, sintiendo un peso irredimible de culpa.

La señora E. realmente se veía muy mal. No fue posible mantener una conversación coherente con ella, porque cada vez que abría la boca le daban arcadas. La abuela Bea, con esa voz que acostumbraba  emplear para ocasiones solemnes, «a cada culpa, su castigo», comentó después.

En adelante, mi madre prefirió comprar los pollos en lugares fuera del alcance de miradas comprometedoras o de amigas que pudiesen competir en la transacción.

Mientras en la tierra lejana acostumbraban luchar con el avance de nevazones implacables, mucho después, estando aún en edad de juegos, tuve que iniciar una gimnasia cotidiana que luego me serviría para hacer «jogging» como forma de pertenecer al bando de los bellos de cuerpo. La belleza del espíritu tendría después su oportunidad de ser descubierta, sin entrar en apuros anticipados.

No sé si tanta historia vivida por la familia tuvo algo que ver con mis corridas de persecución de un personaje que hacía más llevadera la existencia en la época de verano: el repartidor de hielo. Parecía vanagloriarse de su poder mientras manejaba el camión, sin paradas determinadas, arrastrando el deseo de quienes, conscientes de la importancia de la conservación de los alimentos, no tenían más alternativa que perseguir el hilo de agua que caía de la parte trasera del vehículo, delineando una pista para que no hubiese dudas. El cuarto de barra de hielo era el premio, a veces de difícil alcance. En días de mucho acoso canicular, mamá se decidía por la media barra.

Había que estar siempre atento al paso casi fantasmal del camión para que no nos pasase de largo, sobre todo en los días tórridos que era cuando la única fábrica de la ciudad no lograba abastecer la demanda. A menudo, mi mente iniciaba un desenfrenado vagar, con mis ojos transformando el vehículo del hielero en la carroza de la Cenicienta a la vez que el péndulo de algún reloj martillaba campanadas similares al tictac del metrónomo sobre el piano de la profesora Fredesvinda. A medida que corría tras el repartidor, mi mente se embarcaba en aventuras que me llevaban a deambular por mares -ausentes de los mapas locales- con la esperanza de hacer las paces con piratas antes de que desembarquen en las costas -también inexistentes- y arrasen con lo que puedan encontrar en el camino. Hasta podía escuchar la voz del pirata jefe anunciando «las niñas serán raptadas y    vendidas al mejor postor». Eran días en que la mente se desplazaba como máquina de doble velocidad, acumulando visiones en su interior en un intento por formar un futuro aún en ciernes.

El eco de mis corridas sobre el asfalto caliente aún resuena en alguna parte de mi cuerpo, evocando ocurrencias que deseaban, intensamente, traspasasen su estado de irrealidad para hacerme aterrizar en lugares donde todo podía ser posible con sólo apretar los ojos o chasquear dedos. Si regresaba a casa con el trozo de arpillera colgando lacio, sin su contenido, el discurso de mi madre pasaba por todas las tonalidades del arco iris, deteniéndose un buen rato en el rojo más intenso para dar más fuerza a sus palabras. Tal vez mi inmadurez no era el caldo de cultivo más apropiado para asimilar sus palabras. O yo aún seguía colgada de la carroza de Cenicienta, viendo el cuarto de barra de hielo transformarse en zapatos de cristal.

Entonces, la conservadora de madera, mueble indispensable en su interior recubierto de hojalata para que durase más el hielo, despedía un olor plañidero como si se le hubiera negado la posibilidad de cumplir su objetivo. La leche se cuajaba y la mantequilla iniciaba un rápido proceso de descomposición, pasando de amarillo a naranjo intenso hasta terminar por ofrendarse en un derretimiento exhausto, ostentando pequeños puntos verdosos que hacía imposible cualquier rescate. En días de gran sufrimiento atmosférico, en los que la temperatura alcanzaba cifras difíciles de asimilar, el tema del repartidor de hielo era común de todos.

Perel y Elsa fueron pioneros en la compra de un refrigerador eléctrico. Por turno, íbamos a su casa para ver funcionar un aparato que era capaz de reemplazar corridas, desprenderse de la obligación diaria de comprar un trozo de hielo y revertir la sensación de poder del repartidor, además de convertirlos en abanderados de la modernidad en la familia. Aunque no todos estaban muy convencidos del funcionamiento a largo plazo del refrigerador. «Nada podrá reemplazar el frío directo que proporciona el contacto con un trozo de hielo. A veces hasta llega a congelar la mantequilla», dijo la abuela Bea. «Pensar que allá no teníamos ese problema», concluyó. Perel no estuvo de acuerdo, señalando que uno debía acostumbrarse a las comodidades modernas. «Algo similar sucedió cuando se pasó del carruaje al automóvil para conformar las exigencias de apuros nuevos», confirmó tío Berni.

La novedad necesitaba asentarse, cobrar fuerza, dominar el deseo de aferrarse al pasado. Sin embargo, no era fácil. Todo lo nuevo se tomaba con cierta cautela, como un paso que sólo con el tiempo se haría necesario. El día en que un corte de luz detuvo el funcionamiento del refrigerador, causando la descomposición de parte de su contenido, la abuela Bea sintió como si hubiera ganado una batalla. «Ya lo dije», afirmó, con aire triunfal. Perel aclaró que el corte de energía se debió a que la instalación eléctrica de la casa no estaba preparada para resistir tanta demanda. «Son muy antiguas». agregó, con ese su tono de conocedor de lo que fuere. Más de una sonrisa irónica llenó algunas caras.

Aún así, la inquietud empezó a forzar resistencias, pues no olvidaban que Perel había sido el iniciador de muchas actividades que a la larga le resultaron beneficiosas. Tal vez era su gran audacia o por contar con una sólida base económica que había logrado afirmar antes que ningún otro miembro de la familia. El turno comenzó a jugar defensas y ataques, dejando la impresión de que detrás de una multiplicidad de puertas asomaban rostros en espera del momento apropiado para intervenir. Se sabía con anticipación que Simón, primo de mi padre, y Rosa, su mujer, estaban en línea como los próximos adquirientes de un refrigerador.

Con dos miembros más de la familia embarcados en lo que al parecer era una aventura nada lógica, poco a poco el deseo de no quedar rezagado actuó como detonante. Pero las cosas debían seguir un desarrollo justo y proporcionado. A pesar de la reticencia que habían mostrado en un comienzo, los abuelos fueron los siguientes. Como la distancia no era un impedimento, mi padre aprovechó durante bastante tiempo el refrigerador de los abuelos. Mis hermanos y yo nos convertimos en emisarios de ida y vuelta para llevar y traer, según las necesidades del día, lo que hubiese sido puesto al resguardo de la descomposición. El descanso de ese trajín nos llegó cuando también nosotros pudimos tener un refrigerador propio. Hasta casi alcanzamos a ponerle nombre en una ceremonia formal de bautizo, la que fue abortada por oposición de la abuela, quien la consideró sacrílega.

En cierta oportunidad, al tocar la manilla de la puerta la abuela sintió un leve golpe de corriente. Eso bastó para que por un tiempo sintiese miedo de abrir el refrigerador, del que sólo se deshizo, tal vez  con algún «mea culpa», frente a las velas de los viernes en la intimidad de su comunicación con el Altísimo. Hubo que recordar a la abuela de que no todo necesitaba ser guardado en el refrigerador, por ejemplo, el vaso de agua que, como amuleto, ostentaba en su interior su dentadura postiza. No fue fácil convencerla.

Ya no tengo la posibilidad de aceptar o no una forma de vida que muchas veces me punzó rebeldías profundas y desafiantes. Me cabe, eso sí, la duda de si los adelantos modernos realmente proponen una vida de mayor satisfacción o plenitud. Al final, asumo opciones y me debato en dudas que mantienen un deseo de continuidad que ostenta nombres, muchos nombres. Se agrega el mío. Es sólo una cadena que nos sujeta para que nos constituyamos en el enlace. «Las cosas vienen de muy atrás...», escucho, siento, pienso, o me comporto de acuerdo con situaciones y reglas que he recibido en herencia como parte de una posta que no hace a la carrera, sino al calce natural obligado por la fragilidad del tiempo. ¿El mío? ¿El de mis antecesores? ¿Quién abrirá la primera puerta o cerrará la última?



 


- XXXI -

Me pregunto si la palabra «exilio», tiene una connotación aplicable sólo a determinados momentos, tiempos, personas. Cada vez que la pronuncio, moviendo los labios en distintas direcciones y llevando la lengua más arriba o más abajo, su significado adquiere una dimensión que me toca en lo profundo al darme cuenta de que se refiere a una de las tantas herencias no buscadas, una invisible e impuesta por la voluntad de quienes están convencidos de detentar poderes celestiales, obligando a vagabundos eternos. ¿A quién enjuiciar o apelar cuando la sensación de eterno se interrumpe con cada generación, aunque permanezca la otra, la de exilio por cuenta ajena?

La sensación de desarraigo desarrolla a veces una fuerza por dominarla, y otras una decisión por lo contrario. Lo primero es un asunto de supervivencia, aunque el cuestionamiento constante sobrepasa todos los porqués, hasta que en acuerdo silencioso lo anteriormente vivido se incorpora al recuerdo como fuente de defensa para estados de duda. Se adquiere una dimensión ajena a la de quienes no han pasado por el exilio, una especie de dualidad difícil de explicar porque divide el cuerpo y la mente entre el aquí y el allá, pero sin disociarlos. ¿Dónde comienza el exilio? ¿Termina alguna vez? ¿Es sólo para los elegidos?

El tío Miguel, ya producto de la tierra nueva y miembro del otro lado de la familia, fue enviado al confinamiento dentro del país, algo que en mis años de aprendizaje para ser grande me llenó de lucubraciones impropias de la edad, con resultados indecisos que no hicieron más que incentivar mis dudas. La otra abuela lo visitaba cuando podía desprenderse de la atención a sus demás hijos, que sumaban siete. Parecía que el exilio era una enfermedad que atacaba con preponderancia a ciertos grupos humanos.

El espejo nunca fue capaz de mostrarme diferencias visuales, aunque la presunción de que algunos estaban teñidos de negro me hacían pensar en su crueldad. El gran espejo de la casa. aunque reflejaba fielmente lo que se lo ponía delante, muchas veces me reconfortó que no cayese en la fantasía de teñirse. ¿Puedo decirse, entonces, que se estaba en superioridad de condiciones? El sentido que se da a un hecho lo condena hasta hacerlo insufrible, por más elementos atenuantes que pueda tener.

Las disputas interiores llegaban a formar nuevos seres, nuevas sensibilidades más proclives a la resistencia como reserva para situaciones imprevistas. Quizás en eso radicaba una fortaleza que hacía rendir doblemente la extensión de la jornada, del cuerpo, del deseo de demostrar que se era un elemento bonificador de estructuras autóctonas, de intereses locales, del funcionamiento progresista del país. Más allá de cualquier capacidad de asombro por bonanzas o injusticias, estaba el sentido de esperanza, la huella marcada hacia adelante.

La lógica más elemental no tenía cabida porque, de recurrirse a ella, se podría derrumbar la necesidad de fabular tan innata en gente acostumbrada a que lo cambien constantemente el paisaje. Era un eterno «bajar el sueño a la vida», antes de que lo sugiriera Gérard de Nerval. Era común tener un romanticismo propio, único, inigualable, que sólo respondía a quienes estaban faltos de alternativa. Un nuevo ejercicio imponía la memoria: repensar el pueblo dejado en el recuerdo. Los lugares más pequeños eran agrandados por obra y gracia del pensamiento, lo que suponía una ventaja que recalentaba la resistencia, dejando la nostalgia al rojo vivo.

Quizás por eso no era de extrañar la fecundidad que alcanzaba la palabra para volverse frase y cuento, digo tan vivencial como continuar siendo una responsabilidad tomada del hablador anterior, quien dejaba suspendida la historia, sólo suspendida. No era necesario aprender a recordar, porque se disponía de una base de datos recordatorios de la que sólo bastaba servirse.

El tío Berni detestaba hacer aspavientos. Muchas veces pensé, en el atolondramiento infantil y después en la adolescencia, que él bien pudo haber tomado los hábitos dada su cualidad innata por saber escuchar y también responder o aconsejar, sin necesidad de variar su tono de voz, involucrándose entero en los problemas de los demás.

Decía que para saber llorar era preciso pasar antes por todos los estados de la risa. «Y viceversa», agregaba, para alejar cualquier confusión, pero dejándonos inmersos en ella. No era necesario comprender a fondo sus palabras. Bastaba con escucharlo o saber hacerlo. Tal vez resiento la ausencia del sonido de su voz, la picardía de la que hacía uso cuando lo demás amenazaba fallar. No sé si la historia de la vecina Vera era cierta o si la falta de corteza la impregnaba de seriedad. «Ya había pasado los destellos de juventud», contaba, «y era viuda de un tercer marido». Más que por su nombre, se la conocía por lo que le había tocado vivir, como se acostumbraba entonces para identificar plenamente a la gente. De modo que a Vera se la conoció como «la del tercer marido». Hasta tal punto que a veces ella misma se presentaba de esa manera después de dar su nombre. Y todo como forma de evitar cualquier posible confusión, pues Vera no dejaba de ser un nombre bastante común en su tierra de origen.

Dicen que, al ver la soledad del abuelo Mauri, su «temperamento generoso» la impulsó a rondarlo. Eso fue antes de que la familia se juntase de nuevo. Ante el peligro que podría acarrear los avances de Vera, la prima Gila -sostén espiritual de la familia- se preocupó por agilizar los trámites para que la abuela Bea retomase su lugar. Así que la vecina Vera no logró su objetivo de aumentar la cifra, quedando su apodo solamente como «la del tercer marido», aunque algunos aseguraban que había un error de cálculo. No obstante, se consideró que era mejor seguir llamándola de eso modo para no implicar a algún otro miembro de la familia.

La vecina Vera era algo así como la tabla de salvación de quienes pensaban no poder resistir la largura de las esperas. «¿Van a creer que entre algunos inmigrantes, varones por supuesto, se intentó un movimiento para condecorarla?» Sin comprender cabalmente la historia de tío Berni, no faltó quien preguntase el porqué de la condecoración. «Por servicios a la comunidad pues». «¿Y qué pasó?». «Las mujeres no estuvieron de acuerdo», «¿Por qué?». «¡Quién entiende a las mujeres!», soltó tío Berni. «Pese a todo, era una buena mujer», agregó. «¿Ser buena es lo mismo que ser generosa, como dijiste?», pregunto el de tono menor de los sobrinos. «Bueno... Yo diría que casi es lo mismo, pero sin ser igual».

Con tío Berni nunca fue fácil saber si una mentira era casi una verdad o si ésta podría ser lo opuesto. El constituía el mejor ejemplo de la relatividad de las cosas.


 


- XXXII -

La duda me mantiene en un punto que casi no sé si es de retorno o retroceso, el punto cero que podría dar la partida a tantas cosas. Sin embargo, detiene el pie del pensamiento, pues los que opinan lo contrario tal vez tengan razón. Me estoy alejando de frases que iluminan cielos de sonrisas recién nacidas y sin mucho que ofrecer, sonrisas balbuceantes que de tanto en tanto hilvanan algún concepto y transforman momentáneamente la cara en un ofrecimiento esperanzador. No obstante, debiera haber un orden de llegada: yo nací antes y que los demás esperen.

Entonces empiezo a deshacer la madeja, esa que tiene siglos de historia, y me remonto a los tiempos en que el hombre ya era viejo. Hasta da la sensación de haber nacido así, llevando encima una carga de experiencias que lo hacen venerable mientras los que no han arribado aún abren ojos, poros, espíritus, para dar cabida a ese río antes de que se extinga y pueda continuar fluyendo.

Constantemente recurro a la interrogación para afirmarme. El bíblico Moisés se me presenta hasta en sueños. Lo veo como hombre ya formado por muchas pruebas. Es sólo entonces cuando Él que forma y deforma levanta la orden de muerte o de vida y le encarga la suprema misión: hacer cumplir los mandamientos para tiempos que necesitan sustentarse y no sean desbaratados como ciudades de sal. Porque el Regidor máximo no hubiera encomendado esa tarea a hombres sin sombra, la que sólo se es capaz de proyectar cuando el peso de la razón supera al de la inconsciencia y la ignorancia.

¡Qué hubiera hecho yo sin el aporte ingenuamente vivido de la abuela Bea! La imaginación también necesita de sustento. La he construido de distintas formas, pero siempre vuelvo a caer en la realidad de que su estatura no excedía de un metro y medio, aunque compensada por una circunferencia acorde con la época o con un   concepto diferente de la belleza. Y esa visión es capaz de desencadenar recuerdos y olvidos hasta componer una memoria irremediable, incorrompible, capaz de derrotar tiempos y ubicarse en esa sustancia insustancialmente efectiva que da pie a la formación de suelos de características únicas.

Lucho contra quienes, en nombre del poder joven, me empujan para que nazca y continúe naciendo en otra parte, donde el sentido de pertenencia se diluye porque lo propio no puede ser movido de lugar. Aunque he cumplido una larga etapa de traslado por esas razones inexplicables que hacen del errar una causa, y ésta se encuentra siempre a caballo entre el origen verdadero y la adopción de un punto de partida que no puede ser sólo presente.

La duda vuelve a remecer mi conciencia y la interrogación queda en suspenso. ¿A dónde me llevará el eterno retorno? ¿Al lugar primero o a los que se presentan como espejismos y son intentos por hacer muchos inicios para luego llegar a la elección? «Sin movimiento no puede haber nubes, cambios de tiempo, de clima, de noche a día o lo contrario», murmura el viento. O soy yo misma queriendo sacudir culpas ancestrales, porque el movimiento me ha dado origen y ha sido el iniciador de cambios de fronteras, de pasos voluntarios u obligados, de nacimientos con distintos nombres. O tal vez es la sombra que, al decir del poeta, «proyecta un fuego disfrazado por cenizas», el que se resiste a ser consumido y sólo cambia la fisonomía de la sombra hasta que, de tanto transformarse, vuelve a la primera, la que decide características y forma herencias.

Y Fellini está de acuerdo, a pesar de que inventa monstruos y acciona circos cuando afirma que «todo arte es autobiográfico: la perla es la autobiografía de la ostra». Es como decir que no hay consecuencia sin causa, que el orden del desarrollo de las cosas no puede ser cambiado, que la experiencia comienza siempre atrás, que no es posible vivir futuros sin haber pagado el precio de pasados. Los miedos, incentivados por la duda, dan paso a una provocación que elabora el concepto y éste evoca razones o sinrazones, pero promueve el pensamiento, hace del antes y del después una continuidad indesmontable. La visión se vuelve pictórica como si se transformase en un arte de consecuencia que sólo da mayor firmeza a la causa. El desdoble,    como característica constante de continuidad, no conduce al vértigo de lo infinito, sino a la evocación necesaria para ir formando resultantes de modelos que generan rebeldías que necesitan ser sobrepasadas, hasta que el presente de los antepasados se incorpora como parte de lo propio porque es preciso hacerlo. Es parte del espejo donde se enfrentan a partir de la abertura de la visión hacia atrás. Es la arena donde se enfrentan fantasmas hasta que van afirmándose por victorias o entregas. Los que pueblan el pasado no eran mercaderes de sueños, sino soñadores a los que se les interrumpió derechos. Tienen cimientos movedizos que edifican quienes vienen con posterioridad y proyectan futuros en la oscuridad de presentes precarios.

La casa de los abuelos ha quedado sola, o casi sola, Tal vez yo me esté convirtiendo en contadora de historias para evitar que se corte el hilo conductor. O la que sigue me fue narrada por habitantes tránsfugas a los que he puesto nombres para seguir aferrándome a la casa y así asegurar su permanencia.

Vittorio es, a lo mejor, un fantasma colectivo a quien le han encargado el mantenimiento del tiempo. Todo adquiere características fantasmales frente a la inminencia de términos que se rechazan. «Es sólo cosa del tiempo», piensa, cuando el reloj calla y la calma parece ajena a todo andar o atraso, a lo que ya pasó o lo que se inicia con cargó a otro tiempo. Le ocurre con frecuencia, sobre todo cuando la noche está tranquila o desierta y siente el zumbido de su propio eco. Entonces teme que, en algún momento, su sonido y el del reloj se encuentren y lo tomen de sorpresa y no le reste más que acusar la entrega. Son esas migraciones que han ido dejando la casa a medio llenar hasta convertirla en medio vacía y luego obligarlo a medir tuerzas con el reloj.

Lo escucha como recordatorio de otros tiempos, La memoria se le nubla y puebla, puebla y se le nubla en un juego de claroscuros que lo confunden. Recuerda al tío Aby, un habitante ocasional de antaño y actual morador de rincones. «Sin duda, un duende es capaz de fabricar otro duende», pienso, observando el ejercicio recordatorio de Vittorio -aunque sin poder intervenir- en mi condición de esperante   deseosa de escribir «fin» y terminar con mi propia memoria, o acaso irritada por la competencia. Decían que tío Aby fue engendrado por una araña reina y un zángano itinerante. Muchas cosas se decían en la familia para justificar estados o condiciones y no permitir que la maledicencia inicie una cuenta progresiva. Era un bebedor tranquilo el tal tío Aby, de los que se conformaban con hacer el amor a una botella hasta caer en una suerte de euforia benigna que no afectaba mayormente a los demás. El sentido de familia era conservado como necesidad imperiosa luego de tantos años de migraciones. Algunas terminaron en una mezcla de orígenes que albergó, bajo un mismo techo, a gente que se sentía apartada de las grandes decisiones y mantenida en el borde exterior del círculo que asegura el eterno retorno. Eran seres destinados a una extinción lenta.

María, la inefable doméstica, se preocupaba por mantener encendido el fuego donde, en grandes ollas, cocía gustos diferentes hasta que alcanzaban su punto de unión. Vittorio era el encargado de dar cuerda al reloj como recordatorio de su oficio, lo que después, con el espacio producido por tantas ausencias, se hizo innecesario como si esas faltas de algún modo impidieran el desplazamiento de las horas. Es probable que el atochamiento de gente causara pereza a ese rastreador del tiempo o la contricción del mecanismo que le permitía su libre fluir.

A Vittorio lo acosan los otros duendes que alberga el reloj. Echan a volar intempestivamente, alterando el silencio al que ya se había acostumbrado. Es una suerte de carnaval propio que cobija su mente y le remueve la memoria. A menudo, intenta abrir una puerta para darles salida y le alivien la alucinación en la que teme caer, perdiendo pie en la realidad. Pero la puerta se detiene en una abertura insuficiente y los duendes se agolpan, sin conseguir el escape. Es cuando se le produce el entronque de tiempos y el reloj se ensaña hasta conseguir su complicidad involuntaria. Ha dejado de ser dueño de su tiempo, de su espacio, y la vigilia constante lo embarca en situaciones extremas de las que sólo logra desprenderse con gran empeño. Se siente un invasor que no logra adelantar épocas y traspasar el estancamiento en el que se cree inmerso, a pesar del llamado insistente del péndulo, un engaño fraguado para hacerle creer que no debe permanecer ajeno al repicar de las horas. Lo han convertido en una especie de memoria colectiva con posibilidad de no ser gratificado con la ausencia final.     El suyo es un soliloquio insano e inapelable que sólo encuentra su contrapartida en el reloj.

De pronto escucha ruido de retratos que caen y tapizan el suelo con sus rostros. Pero es sólo su imaginación manipulada por los otros duendes, por la memoria que los contiene, por el deseo de quienes intentan no ser borrados del árbol ancestral. Entonces llora, aunque sus ojos lo hacen por separado y el efecto no es el mismo. Es como si se calmara por partes y otras se mantuvieran alertas para impedir su deserción. Porque a él lo dejaron como corredor de postas, sin que se presente el relevo, y teme esa espera inclemente, larga, espantosa, que se concentra en el péndulo y lo relega a la condición de semivivo, semipresente, semihombre, que lo han despojado de todo, hasta de los hilos que lo hacían parte de la confabulación de desaparecidos.

Quizás él sea la encarnación prematura o tardía de uno de ellos y, por lo mismo, incompleta o excesiva. Sólo las campanadas lo mantienen consciente. Debe velar por el buen estado del reloj para evitar su detención súbita. No obstante, cada hora tiene menos fuerza, cada vez las campanadas lo golpean con más insolencia, a pesar de que detecta en ellas un ritmo más lento, como de guillotina que se acerca bajando una cuchilla a la que le han sacado el filo en el trayecto. Apela a los habitantes anteriores, a fantasmas presentes, pasados o en proceso de serlo, al tío Aby, a la araña madre, a los zánganos del mundo, a la reina de las penumbras o a cualquier atisbo de equilibrio para sólo darse cuenta de que lo han condenado a la sobrevivencia eterna.

«Alguien debiera encargarse de la permanencia del tiempo», responde el reloj cuando él intenta una pregunta. Entonces abre la ventanilla del reloj, lubrica el tiempo y se sienta a esperar. «Todos han pasado por lo mismo», le digo desde mi cómoda posición de recaudadora de tiempos ajenos, desde mi tiempo. Me pide que lo libere de su cometido, que lo deje ir, que piense en las mariposas del tiempo de antes, de tío Berni, tío Jako y mi padre. «Ya no tengo control sobre el tiempo de antes», contesto, para que no insista, para que pueda alejarme tranquila sabiendo que todos los tiempos están bajo control. Pero Vittorio es astuto y sabe que padezco de una sensibilidad congénita. Lo dejo partir, Entonces siento un fuerte estruendo: están demoliendo la casa y yo, parada en la vereda de enfrente, cargo los escombros en un sombrero de copa.



 


- XXXIII -

No dejo de preguntarme si los estallidos de contento o descontento pueden tener un origen común. Sin embargo, no me es posible poner a uno u otro como inicio de ese origen Tío Berni sostenía que el contento se puede volver mucho más parecido luego de pasar por lo contrario. A menudo tiendo a darle la razón. Otras veces, la rebeldía me impide aceptar de plano un juego que primero debe ser jugado antes de determinar sus consecuencias. Afirmar que el lazo entre esos estados del espíritu es indisoluble es como condicionar un reflejo. Quisiera preguntar a tío Berni o a tío Jako -de igual, pues ambos conformaron el todo de mi niñez y adolescencia y de los años que luego corrieron con desusada prisa- si siempre se equilibraron entre la cara seria y la riente de la existencia para no quedar mal con ninguna de ellas o no tentar duendes de uno u otro lado.

El tío Jako habló del robo del sueño cuando los pequeños quizás no sabíamos que los sueños existen. Aunque es probable que nuestras noches calmadas fueran más proclives a sueños ajenos a los que no fuera dormir. Ahora puedo culparle de la introducción de elementos distractores que terminaron con esa tranquilidad, o agradecerle haber sido iniciada en evocaciones ilusorias que me convirtieron en aprendiz de fabulaciones, por más que no creo que alguna vez pueda igualar las suyas.

Cuando insistió en que se debía ser muy cuidadoso con los sueños para evitar posibles plagios, lo único que se me ocurrió preguntarle fue el significado de la palabra «plagio». Con el susurro más logrado, dijo que «es lo mismo que robo, pero suena más interesante». No pude menos que sorprenderme de que el aprendizaje del nuevo idioma le hubiera llevado tan lejos como para aumentar su vocabulario con acepciones que me parecían no existir ni en el mismo   diccionario. Con todo, lo que tanto él como tío Berni decían había que tomarlo en serio para que la fuente de sus historias no fuese cerrada «hasta nuevo aviso», como decían con intenciones no muy convincentes.

De modo que, con gran cautela para no herirlo, le recordé que ya habíamos pasado por lo del robo de las mariposas. «No es lo mismo, porque las mariposas pueden verse». «Pero las de ustedes eran invisibles», protesté, entre un estado de duda expectante y el fuerte deseo que aportara nuevas ocurrencias que se sumasen a otras ya archivadas en mi memoria para que no pierdan fuerza. «Repito que no es lo mismo», afirmó, con sus dos ojos en el mismo lugar. «Lo de las mariposas fue un ardid para que los otros niños no nos miren en menos, para que aprecien lo que se es capaz de ver cuando se busca remediar carencias. Los sueños podrían ser robados si se los cuenta. Pero difícilmente pueden ser inventados. Las mariposas, en cambio, las habíamos inventado». Le di la razón. «Ocurre lo mismo con los secretos. Una vez que se cae en la debilidad de contarlos, dejan de serlo y cualquiera puede convertirse en su dueño», dijo. De nuevo le di la razón. Y hubiese seguido dándosela con tal de que por fin contara lo de los sueños robados.

«A veces hacíamos comparaciones de lo soñado la noche anterior, pero sólo entre nosotros. Después, cada cual guardaba lo suyo».

«¿Dónde los guardaban?». «Donde nadie fuese capaz de descubrirlos o apoderarse de ellos», dijo, con esa voz que cambiaba a voluntad para rodearla de misterio. «O lo soñado cayese en el olvido», agregó. Creo que mi silencio comprensivo lo animó a continuar. «Los ladrones de sueños siempre están al acecho. Lo que me molestó fue que me robasen uno que me fue bastante difícil de soñar. Me había preparado cuidadosamente. Para eso elegí una noche que, de tan nevada, con el reflejo de la luna formaba lagos y más lagos y el frío era tanto que ni siquiera podíamos dormir».

«Entonces, ¿cómo pudiste hacerlo?», pregunté. «Masajeando el sueño hasta convencerme de que no era tanto el frío. Y caí en una especie de trampolín que me llevaba aun laberinto y de ahí continuaba descendiendo hasta que desaparecían el trampolín y el laberinto y quedaba frente a una pared blanca. En ese momento alguien puso un lápiz en mi mano y yo empecé a escribir el sueño. Para eso tenía que sacarmelos guantes. Porque el frío nos obligaba a acostarnos vestidos. La abuela decía que de ese modo el día siguiente comenzaba con mayor facilidad. Pero no todas las noches llegaba hasta la misma pared. A veces me detenía en el trampolín con un poco de miedo, sin saber si continuar o quedarme ahí. Luego sentía la tentación de deslizarme en el laberinto, pero no resultaba. Era como si algún duende me castigara con determinada forma de soñar. A menudo me convertía en payaso, algo que me hubiera gustado ser, no sólo en sueños, y pasaba de un circo a otro porque siempre tuve ese carácter inquieto de no poder estar mucho tiempo en un mismo lugar. Otras noches soñaba que éramos más pobres de lo que en verdad éramos y me despertaba de golpe. Al darme cuenta de que la cosa no era muy, muy grave, me ponía tan contento que la abuela despertaba con mi risa. Creo que fui un adicto a los sueños que después la realidad no fue muy trabajosa. Cuando llegaba a una situación como la del sueño pobre, respiraba hondo, lanzaba una carcajada como entonces y salía adelante. Eso me ayudó mucho».

«¿Tío Berni hacía lo mismo?» «Probablemente, aunque cada cual tenía su propio sistema». «¿Y mi padre?». «El sostenía que era juego de tontos, que los moretones de su cuerpo fueron el resultado de haber soñado demasiado. Decía que sólo soñaba cuando no le era posible evitarlo». «¿Acaso se puede hacer eso?». «Como todas las cosas, a veces resulta y otras no». «De pronto pienso dormida, tío Jako. ¿Es eso lo mismo?». «¿Pero llegas a una pared blanca y te ponen un lápiz en la mano y escribes lo que piensas?». Para seguirle la corriente, contesté que me ocurría, pero no siempre. «Bueno, por algo se comienza», dijo.

«Con frecuencia pienso, dormida, que se me acaba el aire, que no puedo respirar. María Justina dice que...» Tío Jako no me dejó terminar. «¿Contaste a alguien tu sueño? ¿Cómo sabes que no vayan a apoderarse de él y lo usen para molestarte o no puedas recuperarlo más?». «A veces quiero eso, sobre todo cuando el sueño me da miedo». «¿Sabes cómo deshacerte de los miedos sin que los demás se enteren?». Hice un movimiento horizontal con la cabeza. «Tienes que llevar un diario de sueños malos, sólo de los malos, y los numeras para que puedas identificarlos». «¿Y los otros?». «Los buenos se guardan en la memoria para momentos difíciles. Entonces se los soba suavemente   para que salgan de su escondite hasta que casi se los pueda tocar, esperando que pasen esos momentos difíciles».

«Tanto hablaste que se te olvidó contarme sobre el sueño que te robaron». «No puedo, porque ya no lo tengo. Por tanto, no puede responder a ningún recuerdo, por más que lo sobe. De allí el peligro de contarlos, para que te des cuenta».

No, no me daba cuenta. Pero ¿qué importancia tenía? Sus enseñanzas calaron hondo en mi voluntad, hasta el punto de impulsarme a llevar un diario de sueños. Cada mañana, al despertar, hago una selección de sueños. Cargo los buenos en la memoria y anoto y numero los otros, siempre que no caiga en el desvarío de alguna pesadilla. «Pero esos son los malos, tío Jako», reacciono. «Claro», me respondo, desde donde pueda encontrarse. «Siempre traté de evitar las palabras que no me gustaban», concluye, antes de desaparecer.

«¿Qué es la muerte?», preguntó la abuela Bea al aire. Tenía la costumbre de hacerlo cuando el espejo no le era suficiente y buscaba reflejarse en la naturaleza a través de muros y ventanas domésticas hasta encontrar un descampado que acomodara su sentir. «No recordar despertarse», afirmó tío Jako, con una seriedad que no se le ajustaba. Pensé que alguna memoria movediza, en su ir hacia atrás y hacia adelante, lo habría impulsado a esa respuesta como si una sutura mal hecha amenazase reventar.

Tuve, entonces, la sensación de que el humor y la ironía de tío Jako no hacían más que cubrir miedos azuzados por tiempos anteriores vividos al paso, con los por venir ofreciendo la insuficiencia de la duda mientras el presente -tan querido y observado por él- corría hacia atrás, también por miedo, por desembarazarse de esa carga fantástica que a menudo le jugaba atrevimientos, otras rebeldías y, las más de las veces, el deseo de impactar, poniéndose las máscaras de sus tantas caras.

Hablaba con mayúsculas, abriendo la boca lo más posible. Era la forma de que pasen sus aventuras de rueda Chicago de un circo en constante función. Parecía buscar el otro lado del viento, el que sopla sin doblar lo que encuentra en el camino, tratando de mantenerse en la actitud precisa y largar el puñado de historias acuñadas en lo que  dura la vuelta de la rueda. Las lanzaba como si todas las palomas del mundo convergieran en su sombrero de copa, uno especial, más profundo, lleno de afluentes que buscaban ríos madres para asentarse, tomar nombre y dejar de ser el errante imaginario. A través del desborde, era posible vibrar en todos los tonos, adjudicarse triunfos o derrotas y continuar en la búsqueda de nuevas aventuras que podrían encontrarse en la tierra o fuera de ella y, además, contar con la aprobación de todos los duendes.

La tierra de antes parecía estar más cerca de él y disponer de un lugar especial en su memoria. «No es por fuerza de la edad que se busca el tiempo de atrás», decía, «sino marcándolo con nuevas señas que ayuden a reconocerlo». Cuando acunaba los ojos en busca del ritmo preciso para el desborde, no podía evitar cierta sensación de pena. Tanto él como tío Berni o mi padre eran hombres enderezados por las circunstancias. No podía descartar de mi mente que éstas lo hubiesen hostigado y nadie los fuese a devolver la pérdida de sus años anteriores, delimitados por infancias o adolescencias que habían pasado, dejándoles el recuerdo marcado.

Tal vez eso les desarrolló la imaginación, llevándola a extremos desconocidos. ¡Cómo se podría creer que cuando niños usaban borradores de aire que ayudaban a borrar fantasías para reemplazarlas por otras! «A veces era mucho el peso o el aire estaba demasiado atiborrado», afirmaba tío Jako, con cara que no admitía sorpresa. Cuando lograba vencer dudas, le preguntaba qué escribían en el aire. «Cuentos», respondía. «¿Y quién los leía?». «Ah, para eso era necesario tomar lecciones, pues no a cualquiera le era fácil entenderlos. Nuestros alumnos eran los otros niños del barrio, los que no tenían tanta imaginación».«¿Y aprendían?». «¡Claro! Tenían que memorizar rápidamente lo que había en el aire, antes de que algún viento inquieto lo hiciera desaparecer. Cuando estaban listos, los tomábamos un examen». «¿Cómo podían memorizar lo que no estaba escrito?» «Pero sí que lo estaba. Sólo que era preciso hacer un gran esfuerzo similar. ¿Nunca fabricaste duendes o fantasmas? Es algo similar. La voluntad es lo que cuenta. Cuando la tienes, puedes hacer cualquier cosa». «Ya veo». «¿Qué, ves cuentos en el aire?».«No, pero creo que te entiendo». «Te tomaré un examen. ¿Qué ves en este momento? Acabo de escribir algo».

Para no defraudarlo, dije que veía a tres niños corriendo detrás de una pelota, que a medida que corrían la pelota se desarmaba y que al final, para hacer creer que seguían corriendo detrás de ella, no dejaba de correr. Tío Jako me miró fijamente por un momento. «Aprendes rápidamente. Tendré que tener cuidado contigo, porque podrías dejarme sin historias». «Las historias no se copian ni se repiten», dije. «Es extraño», meditó. «Era la misma que ya había escrito muchos años atrás». «¿Estás seguro?». «Por supuesto», respondió, sin el menor atisbo de duda. «Había que correr para escapar. Siempre hicimos eso. Correr para escapar. Así llegamos». «Habrás gastado muchas pelotas por el camino», dije. «Más de las que te imaginas». «Creo que me estoy contagiando, tío Jako, pues últimamente imagino demasiado. ¿Sabes qué? Que camino hacía atrás, que tomo barcos o trenes que llevan hacia 'las tierras de antes', como tú las llamas, sólo para buscar mariposas que no existen, cuentos escritos en el aire, pelotas que se deshacen...»

Tío Jako no me dejó terminar. «Es mejor que dejemos las cosas como están. Mira», dijo, levantando un dedo hacia arriba, «fíjate cómo cambian de lugar las estrellas», lo que era cierto en esos cielos azules, de día y de noche, que permitían el libre paso de la mirada de una constelación a otra. Observé las estrellas, el cielo manso, toda la atmósfera en complicidad con un silencio avasallador. Todo en un gran suspenso. Entonces le pregunté qué es la muerte. «Sólo las abuelas tienen derecho a preguntar eso», respondió, como queriendo que lo dejase tranquilo, aunque sabía muy bien que nada es más terrible para los desahuciados de derechos, como son los niños, que dejar pendiente una respuesta. Así que, luego de pensar un momento, me contestó, con cierto temor en los ojos: «es la vida a oscuras, sólo eso» «¿Por qué le diste una respuesta diferente a la abuela». «Ten paciencia. Ya te diré por qué».

Seguidamente, poniéndose en posición de ilusionista, con una pierna adelantada y su imaginario sombrero de copa en la mano, fue sacando palomas invisibles. Cuando salió la última, dijo: «lo que sucede es que, así como saco palomas del sombrero, saco respuestas de mi cabeza, aunque a veces temo equivocarme y las cosas me salgan al revés. ¿Entiendes?». «Eso no podrá suceder». «Quizás sí, quizás no. Pero basta por ahora. Se me han terminado las palomas y las respuestas».  «Nos queda el aire, tío Jako». «Claro», rió de buena gana. «Me había olvidado».

«¿Tanto frío hacía en Jashevato?»,pregunté, agrietando el entre cejo. «Tanto que hasta los ojos podían llegar a congelarse», respondió tío Jako. Me pareció que su imaginación era capaz de sobrepasar cualquier límite, pero dejé que continuara.

«Los ojos lloran constantemente hacia adentro y hacia afuera. Cuando se llora hacia afuera, es tanta la concentración de lágrimas que se forma algo así un pozo de agua. Entonces a nadie podía extrañar que el pozo se congelara. Por eso siempre es aconsejable mantenerse dentro de los márgenes adecuados de medida. 'La justa medida', decían hombres antiguos en su deseo por aconsejar, pero pocos toman los consejos como verdaderos y piensan que detrás puede haber una segunda intención».

«¿Tú tienes segundas intenciones?». Se demoró en contestar, no sé si para no aventurar alguna respuesta impropia o por tomarse un tiempo porque eran muchas las cosas que circulaban por su cabeza y primero tenía que sortearlas. «De tener, las tengo, aunque no a menudo. Más bien las dejo para quienes son reacios a comprender que las segundas intenciones no existen más que en la mente de ellos mismos». «¿Y cómo sabes distinguirlas?». «Sólo la experiencia enseña algunas cosas», respondió, con esos ojos que de pronto parecían a punto de quebrarse por la acumulación de fríos pasados.

«Por ejemplo, en invierno se nos hacía difícil cerrar los ojos», continuó, como si la idea hubiese quedado flotando en la atmósfera, «porque queríamos saber hasta qué punto era cierto lo que decía la abuela Bea. Contaba, quizás para asustarnos, que al hijo de una vecina del pueblo el frío extremo le había trizado los ojos como si fueran de vidrio. Por eso, parada en la puerta, a medida que íbamos saliendo para ir a la fábrica de azúcar nos levantaba unas pestañas que tenían nuestras chaquetas y que servían para proteger los ojos. No obstante, una vez afuera las bajábamos, porque queríamos pasar por la experiencia de los ojos congelados. Pero justo esa mañana el frío no llegó a su grado máximo, de modo que no pudimos tener esa experiencia. Unos días después, cuando de nuevo tentamos la aventura, tu papá nos quedó mirando fijamente y nos dimos cuenta de que algo extraño ocurría. De inmediato le hicimos cubrirse los ojos con los guantes.   Berni y yo tuvimos miedo de que empezaran a saltársele pedazos y que no supiéramos qué hacer con ellos ni qué explicación dar a la abuela»

«Entonces ella tenía razón», dije. «La mayoría de las veces, pero no siempre le creíamos», señaló. «¿Alguna vez lloraste hacia adentro, tío Jako?». «Muchas». «¿Cuándo?». «Cuando lo que me hacían me causaba mucho dolor, pero no podía expresarlo para no mostrar debilidad. En algún lado había leído que los hombres no lloran. Yo lo tomé muy en serio, sin pensar que los niños pueden tomarse algunas licencias, que para llegar a hombre a veces es conveniente hacer uso de esas licencias, pero también es importante interrumpirlas a cierta edad porque de lo contrario nunca se abandonan los años cortos. Y no es bueno ni conveniente ser un hombre con debilidades de niño».

«¿Qué son licencias?». «No ser tan estricto con las reglas, pero sólo en determinadas ocasiones y por poco tiempo». «A veces tengo ganas de tomarme una licencia», dije, en el más alto estado de abstracción. «¿Cuál, por ejemplo?». «La de no ir a la escuela por toda una semana, buscar el trineo que les robaron a ustedes en Jashevato, encontrarlo y rogar que nieve para deslizarme y sentir lo que ustedes sentían».

«Esa sería una licencia demasiada larga. Deben ser medidas, casi al punto de que nadie se de cuenta si uno las toma o no. Además, esa licencia no tendría sentido, pues éste no es un país frío y una nevazón está fuera de toda esperanza. Generalmente uno sólo ve el lado blanco de la nieve, sin pensar en los múltiples problemas que muchas veces ocasiona. Es preferible un calor insoportable antes que el frío extremo. Eso sí he aprendido. Hay una inclinación por desear lo que está lejos de cualquier posibilidad de obtenerlo, lo que nos hace vivir en un permanente estado de insatisfacción. Debes aprovechar lo que está cerca o lo que pueda ser conseguido dentro de los límites de los que hablábamos. Una dosis sana de ambición nada tiene que ver con límites o excesos».

Muchas cosas no llegué a comprender muy bien en su momento. Parecía que tío Jako no sólo me hablaba a mí, sino que también daba pautas a seres invisibles, herederos suyos anticipados. Creo que cualquier cosa era posible cuando lanzaba esa mirada larga, extensible y extendida, capaz de llegar a lugares lejanos y estar de regreso en lo que dura la evasión. Me he apoderado de esa mirada como lo hace quien recoge el guante que presagia un duelo. Sólo que el enfrentamiento es conmigo misma y a veces la mirada regresa, sin que pueda evitar el arribo a lugares blancos, lejanos, donde seres atados a mi piel continúan acechando tiempos mejores. Justo cuando creo que logro incorporarme a esos lugares, la mirada se me congela. «¿Cómo puede congelarse una mirada?», ríen los que ya se encuentran en las sombras eternas.


 


- XXXIV -

El pasado, en desvarío arduo, consigue apropiarse del presente. Extiende sus patas de araña y cerca el espíritu con su atosigamiento. Es una ficción con visos de realidad irremediable, la eterna lucha por la sobrevivencia, algo semejante a las ruinas de la noche que invaden la mañana, prolongando el insomnio. No sé si el gris es una característica de los ojos que se proyectan según los estados del alma y tiñen lo que encuentran a su paso. O si es posible anticipar el desarrollo de la jornada según los sonidos que acompañen el despertar. Que afuera brille el sol o la lluvia inmisericorde nuble las casas y produzca un cierto espejismo húmedo, llega a ser irrelevante. Tal vez sólo somos seres de tierra, de agua, de olores o de sonidos ya estipulados en vidas anteriores, obligados a seguir derroteros previamente marcados.

De pronto me asalta el temor de que, por la presión de futuros envidiosos, sólo seamos capaces de sostener pasados como exigencia básica para experimentar el presente. Quisiera tener los elementos necesarios para dibujar escenas anteriores y situarme en ellas para calzar mejor los hechos, entenderlos en presente, apelar a la posibilidad de pertenecer sin pertenecer por esa alquimia que hace que algunas cosas resulten. Es el límite entre el ayer y el punto desde donde arrancan presuntos presentes lo que titubea en el recuerdo y me hace resbalar la memoria.

«¡No me dejen sin memoria!», quisiera gritar para eludir el trabajo subterráneo de algún chantajista. Es como si fuerzas constantes de oposición se trabasen en luchas que abandonan muchos abstractos y se posesionan de un teatro en constante representación. «El mundo limita con la conciencia», creo escuchar dos voces no adiestradas por disciplina alguna, voces que escapan de la tierra, excavan en lo profundo del sentimiento y se alzan como fantasmas para señalar las debilidades humanas. «Soy el resultado de una de esas debilidades»,   parece decir algún pilar ancestral como tratando de justificarse. Pero la suma de justificaciones sólo podría armar un inmenso pecado o disminuir culpas hasta desvanecerlas. Ya nada es claro u oscuro, sino subrayado por tonalidades grises que también son pretextos.

Siento que una mano se levanta en el desierto. Despliega un cartel que dice «Pare». Creo reconocer al Principito. Me pregunto cómo pudo sobrevivir a tantas aventuras, cómo el aroma de la rosa no lo mareó hasta el punto de hacerle perder el sentido. A lo mejor alguna mutación no registrada me hace tomar su lugar para convertirme en símbolo de salvación. Es una ceremonia que se realiza en los entre telones de mi conciencia, algo involuntario, la suspensión de un cuerpo en busca de un alma que se le acomode mejor. «Los viajes imaginarios terminan en terribles caídas en pozos reales», escucho una voz íntima, insólita, insufrible, que maneja hilos internos con pericia de duende.

La brújula se ha vuelto loca y señala cualquier dirección. Hay un mensaje envuelto en su estrategia, algo que me quiere decir para que abandone este vagabundeo ocioso en busca de lo inasible. «¿Qué es lo inasible?», pregunta alguien, tal vez tío Berni o tío Jako. Quisiera encontrar el libro de respuestas de la abuela Bea, el que guardaba en el ropero de siete lunas o bajo su amplia y larga falda, o por último entre sus pechos, «el hueco que forma el tiempo», decía. Pero ella pensaba que cada cual debía elaborar su propio libro, acuñar las respuestas y llegar con ellas bajo el brazo, en el momento final, como contrapunto al plan con el que se inicia el nacimiento.

Tendré que bordear el círculo eterno en busca del olvido que forme una salida, pequeña fisura que haga posible el retorno. Con cada abrir y cerrar de ojos consigo alejar cada vez más el espejismo donde un grupo de faunos juega en la ilusión de un bosque propio. Quizás refleje el deseo, inherente al hombre, de cobijarse en lo propio, lo conocido, lo palpable, lo permanente. «Mis ojos son especiales», me digo, «porque están dispuestos a ver lo que quieren ver». Sin embargo, no es así. «Cambio un par de ojos llenos por otros que aún permitan la inserción de imágenes».

El delirio ha hecho presa de mis ojos, de mi espíritu, del espectro en el que algún día me convertiré para alertar a quienes vaguen por caminos inapropiados. Aunque temo responder que no facilitaré el  camino a nadie, que cada cual debe tapizar el suyo. Siento la mirada penetrante de tío Berni, que me dice que el egoísmo nunca estuvo presente en la familia. «Pero ese mundo ya no existe», señalo. No me responde. Temo su silencio hablador, el que dice sin opinar, el que condena sin palabras, el que levanta el espíritu con sólo el recuerdo.

«¿Dónde están los cuatro puntos cardinales?», le pregunto. Levanta la mano, aprieta el puño y dice: «aquí». «Pero para eso tendré que recorrer tu tiempo, ausentarme definitivamente y esperar que alguien me formule la misma pregunta», digo. De nuevo queda en silencio. «El silencio otorga», leo un cartel colgado de paredes invisibles. «¿Qué silencio?», pregunto, consciente de que es una ciénaga donde el peligro acecha, donde mueren las palabras y la comodidad puede convertirse en costumbre.

Pienso que sólo soy una aparición que persigue a otras para formar una comparsa y acompañar dudas comunes, medito en la profundidad de la incertidumbre. Veo cómo danzan las letras en la imposibilidad de convertirse en palabras y fomentar una Torre de Babel moderna. O posmoderna. Los significados se esconden en los mismos zaguanes donde han quedado sepultados los años cortos. Eran laberintos infantiles en los que la montaña mágica descendía o ascendía de acuerdo con nuestra fantasía, lugares de fabricación artesanal de futuros. Al fondo, donde se inicia el encierro del espacio y se forma una casa, comienza el peligro, el trazado de muros divisorios, el aislamiento de seres temerosos de la profanación de intimidades.

Inicio una carrera de postas con esos personajes que poblaron mi infancia. Pero sus manos no son capaces de sostener la entrega. Tengo que correr sola, confiando en la aparición súbita de un alma solidaria. Algo me dice que será una labor infructuosa, que las almas solidarias han emigrado para formar el proceso inverso y retornar a comienzos que fueron extraviados. Puedo imaginar corrientes humanas encontrándose en el horizonte, estrellándose en el intento por pasar al otro lado o a éste. Todos invocan razones y todos tienen razón. El horizonte se inflama y hace exclamar «¡qué hermoso atardecer!», sin que en verdad sepamos lo que ocurre. Es sólo la entrega de la frase para consolar estados del alma. Temo que suenen las trompetas antes de tiempo o que éste no se haya acumulado suficientemente para la entrega posterior.

Hay una ronda a la distancia. Es probable que se encuentre en el centro mismo del horizonte, esa línea inexplicable como muchas cosas de la naturaleza, una ilusión óptica que fabula otras ilusiones. Acaso sea la revelación que pasa inadvertida, el mensaje que debe ser descifrado o simplemente un estímulo para cultores de espejismos. Sin embargo, en cada gesto de la naturaleza aparecen hombres y mujeres que me han pertenecido. Y no logro aceptarlos como mera ilusión de los sentidos. El asunto cala profundo, toca el cimiento de las carencias donde todo duele, donde algunas cosas faltan y los que las hacían mover también. Entonces, todo lo demás, toda lucubración ambiciosa deja de tener sentido porque todo tiene sentido, pues el entrelazamiento de situaciones y sentidos, de naturaleza muerta o viva, ha logrado la unión.

En cuando pienso que la continua fricción de rostros pasados los obliga a retornar de las sombras ocultas, aunque sea temporalmente. Es la magia del recuerdo que hace de lámpara de Aladino. Hay un desfile que deambula en busca de la mesa larga, la que guarda con manteles puestos, con lugares reservados para los que se atrevan a permanecer una segunda vez. «No hay segundas veces», susurran los duendes. «Ni siquiera es posible que la primera haya sucedido». Pero no puede ser. «Fui testigo», les recuerdo. No debí importunar a los que ya han sido absorbidos por silencios oscuros. Tampoco anticipar conocimientos que sólo pueden ser develados en su justo tiempo. Ni hacer del tiempo el elemento de duda, de angustia, de fricción de los sentidos. Creo que debo dejarlo pasar, no interceptar sesgos confusos sin sentido, sin peso, sin la suficiente transparencia que me permita observar su contenido.

«Busco una montaña desde cuya cima pueda observar lo acontecido a mis antepasados», quiero poner el anuncio en algún lugar visible, pero el eco me contesta que en su cima sólo encontraré tablas de la ley, obligaciones que cumplir. «Ya las he cumplido», contesto, como si estuviese en ese punto que trato de evitar pero al que me acerco para acechar sin ser vista o reconocida. Trepo por una escalera a la que van agregando peldaños y más peldaños, lo que me condenará a subir y subir sin cesar. Cierro los ojos para que no se llenen de falsas imágenes y ensayen lo que temo, me interno en soledades que hacen temblar la respiración, en campos que se nutren de mis desvelos y   concreto la intensidad de las sombras en el sueño. Es cuando doy rienda suelta a quienes me habitan en un juego que pretende atentar contra mi seguridad, pero no es más que un juego del que participo como protagonista principal. Aprieto los ojos y me dejo invadir. Tío Berni y tío Jako me avisarán cuándo despertar. La conservación del recuerdo depende de que despierte.

Me encuentro en el borde de algún límite, sin que pueda identificarlo. Los sueños aparecen flambeados por fuegos fatuos que pretenden garantizar su permanencia, el estado onírico que impulsa a terrenos de esperanza, y es preciso cocerlos de lado y lado, sin recocerlos para alejar el temor constante que supone la noche larga, la que se descubre como laberinto y pena la conciencia porque está latente sin que su tiempo esté estipulado, dando crédito al destino, a la fatalidad inherente en todo soplo de vida.

Veo cómo los vientos se desplazan queriendo vencer velocidades, transportando mi cuerpo que permanece como testigo de otros vientos que seguirán pasando hasta que sólo tenga una opción: que mi tiempo se haya ido con el viento o esté obligada a tomar el último viento, ese que pasea sus prendas seductoras, sus velos que producen desvelos. Y mis personajes me observan con una mirada lisa, llana, que quiero olvidarse de que es lisa y llana, pero cuyo peso cae con fuerza de sacudida, de obligación de observar lo que es preciso ver antes de que el despliegue de nubes turbe la visión. Es como si la historia que recreo empezase a ser contada por quienes componen la historia.

El sueño se torna alucinante y los duendes se aprovechan de situaciones que nos vuelven débiles. Es el subterfugio de la noche que otorga fantasmas para que no parezca tan vacía, como si estuviera sintiendo una tierra de nadie de la que debo huir, pero que también me incita a traspasarla en busca del otro lado, la posibilidad de que sólo sea un pensamiento obnubilado por un desamparo ocasional.

«Todo tiene un punto de partida», parece decir uno de los que han tomado mi voz, uno que trata de recuperar esa tierra de nadie que quizás traspasó inconsciente o involuntariamente. Es una voz que nada dejaba al azar, ni siquiera imaginario. Más bien imaginaba el azar e insistía en insuflarle características fatalistas, haciendo al destino partícipe de las situaciones más absurdas. Entonces es cuando la   muerte parece noche, o al revés, y nadie se preocupa por cambiar el orden o siquiera contradecir dichos de quien sabe quién. Más bien se insiste en la hondura de su oscuridad para evitar que la razón tome cuenta de tanta noche.

Es posible que al desentrañar recuerdos haya tocado espacios que me comprometen. Deambulo por lugares que no son míos, que se extienden sugiriendo historias descabelladas que necesito para hacer comparaciones y decidir dónde insertarme. Porque todo no es más que una narración eterna en la que actúan personajes pequeños y grandes de acuerdo con su tiempo, un inmenso escenario con entradas y salidas donde cada cual toma la que le corresponde, aunque algunos desmemoriados o quienes hacen gala de confusiones súbitas evitan las salidas y se convencen de que es posible producir y reproducir entradas, sólo entradas en sucesiones infinitas.

No me quiero dar por aludida e insisto en que sólo he pasado una vez por la entrada y que siempre he sabido de segundas oportunidades. La abuela Bea me observa con actitud de reproche. Puede ser que, además de su libro de respuestas, también tenga uno de verdades. Estoy segura de que me mostrará una ristra de ellas, de distintos colores, para que yo elija una y quede satisfecha. Ella está inmersa en la noche doble, la del dormir y la de los sueños. Me lleva ventaja. Le pido que me adelante una pista. Niega la ayuda con un movimiento de cabeza.

Todo se presenta con características relativas. No estoy segura de si lo que ocurre está ocurriendo en un tiempo anterior o sólo pretendo convencerme de que es así. Quiero impugnar el tiempo de la abuela y moverme en laberintos atemporales, trasgrediendo lo intrasgredible. El tiempo resbala hasta confundirse con el destiempo. Ella parece saberlo. «En general, sueño...», musito en tono de excusa para que no elabore ideas, para que tome conciencia del espacio que nos separa, para que no piense que he perdido el hilo que me ata a la realidad.

Temo que la noche se abra y cierre y luego vuelva a ocurrir lo mismo, sin que entremedio surja la esperanza del día, la razón de continuidad que hace de los cambios el desarrollo del tiempo. «Porque el tiempo existe, ¿verdad», le pregunto. Ella aún cree estar en posesión de la estepa, se pasea por ella e intenta pinceladas de fantasía. «La estepa es un gran barco», dice. «Es fácil viajar en ella, nada más   dejándose llevar por el paso de las nubes», afirma, aclarando aún más sus ojos para que no tenga dudas de que es ella.

«Quiero que me leas los sueños, los escribas a tu manera y los guardes en las grietas del Muro de los Lamentos, el lugar donde se entregan mensajes para que sean leídos por el Altísimo». Pero ha desaparecido el espacio donde la tenía a mi alcance. Ha adquirido esa cualidad de duende que le otorga la pertenencia a la noche infinita. Los demás también. Temo que si no logro hacerla reaparecer correré la misma suerte. La confusión no me deja aclarar si ella y los demás son para mí un sueño o si yo lo soy para ellos, o si soy yo quien los sostengo o es al revés.

No sé por qué abro los pliegues que cubren mi conciencia, como si alguien estuviese haciendo un trasvasije de ella, una resta y suma para obtener el punto exacto de equilibrio y proveer conciencias que no produzcan sobresaltos, que no den problemas, que no ofrezcan sorpresas, una especie de lobotomía de la conciencia para apagar estados efervescentes.

Tendré que raspar la realidad hasta encontrar el núcleo que permita la evasión, el delirio, volverme sueño temporal y saber que me encuentro en la mira de soñadores, casi como si me encontrase en el fondo de un catalejo y mis antepasados me remeciesen para convertirme en estrella de color, pero con formas cambiantes, y el catalejo no sea en verdad tal, sino un caleidoscopio o una lámpara de Aladino y sienta que se han interesado en soñarme y de ese modo caiga en la órbita del círculo eterno sin posibilidad de desaparecer, sino de nacer y renacer infinitamente hasta que yo decida que lo eterno puede llegar también a ser monótono.



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