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NOEMÍ FERRARI DE NAGY (+)

  EL CONSEJO DE JOHN SMITH - Cuento de NOEMÍ FERRARI DE NAGY


EL CONSEJO DE JOHN SMITH - Cuento de NOEMÍ FERRARI DE NAGY

EL CONSEJO DE JOHN SMITH

Cuento de NOEMÍ FERRARI DE NAGY

 

-He tenido una maldita mala suerte.

Recogió los naipes, sin mirar a nadie. Su esposa, con rostro indiferente, se pasó una mano sobre el rojizo pelo teñido, mientras los compañeros de juego guardaban sus ganancias, las caras encendidas y alegres.

-Sabias que no era jornada buena para ti.

-Lo sabía y no lo sabía. Uno no puede tener una fe absoluta en estas cosas.

-Tener fe en qué? - Preguntó el más entrado en años de los jugadores.

-En un aviso espiritista.

-¿Habla en serio? Juan, aquí, está muy interesado en el espiritismo. Mira, Juan, parece que encontraste a un correligionario.

-        Bueno... He tenido ocasión de participar en sesiones... Creo que realmente hay algo, no puede negarse.

-        Roberto ¿por qué no les cuentas del consejo que recibiste antes de salir de vacaciones?

-        En realidad, en la última sesión que se realizó en casa, el espíritu que se hizo presente me recomendó que no jugara en los próximos ocho días, es decir hasta pasado mañana. Pero no di importancia a la cosa, y cuando fijé la fecha de hoy con Usted, Armindo, ni me acordaba ya del consejo. Además ¿cómo va uno a saber si no se trata de una recomendación hecha con malicia?

-        A ver: ¿Cuándo te engañó ese espíritu? Ya van tres veces que te ha anunciado cosas puntualmente sucedidas a los pocos días.

-Mi querida Emi no admite una fe vacilante - Dijo el marido sonriendo a los dos compañeros de juego- Si yo me quedé un poco desplumado -agregó dirigiéndose a su esposa,- considera que nuestros huéspedes se van contentos y que tú terminaste más o menos sin ganancias y sin pérdidas. Por mi parte, me declaro satisfecho.

La curiosidad de Armindo y de Juan se había despertado y brillaba igualmente en los ojos claros de éste y en los oscuros y un poco achinados de aquél. Armindo pidió a Roberto que contara algo más de sus acercamientos al más allá, y el gran silencio de la noche parecía alentar la plática sobre el tema que había surgido.

El calor del verano seguía, pero la temporada ya se había cerrado; las calles mal iluminadas estaban desiertas, sólo recorridas por un suave viento norte que agitaba las copas de los árboles y las frondas de los arbustos, perdiéndose luego sobre el lago negro, salpicado de reflejos de estrellas.

Roberto contó que a veces solía organizar reuniones, en la ciudad. La criada de unos amigos había revelado extraordinarias facultades mediánicas y las sesiones eran excepcionalmente interesantes. Emi y él habían invitado a la muchacha para el próximo fin de semana, pues el descanso en la villa veraniega les estaba haciendo muy bien, pero era un poco aburrido. Lo inesperado, agregó, había sido la prohibición de los dueños de la casa en que se hospedaban, al escuchar lo que se proyectaba. Eran personas excelentes, explicó Roberto; pero chapadas a la antigua y esclavas de viejos prejuicios, habían declarado que no querían nada de eso donde ellos vivían. Es cierto que se acostaban y se levantaban con las gallinas, pero no era el caso de engañarles reuniéndose clandestinamente. Por suerte se había llegado a un compromiso, con la autorización de usar un local de una vieja fábrica vacía y abandonada, heredad de la dueña. La chica llegaría en la tarde del viernes próximo. Con ella no eran necesarios los golpes de la mesita ni el vaso colocado boca abajo desplazándose de una a otra letra del alfabeto: recibía directamente los mensajes y los transmitía de viva voz.

Juan pidió con discreción, pero con mal disimulada ansia, que se le permitiera participar en la reunión, y Armindo, curioso, manifestó también su deseo de formar parte del grupo. Se fijó el día y la hora, y los huéspedes se despidieron.

Armindo y Juan habían llegado a la entrada del grande y silencioso edificio con unos minutos de anticipación, y para hacer tiempo dieron la vuelta a la manzana. La vieja construcción sobresalía entre las otras, un poco borrosa por la oscuridad, y sus buhardillas de techitos puntiagudos parecían esconder miradas inquietantes. Por encima del lago brillaba el fino borde de uña de la luna nueva, que viajaba lentamente hada las alturas de la orilla opuesta. No fue necesaria una segunda vuelta: Roberto ya estaba abriendo una pequeña puerta al lado de la cochera, y todo el grupo, completado por la joven pálida y espigada que funcionaría como médium, entró en la fábrica. La linterna eléctrica llevada por Emi iluminó una empinada escalera que exhalaba olor a ratón, y los cinco subieron al piso de arriba, todo de madera, donde se encontraba la indispensable mesita rodeada de sillas, en un rincón del vasto local polvoriento. Además de esos muebles, recién puestos allí, sólo había una enorme y antigua caja de caudales, de hierro; sobre Emi acomodó la linterna encendida y la cubrió con una bufanda de color morado, explicando que los dueños habían recomendado no usar velas ni faroles.

La muchacha se sentó de cara a la luz, que ahora sólo era una claridad espectral; frente a ella Roberto, luego los demás. Las manos se abrieron apoyándose sobre la mesita, se formó la cadena y a los huéspedes fue recomendada la máxima concentración. La muchacha miraba fijamente el foco velado, hasta que su rostro pareció una rígida máscara. Roberto invocó la presencia de un espíritu, en forma indeterminada.

-¿Estás aquí? - Preguntó finalmente.

-Estoy aquí - Dijo la joven, con lentitud.

-¿Quién eres?

-John Smith.

-¿Inglés?

-Si.

-¿Quieres explicamos cómo es que puedes comunicarte en castellano?

-No comunico palabras, sino mi pensamiento se sirve del cerebro del médium y éste le da forma espontáneamente en el idioma que le es familiar.

-John Smith: ¿qué fuiste durante tu vida?

-Fui un señor de la campaña, tenía tierras y campesinos. No era una propiedad muy grande, pero me permitía llevar una vida sosegada. Yo, sin embargo, había nacido para inventor.

-¿Quieres hablamos de algún invento tuyo?

-Diré del último, que en cierto modo me costó la vida.

-Te escuchamos, John.

-Había meditado sobre la energía y la resistencia de los ratones, pensando en una forma práctica de explotar esas cualidades.

-Un pensamiento muy inglés. ¿Lo realizaste?

-Logré obtener que dos de esos animalitos pasaran el día haciendo girar sobre su eje un pequeño tambor, así como lo hacen las ardillas prisioneras. Pero las ardillas, en cautividad, se mueren de todos modos.

-¿Y de qué servía ese tambor en movimiento?

-Era un pequeño motor que accionaba carretes sobre los cuales se envolvía hilo.

-¿Y resultó?

-Resultó; pero era sólo un experimento.

-¿Y después?

-Después busqué una construcción suficientemente grande como para colocar a diez mil ratones, y me pareció haber tenido mucha suerte cuando se me ofreció la ocasión de comprar tina catedral en ruinas a un precio muy razonable.

-¿Y qué pasó?

-Pasó que fui a tomar medidas y dibujar bocetos en un día otoñal, cuando había una leve neblina que parecía nada, y que pronto empezó a espesarse y a depositar humedad por todos lados. Quería salir de allí, pero no podía casi ver donde pisaba. Resbalé, precipité en una hondura agarrándome de unas piedras que se vinieron abajo conmigo, aplastándome la cabeza; mi cerebro se esparció sobre las tallas de un capitel caído.

-¿Cuándo sucedió todo eso?

-Este siglo recién había nacido.

-¿Cómo es que a nuestro llamado viniste tan pronto, siendo un espíritu de lugares tan lejanos?

-Me maravilla tu pregunta. Para nosotros no existen lejanías. Por otra parte, la muerte repentina interrumpió tan bruscamente mi deseo de usar algún edificio espacioso y abandonado, que no logré desprenderme totalmente de él. Sigo visitando antiguas ruinas, viejos castillos, fábricas abandonadas. Si dentro de un poco me llamasen, pongamos en un tramo no transitado de las catacumbas romanas, allí me presentaría yo instantáneamente.

-Qué fantástico. Ahora te agradeceríamos si quisieses dejar un mensaje para uno cualquiera de nosotros.

-A Juan, mi homónimo, le recomiendo recibir favorablemente a la persona que le visitará mañana. Si cierra el trato para el negocio que se le va a proponer, la plata que recibirá le traerá pronto frutos inesperados y abundantes. Y ahora deseo irme. Estos encuentros me agotan.

-Gracias, John Smith. Adiós.

-A... a... dios.

El bolígrafo corría veloz sobre el papel; Emi daba a su hermana, que vivía en el exterior, un resumen de los acontecimientos: «... Estamos proyectando la construcción de un hotel con vista al lago. La compra del terreno (un lugar de ensueño) fue una victoria de la habilidad e imaginación de Roberto. Empezó él con su vieja táctica de informarse lo mejor y lo más discretamente posible con respecto al dueño, y así supimos que el hombre no quería, de ninguna manera, desprenderse de la parte mejor ubicada de su propiedad: o todo, o nada. ¿Y a quien iba a interesarle esa tierra lavada y pedregosa? Sólo tiene un viñedo con plantas que van muriéndose de viejas que son. Pero el tipo cree fervorosamente en las comunicaciones de los espíritus del más allá, y Roberto le organizó una sesión fantástica, con la ayuda de una joven actriz aficionada, hija de una amiga nuestra. (Entre paréntesis, todo el tiempo estuve sobre ascuas temiendo un escándalo, porque Roberto exageró con su creación de diálogo espiritista}. Bueno; que tú lo creas o no, el dueño del terreno hizo puntualmente lo que el espíritu le había recomendado que hiciera. Cuando nuestro testaferro fue a verle, todo marchó como sobre rieles...»

El hotel, sin embargo, no fue construido.

A poco más de un año de la memorable sesión en la vieja fábrica, Roberto y Emi entraron casualmente, para almorzar, en un restaurante unido a un distribuidor de gasolina, en la bifurcación de una ruta de mucho tránsito. Se les acercó un hombre de cara conocida, que se alegró muchísimo al verlos. Era Juan, que insistió para que fueran sus huéspedes.

-¡No saben ustedes cuánto les debo! - Dijo. Y contó que su amigo Armindo, viendo que el espíritu de aquella inolvidable noche había anunciado cosas ciertas, y animado por la promesa de un feliz desarrollo de buenos negocios, había insistido para que compraran en sociedad el distribuidor. La inversión había resultado realmente muy buena. La mujer de él, Juan, habla empezado a ofrecer comida, y ahora he allí el restaurante, que también marchaba satisfactoriamente. Y todo en gracia del consejo de John Smith. Además: ¡la suerte de haber vendido justo esa parte de la propiedad! Poco después -quizá Roberto no lo sabía- fue expropiada para la ampliación del camino. Ya se estaban haciendo los trabajos de la ruta, muy linda, panorámica.

Cuando Juan se alejó para buscar personalmente una botella de buen vino, Roberto y Emi se quedaron callados, un poco pálidos. Luego murmuró él: - Así que John Smith fue profeta cabal... A lo mejor, hasta existió de veras. ¿Qué dices tú a todo eso?

-Estaba pensando -contestó ella- en las palabras de Hamlet: «En el cielo y en la tierra hay muchas cosas- que tu filosofía ni sueña, Horacio».

 

 

 

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REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY

LOR NARRADORES

N° 3 – 1979 – ASUNCIÓN

Ediciones COMUNEROS

Asunción - Paraguay

 

 

 

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