PortalGuarani.com
Inicio El Portal El Paraguay Contáctos Seguinos: Facebook - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani
CATALO BOGADO BORDÓN
  LA NOCHE DE LOS FRANCOTIRADORES, 2000 - Relatos de CATALO BOGADO


LA NOCHE DE LOS FRANCOTIRADORES, 2000 - Relatos de CATALO BOGADO

LA NOCHE DE LOS FRANCOTIRADORES

Relatos de CATALO BOGADO

Fundación LIBRE. Edición 2000

Tapa: Foto collage, CATALO BOGADO

Composición y Armado: A&C

Asunción – Paraguay

Marzo 2000 (108 páginas)

 

 

 

ÍNDICE

 

 

La Noche de los Francotiradores

Pequeña historia de (Amor) de un oscuro pasado

Yo no maté al Obispo

El Barranco

 

 

 

 

LA NOCHE DE LOS FRANCOTIRADORES

 

         El tiempo estaba caluroso y húmedo, el cielo sin estrella. La luna del chaco se había perdido lentamente entre las palmeras del horizonte y, entre los terrenos baldíos de un despoblado arrabal, la solitaria casa de cita parecía flotar en el polvoriento callejón sin salida. Desde una distancia bastante lejana se podía ver el halo mortecino de un pequeño foco de color rojo que, bañado por un rocío de polvo, hamacaba suavemente su luz en el portal indicando a nadie la entrada. En el interior del muro, como cayendo de la parralera que oficia de techo a la pequeña pista de baile, un perezoso vaho de hastío se enmarañaba sobre el pálido rostro de la gente.

         Las dueñas de casa, dos mujeres de mediana edad, se entretenían coloreando dos letreros mal hecho, escritos a mano, que decían: "Cantina" y "Hoy no se fía, mañana sí". Al costado de la cantina, colgado de un arco de bambú que precede al pasillo de minúsculas habitaciones numeradas, había un tubo fluorescente de luz amarilla que parecía solo alumbrarse a sí mismo y, contra la pared, sobre un desvencijado estante de mimbre estaba el tocadiscos con sus botones gastados de tanto uso.

         La insistente música del cassette mal grabado sonaba melancólica, tediosa y desafinada, haciendo bostezar a las muchachas arremolinadas como mariposas sobre el brocal de un pozo abandonado. Inútilmente, las numerosas pupilas procuraban mostrarse alegre ante los ojos de la patrona Ña Mary, quien llevaba años regenteando con Juanita la famosa casa conocida por "La Corte".

         - Qué pésimo día, nunca un viernes ha sido tan malo como este 26 de marzo- se quejaba Ña Mary, mientras acomodaba dentro de la caja registradora los pocos billetes recaudados.

         - El 99 debe ser el peor de los años que nos tocó aguantar juntas - le replicó su socia e instintivamente fue a apagar el equipo de sonido.

         Con el silencio empezaron a llegar los sonidos de la noche, el chirriar de los insectos, el croar de los sapos, el ladrido de los perros y el aullido de los zorros hambrientos.

         Al regresar hacia la caja, Juanita contempló a su preocupada socia y para distraerla quiso decirle que estaba engordando más de la cuenta, pero recordó que ella le dijo esa misma tarde que eso era bien visto en las mujeres de su profesión... Solo atinó a decir que era ya muy tarde, que la noche estaba terminada.

         Cuando empezaban a juntar las oxidadas sillas plegadizas y las carcomidas mesas de madera terciada, vieron unas potentes luces de vehículos que venían por la ruta Transchaco y que se detuvieron a la altura de la entrada al callejón. Luego, al bajar del camino asfaltado, observaron cómo los vehículos herían, como con un ramillete de espadas, el aire oscuro de la noche.

         Eran dos, al final, las camionetas que arremetieron con ímpetu contra el arenal del callejón sin salida y que pasaron por enfrente del portón hasta toparse con el muro del fondo. Un minuto más tarde, regresaron y, dubitativos, los conductores detuvieron el rugido de los motores enfrente del portón de luz roja, poniendo así fin al ambiente de lasitud que reinaba hasta ese momento en La Corte.

         Los ocupantes de las camionetas recién llegadas apagaron las luces de los vehículos y se quedaron dentro de la cabina como olfateando el ambiente o cuchicheando algún plan. Luego, abrieron las puertas y descendieron sigilosamente. Tras juntarse brevemente en el arenal de la calle, se dirigieron uno tras otro hacia el portón de "La Corte".

         Primero, liderando el grupo, entró un hombre calvo, ancho de espaldas, de mentón recio y mirada fría. Tras él, pisándole los talones, entraron otros tres. Los cuatro visitantes estaban empapados de sudor y, sin duda, por una borrachera turbia. Sin embargo, los de mediana edad, el calvo de mirada fría, melancólica y el otro, un moreno ceñudo de cabellera larga, a pesar de sus pasos vacilantes parecían mucho más lúcidos que los otros dos visitantes cuyas edades oscilarían entre los veinte y veinticinco años, uno flaco y el otro gordo, quienes sí entraron trastabillándose y echando maldiciones contra todo el mundo en un confuso idioma, mitad español mitad guaraní.

         Con los años que lleva en la profesión, donde se miente nombre, edad y ocupación, Ña Mary aprendió a reconocer la personalidad de los clientes a primera vista. Por eso, cuando vio entrar a los borrachos, lo primero que pensó fue que eran militares o policías; no porque vestían camiseta oscura, pantalón de color verde camuflado, botas de caño largo o porque portaban armas en la cintura, si no porque tenían esa actitud que caracterizan a los hombres de las fuerzas de seguridad de este país: actitud altiva, estúpida y soberbia.

         - "Esta gente es de la que no le gusta pagar" - dijo a Juanita. Sin embargo, golpeando la caja registradora con el manojo de llaves gritó: Pongan música, a trabajar chicas, atiendan a los clientes-.

         Las muchachas de breve y colorida minifalda se levantaron con muy pocas ganas del brocal del pozo y, cigarrillo en mano se dirigieron hacia las visitas levantándose vanidosamente los senos.

         - ¡Todos al mostrador, vamos, vamos!- gritó eufórico el joven flaco del grupo recién llegado dirigiendo su encendida mirada al pecho de las muchachas.

         Ña Mary, tomando la iniciativa empezaba a desplegar las sillas, alentando a las muchachas con aplausos y gritos: "Chicas, a moverse, preparen una mesa para los señores".

         Juanita, tapándose un bostezo, también ayudaba a las muchachas a estirar una de las carcomidas mesas, para alejar de uno de los montones de escombros extendidos a los largo de la rústica muralla en reparación, mientras, a grito, pedía a Laurita a que se fuera a bajar el volumen del equipo de sonido y a que buscara una música diferente. - Me tiene podrida la cachaca - protestaba.

         ¡Epa, epa... Tranquila, no sea aburrida, las ordenes las dan los clientes!- le dijo el joven flaco del grupo poniendo su dedo índice en el pecho como para señalarse a sí mismo y, tras levantarse del taburete donde acababa de sentarse, se dirigió al equipo de sonido y subió el volumen hasta el punto máximo. Al regresar, mientras observaba el estante de las bebidas, golpeaba la tabla del mostrador con el puño, tratando de seguir el ritmo de la música tropical. - "Mierda, aquí no hay nada". - dijo al fin golpeando con furia las tablas del mostrador y fue a juntarse a sus demás compañeros en la mesa ubicada debajo de la parralera.

         Las muchachas, si bien acostumbradas a la borrachera de los clientes, estaban a la expectativa, como asustadas por la agresividad del joven, y se mantenían a una distancia prudencial de los clientes, estudiando el momento más oportuno para abordarlos de lleno.

         - "Vamos muchachas, pregunten que van a tomar los caballeros". - gritó Ña Mary desde el mostrador.

         - Limonada para el gordo y cerveza para las putas, digo... diputadas. - bromeó el joven flaco y festejó con una estruendosa carcajada su ocurrencia.

         Juanita, que había vuelto junto a su pequeño televisor, instalada en lo alto de la cocina improvisada detrás de la cantina, se entretenía observando al grupo de jóvenes y de campesinos reunidos en la plaza que cantaban juntos: " El pueblo unido, jamás será vencido", se sobresaltó al escuchar el pedido y la carcajada del cliente y salió al patio con un aire de desafío. Nunca le ha gustado la persona que dice puta a las mujeres. Desde el mostrador, su socia, la observó de reojo, estaba despeinada, tenía grandes ojeras y arrugas de cansancio en las puntas de la boca, el implacable sol chaqueño le había secado la piel dándole un color terroso que las hacía más vieja de los treinta que realmente tenia. Con la mano en la cintura, Juanita, miró de arriba abajo a los hombres y, con un dejo de desprecio preguntó en forma terminante: ¿Que van a servirse los señores?

         - Epa, Epaaa... Vos ya no estás como para el servicio, aquí hay carne más tierna. -dijo el flaco entre risa, mientras estiraba de la cintura a una de la joven.

         - Imbécil, pregunté si que van a beber.- Aclaró Juanita tomando una postura varonil que la hizo un poco más alta de lo que era.

         - El joven pendenciero se levantó ofendido y retrocedió su silla con intención de ir a enfrentar a la cantinera.

         - ¡Que te pasa, cálmate pelotudo de mierda si no quieres que te vuele la cabeza de un balazo! - le reprochó violentamente el ceñudo quien se encontraba sentado a su lado.

         - ¡Tranquilízate Coco, tranquilízate vos también; estas muy nervioso! - le dijo al ceñudo el hombre de pronunciada calvicie y de mirada melancólica. Luego, tras prender el cigarrillo que tenia entre los dedos y echar las primeras bocanadas de humo, miró hacia Juanita y pidió con una voz de gente educada que por favor trajeran cerveza para todos.

         Tres muchachas que estaban expectantes corrieron y trajeron los vasos. Detrás de las muchachas, Ña Mary, presurosa se balanceaba con un balde grande lleno de hielo y botellas de cervezas.

         Cuando Ña Mary regresó al mostrador, Juanita se le acercó y sin mirarla le gruñó: ¿De dónde salieron estos hijos del diablo?

         - Vaya, que carácter, que humor la tuya. ¿Qué es lo que te pasa? Vos sabes muy bien que no tiene ninguna importancia que el cliente sea del norte o del sur, sea negro o blanco, siempre que su dinero sea bueno... Negocio es negocio.

         - Tengo malas espinas con estos desgraciados, al menos espero que no se hayan olvidado los billetes en la cartera de su mujer -.

         - Estoy segura que tienen buena plata, vienen de la ciudad, es la primera vez que los veo. - comentó susurrando Ña Mary tratando de animar a Juanita, quien se diligenciaba para llevar más vasos.

         Juanita, como es su costumbre, con pasos enérgicos, regresó con los vasos hasta la mesa donde estaban los hombres que, en ese momento, ya estaban rodeados de las atentas muchachas. De repente, escuchó sin querer una parte de la conversación que le llamó mucho la atención; el Flaco, tratando de fastidiar a su compañero, entre risa y trago, le decía: " Gordo, Gómez, ya que no te animaste a meterle balas a los manifestantes, ¿por qué no metes bolas a las muchachas?"

         Al escuchar la frase, Juanita inmediatamente se acordó y relacionó con lo que el noticiero de la televisión estaba mostrando y que se refería a la represión y matanza de los jóvenes y campesinos que se estaban manifestando pacíficamente en la plaza, frente a la sede del Parlamento.

         - ¿Había mucha gente en la manifestación? - le preguntó secamente al Flaco mientras le pasaba el vaso. Sorprendido por la pregunta, el Flaco quedó callado por unos segundos, luego lanzó una carcajada y levantando la voz en competencia con la música y la confusa conversación, le respondió en guaraní que no; que eran apenas un puñado de funcionarios municipales, unos jóvenes borrachos y un grupo de campesinos engañados por los parlamentarios corruptos. - "Ni bien sonaron unos tiros se retiraron corriendo como venado a refugiarse bajo la sotana, en la catedral de los chupavinos".- dijo.

         El Pelado, molesto por el comentario del Flaco se levantó de su asiento y tomándole del hombro le susurró algo al oído. Por un momento el Flaco quedo callado, mirando sospechosamente a Juanita, pero al rato recobró su estado de buen ánimo y volvió a participar del parloteo generalizado.

         - Mary, no vas a creer, son ellos, estoy segura que son ellos los que estuvieron matando a la gente en la plaza del Congreso - dijo Juanita, mientras acomodaba los taburetes cerca del mostrador.

         - ¿Que plaza, de que me estás hablando? Hoy, en grupo, las muchachas me pidieron permiso para ir a la plaza... ¿Qué es lo que está pasando en la plaza?- preguntó con sincera curiosidad Ña Mary.

         - Estoy segura, son los francotiradores del Zodiac... Del edificio Zodiac... Matar a campesinos y jóvenes desarmados desde una terraza... ¡cobardes! - recriminaba Juanita en un tono íntimo, esta vez sin dirigirse a nadie en particular.

         Ña Mary, quien la miraba con ojos sorprendidos, levantó los hombros en señal de no entender nada de lo que le estaba hablando su socia y, moviendo negativamente la cabeza en señal de fastidio se fue a echar un vistazo a la mesa de las visitas.

         El Flaco bailaba con tres muchachas y estaba insistiendo al gordo Gómez para que se sume al grupo, pero cuando vio a Juanita que venía hacia la pista detrás de su socia le gritó: "Vos, ancianita curiosa, quédate detrás del mostrador, no vengas a aguar mi fiesta".

         Juanita no hizo caso al grito del Flaco y siguió a su socia hasta la mesa de las visitas, donde ambas echaron un vistazo, escurrieron el resto del líquido de las botellas en los vasos y las retiraron para reemplazarlas por otras nuevas.

         ¡Estos colorados oviedistas apestan...! dijo Juanita a su socia al regresar en busca de más bebidas.

         - ¿Colorados oviedistas? Los colorados son todos iguales, con Stroessner eran stronistas, con Rodríguez, rodriguistas; con Wasmosy eran wasmosistas...se escupen sapos y culebras y luego se abrazan para seguir... En fin, no sé de qué me andas hablando... Yo lo único que sé es que a los hombres de este puto país cada vez le gusta menos las mujeres, el negocio ya no es negocio.

         - Mary, no estás entendiendo, estos son diferentes.

         - Bueno, entonces, a ver si de una buena vez me aclaras cual es el problema- inquirió Ña Mary a Juanita, adelantándose a ella como para ponerse delante y mirarle la cara.

         Juanita la esquivó nerviosamente y levantando la tranca del portoncito pasó hacia el interior del bar. - "El problema es... Sabes muy bien a que o a quienes me refiero, no te hagas de la tonta. - dijo nerviosa sin mirar atrás.

         - Un momento, momentito - dijo Ña Mary, bajándose del taburete donde acababa de sentarse y, corriendo la misma tranca del portón, fue tras Juanita hacia el depósito de bebidas.

         Juanita escuchó a su espalda el ruido metálico de la tranca, se dio vuelta a mirar y esperó que Ña Mary se le acerque lo suficiente para decirle: "Mary, esos cerdos que están allí son matones. ¿Me explico? ¡Matones!"- volvió a repetir, rezongando con esfuerzos, como si las palabras la fatigaran igual que los movimientos que hacía para levantar los cajones de bebidas.

         - ¿Matones?- preguntó Ña Mary sin poder comprender cabalmente.

         - Sí. Matones- le volvió a repetir impaciente Juanita. Ña Mary, hizo un gesto de negación, de desinterés, parecía resignada a no entender nada, pero viendo en la cara de su socia una desmesurada inquietud, comprendió que no se trataba de una simple pichadura o mal humor y se preguntó si la situación no sería realmente grave. A fin de poder entender mejor los motivos de las preocupaciones se le acercó e inquirió por más explicaciones pero, justo oyeron la voz del Flaco reclamando más bebida: - ¡Más cerveza, mas cerveza! ¡Qué pasa, carajo! ¿Aquí no hay quien atienda? ¡Mierda! ¿Qué clase de quilombo es este?- gritaba histérico.

         - Ya va, un momento- dijo Ña Mary, con voz chillona.

         - Mary, ayúdame a preparar la cuenta, ahora mismo dijo Juanita, mientras apagaba el televisor y juntaba las antenas para colocarlas en la parte inferior del mostrador.

         - ¿La cuenta, dijiste la cuenta?- preguntó toda confundida Mary.

         - Sí, la cuenta. ¿No escuchaste lo que está diciendo en la televisión?

         - Ña Mary miró instintivamente hacia el televisor y moviendo la cabeza negativamente, como es su costumbre cuando algo no entiende, tomó la calculadora y preparó rápidamente la cuenta.

         - Por favor, apúrate Mary.- musitó juanita, pues le pareció que había transcurrido un tiempo demasiado largo esperando la cuenta que solicitó a su socia.

         Calma flaca, calma... Ya estoy terminando... Ya estás -susurró Mary.

         Juanita tomó la bandeja con el papel doblado de la cuenta y salió de la cantina, mordiéndose los labios para controlar su rabia. Misteriosamente, un sentimiento de venganza, una sed de justicia la incendiaba por dentro de cólera.

         - ¡Epa..! - grito sorprendido el Flaco al ver la boleta y se levanto de un salto de la silla donde estaba sentado, arraigando la nariz como un animal furioso. - ¡Qué es lo que está pasando aquí! ¡A ver, digan! ¡Digan!- indagó.

         Las muchachas y los demás hombres, sorprendidos, miraban atónitos al Flaco y a Juanita parados uno frente al otro con las mesas de por medio, en silencio.

         - La cuenta - dijo Juanita, procurando una pronunciación tranquila y pausada.

         - ¿Alguien pidió la cuenta? ¡Nadie ha pedido la cuenta!- se contestó nerviosamente el Flaco a sí mismo, más pendenciero que nunca.

         - Es la regla de la casa, joven. Si usted paga puede seguir tomando- dijo Juanita.

         - ¡Cuál casa!- gritó el Flaco mirando a su alrededor en forma despectiva-. ¡Me trae lo que pedí, más cervezas, o no pago ninguna cuenta! ¿Entiende usted... vieja amargada?

         - Ya le expliqué la regla de "La Corte", señor, mejor paga lo que debe para evitarnos...

         - ¡Un momento!- interrumpió Ña Mary, quien estaba parada detrás de Juanita, atisbando el desafío con sus ojos de gata grande y, con una mueca de disgusto que le crecía, golpeándose las manos en fuerte aplauso dijo: - ¡Muchachas! ¡Muchachas, por favor retírense! -.

         La mayoría de las muchachas que no estaban emparejadas se levantaron presurosas de sus asientos y se dispersaron por la pista, buscando como refugio la sombra de los sarmientos de la parralera. Ña Mary dio la vuelta alrededor de la mesa y se acercó al Flaco.

         - Aquí no queremos problemas. ¿Por qué no paga? -.

         - ¡Váyase al carajo, gorda puta, bola de cebo! - le grito el Flaco.

         - ¡Espera, espera!- grito Juanita a su socia, pero, ya era muy tarde, porque Ña Mary había aplastado su diminuta, pero pesada mano en la boca del Flaco quien, trastabillándose fue a parar en el suelo, entre los escombros. Allí lanzó una risa falsa y mostró un gesto de sorprendido, para luego levantarse y arremeter contra su agresora a empujones y maldiciones, vociferando violencias, tratándola de "vieja y maldita puta".

         Al escuchar las guasadas del Flaco, Juanita no se contuvo más y, loca de furia, se abalanzó con toda su fuerza hacia la humanidad del pendenciero.

         El Pelado, cuando vio que la cosa iba empeorando, le dijo al ceñudo a que se interponga entre los tres, pues Ña Mary se disponía a contraatacar armada con una silla de metal. Con los brazos en alto, en medio del embate, gritando "calma, calma"; el ceñudo, a quien le llamaban coco, a veces despectivamente Coca, por su larga cabellera, consiguió una frágil tregua.

         - Vamos a dejar esta macanada así- dijo Coco, aprovechando un paréntesis de silencio.

         - No señores, están equivocados, aquí nada se queda así... - dijo Ña Mary enarbolando la silla con una mano, mientras con la otra procuraba acomodar el cabello mojado de sudor que se les había desparramado sobre la cara sonrosada como un pomelo maduro. - Están muy errados, muy errados - sentenciaba.

         - ¿Que es lo que le pasa a esta chancha, que es lo que busca esta hija de puta?- pregunto el Flaco, adelantándose unos pasos, valentón.

         - ¡Asqueroso de mierda, asesino, asesino!- gritó Juanita, sin poder contener la ira que hervía en su interior.

         - Epa, epa..! - dijo Coco.

         - ¡Apártate! - gritó el Flaco sacando con la mano izquierda de la cintura una pistola que indisimuladamente llevaba debajo de la camiseta. - Apártate - volvió a gritar e intento tirar unos tiros sobre la cabeza de Mary, al aire, pero el arma solamente hizo un sonido metálico de gatillo en señal de que se había quedado sin proyectil. Sorprendido, Coco, que se había agachado instintivamente, cayó al suelo demostrando que estaba completamente borracho, como, desde luego, se suponía que estaban los cuatro.

         Al ver el arma de fuego y a Coco en el suelo, las muchachas que minutos antes estaban sentadas en el regazo de los hombres, horrorizadas se levantaron de su silla y se replegaron con miedo hacia la muralla en construcción donde estaban las demás compañeras. También Juanita y Ña Mary, incrédulas, inmóviles, contenidas y atentas, miraban fijamente la refulgencia cromada del arma. El Flaco retrocedió unos pasos y mostrando una sonrisa alargada, sin control facial se fue alejando hacia el portón y de allí corrió hasta donde estaba estacionada la camioneta de cuyo interior extrajo una carabina con mira telescópica. Ya de regreso, al traspasar nuevamente el portón, mirando a Juanita dijo burlonamente: - Entonces quiere decir que nosotros ya no vamos a beber aquí. ¿Eh?-.

         Juanita y Ña Mary permanecieron mudas, paralizadas, mirándose en silencio. El aire se volvió sofocante bajo la parralera y el calor generado por la vecindad de los cuerpos tensos emitía un extraño olor.

         El Flaco, apuntó su arma hacia las mujeres y caminó hasta la cantina. Al llegar, se dirigió hasta la heladera y tras abrir la puerta con la punta de su bota, metió la mano y agarró una botella de cerveza, la destapó con los dientes y bebió largamente sin dejar de apuntar con la carabina a Juanita; luego, creyendo contar con la complicidad de sus compañeros le ordenó a Coco a que traiga devuelta a las mujeres a la mesa. Al ver que su compañero no le obedecía dijo graciosamente: - ¡Muchachas, muchachas, atiendan a los señores!- imitando la voz de Ña Mary.

         Las muchachas, petrificadas por el miedo permanecían mudas e inmutables, apretadas en la raída sombra de la parralera.

         - ¡Muchachas! ¿Me oyen?- gritó con su voz borrascosa de borracho, pero ninguna se movió. Entonces, con la sobriedad de un profesional levantó el arma automática y se oyó una ráfaga de disparo que cortó con filo prolongado el silencio de la madrugada.

         Los segundos de quietud que siguieron al estallido fueron densos y profundos, como si se chupara todo el aire, porque ni siquiera se escuchaban los chirridos de los insectos nocturnos y el tocadiscos tenía un tiempo largo sin sonar. El disparo marcó un alto, una pausa molesta de la que todos pugnaban por salir sin ningún resultado, hasta que, de pronto, entre los sarmientos se escuchó un gemido de dolor y otro más, hasta que se hizo un llanto convulsivo y agudo, un lloriqueo indómito de una muchacha que se restregaba las manos por el vientre con movimientos rabiosos e incontrolados. La arena, a su alrededor, estaba húmeda de sangre.

         Al poco rato de producirse los disparos, apareció en la boca del pasillo de puertas numeradas el gordo Gómez con el rostro lleno de susto y sudor, traía con una mano subiéndose los pantalones y con la otra, arrastrando del cordón, las botas; más atrás venía la mujer que había contratado envuelta en una sabana mojada de sudor y que alguna vez fue de color blanco.

         - ¿Qué pasa, que pasa?- interrogó gritando a sus compañeros.

         - Tu amigo se volvió loco, tu amigo está loco- dijo Juanita a media voz.

         - El gordo Gómez miró a su compañero detenidamente sin decir palabras. El Flaco parecía realmente poseído por un extraño poder de la maldad, sin duda se había vuelto un energúmeno.

         - ¡Cállese la boca, perra!- ordenó el Flaco a Juanita, interrumpiendo el pensamiento del Gordo.

         Al escuchar el grito, la mujer que gemía deprimidamente volvió a gritar como una parturienta primeriza. El Flaco, fastidiado por el lamento disparó, por segunda vez, otra ráfaga hacia las sombras de los horcones de la parralera. La mujer que gritaba de dolor se calló y de nuevo sobrevino el silencio. Solo se escuchaba los pasos del Flaco que, retrocediendo, caminando despacio, llegó una vez más hasta el mostrador y bebió otro trago largo desde la botella.

         - ¡Muchachas, vamos!- dijo, esta vez sin gritar, pero señalándole con un gesto amenazador, con el caño de la carabina, la mesa donde anteriormente estaban sentadas.

         Cuando las muchachas comenzaron a moverse como para ir hasta la mesa, se oyeron el ruido de un motor que arrancaba.

         - ¡Esperen, esperen!- dijo el Flaco agachando la cabeza como para escuchar mejor.

         Todas las muchachas guardaron silencio, tratando de oír también el ruido del vehículo que llegaba en oleadas, cuando le estalló una nueva crisis de llanto a una de las muchachas heridas y, otra que estaba escondida detrás de los sarmientos, creyendo distraído al Flaco, intentó huir corriendo hacia el portón. El Flaco tiró la botella contra el piso y disparó su carabina. La muchacha que intentaba escapar cayó sangrando por el tobillo izquierdo.

         El ruido del motor de la camioneta se percibía claramente en el arenal del callejón sin salida que servía de estacionamiento a "La Corte". Al poco rato lo sintieron frente a la puerta, detenido, allí oyeron la acelerada del conductor, hasta que arrancó y se perdió en el mutismo de la noche.

         - A estas pobres muchachas hay que llevarlas al hospital - suplicó Ña Mary.

         - No... No es nada - le dijo el Flaco a Ña Mary. Luego, dirigiéndose a Gómez le preguntó ansioso: - ¿Se fueron?-.

         - El gordo Gómez, temeroso, se dirigió hacia el portón, para asegurarse de lo que sucedía afuera.

         - Se están desangrando, esto es un crimen.- dijo Juanita, toda compasiva, al recoger a la nueva herida.

         - ¡Pobrecita la Sonia, también se está muriendo! - dijo Liza a Juanita, mirando a la compañera sentada sobre el brocal del pozo abandonado, a unos cuantos metros de la otra compañera que yacía en el suelo sin vida, mientras envolvían con cuidado el tobillo herido con una toalla blanca que se iba impregnando de sangre roja.

         - ¡Me importa un comino, carajo, que se mueran todas! - dijo el Flaco y volvió a la heladera de cantina para sacar otra botella de cerveza.

         - ¡Cobarde!- murmuró Juanita. - Porque tiene un arma se cree macho, si no tuviera...

         - ¡Cállese la boca! - volvió a gritar el Flaco - ¡Vení, ayúdame a amarrar a esa hija de puta! - pidió al gordo G´mez.

         Gómez, presuroso, se quitó el cinto y ató por detrás las manos de Juanita a una silla. Ña Mary intentó dar unos pasos para socorrerla pero, al ver que el Flaco le apuntaba con su carabina se quedó quieta, sin decir nada. Todas las mujeres estaban aterradas y mudas. Solo Juanita se reía con una risa falsa, con abierta intención de molestar al Flaco.

         - Que le pasa a esta perra- preguntó el Gordo, tratando de congraciarse con el flaco.

         - Su amigo... Su amiguito es una flor de marica. - dijo Juanita, soltando otra irónica carcajada.

         - ¿Y el jefe? - dijo el Flaco pensativo y, seguidamente gritó a Gómez ¿Donde está el jefe? ¡jefe...! - intentó correr hacia el portón, pero lo detuvo el Gordo diciéndole, que ya se fue con Coco.

         - ¿Se fueron..?- Preguntó incrédulo el Flaco.

         - Sí, se fueron - Le confirmó Gómez.

         - ¡Malditos sean! Corriendo como avestruces- Se quejó el Flaco, tratando de recomponer su descompuesta serenidad.

         El calor decrecía, pero, absorbido durante todo el día por la arena y el piso de cemento, se desprendía ahora y subía lentamente por los tensos cuerpos, haciendo parecer que el viento y el tiempo se detuvieron entre los muros de "La Corte".

         Los dos hombres se refugiaron en el mostrador donde se pusieron a beber apresuradamente cerveza desde la botella. El Gordo, apoyado sobre la superficie de madera del mostrador jugaba divertido, para impresionar al Flaco, con el cilindro de su revólver al que giraba con ruido de aceitado engranaje. El Flaco, por su lado, observaba a una de la mujer herida que seguía sentada, con la ayuda de las compañeras, sobre el brocal del pozo abandonado, resignada a un entrecortado lamento, lleno de palabras groseras.

         Ña Mary se había sentado cerca de Juanita y conversaban en voz baja sin dejar de mirar a Gómez y al Flaco. Tensas y compasivas, las muchachas se habían agrupado cerca de la compañera herida en el tobillo, más que nada para fraguar una posible venganza.

         - Este quilombo está muy triste, pone una musiquita alegre - dijo el Flaco a Gómez.

         - Mejor nos vamos, es muy tarde - dijo el gordo Gómez.

         - Después, después- dijo el Flaco cortante. - Mas bien, ahora quiero una musiquita alegre -.

         El Gordo, con la misma docilidad con que miraba a la mujer muerta, o a la agonizante, obedeció. Caminó hasta donde estaba el tocadiscos, presionó las teclas y la música irrumpió en los parlantes repartidos alrededor de la pista. El Flaco pareció emocionarse y expuso una sonrisa babosa e inarticulada.

         - ¿Tenés miedo? - pregunto al gordo Gómez.

         - ¿Yo?... Estoy mirando nomás que esa también está por morirse... - respondió Gómez señalando a la muchacha herida.

         - ¡No... En el fondo, vos lo que tenés es miedo de morirte - dijo el Flaco.

         - ¿Yo...? - dijo el gordo Gómez y lo miró preocupado, procurando disimular el miedo que lentamente se le había ido modelando en la cara.

         - ¿Te quedan balas?- le preguntó el Flaco a Gómez tomándole el revólver, luego partiendo las recamaras miró y dijo: Maldición, está vacía, no tiene ni una sola bala.

         - En la camioneta tengo una caja - dijo el gordo Gómez - voy a traer - y dio unos pasos para dirigirse hacia el callejón pero, lo detuvo el Flaco. - No estarás pensando... dame la llave de la camioneta - le dijo.

         - ¡Nooo, estás loco, como vas a pensar eso! Necesito la llave para abrir la puerta y traer las balas.- contestó Gómez y desprendiéndose del Flaco siguió su camino mirándolo de reojo sin parar de caminar hacia el portón.

         El Flaco agarró la botella y bebió un largo trago que dejo correr libremente por la garganta hasta que dejo el envase para toser convulsivamente, con espasmos de ahogo.

         Cuando dejó de toser, se dio cuenta que la música había dejado de sonar, entonces miró hacia el rincón del tocadiscos y vio a Ña Mary parada allí, desafiante, como una leona dispuesta a defender su cachorro.

         - ¡Hasta aquí muchacho! ¡Se acabó la fiesta!- sentenció en forma terminante Ña Mary, elevando al máximo su voz chillona.

         El Flaco, como por un caleidoscopio enloquecido, midió rápidamente la audacia de la señora y sopesó la vigilancia de las muchachas, quienes se habían alineado detrás de Ña Mary con sendos palos de escobas y envases vacíos de cervezas en las manos. El pendenciero, sonrió desafiante y lentamente comenzó a caminar hacia Ña Mary, amenazando con la carabina; de pronto se detuvo, sorprendido en su nueva audacia, cuando oyó el sonido acelerado del motor de la camioneta para luego arrancar con chillido de ruedas sobre la arena del callejón.

         - ¡Tus valientes amigos te dejaron, te abandonaron, ahora tendrás que matarnos a todas si quieres escaparte! - le gritó Ña Mary.

         El Flaco, consciente de que su arma se ha quedado sin proyectil, retrocedió unos pasos y, para su asombro, vio que las mujeres avanzaban hacia él; preso de una súbita cobardía, se volteo y corrió hacia el portón.

         - ¡No los dejen escapar, denles con las piedras, vamos!- arengaba Juanita de pie, arrastrando por la pista de baile la silla que tenía atada a las manos - ¡Con los palos! ¡Con los ladrillos! - gritaba.

         Las muchachas, se tapujaron sobre la pila de escombro que había cerca de la muralla en construcción y ya armadas, con un zumbido casi exactamente igual como el que hacen las abejas, salieron fuera del local en persecución. Al principio, las muchachas, al ver que el flaco se defendía tratando de golpear con la culata de su carabina, dudaron para acercarse y golpearle, hasta que, alentadas por el grito de Juanita, una a una, con furia, miedo y prisa, pero sin remordimiento acosaron al Flaco hasta lograr que perdiera el equilibrio en el arenal del callejón sin salida que, a esa hora ya estaba manchado por las luces de una tibia aurora.

         - ¡Mary, Maryyy!- gritaba Juanita, tratando de zafarse de la atadura del cinto que la sujetaba a la silla.

         Teresa, Keli, Marta y Ña Mary corrieron y se ayudaron para desatar a Juanita. Luego, todas juntas salieron al callejón y corrieron hasta donde estaban las muchachas formando un bullicioso círculo alrededor del Flaco, quien estaba tendido en medio de un charco barroso de sangre, con la boca abierta y el terror grabado en sus rasgos, recibiendo las pedradas, los palos y las bofetadas de odio que engendró con su comportamiento.

         Ya todo había terminado. El flaco se moría, sin embargo, mientras Isabel lo sujetaba de los brazos, Eve, Graciela y Magdalena con unas afiladas piedras lo seguían golpeando sin fijarse en dónde. Al ver que el flaco ya no hacia ninguna resistencia, Isabel optó por soltarlo y tomó un pedazo de ladrillo a su vez, para asegurarse de que la maldita serpiente no tenga ninguna oportunidad de revivir y, para no perder la oportunidad de vengar el sufrimiento de sus compañeras, desahogarse y aplacar su rabia por tantas injusticias vistas y vividas.

         - ¡El pueblo unido, jamás será vencido!- tarareaba íntimamente Juanita mientras iba, como sonámbula, caminando por el arenoso camino que baja hacia el río. Estaba fatigada. Los resientes sucesos y la incertidumbre del futuro le pesaban en el corazón. Cada paso que daba parecía que iba a ningún lugar..., hasta que llegó a un gran baldío y fue a recostarse sobre el tronco de una vieja palmera. En aquel lugar, el río describía un amplio círculo y, en medio de la virginal maleza, había unas olorosas flores de plantas silvestres que crecieron entre los restos de un árbol gigantesco fulminado por un rayo. Una multitud de insectos y pájaros que empezaron a promover una gran algarabía, revoloteando en las ramas sin ningún temor, la inquietó por unos segundos, pero el aire era tan puro y, aunque reinaba aún una suave penumbra en el contorno de las cosas, los primeros resplandores de una aurora que ya anunciaban, sin duda, un nuevo y hermoso día, la animaron a permanecer, a elegir aquel lugar para empezar una nueva vida.

 

 

 

 

YO NO MATÉ AL OBISPO

 

(Relato de un joven en la celda del "Panchito López")

 

 

         Nadie puede asegurar que yo lo maté al Obispo. Al momento de dispararle a Ángel, que estaba sobre el cercado de la casa parroquial, no vi ni siquiera una sombra parecida al representante de Dios... De eso estoy seguro señor.

         Que quise matar al Ángel, a mi querido Ángel sí confieso, pero tampoco lo logré, puedo asegurar, pues esa noche, al despertar después de un sueño fantasmagórico que tuve, mientras me secaba el sudor frío que corría por mi frente, percibí cómo ese monstruoso animal negro se deslizaba junto a mí en el interior de la cama. En la oscuridad, tanteando temerosamente con la mano, sentí el pelo suave y frío e inmediatamente escuché un suave ronroneo. El ronroneo típico de Ángel después de un hecho trágico.

         Ángel... Ese mismo día se la había llevado al infierno a mi profesora. La querida señorita Alba. ¡Ah!, la señorita Alba. Nunca imaginé que su imagen perviviría tanto tiempo en mi memoria. Pero los años han demostrado que sí. Ahora mismo, en esta sucia y maloliente celda, con sólo cerrar los ojos, puedo ver sus piernas, su desesperada cabellera, oler su perfume, sentir estrellarme contra su profunda mirada y escuchar su voz diáfana vistiendo de poesía los conocimientos... Yo la quería mucho, más que a mi madre.

         Aquel fatídico día en que la señorita Alba nos llevó de picnic y la muerte la sorprendió de gala, había sol... Sí, había un hermoso sol. Sin embargo, unas nubes de cuero crudo colgaban opresivamente sobre el pueblo y un álgido viento se arrastraba como un pesado lagarto por entre los riscos del cerro Ybytyruzú.

         Todos estábamos absortos en las explicaciones que nos daba el profesor Vicente Bordón sobre la metamorfosis de las crisálidas, cuando de repente escuchamos un grito de espanto proveniente de la orilla del precipicio cerca de la cima. Con toda la fuerza que nos permitía la edad y el susto, corrimos hacia la cumbre del cerro. Yo llegué primero que nadie. Luego llegó el profesor Bordón y vi que pateó un bulto negro que aterrorizaba a la señorita Alba, pero antes de conseguir llegar a ella para tenderle la mano se le fue hacia el abismo, aferrada a su propio grito de terror.

         El zumbido de su guardapolvo blanco al batirse contra el viento, la gravedad de la atmósfera y luego el ruido sordo que hizo su cuerpo al chocar contra las piedras del pequeño arroyo, nos helaron la sangre a todos. Por unos minutos quedamos todos en silencio, paralizados por el trágico acontecimiento.

         Inmediatamente, los cuarenta alumnos de la señorita Alba corrimos cuesta abajo sin importarnos que los espinos arrancaran a jirones nuestros pantalones y vestidos de domingo. Lo que encontramos en la vera del arroyo fue algo horripilante.

         Pese a la rapidez con que llegamos, allí ya estaban las hormigas formando grupos de cooperativas para llevarse las dispersas margaritas de la dentadura y, las avariciosas moscas y abejas ya se estaban disputando la masa encefálica y otras esparcidas e irreconocibles materias de lo que fuera el cuerpo de nuestra querida profesora.

         Entre horror y llanto, con improvisadas escobas procuramos juntar los pedazos dispersos por los barrancos hasta que yo, incapaz de seguir soportando un momento más el olor a sangre fresca y la mirada acusadora del profesor Bordón, decidí marcharme a casa solo. Cuando ya me alejaba unos cinco metros del grupo de alumnos, el profesor y un compañero de clase llamado Miguel, me tomaron del brazo y me preguntaron por qué lo hice. Les dije sinceramente que no sabía de qué me estaban hablando.

         Cuando llegué a casa, tras vagar un rato por las calles del pueblo, al traspasar el pequeño portón que precede al jardín sin flores, vi que allí estaba él, ufano e indolente, mirándome desde la umbrosa rama de la ovenia. Maldito Ángel!

         Desde que lo vi caminar sobre el cuerpo de mi hermana la noche que la electrocutó un rayo, junto a una de sus compañeras, llegué a la absoluta convicción de que él era el culpable de la muerte de mis padres en aquel absurdo accidente casero y del improbable accidente que acabó con la vida de la señorita Alba. Ángel, mi gato negro, había acabado con la vida de las personas a quien realmente he amado en esta vida...

         Mi abuela Fermina, apenas le referí lo acontecido con mi maestra, y pese a que no le comenté ni el más mínimo de los detalles de lo ocurrido en el cerro, ya sabía que aquel escurridizo felino había hecho que la maestra perdiera el equilibrio y se resbalara hacia el abismo. "Él la mató"-. Me dijo.

         Con el dedo índice en los labios me pidió silencio, que callara y, caminando por la punta de los pies entró ella a la casa y regresó con la escopeta que el señor Obispo le había prestado para tirar a las palomas que entran a la iglesia y se posan en la espada de San Miguel y cagan sobre la espalda de Jesús. Miró con un ojo el bulto negro y apuntándole con firmeza, le disparó un tiro que atronó todo el valle. El gato, por el impacto de las municiones, salió volando por el aire hasta caerse pesadamente sobre el espinoso rosal.

         Abuela, ¡lo mataste! -, grité.

         No creas mi hijo, todavía le faltan vidas -, me dijo mientras trataba de recargar su arma.

         En efecto, el gato que quedó por unos segundos quieto, empezó como atacado por un intenso frío a temblar, luego sacudiéndose su erizado pelo se paró sobre sus patas y, sin más síntomas que el haber sufrido un gran susto, saltó de la enramada de rosas y asiéndose del tronco de la ovenia llegó hasta la cornisa de la casa y se perdió por el musgoso tejado de la vecindad.

         Fue en aquel momento que recordé que los gatos tenían siete vidas y pregunté a la abuela si cuántas vidas le sobraban á mi gato.

         Ella me miró con cara aterrorizada y me dijo de mala gana: - Le faltan... dos, este maldito tiene que llevarse siete vidas... y ya se llevó cinco -.

         Terminaba la frase cuando de la canaleta de la casa una sombra oscura que maullaba furiosamente voló por sobre la cabeza de la abuela. Instintivamente, ella apretó el gatillo de la escopeta y tras el disparo, se derrumbó sobre las afiladas puntas de las secas ligustrinas; tenía la mandíbula destrozada por los balines. La abuela estaba muerta.

         Fue entonces que... tomé la escopeta, volví a cargar y fui tras él hacia el cercado.

         El resto de la historia ya te había contado. Yo puedo jurar que no maté al Obispo.

 

 

 

 

EL BARRANCO

 

         De tomate maduro tenía la aurora el vientre vaporoso del cielo, pero a medida que las oscuras gallinas fueron aterrizando para dejar desnudo al viejo guayabo, fue clareando el rojo hasta quedar en amarillo pálido que desalentaba a los contornos oscuros de las sombras que habían ido naciendo a lo largo del cercano bosque. Las felices y largas sombras, que al principio parecían poder abarcar toda la llanura, con el pasar de los minutos fueron encogiéndose, como atraídas por la energía extemporánea de los milenarios árboles.

         Un sol de oro juvenil parecido a un pomelo maduro y estival se erguía por la encorvadura de la mañana. Sin embargo nadie se explicaba aquel intenso frío a principios del mes de abril.

         El almidón de la escarcha había blanqueado totalmente el valle siempre verde del Guairá. Los caballos y los bueyes tiritaban de frío y nosotros nos arremansábamos alrededor de la fogata para calentar las manos y luego continuar con los preparativos para el viaje al pueblo. Era Semana Santa y toda la naturaleza parecía callarse ante el misterio.

         La quietud era ensordecedora. Sólo las bandadas de loros y de algunos patos salvajes, al perforar con sus ruidosas alas el espacio arrebolado, ponían una nota discordante en el monótono pentagrama del omnipresente silencio.

         La aldea donde vivíamos, al salir el sol de entre la copa de los árboles, estaba vacía; nuestros padres, al igual que los demás vecinos, habían madrugado para asistir a la primera misa de aquel Jueves Santo. Mi hermana había llorado mucho el día antes, pues quería irse como sea con ellos y, mi padre la tuvo que pegar bastante para que se callara. También a mí me hubiera gustado ir, y hubiera podido, de no ser que siempre me dejaban para que cuidara a mi hermana, quien era la encargada de atender a mi bisabuela, postrada en la cama desde tiempos inmemoriales.

         Era inminente la disolución de la escarcha, cuando vi a mis padres a kilómetros de distancia perderse entre la cortina vaporosa del silencio azulado de la pendiente. Ya de ida, agachándose desde la carreta mí padre me había dicho al oído como para que mi hermana no escuchara - Vaya y vea qué es ese aullido en el barranco -.

         A pesar de los años, hasta hoy sigo preguntándome ¿por qué mi hermana dejó de lado su conocida perrofobia para proteger aquel esqueleto gruñón que amaneció el Jueves Santo sobre el borde del barranco? Una vez creía que podía ser porque no se parecía a ninguno de los que ella y yo conocíamos, pero luego no me pareció razón suficiente, más cuando recuerdo la primera impresión que me causó su horrible aspecto; era un perro sucio, pulgoso y flaco, de orejas muy grandes que, por lo menos simétricamente, parecían no pertenecer a su escuálido rostro, pero que le irían de maravilla al de un burro... Como dije, mi hermana aborrecía a todos los perros sin excepción.

         No sé por qué aquel orejón pulgoso que aparentemente no hacía otra cosa que sentarse al borde del barranco a mirar la luna y ladrarme furiosamente, cada vez que intentaba llegar a la hondonada por donde se baja al lecho del arroyo, le había encantado desde un principio. Dicho esto así no parece nada anormal, por eso voy a extenderme un poco más sobre mi extrañeza de aquella vez sobre la actitud de mi hermana.

         Si bien la aldea donde vivíamos era bien pequeñita, tendida casi en la falda del Ybytyruzú, no por eso había en ella pocos perros, y mi hermana y yo conocíamos a cada uno de ellos por su nombre y costumbre. Allí había, como en todas partes, perros buenos y malos, solitarios y aparejados, cazadores salvajes y mansos ovejeros, humildes y orgullosos, con cola larga y sin cola, perros perezosos que ni ladraban y feroces que no permitían que otro perro pasara por enfrente de la casa de su dueño.

         El plan de mi hermana, desde que uno de ellos la mordió, fue acabar con todos. Su amenaza era de conocimiento público, por eso cada vez que moría algún perro, aunque fuese por la picadura de alguna de las tantas víboras venenosas, le echaban la culpa por el envenenamiento y mi padre, por complacer a los vecinos, la pegaba con su cinto de cuero duro hasta hacerla confesar que fue la asesina, más ella nunca desistía de su plan y a cada golpe que se le daba contestaba - Voy a matar... -.

         Personalmente nunca tuve problemas con ningún perro y menos a causa de ellos, y si no fuera por el tremendo susto que me dio su repentino gruñido no hubiera intentado machetearle la cabeza a aquel pulgoso, pero como dije, me asustó y por eso tuve que ir a traer mi honda para enfrentarlo a pedradas.

         Ya estaba por vaciarse de piedritas mi bolsillo cuando al fin se afinó mi puntería y le di en el medio de su costilla pelada. Al principio me alegró porque sabía que un golpe de esos duele muchísimo, pero al notar que él apenas se contorneó, dio unas vueltas y volvió a sentarse en el mismo lugar en donde estuvo antes, sobre lo alto del barranco, me llamó profundamente la atención, porque no profirió ninguna queja ni amagó, como yo temía, atacarme; sino más bien, con sus ojos sin dormir, me miró con una profunda lástima que me llenó inmediatamente de vergüenza. Fue entonces que acepté con heroísmo el dolor del escobazo que por la espalda me regaló mi hermana.

         Dos veces la luna se había alzado sobre el horizonte y otras tantas la había abandonado. Poco a poco, mi hermana iba ganando la confianza del extraño perro. Aprovechando la ausencia de nuestros padres, los dos le dedicamos el tiempo completo al misterioso animal. De este modo toda la comida que la abuela rechazaba fue a parar con los platillos enlosados al borde del barranco. Pero el perro por alguna razón, y a pesar del empeño de mi hermana, no llegó a probar siquiera un bocado de los deliciosos bifes y empanadas.

         Ya al tercer día mi hermana empezó a desesperarse al ver que los platos de comida al igual que los jarrones de agua y leche estaban intactos. Creyendo poder adivinar el gusto de su paladar, se puso a calentar los viejos chicharrones y a asar sobre los brasas las tiras de carne seca de los animales silvestres que nuestro padre había cazado, pero nada. El perro los olía, la miraba a ella agradecido y regresaba nuevamente al borde del barranco a mirar el arroyo.

         Ella, abrumada por ese instinto característico en las mujeres, me llamó y me dijo:

         Ese perro quiere decirnos algo sobre el arroyo, ¿no estará el agua envenenada? No puede ser que en más de dos días no beba ni coma absolutamente nada. Ese perro quiere decirnos algo -. Corrimos hacia la casa; como ya sabía que ella consultaría a la sabiduría centenaria de la abuela, me quedé a esperar, espiando desde la puerta entreabierta. Si bien es cierto que la abuela ya caducaba en aquellos días y hacía por lo menos quince años que no abandonaba su lecho a causa de las complicaciones de su artritis, siempre tenía una respuesta para las preguntas de mi hermana, quien le tenía una fe ciega desde que le dijo que la forma más fácil de matar un perro era dándole de comer comida con un poco de zumo de la hoja de clavel, cosa que al parecer le resultó; pero aquella vez la respuesta que nos dio fue tan simple y lógica que nos miramos con mi hermana preguntándonos sorprendidos cómo es que no se nos ocurrió mirar antes hacia las gradas del barranco.

         Apenas escuchamos la pregunta de la abuela, los dos fuimos corriendo, yo atrás de ella, hacia el barranco del arroyo. Como yo no confiaba plenamente en que el perro me hubiera perdonado, quedé a una distancia prudencial y dejé que mi hermana escrutara el barranco. El perro al fin parecía feliz. Moviendo alegremente su cola semi pelada se acercó a ella y dejó que le acariciara su cabeza y sus orejas de burro.

         Yo me acerque unos metros a observarlos; de repente vi que mi hermana dejó de pestañear y que sus pupilas se agrandaron; le grité preguntando qué pasaba, pero ella sin decirme nada se persignó y salió corriendo hacia la casa. Corrí desesperado tras ella sin tener ni la más mínima idea de lo que estaba pasando.

         Abuelita, Abuelita, Jesús, el hijo de Dios, el que tenía que morir en la cruz del pueblo está allá, tendido en la zanja del barranco-.

         La abuela como si fuera un resorte se sentó en la cama y preguntó - ¿Es flaco, semidesnudo, pelo largo y con un poco de barba?-.

         Sí, es flaco, cabello largo, con barba y ropa toda remendada-, le dijo mi hermana, toda asustada y con cierta dificultad para respirar.

         ¡Dios mío, es él! ¡Ha regresado! ¡Vamos! Ya habían cruzado el patio cuando mi hermana regresó y me estiró de la manga de la camisa para que las siguiera. Caminó tan rápido la abuela que fue necesario trotar tras ella para alcanzarla.

         Fue la primera vez que la vimos parada y caminando, nunca antes la vimos ni siquiera sentada, a lo mejor era por eso que nos pareció otra persona, más alta y más flaca.

         Ignorando por completo la existencia del perro, la abuela se arrimó al barranco y estirando su cuello de garza miró hacia la hondonada. Luego retrocedió violentamente, se persignó y dijo - ¡Dios Santo, está muerto!-.

         En un pesado silencio, los cuatro quedamos mudos. Mi hermana, la abuela, el perro y yo nos quedamos mirándonos unos a otros, con ojos incapaces de darnos algo parecido a una respuesta. Era tan profundo, ensordecedor, el silencio que nos nació de la palabra "muerto".

         Después que el silencio, que parecía infinito, dejara de serlo, fue como si me despertara de un sueño y escuché a la abuela que empezaba a murmurar una oración que no era más que un murmullo.

         El perro, que también despertó del silencio, comenzó a inquietarse y se llenó de una ansiedad tan grande que empezó a ladrar con toda la poca fuerza que le restaba.

         ¿Qué te pasa mi cielo?-, le preguntó mi hermana. Y el perro, moviendo sus orejas de burro, miró con cara de inteligente a los dos, pero no a mí, luego se acercó nuevamente al barranco, miró hacia abajo y empezó otra vez a ladrar.

         Este perro quiere decirnos algo-, dijo mi hermana. Todos nos arrimamos al barranco y vimos una nube de mariposas soberbias bailoteando sobre el vientre del muerto y más arriba vimos a dos escarabajos pugnando por introducirse en el orificio izquierdo de la nariz, mientras que una columna de ejército perfectamente formado de hormigas desaparecía en el oído derecho y volvía a aparecer al otro lado con un bulto blanco sobre su cabeza negra.

         Al ver este sacrilegio la abuela saltó a la zanja cayendo suavemente, como alada, sobre el muerto, sacó un jirón del encaje de su enagua y, tras espantar a los insectos, ató fuertemente la mandíbula y la cabeza del muerto; al ver esta acción, el perro gimiendo bajó a lamer las manos sarmentosas y semi secas de la abuela; sin duda, en un gesto que no podía ser otra cosa que de inmensa gratitud.

         El día se inclinaba lentamente hacia la tarde. Una atmósfera azulada se extendía sobre la fresca llanura que empieza en los pies del cerro y una tenue brisa agitaba las flores silvestres acostadas en las ásperas entrañas del barranco. A lo lejos se escuchó el tañido de las campanas y de repente la explosión brutal de un rayo partió al cocotero de nuestro patio en dos, dejándolo como una cáscara de banano humeante.

         El repentino temporal nos asustó tremendamente, pero estábamos acostumbrados, así que con mi hermana fuimos corriendo hasta la casa para meter las cosas que no queríamos que se mojen. Cuando regresamos, todavía la abuela estaba en la zanja más atareada que nunca.

         Con las vibraciones de las ondas del trueno, los tejidos del vientre habían perdido consistencia y forzando a los débiles hilos que sostenían a los escasos botones de la camisa se habían abierto, dejando a la vista toda la miseria del organismo humano que, en pleno proceso de descomposición no era para mi hermana y yo otra cosa que una pesadilla jamás imaginada.

         La abuela, como llamando a un sordo, me gritó - ¡Te estoy diciendo carajo, vaya y traiga una soga! -. Sin pisar tierra, corrí hasta el pozo de la casa y desaté la piola del balde. Cuando regresé con la soga vi que había sacado otra tira larga de su enagua y con ella estaba procurando ordenar el vientre maloliente del extraño. En ese mismo instante, hubo otro fuerte trueno y la lluvia empezó a caer con furia desconocida, convirtiendo en gigantesca catarata todo el espacio concebido por la mente propia de la edad con que contaba. Pronto, por la quebrada del barranco erosionado, aparecieron las primeras lenguas viscosas del agua de la tormenta, parecían huir de la árida tierra de la loma para refugiarse en el lecho reconfortante del pequeño arroyo.

         El día oscurecía cada vez más. A un trueno fue sucediendo otro y con cada relámpago que iluminaba los rostros de la abuela y el muerto, la lluvia fue aumentando su asfixiante magnitud.

         Primeramente fue una culebra dorada e inocente la que se arremansó a los pies de la abuela y trepó lentamente por sus medias de lana. Luego, brotando de los costados del barranco, aparecieron los diminutos ríos de barro líquido, rojo como una sangre cuajada, que en segundo hizo desaparecer el color blanco del encaje almidonado de la enagua. La abuela empezó a empaparse de sudor y lluvia. El hinchado cuerpo del extraño pesaba cada vez más y, como obstruía totalmente el paso del agua, en pocos minutos sobre su cabeza se fue formando una laguna de agua sanguinolenta. La abuela, ensangrentada de pies a cabeza por el barro, apartó dificultosamente de su rostro el cabello adherido y nos miró por última vez, porque cuando se agachó para prenderse otra vez al extraño, en un desesperado y quizás último esfuerzo por rescatarlo de la zanja, sonó otro fuerte trueno y el cuerpo del extraño empezó a moverse lentamente. También la abuela, como sorprendida, empezó a retroceder bajo la presión del agua y del cadáver.

         El día había oscurecido un poco más. Entre los intermitentes relámpagos vimos que el perro se unió a ellos. Aprovechando el fulgor de un relámpago, mi hermana había procurado pasarle la mano y la soga a la abuela, pero fue inútil, ya era muy tarde. Lentamente, los vimos alejarse a los tres como jugando en el burbujeante espejo del arroyo.

         Por meses mis padres, los vecinos y las autoridades anduvieron removiendo, río abajo, las raigonadas en busca de algún rastro de los muertos, pero no pudieron encontrar nada. De mi abuela nunca más se supo nada pero, según dicen, al mendigo y a su perro los vieron varias veces pasar por el pueblo.




ENLACE INTERNO A ESPACIO DE VISITA RECOMENDADA


(Hacer click sobre la imagen)






Bibliotecas Virtuales donde se incluyó el Documento:
LIBROS,
LIBROS, ENSAYOS y ANTOLOGÍAS DE LITERATURA P



Leyenda:
Solo en exposición en museos y galerías
Solo en exposición en la web
Colección privada o del Artista
Catalogado en artes visuales o exposiciones realizadas
Venta directa
Obra Robada




Buscador PortalGuarani.com de Artistas y Autores Paraguayos

 

 

Portal Guarani © 2024
Todos los derechos reservados, Asunción - Paraguay
Desarollador Ing. Gustavo Lezcano, Contenidos Lic.Rosanna López Vera

Logros y Reconocimientos del Portal
- Declarado de Interés Cultural Nacional
- Declarado de Interés Cultural Municipal
- Doble Ganador del WSA