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RUBÉN BAREIRO SAGUIER (+)

  LA LEY - Cuento de RUBÉN BAREIRO SAGUIER


LA LEY - Cuento de RUBÉN BAREIRO SAGUIER

LA LEY

Cuento de RUBÉN BAREIRO SAGUIER

 

 

Para Francisco Marín

      

I

 

     Si mal no recuerdo, me parece que fue por la época en que expulsaron al leproso que amaneció en el mercado.

     El arribeño pidió hablar con don Marcial Montiel. Le introdujeron en el escritorio. El arribeño no tenía cara; calzaba un sombrero negro de fieltro, que bamboleó en sus manos como un muñeco durante la corta entrevista. Cuando se encontró frente al dueño de casa, le miró de arriba a abajo, y con voz neutra le comunicó:

 

          

     «Karaí Rojas murió hace una semana en Posta Yvyraró. Dicen que murió de tuberculosis, eso dicen...».

          

 

     Nadie atinó a comentar la noticia. Cuando quisimos reaccionar, el arribeño sin rostro había desaparecido; ninguno de nosotros recuerda cómo ni en qué momento se largó del escritorio. Nadie en el pueblo lo vio ni llegar ni partir.

     Acordarme, no me acuerdo demasiado bien. Muchas de las cosas de entonces las veo como a través de una niebla, y a veces cuando toco los ojos con que las miro hacia adentro, me doy cuenta de que los mismos están humedecidos. Y en claroscuro, en luz y sepia van desfilando las calles del pueblo, alfombradas de pasto; aquellas otras, en las que los zanjones permitían sólo el paso de peatones ladeados, o a todo riesgo, el de jinetes que supieran mantenerse firmes en sus cabalgaduras; las calles limitando las manzanas de cien perfectos metros cuadrados, y casi todas orilladas por los aludos corredores, en los que la sombra anidaba con la misma frescura del arroyo en las siestas calcinadas. Y don Marcial Montiel, dueño de la casa más grande del pueblo, dos pisos, cada uno con galerías alrededor, terraza encima, patio con fuente en medio, huerta y caballeriza detrás. Don Marcial, propietario de bienes raíces y semovientes. Y de un montado alazán reluciente, parejero que no encontraba rival en las carreras cuadreras de la región; un refulgente padrillo en que paseaba su imponente y patriarcal señorío por las calles del pueblo, jinete sin sombra, botas de caña alta, siempre recién lustradas, espuelas de pura estrella plata 900, todo resplandeciente, como el caballo de pura estrella blanquísima en la frente. Jinete por las calles de su pueblo, por el camino real y por los campos de varias leguas a la redonda, muchas de ellas -cargadas de ganado- también de su legítima propiedad y pertenencia.

     «¿Existe realmente el derecho de propiedad?». El cura párroco se enmarcaba solemnemente los lentes de redonda armadura metálica y nos miraba por encima de los espejuelos, levantando en ángulo agudo sus peludas cejas antes de seguir la lectura. «Nos basta con mirar a nuestro alrededor. Cada cual tiene algo que defiende como suyo: los pájaros tienen sus nidos; las fieras salvajes tienen su guarida; el salvaje, el arco y la flecha que emplea para cazar y el ganado con que se alimenta; el hombre civilizado posee una casa, un campo, tal vez un capital que es el fruto de su trabajo y de su ahorro... Y a todo esto lo llama suyo, y quiere poseerlo con exclusión de los demás, y desea transmitirlo a sus hijos...». El Padre Bartolomé Zorrilla se detenía. Entonces papá levantaba la mirada, fija en La Ley mientras el Pa'í leía, y con aprobatorios movimientos de cabeza, sentenciaba: «Ven, está escrito en ese libro; ese libro sabio». Luego se volvía hacia don Bartolomé: «Siga Pa'í, eso del origen es muy interesante». Y el cura retomaba su voz ronca y rimbombante: «Este instinto de poseer nos da la clave para explicar ante todo el ORIGEN DE LA PROPIEDAD. En un principio no hubo propiedad. La tierra era de todos, porque bastaba con creces para todas las necesidades, tal como ahora el aire y el agua, y los hombres no pensaban en apropiarse el terreno». «¿Qué quiere decir con creces, Pa'í?», interrumpía yo. «Ampliamente, suficientemente», contestaba condescendiente el cura, y proseguía: «Andando el tiempo y habiéndose multiplicado los hombres, la distribución y la apropiación se hicieron necesarias, y tuvo que suceder lo que narra la Sagrada Escritura acerca de Abraham y de Lot, cuando se repartieron el territorio. (Génesis, 13, enfatizaba el Padre). Cada cual, siguiendo su inclinación, ocupó la parte que le pareció bien, adquirió la propiedad de la misma y la dejó en herencia a sus hijos. Tal fue el origen de la propiedad». «Está en el Génesis, la parte del Libro de los Libros, nada menos...», concluía soñador el sacerdote. Y así, cada martes en que el padre Bartolomé venía a la casa a cenar, papá le hacía leer fragmentos escogidos de La Ley, del reverendo Domingo Boniatto, de la Sagrada Orden del Santo Sepulcro («Con las debidas licencias»), -«Colección Divino Maestro», N.º 26), a fin de instruirnos en los sanos principios cristianos y del orden social establecido, como afirmaba gravemente con el índice de manómetro acusatorio. «Es la última palabra en materia de explicación de los principios de nuestra religión y nuestra moral...», rubricaba, sosteniendo el libro con sus manos peludas, como Jehová mostrando las tablas de la Ley a Moisés.

     Existía un acuerdo casi perfecto entre mi padre y el «Señor Cura», como él nos lo nombraba. Se apoyaban mutuamente. Don Bartolomé con la fuerza espiritual de la Doctrina», y mi padre, con «las fuerzas materiales a mi modesto alcance», contribuía con dinero a «las obras pías de ese santo», apoyándolo no sólo en su «labor pastoral», sino también en sus necesidades de la vida cotidiana, inclusive en sus dificultades nimias. Como aquella vez que don Damián Brídez, el eterno gran simpático, acopiador de algodón de la Bunge & Worm, le gastó una broma pesada, orinándole por debajo de la mesa. Cuando el cura sintió que la materia tibia le empapaba los pantalones, protestó enérgicamente, poniéndolo a papá como juez. La partida de truco de seis, que duraba ininterrumpidamente desde hacía 34 horas, terminó bruscamente, y a don Damián no le bastaron sus inmensas y contagiosas carcajadas para arreglar la cuestión y desarmar la cólera de mi padre. Por imposición de éste tuvo que pedirle perdón, y sobre todo aplastarse como zapatilla vieja ante el dueño de casa.

     El entendimiento de base no impedía que, a veces, las relaciones entre papá y don Bartolomé se volvieran inciertas, y hasta borrascosas. Pero era siempre don Marcial quien «tenía razón» en las desavenencias que, de tanto en tanto, surgían. Yo tendría por entonces no más de 7 u 8 años, pero -esto sí- lo recuerdo muy bien. El episodio quedó nítidamente grabado en mi memoria. Fue en ocasión del paseo al Salto Yendy, después de la misa dominical, excursión organizada por la Cofradía de los Pobres de la Madre de Dios, de la cual mi padre era Socio Protector y Presidente Honorario. Todo pasó muy bien, mucho asado, abundante trago, animado baile con el gramófono a cuerda; corrida alegría en suma. Pero cuando subimos al camión para el regreso y éste se puso en marcha, don Bartolomé extrajo su 38 largo de abajo del guardapolvo blanco que vestía, y disparó un tiro que agujereó el techo del vehículo, llenando de espanto a los excursionistas. El chofer frenó bruscamente y los golpes provocados por la caída hacia adelante aumentó los consternados cotorreos de las damas y las puteadas de los caballeros. El Pa'í seguía blandiendo el revólver, pálido, con la mirada perdida en el vacío, un hilo de saliva le corría desde la comisura izquierda de los labios. Al par de las honorables damas, yo lloraba de miedo o de susto; los distinguidos caballeros no atinaban a reaccionar, limitándose a pasear las miradas temerosas entre el cura y don Marcial. Éste estaba rojo; pocas veces lo vi tan enojado. «¡Quédese tranquilo Pa'í, guarde ese arma...!», rugió con voz terrible, aunque notablemente calma. Don Bartolomé no pareció escucharlo y volvió a disparar. Otro agujero en el techo del camión y el sensible aumento del tumulto de llantos y gritos. Yo temblaba de pies a cabeza; la mayordoma, ña Gabina Caballero, aullaba en medio del pánico gimiente de las demás concofrades. Papá empuñó a su vez su pistola con mango de nácar incrustado y se dirigió hacia el cura, que seguía apuntando a cualquier parte y a todo el mundo con el movimiento borracho de su diestra velluda. «Anike ne añá rako peguaré». Quizá el tono del insulto o la grosera alusión al Maligno lograron traspasar la espesa capa etílica que envolvía a don Bartolomé. Tic-tic-tic-tic, con el temblor de la rabia el caño de la pistola tamborileaba en los reverendos espejuelos eclesiales. «¡Entrégueme ese revólver Pa'í!», la voz dura no admitía dudas ni réplicas. El cura depositó mansamente el arma en la mano izquierda tendida, mientras la derecha seguía apuntándole, ahora en la sien. También esta vez el «conflicto de poderes» se resolvió a favor de don Marcial Montiel. Es posible que el Padre Zorrilla, en medio de los vapores alcohólicos, tuviera un relámpago de lucidez y se percatara no sólo de la decisión sino que, además, recordara la conocida puntería de papá, capaz de abatir un perro rabioso corriendo, a más de cincuenta metros de la ventana de su escritorio.

 

            

     «Un epiléptico seguramente», dijo ña Pastora la carnicera. «Echaba espuma como un animal rabioso, sus ojos eran dos bolas de sangre. Cuando le pasó el ataque le acompañamos hasta Zanja Morotï, por el camino que va a lo de don Cantalicio...»

            

 

     El escritorio de mi padre en el piso de arriba, con una gran ventana que domina la calle principal. El tiempo como un crepúsculo declinante y en medio, lamparones de recuerdos. Don Marcial Montiel sentado en un sillón de cuero tosco y alto respaldo tachonado. El estante con algunos libros, El tesoro de la juventud, La Biblioteca Internacional de Obras Famosas, La Guía Práctica de la Salud, almanaques diversos, el Código Civil, La Biblia («la católica, no esa porquería que distribuyen los evangelios»), obsequio del Padre Acosta, varias otras obras, hundidas en mi olvido, y al alcance de la mano, La Ley, del reverendo Boniatto, regalo del Padre Zorrilla. La mesa con varios cajones, papeles encima, el tintero de cristal macizo y la pluma en oro 18, imitando la de ganso. En la pared de enfrente, la panoplia recargada de armas blancas, cuchillos de hojas damasquinadas y otros más toscos o más exóticos, cimitarrescos. Y una imponente colección de armas de fuego, de la minúscula pistola 16, con las iniciales en la empuñadura labrada de nácar, al respetable 38 largo; del vetusto mosquetón a la temible «piripipí», pasando por una diversidad de fusiles y escopetas, de simple y doble caño. Papá era un fanático de la caza y de las armas. Me contó en una carta que durante la última guerra civil, cuando los revolucionarios iban a ocupar el pueblo, luego del desbande de las autoridades locales, él y cinco de mis hermanos que en ese momento estaban allí, se parapetaron en la terraza y detrás de las ventanas, convertidas en troneras. «Balas teníamos a patadas; no íbamos a dejamos matar como ratas...». Pero lo primero que hizo el Capitán Gaona al ocupar el pueblo fue mandar un propio junto a él, invitándole a conversar, señalándole que era muy amigo de su hijo. «Mozo simpático tu amigo -seguía su relato-, hasta casi me convenció de sus ideas. Terminamos brindando por una patria más justa. Y cuando los rebeldes abandonaron el pueblo, ante el avance de las fuerzas del Gobierno y del Partido, yo mismo le acompañé -nobleza obliga- hasta la entrada de la cañada Ka'añavé, señalándole la dirección que le llevaría a la orilla del río, con una recomendación para mi compadre Cleto Paredes, el pasero de Angostura...». La carta que algún tiempo después recibí de Jerónimo Gaona hablaba maravillas de mi padre: «Karaí guasú, caballero a carta cabal...».

     Pero esto es historia más reciente, de un tiempo antes que se dejara morir, luego del ataque de apoplejía, según la carta de mi hermana Lucinda. Allí sí lo recuerdo bien, en su escritorio sala de armas, el centro de su mundo. Allí solía recibir, en conversación de amigos, de negocio o de política. Allí se susurraban los conciliábulos con el Padre Zorrilla o resonaban las risotadas de don Damián Brídez. Por allí pasaban sus mayordomos, capataces, aparceros, inquilinos, puesteros o peones. Allí recibía a sus correligionarios o a sus adversarios. Porque mi padre mantenía excelentes relaciones con los jefes del otro bando, «siempre que se trate de defender el orden». Cuando su partido estaba en la llanura, papá fue intendente municipal durante varios períodos, y los ministros de la época en visita al pueblo, se alojaban en casa, no en la de los caudillos del entonces partido de gobierno.

     En esos días, la propia Damiana vino a contarnos:

 

           

     «Era muy temprano cuando se sentó en el puesto y pidió desayuno. Al darme la vuelta en la luz lechosa de la amanecida le vi la cara carcomida y amoratada; no tenía cejas, le faltaban pedazos de las orejas, y la nariz comenzaba... Grité y la gente del mercado se amontonó alrededor...».

          

 



II

 

     Es en su escritorio, especie de santuario personal, en donde me acuerdo por primera vez de Karaí Rojas. Yo hojeaba un tomo del Tesoro de la juventud, cuando mi hermano Romilio vino a decirle a papá: «Nemesio Rojas quiere hablarle». Mi padre contestó en tono recriminatorio: «Ya les dije que deben llamarle Karaí Rojas... Dígale que pase». Entró un hombre de edad indefinida, rostro curtido por el sol, luciendo un pequeño bigote entrecano; camisa blanca sin cuello, abotonado hasta arriba, pañuelo anudado de seda negra, pantalón blanco de dril retenido por una faja azul, descalzo, limpio, mantenía el sombrero pirí en la mano izquierda. Papá le estrechó la diestra sin levantarse de su butacón, y le indicó la silla de tabla que estaba enfrente. Karaí Rojas se sentó en el borde del asiento y empezó a hablar en tono humilde pero firme, en ningún momento servil.

     Por la época de esa imagen, remota pero clara, hacía años que Karaí Rojas ocupaba una parcela de terreno conocida como Acosta-kué, por haber pertenecido al Padre Acosta, antecesor de don Bartolomé, quien le dejó en legado a mi padre por no sé qué complicados arreglos de rentas personales, obras pías y «limosnas para la salvación de las atormentadas almas del purgatorio», que don Marcial Montiel habría adelantado, y se comprometía a seguir proveyendo -las últimas- luego de la muerte del párroco. Aparcero sin contrato, puestero encargado del suministro de leña y carbón, además encargado de la invernada del ganado, Karaí Rojas ocupaba uno de los mejores predios de la región, tierra fértil, pastos y montes de abundante leña y excelente madera. «Propiedad de cura tiene que ser...», dicen que decía don Gumersindo Gaona, empedernido masón y tragacuras, a quien conocí viejito, babeando todavía sus discursos anticlericales en la plaza de la iglesia.

     Papá se complacía en explicar lo de «Karaí», el título de «Señor» que anteponía al apellido de Nemesio Rojas: «Es un hombre trabajador y honrado, cumplidor y servicial...». Pero no siempre era así con sus subordinados. Cuando le escuchaba esas palabras no podía menos que pensar en la otra cara de la medalla.

     Más de una vez le había visto tratar con dureza autoritaria, con violencia inclusive, a sus empleados. No puedo olvidar la ocasión en que, impelido por una de esas rabietas que solía picar a veces, descargó el rebenque con cabo de plata sobre un peón que no le había obedecido bastante rápido. Sentí que me ahogaba y llevé la mano al sitio del cuerpo en que el pobre desgraciado había recibido el lengüetazo. «¿Qué te pasa mi hijo?», preguntó mi padre sin transición, y desvió la mirada de mi rostro cuando vio que lo tenía convulsionado y lagrimeante.

     Por Leovigilda Romero, vecina de los Rojas, supe después que ña Antonia tenía su propia opinión sobre el calificativo aplicado por el patrón a su marido. «Te dice Karaí para explotarte mejor». Cuando mis hermanos o yo íbamos a Acosta-kué, ña Antonia siempre tenía un gesto amargo en el rostro. Cumplía el ritual hospitalario como una obligación; nos servía aloja o nos convidaba guavirá con una mueca de tedio o de disgusto dibujada en la cara. «Tiene mal carácter», decía mi hermana Chiní; «es una vieja amargada», agregaba Alberto. Nunca pensamos, ni siquiera sospechamos, que anidaba un profundo rencor contra nuestra familia. Pese a este detalle desagradable, a mí me encantaba ir a Acosta-kué, y lo hacía con el pretexto más socorrido de llevar una orden de papá al puestero, aprovechando siempre para bañarme en el arroyo.

     «Una carreta de leña para mañana de tarde, Karaí Rojas». Y Karaí Rojas apuntaba puntualmente al día siguiente por el portón de nuestro patio, picando su yunta de bueyes, uno barcino, barroso el otro. Acosta-kué era un sitio paradisíaco. El rancho de dos aguas siempre limpio, encalado, fresco; el parral que por enero daba unas uvas, «moscatel rosadas», con dulzor de miel; los árboles frutales del patio: naranjos, mangos, chirimoyos, guayabos, pindós, granados, hasta un aguacate, casi todo plantado por Karaí Rojas en torno al rancho; el establo con el penetrante olor de las bostas; el sombreado arroyo cercano, los perros juguetones... Y la presencia eficaz y discreta del puestero, servicial, siempre bien dispuesto. Comprendía por qué papá, tan mandón con sus subordinados, mantenía una relación amistosa, casi cordial, con Karaí Rojas. «No me ha fallado nunca», decía refiriéndose a él.

 

          

     «Ña Clarita, la panadera, dio otra versión. Se trataba de un individuo convulso, con los ojos en ascuas y desfigurado por las pústulas de la peste negra. Cuando se repuso un poco del vómito sanguinolento que le sacudía de pies a cabeza, le expulsaron del pueblo; a punta de picana le llevaron hacia el camino que pasa por atrás del cementerio.»

          

 

     En ciertos aspectos, mi padre me distinguía con respecto a mis hermanos: «Mi hijo, usted va a hacer estudios, ya que le gusta; tiene que sacarme el título de Doctor», me decía. Seguramente que por el designio contenido en la frase, repetida con frecuencia, tuve derecho a asistir a una entrevista entre don Marcial y Karaí Rojas, en presencia del reverendo Padre don Bartolomé Zorrilla, quien leyó con voz altisonante -más que de costumbre- varios párrafos de La Ley.

     Luego de explicar en breves palabras las «consideraciones históricas sobre el origen de la propiedad» -pasando por alto la importancia del «Libro de los Libros»-, inició la lectura en la frase que decía «La propiedad es, pues, un hecho. ¿Es asimismo un derecho? Sí. 1.º Porque responde a una inclinación puesta en nosotros por la naturaleza; vemos que el niño quiere para sí la fruta que se le ha regalado; lo mismo el cazador, respecto de las presas por él abatidas; el hombre, respecto del fruto de su trabajo; el labriego, respecto de la tierra inculta por él trabajada...». «La parte que le corresponde, naturalmente», aclaró mi padre. A medida que avanzaba la lectura, papá interrumpía con un gesto de la mano al cura para explicar en guaraní a Karaí Rojas el sentido exacto del texto, a fin de que no se infiltrara ninguna duda por entre los huecos del castellano del aparcero. Don Bartolomé aprovechaba esos momentos para carraspear y acomodar mejor sus lentes. Karaí Rojas asentía con leves movimientos de cabeza, sin que se le moviera un sólo músculo de la cara. Y el Reverendo seguía: «2.º Porque responde a una necesidad. Todo hombre tiene derecho a proveer para su existencia de un modo permanente, y esto no es factible sin la propiedad. En caso de enfermedad o en la vejez, no podría obtener socorro sin renunciar a su libertad, pasando así a la dependencia de otro...». Aquí la explicación de don Marcial se volvió más vaga e insegura; la impenetrable fijeza de los rasgos del aparcero me impedía saber si se había percatado de la hesitación molesta del patrón. Don Bartolomé empujó la montura de los anteojos y prosiguió: «Tiene derecho a progresar en el perfeccionamiento moral e intelectual, a aspirar al desarrollo de sus facultades; para todo lo cual es necesaria la propiedad y una relativa comodidad. Tiene derecho natural a formar una familia. La familia es la prolongación de uno mismo; es natural que el fruto de su trabajo le dé lo necesario para proveerla, así como también para hacer economías, con facultad de legarlo a sus hijos como herencia...». Mi padre explicó, señalando hacia donde yo estaba con un leve gesto de la mano; Karaí Rojas me miró y volvió a mover la cabeza. «Responde este derecho a una necesidad social. La iniciativa personal es el gran elemento del progreso, y es el interés el que la estimula; pero todo ello supone la propiedad».

     «Por lo tanto, la propiedad es un derecho no sólo legal sino también natural, derecho que Dios ha sancionado, ordenando que fuese respetado en el 7.º Mandamiento: 'No hurtarás'». Karaí Rojas seguía asintiendo, o simplemente moviendo la cabeza, sin inmutarse. Don Bartolomé entraba en la recta final con el título: «El Derecho de propiedad según el concepto cristiano», y luego de resumir la refutación de las «doctrinas materialistas y ateas», prosiguió: «La escuela cristiana enseña que el derecho de propiedad subsiste pero tiene sus límites. El amo puede disponer de sus bienes, pero debe recordar que todos han de vivir de la riqueza que hay sobre la tierra. La riqueza tiene una función individual y una función social. Tiene un fin próximo en favor del que posee, y un fin remoto, que consiste en socorrer al que está en necesidad...». «Dejar vivir a otros en tierras de su propiedad mediante un acuerdo justo», interrumpió mi padre, y siguió explicando el párrafo en guaraní. Cuando encontró un resquicio, el Padre continuó: «Por eso se prescribe la limosna y se prohíbe el lujo inmoderado y la prodigalidad...». «El regalo de balde», cortó vivamente don Marcial. Y el cura: «Dentro de esos límites propugnamos nosotros el derecho de propiedad conforme al precepto de Dios: 'No hurtarás' y a las enseñanzas de Jesús. Jesús no condenó la riqueza y contó a algunos ricos, como Lázaro, entre sus amigos. Consideró, esto sí, la riqueza como un bien peligroso del cual no puede abusarse. Por esto dijo que es muy difícil la salvación de los ricos (San Mateo, 25), y proclamó más dichosos a los pobres (San Mateo, 27). Intimó a los ricos la ley de la limosna: 'Dad limosna de lo vuestro que os sobra' (San Lucas, 41)». Papá empezaba a ponerse nervioso con las citas y los nombres. Atajó la lectura con un gesto repetido de la diestra y un: «Todo eso muestra la enorme responsabilidad de un propietario cristiano...». El cura comprendió y pasó a anunciar un tema que sabía importante para don Marcial: «¿Cuál es el justo precio del trabajo de un empleado u obrero?». Y cuando empezó a explicar que el Papa León XIII y que la Encíclica Rerum Novarum, mi padre le interrumpió con brusquedad: «Eso no tiene importancia, Pa'í, vaya a las palabras, a la substancia...». El sacerdote carraspeó una vez más y en tono de conclusión, leyó: «Es falso que el empleado tenga derecho a todo el valor de su trabajo, ya que una parte del mismo corresponde al trabajo de organización, y otra al capital expuesto». «¡Muy bien!», terminó don Marcial, y dirigiéndose al aparcero: «¿Entendió Karaí Rojas, entendió bien?». «Sí, don Marcial, entendí». «Yo quiero ser honesto con usted, porque usted es honesto conmigo, y también porque mis principios me obligan. Por eso le hice llamar, para aclarar estas cosas, frente y con la ayuda de don Bartolomé Zorrilla, nuestro Cura Párroco, y de mi hijo, que va a estudiar para Doctor. Usted oyó Karaí Rojas, esas verdades están escritas en ese libro sabio que me regaló el Padre Zorrilla; escritas claramente, con todas las letras...». «Entiendo don Marcial», volvió a decir el aparcero, y se levantó de la silla de tabla en cuyo borde había permanecido rígido durante toda la ceremonia. Se despidió con la sobriedad acostumbrada y salió poniéndose el sombrero negro de fieltro. «Buena gente este Karaí Rojas. Yo le debía una explicación franca, así, ¿no le parece Pa'í?». «Amor con amor se paga don Marcial», sentenció el sacerdote, mientras levantaba la copa que papá acababa de servirle.

 

            

     «Era un jorobado con las patitas de araña lo que las burreras vieron esa madrugada rondar por el mercado. Le corrieron amenazándole con palos y gritos, pero de golpe, al pasar el paraíso de la entrada principal, lo perdieron de vista. Nadie pudo explicarse cómo...»

          

 

     Lo que aconteció luego lo supe algún tiempo después. Siguiendo la voluntad paterna me había marchado a la capital para proseguir los estudios, que nunca me llevarían adonde él hubiese querido: el espectable, el codiciado, el quimérico título de Doctor. Pero la tía Celé me contó que papá se sentía muy orgulloso cuando veía cosas mías publicadas en los periódicos, aunque nunca me lo dijo; las veces que nos veíamos me preguntaba acerca de los estudios, me hablaba del título que él quizá habría querido alcanzar por mi intermedio.

     Me enteré de la partida de Karaí Rojas cuando volví para las vacaciones del año..., ya no me acuerdo; sólo recuerdo que fue aquel en que apareció el arribeño por el pueblo. Papá me dio su versión: «Mi hijo, hay tragos amargos en la vida..., pero los principios son los principios...», hablaba lentamente, como masticando las palabras; me pareció sentirle el tono apenado, aunque esto puede haber sido una proyección personal. «Lo primero que hice fue consultarle a tu tío Lorenzo, la vez que estuve en la ciudad, ¿se acuerda? Éste me leyó el articulado sobre la prescripción y me señaló lo que correspondía hacer para no apeligrar ese hermoso terreno de Acosta-kué. Karaí Rojas estaba pues por cerrar los 30 años de ocupación, y por más honesto que sea, nunca faltan los malos consejos, la liga de los meteretes y envidiosos. Naturalmente, consulté también con el Padre Zorrilla, para estar en paz con mi conciencia. La Ley nos dio la respuesta cristiana y justa. El Pa'í me asistió en el trance, me acompañó a Acosta-kué cuando fuimos a comunicarle a Karaí Rojas. El Juez de Paz, don Hermenegildo Chaparro, leyó los artículos del Código Civil, y su secretario levantó acta del desalojo realizado en debida forma jurídica. El texto legal fue reforzado con varios párrafos del libro del reverendo Padre Boniatto, que volvió a leer el padre Zorrilla, como cuando usted estuvo presente, ¿se acuerda? No hicimos nada oculto ni ilegal o inmoral. Le explicamos todo, especialmente la buena fe que exige la ley y que confirman la doctrina y la moral cristianas. Karaí Rojas era un hombre recto, nunca tuvo mala fe. Yo tampoco; usted se acuerda, mi hijo, de la vez que le leímos y le aclaramos todo lo que se refiere al sagrado derecho de propiedad, aquí en este mismo escritorio. Karaí Rojas entendió muy bien, y enseguida, para qué nos íbamos; casi puede decirse que nos estaba esperando. «Yo sabía que un día tenía que suceder», me dijo calmamente. «Y bueno, la ley es la ley, y está de su parte don Marcial. Sólo le pido unos días para preparar mis bártulos...». Es todo lo que dijo. Ña Carmen no pronunció ni una sola palabra. Luego de escuchar a su marido, nos dio la espalda y entró en el cuarto; ni siquiera salió a despedirse, ni a recibir la bendición que don Bartolomé impartió cuando regresábamos. A los tres días se habían ido de Acosta-kué, nadie sabe adónde...».

     Fui a ver a Leovigilda Romero, quien me enteró de otras pocas informaciones sobre la partida de los Rojas. «Desde que tu papá vino a anoticiarle que tenía que dejar Acosta-kué, el miércoles de ceniza, Karaí Rojas no volvió a hablar con nadie; ni siquiera le contestaba a ña Carmen, que le recordaba a cada momento: «Yo te decía... ¡Karaí!, para explotarte mejor y echarte como un perro sarnoso de estas tierras que regaste con tu sudor toda una vida...», y muchas otras cosas contra don Marcial. Karaí Rojas, mudo como una piedra, arreglaba sus cosas, cargaba la carreta, en silencio. El sábado de gloria, cuando el lucero estaba todavía alto, se fueron sin decir adónde, sin despedirse de nadie, ni siquiera de nosotros. Como era tan temprano yo no me levanté; en el sueño oí el ruido de la carreta y el aullido del perro, me pareció».

     No quise llegar hasta Acosta-kué; me parecía una profanación ver el rancho, el lugar del arroyo y de los frutales sin Karaí Rojas.

 

          

     «Sólo después entendí cabalmente lo que quiso significar esa mañana en el escritorio de don Marcial el misterioso arribeño con el rostro carcomido por la lepra, congestionado por la epilepsia, desfigurado por los furúnculos de la peste negra o contrahecho por la joroba. Lo comprendí cuando me contaron que los naranjos plantados por Karaí Rojas se secaron todos, atacados por una enfermedad incurable que los fitopatólogos llaman 'mal de la tristeza', eso dicen...»

          


 

 

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EL SÉPTIMO PÉTALO DEL VIENTO

Cuentos de RUBÉN BAREIRO SAGUIER

Editorial Servilibro, (Colección Bareiro Saguier – Nº 2)

Asunción-Paraguay 2006 (Primera edición)

 

 

 

 

 

 

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