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OLGA BERTINAT DE PORTILLO

  MEMORIAS DEL OBRAJE, 2014 - Cuento de OLGA BERTINAT PORRO DE PORTILLO


MEMORIAS DEL OBRAJE, 2014 - Cuento de OLGA BERTINAT PORRO DE PORTILLO

MEMORIAS DEL OBRAJE

Cuento de OLGA BERTINAT PORRO DE PORTILLO


Menciones Especiales del Concurso Elena Ammatuna de Cuento Corto 2014

Jurado :  Milia Gayoso, Lita Pérez Cáceres y Feliciano Acosta


 

    Amancio cayó de rodillas entre los matorrales. Estaba agotado.  Hubiese querido  seguir corriendo pero sus piernas flaquearon y no le respondieron. Apoyó su cabeza en el suelo  y recordó a su madre. La vio arrodillada, antes de la despedida, en el pequeño oratorio familiar, cubierta con un rebozo negro. Su delgada  figura se desdibujaba  entre el vaho humeante de las velas y el humo de leña verde que se propagaba desde el fogón. Sintió aún la vibración de sus palabras:

       –“Que Dios te bendiga, m´hijo”.


    El sol que se filtraba por entre los árboles,  le  revelaba que aún quedaban varias horas de luz y que debía aprovecharlas para llegar al Paraná.

   Antes de escapar, los  mensú  le habían advertido:

        –“¡Quedate chamigo!...el monte es jodido, además el capataz no te va a dejar de balde”

     Amancio había escuchado en silencio la advertencia, pero estaba decidido: debía escapar;   prefería  desafiar al monte   que soportar más tiempo en aquel lugar.

Y así lo hizo,  y  ahora estaba allí huyendo;  sumido en la  vastedad  de la selva devoradora de hombres…

    Amancio Benítez  era trigueño, de ojos amarillos achinados, de pelo negro seboso. Hijo de padre argentino y de madre paraguaya. Se había decidido por el obraje para pasar desapercibido. Trató de ocultarse en estos confines por un malentendido con la policía  argentina,  pero no pensó que sería tan difícil adaptarse a las injusticias. No aguantó.


    Absorto en sus pensamientos Amancio  se levantó con fastidio, y  las piernas volvieron a temblarle; entonces se  recostó a un árbol y esperó hasta que  su respiración se   aquietó. Fue en ese momento que escuchó los gemidos. Pensó que era un animal de monte y  agarró  el cuchillo. En  silencio abandonó la picada y se arrastró despacio sobre la tierra bermeja y húmeda cubierta de hojarasca, escondiéndose  para ver de dónde provenían los sonidos.

A pocos metros de allí vio al hombre tendido boca arriba.

Era un mbya.

Estaba con los ojos cerrados, jadeaba y gemía. Amancio  se le acercó temeroso  y notó que una de sus piernas parecía un fiambre manido.

      –“Fue una yarará”-pensó.

    Al darse cuenta de la gravedad del hombre Amancio comenzó a idear su  propia muerte. Se quitó la ropa y se la puso al hombre moribundo. La poca  vestimenta que cubría a éste,  Amancio la guardó entre sus bártulos y vistió unos harapos que traía. El mbya estaba descalzo y los zapatos que Amancio calzaba,  viejos y carcomidos por las raíces y el trabajo duro del obraje, apenas cupieron en los pies ensanchados y  endurecidos del indio.


    Con todas sus fuerzas, arrastró al hombre delirante hasta un costado de la picada y lo recostó en un tajy  primitivo.

    Luego de un tiempo,  el mbya lanzó un chillido, un grito ahogado y seco,  y con los ojos entreabiertos expulsó el último respiro.

Amancio sintió miedo.  Nunca había estado a solas con un muerto, pero debía seguir su plan si quería continuar vivo. Pensó en el capataz, que a estas horas lo estaría rastreando con los perros, entonces   tomó el puñal y comenzó a cortar la cara del infortunado que comenzó  a desfigurarse con cada tajo.

    Las últimas luces del día  alumbraron al indígena con la cara deformada y fría.   

    Amancio se trepó a un árbol y esperó insomne. La noche le revolvió los miedos. Escuchó aullidos lejanos de perros,  y muy  cerca de él, el bulto negro recostado al árbol  y  el murmullo espeluznante de las hormigas. Era  un bisbiseo angustioso que se deslizaba por la hojarasca.


    Las primeras luces lo alumbraron con los ojos fijos en el suelo. Bajó del  árbol y sin mirar al difunto comenzó a caminar por la picada solitaria. Los rayos pálidos del sol  alumbraron el esfumado camino que parecía desvanecerse vencido por los árboles que se tocaban en sus copas. Las lianas caían del cielo como viborones retorcidos y las sombras matinales  despertaban el temor arcano que sentía Amancio.

    A medida que pasaban las horas la sed se volvía insoportable  y caminó como desahuciado buscando algún arroyo para mitigarla.

    Anduvo por varias horas y de pronto sintió un rumor, un murmullo débil de agua  cercano a sus oídos. Se detuvo, trató de serenarse  y se adentró unos metros por entre los arbustos. No traía machete y las ramas espinosas dificultaban su avance entre los matorrales. De pronto divisó el manantial: emergía entre el verdor y sus aguas se deslizaban límpidas sobre una pared cobriza lustrosa.  Bebió con  desespero.  Mientras bebía  pensó en el  muerto y en su salvación. Rápidamente, alejó de su mente ese pensamiento, pues  lo inquietaba.

    Luego de beber caminó hasta que las ampollas de sus pies comenzaron a reventarse. De pronto, la luz tímida del sol que se colaba por las copas, iluminó un bulto al costado de la picada. Amancio se estremeció pues parecía una fiera de monte agazapada. Con cuidado siguió avanzando  y de cerca lo vio. El corazón le dio un brinco. ¡Allí estaba el indígena de rostro desfigurado recostado al árbol!

    Los peones del obraje le habían contado historias de hombres perdidos  en la selva, que habían caminado en círculos  durante horas y que “solamente por obra divina habían conseguido escapar de esa trampa mortal”.

Amancio  intentó serenarse. Trató de no dejarse llevar por la desesperación y se subió a un árbol para poder ubicarse, encontrar el rumbo que lo llevase al río.

    Enseguida bajó del árbol y sin mirar al indio, volvió a iniciar  el camino. Transitó cauteloso por horas. En ciertos lugares la picada casi desaparecía y él prudentemente se aquietaba, especulaba y se decidía por aquella que le parecía más marcada.

Otra noche se avecinaba. Amancio  se amedrentó.

-“Debo llegar al Paraná”-se dijo.     

Pero el cansancio lo venció. Se recostó en un tronco y dormitó sobresaltado. La noche se le hizo interminable y cuando la luz del día iluminó el sendero, Amancio  volvió al camino.

    Las ampollas se le estaban emponzoñando y  desde los pies le subía un dolor constante hacia las piernas, pero debía seguir. Tenía fiebre, sed y hambre. Miró sus piernas y le pareció que se  tornaban violáceas.


Caminó por mucho tiempo más; ya había perdido la noción de las horas y de los días…hasta que sintió el hedor y pensó en la muerte.

…Y  fue cuando lo vio en el camino, en el mismo lugar, recostado sobre el tronco inmutable  del tajy primitivo.  Hediondo y abultado como una ballena a punto de estallar.     El corazón comenzó a latirle en las sienes y corrió sin rumbo. Las ramas le golpeaban  el rostro, las piernas y los brazos. No sintió el dolor, pues el espanto lo había vuelto  insensible.  Corrió  hasta que cayó sobre la hojarasca. El pavor le nubló las pupilas y Amancio quedó tumbado en un claro del monte, con la cabeza  hacia arriba y los ojos bien abiertos, escrutando la nada.


    Luego de un instante, volvió en si. Entonces se levantó como pudo y en la vorágine de sus reminiscencias  emergió el obraje, vio el rostro bestial del capataz, recordó a los perros  y escuchó sus ladridos furiosos y aterradores, sintió la presencia de los hacheros  muertos y recordó  a los que aún sufrían en la selva,   oyó el eco de su exhortación antes de partir y en ese momento crucial de su existencia  percibió  que el monte nunca lo dejaría  escapar.               


                                                                            OLGA BERTINAT DE PORTILLO

                                                                                  

 

 

 

 

 

 

 

 

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