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MIGUEL CHASE SARDI (+)

  ETNOLITERATURA NIVACLE - Por MIGUEL CHASE SARDI - Año 1983


ETNOLITERATURA NIVACLE - Por MIGUEL CHASE SARDI - Año 1983

ETNOLITERATURA NIVACLE

 

Por MIGUEL CHASE SARDI


1. AJOCLOLHAI, LOS HOMBRES-PAJAROS

Ahora, voy a contarles, lo que escuché de la muchacha que en aquel tiempo, fue aborrecida por su esposo. Tan amargada se sentía que quedó con su abuela, en la aldea abandonada. Todos se habían retirado por temor a un tigre, Yiyóój, que peligrosamente rondaba por los alrededores. La muchacha prefería morir antes que encontrarse con su esposo. Y así se pasaba llorando todo el tiempo. En eso llegó un hombre. Era el tigre, que se puso también a llorar. Ellas en el acto dejaron de hacerlo. El hombre tomó asiento y les pasó unos pedazos de carne asada. La carne de los hombres que había matado. Después de un rato habló.

—Dile, abuela, a nuestra nieta, que me ponga agua en una vasija. Tengo sed.

La muchacha, muy desconfiada, no le quiso dar nada al hombre. Si no hubiera obrado así, después de calmar su sed, habría terminado con ellas. Al advertir que allí no iba a conseguir agua, se levantó, y caminó en dirección a la aguada. Al alejarse, la muchacha abrió una rendija en la choza, para ver lo que hacía el hombre. De repente, éste se puso a cuatro patas y se le cambió el color de la piel. ¡Era un tigre!

— ¡Abuela! El hombre que recién salió de aquí, no es un hombre,. ¡Es un tigre!

—Guíame por todas las sendas donde buscábamos leña para nuestro fuego. ¡Tenemos que correr! Tenemos que correr zigzagueando, hasta que encontremos un pozo en donde esconderme. Entonces me tapas con cortezas de árboles y escapas.

Tal como le había indicado la abuela, así lo hizo la nieta. Corrió largo rato. Miró varias veces atrás para ver si la seguía el tigre, y gritaba de cuando en cuando pidiendo socorro. Después de mucho correr, llegó a las cercanías del campamento de la gente que había sido de su misma aldea. Volvió a gritar. Pero todo fue en vano. Nadie la escuchaba, porque la gente estaba distraída con el juego del tiro a la cuerda. Pero ella volvió a gritar, otra vez, más fuerte. Había visto ahora que el tigre la seguía de cerca. Algunos de los hombres que competían se quedaron escuchando. El cacique dio orden para que se hiciera silencio. La muchacha venía cansada, pero aún tuvo fuerzas para gritar una vez más. Todos la escucharon claramente.

— ¡Esta es la que quedó la vez pasada, en la aldea vieja! —decían los hombres.

Mirando hacia el camino, vieron venir corriendo a la muchacha, y tras ella al tigre que procuraba alcanzarla. Los hombres se pusieron en fila, formando una bolsa, para matar a la fiera. La muchacha llegó junto a ellos, y allí se cayó desmayada. La alzaron llevándola a una choza, donde quedó así por mucho tiempo. Entretanto el tigre llegó al alcance de los hombres, que lo mataron y lo quemaron.

Después de haber matado al tigre, los hombres siguieron con el tiro a la cuerda. Se afanaban tirando con el arco, cortas flechas, a una cuerda trenzada con fibras de cháguar, tendida entre dos árboles. No se tomaban tiempo para ir a comer o tomar agua. ¡Tan entusiasmados estaban! Por ello las mujeres comenzaron a enojarse. Uno tenía mucha sed y se hallaba muy cansado, pero no quería ir a su choza, por no perder su puesto en el juego. Había mucha competencia. El hombre, no pudiendo soportar más, le dijo a un chico que observaba:

—Tráeme un poco de agua de la choza.

El chico fue, y le pidió a la mujer.

-Tu marido te hace decir que le mandes un poco de agua.

—¿Por qué no viene él a tomar agua? —decía furiosa la mujer—. Yo no le voy a mandar nada.

Volvió el muchachito, y le contó lo que había dicho su esposa. El hombre se sintió ofendido. Otros mandaron también, por los chicos, a sus esposas, pidiéndoles agua. Otros, a sus madres o a sus tías. Pero ninguna mujer quiso enviarles lo que pedían. Los hombres se enojaron con sus esposas, con sus madres, con sus tías, con toda su parentela femenina.

—Hagamos un gran fuego, —dijo el cacique a su gente— y entremos saltando en él. Así las mujeres se entristecerán por nosotros.

Entonces, los hombres, prendieron una fogata enorme. Uno de ellos, saltó, de cabeza.

—Yo quiero ser Pótsej, la cigüeña, gritó cuando se tiraba.

Por eso hoy, Pótsej tiene el cuello colorado, porque se chamuscó un poco con el fuego. Cuando vieron esto que hacía el primer hombre, los demás también se fueron tirando y al hacerlo, nombraban a un pájaro.

—Yo quiero ser Vosjós, la garza blanca!

—Yo quiero ser Cajtaj, la garza mora!

—Yo quiero ser Jacjayej, el pato!

—Yo, como pescado. Seré Siyojónoj, la cigüeña grande.

Y así nombraron a todos los pájaros del agua. Y después de pasar por el fuego, comenzaron a volar. Volaron sobre la aldea. Las pobres mujeres se desesperaron.

—Vengan, —decían— vengan a tomar agua!

Pero ya era tarde. Ninguno quiso bajar.

— ¡Más arriba!, dijo el cacique. No hagamos caso a estas mujeres que no quisieron darnos un poco de agua.

Así los hombres—pájaros ajõclõlhái, volaron todos a una gran laguna. Allí saciaron su sed y comieron peces a gusto. La gente antigua dice que estos ajõclõlhái se encuentran hoy arriba, sobre el cielo. Hasta ahora creen en ellos. Se dice que son ellos los que envían las tormentas y los truenos. Los que mandan las lluvias.

Los llamados ajõclõlhái, son los que trajeron las semillas de maíz, sandía, melón, zapallo, calabazas, porotos. Primero, les trajeron las frutas, a los que actualmente viven en la tierra. Estos sacaron con mucho cuidado las semillas y las secaron bien, sembrándolas después. Así es como aparecieron todas estas plantas sobre la tierra.

Hasta aquí lo que yo sé.


2. LAS MUJERES ESTRELLAS

Aquellos primeros hombres, se dispusieron a competir en el juego llamado t’iyõõj niyóc, flechar la cuerda. Tenían una tendida entre dos estacas clavadas en el suelo, a la que pretendían acertar, con arco y flechas, desde una distancia como de aquí a allá, donde está aquella choza. Detrás, cada uno iba colgando, de las ramas de los árboles, su apuesta. Bolsitas, mantas, collares, ajorcas y diademas de plumas, así como muchas otras cosas que tenían esos antiguos ascendientes nuestros. Se habían formado dos bandos, para jugar el uno contra el otro. Pero, entre los hombres, algunos no querían que se hicieran apuestas.

—No debemos jugar por cosas, por las cosas que tenemos. Debemos hacerlo solamente por el honor de acertar a la piola.

Casi se convencieron, pero un joven, el que estaba enamorado de las estrellas Misch’acchéi (*) los contradijo:

—No me va a dar gusto si no apuesto algo. No estoy dispuesto a cansarme en vano.

—Y, bueno, entonces, de acuerdo, apostaré mis collares, ya que nuestro pariente parece que está deseando darse tono con ellos.

— ¿Qué pondrás tú como apuesta?

—Yo pondré mi bolsita de voitaj, mi pintura y mi perfume.

—Yo me jugaré esta manta.

— ¡Qué tanto! Apostemos ya que este hombre así lo quiere.

Y, así fue, como llegó la noche y el joven enamorado se encontró ganador de algunos objetos. Fue a acostarse él solo, de espaldas para observar el cielo estrellado. Cuando vio a las dos estrellitas Misch ’acchéi.

— ¡Ah... estas Misch’acchéi, qué bonitas son! ¡Cómo quisiera estar allá, acostado en medio de las dos! ¡Si pudiera saltar hasta arriba y abrazarlas a ambas! Si ocurriera algo extraordinario y ellas vinieran aquí abajo, las pondría así... a una aquí... y a la otra a este lado. ¡Qué feliz me sentiría!

Y así pasó toda la noche despierto, deseando a las dos estrellitas. A la mañana siguiente, fue al lugar de descanso, bajo el árbol en donde se reunían los jóvenes de su edad. Todos se pusieron a jugar tsucoc. También lo hicieron por apuestas. Cuando el sol estaba allá arriba, las madres les trajeron algarrobo pisado y agua para chupar. Un hombre mayor de edad les habló:

—Mañana, mis jóvenes, tienen que entretenerse, otra vez. Tienen que competir en una carrera.

—De acuerdo, así será.

—Cómo no, mañana correremos.

Así probaron los jóvenes la propuesta de ese hombre mayor y, al día siguiente limpiaron bien la pista y pusieron al final de ella, una piola estirada como meta. El joven enamorado, se ejercitaba, corría y saltaba sin descanso. Se ató a las piernas y a los muslos sonajeros de pezuñas de venado que marcaban la velocidad de la carrera. Aquel joven, era realmente veloz. Y era veloz, porque todavía no tenía mujeres. A pesar de que estaba muy enamorado, todavía no había hecho, ni una vez, el amor. Por eso no le dolía el cuerpo. Era muy ágil. Tenía mucha fuerza. Cada madrugada, se escarificaba con huesos de distintos animales y su poder le penetraba en el cuerpo. Se punzaba con ellos, hasta atravesarse la carne de sus propios muslos. La pista para la carrera era larga. Se pusieron todos en una hilera. A una señal, velozmente partieron. Durante cierto tiempo, todos fueron parejo. Hasta que ya cerca de la meta, se adelantó y ganó el joven enamorado, el que solía desear a las estrellitas. Pero antes de llegar a la piola, se le hincó una aguja en el pie.

Ella había sido puesta por las Misch’acchéi. Y se quedó, allí nomás, donde ganó, procurando sacársela. Pero estaba hincada muy fuerte. Esta aguja tenía algo especial.

— ¿Te hincaste algo... eh? —le preguntaban los demás en sorna—.

—Si, me hinqué. ¡Qué bárbaro!

—Acércame tu pie, te la voy a sacar.

Y cada uno procuró sacarle la aguja clavada en la planta del pie. Estaba clavada muy fuerte. Tomaron otra aguja y con ella aflojaron la carne alrededor. Pero, en vano fue todo, no la pudieron sacar. Al final, aburridos, le dejaron solo, yéndose cada cual para su choza.

— ¡Qué pucha! ¿Por qué tendrá que esperarlo? ¡Con lo doloroso que fue para mi el que haya ganado todo lo que tenía! —entre dientes decía uno enojado por haber perdido—.

Así y más decían otros:

— ¡Qué pucha! ¿Por qué tendríamos que sacarle la aguja? Que se las arregle solo, como pueda. Se da mucho tono porque gana siempre.

Cuando se alejaron todos y estando todavía agachado, tratando de sacarse la dolorosa aguja del pie, aparecieron, no supo cómo, dos hermosas mujeres. Levantó la cabeza y se sorprendió de verlas frente a él.

— ¡Eh! ¿Por qué razón tienes la cara metida entre los pies? ¿Qué te pasa? —le preguntó una de ellas.

—Nada. Se me hincó una aguja.

El joven volvió a mirarlas más detenidamente y quedó sorprendido por su belleza.

—Estas muchachas no son de acá. Son demasiado lindas, —dijo en su interior.

—A ver un poco. Te la voy a sacar, —le dijo la otra.

—No podrás sacármela. Está increíblemente fuerte.

—Yo te la sacaré.

Le tomó el pie con energía y comenzó a observar detenidamente la pequeña herida.

— ¡ Aah! esta parece que es mi aguja.

Y se la sacó sin el menor dolor, diciéndole luego:

—Nosotras hemos venido exclusivamente por ti. Siempre solíamos escucharte hablar cuando te acostabas para dormir, nos mirabas y nos deseabas. Cuando decías: “ ¡Cómo quisiera llegar allá arriba! ¡Cómo quisiera llegar allá arriba, donde están aquellas Misch’acchéi! Y por eso, para satisfacer tus deseos, hemos venido a llevarte con nosotras. Ahora no tienes que negarte”.

—No. No voy a negarme. Pero antes quisiera ir a mi choza a buscar mi manta.

— ¿Y esto, qué es? —preguntó una mostrando en sus manos bien plegada la manta.

—Si. Pero no traje mi bolsita y mis adornos de plumas.

— ¿Y esto, qué es? —dijo la otra poniéndole delante todo lo que había nombrado.

Buscó rápido, en su interior, el joven, otro pretexto:

—Pero tengo que ir a traer mi arco y mis flechas.

—Aquí los tienes.

Y vio que una tenía en sus manos su arco y la otra todas sus flechas. No faltaba ni una sola.

—Vamos pronto. Acompáñanos.

—Y, bueno, entonces, —contestó porque ya no tenía pretexto al cual recurrir.

La hermana mayor, fue a buscar su cuvoyuichá, su caballo—espíritu, que había dejado atado entre los matorrales. Cuando estuvo a cierta distancia y desapareció tras las plantas, el joven no pudo aguantarse las ganas. Así suele ser, a veces. ¡No se puede soportar el deseo! Y, allí nomás, cerca, se dice, la hizo acostar a la hermana menor. Justito al terminar y levantarse, vino llegando la mayor con el caballo-espíritu. Llegó, lo miró hasta el fondo de su interior. Después miró a su hermana.

—Parece que ya terminaron de hacer el amor.

— ¡Noooo! Yo no hice nada con ella.

—Pero cómo que no hiciste nada. Si estoy viendo tu semen en su interior.

Entonces, él bajó la cabeza y sonrió avergonzado.

Un caballo grande era el que traía la hermana mayor.

— ¡Rápido! Monta el caballo. Nos iremos enseguida.

Y aquellas mujeres... ¡de veras! le hicieron cabalgar en medio de ellas y salieron galopando hacia arriba, por los aires. Era como si fuera mentira. La que iba atrás, le tomaba fuerte, por acá. Se fueron hacia aquel otro mundo. Mientras los parientes del joven decían:

— ¡Pero qué cosa! ¿Adónde se habrá ido nuestro pariente?

En balde lo esperaron. Nadie supo nada de él, porque nadie lo vio remontarse al cielo en el caballo—espíritu con las Misch’acchéi. Y todo fue porque durante muchas noches él las deseaba cuando se disponía a dormir. Por esa razón, al final, las Misch’acchéi, se lo llevaron. Cuando llegaron a la puerta del cielo, ellas la abrieron y pasaron adentro. El joven vio aquel otro mundo que está allá arriba. Se veía todo, hasta el Yincõõp, el Paraíso, que estaba allá lejos. Era enorme. Vio árboles de todas las especies, cargados de hutas. Sobre todo había mucho, mucho algarrobo, de todas clases. El algarrobo negro, tenía los troncos gruesos, así de gruesos.

—Estos algarrobos negros son ¡tan gruesos! Nada de lo que veo aquí se parece al lugar de donde vengo.

Galopando se acercaron a la aldea de los hombres-pájaros. Las hermanas extendieron la manta y con ella taparon al joven. Cuando las vieron, los hombres—pájaros gritaron de alegría, las saludaban al pasar y hacían correr la voz de que las Misch’acchéi, se habían traído un marido.

— ¡Las Misch’acchéi, trajeron un marido!

— ¡Sin que lo notáramos, se fueron y ahora vuelven con un marido!

El hombre—carancho, a pesar que hablaba muy mal y generalmente no se le entendía, también comentaba a más y mejor. Toda la aldea se enteró, enseguida, que las Misch’acchéi se habían casado.

Durante el tiempo que cabalgaban, ellas tuvieron la precaución de hacerle varias advertencias al joven. Le enseñaron cómo debía conducirse en ese mundo extraño para él.

—Cuando venga a visitarte el canvaclé, el cacique, y te salude, no debes contestarle. Recién la cuarta vez puedes hacerlo. O sino, allí mismo te mata. No le contestes enseguida. Ten mucho cuidado con él.

Al llegar, las hermanas metieron al joven en la choza y, al momento nomás, vino llegando el cacique.

—Allí viene. No le contestes, —le recomendaban—,

—Ya llegaste, —saludó cordial el cacique.

Nada, él ni abrió la boca. El visitante, ahí mismo, se dio media vuelta y se retiró. Al poco rato, volvió:

—Ya llegaste, —dijo sonriendo—.

Nada, no le contestó el joven. Se retiró el cacique mascullando:

— ¿Cómo tendré que hacer con este joven? Parece que se dio cuenta de mis mañas demasiado pronto.

Tardó un poco más que las veces anteriores y, nuevamente, saludó muy gentilmente:

—Ya llegaste.

El joven no contestó. Miraba hacia adelante como si no lo viera. Se fue rabiando el cacique. Pero en el acto regresó.

—Ya llegaste.

—Sí. Ya llegué.

No había caso de hacerle nada. El cumplió fielmente lo que le aconsejaron sus flamantes esposas. El cacique sacó de su bolso algunos obsequios y se los dio, diciéndole:

—Supongo que alguna cosa te darán tus nuevos parientes.

Y así como él supuso, fueron llegando muchas personas, cada uno con un regalo a cuál más lindo y valioso. Diademas y ajorcas de plumas, collares y pulseras de conchas y mostacillas, frutas, batatas, porotos, mazorcas de maíz, zapallitos y ancos, en fin, de todo. Muchos presentes recibió. Cuando se hizo noche y todos se hubieron retirado una de las Misch’acchéi, le recomendó:

—Tienes que tener mucho cuidado, pues acá hay un tigre que ya ha terminado con casi todas las mujeres y también parece que terminará con los hombres.

Entonces, el joven al día siguiente, con la esperanza de cazar al tigre y librar a esa gente del peligro de ser exterminada, salió armado de arco y flechas. Vio a unos patos, ¡cuac... cuac... cuac! nadando en una laguna. Y, allí nomás, no pudo contener el deseo de cazarlos. Puso una Hecha en la cuerda y tensó el arco. Pero al verlo, los patos se asustaron y todos gritando ¡cuac... cuac... cuac...! se dispersaron, yendo a contar a lodos:

— ¡El marido de las Misch’acchéi, nos quiso flechar!

Esto le causó al joven mucha vergüenza, y no dejaba de decirse:

— ¡Qué barbaridad! ¡Qué vergüenza tengo! Pero ¡también! estos hombres—pájaros son tan diferentes a nosotros.

Los hombres—patos no se cansaron de comentar y contar lo que les pasó.

Dicen que ellos decían:

—Hoy él quiso flecharnos.

—Si, el marido de las Misch’acchéi, intentó matarnos.

—Pero ¡qué cosa! —contestaban los demás— ¿Así que él quería flecharlos?

—Parece que sus mujeres no le han enseñado cómo debe conducirse aquí.

Algunos fueron en protesta a las Misch’acchéi.

—Sí, —contestaban ambas— nosotras le hemos enseñado, muy bien cuál debe ser su conducta aquí.

A pesar del regaño de sus esposas, al día siguiente, nomás, salió otra vez a cazar. Fue cuando flechó a una cigüeña. Sin pensar en nada malo que pudiera ocurrirle, Cigüeña estaba pescando a orillas del lago. Buscando pescaditos chicos, inocentemente, el pobre recibió un flechazo en medio del pecho. Lanzó un grito de ¡socorro! El joven se asustó.

—Estoy desamparado, —decía Cigüeña— Mi propio pariente me hirió. Y allí murió. Al joven, esto le causó más vergüenza aún.

—Yo sabía esto, —pensaba el joven— y sin embargo, maté a esta cigüeña.

No había caso con este joven. Era un loco. Después de cierto tiempo de estar observando el cuerpo del muerto, lo sacó arrastrando hacia la orilla, lo cortó en pequeños pedazos, enterró estos en un pantano y los tapó, con barro.

-Está faltando un hombre —decían algunos.

Seguramente debe ser el tigre que se lo comió, —pensaban otros— porque él se fue solo a pescar.

-¡Qué barbaridad! ¿Por qué se habrá ido sólo?

—Hubieran ido, por lo menos, tres personas, para defenderse mejor.

Mientras tanto, el joven volvió a su casa, sus mujeres le dieron de comer. Mientras comía seguía pensando por qué hizo lo que hizo. Pero él no se animó a contar nada. Bien que ocultó a sus mujeres lo ocurrido. Ellas ya estaban embarazadas. Las dos mujeres habían quedado embarazadas casi por el mismo tiempo. Después de comer, salió a pasear. Y así como suele ser con aquellos que tienen sus mujeres embarazadas, el hombre no se podía quedar en la choza.

—Voy a pasear, un poco. Estoy muy aburrido acá. Tal vez me divierta visitar a los hombres- palomas.

— ¿Te gustaría, pariente, este zapallo asado? —le invitaron las palomas al llegar.

Aceptó la invitación, pero apenas terminó de comer, siguió su caminata hacia las casas de los hombres yryvú akapirai, los cuales estaban, muy atareados, preparando una comida de zapallos.

—Mi querido amigo, —dice que decía uno de los yryvú— ¿Te gustaría comer un poco de nuestra comida?

—Sí, realmente quiero; muy poquitito, porque tengo también muy poco apetito.

Allí fue cuando apareció el hombre—garza blanca y, acercándose, le dijo, muy despacito, al oído:

—Amigo, no comas eso. Seguro que le echaron encima pus de caballo. Ellos lo utilizan como aceite. Esta gente come muy mal.

Estaba dudando si comer o no, cuando bajó de un árbol el hombre—pájaro hokó hovy al verlo, no se pudo aguantar, y, al vuelo, le disparó una flecha. Gritó el pájaro—hombre y cayó muerto al suelo.

— ¡Pero, qué barbaridad! —protestaron todos— El marido de las Misch’acchéi, cometió un asesinato.

— ¡Matémoslo! ¡Matémoslo! No podemos perdonarlo. Es posible que él sea el que, la vez pasada, mató a la cigüeña.

Los yryvú se tiraron todos, en picada, sobre él y lo mataron. Los hombres—caranchos lo remataron.

—Hay que matarlo bien, —decían— porque de lo contrario puede terminar con todos nosotros.

No faltó uno que fue corriendo a casa de las Misch'acchéi, a decirles:

—A vuestro marido acaban de matarlo. Está allá. Se fueron corriendo y al verlo llorando decían:

— ¡Pobrecito mi marido! ¡Lo han matado!

Tomaron el cuerpo inerte del joven y lo llevaron a su casa, lo pusieron en mitad de la choza y, luego de mirarlo un rato y pronunciar sus conjuros, ¡ju’vó! saltaron entrecruzadamente por encima de él tres veces. De repente, se levantó de un salto gritando:

— ¡Ay... ay... ay...! ¿Por qué me duele todo el cuerpo?

—Y te duele tu cuerpo, porque estabas ya muerto —le contestaron sus esposas.

Y, otra vez, nuevamente y con mucha paciencia, le volvieron a aconsejar detalladamente cómo debía ser su conducta en ese mundo.

No debes ir más a ningún lado. Quédate en tu choza. Aquí no te falta nada. Además, debes tener mucho cuidado con el tigre, incluso cuando sales para ir de cuerpo en los alrededores.

Como les conté antes, estas dos mujeres ya estaban embarazadas. Sus vientres habían crecido mucho. Estaban muy grandes. El joven las había embarazado a ambas, casi por el mismo tiempo, y como no podía hacer el amor con ellas, se aburría mucho.

Cierta noche, no se podía aguantar más las ganas el joven y tuvo que salir a cagar. Justamente en el momento en el cual estaba aliviándose, sintió un psss... psss-. psss... Primero le pareció que era su propio vientre. Pero después volvió a sentir psss... psss... psss... en el yuyal.

-¿Qué será esto?

Miró hacia atrás y no vio nada. Todo estaba oscuro.

— ¿No será el tigre?

Volvió a sentir atrás el mismo ruido psss... psss... Se puso en guardia olvidándose, incluso, de arrastrar el trasero en el suelo para limpiarse el ano. Estaba ya preparado para matar a cualquier bicho que apareciera en sus alrededores y, allí nomás, de repente, sintió un fuerte mordisco en la garganta. Era la rata que se hacía pasar por tigre. Siempre había tenido buen éxito, porque el cuello de los pájaros es delgado y él de un solo mordisco los degollaba. Esta vez se equivocó. Creyó que el joven también tenía el cuello finito. Pero lo tenía bien grueso. Por lo menos mucho más grueso que los pájaros. Rápidamente, el joven, lo tomó por la cola y lo golpeó varias veces contra el suelo. Murió, al final, Rata, la rata a la cual llamaban tigre. Lo llevó a su casa y mostrándola a sus esposas les dijo:

—Este debe ser aquel al cual tanto se lo temía El que vosotras llamabais tigre.

Mucha gente se juntó en casa de las Misch’acchéi. Todos comentaban a la vez.

— ¡Sí este es el tigre!

— ¡Se lo mató al tigre!

—Dice que lo mató el marido de las Misch’ acchéi.

Y siguieron los comentarios toda la noche y el día siguiente. Las mujeres que enviudaron por las malas mañas del tigre, fueron a ver el cuerpo muerto de Rata. Cada una, al llegar, le daba un garrotazo. Recién dejaron de golpearlo, cuando se hizo harina.

—Por lo menos este joven nos ha salvado de este peligroso tigre que ya estaba por exterminarnos.

Pero, a pesar de todos estos honores, el joven se aburría cada día más de ese extraño mundo.

— ¡Cómo querría ir ahora a mi valle!

Y al primero en encontrar, que fue el carancho le pidió que lo retomara a la tierra.

— ¡Cómo no! Yo, mi amigo, quiero llevarte a tu pago. Te comprendo, porque yo también soy de los que no suelen alejarse de la propia aldea. No me agrada.

—No te vayas con este tipo. No le hagas caso, —intervino Yryvú Akapirai— Es un inútil, te puede echar en cualquier lugar. Yo te llevaré a tu pago. Irás cómodamente sentado sobre mi lomo y llegarás mucho más rápido.

Apenas aceptó el joven, su ofrecimiento, se dispuso el yryvú a traerlo. Al llegar a la puerta del cielo, la abrió, salieron por allí y se lanzaron hacia la tierra. Volaban raudamente.

—Acomódate bien sobre mi lomo, pero no mires más hacia abajo, que puede hacerte daño.

Ya se acercaban a la aldea de joven. Pasaron muy cerca del suelo. Este joven era un zonzo. ¿Por qué no se habrá tirado en ese momento?

Volvió a bajar y pasar cerquita del suelo.

— ¡Ahora, ahora! —le animaba Yryvú Akapirai— Pega un salto al suelo. ¡Bájate!

Parece que tuvo miedo. No se animó a tirarse. Yryvú volvió a cobrar altura. Estaba ya aburriéndose del joven y se había cansado un poco.

— ¡Eh! ¡Amigo! ¿Cuándo te vas a bajar? Yo ya tengo sed y me estoy cansando.

Llegaron sobre una cañada con agua Ya se escuchaba el canto de las aves acuáticas.

— ¡Bájate ahora! —le volvió a pedir Yiyvú— al llegar cerca del agua- ¡Bájate al suelo rápido! Quiero tomar agua.

Pero este zonzo tampoco le hizo caso. Entonces Yryvú Akapirai se cansó. Se sacudió, lo tiró violentamente al agua y lo transformó en una anguila.

Y por esta razón, hoy llamamos a aquel joven, Anguila. Y ya vosotros os habréis fijado que la anguila tiene unas orejas. Se dice que estas fueron sus botoques auriculares, idénticas a las que tenía aquel joven.

Y con esto, termino.


 

 

 

 

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LOS FUEGOS DE LA NOCHE

BARBOSA RODRÍGUEZ/ BARTOLOME/ CADOGAN/

CHASE SARDI/ PANE CHELLI/ TOMASINI

Compilación: FRANCISCO PÉREZ MARICEVICH

DIAZ DE BEDOYA – GOMEZ RODAS EDITORES

© Copyright by F.P.M. y ZENDA – Selección Cultural, 1983

Diseño de tapa: Francisco Corral y Osvaldo Salerno

Logotipo Carlos César Almeida

Primera Edición Paraguaya, 1983

Asunción – Paraguay (193 páginas)

 

 

 

 

 

 

 

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