PUNTA KARAJA - CUENTOS DE FÚTBOL
Edición literaria: JAVIER VIVEROS
Edición gráfica: JUAN HEIBORN
Fotografía de tapa: ALEJANDRO VALDEZ
Impreso en AGR Servicios Gráficos
Asunción – Paraguay
Junio, 2012 (143 páginas)
EL PÁJARO CAMPANA - DAVID SÁNCHEZ
TERRENO DE JUEGO - DAMIÁN CABRERA
PUTUS VERSUS - HUMBERTO BAS
OFFSIDE - MILADY GIMÉNEZ
LA PIFIADA - NICOLÁS GRANADA
LA JUGADA DEL CRIMEN - JUAN HEILBORN
COMENTARIO - JAZMÍN RODRÍGUEZ
ÁNGULO - EVER ROMÁN
ÁREA CHICA - CRESCENCIO PUEBLO
EL CONSTRUCTOR DE SILENCIOS - ROLANDO DUARTE MUSSI
FÚTBOL S.A. - JAVIER VIVEROS
PITAZO INICIAL
Es preciso consignar primeramente que no son demasiadas las décadas que llevan ligados la literatura y el fútbol. El popular deporte ha sido muy menospreciado por los intelectuales, considerándolo casi como un opio de los pueblos. Más allá de lo parcialmente verdadero de su condición de distractor, la literatura no tuvo más remedio que abordar al fútbol como lo que es: un fenómeno profundamente humano, con sus héroes y villanos, sus gestas épicas y sus historias íntimas.
Podemos encontrar numerosas similitudes y puntos de contacto entre las letras y el fútbol. Una endiablada gambeta nos remite a un retruécano redactado por Garrincha, el analfabeto. Una reticencia es lo que hizo Maradona contra Italia en el 86: un toque sutil hacia las redes, casi sin mirar. La contundencia de un remate de punta karaja nos sugiere un altisonante apóstrofe que no permite ni el amague de una respuesta.
De los escritores que han dignificado con sus páginas la cultura futbolera son muy conocidos Juan Villoro y Eduardo Galeano. Y de los preferidos citamos al indeleble Fontanarrosa, sus compatriotas Osvaldo Soriano y Eduardo Sacheri, el inglés Hornby y el ibérico Vázquez-Montalbán. Incluso ganadores del Nobel como Camus, Grass, Cela o Asturias han dedicado páginas a este deporte. También está lo otro, futbolistas profesionales que se han pasado al equipo de los escritores de ficción; por citar algunos van tres argentinos: Sorin, Solari y Valdano.
Para esta colección de cuentos, se ha perseguido la idea de exponer en letra impresa la inquebrantable influencia del fútbol en la vida y el pensamiento de esta generación. Se ha convocado a los jugadores y jugadoras, estudiado esquemas tácticos y negociado cual dirigentes. Luego de mover los imanes sobre la pizarra y de haber arengado a los jugadores, el equipo titular salta a la cancha:
Al arco, David Sánchez, portero que hace de la delirante sencillez su virtud y apoya su saque potente en el humor popular.
En defensa: Damián Cabrera, intuitivo, sensible, recurre más a la técnica que a la potencia para anticipar y despejar injusticias; a su lado, Humberto Bas es el central fuerte, efectivo en su vivacidad, lúdico en su crítica hacia una absurda masculinidad. Milady Giménez ocupa el sector derecho con elegancia, sutileza y una muy amplia visión del juego y de las relaciones humanas. En el otro sector, Nico Granada es pura imaginación y delirio, velocidad solidaria en la economía de recursos.
Desde el centro del campo, Juan Heilborn investiga, lee el partido, hace del análisis rasposo el sello de su juego. Sobre la banda derecha Jazmín Rodríguez arremete sus obsesiones en un ida y vuelta constante, típico volante mixto, extrovertida con su interioridad. Por su parte, Ever Román da rienda suelta a la imaginación, aporta dinámica y desfachatez con un juego más poético que contenido.
El enganche Cresencio Pueblo se ayuda de poderes paranormales para jugar hacia adelante el difícil juego de la memoria. En la delantera, Rolando Duarte Mussi es quirúrgico, incisivo, calculador, lastima defensas con sensibilidad de puntero. Por último, Javier Viveros hace con variedad de recursos la gambeta indescifrable que acaba, inevitablemente, en la sonrisa.
Queda tan solo iniciar el partido y que las páginas sean los minutos que en su devenir puedan darte alguna diversión, árbitro lector.
Arsenio Ñamandú,
autor de El Punta Karaja como una de las bellas artes.
DAVID SÁNCHEZ
EL PÁJARO CAMPANA
A Papini, héroe de mil batallas.
Poco antes de abordar el avión que llevará a la selección nacional rumbo a un nuevo mundial, hablamos con uno de los protagonistas de esta nueva hazaña de la Albirroja, me refiero al conocidísimo y querido Pájaro Campana.
- Pájaro Campana, estás a minutos nada más de partir para Alemania, me imagino que contento por la clasificación y por haber sido una vez más el amuleto de la suerte que acompañó a la selección durante toda la eliminatoria... y ahora de vuelta con la esperanza puesta en llegar lo más lejos posible en este nuevo mundial... Pájaro...
- Si, si, Alberto, así es...
- Querés enviar algún saludo, supongo que a toda la teleaudiencia del país que te está viendo en vivo y en directo, también está aquí tu familia que vino a despedirte en el aeropuerto... y seguro que querés aprovechar para agradecer sobre todo a los dirigentes... eh... y a tus auspiciantes que siempre apoyaron este sueño tuyo...
- Si, así mismo es...
- Bueno Pájaro, buen viaje, buena suerte y a seguir alentando a la selección como el hincha número uno, qué digo, ¡como símbolo de la patria!... ¡Fuerza!
- ¡Gracias!, ¡gracias!, ¡viva Paraguay!
Entrevista: Alberto Mister
A sus cuarenta y cinco años, en el pico más alto de su carrera, podía sentirse satisfecho. ¡Cuántas ciudades había recorrido firmando miles de autógrafos! ... Ah... ¡y a cuántos mundiales había volado para llevar su canto de aliento! En pleno vuelo, con una media sonrisa apenas esbozada en su rostro, reflexionaba sobre sus inicios. Quién hubiera pensado que él llegaría a ser con el tiempo una súper estrella del fútbol. Debido a sus escasas dotes futbolísticas, ya desde chico estuvo relegado siempre al banco de suplentes, y como su familia era humilde y nada influyente, no tuvo cabida ni en el onceno escolar, allá en su natal Carayaó.
A los diez años, gracias a un giro de la suerte, tuvo un breve paso por la titularidad. Había ganado una pelota oficial de cuero, número cinco, en la feria del pueblo y eso lo hizo inamovible en su puesto. Poco le duró la dicha, un caraguatá malvado se encargó de pinchar la burbuja de felicidad en la que había vivido por un mes. En su adolescencia, siempre embelesado por el deporte, consiguió un puesto como pasa pelotas en la liga departamental. Luego de su conscripción en la Marina, quedó por Asunción y mediante un tío masajista consiguió un puesto como camillero del club Presidente Hayes, primero, para pasar después a Cerro Porteño. Ahí empezó también a desempeñarse como parrillero auxiliar y con el tiempo logró ascender a asadero oficial. Esto le valió el aprecio de la directiva y de todo el plantel, al que empezó a acompañar inclusive en sus giras al exterior.
Pero su verdadero despegue vino años después, cuando vio un partido de eliminatoria sudamericana: Argentina vs. Colombia. ¡Qué partidazo!, ¡qué baile! Los morochos le llenaron el arco a la Albiceleste. Un detalle llamó su atención, entre los hinchas colombianos las cámaras seguían a uno en especial, un tal Colé, la mascota del equipo. Su corazón dio un vuelco. Eso fue para él como una señal del cielo, un buen augurio. Con la paciencia de nuestra raza, esperó su momento; pasó largas noches pensando en su personaje; confeccionó él mismo su colorido atuendo; y gracias a sus contactos con la dirigencia, el Pájaro Campana rompió por fin el cascarón en el partido debut de nuestra selección, en las eliminatorias para el mundial de Francia 98. Ayudado por el resultado favorable logró una pequeña mención en la prensa local. Su popularidad fue aumentando a medida que pasaban los partidos, mientras la suerte, antes esquiva, parecía sonreír ahora a nuestros once leones. La clasificación al mundial luego de más de diez años, acabó por consagrarlo como figura. En diciembre de 1997 una Mandada de cientos de niños ataviados como el Pájaro Campana peregrinó hasta Caacupé, provenientes en su mayoría de Carayaó, donde semanas atrás lo habían declarado Hijo Dilecto de la ciudad. Después vino la historia que todos conocemos, las giras, los mundiales, la fama. Terminó de pensar en esto justo cuando una bella azafata pasaba a su lado y aprovechó para pedirle, con un guiño, otro whisky. Tal vez más tarde, pensó, hasta podría animarse a robarle un piquito...
Todo cambió al llegar a Alemania. Poco antes del partido contra Inglaterra tuvo un mal presentimiento, pero no dijo nada, no quería ser pájaro de mal agüero. Lastimosamente su pálpito no falló. Por más que aleteó de aquí para allá y alentó hasta más no poder, por lo menos durante los primeros siete minutos, la selección perdió ese fatídico partido. Y no sólo eso, para mayor desgracia, la imagen de la derrota recorrió el mundo. Primer plano internacional. El Pájaro Campana, nuestro símbolo nacional, aparecía totalmente abatido. El tempranero gol en contra -¡en contra para más!- sumado a la lesión de nuestro arquero, fue demasiado. Se derrumbó ahí la mascarada de improvisado showman deportivo y emergió de sus cenizas el simple hincha, el sencillo hombre de tierra adentro, duro por fuera -como las pelotas de antes-, capaz de aguantar los peores embates o, como en este caso, de desinflarse en el momento más inoportuno.
Y eso no se lo perdonaron. La condena de la opinión pública, azuzada por la prensa, fue brutal: tye raku, yetudo. A nadie convencieron sus explicaciones ni disculpas. El hambre, el cansancio y el frío que soportó desde su arribo a suelo teutón no eran excusas. Pobre Pájaro, le cortaron las alas... ese fue su fin. Olvidado por los dirigentes, sus antiguos protectores, sus perspectivas de supervivencia eran más bien sombrías y, ante el inminente peligro de extinción, no tuvo más remedio que emigrar a otras latitudes. Pensó en un cambio de aire y se fue a Buenos Aires.
En la capital porteña lo esperaba su compadre, que varios años antes había llegado allí en busca de mejores horizontes. Amparado en el anonimato el Pájaro se integró rápidamente al trabajo de albañil. En la villa, donde los domingos compartían con otros compatriotas, se ocupó con esmero y humildad de la parrilla, además de alegrar, de vez en cuando, las improvisadas peñas con su voz un tanto aguda, pero pertinente a la hora de entonar una polca jahe'o, composición predilecta de la concurrencia.
Estas pequeñas alegrías no lograban, sin embargo, despejar las densas nubes que ensombrecían su ánimo y lo hacían parecer como ausente. Siempre evitaba hablar de fútbol y había desarrollado una especie de fobia por los estadios. Buscó alivio en otras muchedumbres, cambió El Gráfico, cuyo contenido lo mortificaba, por la Biblia y depositó su fe en otro «Salvador», más alto y delgado, que por la pinta que tenía, podría haber llegado a ser un buen media punta, según calculaba, a veces, entre rezo y rezo...
Y en esos menesteres se encontraba cuando la desgracia, lejos de perderle el rastro, lo encontró. Y lo encontró, cómo no, en una esquina, que es donde suelen pactarse los encuentros. Pero lo que él encontró, en realidad, fue un árbol, un árbol donde descansar las alas, podría pensar una dama enternecida por su drama, pero no, no, no, no... nuestro amigo no estaba cansado, bueno, tal vez un poco, pero no era esa la urgencia que lo llevó a apoyarse en el tronco del árbol y pájaro en mano desahogar el fruto de su afición al tereré, que como buen paraguayo compartía con otros compatriotas en sus esforzadas jornadas de improvisado albañil. Y quiso el destino que tan placentera como impúdica tarea fuera interrumpida, no por uno sino por tres policías que lo encañonaron como a un criminal, mientras le decían: sos campana vos, che, sos campana... ¡ahora sonaste!...
Sorprendido por la situación él no atinó sino a responder bien alto: ¡sí, yo soy, yo soy! Guyra Campana ndoje entregái, tratando de zafarse de su fuerte custodia. Un culatazo bien aplicado le surtió de suficiente calma hasta su arribo a la sede policial. En tema de documentos sos un campeón, le dijo un policía, un súper indocumentado sos y encima te me hacés el mudo: cantá campana, cantá!, le dijeron, y en eso entonó el himno nacional, luego un estribillo de la Albirroja, interrumpido por el sonido de un nuevo culatazo. No le sacaron una palabra más, no volvió a abrir el pico.
Menos mal que estaba yo. Para él digo, porque lo que era para mí, hubiera preferido estar en cualquier otro lugar, más cómodo y menos atrapante, si me entienden. El caso es que al Pájaro lo traen a la jaula. Mirá dónde vino a encontrar a un compatriota y en qué circunstancia... Hablamos en guaraní para prevenir injerencias externas y luego de contarme más o menos los pormenores de su arresto, se calló. Puede ser que tenga cara, pero boludo no soy. Ni cagando te hacen tanto alboroto por mear en la calle. Luego de repasar los hechos detenidamente y ante mi notoria desconfianza hacia su versión, suspiró y se sinceró. Yo tengo un secreto, me dijo, y estos kurepas parece que me pillaron, es la única explicación. Durante el tiempo que estuve trabajando aquí nunca me atreví a contarle a nadie, por temor a que me desprecien: yo soy el Pájaro Campana. Y ahí me contó su historia y soltó su teoría. Que estos tipos lo reconocieron a pesar de no llevar su atuendo oficial y que, según él, se tomaron revancha por aquel inolvidable empate que logramos a domicilio ante la selección de Argentina, en una ya lejana eliminatoria. Cómo olvidarlo... ¡Golazo del Chila! Se le llenaron los ojos de lágrimas por el recuerdo. Che ndanegamo'ái, che paraguayo, che Guyra Campana, dijo, e inevitablemente lloró.
Apenas salí, fui directo al consulado. Esperé muchísimo pero me quedé, no me iba a mover hasta que me atendieran. Expliqué la situación lo mejor que pude. La investigación demostró que Pájaro no tuvo nada que ver con el asalto que se registró a media cuadra de donde lo detuvieron mientras orinaba por un árbol. No fue él el «campana» que alertó a los malvivientes de la presencia policial en la zona. Este tipo de confusiones nos puede pasar hasta a los mejores, se disculpó un cana. El consulado se encargó de los trámites y él, en realidad, nunca se enteró del trasfondo de la cuestión. Lo soltaron sin más explicaciones. Afuera yo lo estaba esperando. El Pájaro Campana no solo recuperó su libertad, porque ese día, en su mirada pude reconocer cierto recuperado orgullo.
MILADY GIMÉNEZ
OFFSIDE
Le había invitado a ver sus prácticas, le dedicaba goles con esa ternura que sólo a los dieciséis años puede tener un chico. Él gustaba de ella por parecer una chica diferente. Sumado a esto que ella tocara el violín y cursara la carrera de filosofía era algo que resultaba muy interesante para él, ella no era una más del montón. Parecía distinta a las demás, algo importante para el concepto que él tenía de una mujer a quien admirar. En la tierna adolescencia donde las hormonas y la visión del mundo que se nos revela desde el ambiente que nos toca vivir forman una alquimia perfecta para que las elecciones de nuestros gustos sean lo más parecidas a nosotros mismos, porque aún no son suficientemente duros los achaques con que, factores como sociedad, familia o trabajo malean, como para que las solidifiquen hacia una sola dirección, parece ser que se goza de cierta libertad, la misma que años más tarde recordamos con nostalgia y ternura.
Marcos era un chico, lo que se llama, buen mozo. Carilindo, físico envidiable, ojos verdes, cabellos color miel y tez bronceada resultante de las prácticas que la escuela de fútbol le exigía tres tardes por semana. Con estos atributos naturales distaba de ser un galán exhibicionista debido a cierta timidez y sencillez que eran sello original de su carácter.
Se conocieron en una hamburgueseada. Ella, a sus veinte años, se sentía suficientemente inteligente para pulular por fiestas estudiantiles de esa clase ya que en su adolescencia cierta rigidez en la educación impuesta en su casa no le permitían salir a perder el tiempo de esa manera. En pocas palabras, ella estaba viviendo una especie de adolescencia retardada. Su inclinación hacia las reflexiones y una resignación cínica de aceptar las cosas como vienen la habían llevado a estudiar filosofía. En su casa corría el concepto de que cualquier cosa que tuviera que ver con libros estaba bien y era de provecho. Además, su carrera de violinista parecía estar en una etapa importante, desde pequeña estudiaba violín, formaba parte de una orquesta de cámara, había sido una buena alumna en el colegio y aún, tras cierto cinismo que la caracterizaba, creía ser divertida aunque no todos pudieran captar su sentido del humor.
Esa noche en la que se conocieron Regina y Marcos fue porque él había sacado valor de quién sabe dónde para invitarle un trago. Ella vestía de negro y exhibía la imagen de chica mala, que a pocos convencía, con un cigarrillo entre los dedos. Su deambular por este tipo de fiestas era simplemente para ser la nota diferente, reflexionar sobre la vida desde la perspectiva de seres -para ella- no pensantes. Creía que este tipo de actividades eran una estupidez, sumada a la mala música de moda, llena de púberes estándares, futuros adultos comunes, más la ridiculez de todo ese devenir hormonal que se traduce en la exhibición de atuendos acordes a la novedad del momento: período de apareamiento con rituales iníciales. Estar en onda, ¿de qué se trataba eso? es lo que le atraía a esos lugares. Tal vez quería, de cierta manera, asegurarse de que no se había perdido de nada importante en su recién acabada adolescencia. Con veinte años se suponía un tanto adulta o al menos superior a esos imberbes chicos y a rozagantes exponentes de género femenino que abandonaban su crisálida de infante al arbitrio de la testosterona y el estrógeno.
Él le ofreció una rosa roja, ella dijo que le hubiese gustado más si fuera negra como su alma. Él le dijo que fumar hace daño, ella le respondió que ser tan saludable era de maricones. Él le contó que jugaba al fútbol y ella guardó silencio, pues le pareció extraño que atrajera a un futbolista, tenía el concepto de que a esa clase de chicos le gustaban solo las carilindas de cuerpo pulposo. Él se animó a darle un beso esa misma noche y ella, que no era tonta, aprovechó. Siempre era bueno tener a un aliado de esta especie en lugares como estos, además, de esa manera, al menos no habría perdido en vano unas seis horas de su vida. Sería de tontos no percibir cuán hermoso era Marcos, tal vez tuviera algún atisbo de singularidad a pesar de jugar al fútbol, caviló Regina.
Su tarea de distraerse con el nuevo amiguito que tenía consistió específicamente en dejarlo ser a él tal como él quisiera, a ver cómo se daban las cosas.
Él la llevaba al cine, le regalaba flores, era lo que se dice, un caballero. A ella lejos de halagarle este trato la aburría, ¿tenía que ser tan amable, tan predecible, tan tonto? Ella trataba de no emitir protestas, se limitaba a aceptar este comportamiento, de a poco iría dejando al chico, para conocer en qué consistía el aburrimiento le serían más que suficiente un par de semanas, se decía a sí misma. Él quería llegar a su casa como el novio. Ella se había negado rotundamente, tampoco lo presentó a su círculo de compañeros de orquesta o de facultad.
Todo lo que él tenía que decirle resultaba para ella tan pueril, sin sentido, y él, sin embargo, disfrutaba escuchándola emitir juicios sobre cada cosa que estuviera como norma preestablecida en la sociedad. Para él, ella era una chica diferente, pensante, inteligente.
Tras mucho ruego ella aceptó ir a mirar un partido en el que el chico se lució anotando dos goles. Jugaba como delantero y pronto se iría a México, se estaba gestionando ese paso en su joven carrera. Ella casi no le daba importancia a lo que él le contaba de su carrera de futbolista, no hacía caso de sus comentarios, de los sueños, que como todo muchacho entusiasta, Marcos, tenía. Ambicionaba ser un jugador importante, al menos, poder ser profesional y alguna vez estar en primera división y cosas así que se pasaba diciendo todo el tiempo.
A ella le resultaba cómico que él creyera saber de música clásica por gustarle el vals que se baila en las fiestas de quince.
Le decía que ese mismo vals, tocado por la orquesta, bailarían en su boda. Ella siempre reía y respondía con sequedad que jamás pasó por sus pensamientos casarse, que eso no servía para nada, que ella sería siempre insubordinada, independiente. Hablaba del libre albedrío, del derecho de la mujer, de ser un ente no dependiente de los instintos y de los sentimientos y sin embargo continuaba con él. Marcos siempre escuchaba con atención y admiración cada sentencia de Regina, por más duras que a veces sonaban, parecían guardar cierta perversa coherencia. Ella decía que primero se desarrollaría como profesional, que esto del amor era una pérdida de tiempo y mucho más en la juventud, que creer en medias naranjas y almas gemelas era casi tan ingenuo e igual de ridículo que admitir la existencia de Papá Noel.
Marcos practicaba fútbol varios días a la semana, y el resto del tiempo lo repartía entre Regina, el colegio y los partidos. También era seguidor de todos los campeonatos nacionales e internacionales de copas que se disputaban, cosa que a Regina le resultaba cada vez más desesperante, aunque admitirlo le doliera, porque el tiempo que compartían, desde que empezó un campeonato europeo importante, significó salir solamente una vez a la semana. La cosa se puso peor cuando empezaron los partidos del torneo del club de Marcos, casi no se veían, la ruptura se vislumbraba pero Marcos le pedía paciencia y comprensión a Regina, quien en cada cita se deshacía en peroratas lacónicas de las razones para que dejaran de verse. Él debía concentrarse en sus partidos, en sus prácticas y dijo a Regina, ante una perpleja e incrédula mirada de ésta, que podía acompañarlo a la cancha, compartir con él esas cosas.
Marcos era, lo que se decía, un chico dedicado. Practicaba incansablemente, y estaba siendo muy reconocido. Faltaban apenas tres meses para que se fuera a México, así que la filósofa aficionada seguiría saliendo con él hasta la fecha de partida. Regina iba de mala gana a los partidos, se burlaba de la gente que iba a esos lugares, no comprendía cómo podía ser tan fanática por algo que era solo un equipo, un grupo de hombres tras una esferita de cuero, un largo y aburrido juego del cual no sacaban beneficio alguno salvo emociones tan disímiles como alegría o frustración, pero valoraba en cierta manera esa dosis de ansiedad, euforia y derrota que veía en los semblantes de los hinchas cada vez que iba a algún partido de su amigo, decía, con sarcasmo, que podría hacerse fan de ese tipo de manifestaciones tan primarias. Le extrañaba ver a hombres con ferviente pasión, saltando, gritando, descargando su ira o incluso llorando sin recelos por un mal arbitraje o dando sabios consejos a los jugadores. A ella le tenía más sentido el papel de los futbolistas, ellos estaban dentro del juego, sin embargo no conseguía entender a los hinchas que seguían a su equipo, con sus banderas, pancartas, ruidosos artefactos de murga. Lo que sí le parecía entretenido sobremanera era el uso del lenguaje verbal prosaico que se conjuraba en las turbas de gritos y en incoherentes y desafinados cantos de apoyo al club, a la famosa camiseta y cosas similares. Por lo que a ella le concernía, siempre llevaba un libro bajo el brazo, Una temporada en el infierno o La náusea, por ejemplo, no podía seguir por mucho tiempo el partido, no lograba prestarle atención, pero solo leía en los entretiempos, cuando la gente se distraía con otras cosas, era consciente de que hacerse de la intelectual en una cancha, además de no ser apreciado por nadie, solo le redituaría abucheos, ser bombardeada con objetos, incluso un ojo morado, que si bien combinaría con su look de chica dark, tal vez comprarse más delineador negro sería mejor opción que dejarse moler a golpes por alguno de esos trogloditas.
Marcos, por su parte, ya se había ganado derecho de ser invitado a un concierto de orquesta, al que fue con un traje bien elegante y un hermoso ramo de flores para su violinista filósofa. Regina, lejos de alegrarse al verlo así vestido, siendo el único perdido con semejante atuendo para un conciertito de temporada, había tratado de sacarlo del sitio, tirándole el violín entre los brazos y empujándolo para escabullirse rápidamente del lugar. Regina no se permitía aparecer frente a los demás con un novio y menos con uno tan tontuelo. Las reacciones de Regina resultaban incomprensibles para Marcos pero él confiaba en que era una peculiaridad caprichosa de la chica y no hacía drama respecto a las mismas.
Un domingo en el que Marcos tenía un partido importante, Regina, decidió ir a verlo jugar, él se lo había rogado lo suficiente durante tres días y ya que la semana pasada éste se había sacrificado asistiendo al concierto de la orquesta de cámara, a pesar del aburrimiento que habrá significado para él y del cansancio que tenía, decidió compensar la situación, más que nada, quizá, porque el orgullo no le permitía a Regina quedarse en deuda con nadie.
En ese partido, desde esas desvencijadas graderías, abrazada por el sol de diciembre vio a Marcos ser todo un héroe a quien inexplicables fuerzas superiores impedían cumplir con su cometido de embocar al arco la pelota. Los hinchas hacían comentarios crueles, despiadados y fuera de lugar; incluso para ella, que no perdía ocasión para ironizar sobre todo el show futbolístico, sonaban injustos. No acababa de comprender cómo esa misma gente que grita el nombre de su jugador favorito, lo ovaciona cuando hace un buen pase o recibe el balón y consigue hacer una provechosa jugada, podía cambiar tan radicalmente en cuestión de minutos su opinión, gritando improperios que casi siempre tenían que ver con golpear la moral del jugador en donde más le doliera. ¿Nunca comprendería acaso a los hombres, o solo a esa horda de salvajes que rodeaba a este deporte tan popular? Al acabar el partido miró a Marcos, lo vio triste, abatido, con la mirada apesadumbrada, sin decir palabra alguna, aceptó con una resignación inevitable todas las críticas y más aún, la dura reprimenda del director técnico. Ella no alcanzaba a vislumbrar por qué razón le afectaba ver así al muchachito pelotero.
Esa tarde estuvieron como dos desconocidos, ella sabía que nada podía hacer para que Marcos dejara atrás ese mal momento, solo el tiempo iría acostumbrándolo a saber soportar el amargo sabor de las frustraciones. Se preguntaba cuál sería la razón por la que él continuaba con ella, en los partidos anteriores, que significaron un triunfo para él, ella no supo compartir el júbilo que lo hacía dichoso; ahora se hallaban más distantes, se suponía que ella debería tener palabras adecuadas para esta perspectiva más lúgubre de la vida, pero no sabía qué decir. Comieron una pizza y él alegó que debía irse enseguida, que tenía cosas que hacer muy temprano en la mañana. Regina atinó a disfrazar su compasión con un ademán afirmativo y cuando Marcos le dio un beso de despedida ella alcanzó a pronunciar con sequedad la trillada frase de todo filósofo principiante: «Lo que no te mata te hace más fuerte».
Esa noche Regina dormiría confundida. Siempre había considerado al fútbol una trivialidad, a quienes lo practican, simples monigotes guiados por un instinto de competencia alimentado por variables tales como una afición absurdamente inmisericorde y mucho de infantilismo no superado por los hombres y sus especiales testosteronas y sin embargo ahora creía ver algo más allá del simple relleno de orquesta que creía adjudicarle al pendejito de los goles y a todo su entorno.
Regina llamó a Marcos esa mañana de domingo, a las siete y treinta. Él no respondió el teléfono. Ella pensó que el muchacho no tenía ganas de hablar, que estaría dormido, que tal vez había paliado sus penas jugando hasta el amanecer, PS2. Meditó y reconoció que nunca había visto así a Marcos y que tal vez el chico era más sensible de lo que parecía. Repasó el rostro de ese Marcos abatido por la derrota, aplastado por las críticas, por las miradas llenas de reproche de los aficionados, del entrenador. Creyó conocer lo suficiente al mozuelo que en su candidez le dedicaba goles, le regalaba bombones y flores, que se esmeraba en ser un gentleman y la trataba como a una delicada dama como para percibir que algo lo había hecho cambiar desde aquel juego del primer fracaso. Recordó al jovencito con el semblante de ojos brillantes como de dibujito de anime ilusionado, cuando apareció lleno de ese optimismo que tanto la enfermaba, en el concierto, con su ridículo tuxido y su ramo de flores. Se sentía mal por extrañar a ese niño tonto que podía llenarla de besos a pesar de detestar su aliento a cigarrillo. Ayer todo había cambiado, esa mirada sesgada por un matiz de duda se había instalado acaso para siempre en Marcos.
Pensó mucho, demasiado, en la cama, en el infierno que son los otros, en lo cobarde que resulta estar dando órdenes y criticando y no poder ponerse en el lugar de quien debe ejecutar las acciones. Alguien había dicho que los hombres de acciones no necesitan decir muchas palabras. Volvía a llamar a Marcos, lo había hecho a las ocho y treinta, a las nueve y treinta. Preocupada por el muchacho, surcaba ya cierta culpabilidad en su interior, no había sabido acompañarlo al menos como una amiga, escudada en esa falsa superioridad de ser pensante e insensible no se permitía compartir aparentes trivialidades con nadie. Caviló que las personas entusiastas como Marcos al recibir un golpe duro como el que ayer le tocara a él podían tal vez desvariar y hacer algo loco. Una fuerza incomprensible para ella hizo que dejara su lecho apacible de domingo, tomara una rápida ducha y fuera a ver qué había pasado con Marcos, el muchachito alegre, el ahora crecido, el que había conocido el mal sabor de la vida, del que tantas veces le había advertido ella. «Siempre se lo dije», se repetía Regina. «Le dije que todo el mundo es falso, hipócrita, más aún esos malditos e ignorantes hinchas con problemas de ego, resentidos que reflejan sus ambiciones y frustraciones en otros, salvajes, insensatos», continuaba murmullando Regina en el bus que la conducía a la casa de Marcos. Siempre había sospechado que ese exceso de optimismo tenía sus efectos colaterales, por eso ella prefería ver la vida tal como apestaba.
Al fin había llegado al lugar. Allí lo vio, a metros antes de llegar a la casa, a ese Marcos que ella creía tal vez sumido en una borrachera, angustia indescriptible e insoportable, tristeza morbosa, intento de suicidio, tal vez. Allí lo vio, en la canchita a pasos de su casa, practicando su deporte, sus jugadas, empapando en sudor ese cuerpo tonificado, tostado por el sol. Marcos saludó a Regina con una sonrisa alegre y embocó en el arco gritando GOL! Ella respondió con una risita clara que no aparecía en su rostro desde que era una niña, tal vez. Miró la faz del muchacho, creyó verlo más maduro, pero no desesperado. «Te lo dedico a vos», dijo Marcos y corrió hacia ella para entregarle un beso.
JUAN HEILBORN
LA JUGADA DEL CRIMEN
Un crimen se ha cometido. Fue a tres metros y cuarenta y seis centímetros de la línea frontal del área grande y a cinco metros y dieciséis centímetros de la línea lateral de la misma. El tobillo derecho del atacante fue impactado por la suela del botín izquierdo del defensor central que juega con la camiseta número cinco defendiendo generalmente el lado derecho del ataque. El delantero que juega por la izquierda con el número dieciséis al dorso venía corriendo a veintiséis kilómetros por hora en un ángulo de setenta y dos grados con respecto a la línea de fondo, con la evidente intención de interceptar el balón, que rodando paralelo al césped había sido impulsado por el diez de su equipo desde treinta y seis metros del arco, en la zona central del campo. La culpabilidad recayó inmediatamente en el zurdo, voluntarioso y rústico defensor central que cometió la falta. Y pagará su pena. El árbitro lo condenó a mirar desde los alambrados la ejecución de la otra parte de su condena. Ni siquiera trató de defenderse. Pero había algo en su mirada que contradecía la escena. Los comentarios de algunos espectadores («¡Qué pase metió!». «¡Qué jugada impresionante. Merecía ser gol!») no amilanaron mi duda de que la inocencia del cinco visitante iba más allá de la presunta precisión del pase final. No pude evitarlo, tuve que ir hasta el fondo, ahí donde no todos se atreven a abrir los ojos.
Las casualidades no existen. No me habían contratado para este caso, yo estaba investigando la relación de cierto líneman con un conocido heladero de la zona. Aún no había sacado nada en claro cuando sucedió el episodio del «defensor inocente». Como en el cine, cosas que uno no debería recordar se sucedieron en mi memoria. Sí, tuve que ponerme del lado del cinco, era una oportunidad de redención mía, no un acto de solidaridad.
El cinco, Díaz, víctima y victimario, se retiraba sin protestar, escupió un par de veces su rabia, pero no bajó la cabeza. Los rivales ni lo miraban, de sus compañeros solo el intrascendente Gómez se atrevió a increparlo tímidamente. Díaz lo miró con esa rabia impotente pero serena de los centrales curtidos en pagar culpas ajenas. Gómez no se atrevió a continuar, dio media vuelta y se puso a maldecir al cielo su mala fortuna, como si el destino o sus hacedores tuvieran algo que ver aquí. No creo que Gómez haya entendido mucho de lo que sucede. Ni siquiera la mirada ambarina del zurdo.
El resto del equipo se repartió las consabidas tareas de protestar al referee por el penal y rogar al línea por el offside salvador. Un par de evangélicos alentaban al arquero y un agnóstico insultaba por lo bajo a algún rival intentando en vano que reaccione.
El técnico, Eugenio Parodi -viejo baqueano de cuanta categoría de fútbol o torneo por premios se haya inventado- ni se inmutó. Me corrijo, se quedó helado. Sospecho que antes del pase de Escobar, el diez rival, ya estaba congelado. En el momento en que Díaz, rumbo al alambrado, caminaba hacia él, giró y miró fijamente su banco de suplentes. No ordenó nada. Ya había hecho los tres cambios. Otro que se apoyaba en la solitaria condena de Díaz. Esto se está llenando de cobardes.
Me dirigí lentamente hacia Díaz, que impasible ante los insultos y las burlas del público, buscaba un lugar entre los alambrados para mirar el final del partido. Le puse una mano el hombro, ni me miró. Nos ubicamos cerca de una esquina detrás del arco rival. Como eran visitantes, casi no quedaba gente de ese lado.
Las preguntas estúpidas en esos momentos son como agarrones de camiseta, indeseables para ambos pero inevitables a veces. Tuve que hacerla, no me quedaba otra manera de simular cierta indolencia sobre el hecho. Me disfracé de periodista deportivo y le espeté con mi mejor cara de idiota: -¿Fue pio penal? No vi bien la jugada.
Tardó como para un saque de arco, ganando, en acusar recibo. Volteó lentamente y me miró fijo, midiéndome. Oteó luego hacia el arco del otro lado y dijo secamente: - Claro que sí, atrosávai ningo chupe. Sus labios eran dos tiras de cuero seco, las palabras le dolían al salir.
- Sí, se escuchó. Llegaste tarde.- Tragué saliva, ahora debía medir todo si quería acertar en algún momento. - Pero tu lateral pio dónde se fue.
La estocada debió tocarle, amagó girar de golpe, pero solo llegó a salpicar pocas gotas de sudor hacia la derecha. Masticaba rabia, pero también calculaba qué debía responderme, si es que pensaba hacerlo. Lo dejé solo, con los dedos engarfiados por el alambre tejido. Ya tenía lo que necesitaba de él por el momento.
Mientras resolvía mis pasos, el penal fue pateado, convertido y el público local celebraba que el diez Escobar trotó cansinamente mirando de reojo, lo pateó cruzado, parte interna -ni fuerte ni displicente-; y que el arquero inclinado hacia el palo derecho no tuvo nada que hacer. En realidad celebraron que la red se movió, que es lo que importa en estos casos, casi en todos los casos.
Al partido le quedaban pocos minutos, debía acelerar mis pasos si quería sacar algo en claro. Ya el caso del heladero me tenía sin cuidado, la paga no consentía tanto esmero, menos ante este flagrante caso de injusticia hecha camiseta. Me alejé de los locales que entre gruñidos y euforia se sentían ganadores.
Fui hacia los escasos hinchas visitantes, como treinta personas dispersas del lado opuesto de la cancha. El silencio solo se quebraba con alguna maldición. No había tanto viento a nuestras espaldas, pero parecía que los sonidos del partido no llegaban de este lado. Un par se fijó de paso en mí, en el giro de las cabezas al escupir. Solo un niño de unos ocho años me miró con reserva. Precoz animal de cancha, sabe intuitivamente de quien no fiarse.
Me paré mirando el partido al lado de un hombre de unos sesenta años, visiblemente padre del algún jugador. Las yemas blancas sobre el alambrado, la sequedad de la boca y el silencio impoluto de su respiración me arriesgaron. - Tu hijo juega de dos, verdad?
En ese momento no estaba seguro de haber jugado bien mis cartas, pero ya no me quedaban muchas opciones. El hombre me miró con dos balitas de vidrio. - Sí, y? Volteó bruscamente ante una pelota dividida que prometía, pero la superioridad rival en el medio era tan ostensiblemente desalentadora como para durar un par de segundos. Aproveché el desaliento y susurré pensando lejos. - Si su siete no era tan akáné no quedaba pagando en la jugada del penal.
Adiviné un relámpago de lucidez en la soledad del viejo, pero tenía pocas flaquezas que mostrar. - Péicha voi ningo péa. No va aprender más.- Siguió con resignación el desorden de su equipo ante la aplomada tensión del local. Mientras me decía que del viejo no iba a sacar nada útil, empezó a maldecir en voz baja. No lo hizo en contra del referee como pensé en un principio, lo hacía en contra de la maldita costumbre de Sánchez y Duarte, los dos mediocampistas defensivos de su equipo, de querer atacar cuando el empate alcanza. No se daba cuenta de que su propio lateral derecho -su primogénito- también había sucumbido al afán ofensivo en la fatídica jugada. En el tercer lateral que regalaba el equipo local para enfriar el partido y no pasar el mediocampo, subió de tono bruscamente. - ¡Así como marcan ellos nomás era, carajo!
Desde atrás se escuchó a un compueblano quien, con toda la sorna posible, mencionó la ausencia del lateral derecho cuando más se le necesitaba, «sobre todo cuando el central es un tronco». Al terminar la frase hasta el partido pareció parar, los hinchas visitantes automáticamente tomaron posiciones. Los parientes y cercanos marcadores tensaron hombros y puños, mientras los de los responsables de atacar se miraron con socarrona complicidad. Este equipo carecía de volantes mixtos, no había neutrales.
Una señora del grupo de mujeres que coloridamente vestidas eran las únicas que lanzaban -con el mismo tono de voz- improperios al referee y arengas a sus jugadores, tuvo la clarividencia de insultar a todos sus compueblanos por igual antes de que las tensiones exploten sin sentido. Y les recordó que si sus jugadores fuesen tan inútiles como sus padres, ni equipo de vóllibol tendrían.
O bajaron las tensiones o se reencauzaron a donde debían. Yo estaba ya sin tiempo y fuera de lugar, no podría sacar nada más de allí y, por si fuera poco, era un extraño, fácil blanco de descargas. Con lentitud fui rodeando el campo de juego, mi cabeza trabajaba a toda tripa. Tenía la jugada grabada en la mente, pero no encontraba la manera de que el caso se resuelva como debía. Díaz era inocente y él lo sabía. Al lateral derecho Mercado tampoco se le podía endilgar más culpa que la velocidad del puntero -que si bien ya es bastante no es suficiente en esta situación-. Su padre lo sabía mejor que nadie, pero estaba resignado.
El resto del equipo era inepto o lo suficientemente cobarde como para abandonar a Díaz. Lo sabían más fuerte que ellos, con la madera más dura para que hagan leña de él. Para algo estaba yo ahí, o para arder de nuevo en la ignominia, o para acercarme a la respuesta de si la pelota tiene justicia o no.
Los locales se encerraban en menos metros cuanto menos faltaba. Acortaban espacios, dejando que algunos pelotazos lleguen a su área para despejarlos con secos y convencidos golpes. Con todo, la esperanza era casi una obligación para los visitantes, pero su convicción de algodón no contagiaba a su público, menos intranquilizaba a los rivales. Era ya inevitable. La condena de Díaz será un eco interminable en el tiempo.
Yo miraba desde una esquina casi despoblada -cerca de donde se cobró el penal- y trataba de pensar con claridad. Prendí otro cigarrillo y escupí un poco de tristeza al costado. Necesitaba algo fuerte de tomar, sin duda; estaba recordando con demasiada nitidez. Mirando ya cualquier cosa menos el partido vi una pareja cerca. No estaba seguro, pero sospechaba que no estaban ahí cuando giré la esquina. Sentados en la raíz de un enorme chivato, dos jovencitos casi andróginos, hablaban animadamente en voz baja. Sonreían, sus cuerpos estaban muy juntos, las piernas se rozaban; su ropa era un tanto extraña -estaban abrigados cuando hacía bastante calor- y portaban bolsos grandes y llamativos. Sus peinados, desaliñados pero ostentosos, desconcertaban sobre la función del pelo.
Los observé con curiosidad, de espaldas a un partido que a esa altura, por los puros sonidos se transmitía solo. No se inmutaban. Me tenían de frente mirándolos con fijeza pero seguían con su animada conversación sin percatarse de mi extrañeza, casi como acostumbrados a ella. Me acerqué resuelto. Eran una muchachita menuda, hermosa, de maquillados ojos negros, con un adolescente sin barba y rasgos femeninos, también bello.
Mientras tiraba la colilla me senté a mirar la agonía del fútbol a un metro de ellos. Se callaron un instante, pero al momento volvieron los susurros cómplices, con algo de seriedad. No había preocupación ni tensión en ellos. Los miraba con el rabillo del ojo mientras los locales cedían un estúpido último córner, en el arco más lejano.
- No parecen ansiosos de que termine- dije como se dice una estupidez, como se despeja al lateral de pura soledad.
- Para nada, ¿por qué? Da gusto mirar estos partidos. Pegaría que no se acaben tan pronto si que-. La chica tenía una voz susurrante, algo ronca pero muy segura.
- Nada, pensé que eran de por acá, eso nomás.
- No, no somos de ningún equipo, nos gusta mirar... y divagarnos- El muchacho era más tímido, hablaba muy suave, pero rápido, con algo de nervio.
Luego de sacar trabajosamente un pucho de mi paquete arrugado, solté casi de sorpresa: - ¿Y les molesta contarme qué se divagaron hoy?
Se miraron tranquilamente, consintiendo tácitamente con medias sonrisas mutuas. Se adelantó él: -No mucho, o sea, solo un momento trascendente vimos, pero fue interesante todo lo que lo rodeó, verdad?
- En realidad, corno te decía, o sea le decía a él, para mí que todo lo que pasó antes y después fue para rodear ese instante.
No oculté mi sorpresa ni mi agrado. Supongo que sonreí algo paternalmente, ya que no me miraron con simpatía antes de volver a mirar la cancha. El partido terminaba con pelotazos que rebotaban más de dos veces en el campo visitante, los alambrados ardían de rabia y ansiedad, pero se me hacía todo lejano en ese instante.
- Me gustaría saber de qué momento hablan, sospecho que coincide con lo que yo vi.- Hacía mucho tiempo que no procuraba eso que le llaman «empatía» en el fútbol, toda la situación me había debilitado.
Siguieron con fingida atención, agarrados de ambas manos, los últimos movimientos del partido en silencio. Cuando sonó el pitazo se pararon en puntas de pie, buscando algo detrás de los abrazos de hinchas con jugadores locales, algo detrás de las camisetas visitantes que cubrían rostros.
Antes de pararme con ellos, reviví la jugada, la maldita jugada en la que un alfil traidor pone el tablero en contra y sale impune. El diez, que se encierra a la izquierda cuando puede, y debe, salir hacia el medio; el siete, obtuso, que no lee lo que pasa y se adelanta en un pique inútil; el nueve voluntarioso que se abre del lado equivocado; el once que trata de ofrecerse sobre la línea aún en la imposibilidad del encierro; el seis abnegado que sale de apoyo a un jugador que no lo mira nunca; el otro medio que sale a tientas, ni abre espacio ni se muestra. Cuando se pierde la pelota, solo la impericia rival puede evitar la tragedia. Los centrales, con música de sacrificio, salen a cortar lo que se pueda, el lateral del lado opuesto es una figurita que solo se ve cuando está mal parado, tan mal parado como hoy. Cuando todas las responsabilidades cayeron sobre él y el segundo central que corrió cuarenta metros para cortar un pique con pierna opuesta. Cuando un jugador, Díaz, se encontró con un maldito destino construido con innumerables ladrillos de casi invisible impericia ajena.
El sol jugaba con las sombras tenues del lapacho y despegaba brillos de los pelos jóvenes. Miraban, callados y de la mano, hacia el otro lado de la cancha, ya casi vacía. Saludaron agitando la mano durante un rato, antes de girar con tranquilidad y caminar hacia el otro lado. Me dijeron «Chau, nos vemos» al unísono, y respondí con una sonrisa que no vieron. Solo me percaté luego de un par de minutos, había un jugador todavía equipado del lado de afuera del arco contrario. Tenía la mano izquierda levantada en un saludo perplejo.
CRESCENCIO PUEBLO
ÁREA CHICA
(O MALDONADO GANA EL TÍTULO)
Llegamos tarde y tuvimos que ingresar a la Preferencia denominada «Campeones de Lima», o Preferencia «E», o Preferencia Norte. Vimos el partido desde la boca de entrada de las Preferencias. El Defensores estaba lleno, llenito. De hecho, Cerro Porteño había casi llenado todos los partidos de las tres ruedas del campeonato de la Liga Paraguaya de Fútbol (LPF o Liga) del año 1987. Recordemos que Cerro no había logrado el cetro desde 1977 y que la albirroja se acababa de presentar en el mundial de México 86 luego de 28 años de ausencia en la magna cita del fútbol. La participación en México 86 caló tan hondo en el sentimiento nacional que los jugadores cantaron una canción, difundida por la tele en todos los hogares del país, en la que empezaban diciendo, en ritmo de marcha, «llegamos al mundial/después de tantos años/ llevando nuestro fútbol/ de toque y emoción»1, en donde la última definición hablaba a las claras de los niveles de desborde emocional que invadieron las mentes y los corazones albirrojos por ese entonces.
Con una mezcla de euforia y muchas dudas sobre la honorabilidad de varios jugadores -teniendo en cuenta que nos eliminamos contra Inglaterra perdiendo 3 a o y mucho se habló de que hubo sobornos y que varios jugadores se vinieron a menos, entre ellos, el Gato Fernández- empezó el Torneo de la Primera División de Honor, como se llamaba entonces, con un Cerro Porteño ávido de triunfos y en consecuencia contratando a varios jugadores brasileños y un DT del mismo origen: Valdir Espinosa, quien sería reconocido rápidamente por la prensa local como el exportador del «jogo bonito» al Paraguay. El jugador que comandaba el «jogo bonito» en la cancha era el 10 de Cerro, Robson Retamozo.
El glorioso club Libertad, conocido también como «el Repollero», atendiendo a que -en décadas anteriores- se afirma que el predio en el que se encuentra era utilizado para una huerta donde abundaba la mencionada hortaliza; también conocido como «el Gumarelo» por motivos nunca dilucidados aunque si explicados en por lo menos dos versiones: una que habla de un periodista deportivo italiano de nombre Pascuale Gummarello que hacía frecuente referencia al club Libertad y se declaraba hincha del mismo, y otra versión que indica una fusión de apellidos de dos hinchas muy fanáticos del club, uno de apellido Giummaresi y el otro Nuzzarello, tenía jugadores de renombre como Juan Bautista «Teju» Torales, Eumelio Ramón «Patoruzú» Palacios, Osmar Cabrera, Valerio (el hermano de Roberto) Cabañas, Paulino Rivas Chena y el mismísimo Roberto «Gato» Fernández, este último valorado por su gran talento y capacidad al cuidado de los tres palos, aunque también vilipendiado en varios terere jere y conversas entre lo perro por su dudosa actuación contra Inglaterra, principalmente en los dos goles de Lineker.
Difícil explicar, en el marco de la razón, por qué un dirigente de uno de los clubes que jugaría ese domingo llegaba tarde como para ver todo el partido desde la boca de entrada de las gradas. Sí vale la pena colocar que meses antes, al finalizar la primera rueda, nuestro club Libertad estaba desempeñando un pobre papel en el denominado Campeonato de la Liga, tanto que el Diario Noticias le dedicó un titular en las páginas deportivas, que rezaba: «La sombra del descenso acecha Tuyucuá», atendiendo a la denominación que se le da a la cancha liberteña. Claro, un hincha nunca quiere que su club descienda, y menos todavía cuando es miembro de la comisión directiva en el momento de riesgo.
Lo cierto es que luego de la finalización de la primera rueda (y ante la manija de los medios sobre esa «sombra del descenso»), el Presidente del club llama a mi viejo (Tesorero del club) para plantearle que la cosa estaba complicada y comentarle que recibió el llamado de una persona que dijo poder ayudar para que Libertad recupere posiciones y se aleje de la sombra del descenso.
Fueron rumbo a Cuatro Mojones a la casa del colaborador en potencia. Maldonado el apellido, brujo de profesión, invitó a ambos dirigentes a una cena en su humilde hogar. El hechicero se sentó en la cabecera de la mesa, como anfitrión. Presidente y Tesorero gumarelos a los costados de la mesa. El hogar rodeado de objetos místicos y un cuadro de la cantante Yuri.
Maldonado, de mirada roja y efervescente, con mucha convicción en su labor comenzó diciendo sin titubeos «yo puedo hacer que Libertad mejore sus posiciones y no descienda». Los dirigentes se miraron y respondieron «eso es lo que nos interesa, Maldonado, pero queremos saber cómo y por cuánto». Cuánto cobran los jugadores, preguntó el brujo. Y ochenta mil guaraníes por punto, respondieron los repolleros. Valga la aclaración: en esa época el triunfo valía dos puntos, el empate uno y la derrota cero. Yo quiero cobrar como un jugador más nomás, dijo Maldonado.
Mi viejo miró al Presidente y el Presidente miró a mi viejo en un intercambio óptico-gestual que facilitó la respuesta: estamos de acuerdo, nos parece razonable la oferta, pero queremos saber qué tenemos que hacer. Bueno, esa es otra historia, espetó el hechicero. Los sábados a la noche, tipo 23:30 hs., o sea, la noche anterior a cada partido, continuó diciendo, ustedes deben colocar toda la indumentaria que utilizará el equipo, dentro del arco de la cancha. Yo estaré ahí para salpicar algunas pócimas. A la mañanita deben retirar todo con mucho sigilo. Luego, antes de que el equipo ingrese al campo de juego, tengo que saludarle al capitán del equipo para tocar su mano. Eso es todo. De vuelta el cruce de miradas entre los dirigentes para posteriormente derramar un «Oíma entonces, te avisamos en la semana para organizar lo de la noche del sábado y antes del partido del domingo».
Mi viejo nunca comentó todo esto, teniendo en cuenta que venimos de familia atea y que jamás nos creímos las historias de brujos y milagros. Solo que el fanatismo, la desesperación y la módica y justa suma planteada por Maldonado pudieron más que la Filosofía materialista. Obviamente, el grupo que manejaría este pacto se tuvo que agrandar a cinco: Presidente, Tesorero, Brujo, Utilero (quien se encargaría de las indumentarias todas las noches y las mañanitas) y Capitán de cuadro. Se descuenta que jamás se consultó con la directiva porque la situación era complicada y la decisión urgente. Empezó el laburo. Las camisetas, los shortcitos y botines, todo dentro de uno de los arcos de Tuyucuá, todas las noches. La mano de Maldonado friccionando la del insigne y laureado back derecho, Juan Bautista Torales, capitán del Gumarelo.
Libertad empezó a ganar. Ganó y ganó, algunas empató. Pronto no solo se alejó del descenso sino empezó a pelear la punta del campeonato, pelea difícil por cierto, teniendo en cuenta que Cerro Porteño tenía un muy buen equipo y estaba comandado por Valdir Espinosa, una suerte de gurú espiritual devenido en DT. Los cerristas comentan que al llegar al club, Valdir hizo enterrar cuatro botellas de sidra en cada córner de la olla azulgrana, cancha de Cerro. En medio de los triunfos había que justificar contablemente los egresos. El dinero que le permitió a Libertad contratar buenos jugadores y a la vez los servicios de Maldonado provenía de los bosillos «del bueno» de Don Jesús Manuel Pallarés. El tesorero debía rendir cuentas semanalmente a Vicentito, el hijo de don Jesús, sobre los gastos del club. Cómo registrar los Gs 160.000 que egresaban ante cada triunfo repollero. Surgió entonces la idea de hacer un recibo por «Trabajos de fisioterapia» y hacerle firmar al brujo Maldonado.
Pasaron los partidos. Cerro ganó las dos ruedas y estaba a punto de ganar la tercera y última. En aquella época la Liga de Honor se jugaba a tres ruedas más una liguilla final a la que accedían seis equipos, pero si un equipo ganaba las tres ruedas salía campeón sin necesidad de jugar la liguilla. Y la situación de Cerro era esa, a una victoria de lograr el título luego de una década sin salir campeón. El último partido de la tercera rueda era Cerro vs. Libertad.
Llegó el momento de jugar contra el Ciclón y los liberteños estábamos como para ganarle a Cerro, forzar la liguilla y disputar el campeonato. Atrás quedó «la sombra del descenso» que nos había acechado al finalizar la primera rueda del campeonato. El jueves, a tres días del partido definitorio, surge una llamada de Maldonado pidiendo una urgente conversación con el Presidente y el Tesorero del club. Ambos se dijeron que seguramente quería más plata y que se lo tenía bien merecido, dado el enorme cambio que se produjo en el rendimiento del equipo luego de contar con su concurso.
- Bueno, amigos, ustedes estarán contentos. Creo que yo cumplí y ustedes también cumplieron conmigo, empezó diciendo Maldonado.
- Eso es cierto, respondieron los dirigentes repolleros. Estamos muy contentos y confiados para el partido del domingo.
- Entiendo, respondió el brujo, derramando tranquilidad en los corazones albinegros. Solo que ustedes recordarán que el trato era alejarle al club de la posibilidad del descenso. Y ese trato se cumplió a cabalidad. Quiero que me comprendan, para este partido yo no les podré ayudar. La impotencia y el dolor invadió la humanidad de los dos dirigentes. Lo que menos se esperaban a estas instancias era el abandono de Maldonado.
- Pasa que Cerro, desde hace mucho cuenta con mi ayuda, y el trato con ellos es que el Ciclón salga campeón. Para ello, Cerro me paga más del triple de lo que ustedes me han venido pagando, por supuesto, contratando mis servicios que los desarrollo con otras técnicas. Categórico y contundente. En la última fecha de la tercera rueda, justo a punto de definir la disputa del campeonato en liguilla, las circunstancias te obligan a reducir tus créditos en la dura y material realidad. Así lo sintieron presidente y tesorero gumarelo al abandonar Cuatro Mojones desprovistos de suerte y moral.
Toda esta situación yo la supe años después, ya entrado el siglo XXI. Recién ahora pude comprender la desazón que se apoderó del viejo en los dos últimos días antes del partido con Cerro, y también puedo explicarme cómo terminamos en Preferencia «Campeones del Lima». El recibimiento de Cerro fue impresionante. Nosotros estábamos al lado de Norte rodeados de cerristas, en la boca de ingreso a las preferencias. Empezó el partido y a los pocos minutos se da un lateral a favor de Cerro. Justo Jaquet, histórico back izquierdo paraguayo cuyo principal mérito era tirar los laterales como córner, lanzó la pelota al área chica y un jugador liberteño peinó el balón. En medio de la defensa ingresó el wing derecho cerrista Tarciso (no podemos dejar de mencionar que el Gato fue histórico arquero de Cerro antes) y en plena área chica asesta el testazo -a los dos minutos con veintidós segundos y dieciséis centésimas, al decir de Gustavo Kohn2- que empieza a ingresar al pórtico mientras el Gato Fernández se tira en cámara lenta como para no alcanzar el balón.
Cerro salió campeón sin jugar la liguilla. Kore, Gato! Qué tembo, Maldonado!
EL EQUIPO
DAVID SÁNCHEZ
Luque, 1980. Estudió Letras en la UNA pero en su vida laboral está más orientado al Trabajo Social. Este volante de contención lleva el fútbol en los genes, pues es nieto de Félix Nardelli, back central del Sportivo Luqueño campeón de 1953. Ha salido indemne de mil batallas en el terreno de juego, donde se caracteriza por la garra -que no hay razón para llamar espartana- y sus no siempre necesarias barridas.
DAMIÁN CABRERA
Barrio Obrero, 1984. Publicó la colección de cuentos Sh... horas de contar..., y las novelas Xiru y Wanderlust. En la primaria le declararon inepto para el fútbol; entonces no le quedó otra que sentarse a mirar, y de ahí no se ha movido. Su nacimiento en el Barrio Obrero fue accidental, pero cuando su papá le dijo que era de Olimpia, él decidió ser de Cerro Porteño y matar al padre. No juega para nada, pero los perros juegan futsal en su casa, donde él puede sentarse a hacer lo que más le gusta: mirar. En el Alto Paraná ha colaborado con el club María Auxiliadora, aunque él siempre ha preferido el Palo Cruzado, ese deporte subalterno. Su posición preferida es en el arco, donde siempre deja que le hagan goles; beneficiando de esta manera al equipo contrario, tan solidario que es.
HUMBERTO BAS
San Ignacio, 1965. Nació en Yaguaracamecgua, territorio guaraní al sur del río Tebicuary anexado por el Paraguay en 1609. Capitán del equipo de monaguillos (Cat. 9 años) que en 1974 obtuvo el subcampeonato interparroquial. El fracaso de la final lo llevó a dedicarse a la literatura y a la búsqueda de la santidad. Publicó: La Culeada y otros Cruentos, Barcoborracho ediciones, Bs As, 2007; Palí, o el Extravío del Instinto Maternal, Barcoborracho, Bs As, 2007; El Superpalo, Edit. El Fracaso, Neuquén, 2010. En preparación como ghost wríter, Todo lo que Sabemos Sobre fútbol lo Aprendimos de Wikípedía, autobiografía casi autorizada de Marcelo El Loco Bielsa y Gerardo Tata Martino; y Nada Hará Cambiar Mi Amor Por Ti, tributo lírico pre morten a Sergio Denís. Actualmente preside la Fundación que postula su canonización como Primer Beato Homo Paraguayo.
MILADY GIMÉNEZ
Asunción, 1979. Licenciada en Letras y profesora de piano. Finalizó la Maestría en Lengua y Literatura por la UNA. En 2010, el sello discográfico Blue Caps dio a conocer el disco Mborayhu Ñandutimíme que contiene polcas y guaranias de su autoría. En 2011, publicó Rasgando quimeras a través de Editorial Arandurá. Sus conexiones con el mundo del fútbol surgen desde el sitio que ocuparía cualquier escéptico de los deportes: una incierta extrañeza por el fenómeno que representa a nivel mundial; aunque últimamente ha podido mirar por Tv, con cierto entusiasmo, algunos partidos.
NICOLÁS GRANADA
Asunción, 1979. En sus primeros años, pateando esféricos y envases vacíos de juguito, fue olimpista: su tío le compraba chipas con butifarra cada vez que le llevaba a la cancha. Poco después sus primos cerristas no querían jugar con él, de modo que se cambió de club. Al final, en los recreos jugaba con el bando al que le faltasen jugadores. Era el clásico vendido. Sigue siendo. Juega de portero porque frustrar la satisfacción del deseo de gritar un gol y fotografiar mentalmente la cara tiesa de pelotudo que pone el delantero cuando lo falla no tiene precio. Si lo mete le da igual, porque como ya se dijo es vendido. En ese sentido, pidió que De mi piel un robot haga origami, en el título de un libro con cuentos que dice haber escrito y afirmó que el partido perfecto es aquél en el que ambos equipos tienen dieciocho ocasiones clarísimas de gol y termina cero a cero, porque así el momento Kodak es unánime.
JUAN HEILBORN
Asunción, 1977. Diseñador gráfico y lateral izquierdo, ocasional tipógrafo y volante de contención. Cerrista congénito, ha ejecutado gran variedad de raptos de fragor y demencia con inspirados improperios en la gradería norte. Su carrera literaria, además, se despliega a lo ancho y largo de dos cuentos, ambos en dudosas compilaciones. Protagonista de ninguna épica futbolística, juega de poste en fútbol 5, aunque recuerda un par de partidos de España 82 es incapaz de recitar de memoria ninguna formación de casi ningún equipo.
JAZMÍN RODRÍGUEZ
Asunción, 1980. Comunicadora, actriz, poeta y encima cerrista (y anti olimpista). Ejerce el periodismo y la comunicación institucional y colabora con E’a, periódico digital. Formó parte de Rimbombante decadencia, un elenco de teatro independiente; en el 2007 se presentó una adaptación teatral de sus escritos. Cuenta con el libro Probador de perfume publicado con la Editorial Felicita Cartonera Ñembyense. A la mayoría de sus trabajos se puede acceder a través del blog http://lamujermecedora.blogspot.com
EVER ROMÁN
Mariscal Estigarribia, 1981. Ex-jugador de futbolito; ahora solo tira sus pelotas y espera a ver qué pasa... Autor de Falsete (Barcoborracho, Buenos Aires 2008) y Osobuco (Pánico el Pánico, Buenos Aires 2011). También publicó en las antologías Anales Urbanos (Ed. Arandurá, 2007), Lluvia Negra, Asunción T mata y Neues vom Fluss, Jungue Literatur aus Argentínien, Uruguay and Paraguay (Lettrétage, 2010).
CRESCENCIO PUEBLO
Asunción, 1977. Creció en el populoso barrio Pinozá. Su limitada destreza futbolística lo ubicó rápidamente al cuidado de los tres postes, de lo contrario hubiese sobrado sistemáticamente en cada elección de jugadores para el partidí diario. Padece -con amor y orgullo- al club Libertad y asegura que la elección de club le quita al fútbol la irracionalidad que lo justifica. Fue miembro fundador del Club de Lectores del Alto Paraná y desde la Triple Frontera colaboró de manera intermitente con el desaparecido semanario cultural El Jakare. Chuta y piensa con la zurda, aportando la excepción a la regla, atendiendo a que los zurdos normalmente juegan bien.
ROLANDO DUARTE MUSSI
Asunción, 1977. Economista de profesión. Jugador sacrificado y de entrega, puede jugar de nueve o de nueve mentiroso; muchas veces no va bien por arriba, tampoco por abajo, dado que no suele llegar con el cien por ciento de su capacidad (aunque en la semana se destaca por su trabajo). Hincha fanático de Sol de América (si dice Sol de América no es error de imprenta) también es conocido por su capacidad de diálogo y conciliación con los réferes y líneas que suelen destacarse por pegar a los más chicos. Tiene algunos libros de cuento publicados y está a favor de eliminar el orsái.
JAVIER VIVEROS
Asunción, 1977. Lleva publicados cuatro libros de poesía, tres de cuentos y uno de ñe'éngas de su propia cosecha. Textos suyos fueron incluidos en antologías internacionales de narrativa contemporánea, como la cubana Cuentos del Paraguay, la alemana Neues Vom Fluss y la argentina Los chongos de Roa Bastos. Es un estoico seguidor del Sportivo Luqueño, campeón por demolición del Campeonato Apertura 2007. En los partidos, integra siempre la línea defensiva, donde tiene bien ganado el apodo de «El trózer». Sus compañeros de equipo lo definieron de manera inapelable: «como defensor, es un gran escritor; como escritor, un gran defensor». Da buena muestra de ello en su blog: http://javierviveros.blogspot.com
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ARTÍCULO DE OPINIÓN:
EL FÚTBOL COMO METONIMIA DE LA VIDA (SOBRE PUNTA KARAJA)
Por JOSÉ VICENTE PEIRÓ BARCO.
El fútbol ha sido considerado como una antítesis de la actividad intelectual en muchas ocasiones. Recuerdo a algún preboste cultural español que veía partidos del Real Madrid contra el Barcelona escondido, eliminando la voz de su televisor, en una clandestinidad más aguda que la proporcionada por el régimen dictatorial franquista.
Esos defensores de lo “progre” nos decían a los más jóvenes que el balompié era el nuevo opio del pueblo, mientras bramaban contra Borges por sus palabras sobre la dictadura argentina, pero alababan sin pudor su frase de que no existía algo más absurdo que un espectáculo con veintidós corriendo detrás de un balón. Borges siempre ha valido tanto para tirio como para troyano. Era pecado ceñirse la banda de intelectual concienciado de la realidad y disfrutar a la vez de un deporte como espectador o practicante. Pecado mortal intelectual en España, menos en Latinoamérica.
Mientras Benedetti, Vargas Llosa o Augusto Roa Bastos nos deleitaban con relatos de chicos jugando al fútbol, algunos críticos renegaban de la novela El delantero centro fue asesinado al atardecer, de Manuel Vázquez Montalbán, uno de los pocos autores españoles que no se escondieron ante la censura intelectual y quien declaró ser seguidor del Barcelona, a cuyo estadio acudía con asiduidad, muchas veces con su amigo el cantautor Juan Manuel Serrat. La mala memoria les pasó factura con el olvido hasta de poetas comunistas que escribieron sobre fútbol, y ahí está la Oda a Platko, de Rafael Alberti... o que este deporte era alabado por los escritores de la vanguardia antes de la guerra civil española. Incluso, estos pontífices de la intelectualidad olvidaron leer las memorias de Albert Camus mientras alababan su existencialismo en La Peste. No recordaban que había sido guardameta de fútbol en Argel y, menos aún, uno de sus pensamientos más pronunciados hoy en día: “Todo lo que sé de la vida, lo aprendí gracias al fútbol”.
La imbricación de lo popular en lo culto en la sociedad actual ha puesto esta relación entre literatura y fútbol en su lugar. También un pensador puede disfrutar durante dos horas en una cancha. No es un estigma. Hoy en día proliferan los creadores que han escrito ficción alrededor del fútbol, y se admira incluso a los escritores latinoamericanos que lo hicieron, como si hubieran sido redescubiertos a partir de la antología Cuentos de Fútbol, de Jorge Valdano, editada en 1995, en la que figura el paraguayo Augusto Roa Bastos con el relato El crack, que analicé debidamente hace muchos años, mientras algunos de sus exégetas no conocían su existencia. Una antología titulada Un balón envenenado con poemas futbolísticos ha sido uno de los libros de poesía más vendidos en 2012. Bienvenida sea esta normalidad porque en el fútbol también se vive y se siente, aunque de otra manera más pasional.
Por atención de Javier Viveros, en mis manos ha caído una antología paraguaya de cuentos futbolísticos: Punta Karaja. Se trata de un trabajo colectivo de autores, en general, jóvenes que no esconden su afición, o aunque no la compartan, como se aprecia en alguno de ellos, la entienden y la evalúan como una expresión espectacular de la sociedad. Son once autores, el mismo número que forma una alineación de un equipo de fútbol, algunos más conocidos como Javier Viveros o Rolando Duarte, y otros completamente desconocidos. Variedad que demuestra la amplitud del trabajo, encabezado por un sintético y excelente prólogo de Arsenio Ñamandú, Pitazo inicial, autor de la obra Punta Karaja como una de las bellas artes, por el significado del sintagma en la jerga futbolística, el golpe de pelota enérgico y a su vez el jugarse todo a una sola carta para sumergirse en el vértigo. Acertadísimo título para unos relatos en los que los autores arriesgan en sus propuestas. Y aunque sea un juego, es muy original el índice de los relatos en forma de disposición táctica en la pizarra de los once ¿jugadores?
Los relatos reúnen aspectos más humanos que deportivos. Actualizan al ámbito paraguayo la comprensión de la que hablaba Camus. Es singular la inclusión de mujeres, cuando el universo futbolístico siempre se había caracterizado por su masculinismo, por lo que es extraño encontrar autoras en la ficción balompédica. Llama la atención el relato de Milady Giménez, titulado Offside, en el que se contrapone la idea que hemos expresado en los primeros párrafos sobre la conjunción entre arte y fútbol, con el amor como historia de los protagonistas. La intérprete y el jugador enamorados, pero con dificultades para sincronizar sus aficiones, en un relato que defiende la comprensión como alma de la compenetración entre personas. También es atractivo el relato de Jazmín Rodríguez, Mi camiseta número 7, como indagación curiosa en las razones por las que personas tranquilas y sensatas se muestran una pasión extrema al asistir a un partido de fútbol de su equipo, con una escritura en tono ensayístico y racional, lo que contrapone el discurso pausado y medido de la narradora a las acciones dinámicas de sus familiares aficionados. Este relato es un prodigio de transmisión de las sensaciones que se perciben en un campo de fútbol por parte de quien escruta lo observado. La autora gana un pulso narrativo complicado a un espectáculo que dice desconocer gracias a su perspicacia analítica.
No son relatos, por tanto, al uso. Demuestran que existe una evolución dinámica y vertiginosa del discurso futbolístico de ficción. Se desprovee de la aureola mítica de antaño, fuera el protagonista un héroe o un antihéroe, para tematizarse por sí mismo como expresión de sentimientos. Aún pervive ese relato de argumento más o menos tradicional sobre el ascenso y caída del héroe, como en Pájaro Campana, de David Sánchez, un cuento con un dramatismo bien medido. O la historia del enclenque Norberto en Terreno de juego, de Damián Cabrera, un modelo de antihéroe que llega a ser héroe y más adelante de nuevo antihéroe sometido a un proceso de degradación, lo cual lo convierte en metáfora de la vida. Como el protagonista de La pifiada, de Nico Granada, un breve cuento en el que la anécdota se consume en tragedia. Este modelo en que no existe apenas distancia entre el cielo y el infierno, uno de los más habituales en el relato deportivo, sigue vivo y generando desde su autotransformación con nuevos frutos apetecibles como los de esta obra.
El relato de Javier Viveros es una excelente crónica, partiendo de un club como el Sportivo Luqueño, de la profesionalización del mundo futbolístico actual. Y, evidentemente, la gerencia como empresa de un club de fútbol conlleva la pérdida de su romanticismo, aunque gane en eficacia estructural y en el control de su administración. Pero todo dependerá de que el azar permita la entrada de un balón entre los tres palos de la portería, por lo que la vida no es solo planificación sino también capricho de la fortuna. Así, este relato pertenecería a un modelo sociodeportivo. Sin embargo, en otros de esta antología, el fútbol es un marco únicamente donde se desarrolla una historia, y en este caso disparatada y llena de comicidad heredera del mejor absurdo, como en Putus Versus, de Humberto Bas; magnífico, largo y sorprendente relato con homosexuales en un universo machista como el futbolístico, donde el autor no se ve superado por su audacia formal y temática en ningún momento. Contrasta el detallismo, a veces puntillista, de La jugada del crimen, de Juan Heilborn, con la redención y la solidaridad como características del juego, para lo positivo y lo negativo. Éver Román nos demuestra que el fútbol y sus reglas, por sí mismas, pueden generar argumentos de ficción en Ángulo, con una llamativa anécdota de origen y cierre sobre si la pelota traspasó la línea de la portería y fue gol… o no. Lo histórico sigue presente también, como en Área Chica (o Maldonado gana el título), de Crescencio Pueblo, con un Cerro Porteño, un Libertad y una selección paraguaya en los mundiales de fútbol presentes.
También en El constructor de silencios, de Rolando Duarte Mussi, hallamos el relato introspectivo, autobiográfico, de un futbolista ya fallecido que rememora su pasado: más su vida personal que su periplo deportivo, porque la vida, al y al cabo, es puro deporte.
En épocas en las que te obligan a creer en vacantes imprevistas como ejemplos de resolución de conflictos de vidas “normales”, uno se siente halagado por obras que no discurran por tópicos o lugares comunes, donde el erotismo tenga sustancia y poesía y no figure como un objeto más de consumo, y la psicología no vaya dirigida a una infantilización colectiva. Te guste o no el fútbol, le encuentres placer sentimental y a veces racional o no a ese absurdo de veintidós personas corriendo detrás de una pelota, como expresara Borges, encontrarás en Punta Karaja una crónica de sentimientos, de emociones, de pasiones y de vidas que nos permiten reflexionar sobre la condición humana. ¿Ven ustedes cómo siempre queda el consuelo de poder encontrar verdadera literatura entre tanto libro comercial al uso empresarial? Eso está muy bien, pero el crítico debe situar en su justo lugar una obra concreta y hallar nuevos valores en las creaciones que se le presentan.
Fuente: SUPLEMENTO CULTURAL del diario ABC COLOR
Domingo, 13 de enero del 2013
Fuente en Internet: ABC COLOR DIGITAL/ PARAGUAY
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