CUESTIONES SOBRE ARTE POPULAR
Por TICIO ESCOBAR
LA CUESTIÓN DEL CAMBIO
La idea de que lo popular, especialmente lo indígena, debe permanecer idéntico a sí mismo, detenido en un punto anterior a su propia historia, se ubica en el centro de uno de los mitos más característicos de la cultura occidental. Petrificado en su versión más pintoresca, el arte popular queda convertido en ejemplar sobreviviente de un mundo arcaico, el milagroso eslabón con pasados nostálgicos y remotos lugares.
ESENCIAS, MUDANZAS
El mito de la inmovilidad del arte popular funciona como argumento favorito de románticos, pero también como alegato de ideologías nacionalistas que necesitan fundamentar el "ser nacional" es un pedestal incólume. Es fácil detectar las maniobras que permite este escamoteo de la historia; el arte culto tiene derecho al cambio, se nutre de innovaciones y fuentes varias, debe estar al día, crecer y proyectarse hacia un futuro siempre mejor, mientras que el popular está condenado a mantenerse originario y puro: si se transforma, se pervierte; si incorpora novedades, adultera sus verdaderos valores y traiciona su autenticidad fundante. Chauí dice que para el populismo nacionalista "el pasado preservado por la cultura popular es el futuro garantizado por la cultura instruida" (Chauí. 1986, 120).
Pero si, desconociendo ese mito, se asume que la cultura constituye un proceso vivo de respuestas simbólicas a sus propias circunstancias, entonces cabe admitir que sus formas deben cambiar ante los requerimientos siempre diferentes de situaciones nuevas. Ése es el punto que no reconoce el mito, cuyos dispositivos paralizantes detienen aquel proceso y aíslan sus términos como si fueran sustancias exteriores entre sí (como si no fueran momentos de una tensión contingente y discursiva, sino extremos de una disyunción fatal). Por eso oponen la tradición y el futuro o lo universal y lo particular en un movimiento bifurcado que debe decidir entre uno y otro polo de una alternativa absoluta. Consideradas así, las construcciones de la historia quedan convertidas en monolitos sin fisuras y sin sombras (como el Ser Nacional o Latinoamericano). Este diagrama paralizante asigna posiciones fijas: al arte popular le corresponde el pasado; al culto, el futuro. El uno debe dar cuenta de las raíces y ser depositario del alma indígena o mestiza y custodio de la identidad nacional; el otro debe estar frenéticamente lanzado hacia un vago destino de modernidad en una carrera lineal y continua iniciada en los legendarios tiempos pre coloniales. "Lo indígena, escribe Lauer, es el punto de partida inmóvil desde donde se mide la modernidad" (Lauer. 1982, 111).
En ese mismo registro inmovilizante se ubica la falsa alternativa entre lo particular y lo universal; una disyunción que enfrenta de manera antagónica el arte propio (auténtico y original) y las formas (alienadas) provenientes de culturas extranjeras. Esta dicotomía encubre la tendencia paternalista y etnocéntrica a privar a la cultura popular de todo contacto con técnicas y formas contemporáneas. Trasladado a la teoría del arte latinoamericano, este esquema binario ha sido fuente de innumerables e innecesarios reduccionismos y simplificaciones. El joven arte de América Latina se ha debatido turbado y lleno de culpas ante dramáticas encrucijadas, dudando entre optar por la fidelidad a lo propio o el acceso a la contemporaneidad; entre el atraso o el remedo mimético. Pero sus mejores intentos han comprendido que la alternativa enclaustramiento versus alienación es falsa y que el autorrepliegue es tan negativo como la adopción refleja de las formas impuestas: que, aislándose, el arte no enfrentará la dependencia y que su única posibilidad es salirle al paso e intentar reformular y transgredir sus condiciones.
Por eso, el problema no consiste en si se puede o no cambiar ni en qué conviene conservar y qué renovar, sino en si se tiene o no el control del cambio. Y, por eso, es cuestionable que, desde una posición paternalista, ajena al grupo, se pontifique acerca de qué es lo que debe o puede cambiarse. La creatividad popular es suficientemente capaz de asimilar los nuevos desafíos y crear respuestas y soluciones en la medida de su propio ritmo y sus necesidades históricas. Según las coyunturas concretas, el arte popular puede conservar elementos inveterados o incorporar otros nuevos: cualquiera de esos movimientos será legítimo en la medida en que responda a una dinámica autogestionada. Así, cualquier innovación y apropiación de elementos extraños, como todo uso de imágenes o técnicas gestadas donde fuere, serán válidos en la medida en que correspondan a una iniciativa de la comunidad, mientras que la más mínima imposición de pautas ajenas bastará para perturbar un proceso cultural, distorsionar sus formas y empañar su sentido. Visto desde afuera, el cuerpo cultural tiene una exagerada fragilidad: una presión pequeña es suficiente para lesionarlo; considerado desde adentro, es vigoroso y resistente; puede incorporar grandes pesos y soportar bruscas sacudidas sin comprometer su integridad ni arriesgar su sentido.
En consecuencia, las culturas subordinadas pueden resistir el acoso de formas ajenas, tanto como integrarlas a su propio proceso, aunque esa adaptación suponga un esfuerzo extremo. A partir del impacto colonial los indígenas han dado incesantes pruebas de esa casi ilimitada capacidad de digestión que tiene una cultura cuando, acorralada por necesidades de supervivencia o acomodo a nuevas condiciones, se vuelve protagonista y asume la dirección del cambio. Si es la propia comunidad la que selecciona los elementos a ser mantenidos, incorporados o suplantados, por más chocante que parezca, el conflicto intercultural será resuelto con naturalidad y dejará formas bien resueltas. En general, las etnias conservan incólume una reserva formal básica ligada a sus núcleos simbólicos: tienden a no alterar aquellas expresiones comprometidas con sus funciones socioculturales más profundas33, pero cambian con bastante libertad las pautas relacionadas con usos domésticos, lúdicos, comerciales, así como relativos a festividades intertribales.
Cuando los chiriguano-guaraní emigraron al Chaco a partir del siglo XV, conservaron las técnicas, formas y modelos decorativos de las grandes vasijas utilizadas para el ritual, pero adoptaron rápidamente las ricas formas y motivos de la cerámica de grupos sub andinos y, posteriormente, de la iconografía mestiza colonial; a partir de allí, desarrollaron sistemas de decoración de indiscutible fuerza propia, elaborados sobre la base de los más dispares y complejos ingredientes estilísticos.
A fines del s. XVIII, los caduveo-mbayá (los estudiados por Lévi-Strauss en Tristes Trópicos) asaltaron la misión jesuítica de Belén; quedaron entonces tan impresionados por la ornamentación del ropaje litúrgico, los bordados, tejidos e ilustraciones de misales que decidieron incorporar esas imágenes a su propia pintura corporal y a su cerámica, a cuyos rígidos patrones se sumaron, así, insólitas volutas barrocas. Algo parecido sucedió con los payaguá, quienes, establecidos en los alrededores de Asunción en las postrimerías de los tiempos coloniales, no tuvieron empacho en decorar profusamente sus mates, para venderlos mejor, con dinámicos diseños fitomorfos de filiación europea ni en grabar sus pipas shamanicas con motivos bíblicos, probablemente en este caso, para potenciar el poder de los shamanes con la poderosa imagen del conquistador cristiano.
Es que todo fenómeno cultural es, en esencia, híbrido. La ilusión de pureza cultural forma parte de un mito romántico de resonancias fascistas; un mito que encubre el hecho de que toda asimilación es nutritiva y de que el cambio, fundamental para asegurar el flujo de las formas culturales, constituye un desafío para la imaginación y un antídoto contra la repetición refleja 34. El propio fenómeno del mestizaje cultural, reconocido y glorificado como origen mixto de la más genuina "paraguayidad", recuerda siempre la inevitable promiscuidad de los procesos culturales y el carácter cambiante y complejo de sus signos35. Pero acá el dispositivo mítico de la cultura hegemónica hace un escamoteo: acepta que el indígena haya incorporado pautas ajenas en algún punto nebuloso de su historia y ve con buenos ojos que las "artesanías folclóricas" deriven por igual de aquella doble raíz que sostiene nuestro pasado criollo (al fin y al cabo ese carácter híbrido de la cultura sirve bien para ilustrar una historia edulcorada surgida del idílico encuentro entre indígenas y conquistadores y para justificar numerosos dualismos que alimentan el discurso oficial); pero considera que esas mezclas son pura historia y que la historia es siempre hecho pasado: hoy la cultura popular ya está hecha y es así, si cambia se adultera, etc.
Notablemente, ese mito tiene mayor influencia de la que pudiera suponerse; no pocos antropólogos, historiadores, periodistas y operadores culturales sostienen más o menos explícitamente la opinión de que el valor de lo popular radica en la tradición y es impermeable al cambio. Este pensamiento se fundamenta en gran parte en los estragos que causa la aculturacíón de origen urbano-industrial en las formas populares: la invasión de imágenes de la cultura de masas, la pérdida de técnicas y formas propias de gran potencia expresiva, la proliferación de figuras impostoras requeridas por un nuevo mercado turístico, etc. Pero antes que refugiarse en los últimos bosques para evitar la contaminación, vale más asumir el impacto intercultural como un desafío a ser encarado desde los propios expedientes significantes y de cara a proyectos auto determinados.
Muchos cambios producidos hoy en ese ámbito resultan esperanzadores en cuanto demuestran la aptitud de la cultura popular para sortear escollos y enfrentar desafíos apelando a toda su imaginación y sus recursos y sacando fuerzas de sus recuerdos. La cultura popular resuelve cotidianamente los conflictos derivados del enfrentamiento entre la tradición y los nuevos usos. La cerámica, por ejemplo, integra con naturalidad motivos de la imaginería ciudadana sin renunciar a su rica herencia estilística; ciertas piezas realizadas hoy en Tobatí se basan en los botijos antropomorfos de antigua tradición, pero incorporan temas audaces y soluciones de dudoso carácter autóctono: son representaciones de mujeres obesas enfundadas en diminutos bikinis o alegres minifaldas. La seguridad formal, las certeras soluciones espaciales y la fuerte energía que manifiestan permiten que estas figuras recién surgidas alcancen la misma validez expresiva y estética que cualquiera de las mejores obras de un mundo rural cerrado a las influencias urbanas36.
LOS CASOS
Aun los rituales -en principio, más conservadores renuevan sus rígidas pautas. No es difícil ver hoy tradicionales montajes populares (los complejos armazones del culto a las cruces funerarias o los tradicionales pesebres) parpadeantes de luces de neón y decorados con flores artificiales, fotografías y adornos de plástico; así como tampoco es extraño asistir a festividades patronales que incorporan atrevidas dramatizaciones de sucesos nacionales e internacionales; tal el caso de la antigua fiesta patronal de San Pedro y San Pablo, celebrada en Altos: paralelamente al arcaico ritual del fuego y a la representación del rapto de las mujeres, los celebrantes, cubiertos con máscaras y vestidos con susurrantes atavíos de hojarasca, representan en forma paródica sucesos de rigurosa actualidad, como elecciones de reinas de belleza, votaciones y disputas políticas, desfiles de modelos y burlas a personajes internacionales.
Para poder sobrevivir a la intolerancia de los misioneros, la tradicional fiesta agrícola de los chiriguano-guaraní llamada Areté guasú ("El gran tiempo verdadero") se ha acoplado al carnaval criollo, pero, aun así, doblemente disfrazada, mantiene sus funciones de cohesión social y rito propiciatorio a través de una ceremonia que se atiborra de signos ajenos sin perder su originalidad y su poesía. Las máscaras utilizadas en esa fiesta guaraní son de origen arawak, los altos capirotes proceden de influencias coloniales, las vestimentas presentan vestigios andinos sobre los atuendos mestizos, los adornos utilizados proceden de la cultura criolla, andina, militar, nivaklé, lengua, católica, quizá menonita. Hay disfrazados que completan su atuendo de pieles de jaguar, plumas de garza y tejidos de caraguatá con guantes de motociclistas, pelucas sintéticas, anteojos oscuros. Hay máscaras de madera de palo borracho que, ornamentadas con alas de gavilán, llevan, a modo de collage, la fotografía de un rostro recortado de una revista. Hay máscaras hechas de piel de onza, de pecarí o de venado al lado de otras confeccionadas con cartón y plástico; representaciones de antepasados y de fieras al lado de imágenes de Batman y de E.T. Pero la fiesta mantiene su rotunda coherencia lograda por encima de su heterogeneidad y su desorden; conforma un rito vigente y sano, capaz de integrar las imágenes forasteras y crecer con ellas.
A veces, ciertas pautas consideradas inmutables son transgredidas de golpe por el afán de novedad, la curiosidad, la imaginación y el gusto personal de individuos que, al restablecer los significados alterados en un orden nuevo, dinamizan el curso sociocultural. En una ceremonia de iniciación ishir realizada recientemente (año 1986) en San Carlos, Alto Paraguay, uno de los shamanes, impresionado por el color turquesa de una caja de plástico en la que habíamos llevado medicamentos, la cortó en tiras largas y delgadas que pasó a trenzar con paciencia y armó luego con ellas una espléndida diadema que enriqueció su propio tocado de plumas. En casos como éste la sustitución de formas se basa en el característico mecanismo retórico de cualquier discurso estético: a partir de asociaciones formales o semánticas, los significantes se deslizan e intercambian entre sí sus puestos y, mediante este juego, alteran códigos inveterados y nombran realidades nuevas.
Como signo de la victoria del cacique valiente sobre su peligroso enemigo, los jefes guerreros ayoreo utilizan un gorro cónico de piel de jaguar llamado ayoi. Durante la década del 60 un grupo dé estos indígenas, hasta entonces silvícola y ajeno a cualquier contacto, comenzó a verse cada vez más acosado por la codicia de los terratenientes y el fanatismo de los misioneros. En su mayoría, los ayoreo fueron arrebatados de sus territorios por la expansión colonizadora, y muchos de ellos perdieron la libertad, y hasta la vida, recluidos en verdaderos campos de concentración evangélicos, (como los de la Misión To New Tribes), diezmados por enfermedades desconocidas y perseguidos por una civilización impuesta como una condena. En una oportunidad, hacia mediados del 65' en la zona de Cerro León, sintiéndose invadido en su terreno y amenazado en su vida, un cacique guerrero, después de dar muerte a un empresario de una compañía petrolífera, confeccionó con su casco un nuevo ayoi; la piel de la empresa profanadora de sus tierras sustituía en este caso a la del jaguar, tradicional adversario de los ayoreo37.
Si un sector popular tiene asegurado un ámbito de creación y autogestión cultural, podrá resistir los embates de la aculturación y conservar o renovar su repertorio Iconográfico según las exigencias de sus proyectos propios. Por eso la solución no consiste en aislar las comunidades amenazadas por el conflicto intercultural (cualquier forma de apartheid será discriminatoria), sino en promover el fortalecimiento de sus instancias de autodeterminación. Mientras que algunas comunidades indígenas fueron vaciadas culturalmente de manera fulminante (como las de los recién citados ayoreo, quienes en menos de cuatro décadas perdieron brutalmente su universo ritual a manos de los misioneros), otras, culturalmente integradas, pueden mantenerse cohesionadas y, por lo tanto, conservar su capacidad de resistencia aun en medio de las circunstancias más adversas.
Generalmente, los grupos más resistentes a la deculturación son aquellos que han desarrollado una larga y obstinada tradición de defensa de sus zonas preservadas: básicamente los guaraní, que vienen enfrentando la colonización y negociando con ella desde hace varios siglos, y los grupos campesinos, herederos de una difícil experiencia de pérdidas, apropiaciones y reajustes culturales. Impresiona ver hoy en pleno radio urbano de Asunción a los Estacioneros y Pasioneros, quienes, vestidos con sus trajes de recuerdos coloniales y portando candelas, faroles y estandartes, arrastran sus cánticos plañideros en ciertos rituales, por lo general de carácter luctuoso. Y resulta asombroso constatar la terca y desafiante presencia de los enmascarados ceremoniales (los kambá ra'angá) en las barbas mismas de la modernidad y el progreso. San Bernardino, ubicada sobre el Lago Ypacaraí a 40 km. de la capital, es una villa balnearia donde toma vacaciones la alta burguesía de Asunción; su lujoso Hotel Casino acata solemnemente los cánones metropolitanos a través de espacios asépticos de historia y la esmerada atención de personal experto en los códigos del trato cosmopolita. Pero en ciertas noches de junio, algunos camareros y crúpiers del hotel dejan los esmóquines, las mesas verdes y ciertas amables frases en inglés, se hunden en la cercana Compañía Yvyhanguy, de donde proceden, y allí cubren sus rostros con máscaras pintadas de negro brillante para representar el oscuro y vital rito centenario.
LA CUESTIÓN DEL DESTINO DEL ARTE POPULAR
EXTERMINIO Y REDENCIÓN
Una vez reconocidos el derecho y la necesidad que tiene el arte popular de cambiar, ¿hacia dónde se orienta ese cambio? ¿qué futuro extraño espera al arte popular? ¿qué posibilidades tiene de responder a condiciones socioeconómicas diferentes a las que lo generaron? El arte popular, así como se da hoy en el Paraguay al menos, se origina en formas rurales de auto subsistencia y trueque, sistemas culturales en los que los valores de uso predominan sobre los de cambio; sin embargo, cada vez más, las comunidades tienden a producir sus objetos artísticos para venderlos y no para consumirlos ellas mismas.
El proceso de penetración del capital en el campo38, así como el de urbanización creciente39 y el gradual incremento de pautas industriales de consumo, condiciona el progresivo abandono de las formas tradicionales. Las migraciones, la creación de una nueva infraestructura de comunicaciones (expansión de rutas y carreteras y surgimiento de empresas de transporte que aceleran la integración de la comunidad) así como la difusión de los medios masivos de comunicación y la expansión de pautas culturales modernas en amplias zonas rurales, promueven la emergencia de nuevos hábitos, gustos y valores y el gradual abandono de muchos usos y funciones tradicionales.
A partir de ese momento comienza a resquebrajarse el ámbito del arte popular. En cuanto éste implica un conjunto de prácticas producidas y consumidas por los mismos sectores (un arte de y para el pueblo), entonces la alteración del circuito económico (producción-circulación-consumo) resulta en una separación del pueblo de su propia obra y en la ruptura de aquella unidad forma/f unción característica del arte popular. Si, por ejemplo, asistimos hoy a la festividad popular de San Blas-í ("El pequeño San Blas") realizada el último domingo de febrero en el distrito Caaguazú de Itá, nos encontraremos con la procesión del santo patrono, los bailes y las chanzas de los enmascarados, la tradicional escolta de docenas de jinetes, las banderas, los cántaros ornamentados con flores dispuestos a lo largo del camino para saciar la sed de los peregrinantes, la música melancólica o festiva de la banda Peteke-Peteke, los adornos de papel de seda, de arbustos y de rosas. Pero lo que se vende en la feria, en la plaza frente a la capilla, no son las cerámicas de Itá, no son las tinajas, botijos, vasos y juguetes de barro que han vuelto famoso el pueblo desde la época colonial, sino baldes, palanganas de plástico; objetos varios de loza argentina, coreana o brasilera, juguetes y adornos industriales. Salvo los rojos cántaros para el agua, que aún tienen una amplia difusión en zonas rurales (y hasta hace muy pocas décadas, incluso en Asunción), la cerámica de Itá adquiere más presencia en casas comerciales de la capital que en hogares campesinos. Lo mismo está sucediendo con el encaje de ñandutí, la orfebrería, la imaginería y otras expresiones.
Aparentemente, pues, la condena inexorable de las formas tradicionales coloca el arte popular en un callejón sin salida: o desaparece o reniega de sí convirtiéndose en pintoresco detalle del arte culto o exótico apéndice de la cultura de masas. Sin tomar en cuenta las posiciones que consideran el arte popular como una rémora que debe ser removida, ante la situación señalada se plantean propuestas diversas que pueden ser resumidas en tres:
1. EL ARCHIVO
La primera propuesta fomenta la conservación, preservación y rescate de las piezas aún sobrevivientes del derrumbe general de las culturas de subsistencia. Si una forma de vida, y por consiguiente, de expresión de la misma se extingue irremediablemente, por lo menos habría que recolectar y registrar los restos del naufragio, protegerlos y salvarlos como nuestras para la posteridad. Publicaciones, museos, grabaciones, fotografías y filmes se convierten en refugio de la memoria amenazada, en depósito de símbolos dispersos, de retazos de sueños.
Por supuesto que el rescate de las formas últimas es importante en cuanto promueve la valoración de las culturas populares, su derecho a lo alternativo y un mejor conocimiento de sus valores. Muchas veces esa tarea es expresión del respeto de la diversidad cultural. Pero los operativos de rescate no bastan. Aislado de una comprensión más compleja de los procesos culturales, el puro preservacionismo fetichiza aquellas formas últimas, las convierte en signos embalsamados, sin contexto y sin sentido: apostar sólo al rescate supone una actitud fatalista, una resignada política de archivo.
2. LA TÉCNICA ORIGINAL
La segunda posición, también alistada en una operación de salvamento, propone preservar no ya los objetos mismos, sino técnicas y temas en vías de extinción considerados definitorios del arte popular. En un intento de retroceder la historia hasta encontrar un momento elegido como paradigma de lo genuino, ciertos promotores culturales intentan salvar la "autenticidad" del arte popular propugnando la manutención (la respiración artificial) de procedimientos y motivos tradicionales que se están extinguiendo, o su resurrección, si ya han expirado. Desde motivaciones esteticistas o intereses comerciales se induce a comunidades indígenas a utilizar tintes vegetales ya abandonados (la pieza se vuelve más apetitosa cuanto más asegurado esté el abandono), los colores naturales, los procedimientos ancestrales, los motivos antiguos. Así, no importa que la comunidad sienta o no esos colores, ni interesa saber si esas técnicas le permiten expresarse mejor, ni si esos motivos corresponden a contenidos culturales vigentes; lo fundamental es que las obras aparezcan como más auténticas y más naturales y correspondan en lo posible a una idea arquetípica que desde afuera define lo que debe ser la imagen popular (rústica, arcaica, terrígena y con algún toque salvaje)40.
Todo apoyo brindado a una comunidad para la preservación de sus técnicas tradicionales resulta útil a condición de que esa comunidad las considere vigentes. A veces, a partir de la discriminación etnocéntrica, así como de la imposibilidad de obtener productos tradicionales o la imposición coercitiva de pautas ajenas, una comunidad pierde el acceso a técnicas o imágenes que aún se encuentran en uso. En estos casos, se vuelve necesario ayudar a los sectores populares a recuperar el dominio de sus medios expresivos removiendo los obstáculos que los separan de ellos. (Este movimiento es diferente al intento de inducir a un grupo a que se remede a sí mismo empleando técnicas caducas y fingiendo las sensibilidades que las convocaban en otro tiempo)
Otras veces se quiere salvar los procedimientos o temas "típicos" acoplándolos a prácticas ajenas; es el caso de los temas indígenas o rurales aplicados al diseño industrial, o el del costumbrismo nativista que estereotipa experiencias por las que no han pasado o se apropia de símbolos que no comprende. El remedo tiene en el arte efectos desastrosos; cuando se quiere representar desde un lugar ajeno escenas de la vida campesina, se cae en un realismo torpe que termina traicionando siempre lo representado y reduciéndolo a caricatura de sí. Cuando se intenta, por ejemplo, imitar lo que se supone son los signos de la cultura guaraní (paradigma de lo indígena paraguayo), los resultados son iguales a los de cualquier imagen estándar que los medios de comunicación presentan como cifra de la estética aborigen (guardas en zig- zag, vinchas tipo apache, colores estridentes, etc.).
3. LA ESCISIÓN
La tercera propuesta asume la ruptura de la pareja forma/función a través de dos tendencias que privilegian uno u otro de los términos que la conforman:
A. EL ESTETICISMO
Ante la supuesta de extinción del arte popular, esta tendencia busca salvar las formas estéticas aunque sus funciones sean sacrificadas (de buena gana en algunos casos). Esta posición se afirma en el margen abierto por el desfase entre la creación artística y las condiciones sociales de su producción; desacople que avala cierta autonomía de lo estético con respecto a la función y permite un movimiento de inercia por el cual algunas formas continúan repitiéndose, independientemente de la obsolescencia de las funciones que las convocaban. La continuidad de formas desplegadas en el vacío se explica por el fuerte arraigo cultural de ciertas expresiones que pueden seguir sobreviviendo obstinadamente a su propia vigencia funcional. El fenómeno, característico de toda creación artística, se vuelve más notorio en el plano de la práctica popular, donde las formas tienen una mayor dimensión social. Escribe al respecto Giménez:
En la medida en que constituye un sistema de disposiciones duraderas, el hábito o ethos de clase puede explicar también la persistencia de formas y prácticas culturales aún después del deterioro o de la desaparición de sus bases materiales.
En otras palabras, puede explicar el desfase frecuentemente observado entre base económica y superestructura ideológico-cultural (Giménez 1978, 229).
Es que, además de los factores señalados, deben ser considerados los ritmos propios y los tiempos particulares que mueven la cultura popular tradicional, así como una tendencia más conservadora suya a repetir las pautas comunitarias. Ambas situaciones promueven que esa cultura, aun enfrentada a circunstancias nuevas, pueda seguir generando respuestas formales correspondientes a situaciones anteriores; en esos casos, las formas se hallan desencajadas de sus contenidos funcionales. La propuesta considerada ahora detiene el arte popular en ese interregno y propone que se sostenga apoyándose en las meras formas, dotadas así de caracteres asimilables a los de la inutilidad del arte erudito (en el sentido kantiano del término). La misma tendencia subyace en cierta valorización actual del arte popular que, privilegiando la apreciación de sus aspectos estéticos, promueve el olvido de los contenidos rituales o los empleos utilitarios. Aunque esta promoción significa un estímulo de la creatividad y un reconocimiento de las posibilidades artísticas de la práctica popular, instaura un dualismo entre forma y función que altera el mecanismo de la producción comunitaria y tergiversa su sentido41.
B. EL FUNCIONALISMO
Si el esteticismo busca sobreponer las formas a sus funciones, esta segunda tendencia decide sacrificar los aspectos estéticos en aras de una supuesta mejora de la calidad técnica del producto, capaz de asegurar su supervivencia al permitirle acceder a un mercado más exigente. Esta solución es característica del desarrollismo: privilegia el nivel comercial de la "artesanía" y, consecuentemente, la factura técnica y la mera funcionalidad del objeto, en detrimento de sus posibilidades expresivas, alcances identitarios y su encuadre histórico. En el Paraguay, el programa que el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) lleva a cabo a través del Consejo Nacional de Entidades Benéficas (CONEB) ofrece un claro ejemplo de esta dirección tecnocratica: a través de la contratación de técnicos extranjeros e importantes financiaciones, se desarrollan proyectos para la "promoción de las artesanías" con total desconsideración de toda implicancia simbólica. Sus lamentables resultados oscilan entre un tipicalismo irredento y una "artesanía urbana aplicada" que coinciden en el kitsch insípido que hermana todas las adulteraciones.
Ubicadas en la perspectiva de la cultura dominante, las posturas recién señaladas intentan cautelar las manifestaciones populares aislándolas de su contexto, fragmentando sus prácticas, priorizando arbitrariamente ciertos aspectos suyos (ya el momento estético, ya el funcional) y trivializando sus sentidos complejos. Dejando de lado algunas acciones bienintencionadas que se mueven dentro de ellas, estas tendencias sirven a la cultura hegemónica, que trata de redimir en clave paternalista o salvar para su beneficio las expresiones de populares. Por eso las convierte en trofeo, en objeto científico, en mercadería o en souvenir; las rescata bajo la condición de que circulen a través de sus instituciones (boutique, tienda turística, galería, museo42) y se dobleguen a sus expectativas nostálgicas (primitivismo, exotismo, autenticidad, referencias a la tradición colonial, etc.). Desde este ángulo, es obvio que la única opción de supervivencia que tendría el arte popular sería la de engancharse como furgón de cola a una modernidad ajena o la de atrincherarse en algún momento del pasado y renunciar a todo proyecto histórico. Por eso estas propuestas son paternalistas: desde afuera dictaminan acerca de cuáles son los requisitos que debe cumplir el arte popular actual (si está o no autorizado a firmar sus productos, si puede o no introducir innovaciones, si debe o no ser vendido); desde afuera deciden su suerte (o su muerte) y desde afuera prescriben cambios o ensalzan proyectos cuyos alcances sólo a la comunidad compete decidir.
LA INEXORABLE MODERNIDAD
Los apocalípticos augurios de extinción del arte popular se fundamentan en un veredicto inapelable: dado que las formas populares significan sólo un producto del precapitalismo y no tienen posibilidades de cambiar sino dentro de los márgenes de ese modelo, entonces están destinadas a desembocar en una modernidad ineludible que terminará por arrasar sus manifestaciones y borrar todos los vestigios tradicionales. En contra de esta sentencia, el discurrir de conceptos y de historias empuja a admitir que: 1- ni todo lo popular es precapitalista, 2- ni la cultura dominante puede (ni pretende) disolver todas las formas sociales e imaginarias diferentes 3-, ni los sectores populares constituyen entes pasivos incapaces de réplica y resistencia; 4- ni los diversos sistemas sociales determinan de modo ineludible y absoluto el destino de una cultura. Aunque casi todos estos puntos quedan ya señalados, conviene volver ahora sobre ellos rápidamente para ordenar la exposición de este capítulo:
1. LOS A-CAPITALISTAS
En el Paraguay, como en otros países latinoamericanos, sólo las comunidades rurales y étnicas (que son las que corresponderían a la categoría precapitalísmo) producen manifestaciones clasificables como "arte popular" según la definición utilizada en este texto. Obviamente este hecho no supone desconocer el potencial expresivo de otros sectores ni su posibilidad a fundar o ensanchar espacios de creación poética; simplemente delimita una modalidad específica de producción estética, característica de aquellos sectores tradicionales calificados como "precapistalistas". Por otro lado, en América Latina, la embrollada imbricación de diversos tiempos históricos provoca una trama tan enmarañada que muchas formas culturales actuales cabalgan firmes entre uno y otro lado de la historia o brotan en el umbral incierto que las une o separa; no es tarea fácil aislar lo precapitalista puro. En este sentido, dice García Canclini que "las artesanías son y no son un producto precapitalista"; su doble inscripción: "histórica (en un proceso que viene desde las sociedades precolombinas) y estructural (en la lógica actual del capitalismo dependiente) es lo que genera su aspecto híbrido" (García Canclini. 1986, 104).
Pero, además, el propio término "precapitalista" presenta problemas. En cuanto toma como único parámetro las sociedades modernas occidentales, se aviene mal con procesos históricos diferentes, que no tienen por qué ser definidos por su ubicación rezagada respecto a un punto adonde no necesariamente se dirigen. Bartolomé y Robinson dicen que el esquema según el cual las sociedades indígenas son vistas como precapitalistas, las integra a la historia y al devenir económico de Occidente y las presenta en una posición de retraso en relación a esta historia, mientras que, realmente, "las sociedades indígenas menos afectadas por el colonialismo son a-capitalistas y no pre-capitalistas. Por lo tanto, éstas constituyen un modelo per se de una alternativa societal y política distinta a la que maneja la historia económica y cultural de nuestra sociedad" (Bartolomé y Robinson. 1971, 296). También Colombres, para referirse a la cultura popular, prefiere hablar de a-capitalismo antes que de pre-capitalismo, pues el prefijo que encabeza este último término parece anunciar un destino ineludible y único (Colombres. 1986, 26).
2. EL DIVINO DOMINIO
La utilización del concepto de hegemonía sirve para cuestionar el mito que convierte lo dominante en una fuerza todopoderosa, capaz de cubrir todos los espacios y devorar
cuanto se le ponga al paso. García Canclini, a quien seguimos en este punto, discute la "concepción teológica" que considera el capitalismo como omnipotente, como un ser supremo que todo lo controla y todo lo penetra, y sostiene que, en sociedades tan complejas como las del capitalismo periférico, los procesos socioculturales son resultado del conflicto entre diferentes fuerzas:
Una de ellas es la persistencia de formas de organización comunal de la economía y la cultura, o restos de las que hubo, v cuya interacción con el sistema dominante es bastante más complejo de lo que suponen quienes hablan únicamente de penetración y destrucción de las culturas autóctonas (García Canclini. 1986, 105). (...) La expansión capitalista supraurbana, su necesidad de estandarizar la producción y el consumo, encuentra límites en la configuración específica de cada cultura y en el interés del propio sistema de mantener formas antiguas de organización social y representación; la cultura dominante preserva bolsones arcaicos refuncionalizando y recontextualizándolos (ídem. 192).
Así, aunque no sirvan directamente al desarrollo de sus nuevas fuerzas productivas, ciertas formas precapitalistas resultan necesarias al sistema para una reproducción equilibrada suya; actúan como principio de cohesión de grandes sectores, recurso suplementario de ingresos en el campo y factor de renovación del consumo y atracción turística (ídem. 104). Queda claro, entonces, que la continuidad de pautas tradicionales no corresponde sólo a procesos de preservación activa de lo propio y resistencia de la modernización compulsiva de zonas rurales e indígenas, sino a políticas hegemónicas que precisan zonas de diferencia y pasan por alto (o incluso promueven) la continuidad de modalidades culturales no modernas.
3. LOS CONTORNOS DE LA DIFERENCIA
No todas las manifestaciones alternativas resultan beneficiadas con la vista gorda o, incluso, el estímulo otorgado por determinadas estrategias políticas del mercado en la mayoría de los casos, el precio que deben pagarlas formas tradicionales para que se les perdone la vida es su adaptación al régimen del mercado. Ésta exige pulir las formas que no encajen en su ordenamiento y desviar la dirección de las que incomoden su rumbo: la folclorizacion y la invasión, la tergiversación de los significados y el socavamiento de las bases simbólicas son estrategias características que ya fueron mencionadas; mediante ellas, la cultura hegemónica segmenta el campo de la subalterna, aísla sus elementos, los manipula y los reacomoda según sus propios intereses.
Pero, como también queda señalado, la cultura popular no se encuentra conformada por un cuerpo blando y plástico que absorbe, sumiso, las señales invasoras y cede dócilmente a sus presiones: ella no sólo es seducida, también se deja seducir; claudica y se abandona: no siempre sus intereses se muestran tan claros ni son tan estables los linderos que la separan del campo adversario. Por eso también incorpora y hace suyos tantos elementos lesivos y recibe, halagada, presentes griegos diversos. También queda señalado que las propias contradicciones del sistema dominante incuban en su interior microespacios de disenso que facilitan el ejercicio de la diferencia cultural.
El pensamiento de que el arte popular está irremediablemente destinado a desaparecer ante los embates de la industria cultural se alimenta, en parte, de una aplicación abusiva de las teorías críticas de la Escuela de Frankfurt, para la cual el avance incontenible de la nueva cultura devasta el campo de las tradicionales cancelando sus diferencias y particularidades. Por cierto, los frankfurtianos reaccionaban desde supuestos diferentes a los que hoy condicionan la producción de formas tradicionales; por eso, Brunner sostiene que, antes que aplicar sin más aquellas teorías críticas, deberíamos preguntarnos por el sentido específico que tiene la industria cultural en América Latina:
De entrada... la crítica europea de la industria cultural nunca estuvo ligada a un discurso sobre la subsistencia de las culturas populares... Todo lo contrario: lo que denuncia es que la industria cultural destruye la alta cultura, subsumiéndola bajo una nueva forma de cultura de masas. En los países periféricos y atrasados, en cambio, la industria cultural opera sobre vastas zonas de cultura popular (Brunner. 1985, 30-31).
La apocalíptica sentencia que condena el arte popular descubre, una vez más, las simplificaciones que genera la aplicación de un concepto a modelos culturales que no le corresponden. En este caso, la transferencia de las tesis críticas crea una oposición maniquea entre cultura popular (originariamente inocente y buena) e industria cultural (alienante, fatalmente corruptora). La una sería materia manipulable y pasiva, presa indefensa; la otra, avalancha incontenible y destructora. Pero en el ámbito nublado de los conflictos culturales, las oposiciones nunca son tajantes. La ambigüedad del espacio del arte popular arriesga la claridad de su concepto, pero también cautela su diferencia: configura una escena paralela, perturbada por meandros y escondrijos; un paraje residual sin fronteras y sin puertas donde los símbolos del pueblo se mimetizan protegidos por la confusión de sombras e imágenes híbridas, se agazapan, se refugian y crecen más allá del control, el interés o el alcance de la cultura dominante.
4. EL FUTURO DE LAS FORMAS CONDENADAS
Por último, el intento de definir el arte popular como expresión de un determinado sistema sociocultural (en este caso, el modo de producción precapitalista) suele suponer una simplificación mecanicista de los procesos de significación, identificados definitivamente con las circunstancias históricas que los condicionan. Dado que tales circunstancias son siempre adversas para las culturas tradicionales, éstas parecen fatalmente sentenciadas a la extinción.
La situación de los pueblos paleolíticos puede ilustrar bien este punto. Tomemos como ejemplo el caso de los zamuco (ayoreo e ishir), compuestos por grupos cazadores y recolectores que habitan el Chaco paraguayo. Su situación es complicada porque hoy ya no hay lugar para cazadores; la expansión de la sociedad nacional restringe cada día los bosques y extingue especies animales: persiguiendo un tapir o un pecarí, el rastreador se tropezará en algún momento con los alambrados de una estancia de la infinita Compañía Carlos Casado, con el anuncio de un poblado menonita o misionero, con una carretera o una pista de aviación; entonces, toda una experiencia civilizatoria entra en crisis.
La cuestión puede ser planteada así: la estructura simbólica de cualquiera de esas comunidades se organiza a partir de una condición determinada; a ella responden los mitos y ceremonias, las formas artísticas y sociales. Por ejemplo, el Debylyby, el ceremonial de los tomáraho (un grupo ishir) constituye, en parte, un rito propiciatorio. La misteriosa fiesta de los Anábsoro, los seres sobrenaturales, invoca buenas presas y frutos abundantes a través de la irrupción brusca de fantasmas de cuerpos rojos, blancos y negros, de cuerpos impresos o listados; a través, por fin, del profundo coro de gritos que se desdobla repitiéndose, idéntico, en puntos distintos de la aldea y, desde el círculo ceremonial, se arrastra hasta el bosque, se estira en un largo murmullo y estalla en un enjambre de chillidos de pájaros y aullidos de bestias, en un clamor de voces de espíritus que espantan a niños y garzas.
Hoy, huyendo de la explotación de los obrajes y dejando atrás sus montes devastados, los tomáraho comienzan a sedentarizarse en su nuevo hábitat de Peishiota y deciden -no les queda más remedio- volverse, en parte, agricultores. Es un cambio brusco y tajante: supone pasar de golpe a otro estadio, a otro tiempo. Por ahora siguen aún representando el ceremonial sin mayores trasformaciones; es demasiado pronto como para que el rito acuse el impacto de la nueva historia. Pero ¿qué pasará después con esta ceremonia de cazadores/recolectoras? ¿se extinguirá brusca o paulatinamente? La posición que criticamos responderá que después, nada; que tal ceremonia está armada con formas condenadas, con andamiajes anacrónicos que en breve se derrumbarán siguiendo la suerte de los sistemas (paleolíticos) que les sostenían. Esta respuesta sería verdadera si el cambio, impuesto compulsivamente, no dejara margen alguno para que la comunidad pueda reinterpretarlo. Esto no ocurre siempre, pero, lamentablemente, ocurre. Analicemos el caso de otros dos grupos ishir (los ebytoso). Su reciente historia muestra la muerte brusca del ritual cuando la comunidad es vaciada por los misioneros o minada por la explotación; en Puerto Esperanza una comunidad ha sido despedazada por sectas fanáticas: los indígenas que la integraban ya no tienen imágenes comunes y perdieron el deseo de soñarlas. En Puerto Diana se encuentra asentado otro grupo ebytoso; socavado por ganancias y creencias extranjeras, es ahora una sombra de la historia que les avergüenza, es semillero de mano de obra barata, carne de prostíbulo. Como tantas otras, estas comunidades han perdido la vitalidad simbólica, la fuerza para interpretar las nuevas condiciones.
Cabe analizar ahora la otra situación, la que ocurre cuando el grupo conserva un espacio de producción significante. En este caso, la comunidad puede reconstruir un imaginario social que incluya las nuevas condiciones; entonces se reacomoda el culto, se adaptan las explicaciones de los orígenes y surgen otras figuras para nombrar situaciones recientes. Suponer que las matrices de sentido de las culturas están definidas en forma absoluta por condiciones sociales "originarias" implica moverse aún dentro del mito de que los mitos no tienen historia. Sin embargo, los relatos tomáraho explican hoy la aparición de los blancos, de los caballos, del avión y de las armas de fuego y narran la participación de los héroes míticos en la Guerra del Chaco (1932-1935). Y muchos viejos ebytoso mantienen aún a los Anábsoro como polizones escondidos en la nueva religión: identifican aAshnuwerta con la Virgen y a Nemur con Jesucristo, y explican el ocaso de la propia cultura como el cumplimiento de la maldición del último anábsoro43.
Refiriéndose a este tema, y evocando la vieja hipótesis de Lévi-Strauss que Clastres aplicara al estudio de la cultura aché, Miguel Bartolomé supone que los zamuco pudieron haber sido grupos arcaizados, antiguos agricultores vueltos cazadores por la presión de nuevas condiciones históricas; la original matriz cultural neolítica se habría reacomodado, así, a la situación paleolítica (que desde una perspectiva evolutiva significa una regresión). Y compara este caso con el de los agricultores araucanos que, huyendo de los estragos que las guerras fronterizas causaban en sus territorios, se instalaron en el s. XVIII en la Argentina y se volvieron cazadores ecuestres, primero de avestruces y luego de vacas cimarronas, hasta convertirse, finalmente, en pastores sedentarios. Por eso, en el ritual araucano contemporáneo se advierte la coexistencia de diversos mundos estratificados: es esencialmente una ceremonia de agricultores a la que se le agregaron votos propiciatorios de recolección y sacrificios de animales (originados en la experiencia de cazadores-recolectores) y, luego, formas correspondientes a su actual estatuto de pastores. Difícilmente, imagina Bartolomé, un judío o un cristiano de Nueva York recuerden hoy que el culto que están practicando corresponde en sus orígenes a una religión de pastores, readaptada, crecida y vuelta otra sobre el fondo de su universo cultural primero44.
¿Cuál es la materia del arte occidental, al fin y al cabo, sino un cúmulo de residuos, de diferentes sustratos y formas pertenecientes a otras historias, a sistemas sucumbidos, a situaciones hace mucho olvidadas? Aunque hoy las condiciones del arte contemporáneo sean otras, aunque le pesen formas y le lastren métodos considerados caducos, sus imágenes siguen asumiendo los presupuestos de la Ilustración. Pero tampoco las formas ilustradas brotaron de la nada: se construyeron sobre signos previos que habían sobrevivido a sus destinos: formas fugitivas de sus propias historias, refugiadas en otros tiempos donde lograron establecerse y reproducirse. ¿Cuántos remanentes de sistemas olvidados sedimentan la iconografía contemporánea, los códigos visuales vigentes, las técnicas aún utilizadas? ¿cuántos símbolos paleolíticos, pastoriles o feudales, nutren el embrollado patrimonio que reivindica el arte de Occidente?
Por eso, si aquella olvidada comunidad tomáraho logra mantener abierta la posibilidad de generar sentido, podrá, en tensión con la historia, contestar los desafíos que ésta le traiga y reformular viejas formas o sustituirlas por otras nuevas que estarán siempre alimentadas de los detritos de aquéllas y animadas por sus fantasmas45.
LOS DUEÑOS DEL SÍMBOLO
De lo desarrollado hasta ahora en este capítulo puede inferirse que la cuestión no radica en si se debe conservar, proteger, superar o cambiar el arte popular; planteado así el problema, sin incluir la perspectiva ni la participación de los sectores populares, llevaría siempre a soluciones populistas y tuteladas. La discusión sobre el destino del arte popular debe ser propuesta considerando su propio proceso de constitución. Una obra no es popular por cualidades inherentes suyas, sino por la utilización que de ella hagan los sectores populares; mientras éstos mantengan el control de su producción, el objeto seguirá siendo una pieza de arte popular aunque cambien sus propiedades, sus funciones y sus rasgos estilísticos. En tanto que los pueblos sean los protagonistas de su propia producción estética, seguirán generándose formas, tradicionales o no, de arte popular. Y el destino de cualquiera de estas formas dependerá de que se encuentre o no avalada por un cuerpo de representaciones colectivas; de que la comunidad pueda o no sentirse reconocida en esa forma, de que cuaje o no momentos de su identidad y de su experiencia, de que se vincule o no con su sensibilidad y su historia. Las nuevas condiciones que separan al campesino y al indígena de sus productos crean dificultades serias. Pero ese desfase no debería ser considerado como la trasgresión de una norma, sino como la expresión de un conflicto que puede tener muchas soluciones.
Ya desde los primeros tiempos coloniales hubo una intensa producción de piezas que escapaban al sistema de autoconsumo y trueque, tales como las imágenes religiosas creadas para altares familiares y capillas de los pueblos, y algunos artículos que, por caros y suntuarios, eran utilizados más por los criollos acomodados que por el campesinado46. Todas éstas son expresiones impregnadas del espíritu sobrio y simple que caracteriza en el Paraguay el arte campesino; son formas populares, aunque su consumo no coincida exactamente con el de la comunidad que las creó47.
Cuando una comunidad campesina logra conservar el control de su producción simbólica y crear signos en los que se reconoce y mediante los cuales se expresa, esos signos son populares, aunque las nuevas condiciones económicas los desliguen de muchas de sus funciones. Un campesino no deja de ser campesino ni deja su cultura de ser popular porque sus cultivos pasen a ser regidos desde una economía de subsistencia a una de mercado. Y su producción artística no puede ignorar ese cambio: se reubica ante él, discute sus términos, se readapta a ellos.
El mercado capitalista conforma un espacio provisto de determinadas propiedades. Cualquier objeto artístico que lo cruce se desdobla y una parte suya se convierte en mercadería, se fetichiza y se escapa. Parcialmente ubicado su trabajo en ese espacio, independientemente de su voluntad, el campesino se separa a medias de sus productos. Cómo responderá a esta situación para generar nuevas formas que enfrenten el conflicto, es cuestión insoluble desde afuera. Por ahora, muchas de las modalidades anteriores (las regidas por la lógica del valor de uso) siguen vigentes, empujadas por un impulso propio que, evidentemente, no bastará para sostenerlas en el vacío mucho tiempo. Pero la imaginación popular ha logrado sortear retos por lo menos tan difíciles como éste. Las comunidades saben que, mientras tanto, se vuelve necesario conservar una básica reserva simbólica para resistir el trauma de los bruscos impactos nuevos y nutrir la capacidad de generar otras formas; se prenden, por eso, al hilo de una experiencia que hilvanó tantas figuras y sostuvo tanta memoria. Desde la base de una historia segura resulta más fácil intentar nuevos rumbos.
A veces la imagen se desvanece al convertirse su objeto en otra cosa. A veces sucumben las formas ante la fuerza de desafíos aplastantes. Algunas ceramistas de Itá, por ejemplo, no pudieron enfrentar las nuevas condiciones que les planteaba el mercado y comenzaron a producir compulsivamente cientos de piezas idénticas; inexpresivas no por reiteradas, sino por opacas (son trastos mudos sin huellas de memoria ni deseo; a ellos no se les ha infundido pasión ni confiado secreto alguno).
Por eso es importante que ante nuevas situaciones, tantas de ellas adversas, los sectores populares se apañen para encontrar suelo firme desde el cual enfrentarlas. Es inútil bendecir o condenar alternativas desde una posición exterior a estos sectores; en la medida en que esas opciones puedan patrocinar recambios necesarios y avalarlos formalmente, serán válidas. En este sentido, la cultura popular tiene el derecho de usar todos los canales e instituciones (que, desde otros lugares, la interceptan e interpelan) y convertirlos en refugio, en trinchera, en cornisa de salvación o hasta, quizá, en base de impulso para posibles vuelos. Desde este punto de vista es incuestionable la decisión de utilizar el mercado y bregar por precios más justos que reconozcan el valor de la creatividad popular. Desde esta posición cobra un nuevo valor el intento de ensanchar todos los espacios que resulten útiles, aun provisionalmente, para resistir o elaborar nuevas formas48.
Pero la ampliación de esos espacios no basta. Si la energía última de las formas y el secreto de su eficacia se sustentan en la cohesión de la comunidad, entonces, se debe, además, fortalecer la identidad social y apuntalar los imaginarios que aglutinan la comunidad. Es que si se considera que tanto la subalternidad -en cuanto posición desfavorecida en un campo conflictivo de fuerzas- como la autoafirmación comunitaria son rasgos básicos de lo cultural popular, entonces, conquistar terreno político, por un lado, y afianzarse internamente, por otro, deben constituir los momentos inseparables del proceso de resistencia y crecimiento de la cultura popular y la única garantía de su continuidad. Por más adversa que resulte la escena histórica que lo condiciona, cualquier sector culturalmente afirmado podrá conservar sus espacios, ganar o negociar posiciones y conquistar protagonismo en la elaboración imaginaria de sus realidades.
Pero además, la propia organización de los sectores populares, la afirmación de sus particularidades y la construcción de sus subjetividades comunitarias constituyen factores fundamentales para que puedan proyectarse sobre la sociedad civil, confrontarse con los otros sectores y articular sus luchas y reivindicaciones en función de intereses compartidos. Cuanto más afirmado culturalmente se encuentre un sector, mejor podrá aportar a la construcción de un espacio público, por nocivas que fueren las fuerzas históricas que empujan en contra.
LA MODERNIDAD DEL ARTE POPULAR
Pero estas fuerzas existen y empujan bastante fuerte; el destino del arte popular depende también de destinos ajenos. Porque si se admite que este arte puede cambiar y modernizarse, ¿de qué modernidad estamos hablando? Y esta pregunta cobra especial importancia en un momento en que se discute con vehemencia el sentido mismo de la modernidad. ¿Debe el arte popular uncirse a una temporalidad ajena para acceder a la modernidad o será que tiene derecho no sólo a un ingreso propio en la modernidad, sino a una modernidad propia?
Esta pregunta complicada remite una vez más a aquel problema característico de toda producción cultural latinoamericana encuadrada en proyectos y categorías extrañas. El hecho de que el arte popular, entendido fundamentalmente como precapitalista, sea considerado hoy desde un punto ambiguamente denominado posmoderno, ilustra bien el riesgo de que termine disuelto en un espacio fantasma desarrollado entre un pre y un pos que marcan el antes o el después de experiencias e ilusiones extranjeras. Una crítica de la modernidad en América Latina debe ser vista, consiguientemente, más desde la perspectiva de una experiencia adulterada e incompleta que desde la de un momento agotado. Lo moderno periférico no es corolario de procesos propios, sino consecuencia de imposiciones y seducciones, producto de dependencia y de consumo. Es una modernidad contradictoria, un proyecto a medias siempre forastero, movido tanto por el despliegue de una Razón apenas asumida como por las razones de un mercado omnipresente, más compartidas en sus costos que en sus rentas. Es una modernidad de segunda, orientada a monumentales programas de los que será siempre periferia; alumbrada por grandes ideas cuyos fulgores y beneficios llegan difusos a este lado del mar, a este costado oscuro de la historia.
Por eso, tanto como criticar la modernidad cabe desde la periferia criticar su crítica, enunciada en los umbrales de una zona confusa; una escena espectral desde donde la con ciencia moderna diagnostica su propia crisis y anuncia su auto superación proclamándose ya en situación de pos de sí misma (en un gesto que, por cierto, reitera la omnipotencia y el narcisismo del momento que impugna). Devenimos, así, desesperadamente contemporáneos: aturdidos titulares de un estatuto de pos (posmodernismo) que lógicamente debería ser adjudicado de manera retrospectiva. Este momento, sumido en las decepciones y desencantos que acarrea su propia impugnación de los mitos modernos, renueva el malestar heredado de la cultura de la que, con tanto afán, pretende desmarcarse.
Ahora bien, de ida aún hacia una confusa modernidad, las culturas periféricas no tienen en verdad por qué cargar con todas las consecuencias de procesos a que asisten, en parte, sólo como espectadoras pasivas o en los que participan en el papel ya prefijado de perdedoras. Tanto el culto a un progreso indefinido, dependiente de modos industriales de producción, como la interesada glorificación de la razón tecnológica y la expansión avasallante del funcionalismo internacional, invadieron las historias latinoamericanas y dejaron frutos bastardos, terrenos uniformados -cuando no baldíos- y beneficios parcos -cuando los dejaron. En realidad, los sectores populares de América Latina no terminaron de creer en el progreso sin fracturas ni retrocesos, ni tuvieron demasiada confianza en una Razón que, profundamente, nunca asumieron. Deben, pues, estar atentos para no pagar el costo de utilidades que no tuvieron tiempo (ni derecho) de percibir. "Condenados a vivir en un mundo donde todas las imágenes de modernidad nos vienen de afuera y se vuelven obsoletas antes de que alcancemos a materializarlas" (Brunner. 1986.58), dispongámonos a sacar ventaja de ese escamoteo no pagando los platos rotos de banquetes ajenos. En esa perspectiva, los pueblos periféricos pueden resistirse a compartir la suerte que se auto asignan ciertas saciadas culturas centrales que, viéndose acorraladas en el brete de sus propios procesos, retroceden o intentan evadirse, sienten cancelada su posibilidad de anticipar otro tiempo y renuncian a reconocer en la práctica artística una manera de volver sobre la historia y rebatir sus verdades.
Las prácticas artísticas desarrolladas en América Latina no han agotado muchas experiencias ni transitado siquiera caminos que hoy parecen clausurados; no han compartido supuestos, historias ni valores, responsables de muchas frustraciones y desengaños; gran parte de ellas es producida por sectores marginados, desconocidos casi, y se alimenta de otra memoria y otros deseos. Aún le quedan, pues, oportunidades para proponer proyectos a través de antiguos mitos o de símbolos recién adquiridos; aún tienen derecho a la utopía. Sin embargo, hoy puede resultar conveniente aprovechar ciertos momentos de la crítica de la modernidad vinculados con el reconocimiento de la alteridad (aunque, obviamente, los derechos de la diferencia sean enunciados en el idioma del centro). Así, el cuestionamiento de la existencia de un solo modelo cultural, fraguado en los moldes de Occidente, permite conceder nueva atención a voces paralelas, a murmullos distantes: a silencios que arrastran gritos demasiados. Y permite volver a formular preguntas que han resonado siempre en las discusiones sobre el arte popular: ¿Qué destino último tiene ese arte en el gran engranaje de una historia globalizada? ¿qué lugar asigna a sus formas rezagadas un programa que apunta siempre hacia delante?
Pero, apenas formuladas, el sentido mismo de estas preguntas suena hoy extemporáneo. Quizá el prestigio de la Razón se recupere pronto y busque ésta otra vez enhebrar todas las cosas en nuevas totalidades y hermanar todas las imágenes en un solo recuerdo y todos los signos en un mismo molde. Mientras tanto, podemos aprovechar este resquicio, esta tregua tal vez, para detenernos en momentos menudos que no encajan en los proyectos universales ni gozan del aval del mercado; algunos jirones de culturas condenadas que sobreviven tercamente a decretos y previsiones49.
Es inútil preguntarse por el futuro de muchas formas brotadas al costado de una historia única. El hecho es que ahora mismo existen. Acorraladas y amenazadas, apoyadas sólo en su propia memoria o en su puro presente, están ahí, latiendo vivas, reflejando, cada una, una porción entrecortada del tiempo. Cuando los caciques ayoreo son vencidos y llevados a las misiones, dejan sus coronas de pieles y plumas: han perdido el derecho y el orgullo de llevarlos. Cuando los han perdido amanes ishir se acercan a las estancias para ofrecer su salud y su trabajo, ya no lucen guirnaldas ni pinturas. Pero los últimos shamanes y caciques libres buscan afanosamente las aves elegidas y confeccionan con paciencia y sin apuro complicados atuendos rituales que ya no usarán sus hijos, pero que ahora mismo pueden convocar la verdad efímera de su momento; pueden conjurar tiempos ajenos y capturar en su levedad insoportable un instante intenso y fugaz, hermoso y real como un relámpago.
NOTAS
33Entre los guaraní, esas expresiones comprenden la ornamentación plumaria, la cestería y la cerámica ceremonial; entre los grupos chaqueños, las pinturas corporales, el tatuaje y los tejidos de fibras vegetales; en todos los casos, las ceremonias principales.
34Gran cantidad de elementos considerados "típicos" de ciertas culturas corresponde a adopciones repentinas y, en muchos casos, relativamente recientes: los adornos de abalorios -característicos de ciertas etnias chaqueñas- son confeccionados con cuentas de vidrio de Murano o de Venecia introducidas por los misioneros; la cerámica y los tejidos de lana, tan representativos de la cultura nivaklé, así como la típica cestería ishir, provienen de tardía influencia colonial e interétnica; la talla en madera -convertida en un medio expresivo certero y seguro- deriva de las reducciones civiles o misioneras y carece de cualquier antecedente en la práctica indígena pre colonial.
35Si bien reelaboradas por la sensibilidad guaraní, algunas de las más representativas manifestaciones del arte criollo derivan directamente de Europa, tales como el ñandutí -procedente del encaje de Tenerife-, la imaginería religiosa, el cuero repujado, la orfebrería y la ebanistería. Otras expresiones heredadas de culturas indígenas sufrieron importantes transformaciones estéticas y funcionales a partir de la influencia colonial.
36También en otras situaciones han surgido nuevas formas cargadas de un temperamento propio; cierta cerámica aparecida en las últimas décadas en Areguá (figuras hechas con torno o moldes y pintadas con esmalte industrial) logra significar aspectos nuevos de la cultura suburbana y acceder a otra originalidad (ver Salerno. 1983, 20). Últimamente han surgido manifestaciones populares que utilizan materiales de desecho industrial (como los candelabros y faroles hechos de hojalata), temas de la cultura de masas y elementos prefabricados. Pero en todos estos casos la eficacia expresiva no ha sido sacrificada: las novedades han sido absorbidas y recreadas por la colectividad.
37A partir de la década del 50 ciertas compañías petroleras comenzaron a hacer perforaciones de prueba en Cerro León (Chaco paraguayo). Las incursiones en tierra de los ayoreo produjeron violentos enfrentamientos que culminaron con la muerte de algunos paraguayos y varios indígenas. El caso del ayoi nos fue proporcionado por Luke Holland, de Survival International, quien, después de varios años de sucedido el mismo, compró la pieza por un precio irrisorio en la Misión To New Tribes (donde se encontraban ya reducidos los indígenas) y la donó al Museo Etnográfico Andrés Barbero, de Asunción.
38Este proceso de mercantilización de la economía natural se produce fundamentalmente a partir de, por un lado, la Reforma Agraria y, por otro, la imposición a nivel de hegemonía del capital financiero. Este fenómeno tiene gran auge durante la Segunda Guerra Mundial y se constituye desde entonces en un sostenido e ininterrumpido avance del capital sobre el campo. A partir de allí el campesino comienza a ser productor de una mercancía universal, de un mercado de exportación (algodón, soja, tabaco, cte.), y ser parte importante de la producción de toda la colectividad económica del país; no produce ya para su comunidad, sino para Asunción, para las multinacionales, para el resto del mundo.
39Recién desde fines de la década del 60 comienza un efectivo proceso de urbanización en el Paraguay. "Otro factor en la configuración de la cultura paraguaya es la inexistencia de un proceso urbano dinámico", señala Morínigo. "El Paraguay hasta la década del 70 fue un país rural. Si bien existía una primacía indiscutible de Asunción, la economía rural-campesina y el peso poblacional impedían una acción influyente de la cultura urbana sobre la cultura campesina. Al contrario, Asunción, como ciudad de migrantes campesinos, sin un proceso de industrialización capaz de absorber las corrientes migratorias, se conformó, en parte, bajo el influjo de una cultura rural" (Morínigo. 1986, 53).
40Baudrillard analiza la autenticidad buscada desde el sistema dominante en ciertos objetos ("singulares, barrocos, folclóricos, exóticos, antiguos") que cumplen una función muy específica en el marco de ese sistema: significan el tiempo, pero no el tiempo real, sino sus signos o indicios, lo que se recupera en ellos. La lógica del sistema, aunque con dificultad, intenta controlarlos, ya que "natura y tiempo, todo se consuma en los signos". Por eso, por auténticos que sean esos objetos, siempre tienen algo de falso. (Baudrillard. 1985, 83-96).
41Bajo este punto se discuten los intentos de "salvar" el arte popular desde un lugar ajeno a su práctica, pero esta discusión no desconoce el derecho de los creadores de subrayar tal o cual momento de los procesos que impulsan.
42El museo que la cultura dominante tiene destinado a la popular no es el de arte, sino el de folclore, etnografía, antropología o historia.
43Nota de la edición actual: Estas figuras se refieren a las divinidades superiores del Olimpo ishir; Nemur había lanzado una maldición mítica a los seres humanos luego de que el orden simbólico quedara establecido y los anábsoro -las deidades- fueran exiliados del mundo humano. Los ishir interpretan que, en parte, esa maldición se está cumpliendo en la condena al exterminio que pesa sobre su pueblo.
44La cita recoge un momento de una entrevista mantenida con Miguel Barrolomé en abril de 1987 en torno a la actual situación de los ayoreo, reducidos por la fuerza a las misiones de la secta To New Tribes.
Nota de la edición actual: Posteriormente, en 1988, esta entrevista fue publicada en el libro Misión: Etnocidio.
45Nota de la edición actual: Luego de veinte años del cambio relatado, el ceremonial de los tomáraho continúa siendo representado, perdidas algunas formas y reinventadas o cambiadas otras.
46Por ejemplo, el ñandutí, fino encaje que adornaba altares y vestidos elegantes; la orfebrería en oro y plata (mates, aperos y joyas), los muebles con taraceas y embutidos, las puertas ricamente labradas, productos todos éstos que se difunden desde fines del s. XVIII a requerimientos de una nueva burguesía comercial, más refinada que la derrocada fracción comunera.
47Lauer sostiene que "es el aspecto de producir adelantándose a una demanda que opera fuera de la localidad y, la región (y del sector dominado) lo que constituye el rasgo característico, inicial, del ingreso de los creadores del precapitalismo a un mercado de otro tipo" (Lauer. 1982, 87). Pero en el Paraguay colonial y, especialmente, en el republicano, la producción de los artesanos se adelantaba a la demanda en casi todos los casos que recién mencionamos: por ejemplo, los plateros negros que vivían en los alrededores de Asunción, los imagineros, los ebanistas de Itá, las bordadoras de ñandutí, etc., acumulaban productos para la venta fuera de la comunidad.
48Especialmente en el caso de las culturas étnicas, el apoyo a la lucha por un ámbito propio de creación es tan fundamental como el derecho de reivindicar un espacio para vivir. La creación asegura la identidad del grupo y es fuerza de resistencia. Sometidas a procesos etnocidas, las comunidades se desvertebran y se pierden.
49Este último punto no se refiere ya a aquellos signos que pueden readaptarse a las nuevas circunstancias y crecer a pesar de ellas, sino a los que parecen no tener posibilidades de recambio.
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