EL ARTE DE LAS MISIONES: LOS JESUITAS
Por TICIO ESCOBAR
EL ARTE DE LAS MISIONES: LOS JESUITAS
LA CUESTIÓN DEL ARTE.
La circunstancia de que la confección de pinturas, retablos y, muy principalmente, esculturas misioneras se hallara sometida en los talleres a un controlado sistema de copias–sistema que no dejaba margen a la libertad expresiva del indígena-, así como el hecho de que tal confección estuviere orientada exclusivamente a fines extraartísticos, básicamente de evangelización, plantea dificultades a la hora de hablar de un “arte de las misiones”, como de un “arte colonial”, en general: todo el sistema de la Colonia desconoció esa posibilidad.
Cuando se habla de “arte” pues, se usa ese término con cautela y conciencia de su arbitrariedad: sirve para nombrar aquellas prácticas o productos que, desde la manipulación de la forma sensible y el juego de la imagen, precipitan nuevos contenidos expresivos, verdades oscuras que aparecen, por un instante, vislumbradas. Es decir, el arte moviliza sentidos que trascienden la función (en este caso evangelizadora) del objeto. Éste es, obviamente, un concepto moderno de arte, pero resulta útil para encarar retrospectivamente objetos históricos marcados por un plus de significado, auratizados.
Volvamos, pues, a la cuestión: hasta qué punto puede hablarse hoy de artisticidad con relación a formas anteriores impuestas, copiadas y desprovistas de toda intención creativa.
Resulta, de entrada, evidente el valor estético y expresivo de una parte considerable de la producción colonial santera. Al lado de muchas piezas inertes y deslucidas, producto desganado de un trabajo obligatorio de taller o intento pretensioso de remedar el espíritu europeo, se afirman piezas originales, potentes en sus razones nuevas. ¿Dónde se habrían apoyado esas razones que no fuera en los ámbitos regidos por el programa misionero? ¿Cómo lograron colarse en un espacio tan estrictamente controlado?
Partamos del caso más extremo, por su eficacia reduccional, el jesuítico. La intención de los jesuitas era no sólo promover un arte (entendido en su acepción de “oficio”) basado en el calco de las obras europeas, sino mantener, aunque implícito, el sentido original de esos modelos; reproducir la sensibilidad y el gusto de las metrópolis, considerados paradigmas universales de lo estético. Los artesanos de las misiones debían adscribirse al ideal de belleza central y, sin intentar producir arte, transcribir los gestos, trazas y proporciones del arte copiado. Según el criterio de los maestros jesuitas, las mejores obras eran aquellas que más se identificaban con ese ideal ajeno. Sepp escribe que las pinturas hechas por los indígenas reducidos “son tan vistosas y magistrales que… se apreciarían en la Roma misma” (24) (“en una catedral alemana”, dice en otro lado (25)). Desde este afán, las señales de identidad que por descuido, impericia o voluntad de autoafirmación dejare el indio copista, eran consideradas cifras de un extravío irremediable. Cuando el provincial Luis de la Roca realizó una visita a las misiones jesuíticas a comienzos del s. XVIII, ordenó que se cambiasen muchas de las esculturas y pinturas por obras “decentes”. Comentando este hecho, Furlong llega a esta conclusión: “Hubo, así, en las Reducciones, como fuera de ellas, la imaginería barata y popular” (26). Esta imaginería “no decente” sería aquella marcada por el estigma de la diferencia. Es posible que entre la obra descartada por el provincial se encontraren las piezas más significativas del arte misionero: aquellas capaces de expresar el breve margen de coincidencia o cruce entre lo que siente el indio y lo que quiere el misionero.
A partir del s. XVIII, muchas de las piezas decentes ya lograban coincidir con el original.
En este contexto, Furlong refuta con orgullo el error de “considerar de procedencia europea las obras de rasgos más finos y de méritos más innegables, y considerar de factura indígena las más toscas y primitivas. Todas estas estatuas… son de origen americano, aun cuando en unas predomina el aire de la estatuaria italiana y, en otras, la alemana” (27). Pero es, sin embargo, en el s. XVIII cuando, paralelamente a la producción de las obras celebradas por los padres, se consolida lo que, forzando un poco el término, podríamos llamar “estilo” jesuítico. Es decir, “estilo” como sello de una tendencia formal específica, no como reflejo de una historia ajena. Retomemos la pregunta ¿cómo pudo colarse la diferencia en un sistema impermeable?
(26) Guillermo Furlong, S.J., Historia Social y Cultural del Río de la Plata (1536-1810), Tomo II, El transplante cultural: arte, Tipográfica Edit., Buenos Aires, Argentina, 1969, pág. 315. Aunque Furlong sostiene que esas imágenes eran producidas en serie, aclara que no se refiere a la realizada en molde por Sepp; lo serial debe, pues, ser entendido en este caso como sinónimo de repetitivo, carente de originalidad.
(27) Misiones…, op. cit., pág. 494.
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Detalla de talla de retablo. Taller jesuítico. s. XVIII.
CAV/Museo del Barro.
LOS LÍMITES DEL SISTEMA JESUÍTICO
Debe considerarse que, aun poderoso, el orden jesuítico no podía resultar perfecto. En primer lugar, aunque aspirasen a encarnar en tierras bárbaras el arquetipo de belleza clásico o barroco, los misioneros sabían que, en las difíciles condiciones que imponían esas tierras, debían hacer la vista gorda ante ciertos descarríos de la copia. La ausencia de tradición figurativa del indígena (cuyas representaciones fueron siempre abstractas), así como su vocación visual escueta, su falta de pericia en esculpir y pintar y su desinterés en realizar una tarea cuyo alcance no compartía, le llevaban a distorsiones de la imagen que, por forzosas, debían ser toleradas. Indudablemente, luego de casi dos siglos de práctica, la capacidad de copiar el modelo -e incluso de comprender, si no compartir, ciertos sentidos suyos- acercaron al copista a los modelos. Pero a lo largo de ese tiempo, la destreza habría crecido y, con ella, la capacidad de expresión y aun el talento: ya se encontraba el artesano en condiciones de reinterpretar la forma impuesta, de domarla, de contaminarla con las cifras obstinadamente infieles de la memoria. También esta situación debía ser aceptada por los jesuitas, que ni ante las deformaciones de la imagen ni ante su expresión renegada podían hacer demasiado con los medios con que contaban.
La falta de recursos técnicos constituía, en efecto, otro problema que limitaba la escrupulosidad del sistema. Falta de materiales, en primer lugar, especialmente de pinturas (según Furlong, la escasez de tintes habría condicionado el predominio de la escultura en la región (28)); carestía de obras originales que sirviesen de modelo, después: en la gran mayoría de los casos, los copistas empleaban estampas como muestras, lo que conspiraba contra la fidelidad de copia, sobre todo en el caso de que ésta requiriese soluciones tridimensionales.
Otro problema: el relativo a los maestros especializados. Éstos no abundaban ni abundaba el talento en ellos; fuera de Luis Berger y Luis de La Croix (o La Cruz, en ciertos documentos) en el s. XVII y Brasanelli en el XVIII –artistas medianos, aun ellos– no aparecieron en las reducciones tutores de nombres destacables (29). Quienes instruían en los talleres eran esmerados padres y hermanos, formados ellos mismos por presión de las circunstancias, ya que, como escribe Cardiel, “a poca aplicación y práctica salen maestros” (30).
Los jesuitas tuvieron que asumir estas restricciones, como otras tantas ocurridas en otros ámbitos. Al fin y al cabo, no se trataba de sacar artistas, sino de salvar almas y, para ello, de mantener ocupados los cuerpos en tareas decorosas. Y productivas. Cuando no había otro remedio que ser flexibles, los jesuitas sabían serlo: al comienzo de las reducciones toleraban muchas cosas para poder exigir después el cumplimiento riguroso de las otras, las innegociables. Con la copia de las imágenes fueron todo lo inflexibles que pudieron ser, pero aceptaron razonablemente las reglas del juego subtropical y apartado.
Sabían que sus disculpas serían disculpadas: en 1865, casi cien años después de la expulsión de la Compañía de Jesús, De Moussay, luego de visitar la misión de Santa Rosa, escribe que, aunque hay mucho que objetar, “desde el punto de vista del arte...” “sus estatuas distan mucho de ser perfectas; los ornamentos no manifiestan un gusto puro, refinado…”. Sin embargo admite que “cuando se piensa con qué elementos, en qué país, y a qué distancia de Europa los Padres de la Compañía de Jesús han realizado semejantes maravillas, se queda uno profundamente admirado” (31).
Ahora bien, por esas pequeñas hendiduras del bloque jesuítico pudo filtrarse el mirar desviado del indio copista. Esa mirada incontrolable permitió la aparición de contornos, de trazos, de sombras rápidas: evidencias, fugaces pero intensas, de encuentros y colisiones; de creencias readaptadas, impugnadas o porfiadamente cauteladas. El mundo guaraní tradicional se había roto y vuelto irrecuperable; quizá para expresar sus ruinas o compensar la pérdida o nombrar casi en silencio los gérmenes de posibles signos nuevos, el guaraní misionalizado encontraba en las formas extranjeras un cobijo mínimo: una guarida abierta en los últimos rincones adonde no alcanzó a llegar el control misionero. Ésa es la base de la diferencia.
Sin ella, todo el arte jesuítico no sería más que una copia adulterada de modelos mediocres.
La fuerza de muchas esculturas jesuíticas se alimenta de las reservas bárbaras que cautelan los intersticios del sistema jesuítico: desde ese capital furtivo pudieron ellas desplegar con decisión sus formas imperfectas.
(28) Ídem, pág. 525.
(29) Fuera de los nombres conocidos, ya citados, dice Josefina Plá: “de los jesuitas gestores del arte misionero sería imposible afirmar en general que fueran artistas notables… de la mayoría de ellos no nos consta siquiera que fuesen alumnos de un imaginero o pintor famoso de la época”. El Barroco Hispano Guaraní, Editorial del Centenario S.R.L., Asunción, 1975, pág. 67.
(30) Cit. en Plá, op. cit., pág. 67.
(31) Cit. en Furlong, Historia…, pág. 580.
CRUCIFIJO, Taller jesuítico. S. XVIII. CAV/Museo del Barro.
ESTILOS
Los modelos jesuíticos se basaban en tendencias diferentes; básicamente clásicas, tardo-renacentistas, manieristas y barrocas. Es posible que estas últimas llegaran tardíamente, a fines del s. XVII o, aun, a comienzos del XVIII (32), pero devienen sin duda el componente más definido en la constitución de lo que podríamos llamar un “estilo jesuítico”. La desmesura barroca se encuentra en el extremo opuesto de la austera sensibilidad guaraní.
Expresado fundamentalmente en las formas abstractas de la pintura corporal, el ajuar plumario, la cestería y la cerámica, el sentido estético nativo chocó enseguida con la figuración realista europea que suplantaba esas expresiones. El conflicto no provenía solamente de incompatibilidad de registros simbólicos, sino del hecho mismo de la sustitución, de un cambio forzado. Pero la divergencia de los sistemas visuales en pugna agravaba la violencia de esa imposición y exasperaba la tensión de las formas. Quizá esa misma tensión haya alimentado las fuerzas en juego y empujado las imágenes hasta el límite: la crispación extrema de la forma, en puja con un contenido o con otra forma, constituye un agente propulsor de hecho artístico. Quizá, producida a lo largo de tanto tiempo, la repetición del guaraní de la imagen extranjera le haya llevado a descubrir cruces rápidos con su historia nueva o a negociar acuerdos secretos con ella: el desconocido dramatismo que acercó el barroco, la flexibilidad de sus formas, su carácter teatral, su riqueza de recursos y efectos para conmover la sensibilidad, todas esas notas suyas, brillantes y seductoras, están preparadas para expresar experiencias, memorias y aspiraciones distintas, sobre todo cuando éstas ya han sido cribadas por las categorías de la misión.
Aunque nunca el guaraní haya terminado de asumir el sentido del mundo cristiano, luego de más de ciento cincuenta años de reducción tampoco era ya el mismo avá montés: de hecho, cuando intentó, no pudo readaptarse a “su vida de antes”. Ese indígena casi plenamente aculturado pero nunca totalmente evangelizado, a medio camino ya entre dos cosmovisiones estéticas, poseedor de destreza expresiva y conciencia de cierto status privilegiado de santo apoháva, pudo haber encontrado en la plasticidad barroca una posibilidad de expresar nuevos contenidos que aún carecían de imagen. De haber ocurrido, todo esto ocurrió a contrapelo del rumbo misionero, en sus intersticios como queda dicho, aunque aceptado en el margen de error que contempla el más calculado de los proyectos.
Ramiro Domínguez sostiene que el esquematismo visual guaraní, al verse invadido por la “orgía de expresión” y el patetismo del barroco, resiste tratando de contener los excesos de éste e imponer la tendencia depurada y lineal de su propia estética. En este proceso se habrían dado tres momentos: el primero correspondería al transplante directo de las pautas europeas; el segundo, a un sincretismo en el que coexisten elementos indígenas y europeos; y el tercero, al triunfo de las formas del indígena, que se autorrecuperan después de remansar la exuberancia barroca y purificarla según sus propios códigos (33).
El resultado es una obra cuyo fuerte valor expresivo ocurre en el límite de la brusca parálisis del movimiento realista, una obra cuyo “esquema resulta barroco por su profusión pero no por su movimiento”, por usar una eficaz figura de Josefina Plá. Así, el complicado armazón tridimensional que sostiene la representación verista sufre un súbito lance de detención que congela el gesto, altera la composición y, por lo tanto, la proporción; endurece el diseño, modera la perspectiva y subraya la línea. La característica pieza de lo que se llama, con propiedad o no, “barroco hispano-guaraní” corresponde a una escultura cuya convulsión de pliegues, ondulaciones y curvaturas se resuelve en ángulos rígidos, planos y líneas rectas. A diferencia de lo que sucede con la típica escultura franciscana, cuyo andamiaje entero se esquematiza y simplifica, la jesuítica más representativa conserva la complejidad de su arquitectura interna, pero la descompone en diversas partes simplificadas una a una, de modo que el conjunto entero debe apelar a nuevos principios de equilibrio: un juego de simetrías rearticulado mediante rígidos contrapesos geometrizados que niegan el dinamismo barroco.
Surge así un nuevo sentido de expresión, no basado en el patetismo que proponen los modelos, sino en una elocuencia impasible y serena, restauradora en parte del antiguo ideal guaraní de la belleza.
(32) Sustercic afirma que el Barroco llega a las misiones de la mano de José Brasanelli, arquitecto, pintor y escultor que trabajó en los museos misioneros desde 1691 hasta 1728. Darko Bozidar Sustercic, “El arte guaraní de las misiones jesuíticas y franciscanas en la Colección de Nicolás Darío Latourrette Bo”, en El Barroco en el Mundo Guaraní, op.cit., pág. 54.
(33) En Ticio Escobar, Una interpretación de las artes visuales en el Paraguay, Tomo I, Colección de las Américas, Asunción, 1982, pág. 261.
MÁRGENES
Cabe consignar en este punto algunas aclaraciones que restringen el alcance de lo recién expuesto. La primera se refiere al hecho de que, obviamente, no todas las producciones de los talleres jesuíticos alcanzan un nivel de expresividad y ajuste formal que las convierta en genuinas obras de arte; la mayoría de ellas no constituye más que réplicas, mejor o peor logradas, de los paradigmas europeos. Pero, tampoco, no todas las imágenes logradas en su fuerza expresiva y su valor formal se ajustan a esta modalidad barroco-guaraní; existe otro camino para asumir la oposición entre códigos antagónicos, como en ciertas magníficas piezas jesuíticas (por ejemplo, el Cristo de la Columna, del Museo de Santa María) cuya construcción rotunda y estricta evita la complejidad escultórica de aquella modalidad y hace que las obras adquieran un aire primitivo y arcaizante. Es posible que muchas de estas piezas hayan sido producidas en los primeros tiempos misioneros, pero la calidad de su factura y la potencia de su expresión manifiestan una muy bien adquirida destreza escultórica.
Sustersic habla de “estatuas horcones”, cuya simplicidad se hallaba condicionada por la forma cilíndrica de los troncos de cedro (árbol mítico guaraní), madera utilizada para su factura. “Aunque muy raras en la actualidad, pues la reforma barroca arrasó con ellas, esas imágenes-horcones frontales, estáticas y simétricas, que constituían la antítesis del estilo barroco, prevalecían en los retablos misioneros del siglo XVII” (34).
La segunda aclaración precisa que no todas las imágenes realizadas por los indígenas en los talleres jesuíticos corresponden a las grandes esculturas destinadas al ornato de los templos. El autor recién citado diferencia entre éstas (que alcanzan una altura media de un metro y corresponden básicamente a las que han sido tratadas hasta ahora); las pequeñas tallas de devoción familiar, que oscilan entre quince y treinta centímetros; y las de santos “procesionales”, cuya altura alcanza entre cuarenta centímetros y un metro, y son utilizadas para presidir y proteger labores campestres (como las de San Roque y San Isidro Labrador y su esposa, Santa María de la Cabeza) o encabezar los viajes y expediciones militares (San Miguel, San Rafael). La disputa en torno al barroco se habría dado sólo en las esculturas litúrgicas; las otras, menos sujetas al control de los maestros de oficio, habrían expresado con mayor espontaneidad la sensibilidad indígena (35).
La última aclaración: a efectos de compararlas mejor, se ha simplificado acá la oposición entre la imagen jesuítica y la franciscana, empleando casos extremos. Pero, según queda indicado, resulta difícil desmarcar tajantemente ambos estilos, en el sentido amplio en que se usa acá ese término escurridizo. No sólo porque coinciden en gran parte las condiciones que signan la producción de los talleres franciscanos (también impuesta como obligación comunitaria y también basada en la transferencia de modelos ajenos y con celo vigilada), sino porque la sensibilidad guaraní, compartida por ambos estilos, promueve actitudes y genera soluciones similares en ambos casos. Así, cuando se mencionan las respectivas particularidades de las obras provenientes de uno u otro modelo reduccional, debe asumirse la existencia de una franja incierta integrada por obras misioneras difícilmente diferenciables en su origen jesuítico o franciscano. Dando por supuesto este hecho, el próximo punto vuelve sobre las diferencias entre ambos estilos, tomando como referencia ahora la obra de los talleres franciscanos.
34 Op. cit., pág. 54.
35 Ídem., pág. 60.
Fuente: ACERCA DE LAS
(INTRODUCCIÓN)
PUBLICADO CON EL APOYO DE
THE GETTY FOUNDATION.
ASUNCIÓN • PARAGUAY , 2008.
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