Garay fue uno de los cerebros más robustos de su generación.
Desde los primeros años de su vida de estudiante púsose de relieve la superioridad desu hermosa inteligencia.
Su carrera la hizo rápidamente, recibiendo su título académico a la edad de veintidós años.
En el colegio y en la universidad dejó huella imborrable de su intelectualidad sobresaliente. Los libros que caían en sus manos eran devorados con pasión.
No pareciera sino que él tuviese una secreta intuición de que su paso a través de la existencia sería excesivamente fugaz, dada su febril ansiedad por aprenderlo todo y almacenar conocimientos en las vastas cavidades de sus casillas cerebrales.
Entre sus compañeros de aula su aparición fue saludada como una bella esperanza. Su talento privilegiado era la admiración de alumnos y profesores. En su frente levantada y espaciosa se reflejaban los destellos, las palpitaciones de un espíritu fuerte y valeroso, animado por el soplo de pasiones generosas.
Él tenía tiempo para todo, lo mismo para escribir sueltos incisivos y cáusticos en los periódicos como para devorar volúmenes de novelas y de historia, sin descuidar tampoco el estricto cumplimiento de los deberes del estudiante. Para ello contaba con una actividad verdaderamente prodigiosa y una facilidad de comprensión que es el distintivo de los favoritos de la inteligencia.
Cuando se lanzó al océano agitado de nuestras disensiones políticas era todavía demasiado niño, demasiado ingenuo para tener un concepto claro de nuestras cosas y nuestros hombres. Sus juicios no eran todavía suficientemente reposados y serenos, y más tarde los modificó; levantando el vuelo de su espíritu a regiones más altas y puras.
En Abril de 1896, un mes después de haber unido su destino al de una niña distinguida de la sociedad asuncena que supo aquilatar los tesoros de su talento y ahora lleva, en su viudez, enlutado el corazón por su ausencia eterna – fue enviado a Europa como secretario de la legación paraguaya de París. Posteriormente pasó a ser Encargado de Negocios ante el gobierno de Madrid. Al mismo tiempo tenía la misión de revisar los archivos de Indias para reunir y completar los elementos probatorios de los derechos paraguayos a los territorios del Chaco, cuyo dominio nos disputa Bolivia.
Su vida en Europa era la de un verdadero estudioso. De biblioteca en biblioteca, de archivo en archivo, todo lo revisaba, todo lo revolvía dominado por un vehemente anhelo de aprender y de llenar cumplidamente la delicada misión confiada a su discreción y patriotismo.
El espectáculo de la sociabilidad europea, la vida de observación y de estudio que llevó en aquel mundo de refinamiento moral e intelectual contribuyeron poderosamente a pulimentar las eximias dotes de carácter y de inteligencia que le adornaban.
Visitó las principales capitales europeas, sus grandes museos, exposiciones, plazas y monumentos; viajando y estudiando llegó a empaparse en los conocimientos esenciales para venir a ocupar en su país su puesto de labor en la tarea sin fin del perfeccionamiento nacional.
Cerca de dos años permaneció en el viejo mundo, y en ese lapso de tiempo, sin descuidar sus deberes oficiales, produjo cuatro volúmenes, que son: Compendio elemental de la historia del Paraguay, La revolución de la independencia del Paraguay, Breve resumen de la Historia del Paraguay y El comunismo de las Misiones de la Compañía de Jesús en el Paraguay.
A fines de 1897, y habiendo dado término a la misión encomendádale, volvió al Paraguay con el ánimo templado para entrar en acción y librar encarnizadas batallas en los agitados debates del pensamiento. El vacío dejado porAlón reclamaba un sucesor digno de su talla. La prensa paraguaya hallábase huérfana de los lidiadores de buena ley, que hieren a fondo, sin reticencia ni reserva mental.
Europa le había transformado. Sus ideas sobre las cosas y los hombres de nuestro país eran más claras y precisas. El joven inexperto de los años anteriores, con más conocimiento del mundo, con más saber, con su patriotismo reconfortado en la ausencia de la patria, volvía hecho todo un hombre de gobierno, un estadista precoz, con aptitud de llegar a la cumbre y dominar el escenario. Con sus miradas de águila empezaba a escudriñar el espacio que tenía que recorrer. Abogado e historiador, publicista y literato, el doctor Garay figuraba entonces en primera línea entre los compatriotas destinados por su capacidad a encauzar los sentimientos y aspiraciones de la nación. Con Báez, Domínguez y Gondra, se disputaban la supremacía en las lides de las ideas, desde la tribuna de la prensa. Si ahora pudiera levantar su voz desde su tumba helada y le fuera dado dirigir la palabra a esa juventud próxima a ser envenenada con tantas ideas disolventes como flotan en el ambiente, qué competidor formidable tendría en él el primero de los nombrados, en su empeño de sostener, contra viento y marea, ¡sus desoladoras teorías! La intoxicación moral de nuestra ingenua juventud tendría en la palabra autorizada de un Garay un antídoto eficaz.
A su llegada de Europa el partido dominante, de que formaba parte, hallábase trabajado por una fuerte escisión. Dos tendencias contrapuestas pugnaban en su seno por preponderar. La una que reconocía por jefe al general Egusquiza y la otra a los prohombres tradicionales del rojismo. Con la designación de don Emilio Aceval para la futura presidencia de la república el triunfo de la fracción egusquicista se aseguraba. La escisión quedó latente con el sometimiento silencioso de la fracción vencida.
Más adelante mencionaremos cómo entendió entonces el doctor Garay el austero cumplimiento de sus deberes cívicos desde las columnas deLa Prensa. Su campaña periodística de aquella ocasión, que le conquistó la inmortalidad, merece un capítulo aparte.
Los cuatro volúmenes mencionados los escribió el doctor Garay en Europa, robando horas a sus funciones oficiales. Con ello dio prueba de una laboriosidad verdaderamente encomiable.
El primero, o sea, Compendio elemental de la historia del Paraguay, es, como lo indica su título, un rápido bosquejo de los hechos culminantes de la historia nacional, desde los tiempos prehistóricos hasta la terminación de la guerra con la Triple Alianza. El libro se divide en dos partes, precedidas, como introducción, de un ligero estudio sobre la población precolonial. El período colonial y el de la independencia son estudiados someramente, a grandes rasgos.
En el capítulo relativo ala guerra del 65 al 70, refiriéndose a los móviles de las naciones aliadas contra el Paraguay, el doctor Garay consigna los siguientes juicios:
«El 1º. de Mayo de 1865 se firmó en Buenos Aires un tratado entre el imperio del Brasil y las repúblicas Argentina y Oriental, que se comprometieron a una alianza ofensiva y defensiva contra el Paraguay hasta derrocar a López, hacer pagar a la nación los gastos de la campaña y las indemnizaciones, demoler todas sus fortificaciones y despojarle de todas sus armas o elementos de guerra, sin permitirla construir o adquirir otras, y obligarla a la celebración de tratados de limites, cuyas cláusulas se establecían desde luego e importaban el más inicuo despojo, el más cruel atropello a los derechos del Paraguay.
«Tan convencidos estaban los aliados de la irritante injusticia de sus estipulaciones, que acordaron en una de ellas mantenerlas ocultas «hasta que el objeto principal de la alianza se haya obtenido», pero echó a tierra todas sus reservas el gobierno inglés, publicando el tratado en su Libro Azul. De él lo reprodujo en Abril de 1866 un periódico de Buenos Aires, y su divulgación causó escándalo en todo el mundo y muy particularmente en América, en donde el Perú y sus aliados del Pacifico, Bolivia, Chile y Ecuador protestaron contra la proyectada iniquidad»...
El heroísmo paraguayo, tan estropeado en nuestros días, en nombre de la libertad, sugiere a Garay este pasaje conceptuoso:
«Ningún pueblo rayó más alto en el heroísmo con que defendió el suelo dela patria; ninguno llevó a tan extrema abnegación el sacrificio por la integridad del territorio. Jamás el orgullo nacional arrastró a más gloriosas acciones»...
En La revolución de la independencia del Paraguay se estudia la génesis del movimiento separatista del 14 de Mayo de 1811. Con citas y observaciones copiosas demuestra en ella el autor, que el doctor Francia fue un factor esencial para la emancipación de nuestro país, tanto de la madre patria como del virreinato del Río de la Plata. La gloria de la independencia atribuye por completo al sombrío taciturno de Ybyray.
Aludiendo al entusiasmo y apasionamiento con que traza Garay la figura del dictador omnipotente que llenó con su nombre todo un período de la historia, conquistándose reputación universal, dice el profesor Adolfo Posada, de la universidad de Oviedo:
« He aquí una figura originalísima, que a todas luces seduce a nuestro historiador, y no sin motivo. No porque los procedimientos gubernativos del dictador sean dignos de aplausos, ni porque haya sido siempre Francia un hombre templado y sereno, sino porque realmente fue un hombre que realizó una obra con el arte que requiere quien se ve llamado a dirigir un estado. El retrato de Francia, tal cual lo pinta el señor Garay, aún cuando acaso pueda ser retocado, tiene sin duda cierto relieve.»
El Comunismo de las Misiones arranca al mismo profesor el siguiente expresivo juicio:
«El libro más importante de los tres del señor Garay, es el último de los citados, o sea el referente a la dominación extraña por demás, de la Compañía de Jesús en el Paraguay. Es el más importante, el más original y, también, el de más universal importancia. El señor Garay ha estudiado el asunto con amor, ha procurado no olvidar los estudios anteriores de Montoya, Anglés, Charlevoix, Alvear, Cadell, Azara, Moussy, Funes, etc., etc.; pero no contento con esto ha hecho obra propia, consultando fuentes originales y aprovechando las cartas, relaciones, informes de los provinciales, que se conservan en la biblioteca nacional, y en donde la historia ha dejado huella segura del carácter y condiciones de aquel comunismo igualitario, en el fondo un despotismo, mantenido, so capa de proselitismo religioso, para sostener una explotación colonial pingüe, riquísima.»
El Comunismo de las Misiones contiene pasajes admirables que acusan un visible progreso del autor en la magnificencia de su estilo. De dicha obra reproducimos el párrafo siguiente, que a nuestro juicio es un modelo de majestad y elegancia en el decir:
«Muy particular esmero pusieron los padres en el decorado y lujo de sus iglesias, que sin duda eran las más grandes y hermosas de América: estaban llenas de altares bien labrados, con numerosas imágenes; de cuadros preciosos y de dorados riquísimos, y sus ornamentos al decir de Azara, no podían ser mejores ni más preciosos en Madrid ni en Toledo». Desplegábase en el culto suntuosidad deslumbradora, porque los jesuitas, comprendiendo que en aquellas inteligencias groseras, no preparadas para las elevadas concepciones religiosas, había de tener más influencia y causar efecto más hondo y duradero que las predicaciones y los discursos, la percepción externa de los objetos, quisieron hacer imponentes todas la manifestaciones exteriores de la religión. En vez de hablar a su entendimiento, hablaron a sus ojos; en vez de seducir por la belleza sublimemente sencilla de la iglesia cristiana primitiva, que tenía en aquella naturaleza espléndida el más hermoso templo en que adorar a Dios, porque era una de las más elocuentes manifestaciones de su poder, rodearon el culto de todos los encantos que el arte presta, llegando a dar a lo adjetivo, al aparato de las ceremonias, más importancia que a las ceremonias mismas. Mucho perdían, sin duda, en pureza y en sinceridad los sentimientos religiosos con semejante sistema; pero el resultado justificó la previsión de los jesuitas, quienes añadiendo al brillo de la decoración y de los ornamentos los dulces encantos de la música, por la que sentían los indios particular atractivo, les hicieron amables sus templos.»
El estilo de Garay, literariamente, era de una sobriedad no desprovista de elegancia. Ello no obstante, seducía más por la solidez de su fondo que por la galanura de su forma. Era de poca imaginación. Pensaba más que sentía. Los grandes vuelos del espíritu, en alas de la inspiración, no le eran familiares. Pero en cambio, ¡qué certeza y concisión en sus juicios! ¡Qué raciocinio tan admirable! ¡Qué criterio tan lleno de agudeza y penetración!
La literatura huera, que deslumbra por la sonoridad de una frase pomposa sin hablar mayormente ni al sentimiento ni al espíritu, no era de la escuela de Garay. Aborrecía cordialmente a los declamadores locuaces e insulsos, a los constructores de frases que molestan al oído sin llevar la palpitación de un sentimiento al corazón ni el eco de una idea al cerebro. No andaba por las ramas: desdeñaba la corteza por el jugo e iba sin rodeo al tronco, al meollo mismo del Arbol del saber.
La escuela literaria de Garay eran los clásicos españoles, a quienes procuraba igualar. Hasta en el cultivo del idioma, en el esmero en poseerle a la perfección, trataba de penetrar el alma de la madre patria, de quien era entusiasta admirador. Entre las preocupaciones más graves de su vida no descuidaba el estudio de los clásicos, cuyas huellas seguía con pasión. Era españolista hasta en los menores detalles de sus gustos. Cervantes, Calderón, Moratín, Bretón de los Herreros, Martínez de la Rosa, Zorrilla, eran sus maestros predilectos. Un error gramatical o de buen sentido era para Garay una falta imperdonable en el mundo literario. Por una coma, o un acento mal colocado, era capaz de lamentarse toda su vida. Era de una prolijidad admirable en ser castizo o purista en el habla castellana. Tenía un culto casi religioso a los preceptos del idioma y del arte literario. Vivía la vida hispana tan completamente como el más estudioso peninsular.
Su admiración por España no tenía límites. Después de su patria era la nación a quien más intenso cariño profesaba. Embebecíase en la contemplación de su inmenso pasado de esplendor. La España de los audaces conquistadores, arrancando mundos a los misterios del mar, paseando el pabellón ibero por ambos hemisferios, causaba embeleso a su espíritu sediento de gloria y de renombre. El recuerdo de la grandeza española, de aquel imperio poderoso en cuyos dominios no se ponía el sol, le transportaba a un mundo de satisfacciones infinitas. La nación valerosa e hidalga que se desangró por inyectar un poco de savia civilizadora en el cuerpo anémico de otros pueblos en formación, era el objeto constante de su culto y admiración. La conquista y civilización de América era para Garay una página de gloria imperecedera para la antigua «señora de dos mundos». Tenía fe en los destinos superiores de la cuna del Cid y de Pelayo, a pesar de sus contrastes y abatimiento de los últimos años. En su cerebro vibraban con intensidad las ideas españolas, marcando direccióna los sentimientos de su alma. A pesar de nuestra independencia política creía que moral e intelectualmente un vínculo estrecho, indisoluble nos uníaa la madre patria.
Pensaba como Eugenio Sellés que el alma de América es española, que «si bien los caudillos de la independencia sudamericana rompieron las ligaduras políticas y administrativas, la América del Sud sigue siendo, a pesar de ello, una prolongación de España. Que en español se bautiza en América, en español se reza, en español se aprende, en español se ama y que ¡hasta en español tienen que maldecirlos los que los maldicen en la manigua cubana! Que si se cortara el cable tendido por debajo de los mares, en el deseo de incomunicar América con España, quedaría otro invisible por encima de las aguas, que la palabra y el espíritu español vendrían perennemente a nosotros, como por hilo indestructible, por la estela que tendieron las carabelas deColón.» Creía, en fin, con el insigne malagueño, que «si la tierra de América debe ser para los americanos, como piden los comerciantes de New-York, el alma de la América nueva debe ser para los que la han creado, en razón de que si es ley de la humanidad que la carne se quede en el seno de la tierra que la nutre, también es ley de la humanidad que el espíritu regrese al seno de su criador.»
Como paraguayo el doctor Garay era de pur sang. Era un patriota incorruptible, en cuyo civismo podía fiarse los destinos mismos de la república.
La gloria conquistada por el Paraguay en los campos de batalla era para él una cosa colocada fuera de toda discusión. Hubiera considerado como una verdadera traición a los intereses de la patria la negación de ese heroísmo contra el cual existe ahora una vasta conspiración, en nombre de la libertad, que para ciertos jóvenes incautos vale más que la patria misma, cual si pudiera concebirse la libertad sin la patria, o sea, el efecto sin la causa. Hablar de la libertad sin la patria es lo mismo que pretender levantar un edificio en el aire, o caer en las aguas del socialismo o de la república universal, que es una bella manera de perder el tiempo. Para tener libertad hay que empezar por tener patria, por adorarla sobre todas las cosas, con todas sus imperfecciones, sentirse capaz de sacrificarse por ella, morir a su servicio y no abandonarla al verla tiranizada o en decadencia. El ciudadano que abandona la patria desgraciada y busca la libertad a la sombra de extranjero pabellón, pierde el derecho de invocar los santos principios del patriotismo. Será todo menos patriota. La tiranía en la vida de una nación es un accidente de más o menos duración, según sea el temple cívico de sus hijos. Los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. La libertad es un principio salvador que los ciudadanos conquistan, no huyendo de la patria como sostienen los apologistas de la cobardía, sino con el poder de su palabra o de su acción. Las naciones no se regeneran sólo con discursos, con gritos de impotencia o de despecho. Se necesitan hechos y no palabras para realizar un ideal. «Las murallas no se destruyen con las trompetas de Jericó – como acaba de decirlo elocuentemente el republicano Emilio Menéndez Pallarés, en España – sino llegando al sacrificio de la acción». La voz del pueblo es la voz de Dios. Si hay usurpación de mando el pueblo puede convulsionarse y si hay tiranía, si cabezas de inocentes y mártires ruedan bajo el cadalso, entonces «es santo clavar el puñal vengador en el corazón de los déspotas», como exclamara valientemente don José Segundo Decoud, desde las columnas de La Regeneración, en presencia del cadáver todavía humeante del mariscal Francisco Solano López.
El doctor Garay miraba desde un punto de vista muy elevado y patriótico los hechos de la guerra. Su criterio a este respecto era el de un ciudadano cuerdo y sensato, que no olvida aquello de que la «patria, como dice un antiguo, es preciso que sea no solamente feliz sino también gloriosa». Un país sin gloria del pasado que venerar, sería una mancha de la civilización. Su existencia no sería de ningún beneficio para la humanidad y su desaparición de la comunidad internacional no implicaría sino la supresión de un nombre estéril del mapa universal.
Cuando en 1899 algunos publicistas quisieron a todo trance demostrar que la guerra fue contra el tirano y no contra el pueblo paraguayo, como sarcásticamente sostienen algunos publicistas del Plata y de Río, Garay salió a la palestra publicando un notable artículo con su firma, estableciendo la verdadera doctrina y marcando cauce al sentimiento público.
«Hay escritores, decía en dicho artículo, que creen que para cicatrizar las heridas de la guerra de la Triple Alianza, basta con decir que se hizo contra el tirano, mas no contra el pueblo que en ella fue exterminado. Lo noble del propósito de los que así hablan no da a sus palabras la eficacia que generosamente desean, y no contribuye poco a ese resultado la natural resistencia del que se diputa por víctima a sentirse obligado a gratitud hacia aquel a quien mira como su victimario.
«No queremos con esto aconsejar que se mantenga el encono dejado por la guerra en nuestros pechos. Si hubiese sido obra de los pueblos, fuera vano el empeño de apagarle; durara lo que los pueblos duraren; pero fue únicamente obra de los gobiernos, y debe olvidarse, ya que en los gobiernos dominan hoy ideas muy distintas, más conformes con los sentimientos fraternales de las naciones que rigen.
«Si hablamos de la guerra de la Triple Alianza, no hablemos para intentar hacer creer que su único objeto fue la destrucción del poder de don Francisco Solano López, porque fuera el tiempo perdido y el esfuerzo tal vez contraproducente. Hablemos para decir que fue contraria al sentimiento de los pueblos que combatieron, y que, pues hoy son esos sentimientos, entonces violentados, los que prevalecen en sus relaciones, debe perdonarse aquella grande injusticia, aquella página tristísima de la historia americana, como un error que deploran por igual vencidos y vencedores. Prediquemos también para que se borre todo lo que pueda recordárnosle, y ya que no se restituyan las fronteras a su estado anterior, que cuando menos se supriman otras gravosísimas consecuencias de nuestro inmortal vencimiento. Abracémonos de todo corazón paraguayos, argentinos y brasileños, como nos hemos abrazado paraguayos y orientales, y para que el abrazo sea más cordial y no empañe el contento del más desgraciado el penoso recuerdo de la carga que todavía pesa sobre él por virtud de la guerra, bórrense deudas que para nada sirven, porque el Paraguay nunca podrá pagarlas de otro modo que con territorios, y no es de presumir que nadie aliente el pensamiento de cobrarlas en tal moneda, que valdría tanto como pensar en el exterminio total de nuestra nacionalidad».
No discrepamos un ápice de las consoladoras conclusiones del brillante periodista. Suscribimos sin reserva las teorías que sustenta. Creemos que esas serán las doctrinas del porvenir, mal que pese a los que quieren destruirlo todo y pulverizar la gloriosa heredad de nuestros antepasados en nombre de los candorosos principios según los cuales la patria está donde se come bien y se tiene libertad. Patriotismo acomodaticio que es la delicia de los que se avergüenzan de tener una patria abatida y en decadencia y han perdido la fe en su grandioso porvenir, olvidando que todos los pueblos de la tierra han pasado por eclipses más o menos transitorios en el curso de su existencia, para luego renacer transfigurados, reconquistando su perdido esplendor. El Paraguay, creemos nosotros, no será una excepción en la enseñanza constante de la historia.
Los párrafos transcritos ya dan una idea clara de los sentimientos sustentados por Garay con relación a las naciones componentes de la Triple Alianza. Allí están exteriorizadas sus aspiraciones intimas de ciudadano.
Sin embargo, donde se revela de cuerpo entero el paraguayo de raza y de temperamento, el patriota que habla con la cabeza y el corazón, es en su magnífico discurso del 19 de Marzo, pronunciado en la legación brasileña, con motivo de propiciarse en el Brasil la idea de condonación dela deuda proveniente de los gastos de guerra.
En ese discurso Garay se agiganta y llega a ser el vocero autorizado de los anhelos de su país. Por su forma y por su fondo esa pieza oratoria repercutirá en el porvenir.
«Los pueblos, decía entre otras cosas en aquella ocasión, cuando por desgracia se ven lanzados en la guerra por sus gobiernos, por mucho que les contraríe, por mucho que les duela, no pueden hacer otra cosa que lamentarla en silencio, pero sustentándola con el heroísmo que cumple a su historia. Mientras delante de la bandera nacional ondee una bandera enemiga levantada en son de desafío, no hay otra cosa que hacer que abatir a la enemiga. Donde habla el honor nacional son vanas todas las demás consideraciones. La sublime idea de la patria es la única que tiene poder tan grande, que acalle las voces de las demás. Por eso los pueblos no se cuidan de averiguar la razón de las guerras que mantienen, hasta que concluyeron; no necesitan saber contra quién son, y únicamente cuando la excitación que produjo el combate se ha apagado, las consideran con serenidad. Por eso cuando los pueblos combatientes están enlazados por la amistad que siempre unió a los nuestros, cuando batallan y se exterminan a pesar suyo, luego que cesa la hostilidad y se debilitan y acaban por desaparecer las pasiones que ella engendró, recobran los primitivos sentimientos su pujanza toda, y sólo se recuerda el pasado para deplorarle y pensar en la manera de borrarle por completo de la memoria, ya que no es posible borrarle de la historia.»
Encontramos cordura, sagacidad, tino diplomático en esta manera de juzgar los hechos de la guerra. Los hechos consumados hablan con más elocuencia que todos los discursos de los teorizadores. La herencia histórica no se discute; se acepta como un hecho fatal e inevitable. Garay así lo ha comprendido y ha establecido los verdaderos principios llamados a ser el evangelio de un Paraguay del futuro, grande, fuerte y respetado por sus vencedores de ayer.
«Cuando los pueblos son empujados a la guerra, dice el llorado patriota, no pueden sino lamentarla en silencio, pero sustentándola con el heroísmo que cumple a la historia. Mientras delante de la bandera nacional ondee una bandera enemiga levantada en son de desafío, no hay que pensar sino en abatir a la enemiga. Cuando habla el honor nacional callan todas las demás consideraciones. La idea de la patria es la única que tiene poder tan grande, que acalla las voces delas demás. Los pueblos no averiguan la razón de las guerras que sostienen, y sólo después de concluidas, las analizan con serenidad». Estas palabras debieran grabarse en bronce en toda conciencia paraguaya, para servir de contrapeso a la propaganda demoledora de los anarquistas del patriotismo.
Si el doctor Garay no hubiese realizado otros hechos más importantes en su vida, este solo discurso – que en la actualidad puede ser considerado como su testamento patriótico – bastaría para inmortalizarle. Todos los jóvenes próximos a desdeñar la honrosa heredad de sus mayores, en holocausto a principios deletéreos de un socialismo enfermizo, deben leer esos párrafos sugerentes y meditar sobre sus alcances. Nosotros desde Buenos Aires enviamos una felicitación a su autor, porque en ellosvimos estereotipados, en forma elocuente y concisa, los sentimientos más íntimos que forman la esencia misma de nuestro ser. Nosotros escribiríamos con menos corrección, con menos brillo que el doctor Garay, pero si nos viéramos en el caso, en ocasión parecida, no haríamos otra cosa que desenvolver las mismas ideas y sentimientos. Aquí también la opinión nacional aclamó al galano orador, y la hoja volante de La Prensa difundió sus notables conclusiones a los cuatro vientos del país.
Garay se colocaba en un terreno sólido, inconmovible. Hablaba en nombre de su patria, despedazada en una guerra injusta. Lo que él sostenía era lo justo y lo conveniente, eso lo imponía una elemental noción de buen sentido y de patriotismo. Sus teorías no implicaban de ningún modo la apología de la tiranía sino la preconización del sentido práctico, el triunfo de la sensatez como ocurrió en los Estados Unidos de América, donde el New-York Herald, refiriéndose al posible rompimiento de relaciones entre Colombia y la república del Norte, con motivo del reconocimiento de la independencia de la república de Panamá, se expresó en estos términos, en un todo conforme con los principios proclamados por Garay:
«El presidente Roosevelt ha reconocido de hecho la independencia de la nueva república de Panamá, y todos los buenos patriotas, a fuer de norteamericanos y de hombres prácticos, deben aceptar lo sucedido como hecho consumado y apoyar al gobierno, sin distinción de partidos políticos.
«El país está en uno de los momentos decisivos de su historia; y en tal momento no debe haber ni demócratas, ni republicanos, ni partidarios del canal de Panamá, ni abogados del de Nicaragua, sino sólo americanos que tienen la obligación de apoyar al gobierno, tenga o no razón.»
Apoyar al gobierno, con razón o sin ella, en presencia de un conflicto exterior, es la teoría sostenida por Garay y que acaba de predominar en los consejos de una de las naciones más libres de la tierra.
Calcúlese la impresión que su actitud hubiera causado si en vez de decir lo que dijo y llevado de su odio al fantasma de la tiranía – sepultada hace treinta años – se hubiese expresado en estos o parecidos términos: – «Señor ministro: Nosotros que estábamos barbarizados por la tiranía de don Francisco Solano López, que nos trataba a latigazos prostituyendo en nosotros la dignidad humana; nosotros que representábamos la barbarie guaraní en pugna con la civilización que los aliados nos traían en la punta de sus bayonetas; nosotros que éramos llevados a la guerra «como res al matadero»; nosotros que peleábamos por miedo al látigo del tirano y no por amor a nuestra bandera o a la integridad de nuestro territorio; nosotros, en fin, pobres paralíticos de la civilización, fosilizados por la ignorancia, venimos a expresar nuestra gratitud a los que nos libertaron, etc., etc.»
Si el doctor Garay hubiera cometido la torpeza de hablar en esos o parecidos términos, de seguro que al bajar de la tribuna hubiera sido ya un cadáver político y hubiera encontrado el vacío a su alrededor. El paraguayo que se hace el apóstol de tales ideas y arroja ese baldón a la frente de su patria, «por amor a la libertad», es hombre perdido. Un proceder semejante constituye un verdadero suicidio ante el concepto de la república. No hay prestigio político que no se desmorone ante semejante desplante y estolidez.
Según el criterio de algunos escritores interesados en echar la responsabilidad de los sucesos de la guerra única y exclusivamente sobre López, éste fue el que la provocó insensatamente, de puro bárbaro y salvaje.
Empero, estudiando con imparcialidad los antecedentes del conflicto, resulta que la guerra era sólo una cuestión de tiempo. De esta opinión participan escritores y políticos tan autorizados como Calvo y Paranhos, cuyos juicios vamos a consignar a continuación, aún a riesgo de abusar de las citas y dar a este trabajo mayor proporción de lo que pensábamos. La cuestión de límites y la navegación fluvial eran la manzana de discordia que hacía de la guerra un problema permanente.
Nicolás A. Calvo, en algunos artículos publicados en El Nacional en 1854 y reproducidos en diciembre de 1857 en la Reforma Pacífica, ya decía lo siguiente:
«La historia nos muestra al Brasil bajo una faz siempre hostil a sus vecinos, a cuyas expensas se engrandece; y por consecuencia, encontramos que la tendencia a hacerlo más poderoso e influyente aún, es imprudente.
«Y si la guerra tuviere lugar desgraciadamente con el Paraguay, no trepidamos en declarar que nuestras simpatías están de parte de la república (Paraguay), porque de parte de ella están los intereses argentinos, según nosotros lo entendemos y lo demostraremos.
«Debemos declarar también que la guerra entre el Brasil y Paraguay no nos parece inmediata; pero la creemos infalible dentro de algunos años.
«El Brasil hará la paz, pero la situación no cambiará por eso.
«A nuestro entender, lejos de ser una cuestión que no es cuestión, como dijo alguien, lo que entre Brasil y Paraguay parece próxima a resolverse por las armas, es una cuestión de vital importancia.
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«Ante nuestra debilidad relativa, los esfuerzos comunes deben tender a impedir también que se arraigue la supremacía brasilera, haciendo aún más fuerte de lo que es ahora su influencia política.
«Tal sucedería si lograse deprimir al Paraguay, someterle a su política o arrancarle los límites que es su objeto y fin determinado para lo futuro, pero cuyo arreglo está suspendido.
«Las mismas maniobras del Brasil para imponer al Estado Oriental los diversos tratados que hoy pesan sobre él, habiéndole quitado ya tan gran parte de territorio por uno de ellos, se han podido apreciar en su marcha ruinosa pero perceptible y tenaz, por todos los hombres que las han seguido atentamente en estos últimos tiempos.
«Los mismos fines creemos entrever sobre los límites con el Paraguay; en todos estos trabajos y preparativos que una simple reglamentación fluvial no justifica».
Y el eminente Paranhos, alma de la diplomacia imperial durante más de un cuarto de siglo, y cuyo juicio no puede ser tachado de parcial en pro de la causa paraguaya, decía en el senado brasileño a raíz de la conclusión de la guerra:
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«Señor presidente, no hay duda de que el mariscal Francisco Solano López, hallando el país armado, no para la ofensiva pero sí para la defensiva, con una línea telegráfica, con un ferrocarril en el interior, el país todo militarizado, se dejó dominar por una gran vanidad, y concibió planes de ambición de gloria; pero sin duda alguna no se lanzó a la guerra únicamente por esa ambición. Hizolo, porque consciente de las cuestiones que se hallaban pendientes, vio que días más, días menos, si no fuesen resueltas amigablemente, traerían la guerra, y se dijo entonces: aprovechemos la ocasión.
«Señores, he leído, y lo refiero únicamente por amor a la historia, toda la correspondencia confidencial del ministro de relaciones exteriores del ex-dictador López, el señor Berges, con sus agentes en el exterior, y de ella se desprende: Que cuando comenzó la revolución de Flores, en el Estado Oriental, no manifestaba el ex-dictador ninguna intención hostil contra nosotros, tanto más así, que instado por el gobierno de Montevideo para que tomase una parte más activa en su favor, contestó: «Ya he hecho mucho, y el Brasil, más interesado, guarda aún silencio». Después que vio nuestra intervención, después que una fracción de la prensa de Buenos Aires le incitaba en contra nuestra, y de otro lado, el gobierno de Montevideo comenzaba a trabajar activamente para indisponernos con el ex-dictador, entonces fue que principió a abrigar intenciones hostiles hacia el Brasil, y fue desde aquella época que se manifestó más en contra nuestra que de la república Argentina. El gobierno de esa república, con mucha prudencia, trató de desviar el golpe, dando seguridades al gobierno del Paraguay, de que no premeditaba golpe alguno a su soberanía e independencia; que sus intenciones eran absolutamente pacíficas hacia el Paraguay; que hacía estas declaraciones porque el gobierno de Montevideo, directamente, por sí, y por intermedio de sus agentes, trataba de hacer creer que el Brasil se hallaba en combinación secreta con el gobierno argentino para intervenir en el estado Oriental, como también para llevar la guerra, después, al Paraguay. Desde este momento, ví en toda la correspondencia, de parte de López, el ánimo más hostil; repetiré las palabras que tan caras le costaron. Entonces decía en esa correspondencia, que había de asumir una actitud decisiva, y sostenía que esta vez el imperio esclavócrata daría fiasco.
«No se diga, pues, que si no hubieran otros motivos añejos, más imperiosos, la guerra del Paraguay habría sido provocada únicamente por la ambición de gloria del ex-dictador Francisco Solano López. Este no se dejó arrastrar solamente por esa ambición de gloria, pero, sí, tuvo presentes las cuestiones pendientes, y consideró que serian causa de una guerra más o menos próxima, pues no había de su parte disposición razonable para resolver esas cuestiones de modo amigable. Ahora, pues, siendo esto así, cómo es posible que los gobiernos aliados, teniendo presentes las causas que obstaculizaban sus buenas relaciones con el Paraguay, que ocasionaron tantas dificultades y provocaron finalmente una guerra; cómo era posible, digo, que no se procurase como una garantía de paz futura, como un derecho incontestable, que el fallo debía también resolver las pendientes cuestiones, las cuales, a no solucionarse, serían un germen fecundo de futuras discordias, de otra guerra.»
Vése, pues, a juzgar por estas transcripciones, que la guerra del Paraguay no fue obra exclusiva de la barbarie de López, sino un acontecimiento histórico previsto con anticipación, que tuvo años de gestación y en el cual se debatieron intereses tan altos como la navegación de los ríos, las cuestiones de límites y la hegemonía imperial que tuvo en nuestro país su terrible y altivo competidor.
De que por parte de López no era una locura y un suicidio el aceptarla y precipitarla, lo ha sostenido Zeballos en un estudio reciente, en que ha demostrado que si aquél hubiera hecho su desembarco en Buenos Aires, en abril de 1865, después de la invasión de Corrientes y Uruguayana, al frente de cuarenta mil soldados irresistibles, hubiera dictado sus condiciones a la Triple Alianza y cambiado los rumbos de la civilización política en el Sur de América.
Por otro lado, el sentimiento nacional paraguayo, en la época mencionada, estaba templado para la guerra. Un ambiente bélico se respiraba por doquier, y la república era un vasto campamento militar.
El doctor Federico Tobal, aludiendo a este estado sociológico de nuestro país, decía que el «alma nacional estaba educada en el estudio de los clásicos y de las historias de los tiempos de las epopeyas guerreras. Epaminondas, Julio César, Alejandro, Aníbal, Roma, Cartago, Macedonia, eran los nombres y las cosas que agitaban la mente del joven paraguayo. El mariscal López, en sus banquetes militares, refería con pasión a sus jefes absortos, historias antiguas, que por intermedio de ellos bajaban al alma del pueblo militar, en los cuarteles, en las carpas y en el vivac; Puede decirse que la vida del pueblo paraguayo era un sueño clásico en pleno siglo diez y nueve.
«Esta sugestión y absorción total del alma en un ideal muerto, hacía de todo hombre un héroe antiguo y el esclavo de una consigna nacional que seguía hasta la muerte, con la fe de un cruzado.
«La historia no recuerda despotismo semejante. Es la ley de Loyola, gobernando a una nación. Pero este despotismo no es el despotismo de un tirano, es el despotismo de la nación, la presión de un sentimiento público que esclavizaba al hombre.
«Los López no crearon esta fuerza titánica, la recibieron hecha, la erigieron y la perfeccionaron obedeciendo ellos mismos a un fanatismo común y a un común delirio.
«El ideal de Curupayty no era el ideal de Ayacucho, Yortown, Valmy, Jemmapes o Montenotte, sino un ideal nacional con siglos de gestación.»
No era, pues, tan quijotesca ni tan arbitraria la actitud del mariscal al cuadrarse y no arrodillarse frente a las huestes de la Alianza. Lo que sucede es que el éxito no estuvo de su parte, y esta es la razón fundamental por que desde ya le condenan sin apelación los miopes y pobres de espíritu.
La civilización paraguaya de 1865 podía competir perfectamente con la civilización del Brasil, donde los esclavos, en aquel tiempo, eran vendidos en subasta pública, como haciendas, en los mercados. El remate de esclavos en la capital del imperio, previo anuncio en los diarios, era un espectáculo inhumano y salvaje. La despedida de una madre esclava cuyos hijos remataban distintos propietarios, era una escena tocante que desgarraba el corazón. A la civilización argentina, sobre todo la de tierra adentro, tampoco le iba en zaga, porque los catamarqueños, riojanos, jujeños, salteños, santiaguinos que veían el telégrafo por primera vez en el Paraguay, exclamaban llenos de asombro: «¿Qué hacen en el aire esos alambrados tan altos?» – Según Alberdi, si por elementos de civilización se entienden los ferrocarriles, telégrafos, talleres navales, riqueza pública y privada, etc., etc., el Paraguay, en la época indicada, estaba en perfectas condiciones de civilizar a sus civilizadores.
* * *
En los anales del periodismo paraguayo el nombre de Blas Garay ocupa una página de honor. Desde su más tierna edad, cuando apenas hojeaba los primeros tratados del arte de escribir, ya se sentía atraído por ese algo, no sé qué, como dice Marcel Prevost hablando de la fundación de la escuela de periodismo en París, que constituye la cualidad esencial del periodista y que no se adquiere en ningún instituto de enseñanza. Ese algo además de los conocimientos esenciales para la carrera, es una cualidad nativa, ingénita, como la chispa divina de la inspiración que ilumina la frente del poeta. El periodismo es un sacerdocio al cual no pueden pertenecer sino los privilegiados: del talento y del carácter. Hay excepciones, ciertamente, hay plumas mercenarias que prostituyen el sacerdocio y le degradan; pero ellas no son sino las pequeñas sombras de un cuadro impregnado de luz. Se puede fabricar abogados, arquitectos, ingenieros, etc., pero periodistas, no. El periodista nace como el poeta y es dominado por la pasión de escribir como por una obsesión. Si se le condenara a no escribir, moriría de desesperación, de hastío.
Garay tenía ese algo indefinido que es la facultad intrínseca, creatriz del periodista. Tenía valor cívico en grado eminente; tenía pasión por el bien público; amaba la patria y también la libertad: era un soldado del pensamiento que, consciente de su altísima misión, se disponía a concurrir al puesto de honor y de sacrificio.
Sus primeras armas periodísticas esgrimió en La Patria, primero, y luego en La Unión. Entonces sus ideas sobre la política nacional no tenían todavía la consistencia, la solidez que sólo dan los años y los estudios. Era todavía el aguilucho implume, sin fuerza para remontar su vuelo por los espacios a que más tarde se elevó. Era un ingenio precoz que se consumía de impaciencia ante el espectáculo de una patria en decadencia, con sus destinos flotando a merced del capricho de la suerte. Su estadía en el viejo mundo le hizo ver horizontes más vastos que trajeron una revolución en su espíritu y en su corazón.
A su vuelta de Europa, como dijimos anteriormente, encontró el escenario que buscaba para desenvolver su acción periodística con la amplitud deseada. Sus alas tenían más desarrollo y ya habían ensayado el vuelo por los espacios sin fin del pensamiento.
FundóLa Prensa, diario que fue el pedestal de su inmortalidad.
La Prensa de Blas Garay llegó a ser una potencia periodística en el Paraguay. Superó al mismo Heraldo en autoridad política, en cultura de estilo, en sagacidad para dirigir golpes certeros de aquellos que infaliblemente fulminan al adversario.
Garay tenía un procedimiento eficaz para hundir al mal funcionario, cuya ruina creía necesaria. Privadamente le procesaba; agotaba todas las pruebas en pro y en contra; se munía de los elementos de convicción para sostener su afirmación, y cuando adquiría la certeza absoluta que el procesado había faltado a su deber, que había delinquido, pronunciaba la sentencia y abría la campaña pública en su contra. Y no cejaba hasta conseguir su objeto. Era inflexible en sus ataques, tenaz en sus persecuciones, porque aquel a quien atacaba podría estar seguro de que existían pruebas abrumadoras que le condenaban. Cuando La Prensa sentenciaba a un funcionario, este podría desde luego prepararse a abandonar el cargo.
«Llegó a ser demasiado agresivo, demasiado apasionado,» nos decía en Buenos Aires un amigo, refiriéndose a su campaña periodística, lo cual a nuestro juicio constituye más bien un elogio antes que censura; porque, como dice el libro de la sabiduría, nada grande se hace sin pasión. La Prensa fue respetada y temida, sus consejos fueron escuchados precisamente por el apasionamiento, el fuego interior que devoraba a su valiente y malogrado director. Los espíritus enfermos, pusilánimes, los hombres corchos sin eclipse en su carrera política, siempre de pie en todas las situaciones, las almas de lacayo que tiemblan ante la idea de causar con su crítica un dolor de cabeza al funcionario público, no son los llamados a dirigir con éxito una hoja de publicidad. El periodismo es una gran fuerza, constituye un verdadero poder público; pero que para que su acción sea eficaz, para que pueda ejercer control saludable en la dirección de los sentimientos de la opinión con la critica razonada y sensata de los actos gubernativos, es necesario que quien lo dirija tenga cabeza y corazón. Es preciso que su pensamiento no esté amordazado por el miedo y tenga alas de cóndor para volar muy alto. Un diario es lo que es su cabeza dirigente. Una hoja de publicidad en manos inexpertas es como el mauser en manos del salvaje. Así también, dirigida y redactada competentemente, tiene tanto poder, en el mundo moral, como un ejército en acción. «La letra de imprenta grita más que una garganta y hace más sangre que un puñal. El periodista es una figura en cien mil espejos; un cuerpo con cien mil sombras; una persona que se desdobla en cien mil. El periodista mete la reticencia injuriosa, la frase obscena, el comentario irreligioso en máquinas de 30.000 ejemplares por hora; y la injuria, y la frase, y el comentario procrean infinitamente; y son turbión, nube, plaga.»
Garay era apasionado, es cierto. Era un espíritu fogoso, de empuje, audaz, que no paraba mientes ante ninguna contrariedad para arrojar sus proyectiles de combate. Tenía un valor cívico a toda prueba, una gran fuerza de voluntad, una laboriosidad asombrosa y una energía de carácter que desafiaba todos los contrastes.
Reunía las condiciones típicas del hombre necesario, indispensable en una democracia en formación. Inteligencia brillante y sólida, ilustración vastísima, altas dotes de carácter y de patriotismo eran las cualidades que le adornaban y hacían de él un ciudadano eminente, destinado a ser factor eficiente en la compleja labor de engrandecer el país.
Siendo todavía demasiado niño ingresó al partido imperante, en cuya dirección no se le dio la participación a que era acreedor por sus eximias dotes de ilustración e inteligencia.
Pronto comprendió que se había equivocado de ruta buscando la regeneración de la patria. Reaccionó, pues, oportunamente, evolucionando desde la dirección de su diario.
De esta evolución daba cuenta en los siguientes términos un periodista de talento y fibra, que nunca comulgó en la iglesia política de Garay:
«Con las ilusiones y la fogosidad propia de la juventud, militó en las filas de la situación, creyendo que su incorporación al elemento viejo volvería a éste la savia, la virtud perdida, robustecería su acción, y haría que se aplicaran al bien, al engrandecimiento de la patria paraguaya, esas mismas energías que durante tantos años de desgobierno sirvieron exclusivamente a la inmoralidad y la destrucción.
«Su buena voluntad y su patriotismo le engañaron. El tronco viejo y ya carcomido por el tiempo, no era ni podía ser susceptible de injerto generoso de sangre nueva y ardiente; cuando más sólo admitía la yedra que trepa y vegeta en la superficie.
«De allí su desencanto, de allí su justa ira contra esa situación que engañó su inexperiencia con el verde y bello follaje que en la superficie ostenta.
«Se creyó marearle subiéndolo a cierta altura a que no aspiraba, mas descendió como bueno, horrorizado del mal y la inmoralidad con que se había rozado, para empuñar el látigo vengador y fustigar sin tregua nipiedad».
Efectivamente. Cuando Garay se convenció de que su hermosa inteligencia no era suficiente título, entre sus compañeros, a ser considerado y respetado cual lo merecía un hombre de su calidad; cuando vio que se le quería asignar, como a tantos otros, el triste papel de un elemento puramente decorativo dentro del partido gobernante, reaccionó y se colocó del lado del pueblo, constituyéndose en su ardiente y apasionado defensor. Mostró que en él no existía la pasta del esclavo que exigen los ineptos para rendir culto farisaico a la inteligencia. Probó la superioridad del poder de las ideas sobre el poder de la materia a los que habían desdeñado el concurso de sus luces. Demostró que él no había nacido para ser el brillante marco de un cuadro lleno de impurezas.
Manejó la critica con habilidad, con maestría. Puso a raya a más de un delincuente. Provocó más de una caída estrepitosa. Los artículos de La Prensa eran materia de deliberación en los consejos de gobierno. El qué dirá de La Prensa quitaba el sueño, causaba inquietud a las conciencias culpables.
A una sagacidad y perspicacia para penetrar los misterios de nuestra turbia política, unía Garay una finura en el decir, un pulimento en el arte de herir, que era el secreto de su éxito. El estilo grueso que sólo impresiona a gente iliterata, a lectores de pasquines irresponsables, él desdeñaba. No manejaba la maza que aplasta y llena de barro, sino el florete que destila sangre sin manchar el guante blanco del combatiente.
No por ser más pulido en el decir era menos intensa la herida que causaba. Al contrario. Precisamente por la suavidad en el lenguaje sus ataques llegaban al corazón del adversario. ¡Y con que valentía, con qué coraje dirigía sus golpes certeros! De cuando en cuando se le escapaba una de esas ironías crueles, de esas carcajadas picantes, a lo Voltaire, que cubría de ridículo a la víctima. Una sonrisa maliciosa de Garay hería tanto y tan indeleblemente como sus más rajantes artículos de combate.
La Prensa desempeñó una misión histórica importante. Moralizó la administración pública, puso un control saludable a los que manejaban caudales del estado, hizo respetar los fueros del periodismo y declaró guerra sin cuartel a los defraudadores.
En los asuntos de orden internacional era el fiel intérprete del sentimiento público. Sus conclusiones reflejaban los vehementes anhelos de la nación. El paraguayo hallaba en las columnas de La Prensa alimentos con que fortalecer su civismo.
Comprendiendo el papel importante que desempeña la campaña en el desenvolvimiento del progreso de la república y como una reacción contra la añeja costumbre de mirarla con desdén, el doctor Garay dirigió sus vistas hacia ella y empezó sus giras por Villa Concepción y Villa del Pilar, dispuesto a estudiar sus necesidades y aconsejar todas aquellas medidas reclamadas como una exigencia de su progreso.
Publicó en animadas páginas sus impresiones de viaje, fecundas en observaciones atinadas, donde se vislumbran las vastas proyecciones de su programa periodístico.
Empeñado hallábase en esa obra de indiscutible utilidad nacional cuando una bala homicida le arrebató a la vida, cortando su brillante carrera en mitad de la jornada.
Su muerte cubrió de fúnebre crespón el civismo paraguayo; de un extremo al otro de la república vertiéronse lágrimas de duelo a su memoria; dejó un vacío hasta ahora no llenado en las filas de los luchadores infatigables y su nombre quedó en todos los labios como raro ejemplo de cívica altivez.
Su entierro adquirió las proporciones de un duelo nacional; amigos y enemigos deploraron su trágica y temprana desaparición; el diario que ilustrara con las creaciones de su potente cerebro enlutó sus columnas y publicó en su honor las colaboraciones de los primeros intelectuales de la república, que deploraron su muerte como una desgracia irreparable.
Compañeros de causa y adversarios en política derramaron a su memoria las flores más preciadas de su ingenio. Ante su tumba callaron las pasiones enconadas y sólo hubo palabras de elogio y de aplauso a sus eminentes virtudes ciudadanas.
De esa corona fúnebre vamos a extractar algunos párrafos conceptuosos con que el delicado ingenio del eminente don Manuel Gondra, exterioriza su admiración hacia el ilustre muerto:
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«Hay espíritus que son como los llanos. Aún no alto el sol de la existencia y ya los muestra a la mirada perspicaz hasta en sus más lejanas proyecciones, pero otros como gigantes cordilleras no rinden todos sus tributos sino a la claridad meridional. El doctor Garay fue de estos últimos; su alma tenía culminaciones de montaña. La elevación de ésta le dio su talento, pero no hemos conocido sino una de sus vertientes; la otra ha quedado en las sombras porque el sol se ha detenido cuando se iba acercando al meridiano.
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«Lo que tengo en el espíritu con la evidencia de una realidad, es que ya en días de luto o regocijo, de gloria o de ignominia para la república, el doctor Garay estaba llamado a llenar muchas páginas de sus anales futuros. Había en él la poderosa virtualidad de los quehacen historia.
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«Garay hubiera sido un gran historiador y uno de los más ilustres escritores de Sud América. En sus últimos tiempos produjo páginas que para mi, habían llegado a la perfección dentro del clasicismo español. Carta satírica hay suya que ha de alternar con las más notables que puedan señalarse dentro de toda la literatura de nuestra lengua, por el ingenio, la sal ática y una maravillosa maestría en el decir.
¡Qué gran escritor era!
¡Cuánto ha perdido el país y las letras de la América latina!
«Más, aún admirando las magnificencias que nos ha ofrecido la falda del empinado monte que el sol iluminó, pienso con mayor dolor en las bellezas invisibles de la falda de la montaña que ha quedado al lado de la sombra.»
Pensamos en un todo de acuerdo con el eximio aunque infecundo maestro literario de la juventud paraguaya. Creemos que en Garay había culminaciones de montaña; que era de los hombres llamados ahacer historia y que por grandes que hayan sido los servicios prestados a la república, durante su corta pero luminosa existencia, mayores eran los que se esperaban de las irradiaciones de su talento superior.
En Garay se ha perdido un maestro del bien decir, un apasionado de la corrección de forma, que andando el tiempo hubiera llegado a ser el cronista insuperable de los anales patrios. Los episodios de nuestra homérica lucha han perdido en él un narrador correcto y ameno, que les hubiera dado, en las páginas del libro, imperecedera celebridad. La literatura paraguaya perdió una pluma de oro llamada a conquistarle un puesto de honor en los areópagos del pensamiento americano.
En nuestras disensiones democráticas su desaparición ha dejado un vacío difícil de llenarse. Garay era un carácter fuerte, un espíritu de lucha, templado en el fuego de graníticas pasiones. Era una gran energía combatiente, que se retemplaba en las asperezas de la lucha. Con media docena de repúblicos de su talla, de su altivez cívica no habría situación de fuerza que no pudiera demolerse.
Sus ideales como paraguayo no admitían enmienda, porque eran la última palabra del patriotismo. Sentía veneración por los veteranos de la guerra, porque creía que la gloria más nítida de las armas paraguayas era la conquistada en la lucha con la Triple Alianza, y que esa lucha fue la que dio al nombre del Paraguay resonancia universal. Garay se hubiera mofado durante toda su vida de aquel que pretendiese escupir a esa página de luz que brillará con más intensidad a medida que los años pasen. Cualquier lunar de su vida política queda para nosotros eclipsado ante el resplandor de sus ideales ultra paraguayistas. En este sentido le considerábamos absolutamente incorruptible y teníamos una fe completa en su integridad cívica. Su orgullo como ciudadano no tenía límites y si hubiera podido volver a nacer, creemos que de buen grado hubiera elegido para ello los fértiles campos del Paraguay. El sentimiento de nacionalidad primaba en Garay sobre toda otra consideración. Su fervor patriótico no reconocía rival. El ser paraguayo era para él título de honor, y lo invocaba con cualquier pretexto, con soberano orgullo. De paso a Europa en 1896, y habiendo visto con profusión los retratos del general Alberto Capdevila expuestos en los escaparates de las casas comerciales de la calle Florida, en Buenos Aires, decía al autor de Mi Misión a Río de Janeiro: «que era consolador ver, en la circunstancia actual, de decadencia de nuestro país, que el reorganizador del ejército argentino fuera paraguayo, en vez de algún alemán, como sucede en Chile; y que al mismo tiempo, uno de sus primeros marinos, el capitán de navío García Domecq, fuera también compatriota nuestro.»
Los hombres como Blas Garay desempeñan un papel irreemplazable en estas democracias en formación. Son entidades necesarias en estas sociedades embrionarias, donde la hipocresía y el disimulo – que son la característica de la cobardía moral – forman la regla general en los caracteres.
Estos pueblos necesitan de espíritus combatientes que agitan el alma de las multitudes, de hombres valerosos para exteriorizar sus pensamientos, de soldados de un ideal,y no de los caracteres gomosos, acomodaticios, que envueltos en su olímpico egoísmo, todo lo contemplan con indiferencia y no se inmutan ante el hundimiento mismo de la nacionalidad.
Una inteligencia y un carácter representan una potencia en cualquier país de la tierra.
Julio César, después le Farsalia – dueño de los destinos del universo – no creía rebajar su púrpura imperial visitando, como un homenaje al genio, en su villa de Roma, a Cicerón, a quien acababa de vencer entre las huestes de Pompeyo.
Napoleón, en el apogeo de sus triunfos militares, dictando su voluntad a las naciones sojuzgadas procuraba solícito la amistad de Chateaubriand, llenándole de exquisitas consideraciones, y hubo época en que se cuidaba tanto de los ataques de su pluma como del fuego de los cañones de la Europa coligada.
Sarmiento en la República Argentina confesaba que durante cuarenta años había sido periodista de combate, y que a pesar de connaturalizarse con los ataques diarios de sus implacables adversarios, el último artículo levantaba siempre roncha en su epidermis encallecida. Daba prelación en la lectura a los periódicos que con más encarnizamiento le herían. Siendo Jefe de estado no desdeñaba descender a la arena del combate a recoger el guante que sus enemigos le arrojaban. El funcionario desleal que finge reírse de los ataques de una hoja de publicidad, es un desgraciado que se engaña a sí mismo. Los tipos de imprenta hieren mas dolorosamente que la aguda punta de un puñal.
Garay buscó entre sus compañeros la consideración debida a sus altos merecimientos, y no la halló. El poder de su brillante inteligencia era desdeñado lastimosamente. En un ambiente materializado por la intriga y la adulación, la idea se cotizaba a un precio vil.
Entonces bajó a la prensa, empuñó el látigo vengador y castigó a los delincuentes sin piedad. Los rayos de su cólera patricia descargaban sus ímpetus sobre la cabeza de los transgresores de la ley. La Prensa fue el Sinaí que anunciaba, políticamente, la aurora de una nueva redención.
Su pluma de polemista ha causado mutilaciones dolorosas en la reputación de los que caían bajo los dardos de su crítica cortante. ¡Aquellos que recibieron su marca indeleble todavía le recuerdan con pavor!
Su campaña periodística enalteció su nombre, depurándole de infantiles extravíos, y su trágica desaparición en plena primavera de la vida, como soldado al pie de su bandera,– rodeándole de la aureola del martirio – magnificó su figura, elevándola al pináculo de la celebridad. Cayó en su puesto de honor, con la enseña del ideal en la mano, desafiando impávido las tormentas de las pasiones que se desencadenaban a sus pies.
La primera falda de la montaña de su vida sólo nos ha ofrecido claridades de aurora, destellos de creaciones luminosas, y la ladera opuesta ha quedado envuelta en el misterio insondable, en la perdurable incógnita de lo desconocido.
SILVANO MOSQUEIRA
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