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LOURDES TALAVERA
  EL ENCUENTRO y A NINGUNA PARTE - Cuentos de LOURDES TALAVERA


EL ENCUENTRO y A NINGUNA PARTE - Cuentos de LOURDES TALAVERA

EL ENCUENTRO y A NINGUNA PARTE

CUENTOS DE LOURDES TALAVERA

 

 

EL ENCUENTRO


La vi bajar del taxi y me escondí detrás de la mampara; ella sin sentirse observada ingresó al local, se sentó a una mesa y, cuando se acercó el camarero, pidió algo. Sacó del bolso un libro, los anteojos y, como si estuviera sola en el mundo, se dispuso a leer. Su cabeza erguida, sus cabellos negros cenicientos y su cuello largo le daban un aire de princesa desterrada de sus dominios. Le quedaba bien su camisa de un tenue color rosa. De vez en cuando alborotaba la melena corta y con sus manos de nuevo se la arreglaba. La había visto solamente algunas veces, lo que me impedía recordar su aspecto real. Al pretender rememorar su imagen, se interpone algún rasgo que no se me había ocurrido antes que ella tendría. Pero, paradójicamente, es eso lo me intriga de su esencia misma. Impresionaba fuerte, pero había algo en ella que inspiraba protegerla. Desde mi escondite la observaba y pensaba en su decepción porque no iba a concurrir a la cita.

La veía deformada y eso excitaba mi imaginación, aunque ella es mucho más bonita en la realidad que en mi fantasía.

Considero excepcional que ella haya tenido en cuenta un ligero deseo femenino, espontáneo y natural. Sentía temor ante el riesgo de perder la oportunidad que se me ofrecía y que tanto me importaba, no porque Silvina fuera quien es, o sumamente seductora, sino que su secreta adicción me fascinaba. Es posible que se tratara simplemente de una idea sin ningún sentido práctico. Una de esas que pasan por la cabeza como un resplandor y luego se apaga. El extraño placer persistía en la evocación de su figura y me sentía ridículo al aumentar mi interés personal hacia ella. Me invade una especie de sentimiento de bajeza humana.

Estoy sorprendido de mí mismo. Estoy seguro de que aquella mujer que iría a encontrarse conmigo estaba guiada por motivos menos elevados que los míos.

El camarero le trae un jugo de frutas, desde donde estoy no da para distinguir más; coloca el vaso en la mesa delante de ella y también una pequeña hoja de papel.

Ella levanta el vaso y bebe un sorbo largo, pausadamente, como si disfrutara de cada gota que va pasando por su garganta. Sonríe y vuelve a la lectura. Quedo maravillado por su capacidad de gozar de ese instante. No tengo idea del concepto que Silvina tiene de mi persona. Finalmente, concibo que eso esté relacionado a que sea el hombre como es y que se haga cargo de lo que desea. El hombre tiene que ser él mismo y nadie más. Parecerse a sí mismo, como diría Voltaire. Presuntuoso se ve-ría de mi parte si faltara a mis principios. La gente había llenado el café y casi todas las mesas están ocupadas. Silvina se encuentra delante de mí, y no tiene la mínima noción de que la estoy observando. No le he quitado los ojos de encima.

Su esencia la comprendí a primera vista, fue una suerte de premonición; la sentí porque se me presentó a sí misma y fue como una afinidad compartida. Ella me inspira serenidad, discreción y accesibilidad. Estas son las cualidades que me dan el coraje para aproximarme a ella, mirarle a la cara, y sonreírle como un tonto sin remedio.

Mira hacia el reloj de la pared, me faltan fuerzas para acercarme, mi pecho está lleno de sensaciones. Todavía recuerdo mi infancia, cambió algo dentro de mí. No se trata de un lastimoso vacío; alguien vivía dentro de mí. El tiempo había transcurrido en la nada hasta que la conocí y empezó a tornarse humanizado.

Hasta entonces en mi vida no había gastado tanto pensamiento en una mujer; la veía con cierta frecuencia en la sala de espera del siquiatra. Cuando me crucé con ella puse en movimiento mis emociones. Pasaban dos o tres semanas para volver a verla y sentir de cerca su perfume a sándalo.

Me bastaba sentirla a mi lado para olvidar mis aprehensiones sobre el orden de las cosas y la obligación de conseguir los saquitos de azúcar.

Lo que me atraía de Silvina era su lado oscuro. Ella vivía en una dimensión donde las miserias humanas se confundían como en una espesa niebla. Lo cotidiano le era indiferente. Me parecía que era un ángel exterminador que venía a liberarme de mis ataduras y llevarme a su paraíso negro. Parecía tener treinta y cinco años, pero quizá aparentaba más, porque se trataba de una mujer que había tenido una vida difícil y que pasó de la infancia a la madurez sin atisbo de transición. La gente decía que no le gustaba recordar a su familia. La madre se había quitado la vida, durante un viaje de su esposo, y pasa-ron dos días hasta que encontraron a la niña sentada al lado de la bañera donde yacía su madre.

En su trabajo la reconocían como responsable y capacitada, pero los sentimientos de lástima y culpa que ella había acumulado la empujaban a un continuo sufrimiento; no sé con exactitud si lo único que me atraía de ella era lo retorcido de su persona. En los momentos de aflicción, el hombre busca contenerse en la unión de su tristeza con la de los demás.

Un día, durante la espera, la abordé de un modo casual, me había dado cuenta de que había cerrado un libro. Le pregunté qué leía y respondió: el optimismo trágico de Mounier. Me sentí desconcertado, pero, como Silvina tenía un poder mágico sobre mí, le sonreí y me permití avergonzarme de mi ignorancia sin cohibirme ante ella. De pronto, tomó mis manos y sentí un temblor que me sobresaltó. Silvina se abrazaba a mi cuello como una niña y apretaba su cara contra mi pecho y lloraba desconsoladamente. La tuve abrazada y sentí la tristeza de su cuerpo constantemente amenazado de muerte.

En reiteradas oportunidades, diferentes mujeres me reprocharon que no haya correspondido a sus deseos. Para ser sincero, lo que más me entristece es reconocer que desde mi adolescencia no he sido capaz de entablar una auténtica relación con una mujer.

Desconozco las razones y no las he indagado suficientemente. Quizá haya existido crueldad en mi proceder. Me repugna que las personas se sientan afines con las otras cuando les ven las mismas bajezas que cargan secretamente.

 ¿Cómo es posible que haya podido entonces enamorarme de Silvina? La dejé invadir mis afectos y anhelante me abrí a ella. Me conmovió su abandono en mí. Era un bálsamo y un modo de huir de mí mismo. Me sentía fundido con su alma.

Deseaba un encuentro con ella, le arranqué la promesa de verla fuera de la sala de espera del consultorio del siquiatra. Comprendí que era poco, aunque reprimí mí decepción y continuamos charlando. Cuando llegó su turno, le acaricié la nariz y le dije que nos veríamos en la cafetería Belga. Recordé a Joaquina, quien desapareció de mi horizonte sin darme explicaciones y yo estaba enamorado de ella; me había rechazado y ahora la recordaba como una joven mala. La ira se instaló en mi corazón.

Quedó como un pasado viviente y un presente muerto. Aunque perdió su corporalidad, se convirtió en un culto que conserva ciertos ritos que desbaratan las bases de mis relaciones sentimentales.

Sé que la cita con Silvina tiene algún significado, además de un cierto sentido, como si presintiera que mi historia con ella develará algo escondido; sé que llevo un acertijo a descifrar en mis vivencias pasadas; ella es la dueña de la llave de la verdad. Siento el impacto de su presencia en mí. De pronto el miedo me agobia y siento pavor de que su indiferencia estropee una oportunidad que puede ser trascendental y excepcionalmente vuelva a ocurrir en mi existencia.

Tengo tantas ganas de aproximarme a ese precipicio llamado Silvina, como si ese acto fuese a brindarme consuelo y redención. Quedé aprisionado en el hechizo de mi pasado, el  cual trato de desanudar para escapar de mi sed de venganza. No deseo que Silvina sea solamente un golpe más para mí, a causa de ese pasado. Algo me saca con determinación de mi escondite, me acerco a ella y me pierdo en el encanto de la esperanza.



 

A NINGUNA PARTE

 

"Nuestro amor era nuevo y entonces era primavera.

Y entonces yo la saludaba con mi canto.

Como canta el ruiseñor en el comienzo del verano.

Y calla su trino cuando va madurando el día".

Soneto 102 de Shakespeare

 

La fiesta tenía indiscutiblemente un brillo distinguido y Sofía había puesto el empeño suficiente para que fuera de esa manera. Los salones iluminados estaban colmados de personas que danzaban al compás de los sonidos de la orquesta. Pierre se había rezagado en las oficinas de la bolsa, aunque tuvo tiempo de llegar a la casa y arreglarse antes de presentarse al baile. Se sentía ligeramente molesto porque su hijo Oliver deseaba viajar a Latinoamérica.

Tomó una copa de champagne y se retiró hasta una de las galerías donde se recostó en un canapé y se dejó fluir en la música. Caminaba por las estrechas calles de un pueblo.

Sudaba con el calor húmedo de la noche, la vio entrar al centro sanitario. Tenía el pelo negro desparramado sobre la espalda. Su paso cadencioso cimbreaba su cintura. Criatura del trópico, bocado de dulce de leche, su sonrisa iluminó la noche. Se acercó y la invitó a la fiesta de la vendimia. La cooperativa de vinicultores del sur la organizaba para celebrar la abundante cosecha. Ella aceptó de buena gana y él quedó en buscarla de su casa, el sábado a la noche.

Se llamaba Margarita y trabajaba como obstetra en el hospital; también organizaba las jornadas educativas para las esposas de los socios de la cooperativa. Algunos la miraban con recelo, porque ella controlaba el estado de salud de las mujeres que vivían en el prostíbulo de la tía Ángela, la proxeneta oficial de la comarca.

Pierre lo visitaba de vez en cuando, para tomarse unas copas de aguardiente y brindar con Manuel, el marido de la dueña del local. No tenía preferencia por las jóvenes del lugar; lo tomaba como una actividad exclusivamente biológica.

Sonreía al pensar en sus colegas de la universidad europea donde trabajaba, quienes en su correspondencia se referían humorísticamente a sus nuevas aficiones, en ese país en vías de desarrollo. Él había aceptado viajar hasta allí y pasar una temporada asesorando la comercialización del vino; consideró que la experiencia sería provechosa para él.

Sofía ya era su novia y estaba completando sus estudios. Al principio, sintió un ligero conflicto con respecto a ella y su interés por Margarita. La había llevado a la fiesta, donde habían reído, bebido y bailado hasta el amanecer. No supo en qué momento llegó hasta la casa de ella; despertó a su lado, con el rostro enredado en sus cabellos. La pasión fue tan fuerte que había perdido la noción del tiempo.

Monsieur Delcamps le había manifestado su interés por presentarle al nuevo embajador del país donde él había hecho su pasantía tercermundista, se trataba de un joven diplomático, egresado de uno de los más calificados centros de formación de Estados Unidos.

Luego de su regreso a Bélgica, continuó su vinculación con el sector económico del país latinoamericano. Además, era un importante benefactor de las becas de estudio de su antigua universidad, destinadas a los estudiantes provenientes de dicho lugar. Sonríe plácidamente, como recordando una íntima visión. Entorna sus ojos y se vuelve a sentir rebelde y desafiante. Por un momento, olvida las especulaciones de los japoneses, la baja del dólar y los achaques de salud que le atosigaban sin tregua.

Se había casado con Sofía en un castillo antiguo, casi a la vera de una laguna que bordeaba la propiedad, una soleada mañana de verano; las flores de lavanda del campo vecino desparramaban su aroma, y la felicidad hubiera sido completa de no existir una nube densa que atenuaba la algarabía de su espíritu.

La música, la familia, los amigos, la gente conocida y las costumbres de toda la vida daban al acontecimiento un sabor a hogar que Pierre apreciaba demasiado.

Desde siempre había tomado en cuenta que, a pesar de sus transgresiones, esos elementos pesaban en su historia personal. Disfrutaba de su copa de champagne, mientras aprobaba los detalles de su regia residencia.

En el caso de que Oliver partiera sin su consentimiento, se sentiría desolado; la probabilidad era certera porque conocía a su hijo. También tenía conciencia de que los padres no podían evitar que los hijos experimentaran sus propias vivencias. Pasara lo que sea, sabía que Oliver regresaría a su mundo, sus costumbres, su familia y sus amigos. No se equivocaba, conocía a su hijo; sin embargo, una ligera duda le asaltaba. En poco tiempo, los habitantes de Pinto se acostumbraron a él, llegó a ser conocido como "el belga Pierre" y los socios de la cooperativa se disputaban su asesoría. El pelo pelirrojo, los ojos azules y su acento francés lo convirtieron en un apetecible trofeo para las mujeres, quienes lo trataban con singular esmero. Por su par-te, él estaba subyugado a la pasión de Margarita y de buena voluntad la habría ayudado en el nacimiento de más de media centena de niños, si ella se lo hubiera permitido, para pasar más tiempo juntos.

De noche, mientras la esperaba acostado boca arriba en la cama, contemplaba con ansiedad la hora en el reloj. Contaba con ganas, uno a uno, los minutos que lo separaban de ella. Visitarla se había convertido en un rito, ninguno de los dos se preguntaba adonde se dirigía esa relación de ambos. Hacían el amor como si cada encuentro fuera la última vez de todas.

Él había dejado de ir al burdel y todas las muchachas lo extrañaban. Ambos eran conscientes de que tenían pocas cosas en común, pero cuando estaban juntos sentían la plenitud de la vida. Cada encuentro tenía un sabor diferente. Pierre saboreó el placer en ese pueblo alegre, laborioso y bonito, pero en el que nunca sería completamente feliz.

Una madrugada se levantó a tomar un vaso de agua, se apretó el pecho y decidió olvidar a Margarita.

Cuando regresó a Europa, en setiembre, comenzaba el otoño; poco a poco fue reintegrándose a su vida anterior. Algunas noches se escapaba para elegir a alguna muchacha de los escaparates de la estación del Norte.

Aunque se había prometido olvidar a Margarita, su propósito se había vuelto difícil; siempre le acompañaban sus ojos llorosos y su profunda tristeza. Lo más duro era la soledad de las noches, la convalecencia de sus sentimientos le daba una nostalgia recurrente, pero él había tomado la decisión irrevocable de no volver jamás con Margarita; la encontró tarde y le descorazonaba la perspectiva de un amor sin sosiego. Consideraba que lo que estaba sintiendo era el precio de su feliz pasantía, por eso a medio año de su vuelta se casó con Sofía.

No volvió a saber nada de Margarita, tampoco procuró noticias. Al cabo de unos años le llegó una carta de un conocido vinicultor; el dolor se presentó punzante y preciso como siempre que la recordaba, pero él decidió no prestarle atención y seguir viviendo su vida como le gustaba.

Así se enteró que Margarita había salido exiliada de su país, con su hijo, luego de la caída del gobierno socialista. Ella se radicó en Boston y tenía la intención de regresar de nuevo cuando pudiera, para colaborar en la construcción de un Estado democrático.

Muchos años transcurrieron hasta que un plebiscito puso fin a la tiranía de la dictadura militar.

Dejaba pasar los días y se sumergía en los negocios. Aunque no lo dijera, su pasado había terminado como un sueño, o mejor dicho se había convertido en una pesadilla que lo llevaba a ninguna parte. Presentía que la venganza de Margarita había sido colarse en sus sueños como si no tuviera nada que ver con la realidad. Tarde o temprano habría llegado a la ruptura. Margarita, en sus ratos libres, ejecutaba el acordeón como un remanso relajante para su cansancio. El sonido del instrumento inundaba los corredores de la casa y Pierre paseaba por las calles de París en su fantasía, oyendo el "vals chino" o la "polca de los enamorados". Margarita se entregó a su amor con Pierre con la misma devoción con que ejecutaba las canciones en el acordeón. Él mismo se asombró del frenesí con que hizo el amor con ella aquella madrugada de la fiesta de la vendimia.

Ahora reconoce que Margarita fue una mujer realista, su compromiso real estaba con una causa; él le había dejado una carta de despedida en la mesa de noche, para que la encontrara a la vuelta del trabajo. El inminente golpe de Estado le había obligado a salir casi en la clandestinidad de Chile.

Muchos de sus conocidos de la cooperativa habían sido tomados presos, no tuvo la oportunidad de despedirse de nadie.

Un día viernes, al cierre de las oficinas de la bolsa, fue al club a tomarse unas copas y se cruzó con los directivos de varias empresas que celebraban allí un encuentro, alguien le presentó al joven embajador chileno. No supo descifrar qué fue lo que encontró de familiar en el hombre rubio, casi pelirrojo, de penetrantes ojos azules y jovial sonrisa. Se despidieron con la promesa de reencontrarse y charlar de temas comunes. Esa mirada lo perseguía, y no sabía la causa de su desazón.

La fiesta se celebra porque cumple sesenta y cinco años. Lo único que le preocupa es la obstinación de Oliver de viajar a Latinoamérica. Quizá pudiera convencer a Sofía de interceder, pero sospecha que su vínculo íntimo con la muchacha nicaragüense está firmemente cimentado.

Desde el fondo de su alma, emerge un sentimiento parecido a la envidia. Desearía desandar sus pasos y enmendar sus errores; está en el presente mirando el futuro y reviviendo el ayer.

Siempre fue tarde, la primera visión que tuvo era la de una ciudad distinta a la suya; con las casas bajas y cubiertas de polvo, los días soleados y los viñedos cargados de frutas; la gente alegre, en sus necesidades y siempre mirando hacia adelante, como si la vida fuera un instante mágico. Cada vez que lo rememoraba le invadía el desamparo.

Sin embargo, poco a poco, con los años fue ganándole el olvido, cuando se acostumbró de nuevo a los días grises y lluviosos del invierno.

Divisa a Sofía en el salón y va a su encuentro. Ella está conversando con el diplomático chileno y su amigo el escritor paraguayo, Felipe Rivera. Lo acompañaba una mujer mayor. Es bella, tiene el pelo negro y unos rasgos típicamente latinos; cuando sus ojos lo miran, Pierre siente emerger un dolor punzante y preciso que lo conduce a ninguna parte como en las pesadillas de sus noches.



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AFINIDADES FURTIVAS

RELATOS ENHEBRADOS

Por LOURDES TALAVERA

Criterio Ediciones, Asunción-Paraguay 2007 (101 páginas)

Idea de tapa: Claudia López



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Lourdes Talavera confirma en AFINIDADES FURTIVAS - RELATOS ENHEBRADOS lo que ya apuntó en sus obras de cuentos anteriores, JUNTO A LA VENTANA y ZOOLÓGICO URBANO: su vigor narrativo. Nos revela en sus relatos los arcanos de unas existencias cuyas reacciones son muchas veces incomprensibles, hasta convertir sus personajes en formas dispersas de las representaciones de las conductas. Estos personajes son gente "normal", personas de carne y hueso cuyas vidas han atravesado dificultades. El Ramón de "El desalojo", con su discurso mental en guaraní, se define con frases como " la lucha por la tierra es por la vida". Su voz es la de miles de seres maltratados por las condiciones de su existencia. Y así deambulan y deambulan personajes y personajes por los cuentos de Talavera.

Y es que la autora pone en danza personajes comunes, desde campesinos hasta el abogado. Un cuento como "LOS LABERINTOS DEL DOLOR", con su estilo policíaco, nos enseña las miserias del ser humano. Las sensaciones del amor, del peligro, de la muerte, de la frustración, de la lucha por la dignidad, aparecen como destellos en estos relatos, cuya mayor importancia radica en su estilo depurado, desprovisto de alambiques que retuercen las historias. Si en algún momento se detecta complejidad argumental es porque procede de las propias situaciones, nunca de la voluntad de la autora.

AFINIDADES FURTIVAS logrará que los lectores se sientan afines a la literatura. Y no de forma furtiva, sino con una militancia activa a favor de la palabra como medio de comunicación de historias ficticias inspiradas en la realidad. En la observación de la vida. - JOSÉ VICENTE PEIRÓ


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PRÓLOGO


AFINIDADES FURTIVAS - RELATOS ENHEBRADOS es el título y Lourdes Talavera enhebra en este volumen que pone a nuestro conocimiento una serie de cuentos muy interesantes. Cuando comentamos una obra a veces, como en este caso, resulta un tanto complicado encontrar el calificativo preciso, y corremos el riesgo de que el elegido no refleje la totalidad del pensamiento que deseamos exponer. Quizás interesantes no sea suficientemente claro. Trataré, por lo tanto, de explicarme.

Hallo en los relatos de Lourdes un denominador común: las dudas acuciantes que genera la existencia, esa vida que nos obliga, al decir de Ortega, a tener que decidir a cada instante. Con una visión incisiva, me atrevería a decir despiadada, la autora expresa el sabor amargo de la constatación de que sin darnos cuenta, día a día tal como gotea el contenido de un vaso perforado, la vida se nos pasa, la existencia se realiza y desapercibidamente, aunque se tuviera todo programado y fueran cosas muy distintas las previstas, la realidad se realiza (y esto es mucho más que un hueco juego de palabras).

Esas dudas y temores, ese aparentemente fuerte deseo de fijar parámetros y roles en la existencia que por ser compartida exige y otorga protagonismos, los expone la autora recurriendo a una variada sucesión de temas. En efecto, los temas escogidos para estos cuentos enhebrados recorren un amplio espectro (sin dar cabida a la timidez o al temor) y Lourdes los encara abiertamente, quiero decir bien de frente, sin excusas. Con un matiz que deja entrever nublados misterios cuando lo cree conveniente, o con una rudeza desprovista de engañosas suavidades, o con la fresca y llana exposición de lo contado cuando así lo prefiere, nos adentramos en ese mundo de AFINIDADES FURTIVAS en el cual muchas son las historias, muchas las anécdotas, muchas las realidades que la ficción nos presenta, pero sobre ellas campea esa idea que nos permite adentrarnos un poco más en "nuestras interioridades", al decir de aquel entusiasta analista de Octavio Paz cuando analizaba su "otredad".

No me veo empujado, y me place, a recorrer el trillado camino de la literatura femenina o el matiz profesional que se aprecia en su texto porque opino que cuando lo que analizamos es bueno con tranquilidad podemos hablar, de la literatura que es una, buena o mala, y nada más.

Estos relatos la autora los enhebra utilizando la narración en primera persona y es muy interesante constatar que sortea felizmente los riesgos y se libra de caer en un intimismo sin sustancia. Pienso que una de las cosas más sabrosas del libro es la habilidad que muestra Lourdes al estructurar esas "primeras personas" tan convincentes, trabajadamente expuestas y que permiten constatar de manera verosímil la dolorosa vulnerabilidad de las personas cuando "la vida se les viene encima", tal como observamos, por ejemplo, en "EN LA SIERRA NIEVA EN NAVIDAD". La resolución del cuento sucede espontáneamente, desapercibidamente, tan desapercibidamente como se le pasa la vida a la protagonista, dejándonos a nosotros, mudos espectadores de esa realidad a la que fuimos convidados, con el sabor entre dulce y amargo de la constatación, sin sobresaltos, del cumplimiento ineludible del paso sin pausa del día a día.

La estrategia narrativa que Lourdes utiliza exige la plena participación del lector y digo plena participación intencionalmente, porque se sabe que cualquier expresión escrita necesita la comprensión que es un esfuerzo del lector, pero en este caso me refiero a una labor deductiva, sumamente placentera, a un trabajo de interpretación de las pistas y señales que la autora en su texto nos va entregando dosificadamente, como quien no quiere la cosa, armando el universo de ficción. Un ejemplo claro de lo que digo lo tenemos, entre otros, en el cuento "LADRAN LOS PERROS", en el que a partir de lo que la narradora percibió en un principio vamos descubriendo y conociendo la verdad.

La cuestión se torna mucho más sabrosa cuando nos percatamos de que lo que nosotros supimos en un principio no fue en realidad lo que percibió la narradora sino lo que creyó percibir, y allí la cuestión se enriquece. A partir de entonces comenzamos a conocer a los personajes, sus avatares y, por fin, sabemos lo que pasó.

Esa misma lúdica propuesta de participación se aprecia en los cuentos que se resuelven con una sugerencia ("LA BÚSQUEDA", por ejemplo), en los que no se incluye la expresión taxativa que facilitaría enormemente la comprensión pero que, sin duda, le restaría esa contundencia que es  posible conseguir con el hábil ejercicio del arte que utiliza como herramienta la palabra, la literatura.

Expuse algunas cosas que me llamaron la atención de este libro que hoy Lourdes nos propone, y quedan en el tintero muchas otras. Me parece muy gratificante que sus relatos se encuadren en la corriente renovadora del cuento emparentado tan estrechamente con el relato, ganando mucha libertad al independizarse de aquella estructura obligatoria de los finales con sorpresa, y etcétera, que, todo parece indicarlo, va quedando relegada. - LUIS HERNÁEZ


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ÍNDICE

Agradecimientos / Dedicatoria/ Prólogo

·         En la sierra nieva en  Navidad

·         El desalojo

·         Los laberintos del dolor

·         La danza de las palomas

·         Joaquina

·         Ladran los perros

·         Afinidades furtivas

·         A ninguna parte

·         El encuentro

·         Regreso al hogar

·         La búsqueda

·         Un amor para Tomás

 


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