PRIMAVERA II
Polca de EMILIANO R FERNÁNDEZ
primavera oguajhë
ñu ca'aguy oflorece
jhokypa iverde asy
palo blanco jha tayï
mombyrýgui yajhecha
ca'aguy oñuämba
jhechapyráva yvoty
2. Yerbas arbustos y flores
entero ipoty yera
yvotyty yajhecha
con exquisitos primores
bellos aspectos encantadores
cóva co tiempo ogueru
co'e yave ñajhendu
himno de aves cantores
3. Campichuelope resë
jhovyümba reyujhu
ca'aysare ñajhendu
umi pycasu rasë
churiri jha pitogue
la novia pepo asa
ñande ari ojhasa
bandada picu'ipe
4. Cocuerépe ñajhendu
saría oñe'ë ypa
ñandu guasú omburea
jha orronca ñacurutü
pe yavoráire yacu
ayvu miéma oyapo
pépe oñe'ë chirico
tataupa jha'e mytu
5. Mbocaya ipotyva
oadorna cocue rape
pindo racäre opépe
tu’ï jha maracana
opurajhéi ñakyrä
oanuncia sandía ayu
yvapovö jha yvaviyu
tape ykére ocucuipa
6. Oguajhëvo ca'aru
ponientepe ema'ëmi
yajhecha yasy pyajhu
icarapä po'imi
estrella entero omimbi
yepiguägui iporäve
siete cabrilla oyere
oguajhëvo co'ëtï
7. Co'ëmba vove ñasë
ya cruza umi vecinda
ñajhetú umi reseda
jha umi rosa pytäite
yajhecha seve seve
umi huerta florecida
rosa jazmín morotïva
ndajho'i pe jhyacuängue.
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PRIMAVERA II de EMILIANO R. FERNÁNDEZ
Intérprete: FRANCISCO RUSSO Material: EL CANTO DE MI PATRIA Fuente: CANCIONES PARAGUAYAS DE AYER Y DE HOY - TOMO I Recopilación: MARIO HALLEY MORA y MELANIO ALVARENGA Ediciones Compugraph, Asunción-Paraguay 1991 (192 pág.) (Hacer click sobre la imagen) ******* LECTURA RECOMENDADA: (Hacer click sobre la imagen) ANTOLOGÍA – LA SECA Y OTROS CUENTOS Obras de RENÉE FERRER (BIBLIOTECA POPULAR DE AUTORES PARAGUAYOS Nº 8) © de esta edición Editorial El Lector/ © de la introducción Francisco Pérez-Maricevich ABC COLOR y Editorial El Lector, Asunción-Paraguay 2006 Director editorial: Pablo León Burián Coordinador editorial: Bernardo Neri Fariña Guía de trabajo: Francisco Pérez-Maricevich **/** LA SECA (Primer Premio "Pola de hena ", Asturias, España, 1985) En un lugar desolado del trópico había un pueblo parecido a Luvina, por su tristeza polvorienta y porque hacía años que no llovía. La gente vagaba por las calles como husmeando el tiempo, con un sabor persistente a tierra en la boca y los ojos redondos como platos trancados en la claridad demasiado intensa. Los campos ardían por combustión espontánea y en los troncos de palmeras desmochadas, ennegrecidos por los incendios, se paraban los cuervos taciturnos hasta que se les evaporaban las carnes y los derribaba el viento. Hacía tiempo que era un páramo ese pueblo borroneado en la desolación del trópico. Fantasmales, los rostros se pegaban a los huesos tomando la expresión estática de las máscaras. Se bebían los orines y las lágrimas, y cuando nacía un niño rara vez sobrevivía a la lactancia, porque no faltaba un hermano o el propio padre para tomarse la leche de la madre. Se morían nomás, sin dar trabajo: los niños con el grito detenido en la sequedad de los labios: los viejos, de puro resecos, bajo el alero de los ranchos. No había entierros desde la seca, porque la tierra, cada vez más dura, no se abría ya al golpe de los picos. El sol, por otra parte, no daba tiempo a que se pudriesen las carnes; al poco rato del deceso la piel quedaba tensa como cuero estaqueado y los muertos cobraban el aspecto de momias desenterradas. En las orillas del pueblo se escurría hasta el horizonte una vía por donde, de tanto en tanto, un tren aguatero dejaba sentir su rítmico traqueteo. No resultaba tan pavorosa la tristeza como la esperanza, el día del paso. Hacinada al costado de la vía, la gente lo aguar-daba tratando de encaramarse a las lisas paredes de su tanque, lo miraba pasar después, e irse sin remedio con su fresca y custodiada resonancia. Bocas abiertas y manos implorantes nunca pararon el tren. Se anunciaba desde lejos con un breve pitar entrecortado y se perdía como había aparecido, llevándose las esperanzas muertas. Esa tarde volvió más cansado que nunca. El calor lo asaba en su piel. La frente, las axilas, le hervían como a todos desde la seca. Afiebrados y enloquecidos de sed ya no contaban los años. Él sabía que no habían muerto hasta entonces porque aprendieron a beberse las heridas; se tajeaban las piernas y los brazos cuando ya no podían, y así llevaban los miembros listados de rojas aberturas. No era fea la sangre después de todo. Cuestión de acostumbrarse, no pensar en el agua. Recordaba el año de la seca cuando los árboles dejaron de brotar v los que había se agacharon como amedrentados, para protegerse de un sol locamente enardecido. Se fueron secando poco a poco, salvo algunos que sobrevivieron, retorcidos y espectrales, donde se podía hallar de vez en cuando alguna fruta sin pulpa, pura cáscara y carozo, donde posar los labios lentamente para beber del jugo inexistente un sabor olvidado. El tren pasó esa tarde después de tres meses; y él tenía tres hijos desparramados sobre el catre. Con este calor era preferible estarse quieto. Pobres hijos con sus ojos como pozos vacíos en la cara, y la boca agrietada bamboleandose de un lado a otro. El más chico nunca conoció la lluvia. El pueblo se quedó como estacionado en un tiempo sin agua, sin nubes, sin viento. Los que continuaron vivos fueron perdiendo esos recuerdos bajo el aire recalcitrante que se cernía compacto sobre las calles, los corredores y los cuartos. Un sol despiadado se inmiscuía dentro de los ranchos, donde cada rendija era de acero. Las cobijas ardían al menor descuido y los utensilios se enrojecían sin necesidad del fogón. Nadie cocinaba en ese pueblo parecido a Luvina desde que faltaba el agua. Se comían las raíces, los pájaros, las ratas que quedaban. En los rostros dormidos de sus hijos se veían las vertiginosas bolitas de los ojos, moviéndose bajo los párpados. El menor casi murió cuando él le chupó los pezones a la madre. Después le tuvo pena; pero ella se fue enseguida, de todos modos. Al principio apilonó los huesos contra una tapia; los ordenó una y otra vez cuando se desarreglaban, pero cuando vio que era inútil, dejó que sus hijos jugaran con ellos, y así terminaron desperdigados por el patio. La gente había perdido la noción del tiempo y aquello duraba ya bastante, pero él sabía que el tren había pasado nueve veces con intervalos regulares. Lo malo era que no paraba y les revolvía las esperanzas. Tantas señas que le hicieron esa tarde, para nada. Venía y se iba pitando hasta perderse en la última raya de los campos con la fresca agitación que ellos sabían encerrada en su vientre de metal. Las secuelas de su paso eran nefastas. Silvano murió de desesperación la tercera vez que lo vio alejarse: Marcelina no tuvo tiempo de salirse de enfrente cuando se interpuso en la vía; y así tantos otros. Ahora faltaban tres meses. Parece tan largo el ciclo de la noche y el día cuando se está esperando. Desde la seca nunca más sopló el viento en este pueblo tan parecido por su congoja a Luvina; no había ramalazos quebrando la quietud ardiente. Por las noches la luna eyaculaba su luz sobre los ranchos convirtiéndolos en sombras encanecidas. Faltaban tres meses; y tenía tres hijos. Ya no quedaban muchos en el pueblo. La sed los fue matando, aunque todavía nacían algunos infelices engendrados con la esperanza de la leche. Y se morían nomás los recién nacidos sin que sus madres opusieran resistencia: o no tenían fuerzas o les daba lo mismo. Una vida es una vida. Hijos, padre, compañero, palabras cuyo sentido se perdió con la seca. Todo era igual ahora. Se volvieron de piedra, cada vez más insensibles y esqueléticos. Se seguían bebiendo los orines y las lágrimas. Era ya costumbre. Pero el tren reaparecía escrupulosamente con la fresca agitación de su vientre y los enajenaba. Les devolvía el recuerdo de otras aguas, de lluvias estivales, del arroyo sorbido por la tierra. Ese tren les ponía desoladas las mejillas e impotentes los brazos. Era una maldición cada tres meses: como la seca inacabable, como el primer angelito que se quedó sin leche. Alternancias de sol y luna; rueda de hábitos que no cesa; algunos muertos más y algún aislado nacimiento. Así pasaron los meses; y tenía tres hijos. Por aquel tiempo trataba de mantenerlos siempre cerca, por si escuchaba algo de improviso. Aquella siesta, cuando sintió el silbato, estaban en el patio como de costumbre. Los tomó como pudo a los tres por los brazos; los forzó a caminar a paso rápido hasta la vía; sacó una cuerda que llevaba bajo la camisa y los ató muy juntos uno al otro sobre los durmientes. Los vecinos se aglomeraron a su lado esperando la primera imagen. La esperanza les aceleraba el pulso mientras los niños miraban el cielo, enmudecidos, con los ojos tremendamente grandes. Lo vieron entrar en la distancia, cobrar forma, acercarse, parar de a poco como si dudara todavía. El asalto fue rápido. El maquinista tardó un poco más en morir porque Eleuterio era inexperto en el manejo del cuchillo y tuvo que clavar dos veces. Se atolondraron contra el tanque, le buscaron la tapa a tientas con los dedos crispados, entre empujones y codazos se asfixiaron unos cuantos. El pueblo entero se apretujó para beber primero. Se saciaron de agua, de frescura, de liquida transparencia, y se fueron muriendo revolcados en el dolor del exceso, sin acordarse de desatar a los niños que seguían mirando fijamente el cielo. ****** IMÁGENES DE NUESTRO HERMOSO PARAGUAY (Hacer click sobre la imagen) Fotografía de FERNANDO ALLEN MÚSICA PARAGUAYA - Poesías, Polcas y Guaranias - ESCUCHAR EN VIVO MUSIC PARAGUAYAN - Poems, Polkas and Guaranias - LISTEN ONLINE
Intérprete: FRANCISCO RUSSO
Material: EL CANTO DE MI PATRIA
Fuente:
CANCIONES PARAGUAYAS DE AYER Y DE HOY - TOMO I
Recopilación:
MARIO HALLEY MORA
y
MELANIO ALVARENGA
Ediciones Compugraph,
Asunción-Paraguay 1991 (192 pág.)
(Hacer click sobre la imagen)
*******
LECTURA RECOMENDADA:
ANTOLOGÍA – LA SECA Y OTROS CUENTOS
Obras de RENÉE FERRER
(BIBLIOTECA POPULAR DE AUTORES PARAGUAYOS Nº 8)
© de esta edición Editorial El Lector/
© de la introducción Francisco Pérez-Maricevich
ABC COLOR y Editorial El Lector,
Asunción-Paraguay 2006
Director editorial: Pablo León Burián
Coordinador editorial: Bernardo Neri Fariña
Guía de trabajo: Francisco Pérez-Maricevich
**/**
LA SECA
(Primer Premio "Pola de hena ", Asturias, España, 1985)
En un lugar desolado del trópico había un pueblo parecido a Luvina, por su tristeza polvorienta y porque hacía años que no llovía. La gente vagaba por las calles como husmeando el tiempo, con un sabor persistente a tierra en la boca y los ojos redondos como platos trancados en la claridad demasiado intensa. Los campos ardían por combustión espontánea y en los troncos de palmeras desmochadas, ennegrecidos por los incendios, se paraban los cuervos taciturnos hasta que se les evaporaban las carnes y los derribaba el viento. Hacía tiempo que era un páramo ese pueblo borroneado en la desolación del trópico. Fantasmales, los rostros se pegaban a los huesos tomando la expresión estática de las máscaras. Se bebían los orines y las lágrimas, y cuando nacía un niño rara vez sobrevivía a la lactancia, porque no faltaba un hermano o el propio padre para tomarse la leche de la madre. Se morían nomás, sin dar trabajo: los niños con el grito detenido en la sequedad de los labios: los viejos, de puro resecos, bajo el alero de los ranchos. No había entierros desde la seca, porque la tierra, cada vez más dura, no se abría ya al golpe de los picos. El sol, por otra parte, no daba tiempo a que se pudriesen las carnes; al poco rato del deceso la piel quedaba tensa como cuero estaqueado y los muertos cobraban el aspecto de momias desenterradas.
En las orillas del pueblo se escurría hasta el horizonte una vía por donde, de tanto en tanto, un tren aguatero dejaba sentir su rítmico traqueteo. No resultaba tan pavorosa la tristeza como la esperanza, el día del paso. Hacinada al costado de la vía, la gente lo aguar-daba tratando de encaramarse a las lisas paredes de su tanque, lo miraba pasar después, e irse sin remedio con su fresca y custodiada resonancia. Bocas abiertas y manos implorantes nunca pararon el tren. Se anunciaba desde lejos con un breve pitar entrecortado y se perdía como había aparecido, llevándose las esperanzas muertas.
Esa tarde volvió más cansado que nunca. El calor lo asaba en su piel. La frente, las axilas, le hervían como a todos desde la seca. Afiebrados y enloquecidos de sed ya no contaban los años. Él sabía que no habían muerto hasta entonces porque aprendieron a beberse las heridas; se tajeaban las piernas y los brazos cuando ya no podían, y así llevaban los miembros listados de rojas aberturas. No era fea la sangre después de todo. Cuestión de acostumbrarse, no pensar en el agua. Recordaba el año de la seca cuando los árboles dejaron de brotar v los que había se agacharon como amedrentados, para protegerse de un sol locamente enardecido. Se fueron secando poco a poco, salvo algunos que sobrevivieron, retorcidos y espectrales, donde se podía hallar de vez en cuando alguna fruta sin pulpa, pura cáscara y carozo, donde posar los labios lentamente para beber del jugo inexistente un sabor olvidado.
El tren pasó esa tarde después de tres meses; y él tenía tres hijos desparramados sobre el catre. Con este calor era preferible estarse quieto. Pobres hijos con sus ojos como pozos vacíos en la cara, y la boca agrietada bamboleandose de un lado a otro. El más chico nunca conoció la lluvia. El pueblo se quedó como estacionado en un tiempo sin agua, sin nubes, sin viento. Los que continuaron vivos fueron perdiendo esos recuerdos bajo el aire recalcitrante que se cernía compacto sobre las calles, los corredores y los cuartos. Un sol despiadado se inmiscuía dentro de los ranchos, donde cada rendija era de acero. Las cobijas ardían al menor descuido y los utensilios se enrojecían sin necesidad del fogón. Nadie cocinaba en ese pueblo parecido a Luvina desde que faltaba el agua. Se comían las raíces, los pájaros, las ratas que quedaban.
En los rostros dormidos de sus hijos se veían las vertiginosas bolitas de los ojos, moviéndose bajo los párpados. El menor casi murió cuando él le chupó los pezones a la madre. Después le tuvo pena; pero ella se fue enseguida, de todos modos. Al principio apilonó los huesos contra una tapia; los ordenó una y otra vez cuando se desarreglaban, pero cuando vio que era inútil, dejó que sus hijos jugaran con ellos, y así terminaron desperdigados por el patio.
La gente había perdido la noción del tiempo y aquello duraba ya bastante, pero él sabía que el tren había pasado nueve veces con intervalos regulares. Lo malo era que no paraba y les revolvía las esperanzas. Tantas señas que le hicieron esa tarde, para nada. Venía y se iba pitando hasta perderse en la última raya de los campos con la fresca agitación que ellos sabían encerrada en su vientre de metal. Las secuelas de su paso eran nefastas. Silvano murió de desesperación la tercera vez que lo vio alejarse: Marcelina no tuvo tiempo de salirse de enfrente cuando se interpuso en la vía; y así tantos otros. Ahora faltaban tres meses. Parece tan largo el ciclo de la noche y el día cuando se está esperando.
Desde la seca nunca más sopló el viento en este pueblo tan parecido por su congoja a Luvina; no había ramalazos quebrando la quietud ardiente. Por las noches la luna eyaculaba su luz sobre los ranchos convirtiéndolos en sombras encanecidas. Faltaban tres meses; y tenía tres hijos. Ya no quedaban muchos en el pueblo. La sed los fue matando, aunque todavía nacían algunos infelices engendrados con la esperanza de la leche. Y se morían nomás los recién nacidos sin que sus madres opusieran resistencia: o no tenían fuerzas o les daba lo mismo. Una vida es una vida. Hijos, padre, compañero, palabras cuyo sentido se perdió con la seca. Todo era igual ahora. Se volvieron de piedra, cada vez más insensibles y esqueléticos. Se seguían bebiendo los orines y las lágrimas. Era ya costumbre. Pero el tren reaparecía escrupulosamente con la fresca agitación de su vientre y los enajenaba. Les devolvía el recuerdo de otras aguas, de lluvias estivales, del arroyo sorbido por la tierra. Ese tren les ponía desoladas las mejillas e impotentes los brazos. Era una maldición cada tres meses: como la seca inacabable, como el primer angelito que se quedó sin leche.
Alternancias de sol y luna; rueda de hábitos que no cesa; algunos muertos más y algún aislado nacimiento. Así pasaron los meses; y tenía tres hijos. Por aquel tiempo trataba de mantenerlos siempre cerca, por si escuchaba algo de improviso.
Aquella siesta, cuando sintió el silbato, estaban en el patio como de costumbre. Los tomó como pudo a los tres por los brazos; los forzó a caminar a paso rápido hasta la vía; sacó una cuerda que llevaba bajo la camisa y los ató muy juntos uno al otro sobre los durmientes. Los vecinos se aglomeraron a su lado esperando la primera imagen. La esperanza les aceleraba el pulso mientras los niños miraban el cielo, enmudecidos, con los ojos tremendamente grandes. Lo vieron entrar en la distancia, cobrar forma, acercarse, parar de a poco como si dudara todavía.
El asalto fue rápido. El maquinista tardó un poco más en morir porque Eleuterio era inexperto en el manejo del cuchillo y tuvo que clavar dos veces. Se atolondraron contra el tanque, le buscaron la tapa a tientas con los dedos crispados, entre empujones y codazos se asfixiaron unos cuantos. El pueblo entero se apretujó para beber primero. Se saciaron de agua, de frescura, de liquida transparencia, y se fueron muriendo revolcados en el dolor del exceso, sin acordarse de desatar a los niños que seguían mirando fijamente el cielo.
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