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JORGE MONTESINO
  LEYENDA DEL JAGUARU, LEYENDA DE KA A , LEYENDA DE MALA VISIÓN


LEYENDA DEL JAGUARU, LEYENDA DE KA A , LEYENDA DE MALA VISIÓN
LEYENDA DEL JAGUARU, LEYENDA DE KA A , LEYENDA DE MALA VISIÓN
 
 
Autor: JORGE MONTESINO
 
 
 
 
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6. LA LEYENDA DEL JAGUARU
Navega el eximio remero cerca de la costa. Sus ojos escrutan la topografia de cada sitio. Se siente dueño del río pero no por eso deja de investigar su costa, sus profundidades, sus secretos.
Mira con asombro la extraña cueva que se abre ante sus ojos. Es como una boca monstruosa y oscura que espera sobre la barranca. Nada se puede divisar de su interior. Oscuridad total. Guarán enfila su canoa hacia la abertura. En un primer momento nada puede ver. Lo negro absoluto. Ahora, habituado comienza a percibir las paredes de la cueva. Se diría que posee como los murciélagos una visión que proviene de los ecos. Guarán se guía más por el ruido de sus remos en el agua, aquí poco profunda. El olor es nauseabundo en esta pocilga. Lo aguanta todo en el afán de conocimiento el joven Guarán. Pero llega un momento en el que debe regresar. Es mucha ya la distancia recorrida y a juzgar por los ecos hay aún mucho por delante. Guarán decide tomar consejo de sus mayores. Su espíritu aventurero no le impide ser juicioso ente lo desconocido. Regresa Guarán sin inconveniente alguno y al fin, luego de un largo trecho, logra salir a río abierto nuevamente.
Guarán ha llegado a la aldea. Se encamina hacia la choza del más anciano de los de su tribu. Se sienta en silencio junto a él. El viejo le invita una infusión que hierve en el fogón. Beben. "¿Qué has descubierto ahora, Guarán?", pregunta el anciano como leyendo los pensamientos del joven. "He encontrado una cueva cavada en la barranca del río. He entrado en ella y parece no tener fin. Pero por lo que se huele allí debe estar ocupada por algún animal enorme. Me gustaría cazarlo", responde Guarán ansioso. "Mala cosa lo que has descubierto muchacho, mala cosa..."
Sorprendido por la respuesta el joven cacique espera a continuación. Un largo silencio queda suspendido en el aire como levitando hasta posarse en el suelo suavemente. Entonces el anciano vuelve a hablar: "Muchos, en mis tiempos, buscaron esa cueva y no pudieron encontrarla. Muchos guerreros fuertes y nobles esperaron al monstruo de aquella caverna inaccesible por años junto a la orilla de río, mas el monstruo siempre les encontraba desprevenidos. En esa caverna habita el jaguaru, de eso no tengo dudas. Te ayudó la bajante pero el mérito es tuyo. Ahora ya sabemos dónde está pero ¿qué podemos hacer? Nunca podremos sorprenderlo. Eso es ley..."
"Pero, ¿qué clase de animal es el jaguaru?, preguntó Guarán. "Eso no sabría decírtelo pero es enorme y espantoso. Nadie que lo haya visto cara a cara ha vivido para contarlo. Dicen que se parece a un gigantesco lagarto. Dicen que tiene cabeza de tigre. Dicen que agita su cola con una fuerza jamás vista, arrancando árboles de cuajo con un solo golpe, dicen que se alimenta del bofe de las mujeres jóvenes... dicen tantas cosas del jaguaru".
Guarán recuerda haber escuchado alguna historia acerca del jaguaru cuando muy niño y un escalofrío corre por su espalda. ¿Por qué no siguió avanzando? Hubiese sorprendido al monstruo y lo hubiese matado, salvando a todo su pueblo de la terrible amenaza.
Pasaron los días y las semanas.
Guarán anduvo merodeando el lugar donde descubriera la cueva pero ya no pudo encontrarla. "Que existe estoy seguro, yo no soñé esa cueva" afirmaba para sus adentros el cacique. Había mantenido el secreto pero no evitaba el sitio del río donde suponía que se encontraba la cueva.
Varias lunas han pasado desde aquel misterioso hallazgo.
Guarán siente que algo está por suceder. Él mismo en persona, junto a los guerreros más fuertes de la tribu, marcha hacia aquel lugar. No divisan nada especial. Sólo la costa del río y calma. Mucha calma. Cada garza en su lugar. Los pájaros en absoluta tranquilidad. Ni un pez salta fuera del agua. La calma tan acentuada resulta sospechosa pero nada puede decir el joven cacique. Ni un indicio ante los ojos de los guerreros.
Es el atardecer. Están de vuelta en la aldea.
Cada uno se ocupa de sus tareas hasta que, entrada la noche, la aldea se concentra en el sueño. Jukyete, la esposa de Guarán siente que el joven no está bien. Lo ve dormir agitado. Una transpiración fría recorre su cuerpo. De pronto se levanta sobresaltado, se pone de pie y mira a su alrededor. Sólo la noche y el silencio. A lo lejos se escucha el lamento del urutau. Guarán desea fervientemente que su mirada penetre en la oscuridad. Jukyete desea fervientemente que su esposo pueda reposar en paz. Le frota ungüentos que ella misma ha preparado hasta que al fin el guerrero duerme tranquilo. Ahora es ella, la mujer, quien siente dentro de su cuerpo aquella ansiedad enorme que despertó a su marido. Se queda de rodillas junto a su esposo. Quisiera correr alrededor de la aldea, tal es la fiebre que le ha quedado encerrada en el cuerpo. El suave ondular de la brisa es para ella como un huracán sobre su piel. Trabajan los sistemas de su cuerpo de una manera exagerada.
Jukyete observa el descenso de las llamas en las hogueras. Observa el sueño de su esposo y de los guerreros en sus hamacas. Su cuerpo alerta siente ahora el sacudón del follaje en dirección al río. Debe ser el viento, piensa la mujer. Debe ser el viento... y cae acurrucada junto a su Guarán.
Más allá del temblor de los nidos, más allá del crugido de las ramas quebradas, más allá de los pasos que hacen retemblar el monte, la tribu duerme. Una sombra de barro. Una cabeza de barro. Un cuerpo de barro. Un monstruo de barro es el que asoma sus fauces abiertas en medio del silencio de la noche. Nada se mueve. La fetidez del monstruo todo lo invade, todo lo cubre, todo lo aletarga. Yérguese el fenómeno y muestra un pecho blanco y al parecer vulnerable. Adelanta su cabeza protegiéndose y atacando, todo a un mismo tiempo. En un abrir y cerrar de ojos la boca del monstruo rodea a Jukyete y la aprisiona. El terror desvanece a la joven que no tiene tiempo ni siquiera de gritar. El monstruo da un salto felino, agita con furia su larga cola y desaparece tal como ha venido. Los guerreros siguen en el sueño. Unos ancianos ven pasar la sombra espantados pero sus piernas no responden y no pueden avisar nada a nadie.
En lo alto del cielo se prepara una tormenta.
Riñen las nubes chocando unas contra otras. Saltan las chispas del duelo y caen quebradas y verticales sobre el río. La tribu despierta con el primer ramalazo de la tormenta. Guarán busca con el brazo a su mujer pero no la encuentra. Se pone de pie y grita su nombre. Interroga a cada uno de sus hombres. Nadie ha visto nada. Al fin aparece un viejecito que dice haber visto la silueta del monstruo llevándose a una mujer. Guarán la ha perdido para siempre. Su grito es desgarrado. Guarán, enloquecido promete venganza.
Desde aquel día prepara a sus guerreros el joven cacique. Prometió venganza y así lo hará. Somete a los mejores a un duro entrenamiento. Día y noche están alertas. Han cavado una fosa para atrapar al maldito. Navegan el río buscando la maldita cueva pero no pueden hallarla. Saben que en algún momento, la bestia tendrá que salir. Esperan.
Guarán escucha en la noche nublada el retumbar del follaje y sonríe. Ha llegado el tiempo de la venganza. Despierta a los pocos guerreros que duermen y cada uno se coloca en su sitio. La bestia se acerca. Está cebada. Viene por más. Como si percibiera la trampa, el monstruoso animal se acerca lentamente, como tanteando el terreno. Los viejos se encierran en sus chozas. Los niños duermen. Las mujeres espían por las rendijas. Los hombres, tensos, esperan la llegada del que resopla sobre sus cabezas. Calcados de su anterior aparición son los movimientos del monstruo, pone los pies sobre las huellas que había dejado. Alarga el cuello buscando a la víctima pero esta vez no encuentra a nadie. Esta vez encuentra un sorpresivo ataque. Lazos y boleadoras enormes le aprisionan las patas, cae de costado el monstruo, se desploma en la fosa disimulada con hierbas. Se desploma su enorme peso y nubes de polvo blancuzco se elevan impidiendo la visión. De entre las nubes de polvo un rugido espeluznante se eleva quemando el aire. Es Guarán quien clava en las fauces del monstruo una lanza enorme. La lanza vuelve a aparecer salpicando la hedionda sangre en la nuca de la bestia. Las flechas caen en lluvia tremenda sobre el blanco pecho tiñéndolo para siempre de sangre. Con la lanza de Guarán incrustada en la boca se desplomó el monstruo.
Una imagen en la pared posterior del templo de Yaguarón inmortaliza la tremenda lucha.
 
19. LA LEYENDA DE KA’A
Sentada sobre el borde rocoso del arroyo una bella joven juega metiendo sus pies en el agua. Las gotas que levanta vuelven al cauce más brillantes que antes, como tocadas por una varita mágica. Un ave de blanco plumaje bebe a orillas del arroyo. La muchacha observa al ave atentamente.
El tiempo parece inexistente a esta hora de la tarde. Nadie más se ve en las inmediaciones. El pájaro bebiendo a sorbos pequeños, picotea el agua. Ka’a juega con el agua. Los pies de la niña y el agua del arroyo son lo único móvil. No hay una gota de viento. Las plantas parecen expectantes.
Del otro lado del arroyo una enmarañada vegetación de verdes fulgurantes. De este lado, las piedras y una amplia extensión de doradas arenas. La tierra parece detenerse a observar la imagen de la chica en el arroyo. De la espesura surge de pronto una pequeña caravana. Va encabezada por un hombre joven, alto y altivo.
Ka’a nota a la caravana porque un momento antes de aparecer, el ave levanta vuelo asustada dejando en el aire un graznido que ahora flota sobre la cabeza de quienes van cruzando el arroyo sobre las piedras. El hombre que encabeza la caravana llama la atención de Ka’a. Es alto y fuerte. Su mirada está clavada en algo, pero Ka’a no sabe precisar en qué. Su mirada es irresistible para la joven que con los pies en el agua observa a los forasteros. Ninguno de ellos parece percatarse de su presencia. Pasan muy cerca de donde ella está pero nadie dirige ni siquiera un saludo. Los largos pasos del hombre se adentran en un estrecho sendero y se pierden en un recodo.
Más tarde, Ka’a vuelve a la aldea y cuando cae la noche procura descansar. La fiera mirada del forastero que ha visto durante la tarde le inquieta. Ha perdido su habitual tranquilidad. Hay una vibración extraña en la joven. Nunca se ha sentido de esa forma. Da vueltas en su hamaca sin poder conciliar el sueño durante horas. Cuando la noche ya está muy avanzada el sueño la vence y cae en una especie de sopor. En sueños, los negros ojos del forastero le calan el corazón.
El sol alarga su luminoso cuerpo cuando Ka’a despierta, posiblemente al escuchar una voz desconocida. Su padre conversa con alguien. Ka’a se queda quieta en su hamaca. Su padre conversa con el hombre de la caravana. Y el hombre al que ahora puede ver de cerca está relatando los objetivos que lo han traído hasta las tierras de Ka’a. "Como avare mbya tengo la misión de recorrer estas tierras en busca de una gran ofrenda para el templo de Mbaeveraguasu. Es bien conocida la riqueza en metales preciosos que se da en estas tierras y los mbya queremos recorrerla sin chocar con nadie".
"Délo por hecho", contestó secamente el padre de Ka’a. Ka’a no pudo evitar la fascinación que la mirada de aquel joven sacerdote despertaba en ella y estuvo viéndolo a través del tejido de la hamaca en la que, ya despierta, procuraba no respirar fuerte para que nadie advirtiera su presencia. En aquella incómoda posición, Ka’a recordó todo lo que de los mbya había escuchado en el pasado. Decían que se creían insuperables y que ningún mbya, mucho menos los avare, se casaban con gentes de otras tribus. Tan elevado era el amor propio de los mbya. Ka’a se dijo para sí misma que eso a ella no debía importarle, puesto que intentaría conquistar a aquel que estuvo mirándola y entró en sus sueòos toda la noche. El avare se despidió del cacique diciéndole que durante aquel día andaría observando los alrededores sin alejarse mucho. Ka’a que era toda oídos se levantó ni bien el sacerdote se hubo retirado del lugar y anduvo recorriendo los alrededores de la aldea con la esperanza de encontrarse con aquel que había venido a visitarla en sueños. Anduvo así durante varias jornadas y muchas fueron las veces en que los jóvenes cruzaron sus miradas. Ka’a sentía el ardor del avare. Lo notaba en las cosas imperceptibles y misteriosas que sólo se dan a conocer cuando el amor despierta. Varias veces se cruzaron en el bosque y en los arroyos, el avare y los suyos buscaban piedras preciosas. Ka’a buscaba al sacerdote.
Una tarde sombría Ka’a se enteró de que el avare volvería a su pueblo. El dolor atravesó el corazón de la joven. Ante la posibilidad cierta de perderlo para siempre, Ka’a sale en busca del avare a quien piensa manifestar su amor. Marcha decidida. Va dispuesta a usar todas las armas de la seducción para despertar la pasión que intuye escondida en el alma del sacerdote mbya. Una extraña fuerza gobierna cada paso de la muchacha que avanza hacia el arroyo corno si supiera que allí va a encontrarse con el avare.
Ka’a está frente al hombre. .
Todo indica que será correspondida. El mbya siente que su sangre hierve. Se reprime. Lucha contra sus propios sentimientos. Lucha contra la pasión que le inunda el cuerpo.
El ascetismo contra la pasión.
Despiadada es la lucha en el interior del hombre que, por un lado está enceguecido de amor por la joven y por el otro tiene una misión que cumplir para la cual ha sido adiestrado durante largo tiempo. Ka’a baja hasta la arena y danza para el avare. Su cuerpo se mueve con gracia despertando cada vez con más intensidad el deseo del avare. Ahora Ka’a se desliza a través de las piedras. Se acerca al hombre. Le confiesa su amor. Lo abraza. Hay un momento que se hace eterno cuando las palabras de Ka’a se enredan en los vestidos del sacerdote. Es en ese instante eterno cuando el ascetismo aprovecha la distracción y aniquila a la pasión. El joven sacerdote toma el hacha de piedra que lleva consigo y sin pensarlo ni una sola vez la azota sobre la cabeza de Ka’a que se desploma sin un solo quejido. La sangre de la joven mancha la piedra. El mbya sin siquiera mirarla guarda su arma y se marcha dando la espalda a la pasión y al amor para siempre jamás.
Han pasado los años.
El dolor de la tribu por la muerte de Ka’a ya casi no se recuerda. Un viejo sacerdote mbya llega hasta aquella aldea. Viene el hombre con la espalda doblada por los años. Cargando el peso de la muerte de la pasión en su alma. Se detiene en aquella piedra junto al arroyo. Se sienta allí a descansar. Un arbusto de hojas desconocidas le brinda su fresca sombra en la tórrida tarde de verano. De las brillantes hojas del arbusto se desprende un aroma que le lleva a tomar unas cuantas hojas y masticarlas. El jugo de las hojas penetra en su cuerpo como un elixir de vida. Ya no hay dudas, el viejo sacerdote ha venido a encontrarse, en su último momento, con el único sitio donde conoció la vida en plenitud. Allí donde en sus años de juventud perdiera la posibilidad del amor de una vez y para siempre. El mbya siente que viaja hacia el amor. La yerba que ha probado por primera vez no es sino la encarnación de aquella dulce joven que le confesara su amor. Ahora el avare viaja su viaje infinito y último para reunirse con su amada. Lleva en su boca el recio sabor de la yerba mate.
 
26. LA LEYENDA DE MALA VISIÓN
** Llevaban más de tres años conviviendo en matrimonio. Habían sido felices en los primeros tiempos, pero el monstruo de los celos les había arrebatado la risa. La mujer con sus sospechas fue empujando a su marido hacia la infidelidad y éste, cansado de los reproches que recibía en su casa, optó por buscar consuelo en otros brazos. El hecho de celar sin motivo terminó por producir lo que se temía. El hombre, a pesar de su infidelidad, seguía viviendo con su mujer. Pero la mujer ya no vivía para construir una familia sino para destruir el matrimonio.
** Cada paso que daba tenía siempre un propósito destructivo. Se pasaba la vida pensando en cómo hacer caer a su marido en las trampas que a menudo le tendía. Sus pensamientos fueron cayendo en la locura hasta que un día la idea terrible ardió en su mente enferma. “Y si alguien me pregunta por él, le diré que se fue con otra", se decía la mujer en plena efervescencia de sus macabras ideas.
** No tenían hijos así que eso le evitaba cualquier inconveniente.
** No habría testigos.
** Una noche la mujer esperó pacientemente a su marido. En el lugar de la cama donde ella debía estar acostada acomodó unas viejas cobijas que formaron un bulto parecido a su cuerpo y con un garrote bien pesado se sentó a esperar a su marido. Lo esperaba como esperan los sabuesos que han rodeado a su presa: tranquilamente, sin apuros.
** Cuando el hombre llegó, la mujer no tuvo inconvenientes con su plan. Lo recibió con un terrible garrotazo en la cabeza. Crujieron los huesos y el hombre se despidió de la vida. La mujer, por las dudas, arremetió con su primitiva arma y le dio unos cuántos golpes más impulsados por la fuerza del odio que había alimentado durante tanto tiempo. Arrastró el cadáver del hombre hasta una carretilla, lo cargó y en medio de la oscuridad de la noche lo llevó hasta una cueva alejada de su casa. Allí, en el fondo de la gruta, volcó el cuerpo sin vida y cubriéndolo con ramas secas le prendió fuego.
** Aún se tomó el trabajo, la mujer, de borrar las huellas de la carretilla. Hizo todo esto con gran paciencia y nadie la vio. El crimen había resultado perfecto. Su rostro ahora se veía distendido, casi feliz. Cuando, en los días siguientes sus vecinos preguntaron por el marido, ella contestaba alegremente: "Terminó yéndose ese sinvergüenza, con alguna loca por ahí".
** La mujer no esperaba lo que iba a suceder.
** Una semana después que el marido ardiera en la gruta, la noche se presentó tormentosa. Negras las nubes se podían divisar cada vez que los relámpagos iluminaban la escena. La mujer, tarareando una canción, preparaba la cena. Siempre había tenido la costumbre de cantar mientras hacía las labores. Un ventarrón violento y repentino vino a incomodar su paz. Saltaron los vidrios de la ventana. La mujer se dio vuelta asustada y vio suspendido en el aire el cuerpo de su marido, echando chispas, cubierto de brasas. Un aullido espeluznante se escuchó y la mujer cayó muerta de espanto en el acto.
** El alma en pena del marido muerto había regresado al hogar.
** Un gran incendio se desató más tarde en aquella casa y nadie supo lo que había sucedido. Sólo encontraron el cuerpo sin vida de la mujer. Pero el alma de aquel hombre, que también tenía su culpa aún vaga por los caminos y cuando ve viajeros solitarios o desprevenidos, suele lanzar sus aullidos. Si alguno responde a sus gritos, entonces se presenta y con su imagen terrorífica, lanzando chispas enloquece o mata.
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Fuente: 30 LEYENDAS POPULARES DEL PARAGUAY - TRASCREACIONES por JORGE MONTESINO. Colección Ñandereko/ Editorial Servilibro, Asunción-Paraguay, 2006 (128 pp).
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