CAFÉ CON LECHE CON PAN Y MANTECA
Novela de AUGUSTO CASOLA
Dibujo de tapa: CÉSAR ANÍBAL HERMOSILLA DOMÍNGUEZ
Diseño de tapa e interior: CECILIA RIVAROLA
Editorial Arandurã
Asunción – Paraguay
Mayo 2013 (301 páginas)
40 AÑOS DESPUÉS
Suelo evitar la presentación de mis trabajos con palabras introductorias personales así como casi siempre, obvio los prólogos de terceros, ya que una obra debe defenderse por sí misma, con sus propias armas.
En este caso me pareció oportuno, sin embargo, debido a dos cosas: la una tiene relación con las dos preguntas ineludibles en toda reunión con estudiantes u otras personas interesadas en la literatura y que al parecer, no pueden evitar hacerlas. La primera es: “esta novela ¿es autobiográfica?”, y la segunda: “¿cómo le viene la inspiración?”.
Respondo a la primera diciendo que cualquier trabajo literario es, aunque sea en parte, autobiográfico. Nadie puede escribir nada que no está relacionado a la experiencia personal adquirida a lo largo de la vida ni puede eludir, aun cuando lo intente, dejar asentado en el papel opiniones y sentimientos porque son parte de él, ya que lo escrito, al final de cuentas, no es otro que él mismo. En la poesía, el poeta desnuda su alma. En la narrativa, el autor la viste de mil matices para crear la ilusión de que no es él sino los personajes de la ficción, quienes realmente existen.
Para la inspiración, no tengo una respuesta sencilla porque no estoy seguro de su existencia. No hay nada mágico en ella, simplemente se toma una idea, una palabra, una frase y se la asienta en el papel para ser trabajada hasta convertirse en el producto final, sea éste poesía, cuento, novela o ensayo.
A todas estas reflexiones introductorias a “Café con leche con pan y manteca”, deseo señalar que me motivó el hecho de que 40 años atrás apareció mi primera novela “El Laberinto”, que en 1972 resultó ganadora del Concurso Literario de Novelas organizado por el PEN Club del Paraguay y la Cámara Paraguaya del Libro. La escritura de certificación del concurso señala en el punto b) “Que enjuiciados cada una de ellas conforme los patrones de evaluación de cada miembro del Jurado, éste resuelve, por el voto coincidente de sus tres integrantes, conferir el PREMIO a la obra titulada “EL LABERINTO”, firmada por el seudónimo “ROFANID”, calificándola como novela bien estructurada, que busca en la aún no superada realidad paraguaya de las mezquindades de la vida en sociedad, mediante caracteres bien definidos y logrados. Dentro de las limitaciones de la temática, la obra acusa valores creativos muy notables y, sobre todo, proyecta sus personajes a estratos trascendentes, en medio de la pobreza del contorno social en que se desenvuelven”.
¡Qué de cosas pasaron y me pasaron de entonces a hoy! ¡Quién iba a pensar, en 1972, en la posibilidad de que transcurrieran estos 40 años! Y sin embargo, aquí estoy con una carrera literaria que se consolidó con la publicación de numerosos trabajos que, aunque parezca mentira, con éste, suman catorce.
Sin duda, ahora conozco mejor a la Vida, esa gran maestra que no deja de enseñar ni deja pasar lo bueno y lo malo que hacemos y castiga los errores sin contemplaciones y, aveces, castiga simplemente porque considera necesario hacerlo, para que cada uno tome conciencia, acaso, de una realidad que mantiene postergada, olvidada en medio de tantas cosas en que se empecina en poner por delante de la Vida, siendo que lo único que realmente importa, es vivir.
Dice Stefan Zweig en un pasaje de la biografía de Fouché: “¿Se ha compuesto el himno del destierro, esa potencia creadora del Destino, que levanta al hombre en su caída y concentra en la dura opresión de la soledad, nuevamente y en un orden nuevo, las fuerzas conmovidas del alma?[...] el ritmo de la Naturaleza quiere estas censuras forzadas. Pues sólo quien sabe de sus honduras conoce íntegra la vida. [...]. El genio creador, sobre todo, necesita temporalmente este aislamiento forzado para medir desde la profundidad de la desesperación, desde la lejanía del destierro, el horizonte y la altura de su verdadera misión [...]. Únicamente la desgracia da mirada profunda y extensa para la realidad del mundo”.
Yo soy uno de esos privilegiados que conoce la vida a plenitud.
Todavía no concluí todos los trabajos que tengo preparados; faltan algunos que esperan ansiosos ver la luz de este mundo. Pero no conviene acelerar las cosas ni presionar a mi muy querido editor Cayetano Quattrocchi y su esposa Cecilia, por echar a la vida a criaturas que pueden esperar un poco y requieren de un repaso final, antes de ocupar el sitio que en este mundo les disponga su Destino.
Para terminar, voy a transcribir estos versos que el poeta Amado Nervo tituló “En paz” y dibuja con sin igual maestría, las emociones que me impulsaron a escribir estas palabras preliminares.
Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, Vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida.
Porque veo al final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino;
que si extraje las mieles o la hiel de las cosas,
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas:
cuando planté rosales coseché siempre rosas.
... Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno:
¡más tú no me dijiste que mayo fuese eterno!
Hallé sin duda largas las noches de mis penas;
mas no me prometiste tan sólo noches buenas;
y en cambio tuve algunas santamente serenas...
Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!
Augusto Casóla
Asunción, 30 de marzo de 2013
1
CUANDO LLEGAN LAS SOMBRAS
En el patio lleno de luz, mira a sus padres sentados junto a la hornalla sobre la cual su papá se inclina cada tanto para avivar —con la pantalla algo desflecada y el borde negro a causa de las quemaduras—, el fuego de los carbones que restallan en incontables pavesas dispersas. Flotan un instante y se apagan.
La pava de agua para el mate tempranero se mantiene caliente gracias a esas oportunas intervenciones. Su mamá lee en voz alta, como hace casi todos los días, los principales titulares y algunos de los artículos de “La Tribuna”.
O me levanté muy temprano o ellos alargaron la hora del mate, piensa César al verlos allí, papá sentado en la silleta de madera, el diario sostenido por mamá con ambas manos, muy envarada ella en el sofá de mimbre, absorta en los informes de los acontecimientos.
Al otro lado de la balaustrada, en el patiecillo del fondo, el jazminero encendido en flores olorosas satura el ambiente con ese aroma dulzón que le es propio y recuerdo tan bien de los días de mi infancia, cuando las flores blancas iban a los cajones de la cómoda para perfumar las ropas.
A lo largo de la pared lindera —desde la curva del pasamanos de la escalera que conduce a la planta alta, hasta la balaustrada, que separa el patio principal del patiecito, a la derecha del cual se abren la pieza de la muchacha y el único baño de la casa—, en el canterito, al que llaman el jardín, luce el bosquecillo de tréboles, la ilusión trepadora y las plantas de croto de hojas multicolores. En los extremos y fuera del jardín hay dos planteras patonas con sendas crotos más antiguos.
No sé cómo reaccionar ante la vista de ese presente perecido tantos años atrás. Asgo con fuerza innecesaria el pasamano de la escalera y los vuelvo a mirar asombrado de verlos, no tanto porque yo soy un anciano con por lo menos cincuenta años más que mis padres, sentados en el patio, disfrutando del mate cotidiano y la lectura mañanera, sino porque doña Fany levanta la vista del diario y, al verme, exclama:
—¡Eh!, qué temprano te levantaste. ¿Por qué tan madrugador?
Las palabras le llegan de lejos, confusas a causa del eco que se adueña del calidoscopio de sonidos de otros días. Sin querer, sonríe.
La fiesta de cumpleaños se preparó en el vestíbulo, hasta donde trasladaron la mesa del comedor, cubierta con el mantel blanco y almidonado que su mamá usa sólo para las grandes ocasiones. Allí están colocados sobre el perímetro, separados del borde, los pocillos para el chocolate. La torta de la confitería “El Molino” en el centro y las masitas y galletitas distribuidas un poco más atrás pero al alcance de los pequeños comensales que no tardarán en llegar.
Tiene varios amigos en la manzana, chicos de su edad o algo mayores, con los que César juega y mira con no poca envidia, impaciente por crecer, por ser grande él mismo. Es tan enojosa la lentitud con que transcurre esa infancia interminable que impide acceder al mundo de los adultos, esa gente tan segura de lo que hace y dice, de comportamiento tan misterioso como atractivo, tan lleno de novedades, ¡tan diferente a su pequeño e insignificante mundo de incertidumbres y temores, de miedos inconfesables y deseos secretos!
El día anterior recorrió, como todos los años, las casas de los niños del vecindario. Al ser recibido, repite una y otra vez la consabida fórmula de invitación consagrada por el uso:
—Le hace decir mi mamá si mañana no puede venir a casa Carlitos, para tomar el chocolate conmigo.
—Sí —responde la mamá de Carlitos—. ¿Y cuántos años cumplís?
—Ocho.
Cómo iba a saber, entonces, que la búsqueda de la felicidad lo empuja a uno dentro del follaje del bosque de la vida, esa espesura incierta donde es fácil extraviarse sin posibilidad de huida o retroceso, no porque al recuperar la lucidez seamos incapaces de encontrar la salida, sino debido a la propia estupidez que impulsa a iniciar una nueva carrera desenfrenada hacia un nuevo objetivo, un nuevo sueño, un nuevo desengaño tan frágil como el que acabamos de abandonar, en un quehacer reiterado, diferente cada vez que comienza la inútil búsqueda de una felicidad, al parecer, inexistente.
Entonces no lo podía saber, era un niño feliz de festejar su cumpleaños con la ilusión de los regalos, desde el humilde jabón Palmolive hasta el juguete caro que acostumbra obsequiar la tía Pastora a su ahijado.
De golpe desaparece la visión y, sin saber qué hacer, recorre con la vista cansada el patio, de aspecto desleído y triste, pese a los rayos del sol de las diez de la mañana que lo iluminan casi por completo.
Distraído, con sus más de ochenta años a cuestas, sigue el descenso de las gradas que faltan para alcanzar el descanso y presta mayor atención cuando toma la curva que desemboca en los últimos cuatro escalones, hasta el patio embaldosado y siente flotar el silencio.
Cuando quedan a solas, la casa adquiere otra vez la costra adusta de su calmosa presencia y a él no le resta otra alternativa que trajinar, como ahora, más resignado que inquieto, dentro del alma sin resonancias de la casa vacía, tras absorber a sus habitantes y recuperar nueva vitalidad bajo su apariencia benevolente, tras la cual esconde algo de oculto y terrible, una perversa existencia propia e independiente.
—No sé de dónde me vienen estas visiones tan claras —dice en voz alta y se sobresalta al escuchar el sonido de su propia voz, que se le antoja inadecuado en medio de la pesadez del ambiente—. Como no hablo con nadie, se me están atrofiando las cuerdas vocales —dice y enseguida se da cuenta que sus palabras son tragadas por el silencio—. Papá solía decir ¡qué silencio! Y la verdad que es raro cómo parece que todo está aplastado bajo él. Cuando llega al final de la escalera, no se decide si ir hacia el vestíbulo o hacia la pieza grande. Opta por lo primero y se sienta en el sofá.
—Esta semana que pasó, no vino nadie a visitarme —piensa.
2
EL MIERCOLES TEMPRANO
El sol, indolente y despreocupado, repta entre las nubes de algodón que cobijaron su sueño durante la noche.
César restriega sus ojos y se concede un enorme bostezo silencioso para no despertar a Estela que parece dormida y, con cierta pesadumbre, aparta las frazadas bajo las cuales está acurrucado, se sienta sobre el larguero de la cama y trata de encajar los pies en sus zapatillas, que deberían haber estado ahí mismo donde siente el frío de las baldosas. Al no dar con ellas, se agacha y con las manos las busca a tientas hasta encontrarlas. Siente otra vez ese vahído medio raro que ya le sobresaltó días atrás, cuando al agacharse casi fue de cabeza contra el piso que de pronto se le echó encima.
—Debo acordarme de contarle al médico —piensa y respira hondo.
Apoya las manos en sus rodillas y observa la tenue claridad que filtra entre las rendijas de la persiana y el vidrio de la contraventana que siempre deja entreabierta y permite al fresco de los amaneceres de junio colarse hasta el dormitorio.
—Es cuando me agacho —se dice ya, de pie—. Voy a tener que anotar para contarle al médico.
La habitación permanece en penumbras.
—Las cortinas de Estela —dice y mueve la cabeza afirmativamente.
—Amaneció... —exclama el sol.
—Ya veo —responde César, cierra del todo las persianas del balcón, acomoda la cortina, carraspea y se dispone a volver a la cama cuando su esposa, Estela, dice:
—Anda traeme el diario.
—Todavía no habrá venido.
—Sí..., ya le escuché.
César camina hacia la puerta de la habitación. Arrastra un poco los pies y masculla algo que ni él mismo entiende.
—No vino..., yo no escuché nada.
—Eso no es raro —responde Estela—, Cada día estás más sordo...
César sale del dormitorio sin dejar de refunfuñar, cruza el largo pasillo que conduce a la puerta que da a la escalera y baja. La gata se le aproxima cariñosa e interesada.
—Es temprano —exclama César.
—Pero ya amaneció —responde la gata.
—Vas a tener que esperar.
—Tengo hambre... —maúlla.
César revisa la heladera.
—Tendremos que ir al mercado —opina en voz alta.
—Me vas a perdonar pero... ¿sería posible que alguna vez tengas algo de carne para mí, cuando nos bajamos?
—Mirá, querida..., no vayas a empezar vos también, eh... Ya tengo bastantes problemas con lo de Celeste, que se casa el sábado, como sabes muy bien..., ¿verdad?
—No tengo por qué saber nada..., soy una gata.
—Humm —gruñe César—, ¿Qué te parece un poco de fiambre?
—Miauuu.
El diario está en el zaguán, como lo anticipó Estela. Lo recoge.
—La verdad es que cada día estoy más sordo... y ya nadie me tiene paciencia —se encoge de hombros.
—No es para tanto —lo anima Boico, que se acerca entre brincos y meneo de cola acompañados de ensordecedores ladridos de placer—. Yo te quiero.
—Yo también —responde César—. El problema es que somos incomprendidos, Boico... Ahora que se casó Fabricio, los únicos hombres que quedamos en esta casa, somos vos y yo y estas mujeres, empezando por la gata, no nos dan respiro.
—Miau...
—¿La corro? —insinúa Boico en medio de un temblor inquieto.
—Quédate nomás tranquilo, viejo... —dobla el diario y lo pone bajo el brazo—. Lo mejor que podemos hacer es mantenernos alejados de las mujeres.
—Guau, guau —responde el perro y baja el muñón de cola, sale a la calle, va hasta el árbol de frente a la casa y luego corre hasta la esquina, donde saluda a la columna y vuelve hasta César, que comienza a cerrar el portón de la entrada.
—Al menos podrían dejarme dormir un poco más —se queja.
Mira los títulos de la primera página del diario mientras sube las escaleras hacia los dormitorios.
-Espero que no se le ocurra hacerme bajar de nuevo piensa.
La gata no le quita los ojos de encima. Boico ya está junto a Celeste, a cuyos pies suele pasar las noches, si Estela no se percata y lo hace salir a la disparada.
-Aquí está.
Estela se arrebuja bajo las frazadas, sin contestar. Cesar se sienta del lado que le corresponde y cuando quiere volver a acostarse, encuentra una rodilla en el lugar preciso para clavarse en sus nalgas.
—¿Podes correrte más..., querida...?
—Hummm... ¡Estás frío!
—Y si tuve que ir a buscar el diario..., hace un poco de fresco a esta hora.
—No sé para qué te movés. Antes estabas tan calentito —la voz de Estela se torna soñadora—. ¿Te acordás cuando nos casamos recién?...
—No —responde César, agrio—. No me acuerdo de cuando nos casamos recién. Y ahora que tenés el diario, por favor... ¡por favor!..., dejame seguir durmiendo... ¿eh?
—Ya no sos como antes....
—Bueno..., si vamos a ser sinceros...
—Lo único que te voy a decir, César, es que al menos no eras tan grosero.
-Ah...
—Me tenías más consideración.
-Ah...
—Por lo menos escuchabas lo que te decía... ¡Ahora lo único que haces es roncar!
César se acomoda en la cama lo mejor que puede, pese a que Estela no retira la rodilla molesta y trata de reconciliar el sueño al percibir que ella abre el diario. La luz del sol se transparenta a través de la cortina y convierte a la habitación en una cámara verdosa debido al color de las paredes y las persianas del balcón.
—¿Hace frío? —quiere saber Estela.
—Fresco —responde César.
—¿Mucho? —insistió Estela.
—Mmm.
-¿Ves?
César dobla por la mitad la almohada y gira hacia la izquierda dando la espalda a su esposa. Está preocupado por muchas cosas, entre ellas, la proximidad de la boda de Celeste, su tercera hija.
De la mayor, Mary, ya cuentan con una nieta, Alejandra, que tanto en su opinión como en la de Estela, cada día se pone más simpática y bonita. Era uno de los pocos puntos de coincidencia entre ellos, a decir verdad, pues el paso del tiempo los había vuelto intolerantes e impacientes al uno con el otro. Javier es el segundo hijo de Mary.
Fabricio, el segundo de los hijos de la pareja y único varón, también está casado y vive en Encarnación con su esposa Paola, quien dos meses atrás había descubierto su nuevo estado interesante, como decía César. Ya tenían una hija, Josefina.
Fabia, la tercera hija, se dedicaba a la ciencia y tiene un novio desde unos seis años atrás. Celeste, la menor, como nació muchos años después que Fabia, en cierta forma le hizo tomar conciencia a César del paso del tiempo y de cómo crecían esos que ayer nomas, eran niños.
A veces, César siente la impresión de que el tiempo, más que acompañarlo, pasó a su lado y ese pensamiento lo sumerge en una especie de melancolía dulzona que, en más de una ocasión, le hizo lagrimear.
—El tiempo... —filosofa en voz alta—. Pasa el tiempo... —agrega sin dirigirse a nadie.
—Pasa y nosotros seguimos igual —lo intercepta Estela sin dejar de leer el diario—. El problema es que a vos no te importa que pase o que no pase..., ni te vas a dar cuenta cuando te mueras... ¡Hace tanto tiempo que estás en el otro mundo!
—Estaba pensado en nuestros hijos —la interrumpe César—, En especial en Celeste, que se casa el sábado...
—Aha... —respondió Estela distraída y vuelve a sumergirse en las noticias del diario.
—Anoche vino tarde.
—Aha.
—Por lo visto me preocupo demasiado de disparates —farfulla César, molesto ante la indiferencia de Estela.
—Ha de andar con sus despedidas de soltera y eso...
—Lo que vos quieras, pero vino tarde...
Esta vez fue Estela la que se vuelve y le da la espalda.
César gruñe un poco y busca de nuevo la tranquilidad de su almohada. Al fin de cuentas, después de treinta y dos años de casados, se dice ¿qué otra cosa queda por hacer?
—Me parece que ya está todo arreglado —manifiesta Estela, sin dejar el diario—, pero no sé si va a ser tan lindo como quiero.
—Ese arreglo floral que van a preparar, no sé... Lo que pasa es que va a haber otra boda antes de la de Celeste.
—De eso no me encargo yo —responde César, respira con fuerza, próximo a caer de nuevo en el sueño interrumpido.
—Miércoles —exclama Estela como para sí misma—, Y todavía no me terminó el vestido...
—Mirá, Estela, dejame dormir un poquito más, que dentro de un rato tengo que levantarme para ver cómo andan las cosas. Vos sabes bien que con este asunto de los bancos que se funden cada día no es que todo vaya muy bien y hay que moverse con cuidado. Desde el lunes los ahorristas van de aquí para allá, como locos... Y lo peor es que nadie sabe qué hacer ni en qué va a terminar este asunto... ¿Eh?
—¡Con los millones que vos tenés...!
César iba a responder, pero en cambio se acomoda boca arriba y enseguida siente que lo envuelve ese manto indeciso de irrealidad que precede al sueño. Le gusta disfrutar de ese lindero entre el sueño y la vigilia. Desde niño trató de establecer la frontera sin conseguir nunca satisfacer esa curiosidad. Aún de adulto, continúa con ese juego pueril por definir cuándo deja de estar despierto y comienza a estar dormido.
—Es cierto que no tengo millones, pero tampoco nos faltó nunca nada que fuera indispensable —piensa y sonríe para sí—, aunque a fuer de sincero, no me molestaría tener una situación económica más desahogada —siente que se le mueven los labios de manera involuntaria, con ese ronquido despierto que tanto irrita a Estela y sin definir los límites, se pierde una vez más en el sueño.
3
NOTA DEL AUTOR
El veranillo de un junio otoñal se abrió paso con 30° C y una humedad siempre espesa que, como ectoplasma del verano pasado, se arrastra desde la semana anterior y cierra la remota esperanza de que el frío haga su aparición para el día de San Juan.
El sábado agonizó agobiado por un cielo plomizo nublado y dio paso a un domingo de sol radiante para alegría de quienes ya organizaron la fiesta del santo, aunque todavía falte mucho para el 24, pero es costumbre del país iniciar las fiestas antes y terminarlas después de su día, propiamente dicho, con la excusa de que no se acumulen todas en la fecha. Así, los Sanjuanes van desde el inicio del mes, de igual manera a como ya antes se tuvo despedida el carnaval poco antes del Miércoles Santo y nadie se asombra de que los altoparlantes de los clubes anuncien su fiesta prenavideña por noviembre o la despedida del año viejo concluya en enero, poco antes del inicio de los alegres preanuncios de carnaval.
El veranillo de San Juan cumple, una vez más con puntualidad, su compromiso de cada año, con ese calor húmedo que rezuma de las paredes y las baldosas del piso. El ambiente, envuelto en un halo denso y opresivo, apoca el ánimo, ya bastante alicaído de la gente que ve con impotente desconcierto cómo es despojada de su dinero a causa del proceder inescrupuloso del poder político, confabulado con banqueros estafadores y las cientos de financieras que surgieron como hongos mientras duró el dinero de la construcción de la represa de Itaipú.
Es poco frecuente que los administradores del dinero ajeno se compadezcan de lo que con su acción puedan causar en sus víctimas. Lo manejan a su arbitrio, como si no existiera el drama de muchos a quienes dejan en la calle por haberles confiado el ahorro de su vida y su trabajo, tal vez engañados por la ilusión que supieron despertar en su codicia los artífices del fraude, con la promesa de multimillonarios dividendos.
Nadie lo sabía, pero era el final de diez años a lo largo de los cuales se perdieron las referencias y se olvidaron las viejas costumbres que hacían del país un pequeño mundo humilde, generoso, honorable y digno, donde el respeto era una prenda muy valorada y cada persona podía esperar un trato adecuado de cualquiera porque los conceptos eran siempre muy claros: unas cosas eran aceptables y adecuadas, otras eran inaceptables e inadecuadas. Fue por esos días cuando comenzó la cultura de la insolencia y se identificaron dos tipos de personas: las que tenían dinero y las que no. Se hizo imperativo obtenerlo a cualquier precio, pese a cualquier humillación, si conducían al logro del único objetivo: dinero.
El martes, un sorpresivo ventarrón del norte que sopló por ráfagas, revolvió en torbellino la gran cantidad de hojas secas acumuladas en montones estancos sobre el pavimento de las calles, sobre las veredas, en los patios de las casas. Son aquellas que tras desprenderse de las ramas de los árboles, en ese otoño indeciso, terminaron acopiadas al encontrar algún obstáculo. Allí permanecen por días y se arrugan en amarillo, para de a poco adoptar ese color parduzco y la naturaleza quebradiza que las identifica como hojas muertas.
De pronto parecen recuperar la vida cuando se alzan turbulentas bajo la acción del viento norte e invaden los zaguanes hasta las habitaciones interiores de las casas, pues no resulta raro encontrar una que otra hoja rebelde en el sofá de la sala, sobre la mesa del comedor o en las camas.
El día de San Juan hizo aún más calor que durante toda esa calurosa semana y en vez de la entrada del invierno parecía ser la entrada del verano. O al menos de la primavera, ya que todos los lapachos florecieron y el brillo de sus flores llenó de improviso las calles asunceñas con el inusitado resplandor de la colorida belleza propia de la ciudad, cada vez que el invierno se atrasa y los lapachos confunden las estaciones y despliegan sus encantos de la época estival.
A Estela le da gusto despertar por la mañana y observar los árboles cubiertos de flores. Flores, ramas y tronco. Ninguna hoja. Abre el balcón y permanece extasiada ante la belleza vegetal que agita la brisa y se enciende con el sol que ilumina las fachadas de las casas para deslizarse luego, con los movimientos sigilosos de una serpiente, al interior del dormitorio para formar un haz de luz bien definido donde se destaca el universo mínimo de partículas palpitantes que ni chocan ni se molestan, al igual que las galaxias del universo. A veces, le hace considerar la posibilidad de convivir con mundos invisibles, que cada mañana se manifiestan al darles vida los primeros rayos del sol.
Mira a César que duerme, sin camisa, cubierto con la sábana floreada y se apodera de ella una suerte de melancolía que, se dijo, es muy parecida al amor. Atravesar treinta años de casados no fue fácil y sin embargo, allí están, organizando la boda de Celeste. Cuando ella se fuera, en la casa no quedarían sino ellos dos, porque Fabia sólo viene a dormir.
4
DE CUCARACHAS Y AHORRIMIGAS
Cuando comenzó la semana, la gente común, sin importancia colectiva, se vio obligada a esquivar, asustada, el loco frenesí que se apoderó de las Ahorrimigas al descubrir que el afán de toda su vida se esfumó de los Almacenes, donde los grandes señorones de la banca, los mimados de políticos y aristócratas deglutieron el dinero o los trasladaron a otros Almacenes fuera del alcance de las Ahorrimigas.
A consecuencia de ello, el invierno no prometía ser demasiado halagüeño para nadie, salvo para los señorones que se trasladaron a nuevas playas, para acompañar el dinero, naturalmente y sus protectores.
Como la gente común, sin importancia colectiva no tiene nada y vive el día a día, le cuesta entender, en su verdadera magnitud, la desesperación de las Ahorrimigas y hasta observan su angustia con cierto desprecio, no exento de escarnio, por el desatinado ir y venir de ellas al comprobar la destrucción de su mundo tras ser aplicada la patada al hormiguero —que hasta entonces consideraron seguro—. Una patada bien dada y sin lugar a reclamaciones, porque las autoridades, que secundaron y apañaron el golpe, recibieron pingües beneficios por lo que se encargan de poner cara de circunstancias y hacer alarde de la confianza que transmiten sus rostros bien afeitados, sus trajes de buen corte, sus palabras que recomiendan calma, lo que lleva a las Ahorrimigas a correr de aquí para allá para reunirse una y otra vez frente a los Almacenes vacíos, mal afeitadas, con sus trajes desaliñados y ninguna confianza en las palabras de los señorones.
—¿Qué hacer?
—¿A quién recurrir?
—¿Podría alguien un sitio seguro sugerir?
—¡A correr, a correr! No importa adonde sea, no hay nada más que hacer.
Las Ahorrimigas se dicen esto unas a otras al cruzarse en las largas filas frente a los agujeros que conducen al mostrador de los Almacenes, mientras los diarios informan de la debacle, los suicidios, los paros cardiacos o la simple alucinación en que caen algunas Ahorrimigas al darse cuenta que de todo no queda nada o, si queda, al menos no está a su alcance.
Ya no queda nada
todo se ha perdido
con su fuerza alada
la quiebra ha vencido
y los señorones
bien que han partido
maleantes glotones.
Ja jaja, jajaja
Pobres Ahorrimigas
ayer tan pedantes
no restan ni migas
y los malandantes
no dejaron rastros
ni pistas
jajaja jajaja
Fue en esos días cuando se hizo popular esta tonadilla, bastante tonta y de mala calidad y gusto, sin duda, características adecuadas y suficientes para alcanzar un alto ránking de popularidad, por lo que era transmitida por la radio y la televisión, dando amplio campo de acción a los periodistas para realizar entrevistas callejeras difundidas a los cuatro vientos.
Entrevistador: ¿A vos te parece que se va a solucionar el problema de los estafados?
Entrevistado: Yo creo que sí, pero hay que ver las cosas del lado bueno..., esa musiquita que se inventó ahora es tan pegadiza:
Pobres Ahorrimigas
Ayer tan pedantes
no restan ni migas
y los malandantes
no dejaron rastros
ni pistas
jajaja, jajaja.
—Ja, ja, ja, ja..., ni pistas..., jajá, ni rastros, ja-jaja.
Los niños en especial y la gente común, sin darse cuenta, tararean la pegajosa melodía al caminar.
—Esto de los ahorristas estafados va para rato, parece —dice Estela, después de que sus hijos se levantaron de la mesa del desayuno y quedan ella y César.
—Sí. Nadie sabe en qué va a terminar.
—No va a terminar en nada —comenta Estela—. Los que comieron la plata seguirán tomando champaña y los estafados seguirán gritando en la calle.
—Estos políticos se tienen por dueños de todo lo ajeno —masculla César, en tanto observa las fotos del diario—. Este país ya no tiene cura. Vamos de malo a peor.
No son solamente los políticos —comenta Estela . Es la codicia de la gente que se deja engañar. Esta historia se repite y se seguirá repitiendo mientras el mundo sea mundo, acordate de mí.
5
LA CASA DE ESTELA
La casa, siempre la casa. Tiene un atractivo especial sobre mí y crea esa necesidad de visitarla cada tanto, aunque a pesar del tiempo transcurrido, continúa igual. Está así desde que la recuerdo, no avanza y, pese a ello me gusta llegar, mirar la obra a medio concluir que no me deprime, como podría esperarse, sino al contrario, me siento bien. Camino por el patio, entro a las habitaciones inconclusas. Un paseo extraño y reiterado. No lo puedo evitar.
¿Será porque cuando estoy en ella recupero momentos y situaciones perdidas que pudieron entrar a formar parte de mi vida? En la casa soy la mujer que no fui, la que pude haber sido. Por eso la siento como parte de mi persona, el otro lado de la que conocen todos, la mujer misteriosa gracias a esta casa que me pertenece con tanta fuerza como yo a ella y los caminos que transito cuando me pierdo en devaneos allí, al mirar la calle, las plantas, los rayos de sol que se cuelan por el techo inconcluso, me son gratamente desconocidos porque nunca fueron hollados hasta hoy, de fuera de mi casa, donde todo es diferente.
Sentada en mi casa, dueña de un presente sin tiempo, libre del ajetreo familiar, de ese millón de cosas cotidianas que no terminan nunca porque se repiten siempre reiteradas, molestas, pegajosas. Aquí, en cambio, ni soy ni puedo ser molestada. Es que solamente en mi casa consigo estar a solas conmigo para observar, hasta sorprendida, cómo sobre la calle se derrama el sol volcado de la tardecita y alarga las sombras de los árboles, de las columnas, de los pocos transeúntes que pasan y enseguida desaparecen fuera de mi vista. Cruzan sin dejar rastros, como las sombras escurridizas que son. No me interrumpen. Puedo pensar con tranquilidad, sin sobresaltos. Por eso me gusta mi casa, por ser un retablo de cosas olvidadas o desconocidas, digo yo, que dejé pasar sin darme cuenta, a causa de las urgencias diarias.
Y esa boda que se nos viene encima y César que se niega a reconocer que se aleja cada vez más hacia un mundo irreal, un pozo profundo donde no existe otra cosa fuera de su imaginación. Me angustia ver nuestra casa. Es fea, con las paredes sucias, desconchadas y sin pintar desde hace años, expone sin disimulo la descarada mediocridad sin redención de nuestra vida. Soy lo que nunca quise ser: pobre. Me importa, me irrita, me resulta humillante.
Aquí también estoy sola pero es una soledad distinta, añejada en lindos ensueños. Como en viejos cuentos de hadas que ni agobian ni decepcionan, es una suerte de soledad acompañada la que encuentro en mi casa.
Y está César. Me preocupa. Casi ya no reconozco en él a la persona que conocía, que conocí alguna vez. La enfermedad se apodera de él, lo mismo que ocurrió con su mamá y otros de su familia. Ahora se le da por decir que viene a visitarlo el fantasma de mi suegro que murió hace más de 15 años y el otro día armó un escándalo con lo del organista de la iglesia. La gente le mira de reojo. Él no mira a nadie. No escucha, se irrita conmigo cada vez que planteo algún tema de importancia. No digo ya el de la boda de Celeste. No quiere hablar conmigo cualquiera sea el tema. Huye, simplemente, huye...
Celeste suele decirme que le incordio todo el día a su papá, que no le dejo en paz. ¿Será? Al fin de cuentas, vamos a quedarnos solos, porque Fabia nunca está. Mary tiene sus hijos pequeños, sus compromisos y Fabricio también. Cada uno con sus problemas y nosotros con los nuestros, claro. Ahora, la mayor parte del tiempo no hay nadie en la casa. Ni César, que vive encerrado en su escritorio donde no sé qué hace. Lee, escribe, fuma y se toma unos tragos del whisky que tiene escondido en algún lado y ¿después...? Hay momentos en que no lo soporto más. Hay momentos en que me causa lástima. Pero lo cierto es que nos irritamos mutuamente.
Ya no podemos conversar... ¡lo digo como si alguna vez hubiéramos conversado! Cuando siente que se acerca una de las charlas que quiero mantener con él, se escapa. Es tan evidente el pavor que le causa enfrentarse conmigo que a veces prefiero callar, pero es que hay tantas cosas que quiero decir también, hay que organizar tantas cosas. Me doy cuenta que huye de mí y, sin embargo, sé que me necesita.
Soy un cuerpo. ¿Soy algo más, después de 32 años de casada sin haber conocido otra cosa que no sean privaciones, criar hijos, esa forma de abuso humillante que es vivir sin posibilidad de escapar de esa condición de prisionera dentro de mi cuerpo de mujer? ¡Mujer!... ¡Ser mujer, es una maldición que se inicia con la menstruación que no acaba nunca, huida que llega la menopausia, que tampoco acaba nunca. La verdad, a veces siento una furia ciega y tengo ganas de mandar todo al demonio.
Soy una parte de una máquina bien engrasada cumpliendo su rítmico movimiento minuto a minuto, día tras día, hasta el fin. Entonces me cambiaran por otra pieza nueva y seré arrojada al tacho de basuras. Enterrada, olvidada. No se volverá a mencionar mi nombre y nadie recordará que existí una vez. Aun cuando haya cumplido la misión encomendada, no valdrá la pena tener en cuenta los méritos de una vida entera de sumisa humillación y conformismo. La pieza inservible será cambiada. Todo esto no pasa de ser una comedia tonta representada por malos actores para un público de dudoso gusto, sujeto a limitaciones insalvables y siempre dispuesto a aplaudir y apoyar a cualquiera que prometa darle unas horas más de vida en el lugar elegido para ellos dentro del motor. Los grandes redentores cuidando sus migajas y privilegios, con un ojo sobre el plato del que se alimentan y otro fijo en el amo que les dio de comer.
Una vez soñé que caminaba tras una mujer joven, con mi figura o, por lo menos, supuse que era mi silueta. Al darse vuelta me corrió un frío de espanto por todo el cuerpo. Tan grande fue mi miedo, que desperté sobresaltada. Esa mujer tenía mi rostro y me miraba profundamente, dando la impresión de que trataba de recordar dónde me había visto antes. Ella fijó sus ojos en los míos, escrutándome de manera descarada, insistente. Desperté con un espasmo. La pieza estaba oscura. Más tarde comprendí. Ya no tenía facciones. Mi rostro es liso y blanco, de cera. Yo soy la mujer. Le robé su rostro, algo que consideraba propio, pero no me pertenece.
Y ¿qué soy al fin de cuentas? La mera imagen de un sueño, la promesa siempre incumplida de otro despertar, la esperanza engañada por ese torbellino dentro del cual me veo arrojada sin compasión. Y debo estar presente, ver el día desde el alba hasta el ocaso, engañar a las sombras, mentir dulzuras que no siento, como si fuera la culpable de esos conjuros que lo indujeron a ser el fracasado que es. No sé por qué debo anegar los ojos con el hierro candente del amor que quemó alguna vez, siendo que no soy responsable de nada. Me mira con rabia y yo no sé por qué. ¿No es cruel de su parte? ¿No es algo insoportable y que sin embargo se soporta?
Mi casa. Me siento feliz en mi casa, sentada sin hacer nada. Disfruto de la tarde, del fresco, de la oscuridad incipiente que de a poco se apodera del patio, del olor a construcción inconclusa. Un poco más, es lo único que deseo, estar aquí un poco más. Disfruto de mí.
Después regreso a la familia, me devuelvo a ella para compartir otra vez esos días rutinarios de mi vida. A veces una piensa si valió la pena todo lo que hizo para sus hijos porque lo cierto es que no valoran nada. ¿Habré sido yo así también para con mamá?
¿Qué pensaba mamá de mí? Pobre mamá, cómo me dolió cuando murió. Me acusé de no darme cuenta de lo mal que estaba, como siempre que se pierde a un ser querido, uno llora pero no estoy segura que lo haga por el que se fue sino por una misma, por las tantas omisiones que se acumulan a lo largo de los anos. ¡Lúcida, lúcida, lúcida hasta la vereda de enfrente! Se dio cuenta, pese a sus noventa. Le corrieron unas lágrimas. Me lo dijo Fabia. Cuando quedó a solas con ella, me dijo. Se dio cuenta, pese al estado en que quedó desde la noche del derrame.
Me quedo un rato más y después me voy. Del otro lado estará cercano el amanecer. Cuando amanece ya no puedo seguir aquí, aunque quiera. Una vez le conté a César de estas visitas que hago a la casa. “Qué raro”, fue todo lo que dijo: “Qué raro”.
El silencio que envuelve a Estela comienza a esfumarse como se esfuman los sueños y se encuentra de nuevo en su cama, junto al marido que lanza suaves ronquidos, porque está boca arriba y la claridad del sol ya se hace sentir a través de la persiana cerrada.
Cierra los ojos pero no vuelve a conciliar el sueño. Mira el techo, lo sacude a César para que deje de roncar y él emite un gruñido antes de girarse hacia la izquierda.
6
PARA HABLAR DE FANTASMAS, HACE FALTA AL MENOS UNO
Tras abandonar el aire acondicionado de su oficina, sale a la calle donde el calor agobiante que hostiga a Asunción en ese inacabable veranillo de San Juan, lo envuelve hasta empaparlo enseguida con una transpiración húmeda y pegajosa.
César va rumbo a su casa, dominado por la idea fija de pegarse un baño y luego tomar la cerveza casi congelada que dejó preparada esa mañana en la heladera. Cree percibir el inicio de uno de esos dolores de cabeza, tan frecuentes en su juventud, pero que hace tiempo no lo torturan más, por lo que los consideró superados. Las cosas andan como para dar dolor de cabeza a cualquiera, piensa a la vez que se friega las sienes con los dedos índices.
Llega a su casa sin detenerse a tomar un café, como acostumbra a veces para dar largas al momento de desembocar en el zaguán y el denso silencio al que parece cortar —como a la manteca un cuchillo mal afilado—, el ruido de las cosas: el arrastrar de una silla, el retintín que produce acomodar el pocillo del desayuno sobre el platito o al acomodar los cubiertos en el cajón de la despensa. Concluidos esos sonidos, se cierra otra vez sobre el ambiente de la casa el silencio que la atrapa y ya no puede escapar, incapaz de cualquier reacción ajena a la de permanecer allí, sentado en uno de los sillones de mimbre del vestíbulo, en la penumbra.
Sin saber por qué, ese atardecer le urge llegar a su casa, a ese reposo que lo espera tras la puerta cancel que da a la oscuridad transparente de la noche que principia y se posesiona de la hora. Va a encender la luz, más por hábito que por necesidad, pero no lo hace. Apoya el portafolios en el suelo y se acomoda en el sofá, dispuesto a disfrutar del paréntesis que confunde el tiempo transcurrido con los sucesos acaecidos entre las paredes de la casa, las situaciones que, sumadas unas a otras, condujeron a ese momento único e irrepetible, significativo para él por encontrarse allí, sentado en el sofá, ocioso y asombrado de ese nuevo mutismo que halla diferente, recién descubierto en las vibraciones de un diapasón que altera el orden conocido.
Mira los dos cuadros al óleo que representan un paisaje japonés. Regalo de la tía Pastora a su mamá. Lindos pero cursis. De niño solía esperar con ansias el regalo de cumpleaños de tía Pastora y tío Ángel porque siempre eran lindos. Los tíos ricos de la familia, se dijo y quedó pensando en cómo se fueron uno y otro, con poco tiempo de diferencia.
Cierra los ojos y deja que se apoderen de él las imágenes y sonidos que lo integran a la esencia de su alrededor.
—Casi seguro que en casa no hay nadie —piensa. Es su vieja casa que cuando niño le parecía tan grande y ahora, a duras penas, puede albergar a la familia. Le tiene cariño por ser el hogar donde nació, pasó los años, en su opinión feliz, de la infancia y los tembladerales de su juventud. Allí se convirtió en hombre maduro y va camino a la ancianidad. Es la casa de sus padres y le trae recuerdos. Se siente bien porque volvió después de casi veinte años empleados en trabajar, organizar la familia, formar el hogar, compartir con Estela una juventud de esfuerzo y sacrificios, no siempre compensados con la afluencia de dinero o con la satisfacción de ilusiones que se difuminan a medida que se las reconoce inalcanzables.
Construyó la casa en la que vivieron varios años antes de volver. Primero dos dormitorios, luego tres hasta hacerse enorme por la necesidad de albergar allí al familión en que se convirtieron y donde nunca eran menos de diez a la mesa. Eso sí no venían los amigos de los hijos que, al decir de Fabricio, en casa se sienten contentos.
Fueron buenos años, recapacita al recordar el bullicio que les acompañó por mucho tiempo, la broma de los muchachos, las etapas de crecimiento de la casa para que, al presente y luego de treinta años de vida matrimonial, toda la vorágine haya pasado sin dejar rastros.
Es un abuelo cincuentón satisfecho de haber vuelto a su casa, a la vieja casa. A Estela le pareció bien al principio y hasta se arriesgó a decir una vez que en ella serían felices. A los chicos también les gustó la idea porque es más céntrica que la otra. Para César, era retornar al hogar después de un viaje largo y proceloso.
Abre la puerta de madera labrada alta, maciza, que cruje un poco y está sabe algo comida por el cupi-í, como todo cuanto es madera dentro de la casa. Lo recibe en el zaguán el olor inconfundible a humo de cigarrillo negro y le causa sobresalto ver, a través del vidrio opaco de la puerta cancel, un punto rojo brillante, como el extremo de un cigarrillo encendido. Apoya la mano en el picaporte, abre la puerta y acerca la otra a la ficha de la luz, cuando suena la voz imperiosa de su padre:
—No enciendas —le dice desde el interior del vestíbulo a oscuras—. No te tropieces. Estoy sentado aquí.
A César el corazón le da un vuelco y comienza a latir con tanta fuerza que apenas le permite emitir unas palabras, presa de desconcierto:
—Y..., vos... ¿cómo estás aquí?... Digo...
—Te hace falta ayuda, porque no manejas bien las cosas... Este casamiento de Celeste no está bien organizado y si solamente Estela se encarga de hacerlo, va a llegar el sábado y ni siquiera van a tener listo el traje de la novia. ¡Yo no sé en qué piensan cuando hacen las cosas a la bartola!
César se sienta en uno de los sillones de mimbre. Aparte del fuego que brilla en la punta del cigarrillo y se ensancha un poco cada vez que es aspirado para enseguida opacarse, cuando el fumador expele un manto de humo, la oscuridad ya es total.
El viento norte que silba entre las rendijas y las ramas que golpean contra la puerta las ventanas cerradas hacia el patio, confiere al conjunto un aire de irrealidad que no colabora en amainar el sobresalto inicial de César. Se escuchan voces provenientes de la casa de al lado. Pasa un ómnibus con su estruendo habitual.
—¡Qué silencio! —exclama el fantasma—. No sé cómo se puede vivir con tanto silencio —un auto hace sonar la bocina para cruzar la esquina—, ¡Qué silencio! Bueno..., tenés que organizar mejor. Por ejemplo, Fabricio todavía no dio señales de vida, Mary ya tiene su familia y toda su atención se concentra en ella. Y eso está bien. Fabia vive metida entre esos tubos de ensayos con los que un día de estos va a hacer volar mi casa.... Mirá, César, me parece que es hora de adoptar alguna decisión inteligente y decirle a Estela que hable con sus hijos para que se den cuenta que ya no sos un jovencito y que a tu edad.... ¿cuántos años tenés? Has de andar por los cincuenta, ¿verdad? Además estás gordo. ¡Casi no te conocí cuando entraste! Es hora que empieces a arreglar todo...
—Sí —fue cuanto atinó a decir César.
De pronto se abre la puerta del zaguán y con pasos rápidos entra al vestíbulo Fabia, que como siempre, trae varios libros bajo el brazo. Sin preguntar prende la luz y ve a César sentado en el vestíbulo.
—¿Y vos qué estás haciendo ahí, papi?
—Nada... —responde César cohibido y los ojos clavados en el sillón vacío de enfrente—. La verdad, que nada...
—Pero ahí en la oscuridad —insiste Fabia—, Me pareció escuchar que hablabas.
-Con un fantasma —le dijo César y procuró sonreír.
-Ha de ser —exclama Fabia y lo mira de nuevo con renovada curiosidad antes de seguir adelante—. Siento olor a cigarrillo negro. ¿Fumas otra vez? ¿No era que dejaste?
—El que fuma es el fantasma que vino a visitarme..., mi papá.
—¿El abuelo? ¿Y fuma y todo? Así que el fantasma fuma, ¿eh? —exclama Fabia y antes de soltar esa risita burlona, se encoge de hombros en un gesto característico—. ¡Cada cosa que se te ocurre, papi! —Enciende la luz del comedor y se dirige a su habitación—. Yo no veo ningún fantasma —y tuerce el gesto.
César, solo en el vestíbulo, suspira al ver entre sus dedos, un cigarrillo olvidado a medio consumir.
Camina bajo el calor sofocante, decidido a llegar de una vez a su casa para darse la ducha con la que soñó toda la tarde. Va distraído, con la mente en otras cosas a causa de la próxima boda de Celeste e intranquilo después de conversar con sus amigos, a algunos de los cuales halló francamente deprimidos.
—Abundan los vacunaitors —le dijo Papi—. Cuando quise sacar la plata ya era tarde y ahora me quedé en la lona.
—La vez pasada te salvaste.
—Sí, pero esta vuelta la cosa es peor, porque ahora sí que se puso turbio todo esto. Ya no es un grupo de sinvergüenzas. Es todo un cónclave movido desde el gobierno con un cinismo espantoso... Vos tenés suerte, te digo, porque no tenés nada metido en esos tragamonedas en que se convirtieron los grandes bancos. Es humillante mendigar tu propia plata. Tenés que andar llorando de aquí para allá. Eso es lo que vengo haciendo y no sé en qué va a terminar —hace una pausa—. Hay gente desesperada, César, no sé...
—La vez pasada se acabó todo en aguas de borraja, como siempre, el oparei que le dicen.
—Y esta vez va a ser lo mismo. Todos hablan, todos dicen que vuelve la calma. ¿Qué calma? Si no metes tu plata en el City o en el Lloyd, ya no quedan muchos lugares donde guardar, a no ser dispongas de un buen colchón.
Se acercó Aníbal que los vio a través de la vidriera de la ventana.
—La reunión de los vacunados —dijo sin sonreír—. Por la cara que tienen... Yo estoy resignado. Unos buenos dólares engrosan la cuenta de los vacunaitors, muchachos... No se desesperen —sube el tono de voz a medida que habla y algunos clientes se vuelven a mirarlos—. Como decía aquel famoso filósofo griego: ¡Sólo me consuela el pensar que vendrán tiempos aún peores!
César y Papi le dedican a Aníbal una sonrisa poco entusiasta a la vez que le instan a que se siente y modere el tono de su voz, porque el carácter, naturalmente efusivo de Aníbal, al estar excitado, lo hace hablar a los gritos.
—No hace falta llamar la atención —le dice César, riendo—. Es probable que más de uno aquí ande en lo mismo.
-No sé qué va a pasar —continúa Aníbal—, Yo tenía veinte mil dólares guardados para la operación del bypass, pero ahora, que sí, que me van a devolver, que el abogado esto que no, que sea paciente... ¡Ladrones de mierda, lo que son!
La calle Estrella brilla bulliciosa, como lo está siempre alrededor de las siete de la noche. Gente que va y viene, vehículos, luces, vidrieras, pancheros y revisteros. A medida que el tráfico se torna menos intenso, también amaina el ruido ensordecedor que hasta entonces convertía al trajín en un río caudaloso y retumbante. La noche se abre paso y por hoy, todo está por acabar.
Suena el celular de Papi.
—Hola... —queda callado—. ¡Dios mío! No..., no..., que... Bueno, enseguida voy..., no..., sí, sí..., enseguida voy.
—¿Pasa algo? —quiso saber César, al observar la lividez que se apoderó del rostro de su amigo.
—Un problema, viejo —responde Papi sin mirarlo, tambaleante—. Un problema grave con mi hijo..., con Miguel Ángel..., Dios mío..., me llamó un vecino... mi señora no sabe, dice... Ahora sí que se acabó...
Sale con pasos indecisos, trastabilla. Se apoya contra el marco de la puerta del bar. Impresiona como si le dieran arcadas, después se suelta y vuelve a andar. A través de la vidriera ven su desplazamiento zigzagueante. Aníbal y César se miran, llaman al mozo y saldan la cuenta sin intercambiar más palabras.
Lo supieron después. Miguel Ángel adoptó una posición extrema debido a la situación desesperada en que se encontró al perder su dinero en la crisis bancaria. No pudo soportar, dijeron los que fueron a acompañar a Aníbal durante el velorio de su hijo.
—Es terrible —comenta en voz baja uno de los amigos del grupo—. Lo encontró un vecino que fue por casualidad a la casa de Miguel Ángel para conversar con él y se sorprendió de encontrar el portón de la calle sin candadear. Entró y allí estaba el pobre. Me imagino el susto que se pegó. Pobre Aníbal, qué cosa tan horrible. Y a cuántos más van a asesinar estos ladrones, Dios mío.
Una vez más le distrae el sonido de voces y otra vez le resulta imposible identificar a quien habla. Debe ser gente extraña, piensa. Alguna gente que viene a visitarnos.
—¿Cómo está?
—Igual —dice Araceli—. Tuvo una mala noche. Se queja. A veces habla en sueños y se agita mucho. Yo me despierto enseguida porque tengo el sueño liviano. Me levanto, le miro, le acomodo la sábana para que no se enfríe con el aire acondicionado porque con el calor que hace es imposible dormir sin él.
—No se rinde y son muchos años. Es duro, el viejo. ¿Cuántos años tiene?
—Cumple 95 en marzo.
—Parece que no le duele nada —interviene Mary—, El médico dice al menos que no le duele nada.
—No, parece que no —responde Araceli y mira al abuelo que dormita y lanza pequeños ronquidos esporádicos. Se queja, pero ha de ser así nomás. Creo que no me reconoce.
Fuera de la habitación penumbrosa donde agoniza el anciano, se desliza desde temprano una ardiente y hermosa mañana de enero, limpia y brillante tras del chaparrón de la madrugada y el viento del este que abrió una brecha en la modorra en la que estuvo sumergida Asunción toda la semana, como si de golpe, la naturaleza descubriera la alegre variedad de colores y sonidos ocultos entre el ramaje verde de los árboles, en los nidos dormidos de las aves, en el abrumador silencio de la siesta, en el resplandor húmedo de la hora que tiembla todavía en los pequeños charcos que, en las irregularidades del pavimento de baldosas del patio, le sobreviven a la lluvia, en las plantas que respiran el fresco aroma a tierra mojada, en la canaleta oxidada que debió cambiarse mucho tiempo atrás y todo el conjunto aporta la nota oportuna requerida por la sinfonía renovada en cada verdín, en el grito de los niños que ajenos a su agonía, juegan sus juegos infantiles dentro de la indiferencia del día y festejan de ese modo su alegría de vivir.
7
PERFIL DE CÉSAR
Es un hombre mediocre en la más amplia expresión de la palabra, dueño de esa mediocridad meridiana en la que tantos se sienten cómodos: de estatura mediana, ni gordo ni flaco, algo canoso, rostro adocenado al que ya cruzan arrugas en busca de acomodo a ambos lados de los ojos y otras, como paréntesis, que le flanquean la comisura de los labios sin llegar a conformar ese rictus de trágica amargura que embellece algunos rostros de facciones menos indefinidas y vulgares.
De mediana edad, ni muy rico para disfrutar de una vida ociosa, ni tan pobre como para sentirse abrumado más allá de esas medianías urgentes que exigen y preocupan cada fin de mes a la gran mayoría de los mediocres. Tarjetas de crédito, cuenta de colegio, agua, luz, teléfono, y otros atrasos que no llegan a ser a ser rotundos y se superan por lo general, a mediano plazo.
De cualquier manera, la escasez económica no es nueva en el país, que soporta desde hace años a los políticos empeñados en ejercitar lo que dan en llamar transición democrática, lo que hablando mal y rápido, no significa otra cosa que demostrar su admirable ductilidad para acomodarse, de manera a comenzar a robar o a seguir robando lo que quedó de la dictadura anterior y su camarilla, de los préstamos provenientes de países amigos y otros gastos
ni que siempre incurre el gobierno de turno para mantener contentos a los apaniguados y no encuentra mejor camino para ello que ahogar cada vez más a los que ya a duras penas respiran, creando nuevos impuestos que le permita obtener más créditos de los Bancos Mundiales, Interamericanos, chinos o japoneses (realmente no importa de dónde viene el dinero ya que todos los préstamos son igualmente usurarios para con el pueblo como beneficiosos para los gobernantes), para mantener viva la llama que conduce a la buena vida que se conceden con los altos salarios que se autoadjudican y aumentan a voluntad, siendo que lo pueden hacer, no así el resto, el tan amado pueblo de asalariados.
La falta de una tragedia o la imposibilidad de hacer algo destacado se aprecia muy bien en la fisonomía sin referencias de César. A una persona así, parecería que nada puede alterar su ritmo de vida, la regularidad de su respiración o las palpitaciones del corazón.
Vegeta en su trabajo, donde recibe un sueldo medianamente bueno, suficiente para satisfacer sus necesidades que tampoco son demasiadas, ya que la casa en donde vive con su esposa, sus hijos y sus animales domésticos es de clase media media, con la fachada alta, característica del estilo en boga entre los años 1940 y 1950, cuando pasó de ser una humilde vivienda con balaustradas y portón a una amplia residencia, orgullo de su padre, el propietario y proyectista de ella, incómoda y poco funcional como suelen ser los edificios de esa época.
César la heredó cuando fallecieron sus padres, pertenecientes a la pequeña burguesía asunceña, en esa época cuando la clase media era media, más o menos acomodada, bien educada, algo despectiva hacia la gente de servicio y con suficiente capacidad económica para llevar una vida agradable, pese a que todos sabían que las cosas no estaban del todo bien.
Pero para la gente bien educada, era necesario mantener, al menos, esa apariencia digna que les caracteriza como de clase media, no pobre.
Para satisfacer sus modestas pretensiones era suficiente formar parte de alguna comisión directiva, recibir y visitar a los miembros de esa comisión y a los amigos, disponer de una botella de Black & White o White Horse, porque entonces solamente los señores tomaban whisky.
Cambió todo durante los años de la construcción de la represa de Itaipú, que por 10 años, mantuvo en la gente la ilusión de la riqueza, porque el dinero corría en abundancia y había trabajo de todo tipo para todos, aunque se perdiera en ello cuanto antes significó el respeto cordial entre la gente y se impuso la simplicidad y la astucia tosca de campesinos ambiciosos que se metieron a hacer política, a alabar al “único líder”, como lo llamaban al presidente Stroessner y a tratar de ganar el dinero que nunca tuvieron ni hubieran podido conseguir, sin esa circunstancia fortuita que, como precio de la paz, estableció el régimen con la venta de conciencias y el silencio a las objeciones.
Cesar es pesimista, suelen decir de él, porque esta seguro de que pese a los cambios, nada cambió y nada irá a cambiar.
Él es el de siempre, con nombre y apellido, clase social, nivel económico preñado de los altibajos propios de un profesional, matrimonio estable y eso lo saben todos y así lo identifican, por lo que resultaría tonto pretender ser otra cosa, pues antes de ir a la escuela ya así era él, el de ahora y el de dentro de algún tiempo, como se suele repetir entre melancólico y burlón, seguiré siendo yo, con nombre y apellido, dirección y teléfono.
Se acostumbró a sufrir humillaciones porque no podía hacer otra cosa sino tragarse las píldoras amargas que sin consideración alguna recibía a veces de parte de algún patrón malhumorado y petulante o de otras personas de su entorno, quienes en su opinión tenían derecho a humillarlo por ser él lo que era o acaso lo que no era y en especial porque consideraba necesario soportar esas groserías a causa de la necesidad del empleo y, aunque en más de una oportunidad lo perdió por uno u otro motivo, ello no fue óbice para que al conseguir nuevo trabajo, volviera a la situación anterior que en algunos momentos consideraba irritante.
Pero ¿qué importan esos resquemores si se debe sostener una familia y un cierto nivel social al que se llegó en base a esfuerzos y sacrificios?
De pronto, un día, decidió cambiar su vida, su modo de ser y así, tras algunos intentos frustrados, dejó de fumar y lo anotó en una agenda vieja que tenía disponible desde años atrás. Escribió el día de la fecha: 24 de mayo y se entretuvo mirando esa acotación absurda: “desde hoy, no fumo más”.
Quiso pues cambiar. El experimento consistía en alterar todo su proceder, el modo de conducir su vida, de vestir, sus hábitos, la manera de ver las cosas y las reacciones que siempre adoptó ante ellas. De primera intención, hasta le pareció un gran absurdo, pero divertido. Nada puede cambiar, se dijo en más de una ocasión y no obstante, algo dentro de él lo movía a intentar esa aventura que en el fondo, lo tenía curioso y algo perplejo.
Las cosas y las personas de su alrededor transmutaron, de meras presencias, a seres que ocupan un espacio y un tiempo real en su vida. No sólo aquellas del entorno familiar y cercano sino las que le eran extrañas y a las que nunca concedió mayor importancia que la de saberlas alrededor, en el desempeño de sus propias actividades.
El solo hecho de tomar en consideración a las personas y a las cosas constituyó una novedad preocupante, que sumada a las novedades propias de cada día y ya dentro de la franca madurez, no es cosa fácil tomar a la ligera una decisión semejante, se dijo en más de una ocasión, cuando se detenía a considerar la idea.
Dejó de fumar y de beber, lo que por algún tiempo le significó una serie de dificultades, en especial en su relación social, pues los amigos insistían en que bebiera, hasta que al final se cansaron o se aburrieron ante su tozudez y se despreocuparon de los nuevos hábitos de César. Cuanto más, alguno de ellos, de tanto en tanto, expresaba una sorpresa indiferente y burlona.
Pero esas pequeñas alteraciones en sus hábitos carecían de importancia real. Cambiar su rumbo implicaría abarcar un espectro donde de seguro iban a participar variables desconocidas y, si sumaba a ello su desconocimiento acerca de la finalidad de la decisión y las posibilidades en que podría desembocar de su idea, despertaron en él cierto desasosiego, cierta inquietud ubicua que le era difícil comprender.
Miró a su alrededor y consideró que podría arrancar de cualquiera de las cosas que lo mantienen a uno sujeto a lo que es en un momento preciso, pero debería ser algo significativo, algo fundamental dentro de los hábitos estructurados a través de los años. Preparó, medio en broma, medio en serio, una lista de sus viejos miedos, de las cadenas que limitaron su accionar en la vida y de las cuales, con esa extraña decisión, pretendía escapar. Se encontró frente a una página encabezada con la palabra Confidencial y abajo las siguientes acotaciones:
Cobarde: indeciso, timorato, servil, mentiroso.
Inescrupuloso: mentiroso, canalla, cínico, hipócrita.
Cruel: no le importa hacer daño.
Egoísta: no le importan los demás.
Soberbio: petulante, desagradable.
Irascible: imprudente, violento, impaciente.
Misántropo: aislado, solitario.
Una vez concluida la lista, la guardó por unos días en un cajón de su escritorio, la revisó después, no sin cierto orgullo inquietante, pues pensó que a cualquiera le sería muy difícil preparar y poner por escrito algo así: es él, que se mira, desde la página confidencial, el lado oscuro de su personalidad.
Se vio tentado entonces a dejar de lado esa niñería, esas sandeces a las que según su esposa es tan afecto y le inducen a pensar cosas raras, pero continuó y completó la página entre rayados y borrones.
A la lista básica agregó algunas ramificaciones descriptivas acerca de la idea general a que ellas conducen. Hacer las nuevas acotaciones le produjo la impresión de no ser ya él quien era juzgado tan duramente por las palabras escritas en el papel sino un desconocido desprovisto de antecedentes, la respuesta del reflejo en un espejo mágico que refleja una imagen muy parecida a él, sin ser él. La proyección de un extraño habitante de sí mismo.
¿Pero es posible eso? ¿Puedo, a esta edad dar un vuelco y despertarme mañana y decir: bueno, ya soy otro que usa mi rostro, mi cuerpo con su sombra adherida y todo el conjunto que conforma mi persona, en apariencia la misma y sin embargo, soy otro? ¿Una especie de retrato de Dorian Gray?
Por algún tiempo, esa posibilidad le resultó interesante de hurgar hasta en los mínimos detalles, en busca de algunos signos capaces de identificarlo con su nueva personalidad. La misma piel, las mismas vestimentas, los mismos gestos, así le va a ser fácil pasar desapercibido entre la gente conocida y quien convive su día a día.
Después de algún tiempo, perdió todo interés, avergonzado de lo que diría Estela al respecto:
-Juegos infantiles. ¿Es que alguna vez vas a asumir tu condición de persona madura y dejar de lado esas pavadas de jovenzuelo?
No se dio cuenta, ni podía suponer, que todo ello era parte del experimento. Y el experimento, una vez comenzado, es irreversible.
Estoy sentado a mi escritorio una tarde cualquiera de junio. Hacia el mediodía llovió con bastante intensidad pero ahora sólo restan unas pocas gotas reacias a desprenderse de las hojas de las plantas del patio y algunos charcos donde se manifiesta la persistencia de esa llovizna fina que casi siempre preludia la llegada de los primeros fríos.
Lo que se dice, pensó somnoliento, una tarde nublada, lluviosa y melancólica.
8
NOTA DEL AUTOR
Cuando se escribe, se escribe siempre acerca de las propias experiencias, esa telaraña de acontecimientos que, a lo largo del tiempo, moldea un espacio y termina por adjudicar al conjunto la ambigüedad de la personalidad del autor. Se establece un lazo dentro del destino aun cuando se pretenda desarrollar un relato del todo imaginario. Más tarde o más temprano, el escritor cae en el charco que es él y el lodo levantado por la caída salpica todo el material contenido en las páginas escritas y a las en blanco, de las que se adueña, implacable, exigente, con el recurso de esos jeroglíficos llamados letras, como si fuera algo natural y sensato que esas manchas sobre el papel contaminen al que escribe y lo obliguen a asentar, por medio de ellas, lo que conoce bien porque es su vida o, mejor dicho, lo que recuerda de la experiencia de su vida, desdibujada en el intento de confundir los rastros que de otra manera, identificarían muy fácilmente al autor. Recurre a alegorías más o menos felices que oculta tras los símbolos de los que se vale para contar su historia. Sin embargo, pese a todas esas precauciones, desnuda sus emociones más secretas, sus deseos inconfesos, sus miedos y hasta las miserias que se niega, en estado de conciencia, a reconocer como propias.
La palabra escrita es delatora, sin importar el aspecto que asuma; lo escrito es, inevitablemente, una confesión ante el mundo por medio de la cual se pretende alcanzar la redención y el perdón de los pecados. Aveces lo mueve, al plantear la posibilidad de una redención, un perdón a los pecados y cierto cinismo y se pregunta: ¿es que existen los pecados? Todo queda en evidencia pese al cuidado que se toma para el disimulo. Basta leer con atención y ya no es la historia sino el autor el que surge indefenso y mira absorto esa sucesión de palabras que acaba de depositar en el papel, con su letra ordenada y algo ampulosa.
Es magia lo que despierta el conjuro de esas letras yuxtapuestas que forman palabras y frases y crean la ilación de ideas en pos de un tiempo extraviado en los laberintos de la memoria y, sin embargo, bullente en su interior como lava, sujeta a duras penas dentro de un volcán a punto de entrar en erupción. Fuego y fuerza contenidos ante la incapacidad de liberar con rapidez la urgencia de ese mundo de todos los días, escamoteado en el resplandor de la familia, los hijos, los compromisos, las actividades laborales; es la fisonomía que adopta lo cotidiano cuando se desprende para perderse en el remoto cielo al que van las pandorgas cuando se sueltan del hilo que las sujeta a la tierra.
Como me gusta escribir, cuando cabe la oportunidad escribo, pero sin método, en hojas sueltas que con frecuencia muchas de ellas pierdo; en tiras separadas del borde de los diarios, en cuadernos viejos, en la agenda que me acompaña a veces. Anoto frases, una palabra, pensamientos enteros y complejos que después quedan olvidados en las hojas del cuaderno viejo, en la agenda, en el pedazo de papel, en aguarde de que vuelva a interesarme en ellos. Con frecuencia estos recursos precarios a los que recurro, desaparecen, se pierden en el trajín del día y no resta nada, porque no hay nada más fácil que olvidar esas ideas surgidas al acaso y desaparecen casi al instante de realizada la acotación.
En oportunidades, al volver a revisar tales apuntes, ni siquiera entiendo mi letra porque los hice con la mano temblorosa debido al traqueteo del ómnibus en el cual viajo o en una breve pausa, cuando camino por la calle yendo a algún lado, sorbido por la urgencia de escribir que conocen bien los que se dedican a este oficio, como algo que ahoga cualquier cosa ajena a su exigencia. Entonces lleno el papel con garabatos, las más de las veces sin valor, en la loca explosión de un médium que raya, en las hojas que le ponen delante, los mensajes provenientes del más allá, dicen.
9
ESTANQUE DE RECUERDOS
César ve a su madre enclavada en medio de un paisaje amable que, tras de ella, como el fondo de una tela pintada, muestra un bosque indeciso, difuminado en el verde de la vegetación desleída y marrón destacado de los troncos. Lo saluda con una sonrisa y con la mano en alto hace el gesto de invitarlo a aproximarse a ella. No hay posibilidad de confusión, es doña Fany, su mamá, como la recuerda de los buenos tiempos —¿buenos tiempos?—, como la recuerda cuando quiere borrar de su mente los dolorosos seis años de locura e invalidez que soportaron ella y su padre, esos días en que todas las fuerzas del infierno se confabularon para adueñarse de las horas, los días, los meses, los años. Esa inmunda presencia de orín y dolor encerrados en la pieza grande, allí la mantuvo Vidal, en esa cámara de terror y miseria, culminación del proceso de insania donde ambos purgan sus penas en el dolor físico y el mental, donde no existe piedad, donde se perdieron por completo los límites que separan al torturador del torturado, a la víctima del victimario para confundirlos en una sola llaga supurante de espanto.
Parece feliz, calma, con el cabello recogido en el gran rodete que le gustaba utilizar y por mucho tiempo fue su característica, su personalidad. ¿Qué resta de ella? Muchos años desde que murió. Muchos años desde que comenzó a acusarse de ser parte del miserable final de su mamá y la soledad amarga en que cayó después su padre. Por su culpa, se dijo una vez más César, antes de despertar agitado en medio de la noche. Un sueño. Eso es lo que resta.
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ENTREVISTA DE ZORAIDA CON EL INQUISIDOR
ZORAIDA: A propósito... ¿cuál es el objeto de esta reunión?
INQUISIDOR: Es un recurso del autor de esta novela para descubrir la personalidad de los personajes que participan en ella.
ZORAIDA: ¿Ah, sí? ¿Es el autor de la novela quien organiza esta encuesta? ¡Qué disparate! ¿Qué clase de autor es si ni siquiera conoce a sus personajes? Yo no compraría su novela (ríe).
INQUISIDOR: Él cree que detrás de cada cosa visible, hay miles invisibles.
ZORAIDA: ¿Ah, sí? Confiese que esa frase la copio de él..., la repite a cada momento y es posible que tenga razón, porque siempre está con ese asunto de la catarsis y todo eso. Así que ahora quiere psicoanalizarnos para saber quiénes somos. Bastante astuto ¿verdad?, porque al hacer una catarsis de los personajes se la hace a sí mismo y después se lava las manos. Pero no me engaña. Nosotros existimos sólo a través de él o, para decirlo de una buena vez, ninguno de nosotros existe.
INQUISIDOR: Es un punto de vista interesante el suyo, Zoraida. Quiere decir que de una u otra forma, el autor no hace sino proyectar en ustedes lo que es, su propia personalidad. ¡Qué mujer tan inteligente es usted para algunas cosas! Y, perdóneme, hasta me resulta ingenua, para otras.
ZORAIDA: ¿Ah, sí?
INQUISIDOR: ...y sí. Mire, usted sabe que César la ama. No es la primera vez que pelean. Usted a veces da la impresión o al menos él la ve así, de querer aprovecharse de lo que le dice, cree que lo interpreta de manera torcida.
ZORAIDA: ¡Cuando se pone insoportable y tonto! Hay veces que resulta tan irritante con sus disparates. No actúa como un adulto, ¡como el viejo que es! No hay ninguna interpretación equívoca.
INQUISIDOR: (risa). La comprendo. Debe ser bastante agotador querer equilibrar tantas contradicciones, porque es contradictorio ¿verdad?, pero usted lo ama.
ZORAIDA: Ah, sí, claro que lo amo, ¿estuvo eso en duda en algún momento? Me enamoré de César a pesar mío, a pesar de mis precauciones, a pesar de ser una mujer que sabe medir sus emociones y no se deja llevar fácilmente por ellas. Es lo más cerca que una puede estar del amor, ¿no le parece?
INQUISIDOR: Cabeza fría, como suele decir César, ¿no? Vale la pena que le diga que él también la ama..., vive esperándola, si me permite...
ZORAIDA: ¿Eso dijo él?
INQUISIDOR: No, lo digo yo. Pero de cualquier manera, estoy para analizar e interpretar las palabras y los sentimientos que manifiestan ustedes.
ZORAIDA: ¿Ah, sí?
INQUISIDOR: Sí, sí..., caramba... ¿qué interés puedo tener yo en mentir?
ZORAIDA: No sé..., no sé...
INQUISIDOR: Usted lo dejó a César porque prefirió la vida doméstica, cómoda y sin sobresaltos que le ofrece su marido. Sin duda lo pensó usted bien. No habrá sido a la ligera que tomó esa decisión que cancela varios años de su vida, ¿verdad?
ZORAIDA: Lo que no se ve, no existe. Lo que no se quiere ver, tampoco, pero cuando ocurrió, me increpé a mí misma: ¡y ahora esto!..., como si no fuese suficiente el tener que llevar una vida uniforme, tediosa, de la cual es inevitable aceptar que con mis 47 años no hice nada que valiera la pena. Al menos desde el punto de vista de César, que se me vino como un torrente a alterar todo lo que en mi vida era sólido y estable: mi casa, mi marido, mis amantes... Enamorarme. ¿Qué se habrá creído? Tratarme así, como si fuera algo suyo o peor, un trapo sucio que tiene que estar a su disposición porque a él se le antoja, porque dice que me ama y que le hago sufrir con mi manera de ser, ¡si yo siempre fui así! Y al fin de cuentas, ¿quién es él para querer imponerme reglas de conducta a mi edad? Y yo como una imbécil, fui entrando cada vez más en esa trampa.
INQUISIDOR: Usted siempre fue independiente. Ni su marido, ni su ex esposa, ni su parentela, nadie pudo nunca adueñarse de usted y ahora viene este tipo, mezquino y egoísta pequeño burgués que, al fin de cuenta, no le da más de lo que pudiera dar cualquier otro de los que andan por ahí y que con gusto le harían compañía, porque es usted una mujer muy atractiva, Zoraida.
ZORAIDA: Gracias por el piropo (lanza una breve risita nerviosa). No entiendo nada. ¿Es que lo amo? Y, ¿qué es el amor? Pero de dónde vine yo a caer así en esta trampa. Hasta me puse una vez a lloriquear como una quinceañera por su recién perdida virginidad. Me convertí en una tonta que ama, me enamoré y ¿qué conseguí con ello? Nada más que sufrir. ¿Por qué me duele tanto a veces lo que considera una afrenta personal y no es, en el peor de los casos, sino descuido y nada más, pequeños detalles en los que nunca me fijé? Hace una montaña de esas pavadas y yo me siento compungida. ¡Si seré imbécil!
ÍNDICE
40 años después - 5
1. Cuando llegan las sombras - 9
2. El miércoles, temprano - 14
3. Nota del autor - 22
4. De cucarachas y ahorrimigas - 27
5. La casa de Estela - 32
6. Para hablar de fantasmas, hace falta al menos uno - 38
7. Perfil de César - 48
8. Nota del autor - 56
9. Estanque de recuerdos - 59
10. Entrevista de Zoraida con el Inquisidor - 61
11. César - 65
12. Entrevista de César con el Inquisidor - 66
13. Ahorrimigas - 71
14. Diálogo entre Estela y Fabia acerca de varios temas de interés - 74
15. La casa de Estela - 78
16. De cómo y por qué un fantasma se siente desconcertado - 82
17. César - 92
18. Diálogo entre Estela y César - 99
19. Nota del autor - 100
20. Cuando llegan las sombras - 104
21. Entrevista de César con el Inquisidor - 107
22. Diálogo de César con el fantasma y otras breves consideraciones - 116
23. Entrevista del Inquisidor con Estela - 119
24. Preparativos de la boda - 125
25. La casa de Estela - 131
26. Entrevista de Zoraida con el Inquisidor - 134
27. Diálogo entre Estela y César donde intervienen las hijas - 141
28. Diálogo de César con Esteban - 149
29. Entrevista de César con el Inquisidor - 153
30. Nota del autor - 158
31. César - 163
32. Celeste - 165
33. César - 170
34. Nota del autor - 173
35. El fantasma - 175
36. César - 180
37. Estela - 188
38. Celeste, Estela y César - 191
39. Nota del autor - 195
40. Estela - 199
41. Presentación de Informe del Inquisidor al autor - 202
Transcripción de la entrevista con el fantasma - 204
42. Escenas olvidadas - 211
43. Presentación de Informe del Inquisidor al autor - 216
Informe del inquisidor acerca de Zoraida - 218
44. Consideraciones de César y el fantasma - 221
45. César - 225
46. Cuando llegan las sombras - 230
47. César, consumido por la vejez - 235
48. Presentación de Informe del Inquisidor al autor - 245
Informe del inquisidor acerca de César 246
49. Estela - 254
50. La casa de Estela - 259
51. Estela perdida en su casa - 263
52. Presentación de Informe del Inquisidor al autor - 267
Informe del Inquisidor acerca de Estela - 269
53. La boda y otros trámites antes de concluir la novela 272
54. Informe Final del Inquisidor al autor
55. Decepcionada conclusión de los científicos encargados del experimento
56. Aracelita
57. La casa
AUGUSTO CASOLA NOS SIRVE CAFÉ CON LECHE
PARA FESTEJAR LOS 40 AÑOS DE SU PRIMERA NOVELA (I)
Por MARIBEL BARRETO
Una idea germinante centraliza el tema de la novela de Augusto Casola: la muerte, a la que elude en casi todos los capítulos. El escritor, al nombrarla, lo hace con frases como: “Entrar en ese sueño sin imágenes”, “un muerto es una realidad estéril”, “atracción de la gravedad hacia el abismo”, “entrar al mundo de los olvidos”, “ese profundo abismo presentido”, “un organismo que se extingue”, “un área de tinieblas desconocidas y monstruos extraños”, “una soledad completa”, “un abismo sin inicio ni final del todo”, “enfrentar el alcantarillado infinito y negro”. Como se ve, la muerte está siempre rondando el ámbito novelístico en el que se respira un aire elegíaco.
La construcción de la geografía urbana en un antiguo barrio céntrico asunceno, las inmediaciones de las calles Paraguarí, Antequera, los antiguos nombres ya cambiados como Río Blanco, Amambay, hoy día Gaspar Rodríguez de Francia, esa construcción del espacio rescata escenas de la vida de las familias radicadas en el barrio, vecinos y conocidos. Rememora un cumpleaños infantil en el que el autor describe cómo se hacía la invitación para la fiesta infantil: el mismo niño recorría las casas del vecindario a invitar a sus amiguitos, todos los vecinos se conocían, se visitaban, rendían culto a la amistad, y se practicaban costumbres sencillas y fraternas que demostraban lazos amistosos en una comunidad barrial. Se destaca la sencillez en el festejo: los chicos eran felices compartiendo juegos y golosinas, la vida honesta sin lujos ni demostraciones hipócritas de apariencias mentirosas. Este aspecto del costumbrismo asunceno es un recuerdo nostálgico de una ciudad que ya no existe, sumergida en el pasado. Recuerda las tertulias en las casas, moderados placeres como el tereré o el mate compartido, sentados en sus sillones cada cual frente a sus casas para refrescarse al atardecer, o las visitas de parientes u amigo que llegan de sorpresa, no se estilaba en aquel tiempo el anuncio de visitas, se llegaba sin previo aviso, y se era amablemente recibido y se compartía lo que se tenía. La gente vivía con dignidad y franqueza.
La arquitectura de esas casas de los barrios céntricos descrita con detalles; grandes aposentos unos a continuación de otros con el sanitario al final. La entrada con un portal de hierro, el zaguán con sus gradas de mármol y luego el vestíbulo; la primera habitación, situada sobre la calle, una pieza con balcones en los que sus habitantes se asomaban para observar lo que sucedía en la calle y, desde allí, conversaban con los vecinos y conocidos que transitaban por la acera. En fin, la vida que describe Casola envolvía los mandados para el almacén, la panadería, los paseos con la madre por la calle Palma, un espacio de cruces y encuentros, los juegos de trompo y bolita, el intercambio de figuritas:
“…ya no es la Asunción amada de jazmines y naranjos, sino una medusa de mil cabezas que escupe humo y está ansiosa por devorar a los incautos ancianos que se desplazan flanqueados por esas centelleantes amenazas en que se convirtieron las calles, las avenidas, la ciudad entera”. (p. 236).
En sus pasajes alternan armoniosamente lo nuevo y lo viejo, lo arcaico y lo moderno que se nutren mutuamente en una porosidad en movimiento y renovación. Sus relatos constituyen camino, indagación y búsqueda, que convocan al lector a configuraciones multilineales sin contorno definido entre la distancia de los recuerdos, la presencia de voces del presente y los ecos del recuerdo.
Configuración estructural. Multiforme en su construcción, Casola combina texto en prosa y en verso, alterna diálogos y largos monólogos, entrevistas de estilo periodístico junto a relatos y hasta informes, noticias de periódicos sobre acontecimientos de la época que abarca la novela, recortes de diarios que atestiguan hechos que se recuerdan en el relato.
“La década del 70 fue prodigiosa y se extendió hasta los primeros años del 80. Entonces comenzó la decadencia. El dinero fácil comenzó a escasear, se fue acabando. Algunos comenzaban a despertar de diez años de modorra para descubrir que ya no disponían de los medios suficientes para sostener el ritmo de vida, que hasta ayer nomás era lo habitual”. (p. 197).
Maniobras del entramado. El texto alude a un fantasma que se corporiza y conversa con César, el protagonista, quien lo interpela sobre hechos ocurridos, o es el mismo César que instiga y fustiga al fantasma de su padre quien lo visita y se sienta en su sillón de mimbre, cuando la casa está a oscuras. En cada pliegue y repliegue de la realidad presentada, lo real parece escindido y ligado a lo fantástico, como si fuese un reverso de sí mismo y, a su vez, el de una totalidad sin fin en la reiteración de temas del tiempo, de la belleza, de la enfermedad, la memoria, el erotismo, el dolor, el poder y la muerte, pues César habla con Estela, Estela con César y consigo misma, o con la hija o el hijo al que a veces lo ve vivo y al momento su silueta se diluye en la sombra cuando reconoce que está muerto.
César flota entre su realidad matrimonial, que ya lleva décadas y la búsqueda de la felicidad en otro escenario, en encuentros con su amante, con Zoraida, con quien tiene experiencias ilusorias, de paraísos efímeros que alteran la serenidad de su conciencia despojándolo de la paz, sumergiéndolo en un estado de confusión, que borra todo intento de razonamiento que admita la veracidad de sus juicios.
El inquisidor y el fantasma, como ya dije, son otras tantas caretas del mismo narrador, que se desdobla y se multiplica en otros personajes para presentar las mismas ideas desde distintas aristas, contar varias veces los mismos hechos desde ángulos de visión diferentes, constituyen un buen recurso para introducir las variaciones de enfoques.
La novela carece de grandes acciones, los actantes son dueños de todas las técnicas para contar la historia desde la focalización de cada personaje, y el lenguaje correcto y claro consigue cambios en perspectiva y la cosmovisión.
Varios tipos del yo narrador, esa es la novedad, el yo y su propio fantasma, el inquisidor que no es sino el relator y su propio fantasma puesto que el narrador finge tan claramente cómo consiguió la información: hace que el inquisidor investigue y le informe sobre los hechos acaecidos.
Las descripciones referenciales las hacen César y Estela, la persuasión se da por medio de palabras con ritmo agradable. El estilo en el episodio refleja el valor de las descripciones de los subtemas. Así en el episodio de la preparación de la boda de la hija, los elementos se relacionan entre sí por contigüidad: iglesia, ceremonia, preparativos componen un conjunto coherente.
Formas intermedias del estilo directo y del indirecto tienen una función emotiva. Cuando el narrador se refiere a sí mismo, es decir, se convierte en autor con la misma identidad, como cuando César es igual al autor según los capítulos que rezan: “Notas del autor“; aunque el lector debe trazar una clara línea divisoria entre la persona humana y el personaje.
Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR
Publicado en fecha 23 de Junio del 2013
Fuente en Internet: ABC COLOR DIGITAL/ PARAGUAY
AUGUSTO CASOLA NOS SIRVE CAFÉ CON LECHE
PARA FESTEJAR LOS 40 AÑOS DE SU PRIMERA NOVELA (FINAL)
Por MARIBEL BARRETO
LA FUERZA DE LAS IDEAS
Ya hice referencia a que no es novela de acción; los personajes se mueven en el pasado: el padre, la madre, la amante de César, y los recuerdos de juventud de Estela.
Los personajes viven sus conflictos internos, que los acompañan a lo largo de su existencia: deseos insatisfechos, errores irremediables, confesiones íntimas, fracasos; confusiones emocionales que constituyen sus propios fantasmas, que se corporizan para martirizarlos. Estas confesiones se exteriorizan en monólogos que expresan machismo, subordinación conyugal, estructuras de dominación de la dictadura stronista, esclavitudes de vicios, miserias sociales, tiranía de los mayores hacia los hijos, ingratitudes, abandonos, olvido e indiferencia hacia los ancianos.
Un clima de tristeza envuelve la novela, los personajes se cuestionan su propia existencia, y la inacción para luchar por el propio bienestar y la búsqueda de la felicidad los convierte en seres taciturnos, como expresa el mismo relato. Fracasados, conformistas, aun los luchadores se abandonan, dejan de batallar y se allanan a una vida gris, y lo expresan con marcado cinismo. Ningún personaje es alegre; la luz, los colores se disfrutan en soledad; la música sirve como motivo de reflexión culta, no se la disfruta ni se la comparte. La felicidad se vuelve esquiva.
Por fin diré que es una novela a ratos filosófica, como en los pasajes en que se reflexiona sobre el tiempo o la muerte.
La crítica social es áspera, la voz del narrador enjuicia y condena, se sirve de la metáfora muy bien lograda en magistral alegoría refiriéndose a nuestro país.
REFLEXIONES SOBRE LA ERA ITAIPÚ
“… Un pueblo obnubilado por la inesperada riqueza, antes pobre pero siempre oprimido e incapaz de razonar, porque las células del razonamiento se quemaron en el fuego fatuo de la codicia y el servilismo”.
Al referirse a un mitin de estudiantes universitarios, convocado en la Plaza Italia, se lee esta ácida reflexión sobre la dictadura de Stroessner, que se mostró con “descarnada crudeza”.
“… Consiguió destruir todos los valores que mantienen el equilibrio entre el honor y la vergüenza, para acabar por transitar la dignidad y el honor de hombres y mujeres en una cohorte repulsiva de sumisos cortesanos dedicados a exaltar su megalomanía”. (p. 161).
El autor cuenta el suceso de la Plaza Italia, ocurrido el 28 de mayo de 1959; después vino la huelga, la persecución, la implantación del terror por parte de la “guardia urbana”, un grupo de baja ralea, hombres ruines y perversos con derecho de arrestar o de castigar a las víctimas, opositores del régimen.
En un parágrafo nos recuerda que los manifestantes de entonces eran jóvenes con ideales encendidos que portaban la antorcha de la libertad que después se extinguió a causa de la intolerancia, de la dádiva y del terror.
DE ESTE MODO DESCRIBE LOS TIEMPOS DE LA DICTADURA
“El tiempo transita alrededor del enorme árbol pero no transcurre. Los años siguen siendo iguales, los días, luchas sordas y arrancan de enjambres que tratan de satisfacer al presidente, cuyo santuario se encuentra en las ramas más altas de la estructura. De ahí hace los gestos de complacencia o disgusto suficientes para que por toda la estructura corra un temblor helado”.
En el tema del amor, el autor reflexiona de este modo en su entrevista con el inquisidor.
“En mi caso la concepción del amor es algo constituido por una serie de vericuetos provenientes vaya a saber de qué lejanos atavismos que me fueron inculcados en la infancia. No soy freudiano, pero esas cosa que se escuchan, o al menos se perciben, crean raíces profundas en el ser humano. El sexo no es para mí como para muchos, la razón de ser del acercamiento. La unión sobrepasa el límite del contacto físico para adquirir ese sacrum facere, esa sacramentalidad que le confiere un sentido místico, una magia inexplicable para quien desarrolla su vida entre las márgenes de un prosaísmo crónico de nuestros días, sin imaginación, sin sueños, sin verdadera poesía”. (p. 156).
Sobre el paso del tiempo, el escritor mezcla reflexiones y sueños, que alternan en un plano en que la irrealidad invade el pensamiento, como una sucesión de historias que se superponen en la mente.
“La sensación de pérdida que le causó el sueño fue tan intensa que sintió el deslizar de una lágrimas sobre sus mejillas. No lloraba a los muertos, sino a su propia muerte, el final de su infancia, la huida de su juventud, el abandono de la madurez que cada año con mayor celeridad lo empuja hacia el abismo de una ancianidad inmisericorde, hacia el momento límite de la oscuridad y la ausencia definitivas”. (p. 117).
En conclusión: Casola presenta después de 40 años como conmemoración de la aparición de La Catedral Sumergida, su novela de la madurez, en que la filosofía juega un papel preponderante, la sicología presta su ayuda para la profundización de la intimidad de sus personajes.
El lenguaje conceptual preciso, las descripciones claras, las frases escasamente adjetivadas le otorgan objetividad; las instancias relevantes de realismo, magia y fantasía matizan el relato, y le confieren dinamismo. La variedad de técnicas crean el ritmo, que lejos de ser cansino le proporcionan conexiones y enlaces audaces y ligeros.
Es un libro para leerlo y reflexionarlo por la profundidad de su análisis de la realidad y la firmeza ante una sociedad cambiante en que lo ilusorio tiende a extenderse sobre la realidad que se oculta a los ojos del común de la gente, en que los referentes van desapareciendo y en que los recuerdos se vuelven borrosos porque sienten el vacío de la ausencia como parte del olvido.
Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR
Publicado en fecha 30 de Junio del 2013
Fuente en Internet: ABC COLOR DIGITAL/ PARAGUAY
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