EL MENSAJERO
Cuento de OLGA LAURA BERTINAT PORRO
Mención de Honor
Concurso JORGE RITTER, 2009
El desconocido apareció tumbado y agonizante en la puerta de la iglesia. Los aullidos lastimeros de los perros durante la madrugada habían delatado su presencia.
El pa’i Bobadilla estaba escribiendo en su cuarto cuando los escuchó. Hacía horas que trataba de arreglar el discurso que pronunciaría antes del sermón de Semana Santa y estaba furioso porque no hallaba las palabras para componer el “grand finale”.
Los aullidos comenzaron débiles y espaciados pero luego se volvieron enérgicos y pertinaces y no dejaban que el Pa’i se concentrara en el discurso, que debía ser impecable. El obispo Agustín estaría presente en el evento, razón de tanto esmero.
Cuando sintió que los ladridos le taladraban los oídos, decidió despertar al sacristán que dormía como un lirón en la pieza contigua. Debía averiguar la causa de tanto alboroto. Y salieron juntos al patio, guiados por la luz de un farol a kerosén.
En la puerta principal de la iglesia hallaron al hombre. Parecía muerto. Estaba tirado boca abajo y no llevaba camisa ni zapatos puestos. El Pa’i se acercó, le alumbró la cara con el farol y vio que un hilo de saliva le fluía por la comisura de los labios. Ésta había formado un charco de espuma blanca y pegajosa al costado de la boca entreabierta. El Pa’i le tocó la garganta y sintió el movimiento de la vida: -Todavía respira-dijo-.
Los dos hombres trataron de mover al desconocido y de llevarlo para adentro, pero era demasiado pesado, además tenía la piel resbalosa y húmeda.
-Andá y llamá a los vecinos para que nos ayuden a meterlo en la iglesia-dijo el Pa’i-.
El sacristán salió corriendo en busca de auxilio. La casa más próxima era la de Cabral, y unos metros más adelante se alzaba el rancho de Fretes.
Los gritos del sacristán despertaron a ambos vecinos que de un salto abandonaron la cama y salieron disparados hacia la iglesia. Llegaron jadeantes; observaron al desconocido, y entre los cuatro lograron arrastrarlo. Lo llevaron hasta una piecita ubicada en el fondo y lo colocaron en un catre para tratar de reanimarlo.
El Pa’i buscó el frasco con la mixtura de alcohol y alcanfor que Doña Librada
le había regalado “para casos urgentes”.Empapó un lienzo con el líquido y lo restregó en la frente del hombre, que no reaccionó pese a la imposición enérgica del Pa’i.
El desconocido era veterano. Tenía el pelo largo, totalmente blanco y ralo. El color amarillento que traía en la piel era el color que la muerte concedía al llegar, y en este caso, parecía que ella hubiera comenzado a llevarse al viejo de a poco y principiado por la cara.
-Acá en el monte va a ser difícil que se salve-reflexionó el Pa’i -.Debemos llevarlo al puesto de salud.
El único puesto de la zona quedaba a veinte kilómetros, y en carreta eran varias horas de camino. El día anterior había llovido y eso prolongaría aún más el viaje; la lluvia siempre dejaba la picada despaciosa. Así era la tierra colorada. Pegajosa y difícil.
-Como cristianos es nuestro deber ayudar al prójimo, aunque sea éste desconocido-dijo el pa’i-.
-Eso es cierto Pa’i-coincidió Fretes-.
-Andá y decile a Martínez que prepare los bueyes-le dijo el Pa’i al sacristán-.Después andá y pedile la carreta a Villanueva. Es un caso de urgencia decile.
La claridad del alba encontró a Fretes y a Cabral rumbeando hacia el Este. Los rayos del sol se filtraban por entre los árboles frondosos y alumbraban la picada desierta y barrosa.
El viejo se sacudía en la carreta. Le habían colocado unas bolsas de arpillera debajo de la cabeza y ésta se meneaba al compás del tranco lento de los bueyes.
Los dos hombres tenían un único encargo: Llevar al viejo hasta el puesto de salud y volver enseguida. Tanto el uno como el otro viajaban callados, absortos mirando la picada. Siempre fueron de pocas palabras, pero hoy, la razón era comprensible. La presencia del viejo exánime en la carreta, les causaba un temor confuso que no coincidía con la fama de valientes que ambos habían conquistado por sus hazañas en el monte.
El cielo comenzó a nublarse y ellos no habían alcanzado aún el lapacho quebrado, que era la señal de mitad de camino. Fretes y Cabral se inquietaron visiblemente cuando las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer con fuerza.
Con cierto temor Fretes tomó unas bolsas de arpillera y tapó al viejo para que no se mojara. De reojo le pareció ver que ya no respiraba, pero no quería mirarlo ni tocarlo para confirmar o descartar su sospecha. Siempre había sido temeroso de los difuntos. ¡Hubiera preferido mil veces luchar con un yaguareté que llevar a este viejo desconocido y moribundo al puesto de salud! Pero era su deber como cristiano.
Cabral con disimulo también observaba al viejo de vez en cuando, mientras les daba las órdenes a Manso y a Patrón que resbalaban tratando de afirmar sus patas en la tierra encharcada de la picada altoparanaense.
-Se hace largo el camino ch’amígo-dijo Fretes-queriendo romper el silencio y el miedo.
-Verdá que sí chera’a-afirmó Cabral moviendo la cabeza-.
La lluvia se alargaba. Ahora con más calma caía sosegada y mansa como calcando el ritmo de la carreta. Los hombres iban atentos esperando ver el timbó añoso quemado por el rayo, que era el “mojón negro” del monte. A partir de ahí faltaban tres leguas para llegar al puestito Sin embargo, la tarde empezó a caer, y ellos seguían marchando sobre la picada desierta, con el viejo en la carreta y el miedo en el corazón.
La picada iba desapareciendo en las sombras del anochecer cuando de repente un relámpago la alumbró con su ráfaga de luz instantánea. Luego del destello, los ojos de Fretes casi se saltaron de sus órbitas y el corazón de Cabral por poco no estalló de pavor. El relámpago había alumbrado el lapacho quebrado que hacía horas ya habían cruzado. De un salto se apearon de la carreta y huyeron despavoridos en la oscuridad de la noche. La selva paranaense se los tragó como animal hambriento.
El Pa’i comenzó a preocuparse cuando al día siguiente, vio que pasaban las horas y no retornaban los encomendados. Llegó la tardecita y las familias decidieron que al otro día bien temprano, saldría un grupo de hombres para buscar a Fretes y a Cabral.
Al amanecer, los hombres comisionados, armados con machetes y cuchillos, se aglomeraron delante de la iglesia. Con la solemnidad que ameritaba el momento, el Pa’i les impartió la bendición a todos antes de la partida.
A media tarde retornaron los hombres, venían cabizbajos y confusos por lo acontecido. No habían encontrado ni rastros de Fretes ni de Cabral. La carreta y los bueyes aparecieron estáticos en medio de la picada, como si una fuerza poderosa los hubiese paralizado allí. Del viejo habían encontrado apenas un mechón de pelo blanco entre las bolsas de arpillera, empapado por la lluvia del día anterior. Nada más.
Los pobladores del caserío se sintieron desprotegidos. Mandaron bendecir todas las casas. Comenzaban a creer que el viejo era el mismo satanás en persona, y que éste vino a castigar a los pecadores. Lo sobrenatural era el componente principal de las historias del monte.
Llegó Semana Santa. El obispo Agustín estuvo presente. El pa’i Bobadilla lució sus mejores galas. El discurso y el sermón fueron solemnes. Se recordó a los mártires que habían desaparecido “ayudando al prójimo” y se rezó por ellos. El Obispo aprovechó el momento y leyó unas palabras en honor a aquellos que dieron su “vida por un hombre desconocido”:-Como buenos cristianos, ellos imitaron a Jesús-terminó diciendo antes de darles la bendición a todos los presentes.
Pasó el tiempo. Exactos tres años desde aquel infeliz día de la desaparición de Cabral y Fretes, cuando llegó al pueblo el emisario de la diócesis. Traía una carta del nuevo obispo en la cual anunciaba que el pa’i Bobadilla sería trasladado a otra parroquia: Carapeguá. La noticia fue triste. Los pobladores sentían un profundo afecto y cariño por él pero nada podrían hacer. Debía irse: -Eran órdenes de la curia. El pa’i también se había apegado a los fieles y al lugar, pero sabía muy bien que en esta vocación no se pertenece a nadie ni a lugar alguno; solamente a Dios y a la iglesia. Él siempre había seguido rigurosamente las órdenes de sus superiores.
Mientras empacaba sus pertenencias, se acercó el sacristán y le pidió la bendición. En ese momento de reflexión pudo repasar su vida en un instante y pensó:
-Señor: Que este sacrificio sea para glorificar Tu Nombre.
Y se marchó melancólico, al trote lento de su alazán. A su lado el emisario de la curia lo escoltaba como un fiel escudero. Los moradores se despidieron agitando los brazos en señal de adiós. Él no quiso mirar hacia atrás.
Llegó a la nueva iglesia. Le gustó el lugar. No se parecía en nada al Alto Paraná: Allá el monte no perdonaba. Era implacable.
En la iglesia vivía cómodamente con el sacristán y con un cuidador que se encargaba de la cocina y de la limpieza. Cada uno tenía un cuartito. Disfrutaban de una cocina amplia con una despensa bien surtida y un baño que compartían entre los tres.
El miércoles, el sacristán tuvo que viajar a Ypacaraí para asistir a un retiro espiritual. Volvería el lunes.
El sábado temprano, el cuidador recibió la visita de su hermana diciéndole que su madre estaba muy enferma y quería verlo.-Andá nomás-le había dicho el Pa’i.
Como estaba solo en la iglesia, se preparó un cocido con leche y se encerró temprano en la pieza. Se quitó la sotana y se acomodó plácidamente en el sillón de mimbre. Debía escribir el sermón del día siguiente. Mientras sorbía el cocido, escuchó aullar a los perros. ¡Y recordó!
El corazón comenzó a latirle con fuerza. El miedo se apoderó de sus sentidos, tomó un cuchillo, se encomendó con fervor a Dios y con un impulso sobrehumano corrió hacia la puerta principal y la abrió de un solo golpe.
La calle se encontraba desierta y frente a la puerta de la iglesia yacía un hombre moribundo, tirado boca abajo, sin camisa y sin zapatos. Un mechón de pelo blanco parecía haber sido arrancado con fuerza de su cabeza y el cuero cabelludo asomaba blanquecino y pastoso.
El Pa’i sintió que el suelo comenzaba a girar. En un instante, un torbellino de recuerdos agitó su mente. El pasado y el presente se confundían en imágenes que llegaban como fogonazos cegadores: Cabral, Fretes, el desconocido, el monte, la picada, la iglesia, el traslado…Todo el pasado desfiló nítidamente en un instante que se volvió infinito. De pronto sintió que alguien le arrancaba el cuchillo de las manos. Y en ese instante lo comprendió todo.-Es el mensajero-pensó-. Luego vio la oscuridad.
A la mañana siguiente bien temprano, cuando llegaron los primeros fieles para la misa de las seis encontraron al Pa’i tendido frente a la puerta de la iglesia. Boca abajo, sin camisa y sin zapatos. En el dorso aún sangrante, el diseño de un símbolo arcano y misterioso infundía cierto temor y desconcierto.
El médico diagnosticó: “Muerte por infarto”. Los preguntones e incrédulos quedamos con la duda…aunque pensándolo bien, cuando lo sobrenatural irrumpe en la vida real… todo es posible. Absolutamente todo.
Registro facilitado por la autora
Octubre 2012
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