LA PRISIÓN SECRETA.
Novela de PINDY BENÍTEZ.
Editorial SERVILIBRO.
Dirección Editorial: VIDALIA SÁNCHEZ.
Asunción – Paraguay
2011 (Tercera Edición – 289 páginas)
LA PRISIÓN SECRETA
PINDY BENÍTEZ
Barcelona, 15 de abril de 1931
¡Ferrán Puig tenía que ser! -se dijo como renegando de sí mismo por el estado en que volvía el hombre rubio y de talante imprecisable. Era un joven de cabello ligeramente encrespado de entre veinte, veinticinco años. Entró trastabillándose a través del estrecho y prolongado corredor haciendo lo imposible para evitar ser oído por alguien más de la familia. El calor húmedo provocado por la innecesaria fogata en la chimenea era traído por una ola de aire comprimido que peinó su fino rostro al abrirse de golpe la puerta. La estrechez del pasillo pareciera estar de su parte. A duras penas podía sostenerse en pie y se ladeaba de pared a pared. Tenía la frente ensangrentada y el cuerpo lleno de magulladuras. Pero muy a pesar suyo, Estel, la criada de la casa, más ávida que nunca observaba todo su accionar y, al percatarse del estado en que venía el joven, exclamó en silencio: «¡Santo Cielo! ¡Pero qué es lo que le ha pasado a este prójimo! Esto parece serio», farfulló y le invadía un pavor carente de toda formulación. Empezó a respirar angustiosamente abrumada por el desconcierto. En eso, aleteó de repente una de las hojas de la puerta al tiempo de crujir la bisagra ligeramente y todo se hacía patente. La puerta del cuarto de servicio apenas abierta ahora, estaba al final del corredor de cara a la entrada. Ferrán advirtió de soslayo una mirada furtiva antes de perderse en el interior del cuarto. «Esa figura no puede ser de otra que la de Estel», rezongó ya en su soledad.
Estel era una niña de ojos verdes como malva en primavera, tenía el sueño más sensible que una ardilla. Solía justificar: «Yo por el cansancio duermo tan profundo al principio que luego me despierto fácilmente». Con sus trece años sacaba la casa adelante y nunca desfallecía. «Ella representa mis brazos y mis pies que con estas gorduras soy más lenta que una tortuga», decía Almudena, su señora. Ferrán se atrevió a imaginar lo que podía estar pensado Estel, la conocía de sobra. «Con esa cara de gata amedrentada que pone, quién sabe qué plan estará fraguando para su cotilleo», masculló. Ella también murmuraba para sí: «¿En qué lio se habrá metido? Que yo sepa el joven Ferrán no es borracho y menos aún es pendenciero». Y Ferrán por su parte, seguía musitando para sí, quizás como un especie de ingenio para desviar el dolor atroz que le bañaba todo el cuerpo: «Qué es lo que se preguntará esa mocosa en este momento: ¿Será que debo meter las narices en donde no me llaman?», la emulaba fingiendo la voz de una ancianita. «Siempre suele decir eso cuando ya está metida hasta los codos en lo que no le incumbe», renegaba. Pero qué más podía objetar él de la presencia de la niña en la casa, si fue él mismo quien había influenciado en los padres para que la recogieran, cuando ésta se había encontrado sola y abandonada en la calle por sus propios tíos, los nunca manifestados suegros suyos, los Sandoval. (Felipe Sandoval era un ex camarada político de Andreu Puig, su padre, cuya amistad en los últimos años se había convertido en acérrimo detractor). Es cierto que él se había compadecido por la niña, porque un poco se sentía culpable de su desventura. Una vez que adoptaron a Ana María, así era su verdadero nombre, muy pronto la relación del señorito con la criada se convirtió en constante conflicto, por convertirse en la espía que lo acosaba en todo momento e iba con la información tergiversada a la novia, que en realidad es prima de ella. Ferrán desde que llegó Estel, no había podido tener ninguna amiga, esto incluía también estudiar en casas de compañeras como hacían los demás. Estel siempre exageraba con la información para levantar el celo de la prima, esto siempre según Ferrán. «Ella no lo hace con maldad, sino por pura vocación comunicativa», solía defenderla Almudena, la madre de él. No importaba si la información fuera fidedigna o no, Agnés, mujer honrada y comedida, abierta a veces y retraída siempre, se la creía todo a la prima y por cuya consecuencia le castigaba a Ferrán a pan y agua del amor, y por tales motivos pasaba malos ratos en esos de las cosillas de enamorados. Agnés, en esos casos de celos, ¿infundados?, solía tenerle incomunicado, a veces hasta varios días. Sin embargo él no podía hacer mucho por remediar el conflicto en esas situaciones porque tenía vedada la entrada a la casa de la novia. «Seguro que la Estel ya nuevamente ha llegado con algún chisme», se solía quejar entonces. No era para menos, porque aquellos pequeños rifirrafes ya venían a sumarse como la gota del colmo en su desvaído ánimo, considerando que en la relación de ambos ya había una férrea oposición de los que en una relación normal se llamarían suegros.
Ferrán Puig era un hombre de porte pequeño y recta nariz, aparentaba ser debilucho, pero a la vez era dinámico. Una vez ya en la cama, se buscó la mejor posición al apaleado cuerpo. Con cada movimiento le ardían las heridas y como no encontraba ningún confort que le atenuaran, se incorporó de forma brusca buscando rebasar de esa manera la línea del dolor. Luego hurgó en una alacena de metal colgada en la esquina superior entre las dos paredes en busca de algún antiséptico. Más hacia el centro, había una estampa de una Virgen descalza y rostro de niña. Encontró una gruesa botellita de cuello fino y largo en la que apenas ya se veía un líquido oscuro e impreciso, quizás por años sin usar: «Debe ser mercurocromo o tintura de yodo», pensó. No obstante, aún sin estar seguro del contenido, miró de refilón a la Virgen y empezó á limpiar con eso las heridas, las más profundas, tenía dos tajos, uno en cada brazo. Lo hacía de la manera más rústica con un pequeño paño que lo fabricó sobre la marcha. Empezó a pasar con sumo cuidado el pedazo de trapo por la piel lesionada como los perros viejos se lamen sus heridas. Sin embargo, a pesar del cuidado que ponía, se reprimió un grito hereje debido al virulento picor causado por el extraño y oscuro líquido.
El botiquín había sido un kit completo de primeros auxilios, que años atrás lo introdujo en su cuarto, en aquellos años de la baja mocedad. Detestaba Ferrán ver aflorarse en la cara los abominables granitos, reflejo del ímpetu y vigor de la perturbadora transición, propio de los jóvenes. Sin embargo, parecía que llegó a encariñarse tanto con ellos que no cesaba de mimarlos, durante esas horas confusas de la pubertad, de aquellos febriles días en que se incubaban los primeros rasgos de rebeldía y que sólo el tiempo la serenaría. Eran épocas en que lo más se sentía solitario y como atrapado en una caverna. Entonces, no pasaba una noche sin acariciarlos con la misma paciencia de un empedernido pintor y lo hacía enfrente de aquel espejo de orla dorada y estrafalaria, el cual parecía dotado de vida propia, en donde indiferente a lo que ocurría en su exterior parecía buscar un perfil propio, un Ferrán hecho a su medida.
Finalmente, se acomodó boca arriba y meditativo. Parecía que ya había pasado lo peor, pensó en algunas frases que el Profesor Marchena había dicho en clase, sólo un día antes del 14 de abril. Nunca imaginó que aquellas presunciones estuvieran marcando en este momento un hito nuevo en su vida. «La familia española está dividida -decía el profesor Marchena . Una agitación apenas perceptible ya está a la vuelta de la esquina. Se vislumbra un cambio -insistía-, llegará tan vertiginosamente como suelen llegar los cambios indeseados, y lastimosamente todo vendrá de la mano de gente oxidada, será un cambio rebosado de un modelo perimido, que muchos creían ya superado. Pero sin embargo, esto no será un fin en sí mismo, sino un simple medio. Pronto después podríamos sumirnos en una batalla mucho más real que la demostrada en las urnas el domingo. Eso sí, no sabría decir si aquello ocurrirá mañana, pasado o en dos o más años. Lo más preocupante de todo esto es: que no habrá que zarpar hacia ningún lado en la búsqueda del enemigo, sino que todos conviven en la misma casa. Hay una dicotomía irreconciliable en todos los sectores de la nuestra sociedad. La primera embestida, apenas será una píldora retardatoria -presumía con pesimismo-. La solución definitiva ya no vendrá aferrándonos en los mismos escombros y mismos actores ya descreditados que han ambientado los escenarios políticos desde el 23 y aún mucho antes». Ferrán no entendía muy bien esos mensajes ni el porqué el profesor sostenía ese presagio muy nefasto, pero él lo respetaba por considerarlo suficientemente capaz desde ese privilegiado estatus, de sopesar con conciencia la posible turbulencia en la atmósfera social de la que hablaba. Ahora, en un sitial de pánico, pareciera darle la razón al profesor, porque suponía que la primera parte ya se estaba cumpliendo, es más, la estaba sintiendo en propia carne. Quién sabe si él no tenía idea, como se pensaría, de lo que el catedrático había hablado, si era hijo de un empedernido político, pero de esos políticos de poca monta, de esos vasallos serviles y humildes. Andreu Puig, su padre, también presagiaba algo parecido, pero con otro entusiasmo. Él, en cambio, casi siempre opinaba lo que sus compañeros caudillos le convencían. Andreu Puig, raramente tenía una opinión propia. Pero en cualquier caso sería harto difícil de precisar si lo que acababa de hacer el hijo, lo hizo por alguna especial convicción o influenciado por lo que el profesor azuzaba, o simplemente lo había hecho por ejercitar esa rebeldía juvenil. Quizás ni el propio Ferrán lo sabía, pero aun así cabía la posibilidad de que ninguno lo fuera, como así también en que la asociación de todos hayan sido factores detonantes. Ese día que el profesor se ensañaba vaticinando un sombrío futuro, Ferrán también se hacía su modesta pregunta a la par que el profesor hablaba. A los demás compañeros pareció no importarle mucho la clase que había divagado del tema de ese día. Sin embargo, él se preocupaba sobremanera. «Bueno -se decía-, en todo caso el tiempo será el encargado de dilucidar todo como siempre». Se tranquilizó entonces. Ya la noche del 14, actuó como si de la manera más inconsciente quisiera echarle leñas a tales hipótesis del profesor, como si no confiara al tiempo.
Ferrán Puig, un joven estudiante en la Universidad de Barcelona, hacía el segundo año de derecho. A cada minuto que pasaba se convencía más que la algarada de anoche ya era parte de la profecía del catedrático. Al parecer, las afirmaciones de éste le entraron mucho más de lo que él mismo podía imaginarse, lo había empapado como agua fortuita a una esponja seca y polvorienta. Absorbía todo como una duna a un aguacero y ni se había dado cuenta. De la manera más casual y sin motivos ni razón aparente se había dejado llevar por la inusitada horda, la cual acababa de convertir su cama en lecho de un aporreado. Quién sabría decir si lo que hizo fue en aras de espolear o defender lo que se venía. ¿O no será que sólo fue una excusa para convalidar y encarnar personalmente el mito o verdad que ha vivido el padre en la guerra de África? Si no fueron ningunos de esos, ¿entonces qué fue? De hecho, había un cúmulo de rebeldía anterior que se engendró en su espíritu desde hacía un tiempo y lo cual, sin duda, tuvo una cuota de causa. Ese cúmulo se llamaba Felipe Sandoval. Ferrán Puig creció en un ambiente de caciquismo y de reuniones, se nutría escuchando expresiones que proferían atributos irredimibles contra el que pensaba diferente. Hoy se defendía al Estado, mañana podía ser que se despotricara contra él. Así como podían hacer tocar la cima a sus propios amigos, también era posible que al siguiente día los mandaran a la
misma China. Escuchar incoherencia era algo que formaba parte de toda su vida, como si le hubieran asistido por el propio conducto del biberón. Ferrán, según la apariencia, no defendía ni condenaba a ningún grupo, parecía estar siempre inmune a la afición política del padre.
Entonces Estel, después de haber rumiado convenientemente todo lo que quedaba de la madrugada, para no caer nuevamente en el desacierto en que estaba acostumbrada y que en varias ocasiones le había ocasionado problemas con la gente, decidió llamar a la señorita Agnés y a partir de ahí ya todo tomaría un cauce normal, tendente a que todo el mundo se enterara del caso en casa.
- ¡Déu Sant! -escuchó exclamar a la madre en un lamento lejano, quién pronto azorada irrumpiría en el cuarto del joven-. ¿Qué te ha pasado, chico, acaso te ha pillado un tren? -dijo abrumada y respiraba fatigosamente la enorme mujer.
No me digas que te involucraste en la trifulca que están pasando ahora por la radio -intervino su padre sin sulfurarse en demasía.
Ferrán sólo pudo exhibir una mirada de sorpresa por la enorme rapidez con que se enteraron de su desliz, aunque no debiera conociendo a Estel.
- Esto pasa por la estúpida creencia que le has inculcado a tu hijo -dijo Almudena girando hacia Andreu con una mirada que rozaba el desprecio.
- ¡Hombre!, no tienes nada que reprocharme, el espíritu rebelde se trae en la sangre, hija -replicó, como siempre acorazado de su orgullo castrense.
Andreu Puig que había hecho una incursión durante la guerra de Marruecos cuando éste libraba su batalla desde Melilla para ocupar territorios como Abarrán, Sidi Drius y otros, cuyo diccionario sólo conocía de algunos sustantivos, tales como heroísmo, valor y patriotismo. Andreu Puig, a menudo se jactaba que mediante su proeza había escapado de aquello y que quizás mediante él se salvaron muchos compañeros, esto siempre según su versión. Almudena, quien en varias décadas de matrimonio, iba conociendo mejor al marido, no siempre le creía del todo a diferencia del niño Ferrán, que se alimentaba de los relatos de hazañas del padre, y solía ella burlarse de él cuando exageraba exhibiendo su galantería al hablar de la lucha armada. «Tú no eres capaz de matar ni siquiera un ratoncillo, Andreu», le decía enfrente de sus amigos.
- ¡Anda! Como sigáis así, pronto sabréis la consecuencia. Mirad lo que habéis logrado. Esto no es derroche de rebeldía, sino ser vapuleado por la insensatez.
Almudena se calló por un instante y se fijó más entonada a las heridas ya limpiadas a medias y, sin embargo, enseguida reaccionó:
- ¡Madre mía, Andreu, hay que llevarlo de inmediato a un ambulatorio!
No madre, ya pasó todo -la tranquilizó el hijo. Quizás temía ser detenido por la fuerza pública si ahora salía a la calle.
Almudena siempre propensa a exagerar las cosas.
- ¿Pero qué hiciste por las heridas, te has puesto tintura de yodo? -gritó con ojos alucinados. ¡Ay Dios! Debiste despertarme, Ferrán, el yodo prolonga el tiempo de las heridas y deja cicatrices.
- ¡Que va, mamá! sólo son algunos rasguños superficiales. No quería que os enterarais y menos aún Agnés.
- ¿Qué? ¿Acaso no fuiste tú quien la avisó? -dijo asombrada-. Ella fue la que nos llamó.
Entonces, ahí confirmaba su sospecha. «No hay duda que Estel ya nuevamente en sus andanzas -pensó-. ¡Claro! Ella jamás se perdería una ocasión como esta».
Estel parada ahí como una niña caprichosa y contorsionándose el cuerpo, dijo:
- Es que yo..., es que yo -silabeaba-, se lo vi muy mal, señorito, y creí que era lo mejor avisar a la señorita Agnés, su elegante novia se defendía con esa voz de inocencia fingida que, sin embargo, le delataba lo contrario.
- Una vez más, Estel -rugió él furioso-, que se meta en la vida de los demás..., se la mando a la calle, ya me tiene cansado con su constantes cotilleos, ¿lo oyó?
- Vale, vale. Nada es tan grave -apaciguaba Andreu, cuyo temperamento era más tranquilo que agua en un pozo. Casi nada le solía inquietar en exceso-. Ahora me pregunto: ¿Cómo se arreglará la pobre Agnés si su familia se entera que la llamaron de aquí? -decía Andreu y nadie le hacía caso.
Luego, ya cerca de las nueve de la mañana, Agnés Sandoval venía llegando con rostro de asombro ante las incrédulas miradas de todos. «Gracias, Estel», dijo al traspasar el umbral como si perforara con los tacones los rústicos baldosones.
Agnés, esbelta mujer y labios de mandarina, capaz de aventar con su figura hasta el mal tiempo, se vestía siempre con sus mejores galas, aunque como una beata. Vivía en constante tiranía. Aun así, aquello no disminuía para nada su singular belleza con la que fue bendecida por la naturaleza, y quizás no era consciente de la opresión en que vivía, como solía decir Ferrán. Hoy, como siempre, llevaba puesto un vestido largo con lentejuelas exageradas y sin faltar la toquilla de lana sobre sus hombros. En la parte de abajo el vestido era como un pastel de tres plantas. En la cabeza siempre lo tenía encasquetado el infaltable gorro de plato negro que a través del cual se deslizaban los salvajes crines de un fino negro que completaba la singular estampa de una dama obligada a vivir retrasada a su propio tiempo.
- Agnés, cariño. ¿Cómo puedes arriesgarte de esta manera? -se quejó Almudena. No está tan grave él. Por suerte sólo fueron rasguños sin importancia.
- Gracias Almudena por preocuparte de mí. .., estaré bien -dijo en tono recelosa. Aún no estaba del todo convencida que de verdad los Puig le hayan abierto sus corazones últimamente.
- Déjanos solos, mamá -pidió el accidentado como si fuera a dar su última confesión.
Ambos se retiraron del cuarto aunque Andreu lo hacía un poco reacio. Ella se dirigió a la cocina y el otro a su estudio.
- ¿Qué ha pasado Ferrán, qué son esas heridas? - indagó la novia sin salir de su asombro.
- Hola cariño. No fue nada. Verte a ti es la mejor medicina -dijo con el afán de desviar el tema.
- ¡Pero... vamos, hijo! No me has dicho nada, cuéntame algo que estoy aterrada. Tendré que volver pronto a casa, ¿sabes lo que te digo?
A Ferrán le tomó por sorpresa la llegada inesperada de la novia, no tenía ningún libreto preparado para la pregunta. Agnés parecía impaciente, bailaba los dedos con un ritmo cadencioso por la mesilla en donde acallaba sus codos esperando la respuesta que le tranquilizara. Difícil sería precisar si tal actitud se debía al susto que le causó la noticia o era por haber escapado de casa.
- ¿Por qué te callas Ferrán? -insistió-. Dime por lo menos algo.
Cómo podía él decirle que la noche anterior había cometido una torpeza al haberse sumado a una turba enloquecida al más puro estilo de un adolescente, y sabe Dios inducida con qué tipo de propósito iban marchando esas personas, quizás tan confundidos como él. No podía decirle que desde una plaza se les había unido y que juntos acudieron a la Cárcel Modelo a eso de las siete de la noche, y que liberaron a todos los presos. Desde presos políticos hasta ciudadanos comunes y que durante la tropelía los policía sólo les miraron con indiferencia como formando parte de la misma orquesta que se montaba a esa hora de la noche. No podría contarle la verdad y tampoco se le ocurría inventar otra historia en ese instante de presión, una historia medianamente creíble, pero algo tenía que decir. Por otro lado, la posición firme de Agnés le causaba un desconcierto, porque la desconocía con esa faceta. Siempre le tenía acostumbrado con su sumisión y pasividad, pero en el fondo, quizás, le gustó esa postura de coraje que exhibía ahora, la de mujer autosuficiente que de buenas a primeras adoptaba. Parecía dispuesta a concluir lo que se propone y a defender sus intereses y su territorio como cualquier persona. «Ya es insostenible la presión que ejerce sobre ella el dictador de su padre... ¡Canalla!», farfullaba para sí. Y volviendo a lo anterior, caviló un tanto, parecía que nadie podía sacarle de su mutismo, pero al final recapacitó y decidió contarle la verdad, y nada más que la verdad, porque no quisiera que ella perdiera la confianza en él. Había habido un silencio mortuorio en el cuarto durante unos instantes eternos y al cabo del cual dijo:
- Está bien. Me uní anoche a los obreros que salieron de sus fábricas de los barrios de las orillas y nos dirigimos hacia un lugar que yo no sabía ni tampoco me interesó preguntar. Sólo los seguí y terminamos avasallando la Cárcel Modelo.
- Virgen María Santísima. ¿Estáis locos? ¿Qué pensabais que hacíais con eso? Ya me enteré algo de eso. Papá estaba escuchando en la radio anoche -decía y empezó a dar algunos gimoteos que pronto superó-. Bien pudiste ser tú... podías ser tú.
- Podía ser yo qué, Agnés. Sé más clara.
- Decía la radio que un joven murió anoche. Intentaron asaltar una delegación dé policía.
- Lo siento Agnés, no sé qué me ha pasado ... Me he estado preguntando toda la madrugada la misma cosa. Quizás fue una manifestación inconsciente de algún otro deseo, yo qué sé. Lo que sí sé es que me producía algo especial, parecía que todos volábamos en vez de andar.
- ¿Qué dices? ¡Qué otro deseo ni que volaban! No merece la pena, Ferrán, a las autoridades hay que obedecer y nada más.
- ¡Claro! -exclamó alzando de tono-. Eso es lo que te ha inculcado tu padre o, mejor dicho, tu amo - replicaba en un tono más encendido aún-. Parece que no te enteras de nada, ya no hay autoridad, la autoridad es la Segunda República. Ve y díselo eso a tu padre.
Ferrán, de repente actuaba como si le interesara la política, desconcertando hasta a la propia Agnés. Él, después de que había llegado a la mocedad, casi siempre se definía como una persona equilibrada en cuanto a los vientos políticos, pero parecía, sin embargo, que con tal de contrariar a la familia de ella, era capaz de simpatizar con cualquier partido dentro de la jerga política española opuesto al gusto de Felipe Sandoval. Grande era el odio que les habían inculcado sus familias una contra la otra, y ahora que la figura de Felipe Sandoval se ha erigido en un obstáculo de obsesión por pretender ahuyentarle de la vida de su hija, la situación se ha tensado más todavía en su interior, pero paradójicamente, esos odios de ida y vuelta, con el tiempo, comenzarían a fusionarse en los dos tórtolos dando un resultado totalmente contrario. Todo empezaría a partir de ese encuentro fortuito en la biblioteca de la facultad, para encarnar el puro antítesis a los deseos familiares aunque la familia de él había aflojado un tanto de un tiempo a esa parte.
- ¡Ferrán! No ofendas a mi padre. Nosotros no vamos a discutir de política, sería en vano.
- Perdóname Agnés, me dejé llevar.
No pasa nada. Aquí lo más importante debe ser que nos queremos, aunque nuestras familias se opongan.
- Tus padres, dilo mejor. Se avivaba de nuevo la discusión-. Mis padres te adoran. Una lástima que tú no puedes decir lo mismo.
- Vale, vale, Ferrán -dijo Agnés como queriendo encauzar una conversación más decente-. Yo no pretendo ser una Julieta ni que tú seas un Romeo. Ni somos Montesco ni Capuleto. Nosotros somos sólo dos seres reales que luchamos y lucharemos por nuestro amor a despecho de todos, ¿vale?
Vale, vale...Yo no soy tan guapo como para creerme un Romeo; ¿a qué no?
- De eso no te quepa la menor duda, vida. Eres eso, Romeo, Calixto y muchos otros guapos.
El día anterior a la desgracia de Ferrán, sobre la ciudad de Barcelona había amanecido un manto jubiloso que rozaba el frenesí. La gente parecía percibir ese implícito manifiesto en la atmósfera y eso se extendía en los rostros de cada viandante. Pero aun así, el aire dejaba traslucir un color confuso entre la incertidumbre y lo sensato. El joven Ferrán se había envuelto en ese mismo espíritu que ceñía a los demás y salió de la casa por la mañana a hacer una ronda por el centro de la ciudad. Tal parecía que era llevado por el mismo deseo indiscernible que arrastraba a todos, tan irreal como casual. El perfil de la gente dejaba reflejar un talante irrefrenable como anheloso, como si quisieran salir de algún remoto cascarón que los tuvo enfrascados hasta hoy y así huir en pos de una gloria tan primigenia como fugaz. El sol se asomaba como un ícono de fantasía y esbozaba un rostro austero, como si también se rebelara a ser opacado por ninguna otra advenediza circunstancia. Ferrán desprendió con brusquedad los botones de la chaqueta y se deslizaba con pasos menudos, tal cual era su cuerpo, por la calle Princesa, luego se detuvo indeciso. Realmente no tenía ningún itinerario establecido, sólo seguía a una ciega ansia, actuaba como si quisiera escapar del mundo que en el momento no sentía suyo, huir de ese entorno que no le permitía encontrarse a sí mismo, quería ser más él, pero ¿cómo lograrlo? Al aproximarse a la Plaza de Cataluña, permaneció parado un buen rato en la ronda de Sant Pere, observaba el bullicio distante de la gente en dicha plaza. Era posible que todo lo que veía desde su ángulo fuera un cuadro objetivo o quizás era mero fruto de su propia juvenil angustia. En ambos casos, precisarla sería difícil en ese instante. Pronto una brisa obsesiva y servil parecía diluir el tumulto, como si lo esparciera a propósito por la atmosfera que fulguraba. Entonces, el joven continuó su marcha un buen tramo hasta abordar de nuevo la Vía Laietana para volverse a casa. Quizás, al final, sin haber saciado la avidez de su espíritu. «Volveré por la tarde», se dijo. Parecía ligeramente nervioso, pero no advertía señales extrañas ni siniestras como vaticinara el profesor. Sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa cuyo faldón flameaba por el leve viento que cruzaba en ese instante la vía. Dio dos profundas caladas y echó a andar sobre sus mismos pasos.
Si se quisieran aventurar los motivos de aquella colectiva ansiedad que corría por las venas de Barcelona y a la vez reflejada en Ferrán, quizás todos serían inexactos en el momento, aún si se tomaran en cuenta ciertos antecedentes que se suscitaron sólo meses previos a la escena que se vivía, tales como el ajusticiamiento de dos oficiales del ejército como resultado de una intentona golpista que llevaron a cabo en Huesca, a los que se sumaba la detención y posterior liberación de los firmantes del Pacto de San Sebastián. La gente aguzaba los oídos hacia otros sectores de la sociedad española en diferentes provincias. Como manada de ovejas salían molestándose de los quioscos con un periódico bajo el brazo. En los bares o restaurantes, los clientes ansiosos pedían sintonizar radios emisoras para oír noticias de Madrid, Zaragoza, o Asturias. Cuando la mañana se iba diluyendo inexorablemente, una pasionaria exaltación se hacía patente en los rostros civiles en las calles de la capital catalana. Una banda de jóvenes se agrupaba y caminaban con pasos mezclados de sosiego y parsimonia que luego han de ir transformándose en un tono mucho más explícito. Los transeúntes se deslizaban como presagiando una lluvia inminente que sedujera a la historia, un temporal quizás. Tampoco sería predecible qué tipo de lluvia habría de ser porque no vendría de arriba. Esta turba de gente, aunque moderada, tomaba paulatinamente las calles. Luego un centenar más y en racimos separados permanecía por unos instantes en la Rambla de Canaletas, como si dudaran qué destino coger. Al cabo de un rato, ya embocaban hacia el Llano de Boquería en donde tropezaron con unos uniformados. Entonces, prefirieron recular momentáneamente. Minutos más tarde volvía un porfiado grupo de entre ellos, pero no sin ir aumentando la cantidad de adherentes a medida que abordaba de nuevo la misma calle donde ya estuviera hacía sólo un instante.
Después de que Agnés hubo marchado, al menos era lo que Almudena pensó, entró de súbito y en pose de ataque al cuarto de estudio de Andreu, que era como un taller en donde recibía a sus camaradas para fabricar frases políticas, y enseguida dejó oír sus disgustos más que nunca. Al parecer, lo culpaba por la manifiesta irresponsabilidad que acababa de llevar a cabo el hijo. Le sacaba en cara la constante, perniciosa y hostiles prédicas que hacía enfrente de los inofensivos oídos de un niño. Ferrán, desde su cama escuchaba la discusión como si una fina brisa que recalando entre las paredes hiciera colar el lánguido rumor del disgusto de la madre. Agnés fingía mirar una revista. Se sintió tan culpable y condenado por ser el artífice de la discusión, nunca había ocasionado un disgusto de tal magnitud a los padres. Si no le gustaba escuchar las discusiones normales entre la pareja, ahora esto mucho menos, porque esta desgracia, premeditada o no, la había causado él. «Yo ya sabía que iba a haber problemas -se decía en un cabreado monologo-, porque esa mirada de mamá cuando entró en mi habitación se podía traducir en mil palabras».
Seguía la discusión y cada vez el eco llegaba más claro hasta él. Después de algunos intercambios de palabras irreproducibles, pasaron a la cocina, ahí se calmó más el ánimo y el altercado fue adoptando un tinte más político que familiar.
- ¿Por qué me miras de esa manera, mujer? - reclamó Andreu por la mirada inquisidora de Almudena que le atravesaba todo el cuerpo-. ¿Qué he hecho ahora? Lo que le fuera a pasar a Ferrán no será siempre culpa mía. Además, ni sabemos lo que le haya acontecido.
- No pasa nada. Y sí..., quizás tengas razón. No siempre los errores cometidos por los hijos son por culpa de los padres. Yo sólo me estaba poniendo en el lugar de la familia de aquellos dos oficiales del ejército que perdieron sus vidas sin ton ni son en la guarnición de Jaca. Debe de haber sido por una irreflexión de sus superiores.
- No seas tonta, Almudena; primero: ellos no desperdiciaron sus vidas. El capitán Galán y el teniente García Hernández se están convirtiendo en mártires con cada día que pasa el tiempo al haber muerto por una convicción de hierro que debería todo soldado imitar, eso debería ser el sueño del ejército español. Y segundo, mediante acciones como esa, la llegada de una nueva República ya es inminente o, mejor dicho, ya es una realidad. El pueblo ya ha demostrado su descontento ante las urnas. Quizá también era el destino de ellos, porque hay rumores que dicen que adelantaron tres días la insurrección. Nadie muere en su víspera Almudena -defendió Andreu.
- ¡Ah sí! -arremetía de nuevo Almudena-.Te referirás a aquellos camaradas tuyos con quienes juntos huyeron como ratas en Marruecos, ¿no? Yo también te digo dos cosas: Uno: ¿Quieres convertir a nuestro hijo en otro estúpido mártir? Y segundo: qué importa que sea el rey o la supuesta República el que gobierne si siempre las cosas terminan igual. Si tú no te metes en cosas que no te incumben, no tendrás problemas, eso tenlo por seguro, y te digo una tercera opinión: ¿Tú llamas vencedores a los antimonárquicos siendo cuadruplicada la cantidad de concejales pro-monárquicos en el país?
- ¡Hombre!, me sorprende cuánto sabes de política abominándola al mismo tiempo. Pero una cosa: El espíritu republicanizado ha copado las ciudades grandes, que en última instancia es lo que marcará las pautas. Ah, y otra cosa: Es cierto que huimos como ratas en Marruecos; pero aquello fue sólo la materialización de algo que se veía venir. Qué se podía esperar de unos simples soldados de reemplazo, y que eran no pocos y que carecían totalmente del espíritu de pertenencia en la empresa militar, que sólo soñaban con volver a casa. La guerra también debe ser, en cierta manera, una vocación.
- Claro, si casi toda mi vida la pasé escuchándote discrepar por algo o con alguien, algo ya debo saber de política. En cuanto a los baratos argumentos que dijiste, tú no eras un soldado de reemplazo -replicaba sin compasión.
Almudena había participado tanto en reuniones con Andreu por lo cual parecía que ya educó el oído que al hilar las conversaciones no dejaba nada suelto al interlocutor.
- No. No lo era, pero ocurría algo peor -dijo en un tono apenado que sorprendería a su mujer-. Yo era un simple topógrafo que se dejó llevar por los amigos.
Almudena dejó caer sobre la encimera de la cocina el cuchillo y una patata que estaba pelando y le penetró con una mirada que rozaba el desprecio.
- Claro que yo ya olía algo de eso. Sólo un cobarde sabría ocultarse tanto tiempo detrás de semejante mentira. ¡A ver! ¿Y aquello de lo héroe de dónde lo sacaste para engañar al niño por tantos años?
Andreu preferiría estar a miles de kilómetros antes que afrontar el acoso aniquilador de la mujer para lo que no tenía respuestas algunas. Él también había estado haciéndose la misma pregunta todos estos tiempos. Se desplazaba de puro nervio hasta la puerta y de manera brusca volvía a su sitio una y otra vez.
- Seré sincero algún día con él -zanjó finalmente-. No puedo desilusionarlo ahora que aún se está formando para lo que será mañana. Siempre quise que fuera un hombre sobrio y no un enclenque como yo.
- ¿Eso es lo que tú crees, que él sigue siendo un crío? Si ya ha cumplido los veinte.
Andreu se sentía sin escape.
- Almudena, hasta la Iglesia dice que la monarquía nació cuando el pueblo se estaba desviando de Dios y que todo surgió por envidia a los paganos -dijo volviendo al tema anterior.
Almudena, esta vez, se dejó llevar por el giro inesperado como la más ingenua de las dientas en política.
- ¿Ah sí? ¿Entonces por qué andan de la mano?
- Quizá por mantener en armonía al pueblo, ¿yo qué sé?
- Es lo que yo pensaba, qué sabes tú de todos esos embrollos, tu hermano es el cura y no tú. - A ver..., dime Andreu, ¿cuál es tu verdadera identidad ideológica?, la pura verdad es que yo nunca logré descifrarla.
- ¿Qué dices, mujer?, mi posición siempre ha sido muy clara y ahora más que nunca, te lo aclaro de nuevo, no soy partidario definitivamente de la monarquía.
- ¿Acaso no eras acérrimo de Primo de Rivera cuando te arrastrabas detrás de ese Felipe Sandoval?
- Es verdad, pero al general lo seguimos sólo un trecho. ¿Qué tiene que ver eso ahora? Además con Felipe rompimos mucho antes.
- Tiene que ver con lo que estoy preguntando. Ese acomodadizo militar no era otra cosa que un vasallo más de la corona. Seguramente eres el único que no te enteraste.
- ¿Pero por qué lo deduces de esa manera, mujer?
- Porque los resultados quedaron a la vista de todos. Seguramente urdieron juntos la dictadura al no haber otra salida mejor para los monárquicos. Mi intuición me dice que Primo de Rivera le convenía mucho más a Alfonso XIII que el general Francisco Aguilera, por decir un ejemplo.
- Eso fue en otro escenario, ahora todos mirarnos con una visión social y republicana.
- Puede que sea así, pero te recuerdo que la visión a la que te refieres pertenece a los mismos cuerpos y cabezas.
Andreu Puig estaba acostumbrado a los tonos fuertes. Esa inculpa con tono desbordado de la mujer para él era como un mero cosquilleo, al contrario, parecía le estimulaba una sonrisa. Sabía que al cabo de unos minutos, el pasajero enfado terminaría, quizás, en una suculenta paella o, tal vez, en un guisado de patatas, que en realidad era lo que el clima actual ameritaba.
Todos aquellos obstinados percances ocurrían en el seno de la calle Princesa, donde todavía vivirían los Puig cuando estalle la guerra. Era una arteria mansa y tranquila que alojaba el piso tercero F y de cuyos alféizares solían estar colgados dos tiestos de geranios muy a la vista de los viandantes, aunque a veces esbeltos y otros desvaídos, nunca se amilanaban. Éstos eran protegidos con dos techitos entejados y se erigían en la referencia obligada para llegar a la casa de los Puig. Por la época en que Ferrán era un chavalín, aquella era una calle plana y casi estrecha que parpadeaba bajo la menguada y amarillenta luz de las farolas eternas, cuyas aceras carecían de bordillos dando vía libre a las aguas diáfanas y tornadizas que caían a turbiones en los inviernos rigurosos, acosando a transeúntes si acaso los sorprendían. Ferrán, apenas era un chico de diez u once años. Aquella calle en sus ojos no era más que una senda encerrada por dos hileras de abúlicos edificios, en su mayoría de cuatro a cinco plantas, de moles enjutas y ennegrecidas y cuyo aire fluía acre y hastiado. Pero sería injusto negar que el niño, de vez en cuando, le concedía el beneficio de ser una calle de pose elegante, todo dependiendo de si era de noche o de día. Todos esos atributos de los que el niño pintaba el vecindario, se convertían en ventajas para alimentar su mente de fantasía; y en otras, en escollos que azuzaban su miedo. El niño Ferrán, no perdía tiempo para explorar discreto y meticulosamente desde la estrecha ventana del aposento infantil, todo en cuanto se movía o se veía erguido en esa calle oscura y de vano asombro. Ferrán percibía aquello como si mirara a través de un velo vago y arcano, como si el callejón escondiera algún secreto que ya hubiera prescrito en tiempos inmemoriales. Miraba anonadado cómo los vecinos volvían con pasos exhaustos a sus casas buscando un sosiego que según él no lo encontrarían cuando llegaran. Él lo veía todo desde una particular óptica. Comparaba con el latido de su corazón el andar apurado y obsesivo de la gente que se desplazaba calle abajo o calle arriba, como afanado por llegar a una perentoria guarida, lo más rápido posible y despertarse mañana ya al amparo del sol. A él le parecía que la gente también tenía miedo igual que él. Miraba a escondidas tras la silueta de su propio yo, lo cual era casi otro ser, como si tratara de ese modo abortar ese agudo y sombrío respeto que guardaba a las tinieblas y que al mismo tiempo parecía gozar de sus azotes. En principio, cuando recién acaece la noche, no solía sentir ningún ligero temblor, al contrario, tal parecía que la desafiara, pero luego, cuando ya había ido a la cama y promediaba la media noche, después de haber probado un pequeño sorbo del sueño, la oscuridad se le volvía aviesa y, entonces, su fobia se despertaba con el mismo desvarío que él, o quizás de su otro yo, que era como un raro ser que convivía con él. Observaba agitado cómo la atmosfera oscura e insondable adquiría manchitas blancas y redondas que volaban por todos los rincones abigarrando su vista. Se sentía estar acompañado sin estarlo. Eran noches, en las que pensaba que quizás detrás de aquella maraña de edificios estarían escondidos los monstruos de sus pesadillas, que luego llegaban cuando él durmiera y una vez pasada la media noche pululaban disfrazados en aquellos fantasmas gelatinosos, amorfos e impenitentes, que más de una noche motivaban los disgustos nocturnos a sus padres cuando acudía a medio despertar rozando con sus manos de pingüino la piel adormilada de papá o de mamá. «No puedo dormir, no sé por qué», justificaba su pueril acción aferrándose a la cabecera de la cama. Mamá que tenía el sueño breve como el de un armadillo, era la primera en tranquilizarlo: «No temas, hijo, ya pronto amanecerá. Mamá se acostará contigo», decía, y así lo hacía. Enseguida prendía la lamparilla de lumbre temblorosa y nunca le dejaba hasta que penetrara a lo más profundo de la travesía del sueño. Papá, que en menos ocasiones lo auxiliaba, la mayoría de las veces fingía no sentir, quizás para quebrantar menos el dulce sueño de aquellas horas. Pero no obstante, aquellos han quedado para la historia. Ahora es un caballero apuesto y dispuesto a desafiar a la más azarosa de las circunstancias. No importaría si fueran los mismos monstruos de sus visiones infantiles.
Ferrán se volvió pensativo por unos instantes y lo mismo pasó con Agnés, como si ella también fuera arrastrada por el mismo pensamiento del amado. Entró a escarbar en el baúl de los recuerdos. No cesaba de mirarla y lentamente era llevado por la evocación de aquel día en la biblioteca de la Facultad de Derecho en la Universidad de Barcelona, en donde ella cursaba el primer año de la misma carrera. Ese día ella había llegado vestida un tanto sensual e inusual comparado con los demás días. Lucía como una imagen ilusoria y recién esculpida por algunas deidades, como si lo hiciera a propósito. Los cables de la cordura de pronto se le volvieron irascibles a Ferrán, al ser guiado por ese deseo de romper el velo de capricho que había sido impuesta por los padres. Surgían de sus alientos algo así como una rara empatía que los azuzaba a la rebelión. La timidez de Ferrán parecía diluida en parte por el perfume fragante y gentil que emanaba la lozana doncella. Es más, la pinta inusual de Agnés hasta podría tildarse de escandalosa ante la murmuración cotidiana de la gente conocida. Ferrán no se explicaba cómo había podido escaparse del yugo del dictador vestida con esa cinemática ensoñación. Parecía un pétalo alimentado por una divina savia. «Quizás ha salido de viaje el padre», fue lo único que pensó entonces, anonadado, porque semejante sublevación ante la absurda patraña que guiaba la vida del progenitor, esto sería un malhadado sacrilegio. Aquella blusa blanca perla tenía el cuello ligeramente escotado y acababa con una casi sucinta falda gris. Ambos ya no podían seguir ciñéndose a los infundados o no caprichos paternos. De cuerpo les habían podido separar, pero en lo tocante a sus corazones, nunca nada había logrado desplazar aquel amor temprano que nació por partida doble desde el quinto grado de la escuela elemental, y eso que ... ni habían dejado todavía a un costado los juegos a los camiones, soldaditos o a las muñecas. Habían sabido sobrellevar los gustos amargos de un amor prohibido hasta ese día, habían sabido esperar por el momento oportuno abrigado en la simple esperanza de: si somos el uno para el otro ya vendrán tiempos mejores. ¿Quién siguió a quién ese día hasta la biblioteca?, habría sido imposible saber. ¿Qué fuerza oculta les guió hasta ese sitio casual?, tampoco era posible aventurar. Lo cierto era que los dos asistían a la misma universidad y misma carrera, pero en aulas diferentes. Y tampoco menos cierto era que ambos, ni siquiera cruzaban miradas hasta ese fortuito día, esto en el caso que fuera fortuito. ¿Cuáles serían las razones de esa conducta en cuanto al último? Ahí quizás entraba a tallar el código de respeto y obediencia que profesaban a los padres cada uno por su lado. Pero en el reverso de la medalla, aún no volteada, había otra cosa, hasta ese valor tan sublime tiene su límite cuando arrecia la terrible chispa del amor. Ese día de pronto él sintió un palpitar especial, como un irresistible imán a sus espaldas en el estrecho andén que permitía los dos estantes de libros. Era como si de repente se destapara un cofre secreto en sus entrañas en donde estaba protegido un potencial y delirante sueño. Se sentían atraídos y repelidos al mismo tiempo. Ella revolvía y reponía vez tras vez los libros en todas las líneas de la vitrina y respiraba un poco agitada, y él también hacía lo mismo. Pese a que el tiempo discurría de manera inexorable para ambos, sin embargo, al mismo tiempo parecía detenerse. Un regio aire transitaba por el espacio aventajado ante las frías miradas de unos cuadros inclinados por las paredes de un ámbar mudo y ambiguo. No encontraban acomodo en sus posiciones ni tampoco el libro perdido que cada uno buscaba. Por cada una de las diminutas cavidades de los poros brotaban unos impulsos indiscernibles. Ninguno osó pronunciar palabras, como si hablar fuera innecesario e inoportuno, ante un hecho que parecía más digno de ser interpretado por el corazón que por los oídos. Una fuerza interior les impulsaba a actuar de alguna manera, pero otro sentimiento inmensurable los detenía, quizás sólo eran reflejos de sus propias ansias. Luego cuando todas las excusas fueron agotadas, ambas miradas entraron en colisión por un momento y pronto fueron provocadas dos sonrisas, aunque vagas, ambos de tintes ladinos.
En ausencia de un veredicto justo, sólo cabía suponer entonces que, quizás, ambos llegaron ahí inducidos por una intriga primorosa que el mismo destino había tejido. Después de aquellas sonrisas, de nuevo todo adoptó la postura anterior. Ferrán observaba en secreto esa figura garba y salerosa amparado por la espalda que ella volvió a dar. «Esta tía está cada día más guapa -se dijo acogido por la indecisión-. ¡Ja! Mejor olvidarla, como aquella vez cuando nuestros padres riñeron. Seguro que ella me odia igual que su padre al mío», concluyó y sólo la miraba de refilón. Su mente estaba lejos de imaginarse lo que ella también pudiera pensar.
Ella lo observaba con una discreción imposible de percibirse, como sólo las mujeres saben hacerla, por esa intuición de gracia de la cual son poseedoras. Con el mínimo movimiento que hacía Ferrán, ella actuaba como si jamás hubiera hecho tal mirada. Tampoco quedaba rezagada en hilar su propia opinión a la par que Ferrán. «Este chaval está más atractivo cada día que pasa -se decía-. ¡Bah! Mejor olvidarlo, seguro que me odia, nunca más me hizo caso desde que nuestro padres riñeron», se resignó. Sus afanes de permanecer ahí hombro con hombro y con la palpitación desbordada, parecían no tener ninguna conexión con los textos que pretendían buscar.
La familia Sandoval vivía a unas calles de los Puig, pero era como si fuera una distancia sideral. Los contactos entre los chicos eran nulos desde aquel litigio familiar, a simple vista irreconciliable. Por lo niños que eran, no hubieran podido cambiar las actitudes de sus progenitores aunque quisieran, pero como en la vida nada ocurre por el simple azar, o por lo menos no todo, vendría luego el cambio. Desde aquel encontronazo en la biblioteca, descubrieron que ya eran más capaces de discernir muchas cosas, ya habían empezado a ver aquella maniobra de los padres como absurda e irracional. Quizás esa ocasión, en la biblioteca, espoleada por la simple casualidad, tampoco hubiera sido un aliciente válido por sí mismo para cambiar el rumbo de aquel designio de capricho, si es que no hubiera habido una historia de mutua e inocente simpatía, la cual fue el principio de lo que con el tiempo se convertiría en una cantera inacabable.
Sorpresivamente ella reaccionó, como si todo ese tiempo estuviera cavilando en un tema a tratar y que al no encontrarlo cogiera lo más práctico y dijo: «¿Recuerdas cuando fuimos en un tranvía a la matiné con la maestra del quinto para ver, The Kid, con el Chaplin ese?». Fue ella quien quebró el místico silencio. Él, que ya se creía madurito hasta ese momento, sin embargo, de pronto empezó a sentir un escalofrío y se le atoraba la lengua, quizás, por el prolongado mutismo en que había estado. Actuaba como un gallito que mete el pico bajo el ala, pero algo había que hacer. Entonces, acopió valor de donde no había y avanzó así: «Sí», contestó lo más escueto posible para ahorrar el aire. Su corazón galopaba. Ella sonrió muy levemente como complacida que se recordara. Y cómo olvidar la primera vez que pisó una sala de cine. En realidad había tenido más agallas aquella vez, que ahora, donde haciéndose el cómico molestaba a todos los compañeros y lograba abrirse camino entre las butacas en la densa oscuridad del pasillo hasta posicionarse al lado de Agnés. Se sentaban ahí como si nada. Luego empezarían a charlar fuera del libreto, ocasionando disgustos a más de un compañero. Sonreían por cualquier insignificancia en la película, cualquier acción en la escena les parecía cómica y graciosa, hasta el cuadro más tristes los hacía reír. En uno de esos risueños ajetreos, sus codos se rozaron casualmente y ella no lo retiró ni él tampoco. Pasaba en la difusa pantalla una escena de boda. «Algún día la he de vestir así», pensó él delirado. Desde aquel día, atareado al confuso sentimiento, muchas cosas cambiarían en su mente de niño, hasta se olvidaría de su miedo, de aquel congénito pánico que lo devastaba noche tras noche. Luego llegaría otro añadido, Ferrán querría apropiarse de su amistad sólo para sí. A partir de eso ya no desearía que ella jugara con otros chicos durante los recreos ni en ningún otro momento, quería poseer su amistad como a sus juguetes y no compartir con nadie. Podía discernir que no se trataba de un objeto, pero no podía contra aquel nuevo y advenedizo sentimiento.
En fin, Todos esos dulces embrollos en el pensamiento de Ferrán pasaron como un fugaz relámpago que fulgura de norte a sur, como si el contenido mental de la etapa más inolvidable de la vida fuera rebobinado por una veloz máquina del tiempo.
Zaragoza, primera semana de abril de 1931
Días antes del rumor de una huelga general en Zaragoza, Manel Puig, párroco de una humilde parroquia en la misma provincia, no lejos de la capital, seguía su impaciente recorrido de rincón a rincón en el estrecho comedor en espera del desayuno que Justa, la fiel cocinera lo estaba preparando. Ésta, por su parte, hacía su tarea con pausada parsimonia, como buscando llenar de alguna manera el día que se presentaba tedioso.
El padre Manel, como le decían sus feligreses, exhibía un tácito e insondable semblante de preocupación, pese a que hubiera preferido ocultar su congoja por considerarla infundada y no pecar de exagerado. Sin embargo, Justa lo espiaba muy a su manera entre sus quehaceres, veía un poco afanoso al que solía ser un templado cura. Ella lo conocía desde hacía más de treinta años y podía percibir sin impedimento cuando la mente del sacerdote estaba turbada o no.
Manel, un hombre caracterizado por su equilibrado espíritu y pasión mesurada, quién por ser el depositario de la confianza de sus feligreses, era primero en enterarse de todos los pormenores, de cualquier cosa que fuera a acontecer en todos los alrededores de la provincia. Pero de cualquier modo, no dejaban de ser simples rumores los comentarios que había escuchado este fin de semana. Se movía de una ventana a otra dentro del reducido salón, ambas daban hacia diferentes calles. Manel con una cavilosa expresión y asido de un sentido escrutador observaba el vaivén de los paisanos que, ajenos a su imaginación, transitaban cada uno a sus deberes. Todos exhibían una expresión como si nada fuera a acontecer. ¿Cómo se explica entonces ese destello de temor en su actuar? Se agobiaba preguntándose cosas, sin motivo aparente. Pensaba Manel en: cómo un modelo social que se suscita en cualquier pueblecito o provincia apartada; por más insignificante que aquello sea, tan pronto era abrazado por el resto del país. El anciano cura parecía estar subyugado por algo más que una simple huelga, percibía una sensación extraña, de aquella que sólo las madres con su especial instinto pueden percibir.
De hecho, había habido ciertos motivos en virtud de los últimos acontecimientos. Manel husmeaba un vago e implícito punto muerto de cara a los últimos prolegómenos políticos que no acababan de pasar, de esa calma onerosa que suele preceder a una tormenta y cuya consecuencia suele ser imposible de predecir. Sentía que todo se deslizaría en un total declive, nominado todo a fracasar hacia un terreno farragoso. Pero a fuer de ser objetivo, este balance imaginario, sólo lo hacía basado en un simple juicio personal. Era como si desde una leve distancia observara que el ambiente del país en cada momento difundía cierta desazón y que iba aumentando de tono, como si los ánimos carecieran ya de redención y de las habituales templanzas.
A decir de las informaciones que le llegaban por todos los medios, negar los hechos no era tampoco lo mejor. Insistía Manel en querer abstenerse de aventurar cualquier pronóstico de lo que se avecinaba en aras de atenuar su afán. Tomó de nuevo el periódico que ya lo había leído llevándose un peor resultado que la primera lectura. No podía concentrarse. Si tuviera alguien con quien hablar, le diría sus pensamientos, pero Justa no era la indicada. Siempre le frustraba toda conversación que se empeñaba a entablar con ella desde hacía treinta años. Justa, una mujer que sublimaba su vida al quehacer doméstico, participaba en cualquier conversación con su escueta respuesta de «aja, aja», y esa actitud ahora para Manel no servía de mucho. Tenía las ganas de soltar lo que presagiaba, que veía un ambiente muy escéptico para el destino de un tiempo impredecible en España, que veía más sombras que luces del supuesto cambio, que según rumores se asomaba en el horizonte político. Pero a pesar suyo, era intuido un erguido optimismo en el espíritu general. Había de lo que pensaba: que la sociedad en general ya no podía vivir ciñéndose a esa conducta pasiva que le ha caracterizado, por lo menos, los últimos seis años de la dictadura. Esta gente estaba convencida que algún tipo de cambio había de producirse, como así también más de uno entendía, que aquello sólo habría de reducirse en simples movimientos de piezas, incapaces de reinventar nada novedoso. Entonces, en el fondo, ese espíritu general coincidía con el espíritu inquieto del párroco.
Dentro de todo, Manel veía un gélido y mezquino confín en todo el suelo español. Pensaba que cada grupo tendía a perpetuarse en su propio dogma, en donde rentabilizar algún tipo de interés colectivo era nulo. Así se afligía sin poder llegar a ninguna conclusión. Después de desayunar. «Me voy a sacar billete para el tren. Siento una necesidad de ver a Andreu y Almudena», dijo entablando un monologo. Tal decisión pareció darle un mejor alivió y empezó a zampar su desayuno que Justa ya había puesto sobre la mesa.
Barcelona, segunda semana de abril de 1931
Nada más bajarse el cura del tren en la estación de Sants, lo primero que hizo fue coger un periódico de un quiosco y lo llevó bajo el brazo sin leer. Cuando iba a cruzar la plaza de Espanya, avistó un banco desocupado y se sentó ahí. Entonces, empezó a ojear las páginas de par en par y parecía no encontrar lo que buscaba. Aparentaba un tanto nervioso. Cada vez que pasaba la vista por los encabezados fruncía el ceño. Luego se entretuvo en la página seis. «Proclamación de la República en Barcelona», se leía. Se volvió, por un instante, con una expresión incrédula a la contratapa, era La Vanguardia. Enseguida retomó la página seis. «¡Qué Alfonso XIII abdicó!», murmuró. Cerró el periódico y se asiló en una meditación indefinida. De repente Manel aleteó de nuevo las hojas hasta ir a la página seis que más llamaba su atención y siguió leyendo lo que decía: Se constituye un gobierno provisional presidido por el señor Maciá. Los republicanos se posesionan del ayuntamiento y de la diputación. Animación extraordinaria en las calles y desfile de banderas. En la Capitanía General y en el Gobierno civil. Han sido libertados los presos en la Cárcel Modelo y Cárcel de Mujeres. Las manifestaciones populares continuaron hasta la madrugada. Por Radio y mediante poderoso altavoces, el Gobierno provisional aconseja a los obreros que no abandonen el trabajo y que mantengan el orden. «Gobierno Provisional», exclamó con singularidad Manel después de un corto análisis como si estuviera hablando con alguien y enseguida tiró el periódico sobre el banco como si le hubieran frustrado el día y continuó su marcha.
Cuando Manel Puig llegó a casa del hermano, en Barcelona aún era por la mañana, sería difícil afirmar si era en el peor o en el mejor momento. Pero eso sí, enseguida supieron de su llegada, porque sólo él pulsaba el timbre del portal de esa manera, siempre solía presionar tres veces seguidas.
- Debe ser Manel -observó Almudena y empezó a limpiar a destajo la cocina durante todo el tiempo que supuso llevaría al anciano subir la escalera-. Tú le dices lo de Ferrán, porque yo de eso... paso.
Andreu caviló un instante y dijo:
- Yo propongo que se lo ocultemos hasta donde se pueda, ¿qué me dices?
De negociar, a Andreu Puig, nadie le quitaba lo bailado.
- Yo, mejor no digo nada, Andreu, tú eres el mentor de todo, así te apañas tú -se lavó las manos Almudena.
Pronto el cura apareció sin mucho jadeo, quizás antes de lo que Almudena esperaba.
- ¡Pasa Hombre! ¡Qué sorpresa! -dijo Andreu abriendo lentamente la puerta-. Hablando del rey de Roma, aquí Manel se asoma -anunció.
- No hagas caso al desorden -se disculpó Almudena sin volverse hacia el cuñado,
- Bon día -dijo Manel tratando de afinar su catalán. ¡Qué va! No pasa nada. ¿Y cómo estáis vosotros?, porque por fuera no parece que las cosas estén tan bien.
Manel Puig, un hombre extremadamente alto, de rostro enjuto y de humor opaco, fue siempre el sostén de la casa en todos los sentidos muy a pesar de ciertas tensiones que solía mantener continuamente con la cuñada.
- Qué rara esta visita en tiempo tan revuelto -repuso Almudena el saludo con cierto sarcasmo del que el tío Manel, como lo llamaba Ferrán, ya estaba acostumbrado. Manel y Almudena nunca se habían llevado bien desde que ella se casó con el hermano menor de la familia. Manel, ya siendo sacerdote, no había ocultado su desconfianza en una chica de lenguaje libertino y más aún por la indiscreta vestimenta que se entorchaba en el cuerpo en aquellos días. «Su vestimenta es muy escandalosa para la época y para nuestra condición de laicos», le había dicho él una vez en un tono agrio. Almudena, al parecer, nunca lo perdonó aquella intromisión en su juventud, pero en todo caso nunca había pasado de ciertas ironías que en general se manifestaban durante las conversaciones, quizás sólo por molestarlo, porque en el fondo lo respetaba siendo que Manel sólo inspiraba eso, respeto.
- Yo diría más bien, agitado. Pero este es el tiempo preciso que todos debieran escoger para visitar a la familia, querida cuñada.
- Pues así es, yo secundó eso, hermano -intervino Andreu con la mirada fija a la mujer-. ¿Y qué hay? - pregunto Andreu al verle en los ojos una imprecisa inquietud.
- Tengo el mal presagio de que las cosas no irán tan bien, al menos para las órdenes. En Zaragoza había un ambiente caldeado cuando salí, estaban prestos para una huelga general.
- ¿Y esa ansiedad por qué?
- Bueno. Si miramos retrospectivamente, sólo desde 1912, nos daremos cuenta que cada periodo de agitación conllevó conflicto para la Iglesia.
- Yo no creo que se suscite nada fuera de lo normal, a menos que haya algo que represente un peligro real a los intereses sociales -intervino Almudena.
- Pues, de haber intereses los hay. Las órdenes religiosas tienen mucha riqueza, hasta algunos especulan que es demasiada-dijo Manel en un tono cauteloso.
- Pero eso es una exageración -defendió Andreu-. Yo sé que la Iglesia explota el crédito agrícola y otras cosillas, pero tampoco da para llegar a tanto.
Almudena aprovechó una pausa que hubo en la conversación entre los dos hermanos:
- A eso hay que llamar usura, un mal que desangra el alma de los campesinos. Estaría bien que a esos industriales los exprimieran, que les saquen los ojos, pero no a los pobres e indefensos labriegos.
Los dos hermanos nunca pudieron explicarse la conducta divergente de Almudena en contra de las órdenes religiosas, considerando que ella también tenía una en la familia.
- En eso estoy de acuerdo con mi mujer. Me parece que salís mucho del cauce natural al que debierais de ceñiros, hermano. Es más, muchas manos de obra salen gratis a las congregaciones, hacen trabajar a estudiantes, huérfanos y aún a los integrantes de las órdenes.
- En cuanto al primero; para servir no hay límite Andreu, y con relación a lo segundo; criar, cuidar, educar y alimentar gente cuesta mucho. Además los intereses terrenales no siempre comulgan con lo religioso.
A Almudena le brillaron nuevamente los ojos, Manel la veía y le cedió la palabra.
- La Iglesia tiene mucho privilegio de parte del Estado, recibe ayuda del impuesto estatal y tampoco paga impuestos, por lo menos, es lo que he oído por ahí. Yo no tengo mucha educación para valorarla, pero es lo que dicen.
- Puede que haya mucho de cierto en lo que vosotros me afirmáis, y puede también que no, pero los motivos más fundamentales, yo no sabría responderles. Como vosotros bien me conocéis, mi lema siempre fue: orar, laborar y obedecer..., pues eso -zanjó Manel como sólo él sabía hacer.
- Pues eso -secundaron ambos finalmente.
Tanto Andreu como Almudena parecían leerse la mente y decidieron pasar el tema al verlo que no estaba en su espíritu habitual como para discutir temas gastados.
Muy cerca de la calle de los Puig, en la casa de los Sandoval, también la rutina diaria sufría una pequeña transformación, el médico del Hospital Central de Barcelona, agitado e inquieto no acudió hoy al consultorio debido a una insípida desazón que lo aquejaba, quizás por el mismo flagelo que agitaba a todos en el ambiente. Él solía tener la visión muy clara de la sociedad de Cataluña y pensaba que era habitual los marcados antagonismos de ideales, que estos días, en cambio, se fueron transformando en un completo sentido conciliatorio, como traducido en un solo blanco, la Cataluña independiente. Felipe Sandoval, un catalán por adopción y asturiano de nacimiento, de estatura mediana y finos perfiles, lo más del tiempo discreto y de temple acibarado, parecía temer a algo más allá de un simple riesgo de andar por las calles barcelonesas, porque de pronto podría convertirse en tierra de nadie, esto según iba hilando su propia apreciación. A decir de los eventos que observaba con ojos intrincados desde el balcón de su casa, todo parecía diluirse allá a lo lejos de la calle Princesa que, reflejada en un ocre oscuro e impreciso, se ceñía también a esa prestancia de rebeldía que bañaba todo el ambiente. La posibilidad de producirse algún hecho vandálico o un desbordamiento inusual de las pasiones libertarias lo veía latente. Observaba desde aquella ventana, ribeteada de un diseño extravagante de cara a un pequeño balcón. Veía ansioso cómo un grupo de vecinos se preparaban para hacer algunas pasarelas por las zonas más céntricas de la ciudad, sin embargo, no vislumbraba ningún signo de radicalidad, excepto la traducción de una jornada de euforia mancomunada, barruntando una aurora de redención a la cual algunos, como él mismo, habrían de resignarse. Pero todo aquello no hacía el problema principal suyo. Se había apartado en aquella ventana en un reflexivo silencio, buscando la manera de cómo flaquear ese orgullo robustecido siempre por el éxito político. Cómo le miraría la cara a Andreu Puig. ¡No! De aquello sería preferible ni pensar. Reconocía su derrota y, sin embargo, se resistía a aceptar. Le costará acostumbrarse y ceder su línea de pensamiento a la cual se había aferrado toda su vida hasta ahora. Por ejemplo; de cómo debía de ser manejado un pueblo para que todo fuera efectivo al gobernante de turno. Claro, siempre todo de acuerdo a como él concebía el Estado. Solía afirmar: «Los Estados debieran de ser manejados como los hogares» Quizás era una forma de decir el suyo. «¿Acaso el estado no es un hogar gigante en donde el jefe, en este caso el rey, cumple la función de padre y el resto de la familia, los súbditos?», defendía siempre en las tertulias que organizaban los amigos de la misma causa.
Felipe Sandoval, un hombre de talante autoritario y espíritu posesivo, siempre apegado a la severidad, médico de profesión, llevaba un imperial bigote y era aficionado a la política desde su juventud. Sin embargo, Felipe, nunca pasó de ser un simple colaborador y organizador de mítines. Eso sí, era un político con vocación y sin mácula en otros sentidos. Nunca pretendió que a través de ningún enchufe de prebendas escalar un puesto más elevado. Tampoco llegó a ser un protagonista emblemático, aunque tenía algunos seguidores. Sin embargo, nadie podía negarle el mérito de haber influido en alguna medida al grueso de su entorno, sin ser necesariamente un convincente ideólogo. Ha calado en más de uno su concepto en cuanto al Estado, acertado para algunos y pernicioso para otros, como Andreu Puig que se había apartado de su lado durante el camino que ambos seguían. Felipe se adaptaba sin contratiempo a todas las diferentes agrupaciones políticas en las que había estado desde que murió el padre, éste, un acérrimo colaborador de la causa monárquica, que en vida fuera alcalde de un pueblo en la provincia de Asturias hasta un buen trecho del gobierno de Primo de Rivera, pero Felipe nunca se salía del todo de la línea que le inculcó el padre. Ahora parecía mirar con ojos resignados, a quedarse con el solo recuerdo de la hegemonía de un largo período de sus convicciones.
Mientras tanto, dos protagonistas, indiferentes, actuaban ante cualquiera de las pautas que se marcaban fuera de su roles hogareños, Chica, su mujer, y su hija Agnés,
fieles ejecutoras de la enmarcada y férrea disciplina que bien podía orillar una práctica marcial y que con rigor aplicaba el sostén del hogar. La casa debía marchar a gusto del dictador doméstico, como lo calificara Ferrán. Era quien debía de decidir dónde deben de ser los sitios de cada cosa, desde los utensilios de más valor hasta el más insignificante pedazo de mueble. Decidía el menú para el día y también para la noche a través de un pequeño apunte que elaboraba entre lectura y lectura. El sistema casi nunca era roto, nadie tenía derecho a opinar ni objetar, y tampoco nadie parecía sufrir por eso, ni siquiera aquella vez cuando la niña Agnés fue obligada a abandonar a medio camino el primer año de universidad. La causa fue que había sido sorprendida por el padre varias veces desde la ventana, donde solía apostarse hasta entrada la noche, que venía acompañada por la calle por un misterioso caballero. Esa vez, ella venía de la academia de corte y confección en donde asistía, tres atardeceres por semana. Felipe había estado observando desde su balcón el camino de la hija sin ninguna otra intención que protegerla con la vista, porque en esos días, muy a menudo era cortado el servicio de la electricidad en los alumbrados públicos y esa tarde de invierno fue una de ellas. Felipe vio esa noche, de forma difusa, dos figuras en la oscuridad, pero quedaba con la duda. «Quizás lo veo mal y la estoy calumniando sin razón», se dijo con respecto a lo que se le ocurrió pensar. Pero, no obstante, el siguiente día siguió observando y ocurría lo mismo. La otra figura se apartaba de ella una calle antes de llegar a la casa. Luego cuando ya iba a ser la tercera vez, pensó: «Iré a cerciorarme desde más cerca». Caminó una calle y se apostó debajo de un matorral en la esquina, bajo la sombra de éste, porque ya había luz en los alumbrados. Observaba impaciente, no descartando ninguna posibilidad. Cuando nuevamente apareció ella calle arriba y venía acompañada de nuevo, Felipe, no quería lanzar ningún juicio hasta asegurarse bien. Sin embargo, su corazón empezó a desbocarse cuando faltaba sólo media calle para que llegaran a su posición. Agnés, se despidió con un beso inocente del caballero, o sea de la figura que adoptaba aspecto de un hombre, pero era beso al fin. En esos eternos instantes que llevó a Agnés acercarse más, Felipe cavilaba cientos de posibilidades. No tenía idea de quien se tratara el afortunado y el desgraciado al mismo tiempo. No pudo evitar pensar a despecho de su voluntad que pudiera tratarse del joven Ferrán Puig, hijo del enemigo declarado número uno. La niña, como la solía llamar la madre, luego de despedirse, empezó a apurar la marcha con grandes zancadas como impulsada por ese roce de mejillas que acabó de materializar. Cuando estaba por rebasar la sombra del árbol, ¡zas! emergió de improviso Felipe en su camino. «¡Eres una cualquiera!», tronó al mismo tiempo. Ella no pudo asimilar el gran susto acumulado de una sola vez y se desplomó como fulminada por una bala. Felipe cambió de ánimo súbitamente: «¡Socorro, socorro! ¡Ayudadme!», gritaba Felipe al viento, desesperado y desaforado. Por un instante se le olvidó completamente que era médico. Pronto empezaron a asomarse algunas cabezas por las ventanas de casi todos los edificios de alrededor. Al cabo de algunos minutos, dos hombres y una señora llegaron con los ojos por fuera y enseguida reconocieron a Felipe. Quizás nunca él se imaginó hasta qué punto quería a la hija a pesar de que sólo la trataba como un objeto más de la casa. Nunca la había visto en una situación difícil. «¿Qué pasó, hijo?», inquirió la mujer. Felipe se sentía todo tieso, sin poder reaccionar. «Aflójenle la blusa y póngala de costado, por favor», rogó mientras levantaba ambos pies a la moribunda hija hasta cierta altura. «¿Qué hace?», dijo uno de los señores. Quizás era un rito profesional que el hombre no supo interpretar. Felipe estaba totalmente ofuscado. Intentaba correr hacia la casa, quizás en busca de algún instrumento y, sin embargo, se volvía a su sitio. Felipe se desesperaba y no sabía qué hacer. El otro de los hombres lo miró curioso como diciendo: «Qué clase de médico es este que, cura a otros y no sabe qué hacer por la propia hija». Por suerte, Agnés, en breve se recuperó. Él agradeció el gesto de los vecinos y la llevó del brazo lentamente a la casa. «Mejor no decir nada a tu madre -aconsejó-, y a la universidad ya no te vas», apostilló serenamente. Deducía que los contactos tenían que haberse generado ahí, en la facultad. Fue lo único que le dijo en esa ocasión. «Al final fue lo mejor antes que se enterara que se trata de él», pensó Agnés como disculpando al padre.
Felipe no era malo, dependiendo del ángulo de donde se lo mire. Nunca se airaba contra ellas, pero era reacio a abrirse a un modo diferente de vivir, a los que le habían inculcado. Ambas mujeres, sólo debían de obedecer al pie de la letra las órdenes del jefe y todo marchaba bien. Tampoco se habían sentido ofendidas ni agobiadas por el sistema casero que imprimía Felipe. «Al fin y al postre es él el responsable de la manutención», solía justificar Chica, quizás a modo de proyectar hacia otro lado los pesares del yugo constante con el que vivían ambas. Ella era una mujer criada también bajo el manto de la rigurosidad, aunque dicho influjo había impreso en ella una personalidad contraria a la del marido. Había pasado lo mismo con la madre de ella, con un marido también conservador y posesivo. Quizás, de ahí viniera esa historia de sumisión y retraimiento en sus actitudes. Ella era oriunda de un pueblo, en Langreo, en Asturias, del mismo pueblo de Felipe. «Soy de un pueblo donde viven gentes sagaces y de sangre tórrida», solía decir Felipe. De hecho, el carácter sumiso de Chica no hacía mucho honor a las afirmaciones del marido. Felipe había llegado a Barcelona para estudiar medicina y nunca más regreso del todo a su pueblo, salvo algunas esporádicas visitas en el tiempo que buscaba a la mujer ideal que encajara a su también ideales, de la que resultó agraciada Chica.
Por otro lado, Felipe Sandoval tenía sus pequeñas manías. Llegaba cada tarde del hospital con su bata blanca puesta durante los veranos y aún en los inviernos, con
la simple variación que cuando hacía frío, se ponía encima un gabán color canela, que durante casi toda una vida lo mantuvo intacto. Éste era también su preferido para ataviarse cuando había que ir a las reuniones políticas durante los rigurosos inviernos de Cataluña. Caminaba por las calles con los pasos firmes y el mentón en alto como un militar en marcha. Se resistía a subirse en coches o en tranvía. La mujer debía de esperar en el umbral de la puerta para ayudar al marido a quitarse la bata, o el gabán y la bata juntas, dependiendo de la estación del año. Pero afirmar si tales actitudes de ambos eran de verdad una simple manía de uno, era harto dudoso. Bien podía ser también que Chica estuviera involucrada en ellas, estimulada por alguna ocurrencia solapada, quizás causada por alguna confusa fijación en su niñez. Y de ahí, de la puerta, entonces Felipe, se dirigía directamente hasta su cuarto de estudio que era una antesala a su aposento en donde escudriñaba los variados y gordos libros que llenaban la biblioteca para luego echar una siesta. La mayoría de estos materiales eran de la época de Luís XV y XVI. Defendía la tesis de que se debió haber prohibido la obra de los enciclopedistas. «Permitirlo fue un verdadero desacierto», decía. Por otro lado, afirmaba que la Revolución Francesa era una mala influencia para los países vecinos, que mina la mente de la gente con idea libertina. A veces en las reuniones sacaba a relucir modelo político ya caduco en Francia. Aplaudía los tiempos de los derechos absolutos del rey. Es más, argumentaba, que esto de la ley divina le limitaba en vano al rey administrar. Entre lectura y lectura solía esperar la cena que, por cierto, no deparaba mucha sorpresa siendo que debía de ser indefectiblemente lo que ya marcó durante la noche anterior. Así, una noche cualquiera, cuando Chica entraba con la cena en mano, él hizo un gesto de aprobación sin desviar la mirada del tomo enorme que lo tenía abierto en el regazo, lo sostenía fijo, sin que aleteara ninguna de las hojas.
Chica permanecía parada con la bandeja llena.
- ¿Y Qué me dices de estos Francisca? -dijo sin esclarecer el asunto. La solía llamar con el nombre completo y con la voz más cariñosa cuando emergía en él esa necesidad perentoria, propio de cualquier hombre, y en ausencia de aquella la llamaba invariablemente, Chica. En él se encendía esa antorcha casi sin variación a razón de cada una semana. Entonces aumentaba el tono de esa referida voz, lo que le permitía a Chica interpretar esa etapa de la luna.
- ¿De qué me estás hablando? -reaccionó en esa ocasión la mujer sorprendida, la cual era de esperar.
- Espera que te lo voy a leer, cariño -dijo más meloso que nunca: El poder del soberano reside en mí sola persona, la ley emana de mí.
- ¿Y quién dice eso? preguntó fingiendo interés.
- Luís XVI, quién va a ser. Si se tuviera siempre el respeto a estos, nunca habría tantos problemas en el mundo, Francisca. ¿A qué sí? Mira en nosotros. Muchos hogares pasan sobresaltos cuando todos hablan a la vez, ¿sabes lo que te digo?
- Sí, creo que sí -dijo Chica con los pulsos un poco rabiosos al bajar el plato sobre una mesilla oscura. Felipe, religiosamente se levantaba de madrugada para leer nuevamente y antes de despuntar el alba, la dos mujeres le servían el desayuno, por lo que también ellas debían de madrugar. «Desperezarse temprano es muy saludable», solía decirles. Pero eso sí, se respetaba de igual forma la siesta que era una institución en la casa. Como ya se habló del asunto, Felipe era una persona no muy dada a los cambios, de modo que entonces, la vida en la casa se llevaba a cabo rutinaria e invariablemente. Pero sin embargo, un día de aquellos, vendría una variación muy particular en la vida de los Sandoval. Aquella vez que perdió la confianza a la hija por venir acompañada por el sospechoso caballero, había dicho a Chica su interés de traer de Asturias un chavalín para acompañar a Agnés a donde fuera, a la academia, al Instituto del Magisterio, etc. Entonces, ese mismo día de la cena, aprovechó para mencionar aquello de nuevo. Quizás era una forma solapada para entretenerla más a la mujer al lado suyo:
- ¿Recuerdas a aquel sobrino tuyo que tu hermana quería darme para criar?
- Claro que sí. ¿A qué viene eso ahora?
- No, nada. Te irás a Asturias a buscar ese crío - ordenó esa vez, sin despojarse de esa manía de expresar arbitrariamente su deseo, excepto ese que le llegaba cada ocho días. Hablaba como si ese sobrino al que se refería fuera un mero objeto, que se cede como las cosas para satisfacer un capricho. Chica ya sabía que sola no le permitiría viajar como solía ocurrir siempre. Entonces, pocos días después, preparó a Agnés para que la acompañara. Chica había asentido gustosa la idea, quizás, no porque pensara igual a su marido, de traer un criado en casa con ese carácter suyo, sino porque hacía mucho tiempo que no había ido a su pueblo natal, donde estaban todas sus raíces. Pronto improvisó una pequeña maleta y partió con Agnés para Asturias. Pero así como dicen que: nunca es tarde cuando la dicha es buena, también se puede decir: que la dicha casi nunca es completamente buena. Cuando llegaron a Langreo, muy poco duró la felicidad. Chica encontró a la madre postrada en cama y muy enferma. «Dios me preparó este viaje», dijo ella agradecida, porque de no ser por esas casualidades que a veces surgen, no hubiera visto ni hablado a la madre por última vez, porque pronto la perdería para siempre. Una vez acontecido el más ingrato desenlace en su vida, tuvo que afrontarlo todo. Además de asistir al entierro, quedó también para el novenario. En estos casos sí, ella contaba con la venia del marido. En cuanto al propósito original al que habían venido, no salía como hubieran querido, porque el guaje que en principio quería ir a Barcelona a estudiar, desistió. «No quiero dejar a mis padres», se negó. Pero una hermana suya, mayor que él, se ofreció gustosa para irse, pero no para estudiar en instituto alguno, porque ella no se consideraba amiga del estudio, sólo le gustaba ser bailaora de flamenco. Le había tomado gusto cuando en una carpa itinerante, en Tuilla, un pueblecito no lejos de su casa, presentaron en función gratuita para niños ese tipo de baile. «Para eso no necesito leer muchos libros», solía decir como suelen razonar los niños. Estaba cerca de cumplir trece años y siempre fue muy decidida. «Parez que la neña ya espoyetó», dijo la madre por la precoz señorita, quien en cualquier caso apoyaba el viaje. Chica preocupada por no complacer al marido como debiera de ser originalmente fue a la compañía de teléfono, pocas horas antes de partir el tren de Oviedo, pero esta vez se dio la contraria casualidad de que las líneas de Asturias estaban averiadas. Entonces, no tuvieron otra alternativa que llevarla con ellas sin previo aviso.
El día señalado para la llegada en la estación de Sants en Barcelona, don Felipe Sandoval ya estaba parado y ávido como nunca esperando a la mujer. Había estado allí como un clavo desde hacía dos horas hasta que llegó un mozalbete a ofrecerle un asiento en una de las oficinas públicas que había allí, pero él sólo le agradeció con un gesto amable y no aceptó. Era muy conocido y respetado en el ambiente, primero por ser político y luego por ser médico. Sólo después de la instauración de la República cambiaría aquel estatus por algún tiempo para retomarlo nuevamente, después de disiparse los primeros embates. Ya había pasado tres trenes desde que él llegó a la estación. Era una mañana de cielo despejado, lo cual hacía propicio que cada llegada de tren se convirtiera en una auténtica fiesta.
No pasó mucho tiempo para que, a lo lejos, ya se oyera el rechiflar lejano de otro tren. Él percibía que aquél venía con un rumor especial en aras de desahogar su voraz soledad nunca manifestada como hoy en sus impermeables sentimientos. «Aquel debe ser», murmuró. La locomotora aún se veía como un bulto negro y amorfo que avanzaba como impulsada por una brisa torrentosa que poco a poco iba perdiendo vigor. Se emocionó sobremanera Felipe Sandoval cuando, un rato después, veía surgir más claro aquel negro y enorme gusano de hierros retorcidos, que venía vomitando estela neblinosa viciando el aire en derredor. Con crujidos fogosos se aproximaba lentamente a los corroídos andenes de la secular estación. Felipe palpitaba laborioso. Descendió una escalinata instintivamente y se acercó al andén mucho antes de pararse el tren. Un operario, con el rostro pintado de negro cual un carbonero, desde mucho antes venía asomando la cabeza entre herrumbres y cenizas que hacían un juego perfecto con el pasaje que venía levantando pañuelos o cualquier pedazo de trapo para contestar el cariño de los afanosos familiares que esperaban a sus seres queridos. Felipe rodó una mirada anhelosa por cada ventana en busca de Chica y Agnés, del niño ni se acordaba, sin embargo, no veía ninguna figura conocida. Pero unos segundos después, vio aparecer entre la multitud a esos seres que hasta ese momento no contaba como los más importantes en su vida, descontando aquella vez que se desmayó Agnés en la calle. Nunca había estado solo tantos días en la casa como ahora. Se bajaron las tres con las cabezas gachas, como si se hubieran puesto de acuerdo. Nadie de entre ellas hubiera podido ser capaz de interpretar el sentimiento inusual de aquel avejentado amo. Su rostro dejaba traslucir una inefable alegría. De la emoción ni pudo darse cuenta de que se invirtieron los papeles, previo al viaje, y que en vez del guaje venía una guaja. Por cierto, era una niña de ojos verdes como canica de cristal y un tanto pecosa la piel. Llevaba una melena lacia que bajaba hasta la cintura. Ana María, como se llamaba, no era de lo que se podía decir: una niña muy alta ni muy baja, porque tendía a ser un tanto rechoncha. Seguía ahí parada y cabizbaja, tenía remangados los puños del jersey verde dejando al arbitrio del sol de la mañana los brazos pecosos como pigmentados en un tinte especial. Levantó la mirada una vez, pero los tíos estaban muy ocupados saludándose. Luego volvió a mirar con rareza en todo el entorno y exclamó para sí: «Vaya xaréu qu'armen». El bullicio era descomunal. Vestía una falda a cuadros negros combinada de rojo y que le rebasaba las rodillas, y de los pies subían un par de medias rojas que, un poco remangados en los bordes, terminaban por cubrir lo que faltaba en las piernas.
Felipe se dirigió finalmente hacia ella para saludarla, pero la niña se le adelantó.
- Hola -dijo un poco apocada como suele ser las de su edad y más aún del ambiente quieto de donde ella provenía. Él levantó el brazo flaco a modo de saludo, pero repentinamente se sacudió como si alguien le diera un pisotón en la uña encarnada que lo más del tiempo la tenía. Rugió totalmente descontrolado: «¿Pero de qué va esto, dónde está el guaje? Las tres, como convenidas, se pusieron con las cabezas gachas de nuevo, como mirando a los pies y ninguna se atrevía proferir palabras sobre lo que era evidente ante los ojos de Felipe. Miró a su mujer y al verla muy guapa después de varios día de ausencia, enseguida recuperó la cordura y dijo: «Vale: vayamos a casa a hablar, querida». Chica se sorprendió escuchar tal participio sustantivado, reservado sólo para su partido, y más aún que recapacitara tan rápido.
Llegaron a casa y él sin salir de su estado de enamoramiento aceptó a Ana María, pero con una condición de por medio: que el día que le pillara que actúe de alcahueta para Agnés tendría que irse de la casa. Así la advirtió. Felipe era un viejo zorro que husmeaba las posibilidades, tenía dotes de un militar amañado. Ella aceptó con emoción, porque durante el camino de la estación a la nueva casa había pensado en su lengua local: «En Llangréu el mundu ta quietu y paráu». Barcelona ya le había cautivado durante ese trayecto. Ella siempre había soñado con vivir alguna vez en una ciudad grande y, al fin y al cabo, ni sabía lo que significara alcahueta.
Con el correr de los días, la niña Ana, se iba adaptando sin mucho sobresalto a la ciudad y a la nueva familia. En realidad no fue muy difícil. Su tarea consistía solamente en aprender a utilizar la misma reverencia marcial a la que estaban acostumbradas las otras dos mujeres. Había que aplicar el mismo trato que ellas hacían con el señor de la casa y eso era todo. ¡Ah!, y no olvidar de que siempre debía acompañar a donde fuera a la señorita Agnés. A propósito de acompañar, en una ocasión, caminando por la calle las dos primas, salió a decir ella: «Oye señorita, yo soy tu carabina, ¿a qué sí?», y lo expresaba con esa voz de inocencia que irradiaba un marcado orgullo por la digna tarea que ejercía ahora en la gran ciudad. Su tarea era muy distinta a lo que hacía en su Langreo natal, la cual había jurado no volver a hacer nunca más cuando le cupiera la oportunidad de salir de ella. Solía levantarse muy temprano y mientras la madre ordeñaba las vacas, ella ya debía ensillar aquel caprichoso zaino para salir a repartir leche, o intercambiarla por harina o alubias. Siempre cabalgaba detrás del padre deslizándose montaña abajo para arrasar las calles de La Felguera, Sama o Ciaño, dependiendo de cómo iba el negocio ese día. Eso sí, siempre tenían algunos clientes fijos.
Agnés, por su parte, por aquellos días, ya hacía mucho tiempo que no se había comunicado con el joven Ferrán, todas las vías le habían sido bloqueadas. Entonces, cuando la relación de amistad con Ana María se iba estrechando más y más, a Agnés la indujo quién sabe qué serpiente a pensar en la posibilidad de romper el pacto que la ingenua criada había sellado con Felipe. Cuando ya había pasado un tiempo de la llegada de la niña a Barcelona, nuevamente iban caminando ambas por la calle cuando, de súbito, o bien cavilado, quién sabe, Agnés afloró una idea que quizás sea la más brillante, pero condenada a ser la más desacertada, aun así no había muchas opciones. Agnés, a pesar de esa aparente característica de mujer sumisa y personalidad introvertida, en el fondo, nunca le faltaba arrojo ni osadía cuando se proponía algo. Su perseverancia se inflaba en la medida que el desafío crecía. «Como esto siga así, perderé a Ferrán eternamente», pensó. Venían del Instituto de Magisterio, adonde Agnés concurría para conseguir por lo menos llegar a ser maestra nacional, porque al fin y al cabo, eso fue siempre su verdadera vocación. La carrera de leyes era sólo una imposición del padre a la cual ella no debía ni pensar oponerse. La niña Ana María había ido para juntarse con ella por el camino, venía ella por momento correteando y en otro saltando, con un pie o con dos, de frente, de costado y para atrás, como si estuviera jugando rayuela, de una manera ya no muy propia para su edad, pero ella era así. Y Agnés venía muy absorta organizando su clandestina sublevación, pero de repente se detuvo y dijo a la niña:
- Mira, Ana María, yo tengo un novio a quien quiero más que a mi vida.
Ella la miró ligeramente perpleja y sin decir nada ni abandonar su ritmo.
- Ya lo extraño mucho... hace tanto que no lo veo.
Si Ana María hubiera tenido un poco más de edad, o si hubiera crecido en los ambientes de una ciudad grande, quizás se preguntaría estos: «¿Cómo es posible que lo haya conseguido..., si yo he estado sobre sus espaldas en todo momento, y hasta dormimos juntas en el mismo cuarto... ?».
Le cerró Agnés de forma brusca el camino a la niña.
- Sólo hay una forma de que yo lo vea -ella insistió.
Ana María, entonces, se detuvo y dejó de jugar rayuela imaginaria. Pareció finalmente impresionarse del penoso y triste caso de la prima, pero tampoco en ese momento dijo nada. Luego siguió caminado de espalda al camino que seguían. A pesar de estar un poco confundida, ella haría lo que estuviera a su alcance por Agnés, aunque inconsciente del peligro. En cuanto al sagrado pacto, ella no se acordaba para nada.
- ¿Y qué ye lo que puedo facer por ti, fía? -, preguntó.
En ese entonces, a Ana María le salía aún muy a menudo el asturiano sin tener que llamarlo.
- Acuérdate de que yo no sé asturiano -le replicó Agnés. Aunque sus padres eran asturianos nunca se lo aprendió ella.
- ¡Ay! Perdona. ¿Qué es lo que tengo que hacer por ti? -aclaró.
A pesar de que a Agnés le invadía un espasmódico sentimiento de culpa y que le remordía hasta lo más recóndito de la consciencia, había que seguir, por una causa justa, según pensaba ella, el amor que se acrecentaba a cada instante hacia el joven Ferrán.
- Luego te lo digo -le dijo con voz indecisa.
Ana María guardó la duda en su corazón los días posteriores. Pero luego de pasar un corto tiempo y en un momento en que Chica y Felipe salieron al mercado, Agnés declaró finalmente su propósito a la niña.
- Mira, Ana María -soltó. Su voz se turbó en principio-. Quiero que lleves esta nota al tercero F de aquel edificio -dijo señalando la dirección opuesta al mercado. Le pasó con mano temblorosa una esquela descubierta-. Pregunta allí por Ferrán, ¿podrás?
Ana María le miró a la cara y a la hoja intermitentemente y todavía un poco despistada, pero aun así.
- Lo que tú digas, señorita -dijo.
Cogió la carta y se echó a andar calle abajo e hizo el recado exitosamente. Cuando ella regreso y ni bien había traspasado el umbral de la puerta, don Felipe y su mujer se asomaban también en la esquina del otro extremo de la calle. Como el amor desconecta toda razón y cordura, Agnés, después de someter todo lo acontecido en un riguroso balance mental y, pese a todo, pensó: «Todo ha salido bien».
La segunda vez que Agnés la conminó a llevar otra nota, Chica, había ido al hospital para hacer una consulta de rutina en ginecología, habían salido temprano en la mañana junto con Felipe rumbo al Hospital Central donde él trabajaba. Esta vez la niña volvió sin contratiempo, en cambio, el otro día se habían salvado por los pelos. Pero no obstante, esa vez, Almudena al verla muy verde para entender muy bien el peligro a que se exponía, la había abordado unos segundos diciéndole:
- Dígale a Agnés que tenga más cuidado... por usted. Si Felipe les pilla, fijo la echa a usted de patitas a la calle.
Ella aceptó todo como si hubiera entendido, como la más madura de las personas.
Sin embargo la tercera vez, Agnés ya fue más osada todavía, mando llamar al joven Ferrán que viniera hasta la misma casa, aprovechando que los padres estaban invitados para un bautizo. Era de suponer que no volverían muy pronto. Pero cuando Ana María apenas se disponía para salir del portal, se topó con una sorpresa, lo del bautizo fue una simple excusa que fraguó Felipe y de la cual Chica no estaba enterada. Resultó que la pareja nunca había salido hacia ningún lado, estaban ambos todavía en el portal. Felipe Sandoval, un hombre cuyo recelo era mucho más poderoso que cualquier artimaña de dos simples chicas. Ya había tenido la sospecha de lo que estaban urdiendo a sus espaldas, entonces fingió lo de la invitación al bautizo. Cuando Felipe prontamente veía salir a la niña, husmeó en el acto la furtiva trama de las dos primas, esa mirada huraña y suspicaz lo delataba. Permanecía ahí fingiendo lustrar los zapatos amparados por un pilar de doble ancho que soportaba el peso del edificio. Chica estaba apostada a sus espaldas, indiferente a todo. Cuando Ana María cruzaba por la zona, él emergió de la nada.
A ver, a ver -espetó ya preñado de ira-. ¿Qué tiene en esa mano? -indagó con furia y la forcejeaba con brusquedad. La niña, quizás por el susto, se resistía a entregar el pedazo de papel. Empezó a arrugar la hoja de puro nervio.
- Le exijo que me dé esa hoja -vociferó con insolencia y se abalanzó de nuevo hacia la niña totalmente descontrolado.
La niña se desplazó a trompicones y aterrada hacia el otro rincón de la entrada.
- ¡Todo sea por Dios! Cálmate Felipe exclamó asombrada Chica con esa voz de enferma de siempre, esa era su característica-. Es sólo una niña, no sabe lo que hace -intervino como resuelta a enfrentarlo, como nunca lo había hecho antes. Ella nunca le había visto a Felipe tan furioso como en esa ocasión, y tampoco se había atrevido antes a intervenir en lo que el marido decía o hacía. Pero al ver a la sobrina, sangre de su propia hermana, acorralada como un animalito indefenso, sintió como que le hervía la sangre y se metió en medio a despecho de cualquier consecuencia. De hecho, ella nunca se imaginó lo que estaba pasando, que Felipe había urdido lo del falso bautizo, y menos lo que las dos chicas estaban tramando. A ella se le ocurrió pensar que quizás la sobrina había sustraído algo que Felipe mezquinaba, dinero, joyas y tal. Felipe finalmente con mano de hierro le arrebató la hoja de la mano a la niña. Ella en realidad nunca opuso resistencia, sino simplemente se había aterrado ante la mirada de lobo de Felipe y se sentía amenazada. Era probable que ahí, en ese tardío momento, se acordara del pacto sagrado, el cual no debía nunca romper, si es que quería seguir viviendo en la casa de los tíos y en una ciudad grande como Barcelona. Siempre le decía a Agnés que ni muerta volvería al pueblo, porque el sueño de ser bailaora, como decía ella, aún permanecía en su deseo, eso por un lado; y por otro, odiaba la idea de tener que continuar haciendo en su pueblo la misma tarea de antes: como juntar ganados y acarrear y vender leche en los núcleos más poblados de los alrededores de su casa, o en otro caso hacer trueques, lo cual implicaba que tenía que volver con más carga sobre su zaino que cuando partió.
Cuando Felipe leyó algunos renglones en la esquela, ahí su mujer se dio cuenta de qué iba el asunto. Entonces, también comprendió que la actitud anterior del marido sólo era el principio. Enseguida tuvo la certeza de que en casa continuaría el problema y más grande aún. Felipe seguía en sus trece ante el consejo de Chica, al contrario, en vez de calmarse se ponía más furioso todavía ante la mirada pasiva de algunos vecinos que eran atraídos por el alboroto. Aunque nadie salía de sus asombros, lo respetaban y nadie osó intervenir ni preguntar lo que ocurría. Él era reconocido como la imagen de la autoridad en el barrio. En ese mismo instante echó a la niña a la calle, que de hecho ya era donde estaba pisando. Ella sintió que él pronto la fuera a golpear a pesar de la tía y salió huyendo bañada en llanto. Chica sufría, pero en ese momento su preocupación se bifurcó hacia otra vertiente. «¿Qué será de Agnés?», era su pregunta y aflojó en algo su pensamiento en lo que fuera a pasar con la sobrina.
Finalmente resultó que la niña Ana María no era tan ingenua como todos se la imaginaban. Había acudido al culpable directo de su desdicha, sin que nadie supiera en principio, a ese por cuya culpa había puesto en peligro su permanencia en la ciudad grande. Fue directo a casa de Ferrán. «Se lo advertí, niña», le reclamó Almudena.
Almudena, enterada de los pormenores y del deseo de la niña de seguir viviendo en Barcelona, enseguida dijo a Ferrán, que por suerte estaba en casa en ese momento, que acogería a la niña sin problemas si sus padres estuvieran de acuerdo. Compadecidos de las lágrimas de una inocente, Andreu y Ferrán, pronto hicieron las gestiones correspondientes para enviar un telegrama a la familia de Ana María. Con esa nota pusieron al tanto a los padres de lo que acontecía y del deseo de la niña. Los padres respondieron en casi ocho días, porque primero, para recibir el telegrama llevó algunos días y luego tuvieron que acudir a la compañía de teléfono en Oviedo para contestar. En fin, a vuelta del telegrama se enteraron los Puig, que la noticia fue muy bien recibida. La madre viajó pronto a Barcelona para cerciorarse de la situación in situ. Finalmente la dejó en custodia de la familia Puig. «Es lo que se merece -pensó la madre-. Cuanto más lejos de un familiar mejor», se convencía y volvió tranquila para Asturias.
Nuevamente Estel se adaptó sin mucho contratiempo a la segunda familia, aunque le ha costado superar ese pequeño defecto que ya trajo de algún lado, el de meterse en donde no le llaman. Por lo demás, su vida nueva le iba muy bien. En el mismo instante en que la madre se había despedido de Ana María con un beso y marchó, Ferrán le sugirió que le pusieran un apodo para olvidarse de su mala experiencia, y ella aceptó jocosa. Desde ese día le llaman Estel. «Eso en lengua catalana significa estrella», le aclaró el joven Ferrán.
- A propósito del catalán -intervino Andreu en esa ocasión, que se mecía en un sillón de mimbre dando grandes caladas a su cigarrillo-. Tiene que aprenderse un poco si quiere vivir bien en Barcelona.
- ¿Y para qué quiero aprender eso que dice usted? - inquirió en un tono melódico.
- Por el mismo motivo que aprendió a decir, les coses y tal -replicó Andreu sin mirarla.
Ana María, que desde ahora se llamaría Estel, aceptó con un gesto reacio la proposición de Andreu.
A los Puig y los Sandoval les había unido una estrecha e irreprochable amistad como ya se adelantara sobre el tema, hasta que a principio de los años 20, Andreu Puig se desentendió de la línea política tradicional a la que ambos se ceñían como dos perros fieles. Felipe Sandoval recordaría a menudo esa fecha fatídica en que moría años de camaradería. Todos los problemas comenzaron cuando un grupo partidario de la nobleza decidió por voluntad propia abandonar los privilegios que gozaban dentro de esa clase tan favorecida, y darse hacia un lado, todo esto según Andreu Puig. Sandoval sintió entonces ofendida su propia persona considerando a los nuevos disidentes como traidores a la causa soberana. Las últimas palabras que intercambió con Andreu Puig fueron estas:
- ¿Cuál es tú argumento para salir corriendo detrás de esos peleles cuyos principios no son más que finos papeles, que con un sudor se derriten? -decía de forma acre, pero suave-. Aquellos, a quienes tú ves ahora como corderos sin manchas, son capaces de traicionar hasta a su propia madre, de eso que ni bien azota un viento de conveniencia y salen huyendo tras el oro y el moro - decía incapaz de permanecer en su sitio. Iba y venía en el reducido salón, de la ventana a la puerta y viceversa, luchaba por mantener la calma.
Felipe Sandoval, defensor celoso de la monarquía, acostumbrado con ese tórrido temperamento, como se solía atribuir, a exigir y a no ser exigido, sin tener en cuenta la opinión ni el sentimiento de los demás. Siempre se sentía con esa ínfula de estadista y conocedor de todo lo relativo al Estado. Con cualquier situación que se salía del molde tradicional, políticamente hablando, lo tomaba muy a pecho, veía España como si fuera una granja privada del rey de turno. Lo que no se puede negar es que Felipe Sandoval amaba su patria, pero ese excesivo cariño patriótico le obnubilaba la visión a cualquier apertura renovadora.
Andreu parecía prestar atención a todo lo que Felipe profería, pero quizás, sólo lo hacía en parte y el resto cavilaba en el qué decir en su defensa. Aseguró bien que el interlocutor se callara y empezó así:
- Todo hombre a veces, mi querido Felipe -decía en un tono ceremonioso-, tiene que decidirse a abrazar su convicción sin que por eso tenga que sentir que ha traicionado a nadie, y este es el momento de hacerlo para mí -declaró provocativo.
- ¡Pero bueno! -, rugió Felipe-. Es que tú no puedes renegar de la línea tradicional que hemos seguido por tantos años ¡Recapacita, hombre! ¿Acaso quiénes son los impulsores de la boyante economía que hemos vivido hace sólo algunos años, Andreu...? La monarquía -se contestaba él mismo.
Andreu rumió un tanto mientras Felipe se tomaba aire.
- Bueno -soltó finalmente-. Eso ya es sólo historia, la neutralidad en esa guerra que llamaron mundial ha incidido en algo. Los demás países no tenían tiempo para plantar ni producir nada, pues nosotros sí lo teníamos. Pero eso, en cuanto acabó la guerra, también cesó todo. Yo pienso que las cosas no son como pintan. Habiendo tenido en la mano lo que acabas de mencionar, no se ha logrado mucho, camarada Felipe. Se perdió la oportunidad y quizás nunca la volvamos a tener. Un recurso como aquel en la mano de otra forma de gobierno, hubiera sido una buena fórmula para salir adelante -dijo firme y se encasquetó su boina en la cabeza como para salir.
- ¡Cómo que no se logró mucho! La gente está saliendo de las granjas y van a las ciudades y hay más niños que ya saben leer.
Andreu detuvo su marcha.
- Puede que sí, pero eso no es todo. Si es posible ningún niño debe de quedarse fuera de las aulas, y que la gente salga por salir de sus granjas, sin una industria floreciente, no creo sea la mejor idea.
Felipe Sandoval acopió una tensa paciencia para cada instante y escuchaba a Andreu tembloroso, estaba infinitamente sorprendido por la forma en que le refutaba a todo lo que decía. Andreu era un hombre acostumbrado a escuchar y aceptar lo que los demás decían y hacían.
- Es más -seguía Andreu dispuesto a emanciparse del yugo de Felipe Sandoval-, en este país ya nadie quiere la mitad. O abundan los ricos o los muy pobres, luego nada, ya no existe clase media. Alfonso XIII debe ir olvidándose de que el pueblo seguirá manteniéndose en la conducta sorda en que estábamos acostumbrados. Aquello fue como un jarro de agua hirviendo vaciado en su rostro y reaccionó:
- ¡Pues bueno! Si tú te empeñas en la mentalidad de un traidor -dijo resoluto-, nuestra amistad hasta aquí ha llegado. Aseguró que todo fuera dicho en un tono autoritario como hablaba a las mujeres en la casa. Abrió la puerta de salida con una cortesía inexistente y lo invitó, sin decir, a marcharse.
Así había terminado un romance de muchos años de las dos familias, pero otro tipo de romance continuaría muy a pesar de ellos, el de Agnés y Ferrán.
Los acontecimientos de ese día, 14 de abril, aunque todavía sin esclarecerse en qué acabaría todo, hacía propicio extraer de los anales del recuerdo aquella separación del amigo. Hacía un buen rato que estaba rumiando desde el balcón de su casa y se veía un tanto extenuado. Luego, a eso de las tres o cuatro de la tarde, cuando ya se había alojado en su habitación, llegaron cuatro hombres con los rostros austeros y denotando parquedad ante las dos mujeres que los recibían. Agnés abrió la puerta no sin desconcierto, no conocía los nombres de aquellas visitas, pero le eran conocidos por las frecuentes visitas que hacían a la casa, para asistir a las tantas tertulias que organizaba Felipe. Agnés, en esa situación, para evitar confusiones, las veces que les servía café u otra bebida, les había puesto nombres propios, designando un número a cada uno de ellos. A uno, al más obeso, lo había bautizado con el Uno, al más escurrido que éste, el Dos. «Al más flaco de todos le pondré, el Cuatro», se decía esa vez. Claro, en este caso, el Tres era un poco más robusto que el Cuatro.
- ¿Por qué vendrán los amigos de papá a esta hora, madre? -se inquietó Agnés -. Es raro, porque es martes.
- A lo mejor se empeoró la situación política de los monárquicos, sólo eso justificaría que los funcionarios no acudieran hoy al trabajo. Fijo algo ocurrió, de otro modo no vendrían a esta hora de la tarde -musitó Chica.
Chica y Agnés, casi nunca se interesaban sobre lo que ocurría fuera del hogar. Se enteraban de algunos eventos que resaltaban en el país a través de Felipe. Eso sí, casi siempre les llegaban las noticias atrasadas. Pasaron en tropel esos hombres hacia el cuarto interior que era el despacho de Felipe Sandoval, pero uno que entró último, giró el cuello con dificultad hacia atrás y lanzó una mirada conquistadora a la chica que los recibía. «Viejo verde», gruño Agnés para sí. Una vez dentro, se posicionaron cada uno en su sitial habitual como siempre lo hacían, como obligados se sentaron en los mismos sillones cada uno. Si se viera cómo cada uno cogía su sitio en los asientos numerados, sería fácil deducir en qué se inspiró la señorita Agnés para crearle un sobrenombre a cada uno de los amigos del padre, no era por la constitución de cada uno, sino por la forma repetida de sentarse en la misma silla, las cuales estaban enumeradas, y participaban la primera vuelta obedeciendo ese orden. Era de uno a cinco. Andreu Puig era el dueño de la cinco que hasta ahora estaba vacía. Felipe, en cambio, siempre se sentaba en un pequeño sofá de cara a los amigos que estaban en línea. Cualquier visita extra, que raras veces llegaba, seguramente veía todo un poco absurdo, pero seguro que
se maravillaba de tanto empeño por la caprichosa organización.
Felipe, por su lado, seguía exhausto. No decía nada, permanecía parado y se atusaba las puntas del bigote continuamente como queriendo canalizar por ahí su inquietud.
- Francesc Maciá está proclamando la República Catalana desde el Palau de la Generalitat -soltó el más obeso-, y al parecer Companys obligó a Martínez Domingo a entregar la vara del ayuntamiento.
El hombre se fijó de repente en la marañosa instalación de una radio de galena a la que Felipe recurría en sus ratos libres para informarse. Tenía él otra radio más moderna que un amigo le había regalado, un Telefunken que acababa de salir al mercado, pero Felipe, fiel a su manía, se oponía con tenacidad a cambiar de paradigma habitual. Esta radio, la de galena, le ponía al tanto de todo, era sencilla de manejar, aunque a veces le quebraba la paciencia al no tener suerte en captar las emisiones, entonces, eso se convertía en una situación que rozaba la tortura para él. Por lo demás no solía tener mayores problemas para introducir su casco en los oídos y empezar a buscar las ondas electromagnéticas y así recibir la señal. Visto lo visto, el obeso prefirió callarse sin esperar respuesta.
Felipe tomó asiento.
- Ocurrirá lo que hemos estimado en nuestra última reunión -observó un segundo hombre, era el Dos-. Alcalá Zamora será elegido presidente de la república provisional según algunos rumores más que certeros.
En la reunión anterior, el grupo había presagiado ciertos desenlaces si no se tomaban medidas más drásticas. No obstante, ellos eran simples vasallos de los grandes sátrapas, cuyas voces no tenían ecos en ningún lado, eran siempre utilizados y casi nunca escuchados en esferas superiores.
- Pienso que no hay mucho qué hacer -dijo otro-. Si se incitara una rebelión, ocurriría lo que le pasó a Primo de Rivera, no tendría eco, sobre todo ahora que el deseo de la República es mucho mayor que aquella vez -decía. Era el Tres.
Felipe Sandoval absorto en lo que se decía y, sin interrumpir, dejaba participar a los demás, casi siempre actuaba así, les dejaba hablar a los amigos primero para luego intervenir él al final, y hoy no era la excepción. Los que ya había visto desde el balcón de la casa y escuchado en la radio eran más que elocuentes como para abrumarse por lo que ahora le decían. Eso sí, estaba ansioso hoy, pero aun así nunca alteraría el orden habitual. Felipe se aferraba a su maña más que un mulo viejo. Pero había otra maña más, cuando terminaba la primera vuelta, ya se abría la sesión a cualquiera para intervenir.
- ¡Y bueno! -, suspiró el Cuatro-. Como dicen: no hay mal que por bien no venga.
El Cuatro era un hombre un tanto retraído, siempre apoyaba a cualquier expositor, pero si otro, por alguna casualidad contrariaba la idea de aquél, él de igual manera asentía con la cabeza, daba razón a todos. Alguno decía que hablaba poco porque sabía mucho, Felipe, sin embargo, pensaba que el flaco sabía muy poco de política. Era extremadamente flaco, que hasta parecía que a veces le faltaba fuerza para hablar, pero era más duro que un poste quemado, nunca ninguna enfermedad lo detenía
para llegar a las tertulias, y no tomaba vino, pero fumaba, calaba y exhalaba el humo como una locomotora. Llegaba la hora del anfitrión y los cuatro hombres se miraron entre sí y con guiños espontáneos cedieron la tribuna al jefe. Felipe carraspeó dos veces, hacía rato que se reprimía el deseo de entrar en acción, se puso en pie de nuevo.
- Yo no soy contrario a la independencia -dijo gesticulando con ambos brazos como si estuviera encima de una tarima, y de nuevo acariciaba los extremos del bigote-Vosotros bien lo sabéis... que no soy catalán de nacimiento, pero sí por adopción, pero aun así creo que no ha de durar mucho tiempo si se forzara. Este no es el momento para la independencia de Cataluña. En cuanto a los otros temas que habéis aseverado: todos sabíamos que esto se veía venir por precipitar de esta manera los comicios -observó y se encogió de hombros. Se desplazó hasta las proximidades de la ventana y vagaba la vista hacia la calle con intermitencia en la medida que hablaba-. Sabíamos que el resultado podía tener un efecto búmeran si las condiciones no eran propicias para nosotros, y no eran en absoluto. Vosotros bien lo sabéis que os he planteado esta posibilidad en la reunión anterior - decía con la voz presumida que era su habitual cuando sus vaticinios se hacían realidad.
Hubo una pequeña pausa.
- Lo que hasta ahora no entiendo es -volvió a hablar el gordo-: cómo se ha podido pecar de tanta ingenuidad, se tenía que haber tomado medidas más drásticas a partir del Pacto de San Sebastián, ahí estaba el cogollo de todo.
- Bueno, se los han subestimado, no cabe la menor duda -entró de nuevo en escena el Dos. Los resultados en las urnas demuestran que tengo razón. Aunque no ganaron, han copado las ciudades grandes y eso les dio opción de convencer a todos de que era como un referéndum.
- De hecho tomar la medida apropiada habría sido difícil porque no había ningún escrito por el cual guiarse -intervino nuevamente el Tres, siguiendo el tópico del pacto mencionado.
- Escrito no, pero arrojaron un documento mental mucho más efectivo que simples trazos -dijo Felipe.
Sabían que sólo la primera vuelta era sagrada y a la cual debían de ceñirse, pero con el tiempo se volvieron tan habituados a una forma de organización, que aún por inercia seguían el mismo orden cada uno en su participación.
- Se hubiera actuado antes de que lograran aglutinar al Partido Socialista, que de hecho se le resistía hasta octubre, según los hechos. No sabemos qué hubiera pasado en ese caso, y tampoco se debió permitir que se les uniese la Central Unitaria de Trabajadores -remarcaba el Uno en un tono apesadumbrado.
El hombre de talante siempre templado, el que otorgaba razón a todos, de repente, también con dos carraspeos, y como aprovechando una pausa que hubo en la conversación, volvió a entrar en acción:
- Podéis corregirme si me equivoco -dijo-. Cada día estoy más convencido de que los gritos de cambio en los grupos sociales, siempre responden a una necesidad, cuando la estructura actual ya no satisface. Por lo expuesto, soy uno de los convencidos, que únicamente por esa senda acaecen los cambios, y nadie hubiera podido prevenir nada en el caso nuestro -teorizaba el flaco, sin encontrar eco en ninguno de los tertulianos.
Sin embargo Felipe se inquietó a los pocos segundos.
- No sé -dijo y suspiró levemente-. Ya que dijiste que te corrigiéramos, te digo que yo opino lo contrario: al pueblo no se le puede dar rienda suelta por ningún motivo, o si no, todo se volvería un caos. Ya veréis lo que surge, a partir de ahora en nuestra España de los garbanzos y de tan ricos jamones. Yo no sé si lo queremos tanto como decimos para machacarlo así. Y yendo a un ejemplo práctico: si uno es padre de varios hijos, no puede preguntarles a todos qué comida querrán comer en el día, porque os aseguro que cada uno pedirá diferente menú, y como ya sabéis, eso sería imposible de complacer. ¿No os parece? -dijo e insinuó una insípida sonrisa.
Y el hombre timorato, fiel a su personalidad, y que al parecer gozaba del respeto y estima de los otros tres, entre el brillo de los ojos emitía un apenas perceptible ademán de desacuerdo.
- No soy un versado en el tema ni mucho menos - replicó-, pero si escogemos algún modelo como ejemplo, como el caso de la revolución marxista, pienso que Marx sólo respondió a la necesidad latente de esa sociedad y no por una ocurrencia fortuita, sino porque era menester dar fin a la hegemonía del dinero que pesaba sobre aquellos quienes no poseían otra cosa que sus simples servicios.
- Yo no quiero quitarte la razón en eso, pero eso de llevar al hombre al otro extremo, a una masa impersonal tampoco le ayuda mucho. Tampoco es bueno endiosar sólo el trabajo y convertir al hombre en una caja vacía, sin esperanza que lo ayude a trascender a un más allá que sólo Dios puede hacerlo -alargó el gordo.
- Es justo afirmar eso, no quise decir que acabará bien tampoco, sino quise afirmar que las revoluciones no siempre surgen de la nada.
- Es cierto -dijo el Dos-, en ese contexto había la necesidad de muchos de que alguien lo rescatara del yugo de la burguesía.
- Bueno -arremetió nuevamente Felipe en un tono victorioso-. ¿Qué creéis que va a ocurrir ahora en España? ¿Alcalá Zamora acaso no es otro vasallo más de la burguesía? No creo que saque el carro del atolladero, cuya única virtud es su elocuencia y su ambición de poder -dijo Felipe como rematando la tertulia.
Todos, como convenidos de antemano, tímidamente observaban su reloj. Se puso de pie el gordo dificultosamente. Pronto los demás lo imitaron.
El Cuatro levantó las dos manos, de sorpresa, indicando que quería hablar más.
- Todos somos funcionarios y deberemos actuar como tales -dijo-. Todos le miraron levemente sorprendidos, veían al flaco tan cambiado de actitud-. Nos debemos a nuestros trabajos antes que a las diferencias coyunturales...-continuó con énfasis- De hoy en más... os aconsejo que sigáis simplemente a vuestras conciencias y sin salir nunca de las pautas que marcan las leyes -expresaba con solemnidad. Hasta Felipe se conmovió ver y escuchar a ese nuevo líder que nacía en el grupo-. Los hombres pasamos, pero las instituciones perdurarán -remató ovacionado por los demás. Felipe esbozó una sonrisa imprecisa. Nadie podía interpretar cómo acogía la intervención del flaco, pero sonrió, eso significaba algo.
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