LA COLECCIÓN DE OREJAS, 2012
Novela de ESTEBAN BEDOYA
CERVANTES PUBLISHING
LA COLECCIÓN DE OREJAS
NOVELITA O SAINETE PROLONGADO
Le embelesaban las carnes secas de su colección. Orejas vueltas cuero con el paso del tiempo, oscuras y levemente tornasoladas cuando la luz se reflejaba en los minúsculos vellos que al tacto daban sensación de terciopelo. El coleccionista tomó con sumo cuidado la más carnosa, la que conservaba la línea negra donde la sangre coagulada indicaba el exacto corte de la navaja. Se la llevó a la boca como si fuese un trozo de cecina y la mordió con las muelas de porcelana, intentando tragar el alma del muerto.
PREFACIO
Hace algunos años conocí a Leandro Manfrini, de forma accidental… Los dos circulábamos en la misma “órbita” pero en distinta dirección. Fue un choque tan violento que nos desparramamos en el piso. El corría porque creyó reconocer a “alguien” entre la multitud, mi apuro en cambio, se debía a que no quería dejar escapar un ómnibus de transporte público. Los primeros instantes fueron de desconcierto y desagrado, pero el dolor compartido y la mano franca para ayudarlo a levantarse, dieron comienzo a una amistad.
Aquél encontronazo derivó en la charla amena que se puede producir cuando dos personas descubren afinidades en el otro. El, un avezado periodista suizo, yo, un escritor de ficciones cuyas pocas obras fueron partos dolorosos.
Durante algún tiempo me transformé en su hombre de consulta para cuestiones que tuviesen que ver con la historia política reciente y con el vocablo guaraní. En cuanto a él, me atrajo su personalidad liberal y generosa, al momento de compartir anécdotas de su pasado como reportero de guerra. Pero fué su presente, el que lo convirtió en un personaje atractivo para mi propio proyecto literario. Por eso seguí sus pasos con curiosidad, y así, a través de esa guía involuntaria, no sólo conocí a personas que él perseguía con obstinación, sino que además pude juzgar y catalogar a mi propia gente. Mi “intromisión” significó el fin de mi trabajo part time con Manfrini, quien entendió que mi novela era una prolongación de la historia que él mismo estaba escribiendo.
Tuvo razón.
Reconozco la valía de su proyecto de investigación, que se basa y da continuidad a su libro de relatos, específicamente al capítulo cuatro, donde cuenta acerca de un viaje al Paraguay a inicios de la década del setenta, cuando fue acompañado por dos camarógrafos de su misma nacionalidad:
Los tres burlaron los controles fronterizos cruzando el río Paraná desde la provincia argentina de Misiones. Habían sido conducidos por un guía con quien acordaron reencontrarse horas más tarde. Luego de un rato de internados en la selva paraguaya, llevados por el entusiasmo se fueron adentrando en un laberinto del cual no pudieron liberarse. Tras una extenuante caminata llegaron a un arroyo donde decidieron hacer un alto para descansar. No pasaron más de cinco minutos cuando fuimos rodeados por paramilitares que nos subieron con violencia a un jeep -relata el periodista-. Durante horas recorrieron lo que sería una “picada” en la selva, sintiendo en el cuerpo el trajinar tortuoso que en cada salto parecía ensañarse con nuestros riñones. Hasta que el vía crucis llegó a su fin; les sacaron las vendas y para sorpresa de los cautivos, se encontraron en una pequeña aldea resguardada por enormes árboles. El terreno estaba ocupado por chozas alineadas a una principal de grandes dimensiones, en cuya entrada montaba guardia aferrado a un travesaño, un inmenso buitre de cabeza y plumaje negro brillante, como si fuese el águila de un estandarte romano. Allí los metieron, sentándolos sobre el suelo con los brazos atados tras la espalda, frente a tres uniformados apenas visibles en la penumbra del sitio de humedad lacrimosa.
Manfrini notó que a un costado del “tribunal” se encontraba un hombre vestido con uniforme negro; éste nunca intervino, solo parecía escuchar con especial atención los cortos diálogos mantenidos por los desesperados periodistas, quienes, en el dialecto de la Lombardía expresaban sus temores de ser asesinados, ante la infundada sospecha de su pertenencia a una posible avanzada guerrillera.
Al final de la jornada quedaron solos, intentando en vano descansar ante la presunción de un inminente fusilamiento. Ya adormecidos y con la moral vencida, fueron interrumpidos por el hombre de negro que los sorprendió al saludarlos en perfecto lombardo, y como si estuviese practicando un monólogo, habló ininterrumpidamente con el entusiasmo de quien recupera su lengua materna.
Por esta vez se salvaron… ¡pero solo porque tu padre y el mío eran amigos en la época cuando vivían en Ponte Cremenaga! –dijo a Manfrini, mientras servia unos whiskies-* -El padre del uniformado fue un fascista fanático que huyó de Italia, terminada la Segunda Guerra Mundial-. El bizarro personaje lucía un colgante color madera, especie de amuleto con forma de riñón, el cual estaba atravesado por un hilo de pesca anudado rústicamente tras el cuello. La curiosidad demostrada por uno de los suizos obtuvo rápida respuesta.
Es una oreja. –Explicó sin el menor desparpajo, y luego de un prolongado sorbo de whisky tibio, continuó hablando.
A este indio Mbya... ¡el de la oreja! –aclaró- lo cacé hace más de un año-. Los periodistas no solo escuchaban indignados, sino, pensaban con justa razón, que ese grupo de asesinos no los dejaría en libertad.
Conservo esta oreja, porque me dio trabajo cazar al salvaje. –Confesó con rostro satisfecho, y agregó- -En Asunción, tengo un buen amigo que las colecciona… y paga muy bien. En este país, la caza de indios es un deporte que se practica desde hace mucho tiempo.
Salieron de la choza en fila india sin volver la vista atrás, teniendo por despedida los graznidos del buitre que desplegaba sus alas montado sobre el antebrazo de su amo, un personaje cuya palidez caucásica resaltaba sus rasgos duros y su mirada inexpresiva.
La traumática experiencia vivida se alojó durante años en el ánimo de Manfrini, no solo por la soberbia e impunidad con la que se manejaban los paramilitares, sino por los resabios racistas de las acciones cometidas contra aborígenes y campesinos. En la piel de un europeo contemporáneo, estos crímenes se emparentaban invariablemente con las atrocidades de los campos de exterminio, de ahí que su olfato profesional le llevase a sospechar sobre la influencia nazi en los mercenarios de la selva. A partir de este supuesto, ataría cabos para encontrar al coleccionista de orejas Mbya, que presuntamente estaría viviendo en Asunción.
-Del libro de Manfrini “viaggiatore senza passaporto” (Suiza, 2001)-
I
Los mitos guaraníes describen a un personaje misterioso, insondable y de constante roce con el hombre, a quien observa y vigila durante la noche, deslizándose entre la maleza, silencioso y vivaz en sus ojos brillantes de astucia perversa. Sus silbidos prolongados mezclados con los confusos chirridos que parten de la espesura, denuncian su paso por los campos en sombra. ¿Será en verdad el enviado de la misteriosa Mba'evera guasu [1]... la ciudad luminosa de las leyendas indígenas que se creía escondida en el noroeste, más allá de Corumbá hacia el Amazonas, donde se asegura que en tiempos de la América precolombina llegaron vikingos [2] extraviados, quienes en su interminable deambular dieron con las tierras del Guayrá, en el corazón mismo del Paraguay? Estos señores del frío, amparados en la generosidad guaraní habrían abusado de jóvenes doncellas, violándolas y asesinándolas bajo el pretexto de ritos paganos. La venganza de los aborígenes fue implacable, persiguiéndolos por la selva hasta dar muerte cruel a cada uno de ellos. Pero el nacimiento de un indio blanco, es prueba cabal de que uno de los invasores logró escapar a la masacre, y aunque éste haya sobrevivido, fue condenado a un eterno y doloroso deambular que solo puede ser mitigado con la violación de una doncella. Por este motivo, las matronas y los guerreros montan guardia cuidando las chozas de las jóvenes casaderas durante las noches sin luna. Es la única forma de evitar que el duende diabólico, espectro de sus rubios antepasados, embarace a las inocentes indias contaminando así el linaje ancestral de la tribu. Demás está decir, que aunque no suceda con frecuencia, hay ocasiones en las que el duende logra su cometido.
***
La inmensa maraña de la selva lluviosa del Yvytúruzu amaneció con una niebla plateada que pronto se fue diluyendo bajo la persistente garúa invernal. Hacía frío y los animales humeaban mientras comían hierbas frescas, orquídeas, musgos y bromeliáceas que crecen por encima de otras plantas. Sitio, donde sólo los seres adaptados a la eterna penumbra podían transitar sin temer a las especies más fuertes.
Sobre ese suelo húmedo donde se descompone la materia orgánica, cada mañana un niño albino recolectaba sus alimentos. Había nacido en el seno de una tribu Mbya, de la que a tierna infancia fue expulsado por su sospechosa piel lechosa y por sus ojos traslucidos. Era hijo de una doncella y de padre desconocido. La joven madre parió sola en el bosque y llevó su ofrenda a la comunidad que no tardó en hacer notar las diferencias del recién nacido. El chamán lo examinó y concluyó que el duende vagabundo habría burlado a los guardianes para engendrar un niño que terminaría por someterlos.
Transcurrían tiempos difíciles para la tribu, y no deberían descuidarse de los seres sobrenaturales, ni tampoco de los cristianos. Los temores eran comprensibles; desde hacía décadas los forasteros comenzaron a merodear en el interior del bosque, asolando la fauna y secuestrando de tanto en tanto a algún aborigen Mbya. Los intrusos habían llegado a finales del siglo XIX, cuando diversas colonias de europeos se instalaron en las selvas paraguayas, alentados por la política de colonización gubernamental. Iniciativa oficial que tuvo su componente de rapiña, no solo de parte de los blancos caucásicos, sino también de los criollos que habían recuperado el impulso de repoblar las tierras legadas por su República, luego de superados los efectos de la guerra de exterminio implementada por la Triple Alianza.
Los silvícolas eran concientes de la amenaza que significaba el mestizaje para ellos; y de la alta posibilidad de que ello ocurriera. Esto pareció confirmarse con la inexplicable aparición del niño. Ante las evidencias, el chamán justificó la condena a muerte del lactante, y ordenó su internación en la selva con la esperanza de que las fieras y el hambre cumplieran con su deber. Pero las ansias de vivir del pequeño lo sobrepusieron a sus debilidades, y aprendió a alimentarse de frutos silvestres, hongos y huevos de pájaros que anidan en las inmensas alturas de las especies arbóreas solitarias. Desde allí, el silvícola aprendió a mecerse sobre las ramas en los atardeceres, mirando curioso sobre la masa interminable de la foresta, como quien observa el horizonte marino.
***
Enorme fue la sorpresa de la tribu el día que lo vieron regresar, robusto y animalezco, golpeando con un mazo de guayacán la choza del chamán. El huérfano no habló, fue imposible dialogar debido al abismal silencio que los separaba. Los guerreros se mantuvieron vigilantes con sus lanzas prestas, ante la irreverencia del albino que se limitaba a pasear su desnuda humanidad.
Un temor, basado en creencias mitológicas, aconsejó al cacique a proveerle un taparrabos y pieles para su vestimenta, así como miel y maíz en forma periódica. La ofrenda se colocaba al comienzo de un tapé poí que se internaba profundamente en el bosque. El pequeño salvaje llegaba a recogerla acompañado por una docena de pecaríes, que lo escoltaban como si fuese un grupo de niños juguetones. Había crecido con ellos, desde la noche en que el estruendo de los truenos lo obligaron a zambullirse entre las ubres de una parturienta a quien supo endilgar su orfandad. Ésta, en vez de huir espantada, lo aceptó como uno más de los suyos. Desde ese nido tibio percibió una enorme variedad de fragancias, aromas y ruidos nocturnos, sin temor alguno. Se integró al intrincado juego de interrelaciones en donde todos tienen un papel protagónico: insectos, aves, reptiles, anfibios, peces y mamíferos. Aprendió a defenderse, y a defender a los suyos, de los ataques de jabalíes, a los que espantaba aplicándoles violentos golpes con su mazo. Siendo aún niño, se transformó en un rey cuyo trono eran las raíces de un lapacho derrumbado sobre un pequeño claro, donde los rayos del sol, filtrados entre el denso follaje, destellaban sobre su melena leonina.
La felicidad en el paraíso no duraría mucho; en distintos puntos de la selva surgían campamentos de paraguayos que talaban los ejemplares más bellos de la foresta. Los Mbya los “visitaban” por las noches, y en alguna ocasión mataron de un flechazo a algún hachero, generando sangrientas represalias y justificando la captura de indígenas jóvenes como mano de obra esclava. No eran muchas las estancias en los alrededores, pero la construcción de la ruta que llevaría al Brasil intensificó la presencia de aventureros, aquellos que pocos años más tarde poblarían ciudad Stroessner. Hasta ese entonces los aborígenes podían llegar a los saltos del Monday sin salir del bosque. Tenían los medios para evadir las persecuciones, y encontrar vastas áreas para sus plantíos y para la caza. Pero con el reparto de inmensos territorios a los allegados al régimen, los terratenientes comenzaron a atraparlos para integrarlos al sistema de trabajo forzado, y en otros casos como simples trofeos de caza. Pasó muy poco tiempo para que no quedase rincón libre de los hachazos y las motosierras.
El peligro acechaba, y el indio albino lo percibía como una molestia inexplicable, similar al zumbido de seres invisibles; hasta que llegó el día en el que las aves dejaron de volar, los monos parecieron dormirse y la selva enmudeció. A sabiendas de los riesgos, marchó sigiloso por el tapé poí y se acercó a la toldería. La encontró envuelta en la humareda de las chozas incendiadas, con el denso silencio de los ausentes. Se paró en medio del terreno devastado y levantó el garrote en dirección a las nubes, profiriendo un agudo chillido de dolor que se transformó en su propia trampa. De la oscuridad salió el fogonazo de un fusil; cayó al piso con la pierna herida por el disparo. Cuando intentó levantarse, dos invasores le tomaron los brazos; a cada uno hizo volar por los aires, mientras adoptaba la posición gacha para cazar jabalíes. Su pequeño cuerpo curvado fue cubierto fácilmente con la red que le lanzaron los otros hombres de la cuadrilla. El joven saltaba como un tigre y gemía indefenso mientras recibía garrotazos. El que le disparó lo quiso rematar con revolver para poder cortarle una oreja, pero el buen ojo del capataz lo salvó.
Dejalo, este se lo vamo a regalá al Coronel… ¿No ve que e rubio? Seguro que le van a llevar al sológico.
Los jinetes llegaron haciendo hurras, con la tropilla envuelta en polvareda. Fláccido como un venado muerto, yacía sobre el lomo sudado de una mula, el raro ejemplar de los Mbya. La peonada corrió detrás de la ofrenda, en dirección a la casa del Coronel Colmán. Una vez allí, con curiosidad observaron como la tiraban sobre el piso del corredor yeré, a la espera de las instrucciones del patrón. Pero éste no estaba, había viajado a Asunción en busca de provistas. Entonces, el hambre desbandó a los peones hacia los ranchos ahumados con estiércol, donde les aguardaban festines de caña y carne chamuscada. El capataz arrastró a la presa hasta un palenque, de donde lo colgó como si fuese una bolsa cargada con baratijas. El indio atrapado en la red, parecía vencido por el maltrato y por un sol inclemente que le chupaba los últimos líquidos. Pero aún en los parajes más olvidados por la autoridá, revolotea algún ángel de la guarda… la negra Zoila, la mandamás, quien al percatarse de que se trataba de un niño, lo salvó de morir deshidratado.
¡Imbéciles, no se dan cuenta pió que é blanco!
¡Noo pueee Ña Zoila, si lo cazamo en el monte!
¡Que bruto que so Moralito! – Sentencio la mujerona- ¡Bucalé qué rápido al Dotor!
Morales –Moralito- era un gaucho atrevido y con varios muertos en su haber, atrevido… pero no estúpido, sabía que Ña Zoila, la machú[3], era la mano derecha del Coronel. Acató la orden mientras reflexionaba “al coronel lo ganaron por el estómago”.
El indio albino fue internado en la pieza de la negra, quien piadosamente siguió al pie de la letra las instrucciones del Doctor. El mitaí[4] pasó varios días afiebrado, balbuceando frases guturales que parecían rendirlo dócilmente a la enorme morena que lo protegía. Zoila era una vieja que en tiempos de la guerra civil del cuarenta y siete, degolló a un liberal para salvar el pellejo del entonces sargento Colmán. Desde ese día, su autoridad no se discutía; le temían más que a la propia esposa del Coronel. Ella se encargaba de reservar la matula[5] para el albino, y le tomaba el brazo para dar sus primeros pasos con la pierna en recuperación. Tras la dura coraza de la machú, subsistía el recuerdo de la infancia, cuando en Emboscada, fue violada por un comerciante allegado a sus patrones. Desde ese día, se auto impuso el castigo de nunca concebir un hijo. Pero estaba en sus últimos años, y creyó oportuno hacerse una concesión. -Nadie había osado darle descendencia, así que criaría uno ajeno.
Por más que le costase un siglo, enseñaría a hablar al indio albino y le quitaría la costumbre de esconderse en los árboles. La tarea se volvió cuesta arriba, sobretodo para evitar que comiese crudas las aves de corral. El uso de la letrina fue un imposible; esto en realidad no preocupaba, teniendo en cuenta la inmensidad del terreno, y menos aún, luego de la mejoría experimentada por los productos del Kokué, atribuida al abundante abono que esparcía el mitaí.
En compañía de los hijos de los peones, Zoila fue canalizando con inteligencia las energías interminables de mitaí morotí [6], -así le bautizaron en la estancia- nombre que ella aceptó con sabiduría, a sabiendas del malestar de la peonada con los privilegios del indio albino, que no hacía otra cosa más que cebar el mate al Coronel. Pasaba horas acostado sobre el piso de tierra a la espera de una orden. Mitaí morotí no hablaba pero sabía imitar los cantos de los pájaros con silbidos que competían en fuerza con los del gallinero al amanecer.
Su suerte cambió con el agravamiento de los males de Zoila; ésta sufría de inmovilidad a causa de la gota. Masiado soó, masiado Kuré -pensó la machú, lamentando sus limitaciones-. Tenía razón, el tapón de grasa se terminó de colmatar y el corazón de mil batallas dijo ¡basta! Así acabó la vida anónima de una de las tantas campesinas que sin saberlo sostuvieron a generaciones de revolucionarios que dieron el perfil a una sociedad que se debatía entre el pasado colonial y una modernidad mezquina. Como consecuencia de la muerte de su protectora, Mitaí morotí volvió a la orfandad, y su trabajo de cebador le fue rápidamente otorgado a un hijo de Moralito. Las generosas porciones de locro que le aseguraba Zoila se terminaron y se las tuvo que arreglar para compartir restos rancios con los perros. No tardaron en aparecer patos y gallinas devorados crudos… evidencias que lo inculpaban.
Poco tiempo pasó hasta convertirse en un paria dentro de la estancia; de vez en cuando se lo veía correteando con los perros, otras veces zambulléndose en los tajamares, nadando como un renacuajo, como un ser indiferente a la niñez y a los sufrimientos, como si las crueldades no hubiesen impactado en su vida y estuviese liberado del sentimiento del rencor, en él parecería no haber espacio para la venganza, aunque por instintoquizá, había dejado de frecuentar a los paraguayos, fuese a los niños, o a los peones adultos; estaba visto que nada bueno podía esperar de ellos.
Una tarde cualquiera, Mitaí Morotí se acercó a la última tranquera, seducido por el serpenteante camino que llegaba hasta allí. Al instante recordó el tapé poí que lo llevaba desde el bosque a la toldería de sus mayores, y con mucha ilusión se puso en marcha en busca de su hogar; estaba anocheciendo y el cielo se había embadurnado de tinte naranja, hasta que fue empalideciendo de frío, y la bóveda penumbrosa se cubrió de estrellas. El seguía caminando, propagando sus imitaciones del cantar de las aves nocturnas, en competencia con el ensordecedor chirrido de las cigarras. Mitaí disfrutaba su libertad, y siguió la marcha sin angustia hasta que escuchó el galope de un caballo. Se detuvo a un costado del camino para verlo pasar, pero la bestia corcoveó y se paró en dos patas al notar los ojos iluminados del albino. El jinete cayó pesadamente sobre el pasto, quedando oculto bajo su sotana negra… era el cura Barrientos que gemía de dolor, aún así intentó incorporarse para defenderse del póra, pero volvió a caer, quedando a expensas del prodigio que se le acercaba con curiosidad. Barrientos intentó desenfundar la pistola, pero estaba liada en el hábito… quedaron solos, el alazán retobado había huido con todos sus bríos. Cuando la mala visión estuvo lo suficientemente cerca, Barrientos gritó: ¡Mitaí morotí! Jamás pensó alegrarse de ver al indio albino, su euforia era producto de la descarga de adrenalina, que por un instante le hizo olvidar el hueso fisurado. Barrientos le pidió auxilio… ¡Ayudáme qué! – pero ante el mutismo de Mitaí, recordó las limitaciones del indio-. Se limitó a sufrir su dolor en soledad, con la secreta esperanza de que algún personal de Colmán o del general Martínez pasasen por ahí la mañana siguiente. Barrientos estaba dispuesto a una larga agonía, hasta que mitaí le apretó el cuello de la sotana, y utilizando su brazo como palanca sobre el pecho del cura, lo cargo al hombro culminando una perfecta toma de yudo. En un principio el religioso se inquietó al estar montado sobre un joven de apariencia enclenque, pero con el paso de los minutos quedó maravillado con el andar parejo y enérgico, que en menos de una hora lo depositó frente a la iglesia.
La pequeña Parroquia contaba con una feligresía devota, incluyendo a los perros que utilizaban el templo para refrescarse en verano. El cura tenía la esperanza de sumar a Mitaí morotí al rebaño, pero era consciente del desafío de civilizarlo, y más difícil aún, transformarlo en ayudante de sacristán o monaguillo. En primer lugar debería ser aceptado por la comunidad creyente. Tenía dos desventajas, ser indio y ser albino. Pero Barrientos confiaba poder educarlo. Las exigencias que tenía por delante no eran sencillas, primero debería imponerle la disciplina del trabajo, luego inculcarle el amor a Dios, a la santísima virgen y a la iglesia, frecuentar los sacramentos, rezar, y aprender a vivir su fe y sus valores humanos adquiridos, no siendo tolerado ningún tipo de conducta inapropiada.
Partió por lo más sencillo: barrer el patio, el interior de la iglesia y evitar que los chanchos comieran la huerta. El cura lo vistió de monaguillo con el objeto de cambiar su apariencia; lo sacralizó cubriéndolo con una sotana púrpura desteñida, pero el resultado no fue el esperado, ya que las burlas pueblerinas resonaron en cada rincón de Paso Yobai. Barrientos justificaba su esfuerzo, fortalecido por las crónicas de los misioneros llegados al Paraguay en el siglo XVI. Era admirador de las memorias del Padre Sepp y veía al indio albino como a la anhelada oportunidad para emular al cura austríaco. Ese ferviente ideal evangelizador terminó cuando, durante la liturgia, Mitaí irrumpió completamente desnudo, cargando un inmenso cerdo muerto, al que tiró sobre el altar. La consternación fue tal, que el cura, a pesar de saber que la mayor parte de los aborígenes asume la desnudez con “inconsciencia" y no por lujuria, no tuvo más remedio que buscar nuevo destino al joven salvaje. Intuyó hallar una solución, enviándolo a Asunción, a casa de la próspera familia Palavecino, gente de profundas raíces cristianas. Doña Serapia Palavecino era la protectora del hogar de huérfanos de Carlota Palmerola y sin dudas le encontraría una vacante para ingresar como pupilo en esa institución de monjas de reputado rigor.
En Carlota Palmerola, el indio se perdería entre la multitud de criados que subsistían gracias a las limosnas de feligreses de todo pelaje, pueblerinos y capitalinos que aportaban para el mantenimiento del estado de servidumbre de los muchos huérfanos y paupérrimos individuos que pululaban en la República. ¿Pero, quién cobijaría al silvícola indomable? Un ser peculiar, que olía a vegetal como si fuese una de las variedades exóticas de los bosques paraguayos… animal, hombre, cuyos hábitos produjeron su rechazo entre los cristianos.
***
Los niños de la cuadra eran los más entusiasmados con la llegada del camioncito de los Palavecino, el viejo Ford regresaba del campo una vez cada dos meses, trayendo provistas y animales exóticos, por lo general, aves multicolores y monos juguetones, que con el tiempo se multiplicaron gracias a la frondosa arboleda que cubría los barrios asunceños. Pero en esa ocasión, en una pequeña jaula, mezclado entre dos capones, llegó un duende de pelo dorado, flaco y salvaje como los aborígenes que años antes fueron expuestos en el Jardín Botánico[7].
Como si fuese un comité de bienvenida, los curiosos treparon el murallón de la casa para ver al nuevo criado de Fernandito.
Había viajado, no como pasajero sino como parte de la carga, haciéndose espacio entre bolsas de naranjas, hortalizas, gallinas, queso y miel de caña. Al llegar a la capital, y durante el recorrido desde la periferia hasta el centro, se fue “empachando” con las imágenes de las construcciones ornamentadas con columnatas, jardines, verjas, aljibes y escaleras; componentes de su nuevo y sorprendente entorno, que lo acogería en su seno como a uno de los incontables extraños que día a día engrosan el cinturón de pobreza de la urbe. Una vez en su nuevo hogar, se lo depositó en el área de servicio, donde sus primeras amistades fueron los perros protegidos del niño de la casa, Fernandito Palavecino. El pálido infante quedó anonadado con el Mbya, a quien observó sin disimulo. Le sorprendían sus orejas redondas despegadas del cráneo, y su mirada desganada que destellaba tonalidades de granadina; pero lo que más impresionó del visitante fue su intenso olor a selva. El niño que comenzaba a descubrir el mundo, veía en el recién llegado la materialización de los relatos de El Libro de la Selva. El salvaje no podría ser otro más que el mismísimo Mogli, conclusión a la que arribó al verlo trepar los árboles, igual que los monos que se paseaban en el bosquecillo del barrio Las Mercedes. Un día Fernandito fue subido a la punta del Yvapo´vo[8], sujetado por el Mitaí, quien sin esfuerzo lo llevó a la cima para que pudiese observar el amplio panorama de la bahía de Asunción y la costa misteriosa del Chaco. El gigantesco árbol sobrepasaba con creces los techos del vecindario, y era el refugio donde el aborigen, escondido “del mundo” devoraba la carne de pájaros y mamíferos que osaban penetrar en la propiedad. Escándalo, fue el que armó Virginia la cocinera, cuando los descubrió bajando desde las alturas. Por dicha imprudencia, Mitaí morotí fue castigado a quedar encerrado en la oscuridad de la pieza de las herramientas durante dos días completos. El tenía la visión adaptada a las penumbras y le resultó sencillo pasar el tiempo cazando insectos y alguna rata. Mataba el tiempo observando tras las rejas de una ventanita, al enorme Yvapo´vo, especie sagrada para los Mbya, quienes aseguran que bajo su sombra se reúnen los espíritus de los muertos.
Purgada la pena, Doña Serapia le sacó provecho llevándolo al mercado para cargar las pesadas compras que exigían los banquetes familiares y la sociabilidad de su marido. Pero más allá de los riesgos que podría correr Fernandito, Mitaí Morotí resultó un excelente niñero, dando prueba de su utilidad al llevarlo y traerlo cada mañana al colegio alemán, haciendo las veces de guardaespaldas, y amedrentando con su solo aspecto, a escueleros que se burlaban de la sensibilidad artística del niño Palavecino. El conveniente servicio que Mitaí prestaba a la familia, había hecho olvidar la posibilidad de enviarlo al convento de Carlota Palmerola, hasta que un día lo llevaron a la casa quinta de los Salomón, predio lleno de árboles frutales, donde los niños Fernandito y Vicente jugaban a la caza de fieras, con arco y flechas que el dueño de casa compró a los chamacocos. Pasaron la tarde disparando sin mayor éxito a los aburridos pájaros que los observaban desde las alturas. En esas circunstancias, el indio albino fue poseído de un ansía incontenible de sumarse al juego, y sin mediar explicación, les arrebató el arco y se dirigió al límite de la propiedad. Traspasó el alambrado y se ubicó a prudente distancia de donde pastaba una vaca, la observó sin parpadear y se acostó de espalda sobre el piso, contrajo las piernas, y con la flecha entre los dedos del pie, hizo presión sobre el arco de madera, expandiendo su cuerpo hasta hacer crujir las fibras del arma; inspiró y soltó el proyectil que se incrustó mortalmente en el cuello de la lechera que se desplomó sin lamento alguno.
No pasó mucho tiempo hasta que el vecino se presentó exigiendo la inmediata reparación del daño ocasionado. Nadie dudaba de quien había sido el culpable, pero el niño Salomón decidió cargar con las culpas para salvar al albino, que esa tarde le había regalado el espectáculo más maravilloso que hubo alguna vez presenciado. Se llegó a un pacto conveniente para el perjudicado, gracias al aporte monetario realizado por Don Fernando Palavecino. En el viaje de regreso a la casa, el matrimonio dejó entrever la conveniencia de enviarlo al convento de Carlota Palmerola.
Los días sucesivos fueron de llantos y pataleos. Fernandito luchó con todas sus fuerzas para que no lo alejasen de Mitaí; amenazó con no volver a la escuela, y pasó largas horas tirado en su cama, envuelto en crisis asmáticas. El corazón de Doña Serapia se retorcía ante el conmovedor cuadro, hasta que decidió conversar con Don Fernando, obligándolo a dar marcha atrás con el plan de entregar el indio a las monjas. Al fin y al cabo, ellos también eran cristianos, habilitados moral y financieramente para hacerse cargo del Mbya. El primer paso sería cristianizarlo, y para ello lo hicieron bautizar y le dieron el nombre de Cristino. Pero su integración a la sociedad fue un esfuerzo que llevó años de dedicación, bajo la mirada tierna de Doña Serapia quien con alma de fémina nutricia, lo acogió bajo su exclusiva tutela, llevándolo en innumerables viajes a la chacra de Ybycuí, donde lo familiarizó en las labores con los animales domésticos y con las tareas propias de las mujeres.
Así, casi imperceptiblemente Cristino fue adquiriendo un aspecto de joven saludable, habilitado como ayudante de cocina, a pesar de los límites insalvables que le imponía su silencio. Sin embargo esto no fue obstáculo para llevar a cabo las tareas enseñadas, y como si fuese un instrumentista experimentado, suministraba los utensilios justos para las labores culinarias. Paila, colador, cuchillos etc. Pero la maravillosa sorpresa ocurrió una mañana cuando Doña Serapia entró en la cocina y Cristino la recibió con sus primeras palabras: la receta del Chipa Guazú… -“abatí, kesú, cebolla, grasa de chancho…”-. En vano pensaron que se “largaría” a hablar, nada de eso ocurrió, salvo las repeticiones precisas de diversas recetas -“Tre kilo de lomo de cerdo, mostaza, aceite…”- Las recitaba, no importaba el momento ni el lugar, podía ser al abrir la puerta de calle y recibir al cartero, o mientras baldeaba el patio… “bati die clara de huevo, agregá harina….”.
Aunque la pasión más grande de Cristino parecía ser el sacrificio de los cerdos. En esa época, Doña Serapia tenía una chanchería que proveía carne a numerosos clientes. Eran animales de raza, enormes y rosados, algunos más grandes que el albino, quien sin embargo se daba maña para levantarlos y colgarlos de un gancho apretándoles el hocico para acallar los lamentos histéricos que se mezclaban con los suyos de pura euforia. Previo degüello, les aplicaba un golpe de martillo en la cabeza, para luego dejarlos desangrar. Con esmero, juntaba la sangre en un balde para hacer morcilla, y terminaba la faena bañándolos en agua caliente para sacarles los pelos con un cuchillo que el mismo afilaba. A veces conservaba las cabezas para preparar banquetes con el cerdo adornado con una manzana en la boca, acostado sobre una cama de hortalizas.
Un maestro imitador, un bufón de tiempo completo para tareas de toda índole; éstos eran algunos de los muchos argumentos que hablaban del porqué no había sido despedido como sucedió con empleados más “letrados”. Podría pensarse en el alma caritativa de los Palavecino, dado que las habilidades demostradas por el criado eran a todas luces insuficientes. Cualquiera fuese el motivo, se le dio la oportunidad de permanecer en la casa, conscientes de lo improductivo de intentar acostumbrarlo a los hábitos civilizados.
“Para algo serviría”; así también lo entendía el niño Fernando, quien no veía impedimentos para compartir un mundo infantil plagado de fantasías originadas en Cristino, quien acrobáticamente saltaba de rama en rama recorriendo los árboles de la cuadra. El no lo podía seguir en ninguno de sus actos, pero le bastaba con la traviesa complicidad de presenciar como hipnotizaba a las ponedoras antes de sacarle los huevos. Años más tarde, dudó de aquellos hechos y los atribuyó a sus periódicos encantamientos estivales. Con los cuestionamientos propios de la adolescencia, Fernandito comenzó a sentirse avergonzado. A medida que progresaba en la escuela y en sus clases de pintura, fue olvidando los atractivos misteriosos de Cristino, época en la que adoptó un perfil rebuscado de poèt maudit, para quien el indio no significaba más que un exótico sirviente. De hecho, vio muy claramente la posibilidad de sublimar su corta existencia dedicándose al arte, y en ese plan, el aborigen no podría tener más lugar que el de un marginal.
La toma de conciencia de sus propias capacidades y de las ventajas que obtendría con éstas en el mundo que tenía por conquistar, coincidió con los brotes de sus primeros vellos púbicos y con el fallecimiento de su padre. Esto último implicó días enteros de llantos y desfile de parientes, conocidos y curiosos solidarios con la viuda y con el huérfano. El jovencito, para su propio asombro, no sintió pena alguna, solo se conmovió ante su propia indiferencia; permaneció un par de días aturdido por su desamor, hasta que comprendió la ventaja de haberse librado del único ser que competía por el cariño y atención de mamá Serapia. Para ésta, el luto fue solo un ritual que no modificó en nada su monocromático vestuario. Para Fernando en cambio, significó mudarse al dormitorio de su madre, donde se refugió por ocho meses, hasta que fue desalojado por consejos del cura confesor y asesor espiritual de la familia.
Delicia de Emperatriz
El heredero fue educado para satisfacer las expectativas de la viuda, quien como buena madre pretendía hacer del niño un hombre destacado. Desde su ingreso en la pubertad, Fernandito ya manejaba ciertas reglas del protocolo que evidenciaba en sus buenos modales y en su espíritu festivo. Amaba disfrazarse y cantar ante el selecto público de familiares y amigos. En ocasión del almuerzo de cuaresma, luego de interpretar aflautadamente la marcha ¨Ich hatt einem kameradem¨, consideró oportuno contrastar sus talentos con los de Cristino, a quien fue a buscar a la cocina para que recite la receta ¨Delicia de emperatriz¨, celebrada ocurrencia culinaria de Serapia, quien garantizaba mágicos resultados para benéfico disfrute de hombres y mujeres que valoran la comida y el amor. Fernando no tenia la menor idea sobre el significado de lo afrodisíaco, pero se pavoneaba asegurando haberle robado la formula a su madre.
Cristino parecía halagado ante el convite, y con generosidad se brindó a los comensales. Parado como un escuelero en el primer día de clases, expresaba su alegría con los ojos destellantes, reflejando la satisfacción de quien como obsequio recita un secreto…
Caracole gordo meclado con cangrejo de rio.
Pure de higos, revuelto en menta y ortiga
Parmichiano rachado, tre cucharada colmas.
Do guevo.
Mucho ron.
Antes de terminado el recitado, los invitados comenzaron a festejar con aplausos la picardía de Fernandito; el tío Giuseppe y la tía Margarita no podían tragar bocados de la risa. Doña Serapia por su lado, acariciaba subrepticiamente los bíceps del criado, mientras decía -¡Siempre tan ocurrente mi hijo!... ¡es la copia de Genaro Palavecino!- Para dar el cierre brillante a su creatividad, Fernando coronó a Cristino con un barquito de papel de diario, haciendo luego el saludo fascista.
Gran porvenir esperaría al artista de la casa. Apenas egresado de la secundaria, Mamá Serapia planificó casarlo con una señorita de sociedad. El desconocía el acuerdo entre su madre y su tía Victoria Panetti de Grisini -prima tercera de Doña Serapia, y destacada defensora de madres desamparadas-. Estas señoronas habían sido compañeras en el colegio de la Providencia, y se habían prometido fortalecer los lazos entrañables uniendo sus descendencias. Ellas juraban que la complicidad entre sus hijos, -evidenciada en los frecuentes y prolongados extravíos- les auguraba un envidiable porvenir; al fin alguien en la familia se casará por amor. –confesaba Serapia a su “futura” consuegra. Pero al “hijo de sus ojos”, más le interesaban las frivolidades de los famosos, reflejadas con lujo de detalles en las páginas de la revista LIFE, que pensar en la vida de pareja
***
Una niña malcriada, o una enana disfrazada, cualquiera fuese la presunción, es indudable que hay personas con tal carácter y obstinación, que terminan por lograr sus metas. Y cualquiera sea el medio en el que se muevan, encontrarán oportunidades para hacer su voluntad, y si en lugar de haber crecido entre pastizales, lo hubiesen hecho entre institutrices y diestros profesores militares llegarían a ser reyes o dictadores ilustrados. Tal el caso de la niña, nieta de inmigrantes italianos que añoraban las buenas costumbres monárquicas, pero adherían con entusiasmo a las promesas del fascismo, alentadas por el abuelo, quien antes de recalar en Asunción, logró beneficios con la política expansionista del Duce, concretando buenos negocios en el Magreb.
La niña que hubiese querido nacer princesa, estaba al tanto de los planes de las viejas, su madre y su tía. De haber poseído una dosis de inocencia, hubiese llorado desconsolada ante el proyecto materno. Pero como la vida es un juego para quienes disfrutan de la miseria humana, ella se deleitaba pensando en la estupidez de las matronas y en los abusos que cometería como desquite.
[1] Recopilado por Victor I. Vera Cabrera
[2] La antropóloga alemana, Franciska Schmundt, relaciona las inscripciones rúnicas encontradas en Ybyturuzú, Yipir y Mbaracayú, con otras similares vikingas de la baja Edad Media; se refiere específicamente a las runas mellizas de Yipir (Paraguay), y a la encontrada en un grimario islandés del siglo XIV, llamada la “Runa maldita”.
[3] Cocinera, administradora de provisiones.
[5] Ración de comida o vianda.
[7] El zoológico se encuentra dentro del predio que popularmente se denomina “Jardín Botánico”.
[8] Guapo’y: árbol denominado‘Higuera de los monos’ por los guaraníes, quienes aseguran que su copa frondosa, proyecta una sombra tan compacta, que sirve de refugio a los espíritus de los muertos.
LA COLECCION DE OREJAS
LA COLECCIÓN DE OREJAS logrará situarse como una obra importante de la literatura latinoamericana, y muy especialmente de la literatura paraguaya. Más allá de sus méritos literarios, esta novela demuestra un profundo e inteligente análisis de la sociedad paraguaya y realiza, a través de la ficción, un diagnóstico preciso sobre los males que obstaculizan o condenan al olvido aspectos fundamentales de toda la cultura intangible de esa nación. El mensaje refleja el fuerte vínculo entre la literatura y la política, fórmula que se ajusta a lo expresado por Vargas Llosa: "El escritor comprometido ejerce su condición de ciudadano, de miembro de una comunidad que tiene la obligación social y cívica de participar en el debate y en la solución de los problemas de su sociedad". Con esta novela, Bedoya lo ha logrado esta obligación, para lo cual se ha valido de una prosa impecable.
LA COLECCIÓN DE OREJAS se ha ido haciendo camino de manera exitosa: contando con apenas cinco meses de editado, el libro será traducido al francés y publicado en Francia por la editorial “La derniere goutte”, y al italiano por el Sindicato de Escritores de Italia, Roma. Próximamente será presentado como texto de análisis en el Instituto Cervantes de Sydney, y posteriormente, en cursos de idioma español en universidades australianas. Asimismo, la obra será publicada en Sudamérica.
Vale señalar que LA COLECCIÓN DE OREJAS parece ser el resultado lógico para el escritor que se esfuerza en pos de la permanente superación, actitud que proyecta a Bedoya como a un importante autor latinoamericano. En esto coincide el PEN American Center, institución que le otorgó el premio Lily Tuck, New York, 2010, por su obra El Apocalipsis según Benedicto. Como parte del premio, está siendo traducido al inglés y recibirá todo el apoyo que el PEN le pueda dar para su difusión en los EE.UU.
Para cuando se de el caso de la comercialización del LIBRO LA COLECCIÓN DE OREJAS, el autor ya contará con un camino hecho a través del PEN American, que sin dudas será de inmensa ayuda para su difusión en países de habla inglesa.
Como complemento a los comentarios realizados, se transcribe el dictamen del jurado del PEN American, que expone los merecimientos de Bedoya:
“Entrar en estas páginas es recorrer un territorio a la vez acogedoramente familiar y seductivamente original. Es ser seducido por el léxico de una cotidianidad luminosa, para de pronto encontrarse acometido de un humor punzante y despiadado. Y es en última instancia, ser desafiado y respetado, no solo como lector inteligente, sino también como aportador igual a una experiencia textual deslumbrante”.
Roy C. Boland
Catedrático de Español
Universidad de Sydney
www.antipodas.com.au
LA COLECCIÓN DE OREJAS DE ESTEBAN BEDOYA
Por JOSÉ VICENTE PEIRÓ BARCO.
Cuando alguien ha leído El Apocalipsis según Benedicto no puede dejar de sentir interés por su autor, Esteban Bedoya, y sus posteriores publicaciones. Aquella obra, genuinamente esperpéntica y original, nos reproducía un mundo en los infiernos de la realidad para construir un compendio de lo que conocemos como crisis del catolicismo, que no es más que una transformación más de las mentalidades en nuestra sociedad. Pero no se detenía solamente en esta cuestión: avanzaba la propia crisis moral del neocapitalismo posindustrial en que ahora tratamos de sobrevivir. Ello sin eludir el examen sociológico del Paraguay, como en el cuento Villa Elisa, un análisis crítico sobre la corrupción, el arribismo y el amiguismo como sustrato temático de una trama fantástica, en la que se suceden acontecimientos sobrenaturales en la casa del título. Heredero de autores capitales del siglo XX, como Borges o Cortázar, y del humor de raíces cervantinas, sabe convertir la realidad en una trama fantasiosa, provista de causalidad y dotada de una verosimilitud literaria cuadrada.
La publicación de su nueva novela (por cierto, en Australia, dato curioso aunque no increíble por ser su residencia actual) es una grata noticia. Su título es atractivo: La colección de orejas; mención que evoca aquella historia de Ascasubi cuando puso a Isidora la Mazorquera a admirar la colección de orejas de unitarios que poseía Manuelita, o la de Dos falsas novelas de Ramón Gómez de la Serna, y su relación con el fetichismo macabro. Aquí, la colección de orejas buscada es un leitmotiv del que salta la historia principal. Como en otras narraciones, Esteban Bedoya parte de una misteriosa anécdota, el encuentro de un periodista suizo, Leandro Manfrini, con un misterioso hombre de negro que lleva un colgante con una oreja, para desentrañar una historia enmarañada en el trasfondo político stronista. Sin embargo, es el misterio del indio blanco el que ocupa el centro vehicular de la narración lo cual la dota de unos cimientos férreos y bien armados.
El cervantinismo de la historia, texto dentro de texto (en palabras de Eric Courthès, “la novela es una red de textos imbricados”), metaliterariedad del narrador al conocer a Manfrini, está sustentado por un argumento repleto de tramas no tan dispersas como aparentemente podría apreciarse en una lectura superficial. La historia del indio blanco salta a la relación con la mujer negra que protege a uno de los protagonistas de la represión del régimen dictatorial, y a partir de ahí a otros sucesos unidos alrededor de la unión matrimonial planteada entre la hija de la familia Palavecino, Antonia y Fernando, hijo único de doña Serapia, matrona de la familia. La historia se alambica hasta el punto de rayar en un bizantinismo moderado, bien resuelto en función de la relación entre los personajes y cierto nihilismo alejado del escepticismo.
Este indio albino legendario nos recuerda la forja de nuestras mentalidades en la mitología. Su entrada en la vida corriente no perturba; más bien, revela las carencias de la buena familia. Porque en el fondo Esteban Bedoya nos remite al fracaso como destino humano; sobre todo al fracaso moral convertido en motor de los actos. El hecho de que el matrimonio no pueda consumirse por la homosexualidad de Fernando y de que Antonia sea una mujer de carácter acaparador que ordena más que organiza, es una representación de la frustración de la pequeña sociedad y de la familia entendida como vehículo de bondad y unión.
Bedoya firma una denuncia explícita de la violencia mostrándonos ambientes desagradables sin ningún pudor, pero con plena justificación. Así, vemos cuadrillas paramilitares que se dedican a cortar orejas de los indígenas mbyá y guardarlas como trofeos de conquista. Sin embargo, la enigmática presencia del doctor Mengele, el famoso médico nazi, abre un interrogante acerca de la naturalidad o artificialidad del indio albino: ¿mito o realidad? Es esta presencia de elementos anormales, o al menos diferentes a nuestros cánones vitales, la mejor fortaleza de la novela. Quizá hubiera estado más conseguida la explicación del mito del indio albino del primer capítulo si no hubiera sido explicativo y se hubiera forzado más el discurso con ficción pura.
Hay momentos en que se recurre a la saga, como la historia de los Palavecino. Pero se rompe con la trasgresión sexual del desnudo de Cristino. El artista sometido por la joven Antonia descubre un mundo de depravación que aleja el pensamiento familiar de cualquier tradición heredada, hasta hacer chocar la moral y las costumbres. Esteban Bedoya no sujeta sus personajes a cánones establecidos: los libera del yugo de la influencia social y familiar para individualizarlos según su propio carácter. Les permite escapar de la protección paternalista de un narrador omnisciente castrante. El indio albino, nacido en la selva, entra en el mundo asunceno cuando es contratado de criado de una familia patricia, los Pavón-Grisini, que van labrando su riqueza por medio de su posición dentro del Partido Colorado en el poder, hasta el punto de ser una de las familias defensoras del régimen dictatorial.
Otro aspecto positivo de la obra es que el indio albino no se ajuste al modelo del buen salvaje, nacido fuera de la “civilización” y educado por las elites dominantes, aunque en realidad el autor huye de los conceptos tradicionales de la aculturización indígena con acierto narrativo. De hecho, los abusos sexuales que sufre por parte de los miembros de la familia Pavón-Grisini desmitifican esta idea: la depravación contrasta con las buenas costumbres exhibidas de cara al exterior. A pesar de que Cristino violó a Antonia de niña y de que fue maltratado por Mengele, no hay maniqueísmo ni sentimentalismo en el tratamiento del personaje, así como tampoco sobrevuela un mensaje moral con respecto a su comportamiento. En realidad, su universo está rodeado de inmoralidad. El indio acaba siendo protagonista televisivo y de ahí es “reinsertado” en la selva para “recuperar sus derechos” gracias a la fundación de la familia, clara ironía sobre la moral imperante.
Sin embargo, nos atrae más en la novela la imbricación de las pequeñas historias de cada personaje con el argumento global. Diríamos que el indio Cristino es un conductor, pero en realidad el resto de los personajes son igual de interesantes. Los episodios humorísticos de su retorno al contacto con otros indígenas, como por ejemplo las “galletas coquito” con los acampados en la Plaza Uruguaya o el exterminio de las aves del gallinero, sumados a los de su vuelta con los mbyá y su borrachera del reencuentro, se alternan con la crítica irónica a las intrínsecas relaciones con el poder. La conversación entre Garcilazo y el senador, con las palabras escritas en Suiza por el periodista Manfrini, revelan todo un mundo subterráneo donde la política común se sustituye por los intereses personales. Personajes como Cañete están perfectamente trazados; gozan de autonomía pero sin escapar del discurso. Sin embargo, muchos de ellos son engullidos por las situaciones de la novela, sobre todo cuando son violentas. La enigmática llegada a casa de los Pavón del oficial Estigarribia para cerrar el caso de su marido demuestra el grado de nepotismo de los privilegiados existente en la sociedad paraguaya y la impunidad con la que actúan.
El final, entre la añoranza del olvido de mitos como el Pora o el Luisón aprovechando la desaparición de Cristino de la memoria colectiva, redondea una novela a tener en cuenta; una novela donde se hace patente la idea del humor como estrategia de denuncia de la realidad. La anécdota policíaca del comienzo y la búsqueda del coleccionista de orejas acaba siendo solapada por los personajes variopintos de la novela. Violaciones, situaciones macabras, pero también cómicas, muestran la degeneración del individuo. En el desenlace, el periodista Manfrini y Antonia siguen su camino a pesar de amarse en sueños, y el narrador hace balance de la procedencia de las historias compiladas.
La escritura de Bedoya no posee límites. La novela podría ser acusada de disparatada o de contener secuencias inverosímiles incluso. Nada más lejos de la realidad, puesto que es en ello donde reside su estilo propio y la potencia de su discurso. Con esta novela destaca el olvido de una cultura indígena, pero sobre todo la dislocación de unas mentalidades oblicuas por su disfunción entre pensamiento y acción, sobre todo en relación con la tradición moral y la actuación personal en el universo político de los intereses personales. La colección de orejas posiblemente no sea tan tenida en cuenta en el futuro como la rupturista y llena de imposturas El Apocalipsis según Benedicto, pero sí la tendrán en cuenta el lector y la crítica como una novela inolvidable.
Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR
Domingo, 6 de Mayo del 2012
Fuente digital: www.abc.com.py
LA COLECCIÓN DE OREJAS, de ESTEBAN BEDOYA
Por IRINA RÁFOLS
Aristóteles distinguía, dentro de la retórica, tres elementos que servían para aportar un análisis integral de los individuos y sus acciones. El ethos, las costumbres o la moral; el phatos, relacionado con las emociones, y el logos con la razón. Críticos como Harold Bloom tomaron estos elementos para aplicarlos al plano de la ficción, siendo este uno de los análisis que aplica a las obras elegidas en su Canon occidental1. Siguiendo a Bloom, son estos tres elementos los que analizaremos en la novela La colección de orejas, de Esteban Bedoya, que ya ha dado que hablar en la literatura paraguaya con obras como Los malqueridos, La fosa de los osos y sobre todo con El apocalipsis según Benedicto.
La colección de orejas nos habla de los efectos de la dominación de la tierra, considerando la dominación no solo en cuanto a espacio geográfico, sino a lo que esto incluye: los hombres y sus culturas. El pathos de la novela pasa por dos fuertes emociones, ejes de la trama, ligadas a la brutalidad, por el lado de los políticos corruptos, y al salvajismo, por parte del inferior, como única defensa. Brutalidad y salvajismo desencadenan la forma en que estos personajes principales se van a conectar entre sí. Un político que busca candidatarse, que en la intimidad es un consumado degenerado y explotador; un indio mbya albino que aparentemente es sumiso y dócil, incapaz de hacer daño a nadie.
Nos figuramos un Paraguay ligado al mundo de los grandes hechos históricos que vive la repercusión de crímenes de lesa humanidad, no solo de la época de Stroessner, sino también de la Europa de la Segunda Guerra Mundial, relacionado con la red de colaboración secreta de Odessa, con la facilitación de la huida de exmiembros de la S.S. La aparición de Joseph Mengele añade un ambiente densamente siniestro que permite un buen contraste de emociones entre los personajes que lo rodean. Un ambiente oscuro e infernal queda como huella a su paso, la experimentación humana en busca de la raza perfecta. El ethos en Mengele implica una escala moral manejada con otros elementos no tradicionales. Todo se vale para la ciencia —la eugenesia— según su punto de vista. Para el científico no hay mal, sino un bien mayor a largo plazo en la construcción de una nueva generación de hombres y mujeres, la raza superior. De la misma manera, para el senador Rafael Pavón, el coleccionista de orejas, el ethos pasa por una doble vida, la aparente y respetable, necesaria para conseguir los votos ciudadanos, y la íntima, donde revela su verdadera conducta, el abuso y la degeneración que involucra a seres inocentes. A eso se suma su costumbre de coleccionar orejas humanas, que lo dejan al mismo nivel de indiferencia por el valor de la vida como el propio Mengele.
El logos viene de manos del oficial Estigarribia, que busca la razón, investiga un crimen y trata de reconstruir los hechos para darles sentido. Pero si llegara a encontrar esa razón que busca, la justicia humana sería imposible. Cristino está más allá del bien y del mal de las leyes sociales. Es un salvaje, un corazón puro no conquistado ni por el bien ni por el mal, lo que equivale a decir, ni por el cristianismo –cultura dominante– ni por la perversidad de los bajos instintos de su entorno.
Esta es una novela que habla de las raíces de nuestra sociedad y muestra que la actualidad no ha cambiado para nada. Desfilan lugares significativos de Asunción y personajes reales conocidos del quehacer político, inclusive de nuestra actualidad. Muy buen manejo de registros del nivel del lenguaje, y la inclusión oportuna de otras voces en otros idiomas.
La mejor construcción de personaje es, sin duda, el Mita’i morotí, Cristino, quien es confundido con el legendario Jasy Jatere, oscilando entre la realidad y el mito. Llega a trasmitir su gracia cuando al dirigirle la palabra, la única forma de contestar es describiendo recetas de platos típicos paraguayos. Tiene encanto y tiene comedia, además de representar a la cultura condenada.
En definitiva, Bedoya define su estilo por un tono crítico bizarro que sabe cómo retratar a personajes corruptos desde la oscuridad, desde el clímax de lo más morboso del ser, allí donde es libre de manifestar sus desequilibrios y desviaciones. Sin embargo, a través de la exposición de los bajos instintos, suelen aparecer seres puros que solamente con una ley propia que se dan a sí mismos adquieren el carácter de héroes anónimos, testificando que no se nos puede mentir todo el tiempo.
No puedo dejar pasar la travesura literaria de la contratapa de La colección de orejas, de esta ejemplar edición de Cervantes Publishing2, escrita nada menos que por el Marqués de Sade, y mi sorpresa al enterarme de que Sade tuvo sensaciones un poco incómodas al leer la novela. Eso sí que es bien raro, teniendo en cuenta que sus personajes se sabían acomodar muy bien a todas las circunstancias. A mi parecer, no solamente hay un toque de humor genial donde uno menos se lo espera; también encuentro una crítica a muchos de los libros que suelen tener en la contratapa el solemne comentario de algún amigo o personaje mediático diciendo que la novela es muy buena o que le gustó mucho. Un touché de Bedoya.
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1. Bloom, Harold; El canon occidental, Barcelona, Anagrama, 2004, p. 585.
Fuente: SUPLEMENTO CULTURAL DEL DIARIO ABC COLOR
Publicación del Domingo, 10 de Febrero del 2013
Fuente en Internet: ABC COLOR DIGITAL/ PARAGUAY