Sin piedad, de punta, el sol caía sobre la siesta de San Solano, compañía de San Pedro del Paraná, en el departamento de Itapúa. Epifanio Méndez Fleitas disfrutaba en su valle de esos días de gloria que el ejercicio del poder político —en el Partido Colorado—, le proporcionaba aún, sin avaricia.
Sentados debajo de un mango, junto al caudillo y músico, estaban también Teodoro S. Mongelós, César Medina y otros integrantes de la orquesta San Solano. Con el calor, parecía que el tiempo se había detenido en medio de ese asaje pyte perpetuo y polvoriento. Quien cuenta esto es el cantante y compositor José Magno Soler. Su relato proviene de boca de César Medina.
A lo lejos, una señora de luto desafiaba, con pasos seguros, esa encendida ausencia de caridad en la naturaleza.
—Arnóa piko ndaha’éi Ña Selmira (La que pasa no es doña Selmira)—, preguntó, desde su perezosa Epifanio.
—Ha’e hína (Es ella)—, le confirmó un lugareño.
—Ehenoimína ñandéve tou tahechami (Quiero saludarla; por qué no la llamas)—, pidió entonces el político que navegaba en la cresta de la ola.
Al rato, secándose el sudor, se aproximaba la anciana. Su rostro atestiguaba los golpes de los años convertidos en arrugas, pero aun así su piel curtida se negaba a ceder a la tiranía de la edad.
—Ne mandu’a gueteripa che rehe (Se acuerda todavía de mí)—, le preguntó el compositor.
—Nachemandu’avéima (No), le contestó ella un tanto azorada.
—Che ko hína Epí, ne alumnokue (Soy Epí, su ex-alumno)—.
—E’a, nde piko hína ra’e. Ma’emína nde. Oje’éma voi chéve la nde tuicha remandaba amo Paraguaýpe (Ah, eras tú. Qué bien. Se me había contado ya que eras una alta autoridad en Asunción)—, replicó, ya con la memoria completamente recobrada.
—Tamombe’úmína peême mávapa ko karai —continuó, ya sin timidez— che hína imbo’ehare ha aikuaa porâ chupe. Heta che quebrantava’ekue che alumno tiémpope. Amoñesũtímivarâ ha anambitira porque iñâkâhâtâiterei. Aya piko oimo’ âta agâ tuichaite omandaha (Les contaré quién es este señor. Fui su maestra y lo conozco bien. Mucho me quebrantó cuando era mi alumno. Le ponía de rodillas y le estiraba de la oreja porque era muy cabezudo. Quién iba a creer que ahora es toda una autoridad)—.
—Avy’ aiterei rohecháre; akóinte ne kuñataî guasu ha che che tujáma ahávo. Ame’êta ndéve peteî mba’e tuichavéva plátagui, opave’ỹva: ajapóta ndéve peteî música. Ape Teodoro ohendupáma la historia ha oscrivíta chéve la letra—, le prometió Méndez Fleitas, emocionado por el encuentro con quien fuera su profesora en la escuela de San Solano, Selmira Chamorro de Chilavert.
Teodoro, veloz y preciso, en una hora, terminó los versos. A la mediatarde, con su guitarra, Epí ensayaba ya los primeros acordes de la música que le pondría al poema inspirado en la conversación todavía fresca. Esto ocurría alrededor de 1950.
Como expresaba, con una rica melodía, los sentimientos de los alumnos con respecto a sus maestras, pronto la obra ganó popularidad. Teodoro, pasando por alto la anécdota de San Solano, decía que había escrito los versos en homenaje a sus maestras, entre ellas a Eloisa Galeano viuda de DelvaIle, su profesora de cuarto grado, en Itá, en 1928.
Cuando Epifanio cayó en desgracia, con Stroessner, que veía en él un competidor peligroso, sus obras fueron prohibidas. Sin embargo, clandestinamente, desafiando a los pyrague y la represión, Che mbo’eharépe continuó viviendo en el Paraguay de manera clandestina o en plena luz del día. No hubo manera de desterrar esa declaración de amor a una maestra que se convirtió en un homenaje a todas las que ejercen la docencia.