La sala del Hospital de Lomas de Zamora, en Buenos Aires, era ancha y espaciosa. Uno de los enfermos, recién operado, era el cantante, poeta y compositor Ramón Ayala. Había nacido en 1937 en Posadas, Argentina.
De padre brasileño y madre paraguaya, el niño había bebido de su progenitora la cultura guarani y la atmósfera de su espíritu estaba más vinculado a las realidades de nuestra tierra que a los aires de su patria de origen.
“La intervención quirúrgica había sido de una enfermedad de nombre raro: gastroenteroanastomosis. Tenía algo que ver con piedras en la vesícula”, recuerda el artista que se había aproximado a la música en su casa, donde todos amaban y eran cultores de la música.
En una de esas noches de hospital donde el silencio espeso puebla cada rincón, Ramón escuchaba una pequeña radio. De repente, nítidamente, sintonizó una emisora que le resultaba familiar. Era ZP 5, Radio Encarnación. El locutor era Artemio Vera. Estamos en 1964.
“Entonces, pedí una guitarra y empecé a componer una canción acerca de un amor que por pequeño se vuelve grande. La llamé Mi pequeño amor. No tiene una destinataria con nombre y apellido. Ella no tiene identidad, es idílica. Es la mujer que buscamos o, acaso, la que ya encontramos en las encrucijadas de nuestras vidas”, cuenta Ramón Ayala en Asunción en una de sus visitas.
Cuando la canción estuvo lista, las enfermeras del hospital fueron las primeras en cantarla. Esas voces que estrenaban la obra presagiaban su futuro de hondo arraigo popular. César Isella sería uno de sus más renombrados intérpretes.
De esta manera, el que también es autor de temas tan consagrados como El mensú, El cosechero, Posadeña linda, El cachapecero y Retrato de un pescador —entre otras obras, que llegan a unas 300—, dejaba circular por el orbe el fruto de su inspiración.
Ramón, de niño, en su hogar se había familiarizado con la música. Como en Posadas, en la década del 1940, era difícil distinguir dónde estaba el límite entre Paraguay y Argentina, su experiencia musical incluyó por igual polcas, chamamés, guaranias, chacareras, zambas, chamarritas y otros géneros propios de la rica cultura de ritmos de la región.
En contacto con músicos de ambas naciones, en Buenos Aires u otros lugares del vecino país, Ramón fue ampliando el mundo del conocimiento de su arte. Fue amigo de los grandes de la música paraguaya.
Creó un ritmo que llamó gualambáo que, según dice “se convirtió en la única danza del mundo guaranítico que representa al amor”, acotando que tiene diez gestos de cortejo a la amada por conquistar. “Brota de la selva y es auténticamente nuestro”, afirma el hombre que se siente integrante de una cultura particular pero también universal, ciudadano del mundo.