Aquella noche clara de luna enteramente amarilla, en Laguna Blanca (Provincia de Formosa, Argentina), el poeta CHACHO ALCARAZ -hijo de paraguayos, nacido el 15 de abril de 1933-, no podía conciliar el sueño. De vez en cuando pasaba el umbral de ese territorio habitado por silencios y volvía a la vigilia. En un momento dado, en el impreciso límite en que navegaba, estando medio despierto y medio dormido, sintió el ruido de unas alas en su cuarto. Acto seguido, se le presentó EMILIANO R. FERNÁNDEZ.
-Ndéngo Chacho che amigo. Chéngo amanova’ekue, nde reikuaa. Che hora mbykyko. Ajerurese ndéve peteî favor (Chacho, eres mi amigo. Como sabes, estoy muerto. Tengo poco tiempo y quiero pedirte un favor)-, le dijo el visitante alado.
-Cómo no chamígo-, le respondió el dueño de casa.
-Aipota niko Belencita-pe reho repurahéimi chéve ko’êtî jave. Aha guivéko avave ndopuraheivéiva chupe. Ere chupe aî poraha, che resaînteha (Quiero que al alba le lleves a Belencita una serenata. Desde que partí, nadie le cantó. Dile que estoy bien)- le pidió el vate fallecido ya en 1949.
Alcaraz, emocionado y empapado de un sudor extraño, se levantó de su cama sobresaltado. Prendió la luz. No había nadie. Recordó entonces, mientras recuperaba en su memoria cada detalle del sueño que acababa de tener, que en 1943, en una carrera de caballos, en Puerto Elsa, había visto a Emiliano R. Fernández. Un poncho chara y un sombrero de karanda’y resaltaban en su atuendo singular, completado por la guitarra que tocaba en medio del jolgorio de las apuestas y los relinchos.
Una vez que su corazón volvió a latir a ritmo normal, Chacho buscó papel y lápiz para cumplir el encargo que de manera tan singular acababa de recibir. Imaginó a la morena MARÍA BELÉN LUGO a la que Emiliano le había cantado con tenaz persistencia tanto cuando el amor les abría su ancha avenida como cuando la ausencia se había hecho ya amargura y tristeza. Y sin que importara la madrugada crecida, escribió de un tirón BELENCITA-PE GUARÂ.
Al día siguiente, presuroso, acudió junto al compositor VÍCTOR CÁCERES, de Siete Palmas. Le contó lo sucedido y le solicitó una melodía para el poema aún fresco. Su amigo miró los versos, le hizo algunas observaciones y le devolvió la hoja para que, una vez realizadas las correcciones, le trajera de nuevo para musicalizarle. Chacho guardó el escrito y se sumergió en los reclamos de la supervivencia cotidiana. Cuando quiso retocar su obra, no la encontró más. Sólo dos años después, por pura casualidad, sus manos tropezaron con su poesía perdida. Entonces, Víctor le puso la música.
Chacho, una y otra vez, se preparó para llegar, en un ko’êti (aurora) hasta la ventana de Belencita, que vivía en Ysaty con su hijo Ramón con la serenata que le había encomendado su marido. Las circunstancias fueron posponiendo el instante en que la promesa debía ser cumplida.
Una tarde, sin embargo, le llegó la triste noticia de que la «amada Belencita» había dejado ya el reino de este mundo. El poeta, de golpe, tuvo la certeza de que ya jamás iba a cumplir el pedido que en sueños Emiliano le hiciera en la década del '80.