DE AMOR Y DELIRIO
Novela de BELLA VICTORIA ACOSTA CIBILS
Editorial EL LECTOR
Director editorial: PABLO LEÓN BURIÁN
Asunción – Paraguay
2012 (317 páginas)
CUALQUIERA PUEDE DOMINAR UN SUFRIMIENTO,
EXCEPTO EL QUE LO SIENTE.
Cuando hablamos de literatura paraguaya no debemos referirnos a literatura asuncena. Si bien la mayor parte de la vida editorial y el movimiento literario radica en la capital del país, incluyendo en ella a los autores nacidos en otras localidades, como Helio Vera o Jacobo Rauskin, por ejemplo, originarios de Villarrica, no es menos cierto que en otros lugares del ámbito nacional también existe la buena literatura. Todos recordamos el caso de la tristemente fallecida Lucía Scosceria en la región de Itapúa, concretamente en su capital Encarnación, y el movimiento poético que despertó allí en los años noventa. Chiquita Barreto desarrolla su actividad en Coronel Oviedo. Es muy grata la presencia de Villarrica en la historia literaria paraguaya, tanto en la literatura en español como en la guaraní. En conjunto, se aprecia un panorama de descentralización de las letras del país de forma progresiva. Sería un síntoma de la buena salud de la literatura el que Asunción no fuera la única protagonista cultural, aunque centralice los esfuerzos colectivos al ser la capital nacional.
Ciudad del Este también nos ofrece a una autora singular: Bella Victoria Acosta. Localidad conocida por su tráfico comercial y su proximidad turística a las cataratas de Iguazú y a la central de Itaipú, también posee su literatura y su vida cultural. Acosta, sin embargo, nació en la colonia Hohenau, en Itapúa. Ha publicado dos novelas: El rescate de mi niña (2008) y El clamor de las doncellas (2009). En la reseña que publicamos sobre ellas en el diario ABC Color manifestábamos la necesidad de prestar atención al futuro de esta novelista. Y aquí tenemos materializado su nuevo recorrido literario: su nueva novela titulada De amor y delirio.
Estamos ante un relato que apuesta por la narratividad. No existe una pretensión de innovación o reforma del discurso novelístico para lograr metas pretenciosas. Acosta no busca virtuosismos estilísticos o formales; se limita a contar, en una clara reivindicación de la narración pura, lineal aun siendo consciente de la necesidad de dar saltos en el tiempo por medio de elipsis, prolepsis y analepsis, de retrospecciones y avances. Este manejo cronístico es uno de sus méritos, junto al universo temático desplegado. En sus párrafos sorprende el diálogo entre lo coloquial y lo culto, en un afán por retornar a un concepto comprensivo del discurso pensado para un público amplio ávido de experiencias literarias sencillas pero siempre artísticas, haciendo acorde su modelo discursivo con la forma tradicional. Por estos motivos, en ocasiones se recurre a recursos retóricos propios de la mejor novela realista decimonónica, lo cual, en lugar de restar valor al texto, le permite conseguir los efectos receptivos deseados porque el discurso no cae en sentimentalismos vacuos ni se busca el regocijo catártico de lo trágico.
Estamos ante una historia de amores que bien podría resumirse con la frase de Shakespeare con la que hemos titulado este prólogo. La autora ofrece un mundo narrado, el de tres generaciones de la familia Fonseca Filemoni, por medio de la abuela Penélope, la madre Sofía y las hijas Carlota y María Gracia. No hay más pretensión que la de ofrecer el discurrir de su vida y, singularmente, de sus amores. Pera con las aventuras y desventuras de esta saga existe una evaluación diáfana de tres mentalidades femeninas distintas con el discurrir de los tiempos y los cambios sociales. Mientras Penélope se muestra más conservadora y adopta unas formas de vida arraigadas en la tradición extrema, Sofía representa el punto medio de una evolución hacia una vida femenina sustentada en la libertad de elección, representada por las hijas. Por ello, la novela resulta interesante por ser una ilustración de la evolución histórica de las mentalidades femeninas durante el siglo XX... y masculinas, en cuanto aparecen varios personajes tipo alrededor de ellas.
El objetivismo en perspectiva domina la estrategia textual. Porque para Acosta es importante narrar una historia por encima de todo: una historia inspirada en la realidad y que sea un dibujo de una evolución en el pensamiento de la mujer. Por ello, es capaz de seguir una linealidad argumental con la aparición inicial de Federica Filemoni que da paso en pocas páginas al origen de la "hija" Penélope, para proseguir con la interesante narración de Sofía, y culminar a modo de rúbrica con las hijas de esta, sobre todo con el protagonismo de Carlota, representante de una nueva mentalidad que desea abrirse camino en la sociedad, sobre todo con su trabajo dentro del mundo de la danza. Sin embargo, dentro de esa linealidad argumental, la autora apuesta por el salto en el tiempo fragmentario, con escenas acentuadas de forma sutil a modo episódico construido con afán de amplitud y detallismo. La fragmentación surge de la memoria del narrador omnisciente conocedor de la causalidad de los acontecimientos.
La narración profunda comienza con los orígenes de Penélope. Su madre Federica Filemoni adoptó al bebé engendrado en el vientre de la sirviente indígena de diecisiete años, Iluminada Guachire. La niña resulta ser hija del hermano gemelo de Federica, de nombre Federico. Pero esta circunstancia moralmente inaceptable es tratada con naturalidad, y Penélope desarrolla su infancia y su crecimiento sin apreciarse en ningún momento ninguna circunstancia desagradable. Después de la narración del nacimiento e infancia de Penélope, surge un salto elíptico para entrar directamente en el discurrir vital de Penélope a partir de los veintidós años de edad. Pero la historia familiar tiene ese sentido global susodicho sobre la evolución de la mentalidad y actividad femenina. Penélope sueña con ser bailarina de danza, pero la madre se lo impide porque "conoce lo que sucede entre bambalinas". Sin embargo, dos generaciones después la mentalidad ha cambiado y la moralidad se ha difuminado, con el paso intermedio de Sofía para darse visibilidad social: "mientras la viuda se escondía en su caja inventada, su hija era una chica que luchaba por dejarse ver", explica la narración. Los sueños de Penélope se materializarán años después en Carlota, la nieta, y ella sí que logrará dedicarse a la danza con profesionalidad. Se ejemplifica con ello la evolución de la mentalidad y las costumbres de la mujer y los cambios sucedidos en apenas tres cuartos de siglo; una postración que se difumina hasta dejar de percibirse en las nuevas generaciones.
Si hay un elemento temático que da unidad al argumento es el amor. O el desamor en el caso de la relación de Giuseppe y Sofía deteriorada por el tiempo. Las mujeres de Bella Victoria Acosta buscan el amor, lo encuentran y a veces lo pierden. Sin este sentimiento les resulta imposible vivir en plenitud. El amor es el motor de los actos y genera las situaciones, sean agradables o desagradables. Así, después de la elipsis de la evolución de Penélope desde su infancia hasta los veintidós años, la narración se centra en el deseo mayor del personaje:
Dado que no iba a vestir hábitos, ni convertirse en misionera, como a cualquier chica de su edad le llegó el momento de empezar una historia romántica.
Pero mientras el romanticismo sentimental luce a sus anchas sin excesivo recargamiento, la realidad es diferente en la intersección de la novela protagonizada por Sofía. Su marido, Giuseppe, vive en la colisión sthendaliana entre el amor racional y el amor pasión, a sabiendas de que su matrimonio es también fruto de una unión económica. Acepta a Sofía y siente cariño hacia ella, pero realmente a quien desea es a Yamila, la mujer que sobrevive en Buenos Aires progresando con clubes de baile erótico, antigua amante, hasta el punto de que le expresa en un diálogo su disposición a divorciarse con tal de irse a vivir con ella. Desde el erotismo comedido y pulcro, la relación va girando por distintos extremos de comportamiento. Consecuente con su carácter, Giuseppe muestra la misma pasión de padre por Carlota, a quien no abandonará y se convertirá en un firme apoyo.
Como bien señala la narradora omnisciente, "Giuseppe y Sofía, por supuesto que tuvieron sus años de miel, pero extrañamente no lograban conjugarse como almas predestinadas a estar juntas. Siempre parecían novios de la primera quincena, incluso años después de casarse no habían intimado como cualquiera de los dos necesitaba". Es así como se observa que la pasión puede vencer a la fidelidad en el amor masculino. Sofía no pierde la esperanza de recuperar a su esposo catorce meses después del abandono, porque sigue creyendo en la pureza del compromiso familiar. Sin embargo, Carlota y María Gracia viven con mayor honestidad sentimental y una carga de sinceridad, sin hipocresías ni ocultación de deseos, y se augura para ellas en el desenlace una vida más libre y honesta. Por este motivo, la novela ofrece interés sociológico, hasta el punto de que el lector puede sentir deseos de proseguir leyendo la historia futura de Carlota y María Gracia.
A pesar de esta situación y de la variedad de sentimientos de los personajes, la autora no recurre a maniqueísmos. Giuseppe no es un ser malvado ni depravado. Es una persona absorbida por la pasión hacia su amante. Sofía es una víctima del deseo de su marido, pero no sufre más consecuencia que la psicológica del desamor. La caída de su matrimonio provoca el efecto de una crisis personal, y sin embargo sale de ella volviendo a su pasado ancestral, donde se reencuentra con el espíritu paternal y los cambios de la sociedad. Trabaja para resucitar la empresa familiar. El ambiente rural observado ya se ha impregnado de algunas costumbres propias de la ciudad, a pesar de que el mundo político se mantiene bajo la estela del partido dominante. Ese mundo social de 1984 está retratado perfectamente, y cómo la férrea vida política afecta a los lugareños. Algunos optaron muchos años antes por la lucha guerrillera, mientras que otros prefirieron seguir con su vida a sabiendas de que no hay un universo mejor que el cotidiano.
Como historia de amor, la novela recoge elementos folletinescos que la autora sabe concentrar para conceder al discurso una fuerza superior. Los amoríos de Giuseppe podrían haber desembocado en un dramatismo lleno de tópicos. Sin embargo, Acosta apuesta por un paisaje natural y desenvuelto: el flujo de los acontecimientos sin tremendismos. Las escenas suceden con naturalidad, sin estridencias ni personajes alimentados por histerismos o reacciones alejadas del común de los mortales. En ello reside otro de los méritos de la obra, dado que el recorrido generacional bien podría haber desembocado en una tragedia exacerbada, cuando no disparatada. Pero la entereza de los personajes ante la adversidad, sobre todo amorosa, no se alimenta de la inverosimilitud. La autora mantiene un tono sosegado para dar sensación de credibilidad a su discurso, para la cual evita estridencias y reacciones insospechadas que podrían eliminar el principio de veracidad de la historia si se recurriera al tópico argumental. No resultaría creíble una narración de esta índole si los personajes fueran excesivamente esquemáticos o grandilocuentes en sus expresiones sentimentales.
Si en su primera novela, El rescate de mi niña, Acosta enlazaba con la línea de otras creaciones paraguayas de rememoración de la infancia y del aprendizaje de una protagonista observadora permanente de las restricciones impuestas por la sociedad en que ha de madurar (La niña que perdí en el circo de Raquel Saguier), en De amor y delirio avanza hacia posturas, más descriptivas y menos introspectivas, a pesar de las cartas introducidas como digresión. La novela simplemente es una representación de sucesos de la saga Filemoni. Existen momentos donde la incursión de una historia secundaria en la principal suaviza el dramatismo, como ocurre con las mujeres en sus tratamientos estéticos o el tour europeo de Cicero Miguel para retratar a damas ricas fascinadas previo a la pintura para la que posa Penélope. Estas pequeñas historias, en ocasiones teñidas de humor, dan un mayor sustento al discurso. No son adornos gratuitos, sino pequeños pilares que ayudan a sostener todas las partes de un edificio novelístico equilibrado.
Por esta razón, la autora no rescata una niña o un pasado, como en su primera novela, sino que vuelve a bucear en él para construir la evolución generacional de una saga femenina. Huye de todo signo de romanticismo porque sus personajes no son planos: cambian dentro de esa evolución del pensamiento y las costumbres, aunque en todo momento representen un estado social de la mujer dentro de la sociedad. En el fondo, hay distancias entre el Manuel de El rescate de mi niña y el Giuseppe de la nueva novela. Mientras aquel era un mujeriego insolente que dejaba embarazada a cada una de sus nuevas amigas, Giuseppe simplemente se debate entre una relación serena, la de Sofía, y otra apasionada, con Yamila. No encuentra la felicidad completa con Sofía y cree hallarla en Yamila. Sin embargo, acaba sumido en la soledad porque los planes de la bailarina son diferentes a los suyos. Al revés, Sofía ofrecía, además de su patrimonio empresarial ganado a pulso por su padre, una estabilidad emocional, Yamila satisface unos impulsos sensitivos solamente sin dar más a cambio que un placer difuminado. Hay una distancia enorme de esta novela a las anteriores de la autora, a pesar del protagonismo de la mujer y su papel en la sociedad.
Tampoco existen bodas por imposición paternal, como ocurría en la historia de Vidalina de El clamor de las doncellas. Sin embargo, Penélope da su visto bueno maternal a la relación de Sofía y Giuseppe, en defensa de la tradición. Es una costumbre; costumbre mirada con ironía por el/la narrador/a omnisciente. Esa férrea moralidad de las costumbres ha desaparecido ya con Carlota y María Gracia (nombre simbólico este último, dada su condición psicológica complaciente con la vida y su suerte al pasar de hija natural a hija adoptada). Porque las mujeres de las novelas de Bella Victoria Acosta poseen un vigor ejemplar, una fuerza singular que les permite salir adelante en la vida.
A pesar de estar la novela dividida en dos partes, la acción se sitúa dentro de una estructura situacional tripartita. Si en El clamor de las doncellas se reproducían tres situaciones represivas hacia la mujer (la familiar con el matrimonio no deseado, la física y social con la sistemática violación, y la psicológica que provoca la escapatoria hacia otro mundo en el que renacer), en De amor y delirio la acción gravita sobre las tres mujeres, con la guinda de María Gracia añadida, y la convergencia de sus actos. Las dos partes formales son en realidad dos mundos: el pasado y el presente mirando hacia el futuro. Se contraponen dos maneras de pensar. Aun así, podríamos dividir la novela en catorce episodios, siguiendo el curso de los acontecimientos, aderezados con digresiones como la historia médica de Beatriz Mosselli con su nieta. Pero formalmente hallamos una primera parte que es la historia que discurre desde la relación de la sirvienta Iluminada Guachire hasta el abandono de Giuseppe. Y otra segunda que discurre desde el establecimiento de Sofía en Malva hasta el desenlace donde Patricio Berger adquiere el protagonismo del discurso. No vamos a desvelar quién es Patricio para invitar al lector a que lo descubra, pero sí anticipamos que es la persona que despierta una ilusión en el futuro (y en el presente): es un hombre distinto y abierto, lo cual apoya la idea de que una mujer con personalidad no debe someterse a los imperativos de las costumbres sino de su propio libre albedrío.
Y es que las mujeres de las novelas de Bella Victoria Acosta no se resignan. Son personas con carácter. Sofía ofrece la misma fortaleza que la Vidalina de El clamor de las doncellas. Ante la adversidad, siempre se reponen y muestran una entereza ejemplar. Pero en el fondo son mujeres a la búsqueda de una estabilidad forjada gracias al amor. Ni la violencia psicológica podrá con ellas. Frente a esa abuela paterna hasta cierto punto hipocondríaca, Carlota responderá con el sentido común y su libertad.
La autora posee un estilo propio donde se mezclan el lenguaje coloquial, el estándar y el culto, sin que uno sobresalga sobre otro. Incluso se recurre a la frase hecha popular de sentido metafórico, como "demasiados gatos para un pedazo de carne" en las negociaciones de Penélope con los Mosselli para la entrada de estos como accionistas de su empresa. Hay un discurso compacto y sin fisuras, dado que Acosta apuesta por la simple historia, que el algo distinto a una historia simple. Con personajes en permanente movimiento y un desarrollo lineal del espacio y del tiempo consigue el equilibrio entre lenguaje y realidad. La propia evolución de los tiempos es la que mueve el tempo interno de la novela. Incluso Sofía acaba adoptando con la edad la costumbre de escribir cartas:
Con el pasar de los años, Sofía veía correr la vida ante sus ojos y se le ponía más grueso el corazón.
- ¡Qué manera de gustarle las cartas! ¡Ni me imagino escribiendo con tanta testarudez como ella! ¡Ya dejá eso mamá, y vení a comer!
- Si pretendés que mañana podés escribir lo que hoy, estás perdida, respondía.
- Nunca podrás hacerlo de vuelta, porque tal vez mañana no encontrarás los motivos que te mueven hoy, o las personas que despiertan tu inspiración.
Sofía escribe su primera carta para describir el momento en que fallece Penélope. Pone así punto y final a un ciclo de su existencia y la escritura le abre una nueva vida. Ahí queda la reacción del médico Patricio Berger, todo un símbolo del hombre perfecto con sus imperfecciones; de la humanidad de quien realmente es íntegro y busca una vida tranquila y sin delirios de grandeza. Pero resulta que descubre que Carlota también ha escrito cartas durante toda su vida, como su abuela. De esta manera, Acosta reivindica el papel de la carta como expresión personal frente a un mundo donde la premura del teléfono o de los nuevos medios de comunicación se ha impuesto sobre otros medios de expresión más reflexivos y personalizados. Es una apuesta por la recuperación de la carta íntima, como eje literario y de expresión personal frente a la frialdad comunicativa actual y el desplazamiento de la introspección, así como una defensa de la escritura en su estado más puro: es una reivindicación del diario íntimo epistolar como medio de expresión literaria de los sentimientos humanos.
Durante las secuencias aparecen personajes secundarios maravillosos, como Maricarmen Arredondo, la amiga de Penélope que la devuelve a la realidad sacándola de sus éxtasis, con "sus ganas de amar", frente a su hombre Raimundo, con "sus ganas de odiar". En ese cuidado de los personajes y de las historias intermedias, algunas resueltas de forma magistral muchas páginas después, como la del secuestro extorsionador de Sofía Fonseca, está la riqueza polimórfica de la novela. Hasta los Mosselli quedan como secundarios representativos de un mundo de negocios nuevos, desprovistos de alma y dispuestos a incumplir hasta las normas éticas con tal de lograr el enriquecimiento económico. Son la antítesis de Ángel Fonseca, marido de Penélope creador de un pequeño imperio con su esfuerzo, ejemplo de empresario dispuesto a llevar su actividad por una senda de honradez. Por ello, la novela opone a Fonseca y Mosselli como dos modelos distintos en el mundo de los negocios, y aun evitando los maniqueísmos, es obvio que la autora apuesta por el más tradicional representado por su humanidad.
De este coro de personajes secundarios nacen las pequeñas historias individuales relatadas. Con una técnica objetivista, la narración esgrime en todo momento cierto aire de distanciamiento, conseguido en muchas ocasiones con la ironía y el sentido del humor. Como la susodicha historia del pintor Cícero Miguel, autonombrado "sucesor de Miguel Ángel, y famoso entre las mujeres ricas que acudían a él para "autodescubrirse" con sus retratos. Pero no hay historia más tratada con delicadeza que la más dura: la de Yamila y Giuseppe. Se aprecia el cariño de la autora hacia sus personajes, tratados como seres humanos de carne y hueso: ni son héroes ni villanos.
Pero el crítico debe callar y dejar paso al lector. De amor y delirio es una novela para los lectores. Su universo desplegado es atractivo para quien busca disfrutar de la lectura. Como expresó Marcel Proust, "la felicidad es saludable para los cuerpos, pero es la pena lo que desarrolla las fuerzas del espíritu". Es la pena del amor frustrado que se materializa en gozo una vez se encuentra. Pero la pena, siendo dramática, puede transformarse en felicidad si la pasión encuentra el equilibrio emocional.
Pase usted y adéntrese en una novela que le proporcionará placer: que le descubrirá la lectura como un hecho natural donde se aprende con el deleite.
José Vicente Peiró Barco
PRIMERA PARTE
Iluminada Guachire tenía diecisiete años cuando se convirtió en una muñeca de yeso.
Con pose de momia cumplía sus oficios en la residencia de Federica Filemoni, quien la había traído a Asunción, desde el norte del país, junto con otras tres niñas indígenas que repartió entre sus amigas, convencida de que eran las más sanas, y las más dóciles para ser criadas.
La chica tenía una salud a prueba del viento norte, del vibrión del cólera que mató a una centena por aquellos días, y el sarampión nunca se le pegaba.
Sin embargo, en lo mejor de su juventud, Iluminada palideció de súbito, y de un mes a otro se puso rígida como un mástil.
Transcurrieron algunos meses de incertidumbre, tanto para ella, como para la patrona, sin que ninguna haya opinado sobre el cambio de su estado, hasta el día en que una bola amenazó con saltarle de la boca. Entonces se despojó de la faja que la atormentaba, y abandonó la barriga a su suerte.
- ¿Y quién fue el infeliz? -inquirió severamente Federica, ofuscada por la deshonra.
- Y..., un soldadito de la marina, saliendo de la misa.
- ¿Y adónde te llevó ese degenerado?
- Fue en un zaguán de la calle Colón.
El embarazo la convirtió en una máquina, a tal punto que la patrona debía tragar sus maldiciones al no encontrar nada que reprochar. Callada y trabajadora, Iluminada Guachire estaba dispuesta a recibir lo que viniera. Después de todo, lo peor ya había pasado, pues temía más a la reacción de la señorita Federica que al mismo parto.
- Me voy a alejar a uno de los cuartos -pensó, voy a tirar mis ropas, y respirar profundo siete veces. Entre fuerza y fuerza lo voy a tener en mi falda, y le voy a sorprender a mi patrona con el bebé en brazos.
Pasaron los meses con aparente normalidad.
- ¡Déjenme tocar a mi bebé y moriré feliz! -suplicó con el último aliento, en un hospital de Asunción.
Eran los primeros días de aquel fresco otoño.
Federica Filemoni nunca se había imaginado que Iluminada sufriera de un problema congénito de coagulación.
Quedó perdida, con la recién nacida en brazos y no se sabe por qué razón, la llamó Penélope.
Con el correr de las semanas, la beba parecía llamarla con los ojos, y balbuceaba como intentando decir alguna cosa.
Federica la miraba con ojos infinitos, deseaba amarla desde lo más profundo de su ser, pero desconocía el ejercicio del amor maternal puesto que no había sido bendecida por algún embarazo y por cierto, no le quedaban muchas esperanzas. Pero de algo estaba segura, que si criaría a la niña y se ocuparía muy en serio de su buena educación, para que al menos no fuera una niña revoltosa.
Era un domingo. La beba estaba en su cuna llena de animales falsos, cuando Federica descubrió que tenía las uñas chatas y cuadradas y los labios finos, como si fueran un trazo de pincel: la típica boca de dibujos animados de los Filemoni.
La madrugada siguiente, dichosa y al mismo tiempo indignada con la simple sospecha, y ofuscada por la mentira de la criada, se lanzó hacia los zaguanes de la zona portuaria en busca del culpable.
De todo lo que Iluminada había confesado en vida, lo único cierto era lo de la calle Colón: el hermano mellizo de Federica, Federico Filemoni, era un habitante del valle de sombras a causa de un alcoholismo crónico sobre el cual la familia nunca tuvo control a pesar de los esfuerzos. Sabía dónde encontrar a su hermano.
Estaba punteando su guitarra, en un garaje abandonado y lleno de trastos, sobre la calle indicada.
- Lo asumo -dijo el hombre, que inusitadamente estaba sobrio esa mañana-. No permitiré que mi hija sufra estrecheces y menos hambre, y seguro estoy que algún día será una chica orgullosa de su padre.
Esa misma semana Penélope fue adoptada legalmente por la hermana de su progenitor y de ese modo pasaría a ser la única heredera de los Filemoni.
Así fue que la visitaron en, igual medida, la desventura y la fortuna. Y esta es la historia que Penélope no supo sino a medias, como suelen ser algunas historias, distorsionadas con benignidad.
Ella, hubiera querido vivir solo para bailar, pero la tía tenía sus firmes convicciones respecto a lo que solía acontecer entre bambalinas.
- ¡Habráse visto algo mas desvergonzado! -despotricaba. Su aversión hacia la danza era tal que se negó rotundamente dejarla estudiar, y tampoco permitió que soñara un día más.
- ¡Olvidá la danza! -sentencio, y aun siendo adolescente, una vez hubo tomado la primera comunión y concluido la escuela primaria, la metió a estudiar cocina.
Veinte años habían pasado desde la boda que la convirtió en señora de Fonseca, celebrada un dos de enero y en pleno día. No fue una celebración rimbombante la de un viernes en la iglesia de la Encarnación. No hubo pétalos de rosas, ni lluvia de arroz en el atrio, por la tormenta que, como una maldición, se desató hacia el final de la ceremonia y arruinó parte del brillo.
Aunque el sol se negó a brillar aquel día, era aun de mañana, cuando los dos leyeron la cartilla.
Penélope y Ángel, bautizaron con miel ese año nuevo, el que ella, no habría de olvidar.
Entonces estaba a punto de completar veintidós años: no tenía una gran belleza, ni era una paraguaya pulposa como hubiese gustado a los hombres de su época.
Por el contrario, una delgadez casi extrema la caracterizó desde la infancia, lo que a pesar de conferirle un porte refinado, le restaba algún encanto indefinido.
Pero a pesar de todo, la joven destilaba un incuestionable aire aristocrático, puesto que del lado paterno, la alcurnia le venía en los genes.
Educada bajo el rigor de Federica y de la fe opusdeiana, era una muchacha decente: de alta moral, modales refinados y de remolonería cero.
Dado que no iba a vestir hábitos, ni a convertirse en misionera, como a cualquier chica de su edad le había llegado el momento de empezar una historia romántica.
Había tenido algunos romances furtivos que -para la tía - nunca pasaron de simples coqueteos, pero un día Ángel Fonseca fue oficialmente bienvenido.
Este no era un galán irresistible, pero podía decirse que era un joven de ley. Respetuoso, trabajador, y aparentemente se trataba un visionario.
Se acercó a Penélope durante una reunión de jóvenes de la parroquia.
- Sólo si tiene algún propósito, joven Fonseca -dijo Federica resguardándose de cualquier intención torcida, sin sospechar que Ángel tenía debilidad por las chicas flacas, soñadoras y preferiblemente ricas. Entonces ya había encontrado su mitad perdida, y al mismo tiempo perfecta.
Dos décadas más tarde, Penélope Filemoni, seguía viviendo bajo el techo de la casa paterna que le correspondió como Heredera.
La mansión se alzaba solemne en medio de la cuadra, protegida de ambos lados por árboles añosos que la escondían de las agresiones naturales, como si fueran dos manos.
Refaccionada conforme a los antojos de la novel dueña, parecía una pintura fresca en un cuadro de anticuarios. No fue una simple pincelada de mejoramiento, la que ordenó la señora de Fonseca, fue una remodelación completa con fachada innovada, en la que se jugó con una audaz combinación de estilos.
Los dormitorios, arriba, tres magníficos salones integrados y todo lo demás, en la planta baja. Eran ambientes fascinantes con sus trucos de espejos en los que se proyectaban cortinados, plantas y lámparas estratégicamente colocadas.
Algunos ambientes sagrados fueron apenas mejorados, como la sala de juegos convertida en altar de oración. Los muebles fijos, retapizados con delicados brocados, las paredes de los dormitorios cubiertas con papeles de flores pálidas y las alfajías desaparecieron bajo molduras artísticamente logradas por un restaurador uruguayo.
Balcones, galerías y terrazas con jardines, y una puerta de finísima madera tallada, resaltaban el aspecto señorial de la mansión.
Y aunque su esplendor se había apagado con la depresión de Federica Filemoni, perseguida en sus últimos días por espíritus vagabundos, una vez refaccionada, resucitó esplendorosa con sus balcones de flores mañaneras y en las noches, parecía un gran faro blanqueando los cipreses. Siendo la misma de antaño, algunos vecinos, por fin la avistaron.
Penélope de Fonseca había derribado la muralla y ordenó que la cercaran con barrotes de hierro, conforme los lindes de la propiedad, lo que permitió una mejor perspectiva de su perfil.
Propuso arcos para las hiedras, glorietas para los jazmines, tendederos para los parrales, y un aljibe de agua con bomba de hierro macizo, para que las flores jamás estuvieran tristes. No estaba para ver más pesares, así fuera la muerte de una flor.
En los jardines del patio, junto a otras plantas de humedad, begonias multicolores florecían en los canteros, acordonando la fuente iluminada, donde tres ángeles pícaros escupían espuma sobre los pies de una Venus empapada.
Y puesto que para ella, los cipreses en forma de aguja eran los árboles más elegantes de la tierra, llenó de bastones oscuros el jardín.
Bajo ese techo tuvo sus años felices con Ángel Fonseca y Sofía, la única hija de los dos.
Eran los últimos días de mil novecientos sesenta y dos, en un par de semanas, sería Nochebuena, y ella, como mujer de abolengo, adoraba los ritos sociales y las celebraciones.
El día anterior a ese domingo, con la ayuda de una escalera, el jardinero, adornó los cipreses, con flores fosforescentes, frutas falsas y pelotillas brillantes, Santa Claus, ciervos con resplandecientes ramas en sus cabezas, una guirnalda por aquí, y otra por allá.
Extasiada por tantos arreglos, Penélope, se dejó caer en su magnánimo lecho, donde entregada a la caricia de sus sábanas cayó en un profundo sueño.
Todo hacía suponer que había superado la pérdida, que las navidades ya no serían para su alma un dolor inevitable o una ocasión impostergable en la que sin más ni más, debía estar entera para abrazar a Sofía.
Ya despuntaba el alba mientras seguía durmiendo con una palidez de muñeca, por la luna que se había metido entera por la ventana abierta.
Pero de súbito, se incorporó movida por un alarido terrorífico: fue su propio grito lo que la despertó. Un viento huracanado había derribado los cristales de las ventanas, y durante un intento de remediar el mal, un segmento vítreo por poco no le amputó los pies.
Era así de cuando en cuando, le atormentaba las pesadillas de la tormenta: acaso no era sino su propia tempestad.
Pero a veces, el sueño venía vestido de un romanticismo que la inundaba de dicha y la dejaba etérea durante semanas. Entonces ella escribía carta tras carta a su amado Ángel.
Era la noche más clara que había visto Penélope Filemoni en más de cincuenta años. Una maravillosa madrugada con sus estrellas borrosas.
Caminó hasta la ventana, con intención de cerrarla, pero ahí quedó clavada ¿Cómo pudo haberse perdido tantas veces aquel milagro? ¿Por qué tendría que seguir guardada en la caja que ella misma se fabricara para ocultarse del mundo?
En un silencio vigilante, dejó pasar las horas, las plantas quietas y la calle que bostezaba molesta por los primeros barullos.
Fueron horas en un soliloquio sin sentido. Hasta que, entre debate y debate le cayó encima el amanecer, y llevaba años sin ver uno.
Pero el amanecer le pareció injusto, era un nacimiento, una promesa, y ella le había hecho una: Te guardaré por siempre. El mundo estaba más claro, también su mente y su dolor. Simona empezaba a guisar aquel domingo, como cualquier día y Serafina, bien tempranito fue a visitar al Obispo quien, por una gracia especial, le otorgaba confesión domiciliaria los fines de semana.
Había transcurrido bastante tiempo desde que Penélope revisara esas cartas. Escribió tantas en cuatro años, que se le acanalaron los dedos.
Tomó la caja de madera pintada en la que guardaba una montaña de hojas amarillentas y las escudriñó de a una, como quien busca descubrir una tilde, algún código, una nueva letra.
Eran las suyas mezcladas con las de él.
No lograba hasta entonces soltar el cordel que la sujetaba al pasado, y no hacía otra cosa que repetirse su propia promesa.
-Te honraré por siempre -declaraba, como desconociendo la magnitud de este pacto: eterna fidelidad. Ciertamente, después de cuatro años, todavía podía presumir de su entereza.
Los domingos, ritualmente, les daba una revista, aun a aquellas que escribiera de niña, sin haber conocido a Ángel Fonseca. Curiosamente todo hacía suponer que algunas de las cartitas estaban dirigidas a él.
Oscilaban desde las más inocentes hasta las más audaces.
Algunos eran relatos ciertamente, criteriosos, como este, en el que Penélope se extrañaba de las trampas que puede esconder un beso: «Los besos más cándidos, ponen en peligro el equilibrio de la mujer mejor plantada sobre sus pies».
Los momentos felices estaban definitivamente en las cartas que le iluminaban el semblante. De cuando en cuando necesitaba releerlas.
Otras la empapaban de ternura: venían éstas con dibujos de osos, margaritas deshojadas y palomitas mensajeras.
Eran incontables, repasaba todas, pero neuróticamente, terminaba con esta que más parecía la hoja de un diario íntimo:
Llevábamos un buen tiempo sin tomar el desayuno juntos, últimamente se había tornado un esclavo del trabajo. Su fábrica le demandaba una enorme cantidad de tiempo por lo que pasábamos semanas sin vernos.
Era el día de Navidad. Dejé la cama antes que lo hiciera él, que acostumbraba levantarse antes que yo. No estábamos sino los dos.
En la noche vendrían a cenar los De la Fuente, Serafina había bruñido los metales a punto de perforarlos y había convertido en atrevidos espejos las maderas.
Puse flores en las mesas y frutas en los aparadores.
Pensé por un instante preparar el desayuno en uno de los corredores, puesto que no era una mañana brillante como hubiera esperado. Quería agasajarlo como sólo yo sabía hacerlo.
Ángel intentaba convencer al mundo que aceptaba estas ceremonias sólo por complacerme, mas yo sabía que los rituales le fascinaban tanto como a mí.
Paseé los ojos sobre el jardín, el césped estaba cortado tan al ras que parecía un tapiz verde desteñido, y las palmeras y los helechos rebosaban de verdor al pie de la cascada.
Al oír el murmullo del agua acariciando las piedras, creí por un instante estar en un hotel de París: ni siquiera por un día había logrado olvidar aquel regalo que me hiciera, en nuestro aniversario de boda. Un viaje en barco, a Europa.
Amenaza una tormenta, pensé y quedé mirando el cielo.
Entre motas grises y encajes azules, un sol travieso jugaba al escondite.
Miré el parque: de ordinario, a esas horas, los árboles estarían mareados de trinos, pero aquella mañana estaban tan quietos que parecían dormidos sobre sus troncos. Las aves parecían haber enmudecido, y las mariposas se borraron.
Habíamos comprado unos años antes la propiedad contigua a la nuestra, y la convertimos en un parque natural donde teníamos una mezcolanza de frutas injertadas y árboles añosos. Algunas hortalizas, hierbas medicinales y unas pocas colmenas, pues yo no consumía azúcar sino miel y él estaba haciendo un tratamiento con jalea real.
Desayunar en el jardín, los fines de semana en los que Ángel estaba en la capital, era todo un acontecimiento. Me gustaba preparar el desayuno como en las películas. Era una especie de coqueteo que nos agradaba y del que siempre me ocupaba personalmente.
Frutas exprimidas en jarras de cristal, de las que dejan ver el color y aun las pulpas nadando como viboritas blancas, como flequillos sueltos o finos cabellos.
Tostadas crocantes, medialunas, quesos, y mermeladas caseras,
Yo tenía puesto un sombrero de tela y no me había sacado aún la bata de seda roja, que ajustaba con un lazo a la cintura.
Él se acercó con su habitual buen humor, con esa alegría permanente de la que a veces sentía una santa envidia y otras veces me irritaba, sin embargo de ella se alimentaba mi estúpida, constante, e inexplicable melancolía.
Y se abandonó a la reposera tirando lo que sobraba de sus largas piernas sobre un taburete. Era la mejor mañana de su vida, esas en las que nada falta. Mientras yo untaba el panecillo con el paté, y me ocupaba del café, empezó a devorar el matutino.
Todavía puedo recordar sus dientes como dos palas blancas incrustándose en las migas.
Él me complacía con prestarse a estas ceremonias, yo sabía que le encantaban.
- ¿Venís conmigo? -preguntó tras el último sorbo de café.
- ¿Y ahora adónde vas? -observé. Acaso mi voz sonó a reclamo, pues detectó mi ansiedad. Le habría parecido estar con otra mujer, puesto que nunca fui de reclamar, aun cuando estuviera justificado hacerlo.
- ¿Con que te olvidaste que tenemos que pescar hoy con Silvio y otro colega? Te comenté ayer si no estoy trascordado -respondió algo irritado, acaso defendiéndose de sí mismo.
El urólogo Silvio de la Fuente era un amigo, habían sido compañeros en un colegio religioso, les unían algunas travesuras infantiles y otras, juveniles, no tan inocentes.
Aquel feriado era la pasión por la pesca deportiva. Decir, ¿vendrás conmigo? era un mero cumplido de su parte, estaba tácito que yo debía decir que no.
Se despidió con un tierno beso, pero antes de que se alejara lo envolví por la espalda suavemente, con ambos brazos, a manera dos alas que intentaran retenerlo.
Lo besé muchas veces, y finalmente posé mis labios sobre el reloj pulsera, un obsequio mío para él. Era algo que nos unía, el collar de perlas del que nunca me separaba yo, y aquel reloj de puro oro, del que nunca se separaba él.
Como si fuera un código, en cualquier despedida, uno besaba la joya del otro, y cualquiera de los dos se marchaba tranquilo.
Buscó instintivamente el collar en mi cuello vacío, me reclamó con los ojos. Puse la mano derecha sobre el corazón a manera de disculpa, pero Ángel fue caminando hacia el garaje sin voltearse una sola vez.
Nunca me hubiera imaginado que no lo volvería a abrazar. A las siete de la tarde de ese mismo día, recibí la noticia de que había tenido un accidente. Pensé en las motas grises que viajaban por el cielo: ¿habrían sido presagios de alguna tempestad? Sin embargo, al menos en casa, no había caído una mísera gota.
Traté de parecer entera ante mi cuñado que me trajo la noticia.
- ¿Fue un accidente fatal?
Respondió con un escueto sí.
- ¿Volcó la embarcación? volví a preguntar antes de echarme a llorar.
- Aparentemente -dijo-, habían desistido de ir a pescar y decidieron hacer otra cosa.
¿Qué importaba ya lo que hubieran decidido hacer? Ángel murió el día después de la Nochebuena de 1956, y hoy, tres años más tarde, caigo en la cuenta de que aquella tarde, también había muerto yo,
Esa mañana, en su cuarto en la segunda planta, Sofía dormía plácida, y dopada de juventud; estaba a punto de cumplir veintiún años.
Y la viuda, salió de su éxtasis, gracias a Maricarmen Arredondo, que como era su costumbre, llegó sin previo aviso por la confianza y la gran amistad que las unía.
Ni tiempo tuvo de ocultar su caja de cartas, la había sorprendido en pleno ritual de adoración póstuma, por lo tanto, inevitablemente tuvo que reconocer ante su amiga que todavía seguía en lo mismo, en aquella insana obsesión que preocupaba a todo el mundo.
Maricarmen entró por el garaje, tarareando alguna canción anticuada, caminó balanceándose sobre sus finas piernas por el largo corredor.
Traía consigo, obviamente, las cosas de la que nunca se despojaba: su alegría a prueba de tormentos, su ridícula cabellera salvaje de cinco décadas, sus mismos ojos románticos y aquel empedernido aire soñador. Una vez más, estaba feliz porque sí, por nada, por todo, era su modo de vivir.
Pensaba, hablaba y también vestía como en sus años mozos, como si la hubiesen congelado décadas atrás.
Era una solterona mansa e ingenua. Creía en la perpetuidad del amor, en la eterna juventud, y en los hombres, a pesar de no haber tenido ni uno que valiera su bondad.
Invadida de cordura aquella mañana, habló, a cambio del saludo:
- ¿Que no te dije, Penélope, que ya dejes de jorobar con esas cartas? ¿Como creés que vas conquistar un nuevo amor, o acaso pensás que te pueden adivinar? Tomá mejor este sobre que acabo de encontrar en el garaje, es para vos desde la Argentina, nunca se sabe de qué puede valerse el amor para llamar a tu puerta, ¿quién sabe?
- A ver, abrila ya, y la leemos.
- Abrila vos, haceme ese favor Mary, rogó Penélope que estaba pegando con cinta adhesiva una de sus cartas.
- Carmelo Mosselli- leyó la mujer, emocionada-, vaya nombre, deben ser unos empresarios como lo era tu marido, tal vez estén viniendo en misión de negocios, mirá qué nombre. Cuando menos, estás obligada a agasajarlos con un brindis, ese es el mundo que Dios diseñó para vos, definitivamente, el de los negocios, y las reuniones empresariales y los viajes. ¡Si yo fuera amiga! Esto no se hizo para ninguna mujer del mundo, esto de llorar a un hombre, y menos a quien nunca habrá de volver. Contá conmigo para ayudarte. Y ahora cerrá esa página y quede atrás para siempre de una bendita vez. ¿De acuerdo?
Le infundía ánimo a Penélope a pesar de su reticencia para superar la pérdida de su marido, que le parecía demasiado injusta, cuando creía haber encontrado el perfecto amor, el que la resarcía de todas las necesidades, los dolores y las carencias de su niñez.
- Cualquier hombre que se me cruce en frente, jamás será como él -dijo.
- No digas -contestó Maricarmen con convicción-, nunca te entregues ni te cierres a nada. Esperar por algo es mucho mejor que deprimirse, porque la esperanza se parece al sol, te energiza con el simple hecho de exponerte a ella.
La viuda no lograba entender y hasta sentía una secreta indignación por el júbilo, que permanentemente acompañaba a Maricarmen, a quien los problemas de este mundo parecían no tocar.
Fiel a sus normas inventadas, Maricarmen Arredondo, estaba determinada a ser feliz mientras viviera. Analizaba poco, preguntaba apenas lo necesario, y se aferraba al más inviolable de sus secretos: pensar bien de los demás, y creer con inocencia, siempre creer.
- Debe ser algo importante -repitió refiriéndose a la visita de los argentinos, como una niña esperando a los Reyes. Una vez más había encontrado un buen motivo para celebrar la vida.
- ¡Debe ser algo interesante, Penélope, sacudite!
Y Carmelo Mosselli, acompañado de su hijo Giuseppe, llegó al país, una mañana de febrero, movido por la noticia de que en Paraguay, algunos extranjeros estaban haciendo dinero con la madera.
Sin embargo, aquel no fue el mejor momento para que los argentinos propusieran alguna clase de negocio, puesto que no les quedaba más que el sabor de una vida ostentosa y el prestigioso apellido. La visita se parecía más a una pulseada que una intención formal.
En realidad los Mosselli nunca contaron con que su sagacidad les pudiera jugar una mala pasada: padre e hijo eran aficionados al golf, pero a la ruleta rusa cuando de inversiones se trataba, y últimamente, la suerte les había sido esquiva.
La quiebra no había sido declarada aún en la S.A. de una agroquímica donde el padre era uno de los directores, pero el hombre ya había avizorado su bancarrota económica y los fantasmas rondando con ojos de buitre
Ya estando en el llano, la gente especularía que buena parte de la vida pomposa que llevaban los Mosselli no fueron sino palacios prestados y burbujas de fantasía. En los últimos meses, por cierto funestos para sus finanzas, todo lo que emprendían terminaba en catástrofe.
Sin embargo los Mosselli parecían no haberse hecho cargo de dicha situación, o quizás ese perfil alto que trataron de conservar era un recurso más para conseguir alguna tabla salvadora.
Como en sus mejores días, seguían con sus ínfulas, interactuando en el mismo ostentoso círculo, viajando en primera clase, organizando fiestas, y proponiendo negocios de envergadura.
Lo concreto fue que aquel verano llegaron a Paraguay con intención de comprar acciones en una empresa llamada FODEPAR, fábrica de papel y procesamiento de celulosa, en las estribaciones del Ybytyruzú. En todo caso, si las negociaciones prosperaban, ya verían cómo hacer, para conseguir algún dinero.
Al no reducir el nivel de vida que llevaban, las deudas aumentaban, y parte de ellas se debían a que algo había que mantener: la credibilidad. Para ser creíble, aseguraba Carmelo Mosselli, primero, hay que respirar prosperidad. Esto implica llegar a un lugar con ropa de marca, joyas y en el mejor auto importado. Y recordá siempre, es una regla para negociar algo importante.
- ¿Qué creés Giuseppe, que los empresarios son tan espirituales como para no dejarse llevar por la apariencia?
- Propongo que empecemos a renunciar a algunos hábitos y por qué no, a ciertos bienes -sugirió el joven que prefería despojarse de algunas propiedades que tenía su padre, visto que no concebía vivir con las limitaciones que le imponía la crisis.
El día que Carmelo Mosselli despertó de sus delirios de grandeza, fue por causa de las sacudidas de sus acreedores. Estaba sumergido en millonarias deudas, y su última esperanza de resurrección era ser aceptado como socio, en FODEPAR.
En la tentativa de lograr esto, sin más ni más debía negociar con Penélope Filemoni viuda de Fonseca, dueña de la mayor parte de las acciones después de la muerte de Ángel Fonseca.
Apremiada por las circunstancias, la viuda en aquellos días, tímidamente, empezó a tomar participación en la empresa. Su desconocimiento era absoluto, pero de algo sí era bien consciente: de cuidar su parcela como socia.
Cuando trató de involucrarse estaba como perdida, en un desierto y sin brújula. Sólo entonces supo el verdadero significado de «caos administrativo».
Todo estaba en desorden cuando repentinamente murió su marido: los impuestos inmobiliarios, innumerables contratos de todo tipo, escrituraciones pendientes, publicaciones y hasta vencimientos.
Penélope, en realidad no tenía idea de a cuánto podían ascender los activos del finado.
La única certeza que tenía era que los socios habían dejado de ser simples dueños de aserraderos para ser grandes exportadores de materia prima para papel.
Aquello que empezara como venta de rollos y maderas, ahora eran varios otros aserraderos diseminados en diferentes puntos del país, y aparte, una exitosa fábrica de papel, que había sido el sueño de su marido sin que nadie vaticinara que a los meses de conseguirlo habría de morir.
De las cuestiones personales de Ángel Fonseca, poco y nada conocía Penélope. Estando vivo aún, se limitaba a preguntarle los viernes a su llegada:
- ¿Y cómo te fue esta semana?
- De maravillas cariño, de maravillas.
Cuando todo se hubo arreglado se encontró con la grande y feliz sorpresa de que era más rica de lo que podía creer. Y su fortuna no era nada despreciable puesto que también era heredera de los Filemoni.
La mañana en que debían llegar desde Buenos Aires los argentinos, Penélope se despertó temprano. Imaginaba, claro, que no podía venir con otra propuesta que no fuera algún negocio relacionado con la madera.
Estaba ocupada con dos de sus empleados cuando Mosselli se hizo anunciar.
Como accionista mayoritaria tenía una gran influencia, sin embargo, esto no le daba derecho de tomar decisión alguna de manera unilateral.
Tendría que ser muy tentadora la oferta para tomar un nuevo socio, considerando el éxito de quienes ya eran dueños y señores de FODEPAR. S.A.
Aunque falto de experiencia en el rubro, el argentino era un excelente negociador, y tenía suficiente verba corno para persuadir al más hábil, pero la viuda lo dejó negociar con sus administradores y representantes una vez enterada de la propuesta.
Fonseca y compañía querían una muy fuerte suma como aval. Obviamente, Carmelo Mosselli, que sólo estaba buscando una rama de la que agarrarse y flotar, no tuvo cómo proseguir con las tratativas. Por supuesto, los acuerdos no prosperaron.
Argumentó que era mejor así, pues le parecían muchos socios en la empresa. «Demasiados gatos para un pedazo de carne», es lo que habría dicho con palabras mucho más elegantes y se marchó tres días después, harto de participar en cenas y cócteles en hoteles y en las casas particulares de cada socio de FODEPAR.
Esa era la vida a la que él estaba habituado, y la que luchaba por mantener, como la recepción que ofreció la viuda de Fonseca, la última noche de Carmelo y Giuseppe Mosselli en el Paraguay.
Todo iba a acontecer, en los enormes salones de mosaicos floreados, iluminados por tres arañas que pendían del cielorraso como lagrimones ámbar, fueron improvisadas doce mesas redondas con centros de flores naturales, mantelería de lino, vajillas de Bavaria, cubiertos de plata maciza con festones dorados, y copas de fino cristal.
Decenas de velas se consumían lentamente sobre los aparadores de madera relucientes, en elegantes candelabros dorados.
Penélope amaba las ceremonias y las solemnidades, tal vez porque las había ingerido en los biberones. Estaba inyectada de una extraña energía la noche que decidió brillar como anfitriona. Erecta por el corsé excesivamente apretado, y muy maquillada, Maricarmen Arredondo, se propuso que en la fiesta no tuviera cabida ni un átomo de negatividad.
No serian más de setenta invitados: funcionarios destacados de la empresa con sus familias y tres voluntarios del Cuerpo de Paz en Paraguay, con quienes Charito Macorito, una ex compañera y antigua amiga de Sofía Fonseca, tenía una larga amistad.
El ambiente era agradable y acogedor, mascotas habituadas al roce, vestidas para la ocasión, paseaban modosas por las galerías.
En los escalones de la entrada, dispuestas en fila, unas calas rojas de corolas abiertas, levemente inclinadas sobre sus gajos, parecían saludar con reverencia, y en la entrada principal, el pequeño tapiz púrpura en el que podía leerse ¡Bienvenidos!
Y las pinturas sobre lienzo, ¡eran casi un escándalo!
Algunas demasiado grandes, tanto por su tamaño, tanto como obras de arte, y demasiado naturales. Tan naturales que, uno de los invitados, en el transcurso de la fiesta, tal vez ya por el champagne, saludó galantemente a una dama antigua empotrada en una de las paredes.
La casa y todo cuanto habitaba en ella tenía una particular historia, incluidos los cuadros de la colección de Federica Filemoni.
Probablemente las hebras del delirio se habían filtrado en la mansión desde los días de Cícero Miguel, cuya colección de obras fue lo único que Penélope no se atrevió a tocar, los preservó en su integridad desde que pasó a pertenecerle.
Algunos óleos de naturaleza viva, parecían animales o árboles bajo el techo de la casa, y las flores tenían tal apariencia de frescura, que simulaban estar suspendidas en jarrones.
- Su casa es una locura, una bella locura quiero decir - comentó Carmelo, dirigiéndose a la viuda de Fonseca, y fue al descubrir la última Cena de Da Vinci en el comedor. Era del tamaño de un gran mural. Los ojos de Jesús captados con tal talento que al mismo tiempo miraba a los doce y a cada persona que lo quedara contemplando paralizada en su sorpresa.
- Muchas gracias, siéntala, como si fuera suya -dijo Penélope y se alejó, tratando de esconderse.
Federica Filemoni, compraba los cuadros durante sus viajes a Europa. Las obras pertenecían a un tal Cícero Miguel, el artista que se autoproclamaba «sucesor de Miguel Ángel». Poco le importaba a Federica que se lo tuviera por demente. Para su gusto, era un artista simplemente talentoso.
Lo llamaban tarambana, sin embargo era visitado por artistas y celebridades, y por quienes procuraban un retrato bien logrado.
El pintor no tenía cabida en las bienales de arte de su país, pero logró asistir en Francia, a una muy importante, gracias a la influencia de Madame Jeannette Bernardeau, esposa del alcalde de París a quien retrató en uno de sus paseos por la Torre Eiffel.
Instalado por unas semanas, en aquella oportunidad, con una veintena de pintores apostados en las inmediaciones, tuvo que retirarse en menos tiempo del previsto. Cícero tenía las muñecas hechas una miseria, de tantas pinceladas. Su talento era innegable y sus retratos perfectos. La belleza le brotaba de las yemas de sus dedos, y la fidelidad era tal en los retratos como si en los dedos llevara oculta alguna pequeña cámara.
Ocurría lo mismo todas las veces, en cualquier ciudad. Se instalaba en un corredor o una plaza, en las cercanías de las grandes ferias, y desde ahí, se robaba el público más selecto.
Un retrato de Penélope, seis meses antes de casarse, pintado por el mismo artista cuando viajara con la tía Federica a Italia, era motivo de asombro.
Colgado en la sala, y enmarcado dentro de un impresionante marco cobrizo, sólo faltaba que hablase.
De no ser porque en la imagen habían sido capturados incluso los movimientos, hubiera pasado como un retrato estupendo y más nada, pero lo impresionante de este pintor no era su genialidad de clonar con el pulso, sino el singular talento de reproducir los movimientos, eran cuadros animados, y por muy asombroso que pareciera, algunas imágenes se movían dentro de los límites.
En los frescos otoñales, captaba la caída lenta de las hojas hasta tocar el suelo. Asimismo, reproducía el exacto momento en que una flor se abría, plasmaba el estremecimiento del vientre en un desnudo, o el pestañeo de dos que se besaban.
Los casos eran sencillamente incontables.
Cícero Miguel, empezó a tener repercusión entre los amantes del tour europeo. Era procurado por mujeres ricas de todas partes, quienes se despedían fascinadas y otras veces asombradas, al autodescubrirse, a través de sus retratos.
Eran tantas las damas que pasaban por sus pinceles, y si en los últimos tiempos se vio en el imperativo de reproducir movimientos, fue ante la certeza de que ni la más apacible mujer del mundo conseguía permanecer quieta por el tiempo requerido para concluir una buena obra.
De este modo, según declaraciones del pintor, la mujer, por siempre inquieta e inquietante, dio origen a esta sorprendente técnica, que lo hizo único en el mundo.
Las imágenes mordisqueando los labios, arqueando las cejas, o acomodando el alambre del corpiño, lograron un increíble suceso.
Penélope, posó ante Cícero por insistencia de su tía, y fue captada en una fracción de segundo en que le vino el tic nervioso de asomar la lengua entre los labios. Tal fue la precisión del artista que la boca pequeña pero carnosa, parecía una boca loca que se movía en sincronía con los ojos. Cícero había plasmado ese movimiento sutil, que hace al paso de una boca cerrada a otra semiabierta, pero para no ser la perfección perfecta, Penélope asomó levemente la lengua y esto coincidía con un guiño suspicaz, y reproducido con suspicacia.
Federica rechazó de plano la pintura: fue tajante al decir que la consideraba grosera.
El pintor ofendido por el desaire, puesto que consideraba el cuadro, como una obra maestra, aseguró que no tenía inconvenientes en quedarse con ella para vendérsela a cualquier otro.
Ante el temor de que el escándalo tomara estado público la tía Federica decidió pagar el precio, pero el pintor cobró el agravio pidiendo tres veces más por su trabajo. La mujer no tuvo más remedio que pagar la descabellada suma y trajo la obra a su casa, donde estuvo guardada en un ático por años, hasta que la retratada la colgó una mañana en el hall entre el comedor y la sala principal.
Por qué habría de ocultar ese retrato. ¡Se veía tan bella a los dieciocho años!. Le daba cierto pudor exhibirlo, es cierto, pero como la vanidad suele imponerse al pudor, aquella noche, el cuadro de la boca loca, estaba ahí colgado, a prueba de cualquier escarnio.
De la tía había una historia parecida, en el salón principal, y de la bisabuela, y de la abuela, y de una condesa amiga, de quien se captó el exacto momento en que le volaba el sombrero.
Desde muy niña, Penélope amó las artes. De chica investigaba sobre pintores famosos, gracias a frondosas enciclopedias que amontonaba en el escritorio. Federica la veía acariciar y devorar los lienzos con los ojos y pasaba jugando con aquellas con movimientos.
La mencionada mujer, de manera prematura, empezó a dar muestras de un franco deterioro mental, por poco no aborreció a la sobrina. Le temía a las pinturas por las que ella misma había apostado. Detestaba a los niños, y odiaba a artes como el canto y la danza.
En sus años de mayor decrepitud, nada podía torturar más a Penélope Filemoni que aquella particular locura de que los cuadros la fastidiaban, la acusaban con los dedos, la llamaban y por si no fuera suficiente llegó a jurar que la Gioconda, intentaba erotizarla.
Según versiones de la época, de hecho estas pinturas con movimientos de Cícero Miguel, fueron prohibidas en Europa, por estar emparentadas con el terror.
Por supuesto fue inevitable que los argentinos pensaran en la tonelada de dinero que habría costado toda la extravagancia, como inevitable fue que Carmelo Mosselli se angustiara por el derroche innecesario. Tan luego él debió presenciar aquello, él, a quien la fortuna se le esfumó como si su mano fuera un colador.
Sofía Fonseca y Giuseppe Mosselli, se conocieron accidentalmente aquella noche. Fue así, como por azar. Era una simpática paradoja: mientras la viuda se escondía en su caja inventada, su hija era una chica que luchaba por dejarse ver.
Y aunque pareciera sarcástico que el encuentro fuera una coincidencia, ya que la recepción fue en la casa de los Fonseca, en verdad, fue la casualidad la que los puso frente a frente.
Ocurrió cuando Giuseppe salía del sanitario y estuvo a punto de embestirla, pero pudo frenar a escasos milímetros de su cara.
- Perdona -fue lo que dijo-, estoy un poco distraído.
- No te preocupes -respondió Sofía, que experimentó un sabor acre en su corazón al constatar que una vez más había sido ignorada por un hombre que le atraía.
No era una sorpresa el hecho de que Giuseppe no la hubiera registrado, a pesar de haberla presentado Penélope Filemoni, quien aclaró tres veces por las dudas, de que se trataba de su hija. Esto era algo que nadie podía entender, y menos explicar, la falta absoluta de brillo propio de la que sufría Sofía Fonseca, una bella a quien nadie veía.
Es cierto, era hermosa, pero daba igual que no lo fuera, tenía aquella clase de belleza que nadie más que su madre notaba. Lo que se diría, una total ausencia de centella propia.
Sin embargo era una chica para amar, una mujer muy interesante. Pero había que tratarla para quererla, y para tratarla había que verla, y para verla, toparse con ella.
Tuvo la fortuna en el transcurso de la fiesta, de dar con Giuseppe, que se detuvo un rato a hablar con ella, Estaba medio desatinado en la mansión, y algo mareado por la cantidad de cuadros que se movían en sus clavos.
En realidad deseaba volver a la mesa de Moraima, hija de otro de los socios, una morena elegante y de ojos azules. Era imposible que Giuseppe no la hubiera visto, con aquel solero sin espalda con que estaba vestida. De hecho la chica sufría una especie de sofoco por las altas temperaturas.
Moraima aprovechó ese lapso para corregir su maquillaje en el toilette; sus ojos parecieron más azules, y mucho más llamativos por el efecto del rimel y el delineador en ambos párpados.
Sofía detuvo unos segundos más a Giuseppe, le habló de manera seductora y envolvente, pero él estaba enganchado con su nueva amiga que lo esperaba en la mesa. Lo llamó por su nombre varias veces y manifestó que deseaba que tanto él como su padre se sintieran a gusto en su casa.
Él, avergonzado de no reconocerla como anfitriona por causa de su distracción, dijo:
- ¡Claro, gracias Sofía, es una hermosa casa la tuya! De verdad, qué buen gusto -ponderó.
- Es tu casa -respondió ella-. Pedime lo que necesites, deseo que te sientas cómodo -insistió.
Sofía todavía estaba muy cerca, y desde esa distancia lucía perfecta.
Giuseppe pudo escrutarla, mientras ella se desdoblaba en amabilidad y sonrisas.
Tenía unos enormes ojos amielados, una nariz perfecta, como cincelada por algún cirujano. Sus pestañas eran las más largas y tupidas con las que se había tropezado alguna vez.
Por fin la había visto, y ella pudo sentir eso en su mirada, pero no estaba segura si la fijaría en la mente. Ese era su miedo no confesado, el de pasar desapercibida, y cuanto mayor su miedo, más el mundo la ignoraba.
- Hay un pequeño porcentaje de hombres a los que se puede abordar por los oídos, quién me lo dijo no recuerdo -pensó-. Mi buen trato es capaz de lograr el milagro-. Hizo el máximo esfuerzo para encontrar más y más palabras, y que estas fueran las adecuadas.
- ¿Es la primera vez que estás por Asunción?
Giuseppe respondió con un seco «así es». Sofía tuvo la impresión de que no quería seguir hablando.
- Y bueno -sonrió aparentemente resignada-, espero que no sea la última.
Giuseppe notó que sus dientes eran perfectos, pequeños, muy blancos y bien alineados como las perlas de su madre Beatriz Mosselli, una soprano cordobesa.
Sofía tomó distancia de su cuerpo, buscando que cada uno siguiera su camino.
Como tratando de grabarla en su memoria, gracias a esa distancia, Giuseppe deslizó la mirada por su esbelto cuerpo, en el que la naturaleza no se había excedido ni para bien, ni para mal.
Mosselli no necesitó de más análisis, para concluir que Sofía, sin ser una beldad, era una chica bonita, pero más que nada, distinguida. Una mujer de clase, tal como era su madre Penélope.
Pero volvería a la mesa de Moraima, porque las mujeres de clase no lo acababan de convencer, le parecían estereotipadas y más preocupadas por aparentar que por intimar, y a Giuseppe Mosselli nada le seducía más que la intimidad.
Por su parte Sofía, - ¿por qué habría de negarlo?- estaba en la búsqueda. Tenía compañeras de colegio que ya estaban casadas, y muchas otras que, tocadas por el amor, desaparecían de su mundo, andaban como transmutadas, y parecían haber enloquecido por algún hechizo.
Íntimamente ella, necesitaba amar, y aún no había tenido una experiencia como esas. Quería presumir como las otras: Estoy completamente loca, o locamente enamorada.
Nunca lo declararía a su madre, de todos modos, porque Penélope Filemoni, a esto, le llamaba calentura.
Llamativamente los hombres interesantes no se fijaban en Sofía. De pronto era algún chiquilín mucho menor que ella, o galanes que no estaban sino en sus fantasías. Le parecía justo encontrar el amor, y era hora de tener una relación real.
Giuseppe era castaño, delicado y elegante, como su padre Carmelo. Tenía unos ojos aparentemente comunes, pero parecía reír permanentemente con ellos.
En su rostro anguloso resaltaban unos labios gruesos que dejaban ver, aunque no muy seguido, una sonrisa grande que daba vida a sus facciones descarnadas.
En resumen, era un hombre apuesto y muy sociable, aunque íntimamente, como cualquier persona que busca el éxito, estaba más enfocado en sus cuestiones personales que en los demás, acaso por esa dosis de egoísmo que necesitan los hombres exitosos para lograr sus metas.
Sofía volvió a sonreír de manera cálida y amigable.
- Estereotipada, nada -concluyó Giuseppe que aparentemente, en esa fracción de segundo en que volvió a sonreír, la había notado con más fuerza.
Ella insistió, aunque veladamente, en que se trataran un poco más. Sabía que un encuentro puede producirse en un minuto, como puede no darse nunca.
Había estado durante años con otros jóvenes de su círculo social con quienes practicaba diálogos estupendos o su mejor sonrisa, pero estos, no la veían sino como amiga.
Aplicaba a rajatabla los consejos de Penélope Filemoni, que tenía una obsesión por la buena educación. A tal punto llegó la locura de su madre que la acompañaba a la escuela durante sus primeros años de clase, justificándose con la mentira de que Sofía sufría de desmayos accidentales.
Pero la chica era una simple réplica de su padre Ángel Fonseca, agradable y aparentemente dócil, pero tal como fuera su progenitor, en esa aparente obediencia alimentaba una libertad interior que iba increscendo, hasta llegar a la juventud.
Tuvo la corazonada aquella noche, de que Giuseppe acababa de romper con el conjuro de su mala suerte.
Por su lado, Moraima esperaba ansiosa en su mesa, deseaba retomar la conversación. Estaba tomando vino, y por el efecto quedó como muy suelta, todavía más agradable, y desinhibida. De por sí tenía ese roce de chica de mundo, que se ganó en Europa, y es lo que seguramente, atrajo a Giuseppe.
Era una de las cuatro amigas de Sofía, que habían vivido en un internado de Inglaterra. Por entonces hubo en Asunción como una fiebre de la gente pudiente por enviar a las hijas a algún internado en Europa, Inglaterra o Suiza, de donde las jóvenes, volvían visionarias e independientes.
Sofía moría de ganas de acoplarse al grupo, pero su madre no la enviaría ni loca. Era extremadamente conservadora y sobreprotectora.
Las estudiantes regresaban conociendo nuevos idiomas, eran desprejuiciadas, algunas familias prescindían de las empleadas domésticas y practicaban el amor responsable compartiendo las tareas.
Y aquellas muchachas que iban a Suiza, incluso planteaban su deseo de vivir solas. Con la mentalidad independiente y la perfección suiza, revolucionaban su entorno. Lavaban sus ropas, auto gestionaban sus estudios universitarios y otras actividades igualmente escandalosas para la viuda de Fonseca. Estas amigas de su hija no eran más que unas tristes libertinas.
Giuseppe buscó a Moraima, y Sofía siguió cumpliendo con Charito y sus amigos del Cuerpo de Paz en Paraguay, mientras Maricarmen Arredondo y Carmelo Mosselli parecían dos adolescentes tintineando copas, un sinfín de veces.
- Será mejor que no tomemos alcohol, nosotras dos -fue esa tarde, la cuerdísima recomendación de Penélope, que sabía cuán lábil era la sobriedad de su amiga Maricarmen.
Sin embargo, esa noche el alcohol se había trepado al cerebro de la misma, y poco a poco le fue entorpeciendo el entendimiento. En principio fue el autocontrol. Sopesaba cada palabra que hablaba ella y también los otros, luego vino el hablar pausado, cuidando de no soltar nada en exceso, después el hablar en cámara lenta, y al final las fastidiosas repeticiones. Penélope empezó a desesperar, y con razón, pues Maricarmen, despojada de toda falsedad, soltó palabras desubicadas a granel y ciertamente lamentables.
- Parecen verdaderos -dijo acariciándose el busto. Por fortuna nadie más que la anfitriona entendió lo que quería decir exactamente, su amiga.
Se refería al corpiño de espuma que llevaba puesto. Por cierto, estas prendas, muy en auge hoy en día, nada de nuevo tienen. Su origen data de los talleres secretos de Federica Filemoni, y fue un recurso para subsanar la desgracia genética de Penélope, que con diecisiete años, tenía dos tristes esbozos, como botones pegados sobre el pecho.
La viuda, segura de que su ebria amiga ahondaría en el tema de los corpiños, por un instante quiso fulminarla, pero la necesitaba esa noche, como en cada reunión, por su alegría que era capaz de amenizar cualquier tipo de reunión.
Fue Giuseppe quien arruinó el protocolo, al romper la copa de champagne, que aparentemente había presionado en exceso.
- Te veo un poco nervioso -le espetó Moraima.
- Sí, la verdad, estoy un poco ansioso. Dejé demasiadas cosas pendientes en la oficina.
- ¿En Buenos Aires?
- Sí, allá, por supuesto. Ni te imaginas cómo es el tema de trabajar con los estancieros.
Se refería a la provisión de agroquímicos, que todavía llevaban adelante los Mosselli, en mucho menor escala.
Lo que nadie imaginaba era la terrorífica ansiedad por la que el joven estaba atravesando en plena fiesta, y tampoco conocían el motivo real por el que su padre había insistido tanto en que le acompañara hasta Paraguay.
Giuseppe Mosselli, sufría el peor de los males: el del corazón. Era un triste adicto en abstinencia, de una droga bien Identificada, llamada Yamila Briseño, una bailarina nocturna, cinco años mayor que él, de quien estaba profundamente enamorado desde la misma adolescencia. Ya llevaban diez años de amor, y aunque había intentado muchas otras relaciones, incluso algunas con la anuencia de su familia, no lograba olvidar a la bailarina.
Más que amor, aquello parecía una atadura, de esas espirituales, algo que nadie conseguía desatar.
Pero alguna vez tenía que dejarla, lo estaba enfermando, había acabado con su paz, su prestigio de profesional responsable, (era contador), y amenazaba con acabar con su salud.
A Carmelo Mosselli nadie le arrancaba de la cabeza que parte de la bancarrota económica se debía a esta mujer, que tenía trastornado a su hijo.
Era un odio negro lo que sentía por la bailarina, como suele ser el odio asociado a la culpa. Giuseppe nunca la hubiera conocido si no fuera por aquel fin de semana en que su padre lo dejó ir a la quinta de un amigo en las afueras de Buenos Aires, y esto, justamente, era de lo que siempre se culparía Carmelo Mosselli, y lo que habría de maldecir toda su vida. ¡Maldita sea, yo lo tiré en sus brazos!
¡Era deslumbrante! Tenía la tez pálida y moteada de pequitas, el cuello largo y el escote generoso como las actrices del cine mudo. Sus ojos eran bien marrones y tenía el pelo rojo como la zanahoria.
Decir que era bonita sería una ligereza. Yamila era maravillosa y desconcertante: cualquiera que la miraba, olvidaba al instante su fama de «chica peligrosa».
Tenía un cuerpo de desnudos artísticos y una sonrisa para promocionar pastas dentales.
Era naturalmente alegre, y a veces se desbordaba en unas carcajadas delirantes y desenfrenadas, lo que la hacía alucinante para los hombres.
El propio Carmelo Mosselli había arreglado de algún modo, para que se conocieran con su hijo Giuseppe y un amigo, el joven Henry de la Fontaine, hijo de un hacendado y amigo de la familia.
Tuvieron algunos encuentros, y nunca olvidarían aquella primera vez, aunque quizás morirían sin enterarse, de cómo había aparecido Yamila Briseño, esa noche, donde ellos dos.
Una imagen, registraron para siempre.
Tiesos, y con los ojos muy brillantes la contemplaron en silencio.
Perturbadora y pálida bailaba muerta de risa, y parecía rada vez más bella por el efecto de las velas de cera que la iba dejando pálida y deslumbrante.
Empezaron a reír, también ellos, como dos tarados, hasta que, rendidos por la marea de nuevas sensaciones que recorrían sus cuerpos, capitularon, y tuvieron su primera experiencia sexual.
Empezó besando a Giuseppe, que perdido en su propio laberinto, clavó sus ojos en las vigas del techo.
A las diez de la mañana del día siguiente, tres cuerpos tirados en la alfombra parecían muertos que respiraban. Yamila fue transportada hasta su casa por un chofer, y aquel sería el comienzo de otros encuentros con los dos jovencitos que, a cualquier precio, debían guardar secreto, ignorando ciertamente, que fue el padre de uno de ellos, quien arregló el encuentro. Los De la Fontaine nunca se enteraron de esta experiencia de su hijo Henry.
En realidad Yamila no conocía a Carmelo Mosselli, sino a través de terceros, y aunque llevaba años de encuentros clandestinos con un amigo de Carmelo, no era una vagabunda, hasta el día en que aceptó la oferta de su propio amante, para iniciar al hijo de un amigo.
Fueron nada más que tres encuentros, de a tres.
Aquel domingo a las seis de la tarde, al salir de la última cita, Giuseppe dijo que no valía la pena gastar su valioso tiempo puesto que no tenía sentido estar con una mujer por quien no sentía nada. Henry dijo que para él sí Yamila valía la pena pero no le encontraría sentido si no tuviera que compartirla.
Yamila en cambio, aclaró que no le encontraba sentido a estar con los dos al mismo tiempo, puesto que le gustaba uno.
Fue así que Henry de la Fontaine, un pecoso desgarbado y de altos humos, la fue olvidando conforme la ley del gradual desapego.
A partir de aquella última noche de agosto, en que tuvieron esa conversación, una noche en que el ventarrón fastidioso lloraba en las puertas y se robaba hasta las mismas ganas de amar, Yamila sólo sería recordada en las velas de cera, y en las coletas rojas como la zanahoria.
Nunca volvieron a tocar el tema. Pasaron algunos años. Eran ahora noveles universitarios y novios oficiales de alguna señorita de sociedad.
La bailarina dejó de ser una novedad para los dos, acaso después del comentario que hiciera Giuseppe, quien aseguró que lo que parecía fascinante, era cualquier cosa.
- Se vende en otras vitrinas -dijo casi con desprecio, y con mejor presentación.
Meses más tarde, Yamila ni siquiera merecía ser mencionada.
Henry no imaginaba que Giuseppe estuvo siempre enamorado de ella, y aún más cuando parecía haberla olvidado.
Este amor, de ser posible, Giuseppe se hubiese ocultado a sí mismo, pero cuanto más secreto, más grande era en él.
Con el correr de los años, Yamila se volvió una bailarina conocida, actuaba en clubes nocturnos, aunque él seguía sin asumirla, como ella no lo asumía públicamente por miedo a entorpecer su carrera, pero aparentemente la complicidad había desembocado en un grande y verdadero amor.
La bailarina era algo así como los tubérculos sanadores, que por fuera parecen hilachas verdes dignas de lástima. Raíces que crecen como alimentadas de vitaminas propias, donde nadie las ve. Sólo al intentar arrancarlas sabemos cuán implantadas están.
Así, Giuseppe se enteró de cuánto la amaba cuando intentó sacarla de su vida, en aquellos días de su viaje a Asunción. Fue por la presión de los padres que se tornó insufrible, ellos, que conocían del romance secreto, armaron todo tipo de estratagemas para separarlos.
Cualquier chica del planeta era preferible para los Mosselli.
Cuando Giuseppe conoció a Sofía y Moraima, antes que buscar enamorarse de nuevo, probablemente lo que quería, era desarraigar a Yamila.
Las negociaciones entre Carmelo Mosselli y la viuda jamás prosperaron, y para la empresaria no fue sino una visita más de las que de ordinario recibía.
Del mencionado Carmelo, Penélope no registró sino esa apariencia de «científico del Siglo Dieciocho», con la barba crecida y la melena trepada al cuello de la camisa. Al primer golpe de vista, este look contrastaba con su ropa de fina marca y su reloj de bolsillo con siete rubíes.
Era un hombre con modales de gentleman, y le hubiera gustado que fueran socios, pero, desde aquel día no tuvo noticias de él. La última vez que lo vio fue la noche del agasajo en su casa, cuando luego de haberse divertido a costilla batiente con su amiga Maricarmen Arredondo, estampó un beso en el dorso de su pálida mano, y se marchó.
Sin embargo, no se podía decir lo mismo de las negociaciones entre Sofía y Giuseppe, quien se mostró muy atraído por estrechar lazos de amistad con la joven, e incluso la visitó , ese mismo verano, en el que viajaron al norte, a la estancia de Charito Macoritto, a cazar martinetas.
Giuseppe no acababa de ponderar la sencillez de Sofía, lo que no significaba de modo alguno que fuera una angelita. Como hombre experimentado pudo notar que era una chica de carácter. No le pasó por alto la falsa astucia que Sofía dejaba entrever, pero la delataban algunas de sus reacciones de niña sin experiencia en el amor.
- Es una zorrita inocente - pensó Giuseppe que entonces, tenía veintisiete años, pero como habitué de las noches de Buenos Aires, tendría mucho más que su edad cronológica. En realidad, en un principio visitaba a Sofía y Moraima al mismo tiempo, siempre en calidad de amigo, hasta que en un momento tuvo que pararse en una encrucijada, y sortear unos días de verdadera confusión, hasta que consiguió inclinarse para uno de los lados.
Moraima era bonita, desinhibida y divertida, pero chicas como ella tenía por montones en la Argentina. Le pareció más interesante la amistad de Sofía, a la hora de elegir.
Lo que sea que haya decidido, poco importaba desde el momento en que su corazón estaba ocupado y no iba a desalojar a Yamila Briseño de ahí con el simple hecho de proponerse, porque tal como suelen ser los carnales afectos de la juventud, estaba unido a ella y no la iba a soltar a causa de un simple antojo.
Sin embargo, con el correr del tiempo, eran más y más cosas que le gustaban de Sofía, sus valores, su buena educación, su espiritualidad, pero todo eso no le alcanzaba como para proponerle una relación sentimental.
Aparentemente no le interesaba tanto la fortuna de la familia Fonseca, pues por mucho que le gustara la buena vida, había una parte en Giuseppe Mosselli, que se resistía a los platos servidos, prefería saborear aquello amasado por sus propias manos.
Durante ese verano, invitado por la propia Penélope, para quien el joven argentino era un caballero de clase, pasaban días en la casa de veraneo, hablando de madera y árboles. ¿De qué más podía hablar la viuda con un hombre?
- Mi esposo amaba tanto su trabajo que un día le gasté la broma de que probablemente había nacido con cerebro de madera. Tal era su pasión que reconocía la edad de los árboles, los podía medir, se atrevía a pesar un rollo con los ojos y era capaz de viajar miles de kilómetros tan sólo por ver una selva virgen.
- Eso es muy normal -dijo Giuseppe con ganas de congraciarse-, mi padre tampoco habla sino de semillas y químicos, del mismo modo que los estancieros hablan todo el tiempo de razas de vacas, carnes, o inseminaciones.
Penélope estaba encantada con los diálogos elásticos de Giuseppe. Al final de ese mes, podía jactarse de ser bien aceptado y tenía un diagnóstico cierto de la situación social y financiera de los Fonseca.
Ese febrero se mantuvo en silencio pero apareció los últimos días de marzo, en Semana Santa. Pasaron el feriado repartidos entre la quinta de la familia, visitas al lago, y paseos por el río.
Era un amigo que cada vez se acercaba un poquito, y empezaba a sentir los síntomas de un vínculo naciente.
No tenía certeza de lo que quería con Sofía, porque Yamila seguía siendo parte de su historia, y aun sabiendo que ya no volvería con ella, sentía una suerte de celo por esa llama que aún chispeaba dentro de él. No quería extinguirla, pues temía que algo se secara en su interior.
Sofía le parecía una posibilidad real y una compañera perfecta, al fin de cuentas la única relación factible entre ella y él sería el matrimonio, y claro que para casarse prefería una mujer de su perfil. Pero decidió callar por un tiempo, para no tener que lastimarla.
No le fallaría a Sofía, era como que se sentía arrasado ante su honestidad y su transparencia.
Definitivamente, estaba dividido entre la esperanza de resurrección y un nuevo nacimiento.
Yamila era la antítesis de la paraguaya. Sin ser una beldad, era una chica fascinante, y aunque tenía más años que él, y una historia oscura en su pasado, nada era comparable a su encanto.
Si Giuseppe puso un stop en la relación, fue porque estaba herido. Tenía conocimiento, aunque no pruebas, de lo que aseguraba Carmelo Mosselli: el romance secreto con un hombre casado, el político Salinas, pero toda duda se disipó cuando Carmelo Mosselli exhibió ante sus narices una fotografía, en la que Yamila aparecía besándose con un hombre. Había ocurrido en horas de la noche por la bata de dormir que llevaba vestida y los faroles encendidos en la escalera de su departamento.
Una de esas noches en las que el desprendimiento se hizo insoportable, Yamila decidió buscar a Giuseppe en su casa. Los Mosselli habían salido a un paseo, por lo que no tuvo más remedio, que volverse.
La mañana siguiente era Giuseppe en el teléfono, al menos quería mandarla al infierno con tal de escucharla. La increpó a causa de las fotografías, como si todavía tuviera parte en su vida: el caso con el político le dolía como una quemadura fresca.
Dijo simplemente:
- No perdonaré lo que hiciste, vagabunda.
- Es que estaba desesperada por saber de vos -respondió Yamila la pensando que se refería al hecho de haber ido a su casa la noche anterior.
Giuseppe con esa respuesta confirmó que ella se encamó con Salinas.
- ¡Vagabunda! repitió antes de cortar.
- ¿No podés entender que quiero hacer cualquier cosa por saber de vos? -dijo Yamila.
Giuseppe cortó la comunicación.
Era algo terrible, sencillamente una vergüenza, ¡y era verdad! En la foto, ella y el diputado, los mismos muebles, la puerta abierta del departamento, y su diminuta camisa de dormir.
Eso acabó matando a Giuseppe, que a partir de ahí, venía muy seguido a Asunción. En verdad, lo que quería era alejarme de Buenos Aires, estaba buscando refugio para perderse de su corazón, como si el amor tuviera un territorio del que se puede huir.
Uno de los encuentros entre Giuseppe y Sofía se dio en Buenos Aires, donde ella y su madre hicieran un largo viaje en barco con el fin de acompañar a Maricarmen a cumplir una promesa con la virgen de Luján.
Ya en el puerto, Giuseppe las recibió, y las llevó hasta el departamento de la familia, en la calle Callao, un apartamento que Ángel Fonseca recibió de un socio argentino, como parte de pago en la compra de acciones de FODEPAR.
Fue durante ese viaje que Mosselli, por fin, habló a Sofía pobre ellos dos y le dijo algo así como que podían formar una excelente pareja.
- Hay miles de almas en el mundo -respondió ella-, que pueden formar una excelente pareja.
Le pareció muy evasiva la respuesta. ¿O acaso era muy inteligente?
- Sí, tenés razón, tiene que haber algo más ¿no?
- Así es, no basta con que una mujer y un hombre parezcan como pintados en un cuadro, pertenezcan al mismo círculo, o puedan progresar juntos, esto también podría darse entre dos socios comerciales -completó.
Giuseppe había captado en el acto que Sofía quería arrancarle alguna declaración más concreta, pero ella era demasiado honrada como para que él le mintiera, y en realidad no se sentía en condiciones de comprometerse.
- ¿Querés que cenemos esta noche? -preguntó para disipar la tensión.
- ¡Por supuesto, que quiero!
- Entonces vuelvo más tarde.
Le dio dos besos y con una de las manos le apretó suavemente uno de los brazos al marcharse. Más tarde, Giuseppe insistió en que Penélope saliera con ellos, e incluso Maricarmen, ya que era tan divertida... Sofía sintió helado su corazón. Se mostró gentil y caballeroso, en partes iguales con las tres.
En todo ese tiempo la viuda se mantuvo en silencio, pero una vez hecho un análisis sensato, decidió que Giuseppe era un candidato potable.
Tenía una profesión, una muy fina educación, y un buen apellido. Era en definitiva, un hombre ideal, tal como siempre soñó para su hija.
No era mala idea que se convirtiera en su yerno.
- Hacen muy linda pareja -comentó mientras tomaban el café, en la mañana.
- ¡Tiene que haber feeling, mamá!
- Pero eso se logra con el tiempo, aquel feeling de la primera impresión del que hablan algunas tilingas, nunca tiene un final decente, siempre desemboca en una pasión desbocada, y después para qué te cuento.
- Es lo que los hombres de mundo anhelan, mamá, una pasión loca, y Giuseppe es un hombre de mundo...
- Y, depende, si lo que quiere contigo es una aventura, no estás para eso.
- Somos amigos, nada más que eso.
Sofía simuló que no la había afectado ese comentario, pero en realidad hubiera dado todo por tener una aventura con Giuseppe esa misma noche.
- Están las chicas que son para esos menesteres Sofía, pero no es tu caso -siguió fastidiando la madre-. Y vos ¿qué sentís por él?
- Todo, mami -respondió sin retaceos.
- ¡No se lo digas! -se escandalizó- y que no lo descubra nunca él, si de verdad no lo querés perder.
A los Mosselli, por su parte, les parecía una excelente idea la amistad con la señorita Fonseca.
- Hay decisiones que pueden determinar el rumbo de tu vida - dijo Carmelo, que jamás perdía una oportunidad de agredir la memoria de Yamila-. Sofía no es una chica del montón. ¿Me entendés? ¡No como cualquier cabaretera!
- Y a vos, quién te mandó a mencionar el objeto del vicio -pensó Giuseppe para sí-, eso es fatal en la abstinencia.
La sola idea de estar en un cabaret, le conectó de nuevo a la ansiedad. Y empezó a rememorar la foto, y que los amigos de Salinas comentaron esto y aquello, a decir de su padre.
A Giuseppe lo ponía loco el tema de la fotografía, y fue en una de esas noches, y en el fragor de las emociones caldeadas, que decidió proponer a Sofía una relación comprometida.
- Quiero hablar con tu mamá -dijo del otro lado del teléfono.
- ¿Cuando? -respondió ella, con enorme emoción.
- Este fin de semana.
A Penélope le pareció un hombre sencillamente adorable, resistir al amor todos esos meses, esperar los tiempos, fomentar antes la amistad, sólo una persona fina y un hombre de abolengo era capaz de todas esas cosas juntas.
- Viajo este fin de semana a Asunción -comentó Giuseppe a sus padres.
A Carmelo Mosselli se le puso alegre el semblante.
- Ah, ¿era eso? -dijo Sofía a Giuseppe-. Tenés que conversar con mi mamá si querés visitarme como novio
- Siempre y cuando sea una relación con propósito- opinó Penélope-. No soy amiga de los noviazgos interminables ni de ese libertinaje con que viven en las ciudades grandes, de mudarse a vivir juntos, o convivir antes del matrimonio. Piénsenlo bien.
- Si hablé con Ud., es porque ya lo tengo pensado.
Y así ni más ni menos, fue que se pusieron de novios. Sofía tenía una enorme expectativa porque soñaba con estar enamorada, locamente enamorada, y seguía esperando por la desconocida sensación, pues ya llevaban meses de un romance light, y nada extraordinario se operaba en su interior.
Era una relación serena y de respeto mutuo, sin los sobresaltos que Sofía desconocía y ciertamente anhelaba, pero que, en contrapartida, a Giuseppe le atemorizaba. Había sufrido demasiado como para volver a desear el amor loco que tuvo con la bailarina.
Debían preparar la boda.
No estaba segura si Giuseppe había franqueado las puertas de su corazón cuando dijo:
- No tengo certeza de estar enamorada.
Fue unas semanas después de formalizar el compromiso.
- Decime mamá, ¿es normal como me siento?
Giuseppe le encantaba como persona, pero la angustiaba el hecho de que aún no conociera la experiencia transformadora que veía en sus amigas, esa sensación vibrante que notaba en las demás. Hasta ese día no había logrado sorprenderse de su renuevo.
Penélope encontró la ocasión ideal para reforzar, durante dos semanas seguidas, aquellas lecciones que probablemente Sofía había olvidado, o no tenía tan frescas como era conveniente.
- Jamás utilices modismos ni medias palabras, son recursos que denotan inseguridad.
Y no seas tan lista, nunca vayas a saber más que los hombres, necesítalos siempre, un poco. En su mayoría son tímidos, a no ser los curas y los políticos, de los que espero nunca tener que cuidarte.
Una cosa tenés que saber Sofía: la mitad de los hombres quedan flechados por la espontaneidad y la simpatía, y la otra por el fútbol.
- Y qué hay del trasero que tanto preocupa a mis amigas.
- Eso queda atrás, escucha bien esto, y no me interrumpas. Sofía quedó cavilando. El fútbol no nació en el Brasil, como sostenía la tía Federica, a quien, esta peregrina teoría le había costado nada menos que tres abandonos.
- Y las posiciones de los jugadores en la cancha, manejar esto es importante. En sus reuniones, los amigos no hablan de otro tema que las posiciones, un arquero no es un número diez.
Luego de muchos rodeos, por fin respondió la pregunta de su hija:
- El amor -dijo- no necesita ser tormentoso para ser real. Tu padre y yo hemos tenido un amor tranquilo y sin sobresaltos, y no por eso, menos poderoso. Si tu padre fue un hombre exitoso, buena parte se debe al equilibrio que encontró a mi lado.
- Esto es así, una mujer de clase no anda con fantasías atolondradas, ni análisis maliciosos, ni conversaciones estériles, menos aún con ojos de lince buscando ver lo que no debe.
Te diré más, nunca discutas, sino escribí, escribí, escribí al amor, a tus hijos y a vos misma. Hay milagros en las cartas.
Ni el más profundo enamoramiento debe afectar tu equilibrio, que es lo más frágil en una mujer y lo más importante. Cualquier hombre del planeta mirará tu equilibrio para resguardarse de sus miedos ocultos, por lo tanto, es lo que las mujeres responsables debemos cuidar.
Una chica de clase no puede perderlo jamás, tendrás que mantener el aplomo y la postura. Y eso que ves en tus amigas, mejor lo vas borrando de tu mente. Enloquecer de amor o sofocar a un hombre, ni tenga cabida en tu cabeza. Esas cosas, sólo pueden causar derrumbes.
Estoy de acuerdo con que formes pareja con Giuseppe –agregó- es buena gente. Toda vez que esté dispuesto a casarse en el transcurso de tres meses y venir contigo a tu país, ya sabés que tenés mucho que cuidar aquí.
Sofía hablaba como escogiendo automáticamente las palabras. Todo lo que salía de su boca era una sucesión de frases agradables y elegantes. Por tanto, no era de sorprender que Giuseppe estuviera tan asombrado de su buen diálogo.
La voz le salía, dulce y calma, y por supuesto diferente a todas las paraguayas que Mosselli conocía, que para sus oídos de porteño, hablaban con un cantito folklórico. Ella también Arrastraba la voz, pero de una manera agradable y muy peculiar.
Giuseppe decidió casarse. Muchos que conocían de su mal pasar económico en ese momento, habrían mirado esta decisión repentina como una solución a su problema, en realidad, sí y no. Sofía le parecía una hermosa persona, y quería amarla más, mucho más, con todas sus fuerzas.
¿Acaso él ya sabía todo sobre el amor? ¿Quién dice que no la amaría como a ninguna con el correr del tiempo y gracias a las vivencias criadoras de lazos? O acaso un hijo llenaría su enorme vacío.
Al optar por el nuevo nacimiento, se imponía dejar Buenos Aires. Extrañaba todavía a Yamila, pero ella más que una persona amada, parecía una droga, y la única manera de superar una adicción, es la decisión real de abandonar el objeto del vicio.
Por su lado, Yamila sintió que había sido abandonada de la manera más cobarde y cruel. Lo buscaba sin éxito con un dolor que no había imaginado ni en las historias de amor más desgraciadas. Recurría a sus amigos, incluso hizo maravillas para dar con el estanciero Henry de la Fontaine.
Nunca había querido volver a encontrarlo desde aquella época del «ménage á trois», en la quinta, pero sabía que eran como hermanos con Giuseppe.
- Oíme Yamila -le dijo Henry-, tu tiempo con él ya pasó, alguna vez tenía que terminar esto. Vos sabés bien cómo empezó todo, lo que pasa es que él tuvo un metejón muy serio con vos.
Henry estaba sorprendido de lo hermosa que Yamila se mantenía. Tanto ella como Giuseppe evitaban encontrarse todos juntos; había quedado una especie de recelo o algún miedo oculto, quizás.
Lo cierto es que siempre evadían un encuentro de los tres. No perdió un átomo de su sex-appeal, pensó Henry, y su figura es impecable. En cambio no le pasó por alto que tenía los ojos profundamente tristes, eran los de una madre buscando a un hijo desaparecido.
- Sos maravillosa -le dijo Henry, sin más intención que el consuelo-. Vas a tener otras oportunidades, mil oportunidades más. ¡Vuelta de página, Yamila!
Las palabras de Henry le parecieron una estocada en el pecho, sólo ella supo cuánto le dolía que aquel hombre le dijera que lo de Giuseppe fue un simple metejón, porque sabía en su corazón que aquello era amor, a pesar de lo que el mundo entero pudiera opinar.
- Henry, creeme, no quiero volver con él, sólo quiero una explicación, quiero mirarlo a los ojos, y preguntarle por qué se fue así, de ese modo tan cobarde.
- Eso no cambiará nada -dijo Henry de manera tajante, aunque tuvo que simular consternación.
- Creeme, yo no quiero volver con él -mintió de nuevo, y repitió entre lágrimas- no quiero volver con él.
- Yamila no tiene intenciones de volver con vos, Giuseppe, sólo quiere una explicación de tu parte.
- ¡Explicación nada, Henry! Se acostó con el diputado Salinas, el amigo de mi viejo.
- Con mayor razón, decile que la dejaste por eso.
- Tendré una familia, contale que en poco tiempo, estaré bien casado, y decile por favor, que puede hacer de su vida lo que se le cante.
Giuseppe se ausentaba de Buenos Aires durante semanas, lo nuevo era Sofía, y como el amor nuevo parece desvirtuar las bondades del que ha pasado a ser historia, Yamila, apenas exislía como pasado reciente. Sabía que todavía la amaba, tal vez, por eso intentaba enfocarse con tanta fuerza en el presente y llenaba su cabeza de voces nuevas en las que se empeñaba en creer.
Sólo sus íntimos amigos sabían quién era Sofía Fonseca: una paraguaya de mucho dinero.
Y Giuseppe, que se volvió el hombre más cerebral de la tierra, empezaba a quererla poco a poco.
Sofía con su modo especial de ser, parecía prometer el cielo. Destilaba una energía capaz de sublimar al más denso de los seres.
Todavía no la conocía en profundidad, pero de ninguna manera parecía una presencia sufriente, conflictiva ni complicada, y así era fácil amarla, era lo que en definitiva, buscan los hombres: una mujer fácil de amar.
¿Y qué más podía pedir? A su lado tendría asegurado el sosiego, la paz y también la abundancia.
Acababa de encontrar una mina preciosa.
La boda se aceleró teniendo en cuenta la distancia que los separaba.
Cuatro meses más tarde, en una fiesta campestre de unos doscientos invitados, se casaron Sofía Fonseca y Giuseppe Mosselli, quien ya tenía decidido quedarse a trabajar en Paraguay, mirando el hecho de que su mujer era hija única, y aquel otro: era mejor estar lejos de su tierra, de los recuerdos intimidantes que más tarde o más temprano habrían de derrumbarse sobre él. Era mejor abandonarse al tiempo y esperar.
Sacar a Sofía del Paraguay no se negociaba con Penélope Filemoni.
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