El poeta JAVIER CATALDO -nacido en Coronel Oviedo el 13 de diciembre de 1920- confesó con modestia que el sueño de su vida no fue dedicarse a las letras ni a la música sino a la medicina natural. Y que lograr ese objetivo -alcanzado con creces ya que tiene reconocida fama como médico naturalista- fue el empeño más arduo de su existencia.
El servicio militar, durante muchos años, cumplió el rol social de trasladar a los hombres de sus hogares a la capital. O a otros puntos del país. Implicaba el primer desapego relevante de la familia. En este reiterado esquema de comportamiento colectivo hay que ubicar la salida de Javier de su valle. Hizo el servicio militar en la Caballería, en la Marina y finalmente en el Cuerpo de Zapadores ya después de la guerra contra Bolivia. Eran tiempos difíciles para el país y sus habitantes.
Una vez que cumplió con la patria, Cataldo probó fortuna en la Argentina. Buenos Aires fue el puerto en el que ancló. Allí trabajó dos años como obrero de la construcción con unos patrones italianos. Ese oficio no le era desconocido: lo había aprendido de su padre.
El que trabajaba con cemento y varillas de hierro, sin embargo, sentía en su interior un llamado que consideraba ineludible: debía seguir recorriendo caminos, aprendiendo los secretos de la naturaleza para así, un día, dedicarse enteramente a curar las enfermedades de sus semejantes.
Su abuela RUDECINDA BARRETO DE CATALDO, con su eficaz y activa sabiduría de arandu ka'aty, fue la que le inculcó el amor a las plantas medicinales. De esa fuente bebió sus primeros conocimientos.
El contacto con uno de los más grandes botánicos del Paraguay, TEODORO ROJAS (1877-1954), fue un hito fundamental en el aprendizaje de aquel joven apasionado por la flora nativa y sus propiedades medicinales. En su conscripción militar una vez por semana visitaba el eminente sabio en el Jardín Botánico.
Ni el dinero que ganó ni otros cantos de sirena de la gran capital argentina pudieron apagar en él esa llama que llevaba por dentro. Fue por eso que abandonó la plomada y los baldes de albañil para internarse en los densos montes de nuestro país y la Argentina. El Alto Paraná paraguayo fue su primera posta. Pasó luego a Overá, Posadas, Montecarlo, Puerto Dorado, Piray, Puerto Victoria y otros lugares del vecino país.
"Me fui para aprender. Los yerbales me enseñaron mucho", cuenta Javier Cataldo en su casa-clínica del barrio San Vicente de Asunción.
Durante seis años recorrió obrajes. Y, después de la revolución de 1947, considerando que su período itinerante de aprendizaje había concluido, se afincó en nuestra capital para dedicarse a sanar enfermos con la ciencia que construyó con perseverancia y dedicación.
"De día era contratista de obras. De noche atendía a mis pacientes", recuerda.
A Javier Cataldo le resulta difícil hablar de la poesía, de la música y de su creación. Se mueve con mayor facilidad en el universo de la medicina natural. Sin embargo, a cuentagotas, mencionó que toca la guitarra y el acordeón y que "por casualidad" escribe versos.
"Venía de Puerto Dorado, de los yerbales. Estaba en Posadas y allí llegó una hermosa correntina. Bajaba de Corpus. Conversé con ella ha agasta hese la cantínape (le compré algo de la cantina). Le dije que venía a Asunción y la invité a que me acompañara. 'Ne mitâiterei. Repoireiva’erâ chehegui agâ (Sos demasiado joven. Seguro que me vas a abandonar)', me dijo. 'No, rehóta revy'a haguâicha (eso no va a ocurrir, vas a ir para estar bien)', le respondí. Me acompañó hasta Encarnación donde nos despedimos. A ella le escribí NDE FELÍNTE CHE AIPOTA. En 1962 PAPI MEZA le puso la música y desde entonces numerosos intérpretes lo grabaron. Es mi obra más exitosa", se anima a relatar por fin el médico naturalista poeta.
No mencionó el nombre de la destinataria de su creación poética. Quizás ya quedó cubierto por el implacable polvo del olvido. Tal vez lo guarda en su memoria y teme que al nombrarla se rompa el encanto de aquellos momentos compartidos en un encuentro fugaz pero intenso según se puede concluir de la lectura sus versos.