Era una tarde quieta de domingo. El tiempo se deslizaba entre las sombras sin prisa. JORGE LOBITO MARTÍNEZ -nacido en Asunción el 11 de mayo de 1952 y murió asesinado el 25 de enero de 2003 en nuestra capital-, caminaba por la costanera, frente a la Catedral de Asunción. En un momento dado, se asomó al balcón aledaño al edificio del Congreso. Miró el río con sus embarcaciones golpeadas por el sol y se detuvo en ese paisaje cercano, pero al mismo tiempo distante.
En ese momento se dio cuenta de la presencia de unos niños de la Chacarita jugando abajo, en el barro, riéndose y salpicándose. En esa inocencia se paralizaba el mundo y la felicidad tenía los nombres de esos chicos que Lobito no conocía. Su mirada y sus oídos se concentraron en esa escena que una reciente lluvia había permitido improvisar con esa creatividad tan propia del talento infantil.
"Al verlos me puse a pensar: esto no va a durar. Es una dicha circunstancial, efímera. Luego sus vidas, cuando salgan de ese lugar, cuando sean más grandes, cuando se casen y cuando tengan hijos y tengan que educarlos, se van a convertir en tragedias. En un segundo yo los saqué de donde estaban, los proyecté al futuro, ya adultos. Me quedó eso y me fui a mi casa", recuerda el pianista y compositor, hijo de Eladio Martínez, reconstruyendo ese instante de 1994.
A los seis años, Lobito, junto a su hermano RUBÉN DARÍO MARTÍNEZ (LOBO), había empezado a estudiar piano con la profesora MARGARITA MOROSOLI por imposición de su padre. Éste no pretendía que se convirtiesen en músicos profesionales sino que también conocieran su arte, como un complemento para su existencia. "No me gustaba estudiar. Papá había conseguido un piano y una profesora particular. Yo llegaba a las cinco a casa y tenía que darle una hora a las teclas, mientras escuchaba que mis amigos y compañeros de los alrededores de mi casa, en Sajonia, estaban ya jugando pelota. Mamá, que era modista y siempre andaba con urgencias, me controlaba la hora que, por suerte, era marcada por un reloj de pared sin tapa. Yo adelantaba rápidamente y los 60 minutos se transformaban, sin que ella se diera cuenta, en 25, 30 minutos. Después ya volaba al partidí”, rememora el artista.
Desde los 9 años cambió de actitud. Pasaba largas horas encima de los teclados. Su madre disfrutaba de sus pequeños conciertos hogareños. Desde los 11 años se integró a grupos nuevaoleros de la década del '60. A los 16, formó parte de la ORQUESTA LOS JOCKERS y después integró LOS AFTERMAD'S.
En todo ese tiempo tocaba sólo de oído. Había dejado de lado la lectura de partituras. Retomó sin embargo, sus estudios de piano, hasta completar los diez años requeridos.
En Buenos Aires, en 1986, se le presenta una magnífica oportunidad: gana una beca para el Berklee College of Music, una de las más prestigiosas escuelas de música de los Estados Unidos de América. El monto asignado -2.500 dólares-, sin embargo, era muy exiguo.
Ya de nuevo en Asunción, a través de la embajada norteamericana, gestiona una beca Fullbrigt y lo obtiene. Fue así como pudo estudiar en Berklee dos años y enseñar otros dos allí, entre 1988 y 1992.
Este era el músico al que le había impactado ese mitâ ñembosarái de la orilla del río Paraguay.
"Dos días después de lo sucedido, me senté al piano y comenzó a fluir una melodía en 6 x 8, una polca-canción. Anoté en una partitura para no olvidar. Pensé que aquello debía ser lo que viví. Después, fui desarrollando lo que llamé JUEGO DE NIÑOS. Tiene tres partes. La primera es el juego propiamente dicho, en una tonalidad mayor. La segunda es el drama, es honda e introspectiva, en tonalidad menor. La empalmo con la tercera y es mi reflexión: hay gente que del barro sube a las estrellas. Es la metáfora de la esperanza. Allí termina", explica.
Fuente: JORGE LOBITO MARTÍNEZ.
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JUEGO DE NIÑOS
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