En la percepción popular, Villarrica siempre fue una "república aparte". A lo largo de su historia, juntó argumentos -reales o imaginarios-, para ganarse merecida fama de pueblo singular. Su peculiaridad se da hasta en la música que le fuera dedicada por sus hijos ausentes: tiene las dos composiciones más bellas que una sola ciudad pueda ostentar como carta de presentación. Casi todas tienen una que supera a todas las dedicadas a un mismo lugar, pero la cabecera del Guairá cuenta con dos canciones de pareja belleza.
Una de ellas, es Villarrica, del poeta Gumercindo Ayala Aquino y Aniceto Vera Ibarrola. Y la otra es VILLARRICA CHE CIUDAD, con letra de GREGORIO NARVÁEZ ARCE (nacido en Villarrica el 9 de mayo de 1914 y fallecido en Asunción el 23 de diciembre de 1975) y música de ANDRÉS CUENCA SALDIVAR. El título de ésta revela un dato único, digno del lugar al que canta, en las creaciones de este género: no dice che pueblo sino que che ciudad.
La letra de Gregorio Narváez Arce parece conducir a un puerto lejano. Muy lejano parece. Lo claro, desde el primer instante de su ser natural, es que al poeta ausente de su tierra, le quema la añoranza, y, a partir de ella, escribe.
Narváez Arce fue militar, del arma de artillería. Alcanzó el rango de capitán. Ex-combatiente de la Guerra del Chaco. Su madrina de guerra fue doña Francisca Cabral vda. de Bogado. Fue condecorado con las cruces del Defensor y del Chaco por sus muestras de coraje. Cuando salió de la milicia-según el relato de su hija Hilda Narváez-, fue Juez de Paz en Caballero, Quiindy y Paraguarí. Vivió muchos años en Coronel Oviedo. Y en la segunda mitad del 50 fondeó en Asunción.
Trabajó en el Puerto y en 1965 le golpeaba un derrame que, en un lapso de 10 años, lo atacaría en cuatro ocasiones más, hasta derrotar su admirable resistencia. Con 51 años, afectado en el habla y en la motricidad -se recuperaría luego, a medias-, en su lecho de enfermo, añoraba su "patria chica" a la que ya nunca volvió. El poeta, que ya por entonces tenía en su haber una buena cantidad de obras -incluso MUTILADO REKOVE, teatro-, recurrió entonces al lápiz y al papel para expresar su amor a Villarrica.
En el primer verso está el elogio, la exaltación. En el segundo ya muestra su espíritu atormentado por el techaga'u. Con pleno dominio de su arte, en unas pinceladas, identifica lo esencial de su geografía, para retomar su historia personal con respecto a la destinataria de su canto, que es lo que a él le importa realmente. Ha akóinte che rasy, che mandu'a nderehe. Alude a su dolor físico, pero sobre todo al de su espíritu, por estar ausente de su querencia. Sus recuerdos -un amor, los caminos de las travesuras infantiles-, no le salvan de su situación porque obviamente su deseo ardiente era volver a Villarrica.
Andrés Cuenca Saldívar, su amigo, le puso la música. Venía a su casa, cerca del Parque Carlos Antonio López, y juntos iban construyendo la composición. El músico logró captar maravillosamente en su obra -con notas largas que parecen el prolongado aliento de la tristeza- el alma herida de su coautor.