El gran amor de Emiliano R. Fernández fue, sin duda, María Belén Lugo, su amada Belencita. Aunque también cantó a muchas otras, ella fue la pasión encendida que le quemó hasta la muerte.
Emiliano era un ñembo'e yva sin rival. Ese don formaba parte de su quehacer en el militante oficio de la palabra que ejercía. En 1929, cuando dirigía un novenario en Ysaty, vio por primera vez a la que se adueñaría de su corazón hasta su último aliento acaso, veinte años después. Dos luceros, a manera de ojos, le iluminaban el rostro moreno. El poeta quedó prendado, ipso facto -en el acto-, de tan incomparable criatura. María Belén dudó al principio, pero terminó correspondiendo a sus sentimientos.
Cuando el clarín de la guerra convocó al Chaco, Emiliano fue uno de los primeros en presentarse. Además de hombre de la palabra, él era un hombre de acción. No sólo había llamado a defender a la patria sino que estaba dispuesto a morir en su nombre. Su novia quedó esperándola.
El 8 de agosto de 1933, en el día en que cumplía 39 años, usufructuando un permiso de sus jefes, se casó con su adorada ysateña en San Antonio. Al año siguiente, el 24 de febrero, completaron su matrimonio en la iglesia de Caacupé. Después, Emiliano regresó a las trincheras de los cañadones chaqueños.
Al declararse la paz y la desmovilización, el poeta bilingüe retornó a su hogar. No se quedó allí, obviamente. Su vida estaba marcada por el camino y él no hacía más que entregarse al destino que lo conducía. Bohemio impenitente, no se detenía nunca en ningún lugar.
En los primeros meses de 1940; Belencita le anunció que aguardaba la llegada de un hijo de él. Le imploró que no se alejara tanto, que volviera más a menudo de sus andanzas. Un buen día el vate llegó y le contó que «por ocho diamínte» -«sólo por ocho días»-, viajaría a Concepción. El Centro Concepcionero lo había invitado. Aun cuando no deseaba que su marido se alejase, le acompañó solícita hasta el puerto de Asunción, para despedirle. «Pya'ékena eju jey Emiliano» («Vuelve pronto, Emiliano»), le rogó.
Pasaron seis meses y el poeta no regresaba. Por fin, recibió una carta de él, anunciándole que en el barco Anita Barthe volvía el 28 de agosto, día de San Agustín. Aun cuando estaba ya a punto de dar a luz, Belén se fue al muelle a recibirlo. Para qué. La espera fue larga. E inútil. Su desmayo fue producto de la decepción. Tres días después nacía en la Cruz Roja, en la festividad de San Ramón Nonato, su único hijo al que llamó Ramón Ernesto (ya fallecido). Al salir del hospital -según cuenta Marino Barrientos (1), fue recogida por sus suegros. Ella, luego, se mudó a la casa de sus padres, con su niño.
Meses después, el poeta regresó y le mandó decir que volviese junto a él en Bejarano -Recoleta-, a la casa de sus padres. María Belén le respondió por el enviado que él debía molestarse en ir a verlos y explicar por qué tardó tanto en el norte. Emiliano, por esto, se ofendió y se puso a escribir La última letra. Desde el fuego de su ira, disparó mortales acusaciones contra la mujer que más amó en su vida. Luego escribiría, en el mismo tono, Para siempre. A pesar de todo, aunque ya no admitiese, continuó amando a Belencita hasta su último suspiro.